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Los diálogos
Según consigna Helena Beristáin en el Diccionario de Retórica y Poética, el
diálogo es:
“Estrategia dicursiva mediante la cual el discurso muestra los hechos que
constituyen una historia relatada, prescindiendo del narrador e
introduciendo al lector (en un cuento por ejemplo) o al público (en el caso
del drama) directamente en la situación donde se producen los actos de
habla (ficcionales) de los personajes (o los reales, en la historia). Presenta
directa y fielmente un enunciado producido por otro sujeto de la
enunciación.” [1]
Al trabajar los diálogos entramos en contacto directo con el habla coloquial,
sin importar quién sea el personaje. La función de los diálogos es hacer que el
lector escuche directamente a los personajes. La mejor técnica para escribir
diálogos es aprendiendo a escuchar. Es evidente que no habla igual un doctor
en cualquier disciplina humanística, un vendedor de enciclopedias o un chavo
banda, aunque se dirijan al mismo interlocutor. Al escribir un diálogo estamos
dejando traslucir la sociohistoria del personaje y, por lo mismo, tenemos que
ser consecuentes con sus variantes dialectales. Decía Clarice Lispector:
“Entonces escribir es el modo de quien tiene la palabra como carnada: la
palabra que pesca lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra –la entrelínea-
muerde la carnada, algo se escribió.”[2] Es decir, cuando una línea escrita es
eficaz, da pie a la esencia del texto, aquella que aparece en las entrelíneas.
Esto puede aplicarse a todo aquello intangible y quizá innombrable que
involucra a la condición humana, y por tanto, al cuento como su reflejo; sin
embargo, cuando hablamos de diálogo, esto se convierte en una ley. No es
tanto lo que decimos como aquello que dejamos sin decir. Si decimos
demasiado, los diálogos resultan explicativos y artificiales, por el contrario, si
decimos demasiado poco resultan crípticos.
Leer “El guardagujas” de Juan José Arreola, pp.400.
Los diálogos y sus aliados
Los mejores aliados del diálogo son las acotaciones de autor ––que suelen ir
entre guiones largos––, pues a través de ellas podemos imprimir carácter al
diálogo, proponemos tonos de voz y expresiones tanto faciales como
corporales, e incluso pensamientos. Para escribir estas acotaciones se utilizan
verbos declarativos o verba dicendi (verbum dicendi), que son las formas
verbales que designan acciones de comunicación lingüística o que expresan
creencia, emoción o reflexión, por ejemplo: dijo, espetó, se lamentó, pensó…
No es lo mismo escribir:
–¿A dónde vas Caperucita?
–A ver a mi abuelita que está enferma, le voy a llevar comida.
–Ah, ¿y por dónde planeas irte?
–Por el camino vecinal, mi mami dice que es el más seguro.
–Es que tu mami no conoce el atajo de los manzanos. Si quieres, yo te
puedo indicar cómo dar con él.
Que escribir:
–¿A dónde vas, Caperucita? –le preguntó el lobo dulcificando la voz.
–A ver a mi abuelita que está enferma –respondió la niña un poco asustada;
había desobedecido a su madre y se había internado en el bosque siguiendo
el vuelo de una mariposa -le voy a llevar comida –la niña cayó en la cuenta
de que había perdido el tiempo y el budín llegaría helado a la mesa de la
abuela. Se ruborizó.
–Ah, ¿y por dónde piensas irte? –averiguó el lobo, que había notado el
rubor y el pestañeo inquieto de la niña.
–Por el camino vecinal –respondió Caperucita hurtando la mirada–, dice mi
mami que es el más seguro –a estas alturas de la plática, la niña ya nerviosa
por el retraso alternaba el peso de su cuerpo ya en una pierna, ya en otra,
con urgencia.
–Es que tu mami no conoce el atajo de los manzanos –soltó el lobo como
quien deja caer un pañuelo. Tenía que convencerla: si la niña sospechaba
tendría que atacarla allí mismo y eso era demasiado arriesgado, hacía poco
había olfateado el olor de un hombre que podría estar armado. –Si quieres –
continuó–, yo te puedo indicar cómo dar con él –repuso casi susurrando,
como los niños cuando se alían para hacer una travesura. Si Caperucita
tomaba el camino largo –pensaba–, él tendría tiempo más que suficiente
para llegar antes que ella y atacarla en la casa de la vieja.
Para utilizar esta estrategia narrativa es necesario introducirnos en la piel, la
mente y el corazón de nuestros personajes, para conocerlos a fondo, puesto
que desde la voz de ellos nos comunicaremos directamente con el lector.
Leer “La prodigiosa tarde de Baltazar” de Gabriel García Márquez, pp. 513
La técnica de los diálogos

Por César Sánchez


Al escribir un diálogo hemos de asegurarnos de que al lector le quede claro
qué personaje habla en cada momento.
Cuando el diálogo está escrito en estilo directo, en cada párrafo habla un
personaje. Para informar de quién se trata disponemos de varios métodos:
1. Inciso de cita
Lo más frecuente es indicarlo mediante un inciso de cita, de la siguiente
manera:

—No digo yo menos—respondió don Quijote—, pero en esto de


ayudarme contra caballeros has de tener a raya tus naturales ímpetus.

En este caso, el inciso de cita, "respondió don Quijote", deja claro que quien
habla es don Quijote. Si el párrafo es largo, convendrá situar el inciso de cita
lo más cerca posible del inicio del párrafo, así evitaremos que el lector se
encuentre leyendo líneas y líneas de parlamento sin tener aún claro quién
habla.

2. Marco de cita
Otra opción que tenemos es indicarlo en el párrafo previo:

Apenas los divisó don Quijote [...] se puso en la mitad del camino
por donde los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció
que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
—Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas
princesas que en ese coche llevais forzadas; si no, aparejaos a recebir
presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
Las palabras del primer párrafo dejan claro quién habla: nuestro amigo don
Quijote.
3. Vocativo
Otra opción de la que disponemos, algo menos intuitiva, es indicarlo mediante
un vocativo:

—Calla, amigo Sancho, que las cosas de la guerra más que otras
están sujetas a continua mudanza.

Los vocativos son aquellas palabras o expresiones que empleamos para


nombrar a la persona a la que nos dirigimos. En este caso, el vocativo es
"amigo Sancho". Como el personaje que interviene aquí se dirige a Sancho, y
además le trata de amigo, deducimos que quien habla es su compañero de
aventuras, don Quijote, sin que haga falta que nos lo indiquen con un inciso de
cita o en el párrafo previo.

4. Voz característica
Disponemos, aún, de una cuarta opción:

—La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo


que más le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros
robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y por
que no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed...

Si hemos asignado a nuestro personaje una voz característica, bastará "oír" lo


que diga para saber que está hablando él. En este caso, queda más o menos
claro, por la forma caballeresca de hablar, que quien interviene aquí es, de
nuevo, nuestro querido don Quijote:

... que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y


aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso;
y, en pago del beneficio que de mí habéis recebido, no quiero otra cosa
sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta
señora y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho.

Todos los textos pertenecen a El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,


de Miguel de Cervantes.
El guardagujas
[Cuento - Texto completo.]

Juan José Arreola


El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie
quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo,
y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte.
Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía
partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al
volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero.
Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de
juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora
mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño
edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que
pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor
atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos
informes.
-Por favor…
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha
sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo
que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las
guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se
expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta
solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías
y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo
esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su
patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse
cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones
están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las
condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero
nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi
vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera
convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un
hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería
darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará
efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser
conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted
hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes
cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes
para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera
fortuna…
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el
dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes
de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen
extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros
de la empresa.
-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros
pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se
trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren,
nadie espera ser conducido al sitio que desea.
-¿Cómo es eso?
-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas
medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos
convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la
vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los
fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha
previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio.
Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero
lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su
boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno
de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con
los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es
otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los
de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que
faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda
totalmente destruido.
-¡Santo Dios!
-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue
a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron
hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas
conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas
amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una
aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios
enmohecidos del tren.
-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en
héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor
y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos
escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios.
Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave
omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía
salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás,
arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir
adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y
conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la
sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña
fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción
del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de
los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted
un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer
tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para
impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera
demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la
estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía
y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a
otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va
dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y
furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose
y dándose de golpes.
-¿Y la policía no interviene?
-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la
imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente
costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su
venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados
que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió
entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros
viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se
les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en
movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de
armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones.
Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una
ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la
empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones
que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el
nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención
para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas
que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente
los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la
realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe
excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La
organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad
de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado
cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y
al día siguiente oyen que el conductor anuncia: “Hemos llegado a T.”. Sin
tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en
T.
-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de
todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No
trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de
viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
-¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías.
Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el
espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla
sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que
puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente
saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor
imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un
vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la
selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos
y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas
tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a
caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de
ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los
pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados
desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren
está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras,
mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
-¿Y eso qué objeto tiene?
-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad
de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se
aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa
omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, solo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas
jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos
tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me
cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de
la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de
un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan
de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de
un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres:
“Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual”, dice
amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta
distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por
congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen
en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales
suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con
mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un
pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de
bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El
guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas
con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta
distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se
llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto
rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al
encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso
advenimiento.
FIN
http://www.literatura.us/garciamarquez/baltazar.html

La prodigiosa tarde de Baltazar


Gabriel García Márquez
(Los funerales de la Mamá Grande, 1962)
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)

La jaula estaba terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la


costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la
jaula más bella del mundo. Tanta gente vino a verla, que se formó un tumulto
frente a la casa, y Baltazar tuvo que descolgarla y cerrar la carpintería.
—Tienes que afeitarte —le dijo Úrsula, su mujer—. Pareces un capuchino.
—Es malo afeitarse después del almuerzo —dijo Baltazar.
Tenía una barba de dos semanas, un cabello corto, duro y parado como las
crines de un mulo, y una expresión general de muchacho Pero era una
expresión falsa. En febrero había cumplido 30 años, vivía con Úrsula desde
hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la vida le había dado muchos
motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Ni siquiera sabía
que para algunas personas, la jaula que acababa de hacer era la más bella del
mundo. Para él, acostumbrado a hacer jaulas desde niño, aquél había sido
apenas un trabajo más arduo que los otros.
—Entonces repósate un rato —dijo la mujer—. Con esa barba no puedes
presentarte en ninguna parte.
Mientras reposaba tuvo que abandonar la hamaca varías veces para mostrar la
jaula a los vecinos. Úrsula no le había prestado atención hasta entonces.
Estaba disgustada porque su marido había descuidado el trabajo de la
carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y durante dos semanas había
dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había vuelto a pensar
en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada. Cuando
Baltazar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y una
camisa, los había puesto en un asiento junto a la hamaca, y había llevado la
jaula a la mesa del comedor. La contemplaba en silencio.
—¿Cuánto vas a cobrar? —preguntó.
—No sé —contestó Baltazar—. Voy a pedir treinta pesos para ver sí me dan
veinte.
—Pide cincuenta —dijo Úrsula—. Te has trasnochado mucho en estos quince
días. Además, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto en
mi vida.
Baltazar empezó a afeitarse.
—¿Crees que me darán los cincuenta pesos?
—Eso no es nada para don Chepe Montíel, y la jaula los vale —dijo Úrsula—.
Debías pedir sesenta.
La casa yacía en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el
calor parecía menos soportable por el pito de las chicharras. Cuando acabó de
vestirse, Baltazar abrió la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de
niños entró en el comedor.
La noticia se había extendido. El doctor Octavio Gíraldo, un médico viejo,
contento de la vida pero cansado de la profesión, pensaba en la jaula de
Baltazar mientras almorzaba con su esposa inválida. En la terraza interior
donde ponían la mesa en los días de calor, había muchas macetas con flores y
dos jaulas con canarios. A su esposa le gustaban los pájaros, y le gustaban
tanto que odíaba a los gatos porque eran capaces de comérselos. Pensando en
ella, el doctor Giraldo fue esa tarde a visitar a un enfermo, y al regreso pasó
por la casa de Baltazar a conocer la jaula.
Había mucha gente en el comedor. Puesta en exhibición sobre la mesa, la
enorme cúpula de alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y
compartimientos especiales para comer y dormir, y trapecios en el espacio
reservado al recreo de los pájaros, parecía el modelo reducido de una
gigantesca fábrica de hielo. El médico la examinó cuidadosamente, sin tocarla,
pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio prestigio, y
mucho más bella de lo que había soñado jamás para su mujer.
—Esto es una aventura de la imaginación —dijo. Buscó a Baltazar en el
grupo, y agregó, fijos en él sus ojos maternales—: Hubieras sido un
extraordinario arquitecto.
Baltazar se ruborizó.
—Gracias —dijo.
—Es verdad —dijo el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una
mujer que fue hermosa en su juventud, y unas manos delicadas. Su voz
parecía la de un cura hablando en latín—. Ni siquiera será necesario ponerle
pájaros —dijo, haciendo girar la jaula frente a los ojos del público, como si la
estuviera vendiendo—. Bastará con colgarla entre los árboles para que cante
sola. —Volvió a ponerla en la mesa, pensó un momento, mirando la jaula, y
dijo:— Bueno, pues me la llevo.
—Está vendida —dijo Úrsula.
—Es del hijo de don Chopo Montiel —dijo Baltazar—. La mandó a hacer
expresamente.
El médico asumió una actitud respetable.
—¿Te dio el modelo?
—No —dijo Baltazar—. Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una
pareja de turpiales.
El médico miró la jaula.
—Pero ésta no es para turpiales.
—Claro que sí, doctor —dijo Baltazar, acercándose a la mesa. Los niños lo
rodearon—. Las medidas están bien calculadas —dijo, señalando con el índice
los diferentes compartimientos. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la
jaula se llenó de acordes profundos—. Es el alambre más resistente que se
puede encontrar, y cada juntura está soldada por dentro y por fuera —dijo.
—Sirve hasta para un loro —intervino uno de los niños.
—Así es —dijo Baltazar.
El médico movió la cabeza.
—Bueno, pero no te dio el modelo —dijo—. No te hizo ningún encargo
preciso, aparte de que fuera una jaula grande para turpiales. ¿No es así?
—Así es —dijo Baltazar.
—Entonces no hay problema —dijo el médico—. Una cosa es una jaula
grande para turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta
la que te mandaron hacer.
—Es esta misma —dijo Baltazar, ofuscado—. Por eso la hice.
El médico hizo un gesto de impaciencia.
—Podrías hacer otra —dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el
médico—: Usted no tiene apuro.
—Se la prometí a mi mujer para esta tarde —dijo el médico.
—Lo siento mucho, doctor —dijo Baltazar—, pero no se puede vender una
cosa que ya está vendida.
El médico se encogió de hombros. Secándose el sudor del cuello con un
pañuelo, contempló la jaula en silencio, sin mover la mirada de un mismo
punto indefinido, como se mira un barco que se va.
—¿Cuánto te dieron por ella?
Baltazar buscó a Úrsula sin responder.
—Sesenta pesos —dijo ella.
El médico siguió mirando la jaula.
—Es muy bonita —suspiró—. Sumamente bonita. —Luego, moviéndose
hacia la puerta, empezó a abanicarse con energía, sonriente, y el recuerdo de
aquel episodio desapareció para siempre de su memoria.
—Montiel es muy rico —dijo.
En verdad, José Montiel no era tan rico como parecía, pero había sido capaz
de todo por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de
arneses donde nunca se había sentido un olor que no se pudiera vender,
permanecía indiferente a la novedad de la jaula. Su esposa, torturada por la
obsesión de la muerte, cerró puertas. y ventanas después del almuerzo y yació
dos horas con los ojos abiertos en la penumbra del cuarto, mientras José
Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un alboroto de muchas voces.
Entonces abrió la puerta de la sala y vio un tumulto frente a la casa, y a
Baltazar con la jaula en medio del tumulto, vestido de blanco y acabado de
afeitar, con esa expresión de decoroso candor con que los pobres llegan a la
casa de los ricos.
—Qué cosa tan maravillosa —exclamó la esposa de José Montiel, con una
expresión radiante, conduciendo a Baltazar hacia el interior—. No había visto
nada igual en mi vida —dijo, y agregó, indignada con la multitud que se
agolpaba en la puerta—: Pero llévesela para adentro que nos van a convertir la
sala en una gallera.
Baltazar no era un extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones,
por su eficacia y buen cumplimiento, había sido llamado para hacer trabajos
de carpintería menor. Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en
ellos, en sus mujeres feas y conflictivas, en sus tremendas operaciones
quirúrgicas, y experimentaba siempre un sentimiento de piedad. Cuando
entraba en sus casas no podía moverse sin arrastrar los pies.
—¿Está Pepe? —preguntó.
Había puesto la jaula en la mesa del comedir.
—Está en la escuela —dijo la mujer de José Montiel—. Pero ya no debe
demorar. —Y agregó:— Montiel se está bañando.
En realidad José Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando
una urgente fricción de alcohol alcanforado para salir a ver lo que pasaba. Era
un hombre tan prevenido, que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar
durante el sueño los rumores de la casa.
—Adelaida —gritó—. ¿Qué es lo que pasa?
—Ven a ver qué cosa maravillosa —gritó su mujer.
José Montiel —corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca— se asomó
por la ventana del dormitorio.
—¿Qué es eso?
—La jaula de Pepe —dijo Baltazar.
La mujer lo miró perpleja.
—¿De quién?
—De Pepe —confirmó Baltazar. Y después dirigiéndose a José Montiel—:
Pepe me la mandó a hacer.
Nada ocurrió en aquel instante, pero Baltazar se sintió como si le hubieran
abierto la puerta del baño. José Montiel salió en calzoncillos del dormitorio.
—Pepe —gritó.
—No ha llegado —murmuró su esposa, inmóvil.
Pepe apareció en el vano de la puerta. Tenía unos doce años y las mismas
pestañas rizadas y el quieto patetismo de su madre.
—Ven acá —le dijo José Montiel—. ¿Tú mandaste a hacer esto?
El niño bajó la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a
mirarlo a los ojos.
—Contesta.
El niño se mordió los labios sin responder.
—Montiel —susurró la esposa.
José Montiel soltó al niño y se volvió hacia Baltazar con una expresión
exaltada.
—Lo siento mucho, Baltazar —dijo—. Pero has debido consultarlo conmigo
antes de proceder. Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor. —A medida
que hablaba, su rostro fue recobrando la serenidad. Levantó la jaula sin
mirarla y se la dio a Baltazar—. Llévatela en seguida y trata de vendérsela a
quien puedas —dijo—. Sobre todo, te ruego que no me discutas. —Le dio una
palmadita en la espalda, y explicó:— El médico me ha prohibido coger rabia.
El niño había permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo miró
perplejo con la jaula en la mano. Entonces emitió un sonido gutural, como el
ronquido de un perro, y se lanzó al suelo dando gritos.
José Montiel lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.
—No lo levantes —dijo—. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y
después le echas sal y limón para que rabie con gusto.
El niño chillaba sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.
—Déjalo —insistió José Montiel.
Baltazar observó al niño como hubiera observado la agonía de un animal
contagioso. Eran casi las cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una
canción muy antigua, mientras cortaba rebanadas de cebolla.
—Pepe —dijo Baltazar.
Se acercó al niño, sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un
salto, abrazó la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando a
Baltazar a través del tejido metálico, sin saber qué decir. No había derramado
una lágrima.
—Baltazar —dijo Montiel, suavemente—. Ya te dije que te la lleves.
—Devuélvela —ordenó la mujer al niño.
—Quédate con ella —dijo Baltazar. Y luego, a José Montiel—: Al fin y al
cabo, para eso la hice.
José Montiel lo persiguió hasta la sala.
—No seas tonto, Baltazar —decía, cerrándole el paso—. Llévate tu trasto para
la casa y no hagas más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.
—No importa —dijo Baltazar—. La hice expresamente para regalársela a
Pepe. No pensaba cobrar nada.
Cuando Baltazar se abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la
puerta, José Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y
sus ojos empezaban a enrojecer.
—Estúpido —gritaba—. Llévate tu cacharro. Lo último que faltaba es que un
cualquiera venga a dar órdenes en mi casa. ¡Carajo!
En el salón de billar recibieron a Baltazar con una ovación. Hasta ese
momento, pensaba que había hecho una jaula mejor que las otras, que había
tenido que regalársela al hijo de José Montiel para que no siguiera llorando, y
que ninguna de esas cosas tenía nada de particular. Pero luego se dio cuenta de
que todo eso tenía una cierta importancia para muchas personas, y se sintió un
poco excitado.
—De manera que te dieron cincuenta pesos por la jaula.
—Sesenta —dijo Baltazar.
—Hay que hacer una raya en el cielo —dijo alguien—. Eres el único que ha
logrado sacarle ese montón de plata a don Chepe Montiel. Esto hay que
celebrarlo.
Le ofrecieron una cerveza, y Baltazar correspondió con una tanda para todos.
Como era la primera vez que bebía, al anochecer es taba completamente
borracho, y hablaba de un fabuloso proyecto de mil jaulas de a sesenta pesos,
y después de un millón de jaulas hasta completar sesenta millones de pesos.
—Hay que hacer muchas cosas para vendérselas a los ricos antes que se
mueran —decía, ciego de la borrachera—. Todos están enfermos y se van a
morir. Cómo estarán de jodidos que ya ni siquiera pueden coger bien.
Durante dos horas el tocadiscos automático estuvo por su cuenta tocando sin
parar. Todos brindaron por la salud de Baltazar, por su suerte y su fortuna, y
por la muerte de los ricos, pero a la hora de la comida lo dejaron solo en el
salón.
Úrsula lo había esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto de
rebanadas de cebolla. Alguien le dijo que su marido estaba en el salón de
billar, loco de felicidad, brindando cerveza a todo el mundo, pero no lo creyó
porque Baltazar no se había emborrachado jamás. Cuando se acostó, casi a la
medianoche, Baltazar estaba en un salón iluminado, donde había mesitas de
cuatro puestos con sillas alrededor, y una pista de baile al aire libre, por donde
se paseaban los alcaravanes. Tenía la cara embadurnada de colorete, y como
no podía dar un paso más, pensaba que quería acostarse con dos mujeres en la
misma cama. Había gastado tanto, que tuvo que dejar el reloj como garantía,
con el compromiso de pagar al día siguiente. Un momento después,
despatarrado por la calle, se dio cuenta de que le estaban quitando los zapatos,
pero no quiso abandonar el sueño más feliz de su vida. Las mujeres que
pasaron para la misa de cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba
muerto.

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