o cuatro se le resistieron, así que tomó aire de nuevo y volvió a vaciar sus pulmones. Toda la familia estalló en aplausos. Mariano les miró, orgulloso de la familia que había creado a su alrededor.
Mientras tanto María, su atenta esposa, había
retirado las velas y ya partía y repartía trozos de pastel entre la prole. Luego llegaron los regalos: una camisa azul, un jersey de lana, un nuevo tablero de ajedrez y un chequeo médico… - ¿Un chequeo médico? - Si papá – contestó Pedro, el hijo mayor– a tu edad ya deberías ir cuidando un poco tu salud… - ¡Pero si estoy estupendamente! - Claro, claro… Pero mira Vicente, el vecino del cuarto, también decía lo mismo… y lo enterramos la semana pasada. - Vicente tuvo un Ictus repentino. ¡Eso no se puede prever! – Protestó Mariano. - ¡Pero mira el rey cómo se hace su chequeo cada año! –añadió Concha, la hija de Mariano. - Bueno, también se va de cacería cada año… y no me habéis regalado una escopeta… - ¡Papá! – Le dijo su hijo con mirada irritada. - Está bien, está bien… Gracias por el regalo hijo. Cuatro días después Pedro recogía a su padre en casa para llevarlo a hacer la completa -y cara – revisión médica que le había regalado. -¿No podías haberme pedido hora por la tarde? - Siento que a esta hora no te vaya muy bien papá… - Es que por la mañana siempre salgo con los amigos a caminar… hace años que no faltaba ningún día… - ¿Qué es más importante… tus amigos o tu salud? - Bueno, visto así… - Te veo nervioso papá. - Es que no recuerdo la última vez que fui al médico… ¿siguen llevando bata blanca? - No bromees… Tienes que empezar a cuidarte papá. Hace años que deberías haber empezado con las revisiones. ¡Ya no eres un niño! Mariano pasó tres horas de zarandeos y meneos entre máquinas y artilugios modernos: analíticas, ecografías, radiografías, colonoscopia, control oftalmológico y auditivo, exploración cardiológica, test de sensibilidad alimentaria, RMN craneal, flujometría… Mariano se encontraba agotado y sorprendido de lo que había avanzado la medicina. La última vez que había ido al médico, lo único que le habían hecho había sido pesarle, auscultarle el corazón y charlar amigablemente con él durante un rato. A continuación, una amable enfermera – con bata blanca – le atizó una batería de preguntas sobre todas las enfermedades que había sufrido su cuerpo durante sus dilatados 70 años y le abrió su Ficha de Enfermo. Recibió también un par de broncas por llevar tantos años sin ir al médico y no tener su “carnet sanitario” al día. Mariano se sintió como en su primer día de clase con 6 años: un inútil. Salió del centro sanitario con hora de visita para la semana siguiente parar recoger todos los resultados. Su hijo primogénito pasó a recogerlo de nuevo a la hora de su paseo matinal. - Permítame decirle que para su edad… está usted muy bien. – Le dijo un doctor calvo y arrogante que miraba y remiraba todo los papeles que había en una carpeta verde con el nombre del paciente: Mariano Rajón. - Gracias. – dijo Mariano aliviado. - Pero, como era de esperar, a pesar de su aparente buen estado de salud, Sr. Rajón, necesita unas cuantas ayuditas… o pastillitas para… - ¡Pero si me encuentro perfectamente! - ¡Tiene usted 70 años amigo! Con eso no se bromea… Más vale prevenir que curar. Las cuatro ayuditas se convirtieron en unas pastillas de Estatina para el colesterol, un IECA para el corazón, Metformina para la glucosa, un diurético para las hinchazones de las piernas y un polivitamínico para aumentar las defensas. Ah, y para la alergia – ¿qué alergia?- preguntó él sin obtener respuesta: Desloratadina-. Y para proteger el estómago de estas “cuatro ayuditas”, se sumó al carrito de la compra una cajita de Omeprazol.
Su atenta esposa, María, le acompañó a la
farmacia, ya que Mariano, hasta entonces, ni siquiera sabía dónde estaba. Llegaron a casa y María reubicó unos cuantos enseres de un armario de la cocina para convertirlos en el nuevo botiquín de Mariano. - ¡Así los tendrás a mano! - Ya, como la sal… - Si quieres, podemos colocar las pastillas por colores… así será más fácil. Una semana después discutía con María sobre si las pastillas verdes –las de la alergia- se tomaban antes o después de las cápsulas para el estómago; tampoco tenía muy claro si las amarillas -para el corazón- eran antes o después de las comidas. Y había algunas que no le debían estar sentado muy bien, porque tenía una especie de picazón en los muslos. Así que habló con su hijo para que le pidiera hora de nuevo con el médico. El Dr. Moreno, todavía calvo y arrogante, les dio por escrito los horarios y las dosis de todos los medicamentos, y les explicó que lo del picazón se le iría pasando. - Es probable que sea un síntoma del estrés, no se preocupe demasiado. - ¿Qué estrés? - Le noto un poco alterado, Sr. Rajón. Y en la exploración me ha parecido encontrarlo un poco contracturado. ¿Sabe lo que haremos? Le voy a dar Alprazolan para los nervios. - ¿Más cosas? – Preguntó alarmado. - Sólo para que esté tranquilo. Piense que si está nervioso, la medicación no le hará tanto efecto. ¿Duerme usted bien? - Duermo. Y cuando no tengo sueño me levanto y me pongo a trabajar en mi colección de maquetas de barcos. ¿Sabe que tengo una bonita colección de barcos? - Es muy importante que duerma. Le daré unas pastillas para cuando no pueda dormir ¿de acuerdo? Mariano no pudo salir a caminar con sus amigos en unos días. El primer día se quedó dormido hasta media mañana por el efecto de las pastillas para dormir, y el segundo tuvo que ir al dispensario para que le hicieran una receta nueva de las pastillas verdes –las del corazón- y a la farmacia para reponer existencias. El tercer día la enfermera lo hizo pasar y le puso la vacuna de la gripe, pues se acercaba el invierno y había que prever posibles riesgos. - Nunca antes me habían puesto esta vacuna… ¿De verdad cree que es necesaria? – Protestó levemente Mariano. - Es que antes no venía usted a visitarnos, señor Rajón, ahora ya ve que le tenemos fichado… -le dijo con sonrisa radiante Pepita, la simpática enfermera. El día que, por fin, salió a caminar con sus amigos, una tormenta les alcanzó a la vuelta, así que llegó a casa mojado. Como al cabo de unas horas empezó a toser, María llamó al médico para explicárselo, que dio instrucciones de que se metiera en la cama, le recetó un antigripal, Sanigrip con efedrina, y un antibiótico para que no fuera a más. María obligó a Mariano a estar en cama una semana –órdenes del médico, más vale prevenir que curar- tomando diligentemente su medicación, y siendo cuidado amorosamente por ella y sus hijos, que venían todas las tardes a visitarle para que pudiera ver a sus nietos. Obviamente, durante esa semana, tampoco pudo salir a caminar. - No entiendo nada… decía Mariano. Pero si este año me he vacunado de la gripe…
La siguiente semana seguía tan débil, que
decidió no ir tampoco, y a la tercera resultó que había perdido su forma física, y tuvo que seguir a sus amigos con la lengua fuera y el corazón acelerado. Así que María volvió a llamar al médico que informó que no era bueno ir a caminar si tenía taquicardias, y añadió Atenolol a la lista de la compra. Sugirió que era mejor no salir a caminar hasta que hubiera una considerable mejoría. A partir de ese día, si Mariano quería salir a caminar, debía discutirse con toda su familia, que, como se preocupaban por él, velaban por su salud y no querían que saliera a jugarse la vida. Mariano cada vez dormía peor por las noches, pero se negaba a tomar las pastillas para dormir, pues decía que lo atontaban demasiado. Una de esas noches en vela sacó los prospectos de todas sus pastillas multicolores y se dedicó a leerlos. De este modo, descubrió que estaba tomando medicamentos que podían provocar arritmias ventriculares, sangrados, náuseas, hipertensión, insuficiencia renal, parálisis, cólicos abdominales, alteraciones del estado mental y otro montón de cosas que ni siquiera sabía lo que eran… Al día siguiente, Mariano llamó a su médico alarmado. - ¿Es que no se fía usted de mí, señor Rajón? - ¡Sí, claro, claro! Mucho más tranquilo, Mariano pasó casi todo ese día durmiendo. Hacía ya algunas semanas que no había salido a caminar. Estaba cogiendo incluso un poco de peso y había aumentado su barriguita. Las rodillas habían empezado a dolerle. Debía proponerse de nuevo salir a caminar, pero cada día le costaba más esfuerzo. Se pasaba muchas horas en el sofá, viendo la tele, pues casi no podía trabajar en las maquetas de sus barcos, ya que le costaba concentrarse y las manos habían empezado a temblarle ligeramente. El hecho de no poder trabajar en sus barcos ni pasear con sus amigos, lo sumía en la tristeza. Por suerte, tenía las tertulias televisivas que compartía con su esposa. Allí eran testigos de tantas desgracias y vergüenzas ajenas que sus propios problemas parecían no tener importancia. - Mírame – le dijo un día a su mujer- parezco un viejo… - Es que eres un viejo, cariño… María estaba preocupada porque lo veía alicaído y falto de vitalidad. Así que llamó al médico calvo y arrogante – cada vez más amigo de la familia – y se lo contó. Esa llamada supuso la llegada a la casa de unos antidepresivos para el estado anímico de Mariano y de Diclofenaco para sus articulaciones. El armario botiquín estaba más que repleto de pastillas de todos los colores. De hecho, se había quedado ya pequeño para tanto frasco, así que María pidió a su hijo que los llevara un día a Ikea a comprar un nuevo mueble para el comedor, donde colocó diligentemente todas los frascos de pastillas ordenadas por colores, y a la altura de Mariano, para que no tuviera que agacharse, pues cada día las rodillas le dolían más. Los días de Mariano se abrían y cerraban con la ingesta de pastillas; las comidas de Mariano empezaban y terminaban con la ingesta de medicamentos; los paseos de Mariano eran hasta la farmacia para reponer existencias o hasta el dispensario a por recetas y para mirarse la presión. En una de esas visitas le encontraron la presión alta y el colesterol por las nubes, así que María tuvo que añadir una repisa nueva al mueble de Ikea para las recién llegadas adquisiciones. Además, su hijo les había regalado recientemente un aparato para medir la presión, un termómetro digital, un humidificador para el aire, y una botella de oxígeno, por si acaso. Un día por la noche Mariano sintió una fuerte opresión en el pecho que casi no le dejaba respirar. Una gran punzada lo atravesó literalmente y perdió el conocimiento. Despertó en la UVI del hospital. Habían conseguido salvarle la vida. El médico del hospital le presentó El Sintrom, el nuevo y fiel medicamento que ya iba acompañarle de por vida. Su diligente y atenta esposa pasaba las noches y los días con él. Sus hijos lo visitaban cada tarde e iban observando como su padre estaba cada día peor. El médico les informó que se esperaran lo peor, estaban haciendo todo lo posible por sacarlo adelante, pero a los problemas de corazón se habían sumado problemas del riñón, hígado y vesícula, amén de un par de infecciones que, al parecer, había cogido cuando estuvo en quirófano. Se sumaron nuevos antibióticos a la larga lista multicolor. Y esperando lo peor, llegó lo peor. Un día, cuando María, que dormía en la butaca de la habitación del hospital, se despertó con la primera luz de la mañana, descubrió que Mariano ya no vería ese nuevo amanecer. Las enfermeras le corroboraron el sueño eterno de su marido. Y María lloró. Al cabo de dos meses, María cumplió los 70 años y la fiesta de cumpleaños fue triste y silenciosa. Todo el mundo pensaba en el abuelo Mariano, a excepción de los nietos que jugaban alegremente y soplaron encantados las velas de la abuela. El hijo mayor le hizo a su madre un regalo inesperado. María abrió la caja y miró a su hijo asustada, el cual le dijo complaciente: - Mamá, ahora te toca a ti empezar a cuidarte. “Casi todos los hombres mueren de sus medicinas, No de sus enfermedades” Moliére