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SARA VASSALLO

EL DESEO Y LA GRACIA
San Agustín, Lacan, Pascal

Ediciones NUBE NEGRA (Rosario)


Colección Apertura
Dirigida por Juan B. Ritvo
Diciembre de 2015
N° ISBN 978-987-23909-2-1

1
ÍNDICE

Introducción, p. 3

PRIMERA PARTE

La exclusión interna del sujeto en la enunciación de san


Agustín de Hipona, p. 14
La voluntad en la teoría del libre arbitrio de san Agustín, p.17
La teoría de las dos voluntades: la polémica de san Agustín
con Pelagio, p. 37
La voluntad y la gracia, p. 48
Lacan y san Agustín, p. 55
I. El significante y el Verbo, p. 55
a)La interpretación de los término genitus (engendrado) e ingenitus
(no-engendrado) en la polémica con Arrio, p. 59
b)El Padre envió al Hijo ahí donde el Hijo estaba…, p. 63
c)El Verbo de Dios y la encarnación, p. 64
II. Creencia y fe, p, 67
III. El nudo borromeo y la voluntad, p. 73

SEGUNDA PARTE

La gracia suficiente y la gracia eficaz. Pascal y la polémica


jansenista, p. 81
Paréntesis sartreano: gracia y libertad en la escena amorosa, p.98
El montaje lógico-sintáctico de los Pensamientos de Pascal, p. 104
La razón de los efectos, 116
El sujeto de la ciencia y el sujeto de la religión (Lacan
y Pascal), p. 135

ANEXO: A MODO DE EPÍLOGO

Un anacoluto en la Epístola a los Romanos (V-12) de san Pablo, p. 152

2
INTRODUCCIÓN

Nuestro interés por las polémicas de san Agustín acerca de la voluntad en el siglo V
y por la forma en que Pascal las retoma en el siglo XVII en el contexto del jansenismo,
en torno a la noción de la gracia, se debe a que reproducen en algunos de sus tramos y
en muchas de sus idas y vueltas una lógica que conjuga una impotencia primordial de la
voluntad –sometida al Otro– con un uso paradójicamente “libre” de ella. Anticipan, en
un contexto en principio ajeno al psicoanálisis, y a condición de abordarlas de un modo
intersticial, la idea de un sujeto “sometido al significante”1 y determinado por él pero al
mismo tiempo, tal como lo ha elaborado Lacan, “éxtimo” respecto de la cadena
significante.
Lejos de ser una mera curiosidad histórica, la temática teológico-religiosa de la
voluntad atada y a la vez libre esclarece, por el contrario, lo que hace que el sujeto del
psicoanálisis en relación con el Otro esté condicionado por una imposible “cuadratura
del círculo”, pero una cuadratura cuyo propio estatuto de imposibilidad posibilita que
haya sujeto.2 Y lo que vincula precisamente a los dos autores que tratamos aquí con el
campo psicoanalítico es que el modo en que se escribe en ellos una subjetividad –que
por amplio y heteróclito que sea el término, lleva el nombre de cristiana3– resulta
imposible de resolverse por las vías de una lógica del significado. De lo cual inferimos
que esa tradición albergaba ya el germen de un sujeto que no puede surgir sin la
dimensión (lacaniana) del “significante”.
Abordaré entonces las continuidades históricas y al mismo tiempo las homologías
estructurales entre ambos campos a través de análisis parciales y fragmentarios, más
bien desde el punto de vista de una retórica o una gramática y no desde un “sentido”
totalizador. Y si esos análisis no logran evitar inscripciones históricas y hasta personales
(en el caso de Lacan), la emergencia de un sentido perdido o residual de esa tradición en
el psicoanálisis habrá querido ser para nosotros el producto de un paso por la sintaxis de
los textos. Esto no significa tampoco que por ser “siempre religioso”, según dice Lacan
en el Libro XXI del Seminario, abjuremos del sentido ni lo consideremos como un tabú,
ya que el psicoanálisis incurre necesaria y constantemente en él.4
Planteadas así las cosas, para articular un concepto de voluntad que la conciba como
encerrada en una impotencia y una irresolución esencial, se necesita una retórica
peculiar. ¿En qué sentido, por ejemplo, figuras como el oxímoron, la elipsis o el
anacoluto –que privilegiamos aquí, insertas en una sintaxis que desafía toda lógica de la
identidad y de la contradicción dialéctica– darían cuenta de un sujeto del velle? Y sobre
todo, ¿cómo esa retórica, al poner en juego la presencia de una Otredad, se las arregla
asimismo para hacer emerger un sujeto de la enunciación que al no definirse a partir del

1
Me refiero a la expresión utilizada por Lacan en Subversion du sujet et dialectique du désir: “la
sumisión del sujeto al significante” (Écrits II, Paris, Points-Seuil, p. 166).
2
“El sujeto se constituye sustrayéndose a ella”, dice Lacan al evocar la cuadratura en el punto del grafo
del deseo que indica un circuito que va desde s(A) hasta A y desde A hasta s(A), configurando un Otro
completo (Ibídem).
3
Al decir cristiana decimos a la vez judeo-cristiana. El tratamiento de los textos en uno y otro autor las
hace inseparables.
4
Abordo las dificultades del deslinde entre sentido y significante, sentido y real, sentido y goce, en el
último texto de este ensayo sobre el anacoluto.
3
logos sino de la voluntad, lo acerca, mal o bien, y por rodeos no siempre visibles, al
sujeto del psicoanálisis?
No sé si algún historiador de las religiones se ha hecho cargo de la increíble
maniobra teórica por la cual Lacan lleva al terreno del psicoanálisis, bajo el nombre de
sujeto del inconsciente, el Yo o la primera persona en que habla el Dios hebreo, el que
dice Yo soy el que soy o, lo que es lo mismo, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
A diferencia del dios de los filósofos, ese dios que habla en primera persona –dice
Lacan– “se encuentra en lo real”.5 Un dios que habla en primera persona y al cual se
invoca con un “Tú” no es forzosamente un dios con quien se intercambian mensajes. La
manera en que Lacan ha planteado un dios cuya estructura repercute en la del sujeto, el
cual, al modo de la Verdad, dice “Yo” sin que se lo pueda detectar sino a través de una
mentira constitutiva, o mediante restos o blancos en el enunciado, instala una
desproporción inicial, más aún, un corte imposible de rellenar entre el enunciado y la
enunciación. Al tomar ciertos tramos del corpus de san Agustín de Hipona sobre el libre
albedrío y la gracia, por ejemplo, pretendo que su complejo sistema enunciativo encaja
con esa problemática lacaniana. Se dirá que el contenido doctrinario de aquél es ajeno al
psicoanálisis; que su dios, pletórico de sentido, es incompatible con el Otro definido en
su última fase como “conjunto vacío”. Sostengo, sin embargo, que deja de serle tan
ajeno si atendemos al montaje retórico de la enunciación con que se construye la
relación con el Otro (y que para vaciar al Otro, como lo hace Lacan, transformándolo en
lugar topológico, no solamente hubo que pasar por la negación del primero sino que ese
vaciamiento se levanta de vez en cuando como una posibilidad intrínseca dentro de la
plenitud). No podría ocurrir de otro modo, en una perspectiva que toma como eje central
el velle del sujeto. No diré, no obstante, que abordo el corpus agustiniano por razones
retóricas. O lo diré solo a condición de entender que una razón retórica está tan
íntimamente unida al síntoma que la construye, que el síntoma resulta imposible de
comprender separado de la retórica en que se lo escribe.
El traspaso del enunciado Yo soy el que soy (donde el sujeto de la frase rechaza toda
predicación), al terreno del psicoanálisis no es, pues, religioso en el sentido exiguo del
término, sino de estructura. Pero la estructura no es tampoco un gran esqueleto neutro
que arrastra tras de sí, anulándolas, todas las formaciones histórico-culturales. Al
instaurar a san Agustín como fundador del cristianismo,6 Lacan historiza una estructura
que sirve al mismo tiempo para deshistorizar diferentes configuraciones culturales. Con
la noción del gran Otro, por ejemplo, puede leerse a la vez la estructura del sujeto de la
religión y del sujeto del psicoanálisis. Por otro lado, la galaxia “cristianismo”, para citar
a un autor poco conocido, remite a “un vasto proceso de traslación que mezcla y
desplaza contextos, lenguas y narraciones”.7 Esta caracterización se asemeja al modo
como Lacan instaura al cristianismo como religión del deshecho8 y nos confirma en la
idea de que, diseminado en fragmentos cuya simplicidad es solo aparente, sugiere una
desproporción incomprensible esparcida en residuos de frases que dejan leer acá y allá

5
En el único curso del seminario interrumpido Des noms-du-père (20/11/63). El “Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob” es el Dios al que invoca Pascal en su Memorial, extrayéndolo de una larga tradición.
6
“No se puede negar –dice Lacan, al introducir su comentario de La Apuesta de Pascal– que el
pensamiento de san Agustín está en el fundamento del cristianismo” (Libro XVI del Seminario,
22/1/1969). Traduzco libremente del francés todos los textos de Lacan citados en este ensayo.
7
Frédéric Boyer, Sexy lamb, Paris, P.O.L, 2012.
8
El cristianismo “restituyó el mundo a su verdad de inmundicia […] relegó [la cultura romana del goce] a
la abyección considerada como mundo” (Libro XX del Seminario).
4
contradicciones insolubles (solo desanudables por el Amor), una moral imposible,
paradojas que llevan a una división sin remedio. Esos restos discursivos dicen cosas
como: Vivir según la carne es un mal, pero la carne no es un mal; Lo contrario del
pecado no es la virtud sino la fe; No hay más diferencias pero hay una Diferencia;
Amarás a tu prójimo como a ti mismo; El Verbo no representa al Padre sino que lo
encarna, etc. Sin embargo, “no es sin una íntima afinidad con el problema de lo
verdadero que subsiste el cristianismo”.9 La cuestión se desliza, pues, en Lacan, desde
una religión “verdadera” a una concepción “verdadera” de la estructura del sujeto.10
Desde el principio de su enseñanza, Lacan reiteró que el “Dios oculto” (un
significante central en Pascal) es el mismo que dice: Yo soy el que soy: “Un otro que se
anuncia a sí mismo diciendo ‘Yo soy el que soy’ es, por ese solo hecho, un Dios que
está del otro lado, un Dios oculto, y un Dios que no muestra de ningún modo su
rostro…”.11 El problema consiste en ver qué tipo de enunciación –y de verdad– se
establece para el sujeto que interpela a ese dios que está del otro lado. Al insistir en el
paso histórico desde el Él impersonal de la cosmovisión greco-romana hasta el Dios que
habla, Lacan tiende el puente hacia lo que se volverá después la idea del gran Otro
como “tesoro de significantes” o “lugar” de la palabra: “Es el Yo soy en Yo soy el que
soy lo que hace problemática la relación con el otro en la tradición que es la nuestra […]
es en la manera de situar a los otros, los pequeños otros, en la luz del Otro último,
absoluto, es ahí donde nos distinguimos por esa manera de fragmentar el mundo, de
reducirlo a migajas. Los antiguos lo abordaban, en cambio, como algo que se
jerarquizaba en una escala de consistencia del ente”.12 Lo cual plantea una aparente
contradicción, ya que ¿cómo se explica que el gran Otro, que no es según Lacan ni un
sujeto ni un ser, aparezca marcado por “una de las más profundas características del
fundamento mental de la tradición judeo-cristiana [o sea] que la palabra perfile allí
netamente, como su fondo último, el ser del yo”?13 La contradicción se disipa en cuanto
se entiende que el Yo [Je y no moi] de que se trata es el que habla y se divide por el

9
Ibídem.
10
Lacan repitió con insistencia que “el cristianismo […] es la verdadera religión […] es lo verdadero en
la religión” (Les non-dupes errent, 11/12/1973) refiriéndose al carácter ternario (RSI) de la estructura
psíquica. El 18/12/73, a propósito del Amarás a tu prójimo como a ti mismo pero en un procedimiento
cada más matematizante referido al Dos y al Tres: “Porque no se puede decir que semejante religión no es
nada. Puesto que ya se los dije la última vez, es la verdadera, la verdadera porque inventó esa cosa, esa
cosa sublime de la trinidad. Vio que hacían falta tres. Que hacían falta tres redondeles de soga para que
‘nada’ funcione”. En la conferencia de prensa del 29/10/1974 en Roma, refiriéndose a la fórmula de san
Juan “En el principio era el Verbo…” vuelve sobre la encarnación: “[esa fórmula] quiere decir esto: para
ese ser carnal, ese personaje repugnante que es el hombre medio, el drama recién empieza cuando el
Verbo entró en el baile, cuando se encarna, como dice la religión –la verdadera” (Le triomphe de la
religion, Paris, Seuil, 2005, p. 90). En el curso de 17/12/1974 (RSI), lo verdadero pasa por la asimilación
del Dios cristiano (diferente al de los filósofos) a lo reprimido primordial. Lo “verdadero” en el
cristianismo se sitúa así en tres ángulos principales: la estructura trinitaria del psiquismo, la naturaleza no
representativa del Verbo (que lo asimila al significante), y el Padre identificado a lo reprimido primordial
(y no al Superyó, como en Freud). Otros pasajes como “el psicoanálisis no ha terminado todavía con la
teología” (La ciencia y la verdad, o Dios es inconsciente, (Libro XI del Seminario, 12/2/64), las
innumerables elaboraciones del Dios de Isaac, de Abraham y de Jacob en conexión con el gran Otro
tachado, o el curso del 20/5/1972 (O peor) son variantes del tercero de estos ángulos. Volvemos sobre los
dos primeros puntos en “Lacan y san Agustín” y sobre el tercero a lo largo de todo este ensayo.
11
Libro III del Seminario, 27/6/1956.
12
Ibíd., 20/6/1956.
13
Ibídem.
5
significante y en estos desarrollos tempranos el Otro y el sujeto aparecen moldeados por
la misma división: “El sujeto se encuentra siempre instado a justificarse como yo”.14
Esta concepción de un sujeto que encuentra su modelo estructural en el Dios que
habla a Moisés en el Libro del Éxodo plantea al mismo tiempo y de un modo
inseparable de esa estructura, las condiciones de una voluntad sometida y al mismo
tiempo, extrañamente libre (separada del Otro). Es la razón por la cual este ensayo no
tendrá más remedio que entrelazar de continuo dos dimensiones: el sistema de
enunciación y la relación del sujeto con Otro que lo determina y a la vez lo deja solo.
Sé que no es fácil devolver una significación al concepto de voluntad, históricamente
fechado, más aún al de libertad, dentro del campo del psicoanálisis (sobre todo teniendo
en cuenta el contexto cientificista en que Freud introduce el psicoanálisis a fines del
siglo XIX). Para reintegrar estos dos términos a su campo específico, haría falta sacar de
sus escombros la historia filosófica, teológica y terminológica de esos conceptos.
Indiqué cuál es el tramo que extrapolo aquí de esa larga historia. Implica un recorrido
que no es directo, una contextualización del vocabulario y de los caminos de retorno
más o menos disfrazados a costa de los cuales esas nociones vuelven a colarse, por así
decir, en el psicoanálisis. Ese recorrido mostraría que el inconsciente no barre con ellas
y que bajo otros nombres y expedientes, vuelve a ponerlas en juego.
Sería difícil negar, por ejemplo, que asociado mediante una deliberada homofonía al
“vel alienante”, el velle (querer) es el concepto, púdicamente disfrazado por el vocablo
latino, por el cual se articula en Lacan el dilema de una libertad alienada. Su presencia
en el corpus está lejos de recorrer en detalle la larga historia de ese concepto, desde
Aristóteles y los estoicos hasta Rousseau, Kant, el ulterior idealismo alemán, Hegel
incluido, o el existencialismo. Sin embargo, la recusación del concepto en el Libro III
del Seminario deja sentado un rasgo que ninguna de esas perspectivas filosóficas, por
diversas razones, dejó de señalar, esto es, que la idea de la libertad lleva como pegada a
la suela de sus zapatos, desde el inicio, la paradoja siguiente: en virtud de la voluntad, el
sujeto puede calificarse de autónomo (en el sentido de auto-nomós griego, es decir, que
se da a sí mismo su ley) pero esa misma libertad puede encadenarse o extraviarse, sin
quererlo ni saberlo, en el cumplimiento de los fines que se había propuesto
“libremente”.15
La posición manifestada en el seminario de Las Psicosis, que identifica libertad y
delirio refiriéndose al grito libertario “¡Ni dios ni amo!” no me parece reflejar
posiciones ulteriores (aunque éstas no utilicen, por cierto, el término de libertad). En
Las Psicosis, la libertad queda situada entre el principio de realidad y el registro de lo
imaginario, mientras que en formalizaciones ulteriores, es la noción de separación (en
Posición del inconsciente y en el seminario Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis) la que toma su lugar. El sujeto alienado originariamente en el Otro y en
un segundo momento lógico separado de él, retorna al Otro en forma de velle. Al hacer

14
Ibídem.
15
En este polémico tema, Lacan introduce en el Libro III del Seminario (8/2/1956) una posición más
radical, cuando sitúa la libertad en el registro del delirio: “Un cierto campo parece indispensable para la
respiración mental del hombre moderno, aquel en que afirma su independencia en relación no solo con
todo amo sino también en relación con todo dios, el campo de su autonomía irreductible como individuo,
como existencia individual. Esto es realmente algo que merece compararse punto por punto con un
discurso delirante. Lo es”. Lacan piensa por otro lado que la convicción íntima de la libertad individual,
que hace que cada uno “articule cierto derecho del individuo a la autonomía” corresponde a una escisión
negada interiormente por el individuo.
6
entrar lo Real en ese retorno desde la separación a la alienación, la libertad –que por
definición subyace, aunque negada, al velle– deja de tener una adscripción exclusiva a
lo Imaginario. La libertad queda alienada, por así decir, en el velle, lo cual indica más
bien, con el “querer”, un acto por donde la noción de libertad alienada se desplaza
acercándose a lo Real, en vez de quedar fijada nada más que a la ilusión psicótica de
suprimir la división del significante binario.
La cuestión se puede plantear así: ¿hay que concebir la libertad solo en el registro del
delirio o se la puede articular desde lo Real, como contingencia representada en el Otro
(y en el sujeto) por la barra? Mejor dicho, ¿la libertad es solo un concepto psicótico o se
la puede pensar simbólicamente, aunque más no sea como reveladora de la alienación?
En este caso, funcionaría como una aporía necesaria para pensar el sujeto. ¿Cómo sería
posible, en efecto, que nos anoticiemos de la alienación en el significante binario sin
antes haber encarado la posibilidad de una liberación de la alienación? (Si estuviéramos
puramente alienados, sin posibilidad de separación, no tendríamos ni siquiera la
posibilidad de experimentar la alienación, ni de pensarla).16
El tema del suicidio de Empédocles en Posición del Inconsciente, por ejemplo,
ilustra lo que Lacan no dejó de repetir respecto del amo de Hegel: en el momento
mismo en que aspira a su autonomía arriesgando su vida, naufraga en la dependencia,
entrando en la “servidumbre inaugural de los caminos de la libertad”.17 El sujeto que
como Empédocles se desliga por un acto de la cadena del significante en que está
inserto, lleva al extremo el riesgo al que se expone el amo de Hegel, o sea, se aliena
para siempre en la muerte. El ejemplo de Empédocles es hiperbólico, su suicidio
condensaría en un solo acto su afánisis y su libertad.18 A causa de la anterioridad lógica
del significante, y por la vuelta de la separación a la alienación, la relación entre libertad
y alienación bien podría condensarse en el oxímoron libertad esclava, al modo como
Lutero llamaba servum arbitrium a la imposibilidad de liberarse de la marca del pecado
original.
Veremos más adelante que es la posibilidad de plantear un consentimiento a la
voluntad del Otro, y por lo tanto una libertad en el seno de la dependencia, lo que
caracteriza la reflexión agustiniana.
Por más que el recurso a la lógica simbólica de Morgan (en el Libro XI del
Seminario) dé cuenta del encierro originario dentro del cual el sujeto resulta de la
anulación de uno de los términos de la elección y la mutilación del otro, es la separación
–siempre en un après-coup– la que pudo dar cuenta de la alienación originaria (y no
importa que los diferentes recursos de Lacan, ya sea el “factor letal”, la
reunión/intersección en lógica-simbólica, el vel que reconoce extraer de Hegel, remitan
de diversos modos a la inutilidad de querer recuperar una mítica libertad originaria).
Aunque esa recuperación sea imposible, fue un minuto de imposible libertad lo que
posibilitó pensar el proceso de la alienación. El fracaso de la libertad no la invalida y
esa paradoja me parece circular, aunque callada, en el discurso escrito y oral de Lacan.

16
En este punto, pretendo resolver aquí lo que quedó en suspenso en mi ensayo Sartre et Lacan. Le verbe
être, entre concept et fantasme. Préface de François Regnault. Paris, L’Harmattan, 2003 (traducción al
castellano, editorial Catálogos, Buenos Aires, 2006).
17
Subversion du sujet…, op. cit., p. 170.
18
No hablo aquí del suicidio como un acto libre. Como lo demostró Schopenhauer, no hay suicidio que
no afirme, en el fondo, el deseo de vivir. La supresión de sí mismo como equivalente de volverse causa de
sí es una ilusión, lo cual demuestra que la muerte es lo Real absoluto, ya que darse la muerte nunca va a
ser el equivalente a morir.
7
Subyace, por ejemplo, a la idea expresada en el seminario de la ética, de un precio a
pagar por su deseo.
Por otro lado, en el campo del psicoanálisis el problema de la alienación quedó
constitutivamente ligado a la determinación del sujeto por el significante. El sujeto está
“determinado” por el significante, es su “efecto”, insiste Lacan, en innumerables
reiteraciones de los términos “determinación” o “determinado”. Habría que distinguir,
sin embargo, en cada ocurrencia, determinación y alienación. En “determinación”
resuena “determinismo”, donde una relación necesaria y directa entre causa y efecto,
excluye la intervención de un sujeto “libre”. Sin embargo, la alienación tal como la
presenta Lacan en Posición del inconsciente y en el Libro XI del Seminario, se hace
solo presente a través de la separación y de un modo retrospectivo, en dos pasos y no en
uno. Pueden haber pasado años antes de que caigamos en la cuenta, dentro de un
proceso de análisis o fuera de él, de una frase o una palabra del Otro que pudo
“determinar” nuestros actos desde una anterioridad que no es temporalmente calculable.
Al mismo tiempo, cualquiera percibe la extrema dificultad de responder a la pregunta
que subyace constantemente a la clínica de las neurosis: ¿Mi vida podría ser otra cosa
que lo que es? La alienación aparece en sí misma como inevitable pero al mismo tiempo
es inapresable y como se revela recién en la separación, se conjuga siempre en pasado.
Esa característica de la experiencia requiere pensar la alienación en forma mediata y no
inmediata (para lo cual la lectura de Hegel es una propedéutica insustituible).
¿Qué quiere decir entonces estar determinado o ser efecto del significante? En una
perspectiva como la de Lacan, donde el Otro, desposeído de su estatuto ontológico de
Causa, se presenta como un tesoro de significantes no totalizado por ningún
significante, ello no puede sino remitir a una relación indirecta –de ruptura– con el
significante que nos aliena. Esta relación indirecta viene dada por la falta de completud
del Otro. La falta que afecta al Otro como tesoro de significantes afecta también al
sujeto en su relación con el significante. Estructurado, al igual que el Otro, de acuerdo a
una ruptura de completud, Lacan nos dice que el sujeto no puede entrar en una relación
con el significante que haga excepción a esa ruptura. Más aún, su lugar dentro del tesoro
de los significantes se situará en el espacio vacío que separa un significante de otro o en
el “punto de intervalo” de la cadena significante: “Para armarse con el significante
[pour se parer du signifiant] bajo el cual sucumbe, el sujeto ataca la cadena, que hemos
reducido en su mínimo a un binarismo, en su punto de intervalo”.19 La fórmula da su
sentido a otra: “El sujeto es lo representado por un significante para otro significante”.
La producción del sujeto como falta extraída del Otro no lo produce ni como parte del
Otro (considerado como un todo) ni como una emanación o expresión, ni como un
nuevo engendramiento sino dividido él mismo por la parte perdida en la alienación en el
Otro: “Lo que el sujeto colma así [en la separación] no es la falla que encuentra en el
Otro sino, en primer lugar, la de la pérdida constitutiva de una de sus partes, y a partir
de la cual se encuentra constituido en dos partes. Allí yace la torsión por la cual la
separación representa el retorno de la alienación”. Transcribo estos pasajes, por
conocidos que sean, para destacar el punto evocado antes respecto de la libertad
alienada. Si el sujeto retorna a la alienación, es porque hay significantes en el Otro con
los cuales podrá “armarse”. Pero armarse con ellos implica estar ya tocado por la falta
que los afecta.

19
Position de l’inconscient, en Écrits II, op. cit., p. 209.
8
Es entonces la falta en el Otro lo que abre un espacio al concepto de libertad, en cuyo
caso abandonamos el terreno del delirio. La libertad así entendida converge más bien
con una contingencia originaria alojada en el Otro, apartándose del registro ilusorio de
dominio o transformación de la realidad.
Volvemos así a lo dicho anteriormente, es decir, si se entiende por determinación una
relación inmediata causa/efecto, se excluye la incompletud del Otro. ¿Cómo hay que
pensar, entonces, el inconsciente para que el determinismo directo no haga desaparecer
el lugar éxtimo del sujeto entre dos significantes? Creo que la respuesta de Lacan a este
interrogante –respuesta deliberadamente contradictoria– dice algo como esto: el sujeto
solo podrá dejarse determinar por el significante del Otro a condición de estar excluido
de él.
¡Una retórica de este tipo es la que rige las primeras reflexiones teológicas sobre la
voluntad dividida!
El problema no es resoluble por una lógica de la identidad, tampoco por una
dialéctica de la contradicción. Se necesita un criterio aporético que dé por clausuradas
las lógicas tradicionales, sin suprimirlas. Nociones lacanianas como “corte”,
“extimidad”, “hiancia” entre enunciado y enunciación, pertenecen a ese criterio
aporético que, como veremos, caracteriza la retórica de san Agustín. El planteo de
Lacan reitera sin cesar la misma pregunta, sin cerrarla con una respuesta. ¿Es la ligazón
con el Otro pensada en términos de determinismo lo que acarrea la “sumisión del sujeto
al significante”, o es su estatuto de éxtimo lo que produce, paradójicamente, esa
sumisión? ¿Cómo el sujeto puede estar sometido al significante si se constituye al
mismo tiempo fuera de la cadena? Más contradictorio todavía es que la sumisión al
significante que se produce por el retorno a la alienación, redunde en un velle (verbo de
voluntad), como se lee en Posición del inconsciente: “Un ni-a es llamado aquí a rellenar
a otro ni a. El acto de Empédocles, respondiendo a ello, manifiesta que se trata allí de
un querer. El vel retorna en forma de velle”. En el lenguaje de la lógica de los conjuntos,
el doble ni a significa: “no pertenece ni a este conjunto ni a este otro”. Lo que la teoría
de los conjuntos no dice, es cómo el sujeto “responde” a su división originaria, o sea, al
hecho de que ocupa un lugar “indeterminado” entre un significante y otro.
El velle como respuesta al ni…ni, no libera al sujeto, como es obvio, de su
alienación. No hay tal vez mejor ilustración de este proceso que el aut…aut que
describió Kierkegaard en O esto o aquello. El joven indeciso –el esteta fascinado por la
ópera Don Juan de Mozart– escucha de su consejero (el honesto senador y marido
monógamo, que ha sabido “elegir”) lo que él mismo sabe, es decir, que no podrá
superar el ni…ni. Planea sobre ello, por supuesto, la incriminación irónica de la
superación o Aufhebung hegeliana: ni solución estética ni solución ética. Si hay una
elección, ésta no versa sobre cada una de esas opciones como objeto de elección sino
sobre el sujeto que elige. Pero allí donde Kierkegaard se anticipa al psicoanálisis es
cuando afirma que las dos opciones son solo el efecto de una elección anterior: “Antes
de elegir, la personalidad se interesaba ya por la elección y cuando la elección se reitera
otra vez, se elige inconscientemente, deciden en ella las oscuras potencias”.20 ¿Se elige
–se pregunta después– el bien o el mal? “No” –responde– y aunque lo que “se me
aparece a mí en mi aut-aut es la ética, no se puede hablar todavía de la elección de algo
o de su realidad sino de la realidad del elegir”.21 El único mal es, en realidad, no-elegir

20
S. Kierkegaard, AUT-AUT, Milano, ed. Mondadori, 2010, p. 12.
21
Ibíd., p. 26.
9
(entre paréntesis, si por un momento la elección ética se presenta como la matrimonial,
la ironía del texto mostrará que no es ése el término en que se fijara su vacilación sino
en un ni…ni). Reconstruyendo el proceso, tenemos en un primer paso una elección
anterior y alienada que solo après-coup se manifiesta como una alternativa objetiva (o
la dispersión erótica o la vida conyugal; o el matrimonio sin hijos o con hijos; o amar
una sola vez absolutamente o “amar poco y durante mucho tiempo”). Y en un tercer
paso, retroactivo pero imprescindiblemente condicionado por el segundo, o sea, por la
experiencia del o esto o aquello, se produce la vuelta a la elección originaria donde el
o…o se transforma en ni…ni (lo cual corresponde en Kierkegaard a la elección que él
calificó de religiosa, aquella tomada bajo las “oscuras potencias” de la Ley paterna22).
En la elección del tercer paso (donde vel vuelve bajo la forma de velle), lo que se elige
coincide necesariamente con uno de los términos de la alternativa. Sin embargo, el
sujeto que según Kierkegaard se ha elegido a sí mismo a través de ese objeto se vuelve
simultáneamente “exterior” a sí mismo: “La elección es lo contrario de la mediación
[hegeliana] […] el arrepentimiento puede surgir en el lugar de la mediación; pero el
arrepentimiento excluye, al contrario de la mediación, que incluye”.23 Es significativo
que en ese punto preciso, o sea, de la no-mediación, Kierkegaard sitúe la libertad, no el
liberum arbitrium –dice– o sea, la libertad de indiferencia, sino la “verdadera libertad
positiva”. Casi diríamos, la libertad se sitúa aquí en el velle como libertad alienada en la
Ley paterna.
¿Qué se infiere de su relato sino que, como en el psicoanálisis, no es el yo el que
elige, sino el sujeto? Es allí donde lo que puede pensarse como subyacente a la elección,
o sea, la libertad (que no es libre ya que decide bajo el peso de “oscuras potencias”) se
corre hacia un terreno descentrado respecto de la voluntad voluntaria.
El individuo anda así con un aut-aut marcado en su frente, dice Kierkegaard.
Escribe la palabra uniendo con un guión los dos términos en uno solo para significar
que el sujeto que eligió es uno, y que de dividirse en dos, esa división no concierne al
objeto de su decisión sino a la que lo separa de sí mismo en el inconsciente.
De un modo similar, sería inadecuado preguntarse, por ejemplo, por el querer de un
sujeto si el (supuesto) final de la cura analítica no lo hace salir de la alienación inicial.
La pregunta es errónea porque supone que la alienación es determinación y que la
separación suprime la primera. Es aquí donde Lacan pronuncia su ni…ni. Al modo de
Kierkegaard, corrige la pregunta (mal formulada porque es puesta en el objeto) y dice,
más bien, que aunque una decisión se defina inevitablemente por un objeto, no se puede
aislar la alienación como determinación por un lado y la extimidad o exterioridad del
sujeto con respecto del significante, por otro lado. Ni determinismo solo ni extimidad
sola. De un modo homólogo a la lógica de Pascal, habría que considerar “juntas”24 la
determinación y la extimidad. El velle sería el nombre de esa operación irresoluble en
términos de causa, en la cual se hace indetectable la determinación en sentido

22
Kierkegaard se encargó él mismo de develar en el Diario que su Aut-Aut, donde se fingía vacilar entre
las dos soluciones (ética y estética) era un montaje literario para atraer al lector y que había sido escrito
desde el punto de vista del tercer estadio, o sea, el religioso, omitido en forma deliberada. Nótese,
además, que el estadio religioso conservará en Kierkegaard (roído por la duda de si no era solo “un poeta
del cristianismo”) todas las características del estadio estético y no del ético.
23
Ibíd., pp. 23-25.
24
La lógica exigida por ese vínculo es el núcleo que perseguimos en este ensayo. En “Montaje lógico-
sintáctico de los Pensamientos de Pascal”, desarrollo la lógica con la que Pascal responde a la estructura
del ni…ni, poniendo “ensemble” la disyunción y la conjunción, la exclusión y la inclusión.
10
determinista por la presencia del corte inconsciente. Así, la separación por la cual “se
cierra la causación del sujeto” no designa en realidad un cierre definitivo, porque al
volver a la alienación, el sujeto la revoca sin cesar: si estamos vivos por el significante,
es decir, si deseamos, también estamos muertos por él; a la inversa, si estamos muertos
por el significante, no lo estamos del todo. Ni vivos ni muertos del todo, aunque haya
uno de los términos que domina al otro (el significante que divide o la letra que mata, si
nos atenemos a una lógica materialista, que es la de Lacan). Si el o…o fuera una mera
alternancia indiferente, un equilibrio o una simple comodidad, no reuniría las
condiciones para que haya acto.
En última instancia, el señalamiento de una determinación del sujeto por el
significante podría esclarecerse distinguiendo dos usos del término significante en
Lacan: en plural y en singular. En plural, parece reenviar al uso saussureano como
elemento diferencial y relativo dentro de un sistema (en la expresión “tesoro de
significantes”, por ejemplo). En singular, el significante incluye la estructura del
intervalo, como se ve en este pasaje, que reúne ambos usos: “En este intervalo que corta
a los significantes, que forma parte de la estructura misma del significante, está la
guarida de lo que en otros registros de mi enseñanza, llamé metonimia”.25 Cuando los
significantes se sustraen a la acepción saussureana e incluyen el intervalo, adquieren el
estatuto de un concepto formulado en singular: el significante. Esta diferencia puede
aclarar nuestro problema: lo que nos determinaría no es cada uno de los significantes
como Uno sino el intervalo que los separa en tanto forma parte de la estructura del
significante (en el sentido de Y a de l'Un, donde el partitivo de l' indica un Uno
insituable). No es el significante “Serás dentista” como Uno lo que determina al hijo a
heredar el consultorio del padre, sino la falta en el significante del discurso del padre lo
que lo hace identificarse (o no) con él. No es la frase escuchada del abuelo, relatada por
Sartre en su autobiografía: “Tendrás muchas mujeres”,26 lo que determinó la vida sexual
y sentimental del nieto (cuya ironía en Las palabras se encarga de desafiar toda
sospecha de determinismo).
Justamente porque la falta del sujeto “se recubre” con la del Otro, no puede
identificarse con ella. La desontologización del Otro nos sustrae a la perspectiva
imaginaria que identificaría cada término en ni…ni con entidades completas, que
chocarían entre sí, excluyéndose, o se fundirían una con otra. En resumen, solo podría
hablarse de determinación del sujeto por el significante a condición de deformar el
término determinación a partir de la estructura de intervalo del significante (lo cual nos
retrotraería al modo en que Hegel leyó el axioma de Spinoza: “toda determinación es
negación”, es decir, que el cambio que resulta de una determinación incorpora un
elemento que la niega). Más aún, el recubrimiento de las dos faltas, que implica una
lógica temporal de retroacción, nos da la prueba de que es imposible que el
determinismo se ejerza de un modo directo: “La dialéctica de los objetos del deseo, en
tanto produce una juntura del deseo del sujeto con el deseo del Otro […] pasa por lo
siguiente: no se responde a ella directamente. Es la falta engendrada por la falta
precedente la que sirve para responder a la falta suscitada por el tiempo que sigue”.27
Bajo múltiples formas, y siempre que se admita que Dios fue el nombre con que se
llamó durante mucho tiempo al gran Otro, la elaboración teológica de la relación del

25
Libro XI del Seminario, 27/5/1964.
26
En el original: Tu seras un homme à femmes.
27
Libro XI del Seminario, 27/5/1964.
11
hombre con la naturaleza divina se planteó a través de interrogantes que se recortan
sobre los puntos mencionados: ¿La voluntad (o el deseo) de Dios es cognoscible? ¿En
qué medida podemos decir que nos precede o que, al contrario, podemos doblegarla a
partir de la nuestra? Y sobre todo, ¿cuáles son los signos de que esa relación, en vez de
referirse a Otro existente, remite a una relación interna al sujeto, que “ek-siste” al Otro y
la construye para colmar su propia falta? En el hueco del Otro donde el sujeto va a
buscar su plenitud sin encontrarla (y donde encontrarla es siempre, creer que se la
encuentra) se esboza la cuestión de la fe, la cual conlleva una voluntad librada a sí
misma, no determinada por nada.

12
PRIMERA PARTE

13
La exclusión interna del sujeto en la enunciación de san Agustín de
Hipona
Pocas autobiografías podrían servir, como las Confesiones de san Agustín, de
arquetipo a la fórmula lacaniana según la cual el sujeto se constituye en el campo del
Otro. Lejos de sostenerse en una autosuficiencia narcisista, el autor nace a partir de la
invocación al Otro. Esa invocación comporta de entrada un no-saber respecto de sí
mismo (y también un no-saber del Otro a quien se invoca). El no-saber interviene como
un elemento esencial en el abordaje de temas como la voluntad, la gracia, la carne, el
tiempo, la conversión, la trinidad, la creencia, la beatitud. Se dirá que esto contradice la
constante presuposición de san Agustín en cuanto a un Dios concebido al modo
platónico, o sea, un Ser Supremo de perfección que sabe y contiene la Verdad. En
realidad, el saber del Otro –en un vuelco imprevisto y no dicho del platonismo y sus
herederos– no es más que un pretexto para afirmar el no-saber del sujeto. No solo las
Confesiones sino los textos doctrinarios más marcantes que no están escritos en primera
persona como El libre arbitrio, La Ciudad de Dios, Tratado de la Trinidad, Contra
Fausto, El espíritu y la letra ponen como condición de la enunciación un no-saber del
que enuncia. En este aspecto, todos son, para citar a Derrida, una “autobiografía como
teología”.1 El sujeto de esa singular autobiografía no solo se excluye del saber total del
objeto abordado sino que afirma en primera persona esa exclusión como una condición
sine qua non de su búsqueda del Otro. Lo que guía, pues, sus desarrollos teóricos,
exegéticos y polémicos, no es la consecución de un saber que lo reasegure en una
certeza de objeto sino que el texto, cuyo motor es el deseo y no el saber, da vueltas –
teórica y estilísticamente– en torno a un hueco siempre abierto en el centro de su
problemática, que su reflexión no agota ni clausura nunca.
¿Pero cómo se reconoce el sujeto de la enunciación en un autor que, como san
Agustín, copia, parodia, pastichea, recompone, parafrasea, traduce, glosa, resume o
amplifica innumerables textos de la tradición, desde los salmos del Antiguo Testamento
hasta las epístolas paulinas, desde la antigüedad clásica latina, sobre todo Virgilio,
Varrón y Cicerón, hasta el neo-platonismo (Plotino, Porfirio), y los textos de los Padres
de la Iglesia como Tertuliano, Orígenes, san Hilario, san Cipriano, Ireneo de Lyon? En
ese inmenso patchwork de la tradición lejana o reciente, se abre paso, de hecho, un
lector nuevo, que se constituye como autor leyendo el texto de los otros a la luz de un
diálogo con el Otro. Ese lector nuevo, que trastoca sus fuentes a partir de una
conversión anterior tal vez a la que narra en su autobiografía (que le hace leer a Cicerón
con la sintaxis de san Pablo y a Plotino con las paradojas de los Evangelios), no copia,
ni mucho menos practica el plagio. Copiar es para él reescribir. Se podría decir que
encontró en el texto leído y copiado algo reprimido u olvidado, presentado las más de
las veces como lo que le faltaba para descubrir su verdad.2 Resultaría justificable por
cierto, a partir de allí, la hipótesis de algunos eruditos, nada desdeñable en un punto, de

1
J. Derrida, Circonfession, Paris, Seuil, 1991.
2
Remito al lector al libro apasionante de Bruno Clément, L’invention du commentaire: Augustin, Derrida
(Paris, PUF, 2000), que sostiene un paralelismo entre el proceso de la escritura en san Agustín y el hecho
de que Derrida, autor de Circonfession, haya encontrado en las Confesiones “el duelo de un escrito que él
no escribió”. Como observa Clément, en su desarrollo del vínculo necesariamente indirecto entre narratio
(relato) y enarratio (comentario), si el escritor se pudiera identificar simplemente con el autor comentado,
no necesitaría recurrir a la actividad “enarrativa”, que implica una identificación constantemente diferida.
14
que la conversión relatada en las Confesiones sea un montaje artificial y libresco
fabricado a partir de diversas lecturas, sobre todo platónicas.3 Sea como fuere, surgido
él mismo por lo que falta en esos textos (o leyendo en los intervalos entre significantes
su propia falta), el autor deja inscriptas en su texto las marcas del texto del Otro. El
texto de referencia deja de ser así un mero objeto de comentario. Eso no significa que el
autor, en una vana pretensión de originalidad, decida no deberle nada, sino que por el
contrario, el texto agustiniano reconoce sin cesar su deuda para con el Otro. Su escritura
surgirá en el hueco entre el texto del Otro como referencia y su propio e incesante
comentario (enarratio). La sujeción al Otro, inseparable de la convicción nunca
desmentida de san Agustín –que lo opone a Pelagio– de la dependencia de la criatura
respecto de su creador –convicción que tiene todo el carácter de un síntoma
irrenunciable– hasta podría dar un sentido literario y no religioso, a la fórmula paulina
tantas veces retomada: “¿Qué tienes que no hayas recibido?”.4 Es decir: ¿Qué puedes
escribir que no esté ya escrito en el texto del Otro? La sujeción al Otro no es solamente
un síntoma personal de sometimiento a un “pequeño otro” (la madre, por ejemplo,
militante ferviente del culto a los mártires) sino la afirmación estructural de una Otredad
tercera entre él y los pequeños otros. Si invoca a Dios de niño para rogarle que los
maestros no lo castiguen en la escuela, o si le pregunta retrospectivamente –en el
episodio del robo de las peras en el jardín vecino– en qué consiste la naturaleza del
robo, si afirma que Dios le enseñó a hablar y no su padre, su madre o sus maestros, si
distingue las relaciones cambiantes y equívocas con el otro de la inmutabilidad de la
Verdad divina, si esa sujeción al Otro redunda en humildad o aceptación de su
pequeñez, todo ello se escribe en una construcción literaria que afirma de continuo un
retorno a un Otro anterior y al mismo tiempo un corte en él mismo de donde él surge
como Otro de sí mismo. La conversión, envolviendo alrededor de sí una plétora de
construcciones teóricas, es la palabra que nombra ese proceso de revelación
retrospectiva de un “no lo sabía”.
¿Pero en qué consiste la nueva subjetividad con que san Agustín transforma y
transmite todo lo que lee? ¿Y cuál es exactamente el desvío a que somete sus fuentes?
Resolver ese interrogante es particularmente complejo, sobre todo porque tanto sus
textos doctrinarios como sus invocaciones personales a un Dios que ya no es la
divinidad del neo-platonismo, se formulan en lenguaje neo-platónico. Por razones de
comodidad expositiva y antes de entrar en el detalle de sus textos, utilizaré este
fragmento de un ensayo de Rudolf Bultmann que responde, en un nivel general, a
nuestra pregunta:

“La interpretación del hombre que hacen los primeros cristianos es radicalmente opuesta a la tradición
griega. El hombre no se aprehende como un caso particular de la existencia humana general, la cual sería
un caso particular de la existencia cósmica. No abandona los problemas de la existencia para refugiarse en
la contemplación de la ley cósmica y su armonía. Como los gnósticos, los primeros cristianos ignoran la
noción de formación o educación (paideia) […] La existencia humana es una transición, una aspiración,
una voluntad. Para los griegos, una vez desarrollada la razón y si la voluntad la sigue, eso basta. Porque se
sobreentiende que la voluntad no deja de querer únicamente al Sumo Bien, concebido como lo que es
bueno y saludable para el hombre. Lo que es bueno y saludable es lo que la razón le indica a la voluntad
que haga […] ésa es la doctrina de los estoicos, fieles a Sócrates y Platón […] En el Nuevo Testamento,
en cambio, no se percibe la voluntad como un esfuerzo formal tendiente a lo saludable y lo bueno,

3
P. Courcelles desarrolló esta posición en Les “Confessions” de saint-Augustin dans la tradition
littéraire, Paris, Études augustiniennes, 1951.
4
Epístola I a los Corintios, IV, 7.
15
revistiendo un carácter bueno o malo según la concepciones, justas o falsas, que la determinen. Al
contrario, es la voluntad misma la que es buena o mala. Es del corazón, o sea, de la voluntad, de donde
provienen las acciones buenas o malas […] En todo caso el hombre no es dueño de su voluntad en el
sentido de que, gracias al logos, podría liberarse de ella y guiarla racionalmente. ¡No! ¡El hombre es él
mismo su propia voluntad!”5

Y añade un poco después:

“Los primeros cristianos ignoran la antropología dualista griega y la oposición entre el espíritu y la
materia […] la verdadera esencia del hombre no es el logos, la razón, el espíritu. Si se les preguntara en
qué consiste esa esencia, responderían: en la voluntad”.6

Ese pasaje del logos al velle implica un sujeto radicalmente impotente para
comprenderse (y cambiarse). Se inscribe, en este aspecto, en las antípodas de la
subjetividad estoica. La voluntad no es un poder, o si se quiere, si posee un poder, es a
partir de una debilidad fundamental. Afectada por una impotencia originaria, la
voluntad deja de ser educable por la ley: “No hago lo que quiero y lo que aborrezco, en
cambio, lo hago”.7 Sin guiarse ya por el deseo de alcanzar el ideal de la virtud mediante
una intención o acto deliberados, la voluntad se revela más bien en el vuelco de una
conversión –inasible a la reflexión– donde aparece un hombre “nuevo”, no formable en
un desarrollo evolutivo y enfrentado a una Otredad que lo atraviesa interiormente. Las
Confesiones de san Agustín son la puesta en escena enunciativa de ese vuelco. Está de
más decir que la “conciencia desgraciada” de Hegel, en tanto dividida, retoma esa
temática y que toda la reflexión de Kierkegaard sobre la diferencia entre el cristianismo
y el paganismo, que se focaliza en la tesis de Sócrates (se peca por ignorancia), se
articula sobre el estatuto imprevisible y esencialmente dividido de la voluntad: “En
Sócrates falta una categoría dialéctica para pasar del comprender al actuar. El
cristianismo, en cambio, toma como punto de partida ese pasaje; y a lo largo de ese
camino tropieza con el pecado y nos lo muestra en la voluntad […] Para el
cristianismo, el pecado reside en la voluntad y la corrupción de la voluntad supera toda
la conciencia del individuo”.8

***

Para mostrar el modo singular en que incide en el texto de san Agustín la presencia
del concepto nuevo y a la vez deslizante de voluntad, compararemos dos plegarias
célebres, la que inicia los Soliloquios (escritos en el año 387, contemporáneos a su
conversión, en una época en que está impregnado por la cultura neo-platónica) y la
mucho más tardía que cierra el tratado De Trinitate.
El texto de los Soliloquios pone en escena un diálogo entre la Razón y Agustín. Casi
treinta años después dirá en Retractaciones: “Me preguntaba en ese libro qué es lo
verdaderamente inmortal, como si fuéramos dos, la razón y yo, cuando en realidad yo
estaba solo”. En una situación que se parece a la que Lacan hace sostener a Pascal en La

5
Rudolf Bultmann, Le christianisme primitif dans le cadre des religions antiques, Paris, Payot, 1969, pp.
196-197.
6
Ibíd., p. 198.
7
San Pablo, Epístola a los Romanos, VII, 15.
8
Kierkegaard, Le traité du désespoir, Paris, Gallimard, Idées, 1979.
16
Apuesta, lo que dice la Razón concierne no a la Razón sino al que la hace hablar. Sin
embargo, lo que la Razón le dice, bien puede ser una ilustración de la función divisoria
del Otro simbólico: “¡O Dios, por quien aprendemos que es ajeno lo que alguna vez
creíamos propio y nuestro lo que creíamos ajeno!”.9 En el año 387, la Razón le dice lo
que él dirá de Dios diez años después en las Confesiones a través de un cruce constante
entre el adentro y el afuera: “A veces me haces conocer una extraordinaria plenitud de
vida interior donde saboreo una misteriosa dulzura que de volverse perfecta, se volvería
algo ajeno a esta vida”.10 La distancia con Platón y Plotino no surge al nivel del
enunciado sino al nivel de la enunciación: “No por ser verdaderas las cosas acerca de
Dios que ellos dijeron [Platón y Plotino], hay que concluir que las poseyeron como un
saber. Pues muchos hablan copiosamente de lo que no saben, como yo mismo expresé
en la plegaria cosas que formulé bajo la forma de un deseo, lo cual sería irracional si
tuviera un saber de todo aquello. ¿Pero acaso por eso no debo expresarlo? Saqué a luz
tantos conceptos sin comprenderlos, recogidos acá y allá, depositados en la memoria y
armonizándolos con la fe […] pero el saber es otra cosa”. Confiesa aquí que se
esforzaba por “combinar” la filosofía neo-platónica con lo que él buscaba, pero que solo
fingía encontrar allí lo que buscaba. Pero además, hablar copiosamente de muchas
cosas no es lo mismo que “formular cosas en la plegaria, bajo la forma de un deseo”.
Como lo dirá en la plegaria que clausura el tratado De Trinitate, rezar es pedir al Otro
un saber de lo que él no sabe: “Óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de
buscarte […] Dame fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste que te encontrara y me has
dado esperanzas de un conocimiento más perfecto. Ante ti está mi firmeza y mi
debilidad: sana ésta, conserva aquella […] Haz que me acuerde de ti, te comprenda y te
ame”. El pedido se hace “bajo la forma de un deseo”, que puede constituirse como
suspensión de la satisfacción de la demanda (“¿Pero acaso por eso [porque es solo
deseo] no debo expresarlo?”). Al sostener la plegaria en sí misma independientemente
de que el pedido sea satisfecho, la estructura del deseo se escribe suponiendo que lo
buscado solo se encuentra pidiendo al Otro cómo buscarlo.
Dios viene a ocupar así el lugar Otro adonde va a relegarse lo que los sabios no
saben: “Según los estoicos, solo el sabio posee la ciencia (o sapiencia)”. Y también:
“No me atrevo a conocer a Dios como esas verdades [de la ciencia]”.11 La forma
enunciativa de la plegaria pone en escena un no-saber: “No pertenezco a la categoría de
los sabios”.12 No porque desprecie la ciencia y prefiera el esoterismo o la magia (a los
que detesta), sino porque reserva a la religión cristiana un terreno que no tiene que ver
ni con una ni con otra: “Floreció en Roma –escribe en una carta– la escuela de Plotino,
que tuvo por discípulos muchos espíritus agudos y penetrantes. Pero muchos de ellos se
dejaron engañar por las prácticas mágicas, mientras que otros, obligados a reconocer en
Jesucristo la verdad y la sabiduría inmutables, pasaron a su servicio”. El que quiere
diferenciarse del que cultiva la ciencia y del que recurre a las prácticas mágicas, plantea
un no-saber. A diferencia de la plegaria entendida por Plotino como una fusión
intelectual y voluntaria con el Uno, san Agustín escribe: “Dame primero la capacidad de

9
Soliloques, I, 3 en Saint Augustin, Œuvres, Paris, Gallimard, La Pléiade, Vol. 1, 1998, bajo la dirección
de Julien Jerphagnon.
10
Les confessions, Paris, Garnier-Flammarion, 1964, Libro X, 40. Muchos otros pasajes renuevan en
formas diversificadas el mismo esquema, cuyo ápice se da en la elaboración de la memoria, sede de Dios,
cuyos contenidos se le escapan.
11
Soliloques, op. cit., I, 7 y I, 5.
12
Ibíd., I, 4.
17
rogar como conviene y luego de ser digno de rogarte como conviene, ser digno de ser
liberado”.13 Esta imploración –nota A. Solignac14– “no viene de Plotino, para quien la
plegaria no rompe el orden natural. La plegaria de Plotino consiste, ya sea en una
mediación específica para incidir en el orden universal, al modo de una encantación
mágica que interesaría a la simpatía del Todo; ya sea en un recogimiento por el cual el
alma se pone en relación con la Inteligencia y el Uno, pero sin pedir ninguna gracia: se
trata solo de encontrar lo divino inmanente al sujeto espiritual y no de invocar la ayuda
de una Trascendencia”. Se ve la diferencia. El sujeto espiritual de Plotino es un
intelectual y lo “divino” le es inmanente desde el punto de vista del entendimiento. A
diferencia de él, no solo el dios al que apela san Agustín es personal, invocado con el
pronombre “Tú”, sino que introduce una Otredad en el Tú. Una vez más, el sujeto se
queda afuera de lo que pretende pensar y afuera de aquél a quien invoca.
De dos modos diferentes, Plotino y Pelagio, partidarios de la autosuficiencia
originaria del ser humano (y por ende, de un inmanentismo del intelecto y la voluntad),
niegan la presencia en la criatura, de una dimensión Otra (poco importa, desde la lectura
contemporánea, que se la califique de religiosa o “sobrenatural”). Aunque afirmen
explícitamente esa realidad sobrenatural, en realidad la niegan porque pretenden
comprenderla con el entendimiento. La abordan como un “dios de los filósofos”.
Plotino y Pelagio tienen muchas diferencias entre sí pero enfrentados a san Agustín,
coinciden en no dividir la voluntad. La invocación al Otro en segunda persona se
sostiene en el hecho de hablar con un Tú como Otro. El “Dios oculto”, el que habla
diciendo Yo soy el que soy, es diferente del Uno de Plotino. A eso se debe tal vez el
fracaso en que desembocaron los esfuerzos de san Agustín por lograr el éxtasis
plotiniano, fracaso que lo habría precipitado a hacerse bautizar en el cristianismo en 386
por el obispo de Milán.15
Se podría considerar, entonces, que las polémicas de discípulos y universitarios en
torno a saber si san Agustín fue primero neo-platónico y después cristiano, o al revés, o
si su conversión fue una vuelta al cristianismo a través de la cultura neo-platónica
(Plotino y Porfirio sobre todo), o incluso si nunca salió del neo platonismo, giran, en el
fondo, en torno a una concepción del Otro. Es cierto que las tres condiciones puestas en
el prefacio a De Trinitate para concebir a Dios: 1) no concebirlo de acuerdo a la
experiencia de los sentidos, 2) ni de acuerdo a supuestas sustancias espirituales como el
alma, 3) ni sobre opiniones racionales que “aparentan conocer lo que ignoran”, tienen
puntos en común con la visión platónica de la Idea. Y como dice Pascal, el platonismo
predispone al cristianismo por la promoción del acercamiento a las Ideas alejándose de
los placeres sensibles. Es así que san Agustín, asociando en La vida feliz (un pastiche
del texto de Séneca del mismo título) la práctica de la filosofía con la vida ascética,
recuerda su evolución intelectual: “Me di cuenta que para concebir a Dios, había que
eliminar todo lo que pertenece al cuerpo. Pero la atracción por las mujeres y los honores
me retenían entonces, impidiéndome volar hacia la filosofía”. Como es obvio –tal como
lo ha desarrollado sobre todo Gilson–, lo que separa al agustinismo de las tradiciones
platónicas y neo-platónicas es la idea de creación y de encarnación.16 Habría que
13
Ibíd., I, 1,2.
14
A. Solignac es el autor de la Introducción y notas de Les Confessions, Vol. 13 y 14 de Œuvres
Complétes, Paris, Descleée de Brower, 1951.
15
Para las circunstancias sociales, políticas e históricas que rodearon esa decisión, véase sobre todo Peter
Brown, La vida de san Agustín, Revista de Occidente, Madrid, 1966.
16
Étienne Gilson, Saint-Augustin. Philosophie et Incarnation, Ginebra, 1957.
18
agregar a ello el sistema enunciativo y el tipo de “Tú” construido en él. Así, en contra
de los que sostienen que al salir de una época de escepticismo al apartarse de los
maniqueos (a los que frecuentó entre los 19 y 29 años), san Agustín se habría volcado
inmediatamente al catolicismo (y esto porque creía que el neo-platonismo era el
cristianismo y el cristianismo era el neo-platonismo), E. Gilson responde lo siguiente:
“Es cierto que el neo-platonismo [se le] pasará y que permanecerá el catolicismo. Pero
los que así piensan no ven hasta qué punto son esenciales las alteraciones impuestas por
san Agustín al neo-platonismo […] Retendremos entonces que durante algún tiempo,
san Agustín creyó haber encontrado una misma y única verdad en el plotinismo y el
cristianismo, pero esta confusión profunda solo fue posible porque, desde el principio,
leyó las Enéadas de Plotino como cristiano”.17 Gilson confirma entonces en lo que
intuye cualquier lector de las Confesiones, o sea, que el cristianismo, religión de su
madre y de su infancia, menospreciada durante los once años en que el joven rétor corre
detrás de los altos puestos de profesor en Cartago, Roma y Milán, pero nunca olvidada,
fue reencontrada luego, en el arrepentimiento, por vía de un retorno tardío a través de la
lectura, sobre todo, de la Epístola a los Romanos de san Pablo. Destaquemos que ello
justifica que en las Retractaciones, texto incompleto escrito dos años antes de morir,
diga preferir la etimología de religio como “vínculo” o “lazo” (derivado de religare), y
que evoque no obstante la que expone Cicerón en La naturaleza de los dioses, derivada
no ya de religare (ligar) sino del verbo compuesto relegere, cuyo prefijo -re da como
resultado “volver a leer”.18 No obstante, todo indica, leyendo textos tempranos
considerados neo-platónicos como los Soliloquios, que la relación con Dios se concibe
de entrada de un modo parecido a muchos salmos del Viejo Testamento, sobre todo el
libro de Isaías, o sea, como un movimiento de retorno: “Dios, darte la espalda es morir,
volver a ti es revivir” o bien: “Ahora comprendo la necesidad de volver a ti […] a ti
vuelvo y torno para pedirte los medios para llegar hasta ti”.19 El retorno por vías
indirectas hacia un Dios que se conocía sin conocer y se desconocía conociéndolo se
presenta en las Confesiones como una mezcla inseparable de júbilo y contrición: “Tarde
te amé, belleza, tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Y he aquí que tú estabas adentro y
yo afuera, y es allí [afuera] donde te buscaba. Tú estabas conmigo y yo no estaba
contigo. Me retenían lejos de ti, esas cosas que, sin embargo, si no existieran en ti, no
existirían”.20
17
E. Gilson, Revue philosophique Nº 88, 1919, pp. 501-503, citado por A. Solignac (op. cit.).
18
En Retractaciones, I, 12, refiriéndose al texto De la verdadera religión, dice: “Dije en otro pasaje:
‘Tendamos hacia Dios y liguemos (de religare) solo a él nuestras almas, lo cual es, al parecer, el sentido
original de la palabra religión, o sea, abstenerse de toda superstición. Esa explicación es la que me gusta
más. Porque no se me escapa que los autores latinos [eufemismo por Cicerón] expusieron otro origen. Se
diría religio porque es leída y vuelta a leer [relegere]; este verbo es un compuesto de leer, o sea, eligere
[elegir] y así en latín releer [relegere] tiene el mismo sentido que elegir [eligere]”. Otro pasaje de La
Ciudad de Dios (X, 3) dice: “Eligiendo [eligentes] así [a Dios], o mejor dicho, volviéndonos a atar
[relegentes], porque lo habíamos descuidado [neglegentes], volviéndonos a atar a él, pues, de donde viene
la palabra ‘religión’, tal como nos la presentan, tendemos a él por el amor”. Ambos pasajes reproducen
casi literalmente una observación marginal de Cicerón al final de La naturaleza de los dioses, II, 72,
sobre la diferencia entre religión y superstición: “Los que se ocupan de todo lo que tiene que ver con el
culto de los dioses, y que, por así decir, lo vuelven a leer todo el tiempo, se llaman religiosos, palabra que
viene de religere, así como se dice elegante a partir de eligere, diligente a partir de diligere [amar],
inteligente a partir de intelligere [comprender, inteligir]. ¿San Agustín recuerda mal el pasaje de Cicerón,
o lo modifica a su modo?
19
Soliloques, op. cit., I, 3.
20
Les Confessions, op. cit., Libro X, 27.
19
Leer las Enéadas de Plotino “desde el principio como cristiano”21 no involucraría
tanto la obediencia a un conjunto de significados doctrinarios sino más bien una “re-
lectura” de fragmentos de una religión olvidada. El vínculo con lo perdido en ella se
enuncia en un movimiento de retroacción hacia el pasado y de ida y vuelta hasta un
presente que nunca será otra cosa que un quedarse entre el pasado y un futuro de
beatitud. Sabía pero no sabía. Volver a lo olvidado no lo saca de lo no-sabido. Respecto
de Dios, dice: “Se lo conoce mejor no conociéndolo”.22 El saber, asociado con un no-
saber, se vuelve ajeno al conocimiento propiamente dicho (ya sea el del sabio estoico o
el de la unión plotiniana con el Uno) y lo que resulta de él no es un sujeto cognoscente
sino el que repite sin cesar: Nescio (no sé). “Tú estabas adentro y yo estaba afuera, tú
estabas conmigo y yo no estaba contigo”. San Agustín no habló nunca de la religión
como disciplina dirigida a asegurarse de un resultado que convirtiera en unión esa
disyunción entre el afuera y el adentro. Su divergencia con los textos de Cicerón que
simpatizan con el estoicismo se debe menos a razones morales que al hecho de haber
puesto en escena, de un modo ostensible y hasta patético, un no-saber del entre-dos.
Si se la considera como el resultado de una serie razonada de múltiples lecturas, la
conversión no sería un acto sino el resultado de una suma. En cambio, si san Agustín
leyó desde siempre a los platónicos con la marca de algo olvidado, entonces se rescata
la estructura temporal de la autobiografía como relato de un “re-leer” que es también
“volver a elegir”: las lecturas paganas, hechas en el “olvido” de los textos cristianos,
hacen emerger a estos en la fulguración de un reencuentro. Él mismo insistió en que las
lecturas paganas fueron indispensables y hasta llegó a decir que si no le hubieran hecho
olvidar por un tiempo los textos sagrados, nunca habría podido “releer” estos con el
mismo gozo. Es a partir del olvido, pues, como se intercala en los enunciados estoicos,
platónicos o plotinianos, un vacío de donde surge el sujeto que le permite (re)leerlos.23
Las reflexiones sobre la memoria y el olvido en el Libro XI de las Confesiones
confirman con total coherencia esta estructura ya que Dios no es postulado como Uno
sino descubierto en el hueco que separa, en el alma, lo que recuerda y lo que olvida.
Toda esta reflexión reproduce la secuencia “No sabía pero sabía”. El interrogante más
persistente afecta al yo respecto de una memoria que lo excede: “¡Señor! Me he
convertido para mí mismo en un problema”. Que todo lo que yo no soy, por ejemplo los
astros y sus circunferencias, esté lejos de mí –añade– de eso no hay razones para
asombrarme. “¿Pero qué puede estar más cerca de mí que yo mismo? [quid autem
propinquius me ipso mihi]. Y he aquí que el poder de mi memoria se me escapa, puesto
que sin ella no puedo expresar ese yo. ¿Qué diré, si estoy seguro de recordar el olvido?
¿Voy a decir que no tengo en la memoria eso que recuerdo? ¿O diré que el olvido está
en la memoria para que no olvide?”.24 Si se sigue el texto de cerca, se verá que Dios es

21
Bardy, autor del prefacio a las Révisions (Œuvres Complètes, op. cit.), sostiene asimismo que Agustín
de Hipona reconstruyó hacia atrás la verdad cristiana a través de textos que le son ajenos: “Transpone
instintivamente la doctrina de las ‘Enéadas’ con sentimientos cristianos –dice Bardy– por poco encuentra
en ellas lo que no hay, o sea, la Encarnación del Verbo y la muerte redentora de J.C., el resto lo interpreta
sin tener plena conciencia de ello” (op. cit., p. 136).
22
Scitur melius nesciendo, en De l’ordre, II, 16. en Œeuvres…, op. cit.
23
A esta estructura del encuentro fulmíneo con lo olvidado se debe que Sainte-Beuve deplore “toda esa
serie de obras que son las Confesiones de San Agustín secularizadas y profanadas, confesiones sin
conversión, escritas por diversión, por arte o por aburrimiento” (Port-Royal, Paris, Gallimard, La Pléiade,
Vol. III, 1954).
24
Les confessions, op. cit., X, 25.
20
invocado en el mismo momento en que constata la disociación entre la memoria
(“portentoso enigma”) y su impotencia para abarcarla: “¿Qué puedo hacer? ¡O tú, mi
verdadera vida, Dios mío! Traspasaré ese poder en mí que se llama memoria; la
atravesaré para llegar hasta ti”.
Traspasar esa contradicción para llegar a Dios no le asegurará encontrarlo: “¿Cómo
buscarte entonces?”. No es un azar que el texto se adentre entonces en otra temática,
donde se entrecruzan la memoria y el deseo: “¿Cómo es posible que te busque, Señor?
Cuando te busco, busco la felicidad. ¿Es por vía de deseo o de recuerdo que te busco?”.
A la pregunta anterior de si encuentra a Dios en su memoria, responde: “He aquí que no
es fuera de mi memoria que te encontré. No, no encontré nada de ti que no recuerde.
Desde que te conocí, te conservé en mi memoria”. Sin embargo, como no pudo
conocerlo ni encontrarlo por la vía de los órganos sensibles ni por la vía del alma, otra
respuesta se yuxtapone a la anterior (“Te conservé en mi memoria”), que la deja en
suspenso: “¿Dónde para conocerte, te encontré? Porque antes de conocerte, no estabas
todavía en la memoria. ¿Dónde, para conocerte, te encontré sino en ti y por encima de
mí [in te supra me]?”. La respuesta ha cambiado: no encuentra a Dios en su memoria
sino fuera de ella. “¡En ningún lado! –concluye– Hay para nosotros muchas sendas para
ir y venir [dentro de la memoria] pero ninguna para ti, ¡o Verdad!”.
Para que se ponga en movimiento la dialéctica de la búsqueda de la felicidad, se
necesita retener este punto fundamental, o sea, que el olvido no es total y deja una
huella en la memoria. Las Confesiones insisten en ello con particular vigor: “Nunca
hemos olvidado completamente que nos acordamos de haber olvidado. Así, incluso lo
perdido, no lo buscaríamos si lo hubiéramos olvidado del todo”.25 Agustín lo ilustra con
el pasaje de los evangelios sobre la mujer que perdió una dracma.26 La alusión no es
casual, ya que a ese episodio sigue de inmediato, en relación de metonimia, la parábola
de la oveja descarriada: “¿Qué hombre que tiene cien ovejas y si se descarría una de
ellas, no la busca hasta encontrarla? […] Así os digo que habrá más gozo en el cielo por
un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos que hacen penitencia”.27 La
metonimia es impactante porque asocia el corte entre el olvido y la memoria y la
desproporción incomprensible entre un solo pecador arrepentido, tocado por la gracia, y
los noventa y nueve penitentes que hacen méritos. Toda la lógica de la desproporción
incuantificable –que se reiterará en el don de la gracia– se hace visible aquí: Dios no
aparece solo en el lugar en que el sujeto no coincide consigo mismo sino en la
formulación de un resto enigmático de esa no-identidad: “De un modo incomprensible e
inexplicable, me acuerdo del olvido como tal, ahí adonde va a naufragar eso que
recordamos”.28 Si lo que buscamos cuando olvidamos, no lo olvidamos del todo –
porque si lo hubiéramos olvidado del todo, no lo buscaríamos– es porque la búsqueda
de eso que Agustín de Hipona llama Dios significa buscarse a sí mismo en el cruce
entre lo exterior y lo interior, la memoria y el olvido, el saber y el no-saber. No se trata
tanto de un contenido particular olvidado o reprimido sino del hecho mismo de olvidar
(o reprimir). La fórmula de Pascal (Consuélate, no me buscarías si no me hubieras
encontrado), inspirada sin duda en el Libro X de las Confesiones, vuelve a decir que

25
Ibíd., 19, 28.
26
“¿Qué mujer que tiene 100 dracmas, si pierde una, no enciende la lámpara y busca con diligencia hasta
encontrarla…?” (Lucas, XV, 8-10).
27
Ibíd., XV, 11-14.
28
Les confessions, op. cit., X, 18.
21
Dios es allí un nombre de la búsqueda en que consiste el deseo, pero no su objeto
encontrado.
A diferencia de Dios –dice san Agustín en De la mentira29– nosotros hablamos,
mentimos y olvidamos. Hablar es olvidar y mentir. En Dios, en cambio, así como la
verdad es absoluta y no conoce la mentira, la memoria anula el olvido y el pleno saber
(scientia) se confunde con la cosa recordada. No es difícil, no obstante, percibir que el
modo como las Confesiones hacen emerger a Dios en el choque entre lo exterior perdido
(olvido) y lo interior recuperado (memoria), introduce un elemento extraño al Soberano
Bien neo-platónico. Esta irrupción de un elemento extraño se confirma plenamente en la
severa crítica de la reminiscencia platónica del Libro XII del tratado De Trinitate. San
Agustín no quiere traicionar el platonismo pero de hecho, le inflige un fuerte desvío. En
todo caso, coexisten en su discurso dos posiciones diferentes: en una de ellas, Dios
como Saber y Verdad absolutos es trascendente al sujeto, queda separado de él y es
invocado como significado. En la otra, al aparecer en el lugar en que el sujeto no es
idéntico a sí mismo, se convierte en significante de la estructura de la
exclusión/inclusión en que el yo, como dice el propio san Agustín, es uno y dos a la vez.
Los matemas de Lacan, s(A) y S(Ⱥ), podrían nombrar una y otra posición. El
significante que permanece en la memoria (que Agustín llama imagen), el que indica la
“memoria del olvido”, es el representante de la representación
(Vorstellungsrepräsentanz) de aquello que no puede representarse ni concebirse, o sea,
Dios mismo como significante. Lacan extraerá de este capítulo de las Confesiones una
definición del inconsciente: “El temible desconocido más allá de la línea es lo que en el
hombre llamamos inconsciente, es decir, la memoria de lo que olvida”.30
De un modo similar, la definición del tiempo deja al sujeto fuera de la pregunta
planteada. Un célebre pasaje del Libro XI de las Confesiones, se refiere al tiempo en
estos términos:

“No hubo tiempo alguno en que Tú no hicieses nada, puesto que el tiempo mismo es obra tuya […]
¿Pero qué es el tiempo? ¿Quién podrá dar una breve explicación? ¿Quién podría aprehenderlo, aunque
más no sea en el pensamiento, como para decir con suficiente claridad una palabra sobre él? Y sin
embargo ¿hay alguna evocación más familiar y clásica en la conversación, que la del tiempo? Cuando
hablamos de él, sin duda lo comprendemos y también cuando escuchamos a otros hablar de él. ¿Qué es,
pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si alguien me lo pregunta y quiero explicárselo, ya
no lo sé. Sin embargo, afirmo con fuerza lo siguiente: si nada pasara, no habría tiempo pasado; si no
ocurriera nada, no habría tiempo futuro; si nada existiera, no habría presente. Pero estos dos tiempos –el
pasado y el futuro– ¿cómo podemos decir que ‘son’, si el pasado dejó de ser y el futuro todavía no es? En
cuanto al presente, si siguiera siendo siempre presente, si no desembocara en el pasado, no sería tiempo
sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo, debe reunirse con el pasado, ¿cómo podremos
declarar que es, ya que solo puede ser dejando de ser –de tal modo que lo que nos autoriza a afirmar que
el tiempo es, es que tiende al no-ser?31

Cuatro aporías estructuran el pasaje:


1- cuando no pienso en el tiempo, sé lo que es; cuando otro me pide que explique
qué es, ya no lo sé.
2- hablamos de cosas que no podemos pensar.
3- lo más familiar es lo más difícil de explicar.

29
Du mensonge, en Œuvres, op. cit., Vol. I.
30
Libro VII del Seminario, 18/5/1960.
31
Les confessions, op. cit., XI, 14.
22
4- ¿cómo podemos decir que el tiempo es (como pasado o como futuro) si su ser
consiste en no-ser?
Las cuatro aporías se reducen a una y fundamental, es decir, al hiato entre el pensar y
el hablar. Mientras no hablamos, creemos que las cosas son, y cuando hablamos,
otorgamos ser a cosas que no son. La pregunta de cómo puede hablarse de algo que no
se puede pensar (donde san Agustín retoma, torciéndolo, un texto de Cicerón acerca de
la imposibilidad de atribuir predicados a los muertos32), no encuentra solución teórica.
La resuelve por así decir retóricamente, repitiendo un No sé o reiterando, en dirección al
Otro, la pregunta ¿qué es, pues, el tiempo? El “no sé” se incluye en el enunciado porque
excluye al sujeto de lo que dice y esa exclusión somete la frase a la imposibilidad de
clausurarse sobre sí misma en un saber de objeto.

****

No sería exagerado decir que este esquema, amplificado y complejizado, se extiende


a la búsqueda del Dios trino que el alma intenta alcanzar en sucesivos pasos en el
tratado De Trinitate. El esquema de la sucesión gradual hace avanzar el sistema pero el
hiato entre el sujeto y el Otro permanece inalterado. Corriendo detrás de un ser
inalcanzable, al que el alma “supone”, como diría Lacan, su propia estructura triádica
(memoria, intelecto y voluntad), el recorrido repite sin cesar una relación de
inconmensurabilidad con el objeto del deseo: “Que el hombre evite comparar su imagen
con la misma Trinidad, como si en todo fuera semejante; que vea más bien en esta tenue
semejanza una diferencia inmensa”.33
Pero el Dios trino es solo el iceberg de una estructura ternaria que atraviesa todas las
elaboraciones textuales de san Agustín (algo similar puede decirse del nudo borromeo,
que formaliza una tríada RSI que actuaba ya en forma implícita en estructuras como
hombre/falo/mujer; necesidad/demanda/deseo, ello/yo/superyó,
inhibición/síntoma/angustia y otras). En san Agustín, la tríada afecta sin cesar el estilo
de escritura, donde la relación de inconmensurabilidad con lo buscado exige tres
términos y no dos. En fórmulas como “ignoro sabiendo” (nescio sciendo), “docta
ignorancia” (docta ignorantia), “¡culpa bienhadada!” (felix culpa!),34 “si me equivoco,
soy” (si fallor, sum),35 la dualidad aparente oculta un tercer término. Entre saber y no-
saber, por ejemplo, hay que intercalar un sé que no sé. Aunque el término predominante
(no sé) se confunda con uno de los términos de la dualidad, resulta en realidad del paso
por un tercero (el sujeto que dice: no sabía pero sabía). El oxímoron resuelve lo que no
puede resolver la lógica de la identidad y pone en acto la exclusión del sujeto respecto
de sí mismo como saber de objeto. En felix culpa (donde no sería abusivo decir que se
resume la subjetividad cristiana), el oxímoron contiene tres términos: (1) Caí, (2) Soy

32
En De los fines, para probar, con los estoicos, lo absurdo del miedo a la muerte (¡como si probando con
el intelecto que Crasus, muerto, no es, se pudiera aplacar el miedo a la muerte!).
33
De Tr. XV, 20. Indicaré con De Tr. las citas extraídas de Tratado de la Santísima Trinidad, en Obras
de san Agustín, Tomo V, Madrid, BAC, 1948.
34
Perdido en uno de los innumerables sermones pronunciados por san Agustín, que nunca pude localizar,
este oxímoron terminó siendo abundantemente comentado extrapolado del contexto.
35
El llamado cogito de san Agustín, se expone en De Tr. X, 10 y CD XI, 26. Indico con la sigla CD La
Cité de Dieu, en Œuvres de Saint-Augustin, Introduction générale et notes de G. Bardy, Bibliothèque
augustinienne, Desclée de Brouwer, Paris, 1959, Vol. 33-37. Excepcionalmente y refiriéndome al
prefacio, mencionaré La Cité de Dieu, Paris, Seuil, 1994.
23
culpable de haber caído, (3) Si no hubiera caído, no hubiera conocido el goce de la
redención (donde el tercer paso marca el plus-de-goce surgido entre la marca del pecado
original y la falta actual). Con la expresión si fallor sum, san Agustín replicaba a la
eventual objeción de los “académicos” (o sea, los escépticos) quienes, a propósito de la
trinidad soy/sé que soy/amo ser y conocer que soy, le preguntarían: ¿Y si te engañaras al
afirmar que eres? La presencia de solo dos términos (fallor, sum) esconde un tercero, el
sujeto de la enunciación, que afirma que equivocarse en cuanto a la verdad es seguir
diciéndola. El cogito de san Agustín encierra una argumentación que se asemeja a la de
Lacan en torno a enunciados como Yo miento o Yo no deseo (donde el “no” indica una
pura denegación, ya que no desear es desear). De un modo similar, los no-equivocados
yerran (o erran) vehicula un sujeto que se equivoca por querer controlar el inconsciente
y que una vez que acepta estar capturado en el discurso del Otro, sigue “errando”.
La idea de que el oxímoron exige una estructura ternaria podría verificarse incluso a
través del proceso por el cual san Agustín desvía sus fuentes. Es imposible no ver en ese
proceso que el tres pone en escena la proporción inconmensurable entre el sujeto y el
Otro que mencionábamos antes. La desproporción entre la criatura y su creador, que san
Agustín machaca sin cesar, se extiende a la muerte, al llanto, al lenguaje, a la gracia y la
beatitud. De hecho, si se rastrea a nivel textual el paso del logos al velle (que implica un
sujeto que habla) se lo podría localizar en el tratamiento irresolutivo y paradójico de las
antítesis que resulta de interponer al sujeto excluido de su saber. Así por ejemplo, es
evidente que cuando Cicerón dice en las Tusculanas que “esta vida es muerte”, aunque
ésta se parezca a la “vida muerta” de san Agustín,36 no tiene la misma significación. En
la primera discusión tusculana, Cicerón decía, evocando el discurso de Sócrates antes de
morir: “Cuando lleguemos allá, viviremos; esta vida, en efecto, es muerte”. Cicerón se
refiere a las desgracias eventuales que pueden llevar a un individuo a preferir la muerte
a la vida. Una diferencia sustancial separa el agnosticismo prudente de Cicerón frente a
la muerte y la posición de san Agustín, para quien ninguna educación ni preparación
para la muerte, socrática o estoica, nos libera de la Otredad que ella introduce en la vida
misma (salvo si se acepta al Mediador, Cristo, por cuya muerte, interiorizada en
nosotros, viviremos). La antítesis de Cicerón es desplazada a partir de la introducción
callada de una tercera instancia, no siempre nombrada, que radicaliza la relación de
oposición vida/muerte, cuerpo/alma, salud/enfermedad, hasta tornarla insostenible por
la intercalación de una desproporción insalvable, por ejemplo: “La forma en que el alma
se une con el cuerpo es incomprensible para el hombre, pero ese incomprensible es el
hombre mismo”.37 O también, siguiendo a san Pablo, el par virtud/pecado se despareja
por la introducción de un tercer elemento que lo invalida: “Lo contrario del pecado no
es la virtud sino la fe”.38 Es probable que el motor retórico del texto agustiniano resida
en el proceso por el cual un elemento elidido (aunque no siempre) en la frase, ajeno al
par de contrarios, la desorganiza de tal modo que la dualidad se articula como terceridad
(por ejemplo: la fe que desorganiza la proporción entre pecado y virtud). Es así que la
antítesis se convierte en oxímoron, donde un tercero trabaja subterráneamente la

36
Les confessions, op. cit., V, VIII, 14 y 35. San Agustín califica de “hombres que amaban una vida
muerta” [vita mortua] a los afamados profesores de retórica que su madre le presenta en Milán, con la
esperanza de que su hijo siga el mismo camino.
37
CD, XXII, 10.
38
Epístola a los Romanos, XIV, 23.
24
relación puntual de oposición. La estructura triádica ya presente en san Pablo39 se
vuelve a escribir en las Confesiones, que retoman la oposición dual vida/muerte bajo la
forma de los quiasmos paulinos como morir a la muerte/vivir a la vida. En las
Confesiones: “Volvía a empezar, un poco más y alcanzaba la meta. Un poco más y ya,
ya, tocaba el punto y llegaba. Pero no estaba allí, no llegaba, no lo conseguía, vacilando
entre morir a la muerte y vivir a la vida”.40 Entre la vida y la muerte, emerge un Tercero
que deshace la aparente oposición: “Déjame hablar ante tu misericordia […] Qué quiero
decir, Señor, sino que no sé de dónde he venido aquí, diría, a esta vida que muere o a
esta muerte que vive, no lo sé”.41 En otros pasajes, la antítesis vida/muerte se superpone
con la formada por salud/enfermedad: “Deliraba para curarme, me moría para vivir”
[insaniebam salubriter et moriebur vitaliter].42
El torbellino dialéctico al que se somete el par vida/muerte desparejando las
oposiciones duales, opera un desplazamiento desde la vida natural (vita vitalis
ciceroniana) a otra (vita vitalis agustiniana), haciendo que sea la muerte misma la que se
transforma en vida –lo cual significa a la vez que para dejar de ser natural, la vida debe
pasar por la muerte. El proceso semántico por el cual se niega un significante para hacer
de su negación una afirmación que encierra un Real incomprensible, domina todo el
proceso retórico de los escritos de san Agustín (hasta podría decirse que rige, desde la
producción textual misma, la idea de encarnación). Las fórmulas son incontables, por
ejemplo: “Se lo conoce mejor [a Dios] no conociéndolo”.
El modo triádico en que la diferencia agustiniana interviene en sus fuentes coincide,
así, con el utilizado para tratar sus propios conceptos. Sainte-Beuve lo sugiere a su
modo, refiriéndose a los recursos de san Agustín, “tan profundo, tan prodigioso en su
ingenio pero además tan hondo y sutil. A menudo le busca cinco patas al gato. Y
cuántas frases y pensamientos suyos (hablo de su estilo, con reverencia) producen el
efecto de querer decir; 'Tal o cual cosa es y a la vez no es, y hay todavía algo más entre
las dos’”.43
Es de notar que la definición tradicional del oxímoron hace resaltar la antítesis pero
no se demora en la acción oculta del elemento elidido: “Especie de antítesis en la cual
dos palabras contradictorias coexisten una al lado de otra, pareciendo excluirse
lógicamente”, dice Morier.44 En los ejemplos, que se repiten de un diccionario a otro,
como “armonía discordante”, “oscura claridad”, “sol negro”, “agridulce”, “hielo
abrasador”, “mundo inmundo”, etc., el contraste se argumenta en el plano del
significado, que yuxtapone en una sola palabra dos términos que se contradicen. Sin
embargo, los mismos diccionarios destacan la diferencia entre antítesis y oxímoron
basándose en un efecto específico de sorpresa que éste último produce en el lector. Y es

39
Los ejemplos son innumerables: “Si morimos con Cristo, creemos que viviremos también con él” (Ep.
Rom, VI, 8) o: “Cuando este cuerpo mortal revista la inmortalidad y este cuerpo corruptible revista la
incorruptibilidad, entonces se cumplirá la palabra: la muerte naufragó en la victoria. ¡Oh muerte! ¿Dónde
está tu victoria?” (Gal, XV, 53). O la repetición incesante de la fórmula: “Muerto por la ley, vivo por la
gracia”.
40
Les confessions, op. cit., VIII, 11, 25-26.
41
Ibíd., VI, 7.
42
Ibíd., VIII, 19-20, que reaparece en IX, 8, “Curaste mi locura”. Según A. Solignac, san Agustín
rememora un pasaje del diálogo Gorgias (492e-493a) en que Platón cita un verso de Eurípides: “Quién
sabe si vivir no es morir / y si vivir no es morir”.
43
Sainte-Beuve, Port-Royal, Paris, Gallimard, La Pléiade, Vol. III, 1954, p. 816. El destacado me
pertenece.
44
Henri Morier, Dictionnaire de poétique et de rhétorique, Paris, PUF, 1988.
25
cierto que fórmulas agustinianas del tipo: “Peregrina en la fe, posee la fe”45 o Felix
culpa provocan un efecto de perplejidad.
Sostengo que el desconcierto proviene de que en ellas se pone en juego un tercer
elemento elidido. La estructura por la cual de tres elementos se reprime uno, que explica
la relación de los otros dos, sostiene subterráneamente expresiones como por ejemplo:
“muero porque no muero” (san Juan de la Cruz), “cuerpo espiritual” (Baudelaire),
“derrota brillante” (Kierkegaard),46 “los no-engañados se engañan” [errent]; “el amor es
dar lo que no se tiene” (Lacan). No digo que sea el oxímoron por sí mismo como figura
retórica el que pliega a su estructura el pensamiento sino el pensamiento el que necesita
del oxímoron para dar cuenta de sus impasses. Formatted: Font: Italic
No sería disparatado decir, entonces, que es en ese tipo de giros sintácticos donde
se puede detectar la marca que san Agustín infiltra en sus fuentes. No es indiferente que
para quien fuera profesor de retórica durante once años, Cicerón, su “verdadero
maestro” según algunos,47 imitado y reescrito mil veces, sea sometido a un desvío sutil
donde un estudio pormenorizado probaría que cada una de sus nociones, desdoblada y
encadenada con otras, da por resultado Otro texto diferente del ciceroniano. Es
significativo, por ejemplo, que en La Ciudad de Dios remplace el término poder
(potestas) utilizado por Cicerón en Sobre el destino para indicar el poder de la libertad
humana frente a la fatalidad, por voluntad (voluntas),48 para acentuar que el hombre no
puede resistir al Otro del fatum, como cree el estoico, puesto que la voluntad es frágil y
actúa en ella Otra voluntad que no es la suya.49 Pero el desvío no es simplemente
literario ni se agota en una simple diferencia entre dos significados. Detrás de la
modificación del texto del otro y por la intromisión de un tercer elemento invisible, se
introduce un Real –el propio sujeto de la enunciación– que se intercala entre dos
contrarios (vida/muerte; cuerpo/alma; sensible/inteligible). Nuestra indagación lleva,
pues, a la pregunta de si no es en ese Real concomitante a la enunciación, donde se
aloja, de diferentes modos y muchas veces como al pasar, el velle de san Agustín.

45
CD, XIX, 17.
46
Expresión con la que Kierkegaard califica a la Aufhebung idealista de Hegel.
47
Es la hipótesis de H.-I. Marrou en Saint-Augustin et l’augustinisme, Paris, Seuil, 1953.
48
CD, Libro V, 9.
49
El procedimiento de remplazar una palabra por otra en el texto comentado se aplica a temas de todo
tipo. En los escritos polémicos contra Juliano de Eclana, por ejemplo, remplaza vanidad (en Cicerón) por
futilidad y movimiento por conmoción; en la traducción de Cicerón del Timeo de Platón, sustituye
engendrar (generare) por crear (creare) para evitar que el origen del mundo se entienda por analogía con
la reproducción humana sexuada (extraigo estos ejemplos de Maurice Testard, Saint-Augustin et Cicéron,
Paris, ed. Études Augustiniennes, 1958).
26
La voluntad en la teoría del libre albedrío de san Agustín
En el Libro III del Libre albedrío, la discusión con su interlocutor Evodio en torno a
la causa de la voluntad, originada en un principio para oponerse a los maniqueos,
adviene después de un largo intercambio al cabo del cual la posición de san Agustín se
mantiene con firmeza en la tesis de que Dios no es causa del mal. La interrogación de
Evodio se formula así: si Dios es creador del universo y de los humanos y si en ese
universo se comprueba fehacientemente la acción permanente del mal (en las guerras,
las rivalidades, la agresividad, el uso del otro, la concupiscencia, la envidia), ¿cómo
demostrar que Dios no es también creador (y causa) del mal que caracteriza a lo creado?
Para sostener su respuesta, que exime a Dios de toda función causal, san Agustín se
parapeta en su teoría de un estado anterior a la caída durante el cual, a pesar de que Dios
había creado al hombre a su imagen y semejanza, o sea, exento de mal, lo había dotado
también, entre todos los otros dones, del libre albedrío de la voluntad. Esta tesis le da
pie para sostener que el libre albedrío incumbe solo a la responsabilidad humana: “El
hombre habría podido, si hubiera querido, quedarse tal como había sido creado”.1 Se
infiere de ello que los dones en cuestión no son dados en forma directa y simple por el
Creador, ya que en su traspaso a la criatura, el don se encuentra nada más que del lado
de esta última y en absoluto del lado de su creador, Sumo Bien y plenitud de ser exento
de toda falta. En otras palabras, y aunque no lo diga, san Agustín desecha de entrada en
su argumentación, la idea de una causa eficiente que circulara del creador hacia la
criatura. La criatura es, por cierto, efecto del Otro pero queda en ella un espacio vacío
que la separa de él. La voluntad (y el mal) surgen en esa separación como su condición
propia.
Al quedar arrancada a toda sustancia o acción entre sustancias, la voluntad adquiere
para san Agustín, acérrimo enemigo del maniqueísmo, el mismo estatuto invisible y
anti-sustancial del mal. Ni uno ni otro son nada en términos de ser. Esta posición
confortaría la creación ex nihilo relatada en el primer libro del Génesis, acarreando la
implementación de un vacío entre la causa y el efecto, o entre el agente activo y el
pasivo. San Agustín, que no evoca la idea de creación ex nihilo, se limita a repetir con
mucha insistencia que la presciencia que posee Dios de cada ser humano, no impide en
absoluto que éste último cometa acciones maléficas. En vez de la rígida concepción de
la predestinación (como pudo darse por ejemplo en el calvinismo), la presciencia divina
no afecta para san Agustín la libertad de la voluntad, lo cual es aquí otra manera
implícita de negar la eficiencia de la Causa primera. En el siglo XIX, y en un contexto
hostil al cristianismo occidental, Dostoievski retomará esta idea afirmando en “La
leyenda del Gran Inquisidor” que Cristo “dejó a los hombres libres”.2
Evodio, que razona en términos de plenitud y no de vacío, modifica su pregunta (que
transcribo en parte): “Ya no pienso que la presciencia de Dios obligue al hombre a pecar
o no. Sin embargo, aunque ninguna causa intervenga en ello, la criatura responsable ¿no
quedaría repartida entre la que nunca hace el mal, la que persiste en el mal y otra,
intermedia entre las dos primeras, que a veces actúa rectamente y otras veces actúa mal?
¿Cuál es la causa de esa tripartición? No quiero escuchar más tu respuesta: la voluntad.
Lo que busco es la causa de la voluntad. Porque no es sin causa que una no quiera pecar

1
Le libre arbitre, III, § 49, en Œuvres, op. cit.
2
Los hermanos Karamasov.
27
nunca, que otra no quiera nunca no pecar y que la tercera a veces peque y otras veces
no, cuando todas pertenecen al mismo género […] ¿Cuál es la causa?”.3
A esta pregunta, que busca a toda costa una causa ontológica, san Agustín responde
con otra: “¿No estarás buscando la causa de la causa? [...] No conviene que busques más
allá de la raíz […] ¿Cuál podría ser, como anterior a la voluntad, la causa de la
voluntad? O bien es la voluntad –y entonces volveremos siempre a la raíz de la
voluntad– o bien no es una voluntad y está exenta entonces de todo pecado”.
La discusión se adentra luego en el problema de las condiciones originarias en que se
produjo el acto de Adán. Recordemos que hacerlo responsable de su acto implicaba que
el estado paradisíaco no estaba exento de una potencialidad maligna. Ahora bien, negar
que el Creador sea causa primera de la voluntad redunda, paradójicamente, en que el
vacío de la causa en la voluntad hace de ésta su propia causa: “La voluntad no tiene otra
causa que la voluntad”. El argumento invalida la función causal de Dios, o por lo menos
la suspende. Pero no por ello instaura la voluntad de Adán como sustituto de la voluntad
divina, ya que la voluntad de Adán se concibe como un desvío o separación originaria
que deja en pie la omnipotencia divina. En este punto, y una vez desechada una
causalidad exterior, diremos que san Agustín trata la problemática en el campo del
significante. La “voluntad como causa de la voluntad” corresponde a un significante que
falta en la lengua. El § 71 del Libro III se articula en torno a la inexistencia en la lengua
latina de un término “intermedio” entre stultus (estúpido, insensato, no-inteligente) y
sapiens (sabio, prudente, inteligente). Lo primero que desecha san Agustín cuando
encara el problema del origen, es el prejuicio vulgar de la causa/efecto por así decir
ontológica, sin vacío:

“Muchos hacen la pregunta así: ‘Si el primer hombre fue creado sapiens ¿por qué fue seducido? Y en
el caso de que haya sido creado stultus ¿cómo, entonces, Dios no es creador de los vicios (ya que la
stultitia es el mayor de los vicios)? ¡Como si la naturaleza humana no recibiera ningún afecto intermedio
entre la stultitia y la sapientia, no pudiendo llamárselo ni de uno ni de otro modo! […] Nadie delira hasta
el punto de decir que un niño pequeño es stultus, aun cuando sea todavía más absurdo decir que es
sapiens. Por lo tanto, no podemos calificar al niño ni de stultus ni de sapiens, aun cuando crezca y sea un
hombre adulto. Por lo tanto, la naturaleza parece acoger un estadio intermediario entre la sapientia y la
stultitia”.

El argumento es del mismo tipo que el que opone corruptibilidad e incorruptibilidad.


Es imposible que una cosa sea absolutamente corrupta (porque en ese caso no existiría)
y es imposible a su vez que una cosa sea absolutamente incorruptible, porque en ese
caso, argumenta san Agustín, “estaría en un estado aún más perfecto que antes de haber
perdido todo lo bueno que tenía”. Este argumento, que Lacan analiza en La ética del
psicoanálisis,4 se asemeja a la imposibilidad de ser absolutamente stultus o
absolutamente sapiens. La lógica del resto sitúa al sujeto en un entre-dos imposible de
deducir simbólicamente entre dos extremos, dejándolo atrapado en ese núcleo real.
Lacan, que asocia el pasaje de san Agustín con la idea de Sade según la cual “los tiranos
nacen a la sombra de las leyes” (y no de la anarquía), se admira ante el hecho de que dos
autores tan disímiles converjan en ese “tropiezo lógico”, que desafía el principio de no-
contradicción. Lo curioso es que san Agustín articula ese tropiezo a nivel retórico. Así
como en El libre albedrío el procedimiento pasa por comprobar la ausencia de un

3
Le libre arbitre, III, § 47, en Œuvres, op. cit.
4
Curso del 11/5/1960. El texto de san Agustín pertenece al libro VII, 12, de las Confesiones.
28
significante en la lengua, en La vida feliz se lanza a la búsqueda de una expresión
intermedia que no sea ni El que tiene lo que desea es feliz ni El que no tiene lo que
desea es infeliz y por ende, de un vocablo que no sea ni felix ni infelix. Un poco más
adelante, la interposición en el texto de argumentos aristotélicos según los cuales “no
podemos llamar ignorante a un animal, al cual no se le dio la posibilidad de ser sabio”,
no le impide diferir radicalmente de Aristóteles, que presupone un conocimiento previo
de la Ley. El texto concluye en que la diferencia entre el hombre y el animal no es que
uno posea la razón y el otro no, sino que la razón misma poseída por el primero no
alcance para cumplir con la ley. Respecto de estos pasajes, Heidegger comenta que la
interposición del pensamiento griego clásico no basta para desarraigar los argumentos
decisivos de san Agustín de su fuente principal, o sea, san Pablo: “Cumplir con la Ley
es imposible, todos fracasan en ese intento, solo la fe justifica”, resume Heidegger,
refiriéndose a la Epístola a los Gálatas.5 El estatuto de la Ley se vuelve extraño tanto al
conocimiento (sapientia) como al desconocimiento (stultitia) de la ley –en tanto uno y
otro implicarían la idea de un objeto previo conscientemente infringido u observado. La
caída de Adán queda inscripta en una imbricación originaria de stultitia y sapientia,
origen ignorado por el que cae, que lo hace, sin embargo, responsable una vez que cayó.
Es inútil –dice san Agustín– preguntarse: ¿Y si no hubiera caído? El hecho es que cayó:
“El vicio del hombre no consistió en no poseer la sabiduría porque, supuestamente, no
le habría sido dado aún poseerla, sino en que tenía cómo poseerla, si hubiera querido
elevarse hacia lo que no tenía”. Es inútil invocar aquí no sé qué masoquismo
psicológico, porque la cuestión es de estructura: “Porque una cosa –prosigue– es ser
razonable y otra cosa es ser sabio. La razón hace capaz a cada uno de acoger la
prescripción moral que, de todos modos, debería cumplir [...]. Ahora bien, lo que hace
la naturaleza para acoger la prescripción, la voluntad lo hace para observarla”. El acto
del primer hombre se presenta como activo y pasivo a la vez e incapaz de darse los
fundamentos de su acto. La responsabilidad no tiene que ver con un conocer, sino que
remite a una inclusión originaria del sujeto en la ley como significante. ¿Stultitia de la
propia Ley, diríamos, donde no existe una línea previamente fijada que separe lo
permitido y lo prohibido, la obediencia de la transgresión? Es lo que sugiere una frase
clave del mismo § 71: “En el mismo instante en que el hombre empieza a ser capaz de
acoger una prescripción, empieza a poder pecar”. Dada la imbricación de stultitia y
sapientia, la caída originaria debe pensarse como una contradicción por la cual el
hombre, creado por Dios sin falta, pudo, sin embargo, estar desde siempre inclinado
hacia la falta. Este agujero de la causa impide reducir el problema a la alternativa de
transgredir u observar una ley establecida previamente.
Por más que se haya reprochado a san Agustín –“genio maligno de Occidente”–
haber introducido el veneno de la culpabilidad –hasta el punto de que el estado de
pecado queda definido no solo como latente desde siempre sino como castigo por haber
caído– si se lo piensa bien, eso no es sino la consecuencia, por cierto sintomática, de la
lógica de lo Real antes descripta. La culpabilidad viene a resolver, como síntoma, la
paradoja inicial de una Ley no conocida y transforma el resto incomprensible que queda
5
M. Heidegger, “Interprétation phénoménologique de l’épître aux Galates” en Phénoménologie de la vie
religieuse, Paris, Gallimard, 2012, p. 80 y ss. Los desarrollos sobre la tentación en san Agustín en la
misma obra refuerzan la idea de la voluntad como única causa de sí misma: “Si el diablo tienta, tienta
siempre al que le da motivos para tentar, no fuerza a quien no quiere”, cita Heidegger en Sermones
XXXII, 11 y Salmos Nº 38 (Ibíd., p. 313 y ss.). “Aun cuando toda tentación muera –agrega– subsiste en
el hombre. Es allí donde san Agustín encuentra el problema del pecado original” (Ibíd., p. 315).
29
entre transgresión y obediencia en un goce de la falta: Felix culpa.6 Está de más evocar
el uso cínico o simplemente superficial que pudo hacerse ulteriormente de esa
expresión.
No decimos que este complejo problema se deba a la falta empírica de un
significante en la lengua latina entre stultitia y sapientia. La leemos más bien como el
significante que según Lacan falta en el Otro desde siempre para que, frente a la Ley, no
seamos un puro efecto de ésta: “El pecado es un mal situado en el descuido de acoger la
prescripción o de observarla […] lo cual permite a la inteligencia comprender que, aun
cuando el primer hombre fue creado bueno, pudo, sin embargo, ser seducido”. Haber
sido creado bueno y sin embargo, ser seducido significaría: no se puede encontrar el
significante entre stultitia y sapientia porque el sin embargo se opone a toda mediación.
Ningún significado sirve de referente a la voluntad de un modo inequívoco. Diremos,
pues, que en El libre albedrío, la voluntad se sitúa como un vacío entre dos
significantes.
Se infiere fuertemente de la argumentación de san Agustín, que la criatura está
sometida y depende de Dios. Sin embargo, no está determinada por su voluntad, ya que
en el origen, sitúa a la voluntad libre en un vacío enigmático, que la desvincula de toda
causa.
El problema planteado por la falta de un significante en la lengua, en el texto que
acabamos de ver, no es para nada indiferente a la lógica que rige La Ciudad de Dios.
Los innumerables problemas tratados en este libro conducen todos, en efecto, al mismo
interrogante: ¿cómo entender que entre los términos de una polaridad exista un vínculo
tan inextricable que se haga imposible abandonar la díada a sí misma, a menos que se
intercale un tercer término entre los polos opuestos que los vincule (ya sea para aclarar
el vínculo, ya sea para hacerlo aún más oscuro)? La ligazón entre la ciudad celeste y la
terrenal, por ejemplo –dice san Agustín– es inextricable e imposible de deshacer en esta
tierra: “Porque las dos ciudades están mezcladas y entrelazadas [permixtae et perplexae]
una en otra en el siglo, hasta el día en que un juicio definitivo las separe”.7 El libro que
inaugura un tema nunca tratado hasta entonces en Occidente (o sea, una visión global de
las leyes que rigen la historia) fue escrita para replicar a los que acusaban a los
cristianos de haber provocado la caída de Roma por haber prohibido el culto de los
antiguos dioses romanos, protectores de la ciudad. En los términos de esa réplica, lo
curioso es que el clivaje entre las dos ciudades no corresponde de un modo puntual al
Imperio Romano y a la Iglesia cristiana. Contrariamente a lo que podría creerse, san
Agustín piensa que ninguna de las dos ciudades puede realizar sus fines en la tierra. No
existe para él –observa J.-Cl. Eslin8– una solución a corto plazo al mal del Imperio

6
En la Tercera parte titulada “La religion accomplie” (en Leçons de philosophie de la religion, Paris,
Aubier, 1955), la interpretación de Hegel del oxímoron felix culpa pone en primer plano la
responsabilidad (y no la culpabilidad): “El hombre debe superar su inmediatez […] y en ello reside el
concepto de espíritu. Este hecho plantea la escisión, que consiste en una salida de lo natural […] Esa
salida no tiene nada de malo […] El en-sí es lo inmediato, pero como el en-sí del hombre es el espíritu, el
hombre es ya en su inmediatez la salida de ésta última, la caída fuera de sí y fuera de su ser-en-sí. […] La
exigencia absoluta es que el hombre no persevere en el estado de voluntad natural. El hombre debe ser
imputable, no puede ser naturaleza, es decir, es necesario que sea responsable” (p. 217). Acentuando la
responsabilidad y no la culpabilidad, Hegel concuerda al fin y al cabo con la fórmula (de origen
agustiniano), que los miembros de Port-Royal habían resumido diciendo: “Hay que usar el lugar en que
hemos caído para levantarnos”.
7
CD, Libro XV, 1.
8
Préface de la versión de Seuil de La Cité de Dieu, Paris, 1994.
30
Romano, precisamente porque el mal en el Imperio, que no es puro ya que está
imbricado con el bien, tropieza a su vez con la imposibilidad, para la Iglesia temporal,
de realizar el Bien. De este modo, dos tipos de ciudades y dos tipos de seres humanos,
aunque radicalmente diferentes, coexisten “compenetrados” en la realidad, pero
espiritualmente separados. San Agustín dirá, en un pasaje esencial: “separados desde el
punto de vista de la voluntad”.
La disposición lógica que resulta de esta repartición podría describirse así: el
Imperio Romano no coincide del todo con la ciudad terrenal; la Iglesia cristiana no
coincide del todo con el Reino de Cristo. Surge así entre ambas ciudades un espacio
intermedio que no pertenece positivamente a una ni otra. Sin embargo, como en la
oposición corruptibilidad/incorruptibilidad, stultitia/sapientia, feliz/infeliz, un vínculo
las anuda, aunque no sea fácil detectarlo. En medio del caos de la época, san Agustín se
limita a decir en el Libro XIX de La Ciudad de Dios que es imperioso distinguir la paz
terrena y la paz de Dios, el reino de Cristo y el del Imperio. La solución que el texto
aporta a esa aparente oposición es el estatuto calificado de “peregrina” de la ciudad de
Dios: aunque mezclada (permixta) con la ciudad terrestre –dice– se encuentra, como el
cristiano (viator), en exilio en el mundo. En realidad, hay tres ciudades, una terrenal,
otra celeste y una tercera, insituable, que aspira a la segunda pero vive en la primera.
Cada una de las tres partes, cualquiera sea, introduce un corte entre las otras dos. El
sistema no es dual sino ternario. Por ejemplo, cada una de las dos ciudades usa (utitur) y
goza (fruitur) de los bienes; la ciudad terrestre goza (fruitur) de ellos sin saber que su
goce es solo un uso, la celeste debería gozar (frui) absolutamente del Bien divino; la que
queda en el entre-dos, en exilio en la tierra, usa de los bienes pero como de paso, o sea,
que en su uso hay una parte de goce, porque espera el goce puro que advendrá en Otro
lugar.
¿Podría decirse que la ciudad Otra (tercera) divide a las otras dos? Vale la pena
volver a la semántica de los términos uso y goce. En el texto agustiniano uti (usar de)
implica siempre cierto goce de la cosa o la persona, que proviene de su uso, y a su vez
frui (gozar de) no excluye un uso de aquello de que se goza. Lo cual lleva a la necesidad
de distinguir: “Hay cosas que son objeto de goce y otras objeto de uso […] Gozar de
una realidad es adherir amorosamente a ella por ella misma, mientras que hacer uso de
una realidad es llevar lo usado al propio gusto y posesión […] Hay que usar de este
mundo y no gozar de él”.9 Entre gozar (amar una cosa o una persona por sí mismas) y
usar (poseer la cosa o persona en función de un interés ajeno a ellas), existe un
deslizamiento similar al que afecta la definición de las dos ciudades: “Las cosas hechas
para el goce nos hacen felices; las que están hechas para el uso nos ayudan en nuestra
marcha hacia la felicidad y son como escalones que nos permiten llegar hasta aquellas
que nos hacen felices, para reposar en ellas”.10 En La Ciudad de Dios se esgrime el
mismo argumento: “[Ella] usa como una extraña los bienes terrestres, no para dejarse
capturar por ellos y desviarse de Dios sino para apoyarse en ellos y hacer más
soportable el peso del cuerpo corruptible”.11 O también: “La ciudad celeste usa en su
viaje la paz terrenal”. Por lo tanto, los dos tipos de amor que son el goce y el uso, tanto
como la impiedad y la justicia, no pueden separarse en la tierra. Un único elemento, la
gracia divina que viene del Otro, puede separarlos. Nótese en qué situación deja al

9
La doctrina cristiana, I, 4.
10
Ibíd.
11
CD, Libro XII.
31
viator esta imbricación: “En cuanto a los que gozamos y utilizamos, nos encontramos
ubicados entre unas y otras, y si queremos gozar de las cosas que están hechas para el
uso, he aquí que nuestra carrera se ve trabada y hasta desviada, por lo cual hasta
volvemos atrás, atraídos por el amor de los bienes inferiores”. Como no hay uso que no
esté mezclado con el goce de la cosa misma, usar una cosa es siempre, de algún modo,
gozar de ella; de lo cual se infiere que el uso-goce termina haciendo las veces de
“escalón” en la marcha hacia el puro goce del Bien supremo. Ninguno de los tres
momentos se separa de los otros dos. El sujeto de la Ciudad de Dios se sitúa entre el
goce y el uso, entre la satisfacción del goce objeto y Otro goce llamado beatitud. Por lo
tanto, algo en él, lo conecta con algo que no está en él, y toda la dificultad está en que
lo excluido no puede captarse sino a través de lo que incluye al sujeto en un
anudamiento de uso y goce.12
La mezcla utor/fruor organiza en el fondo de un modo no siempre explícito el texto
de La Ciudad de Dios y la visión más amplia que la subtiende, según la cual el estado
de naturaleza se desdobla entre un estado de hecho determinado por el pecado y aquello
que, dentro de ese estado, autoriza la esperanza de salir de él (o sea, el estado de gracia).
Ambos niveles están entrelazados. El segundo de ellos promete una salida a la mezcla
sin dejar de ser interno al primero. Lo cual sugiere que también el mal (etiam
peccata13) desempeña una función en la redención. El anudamiento del bien y del mal
exige la intervención de un tercero exterior o excluido de él pero a la vez incluido.
El desarrollo del Libro XIX de la Ciudad de Dios en torno a la guerra y la paz, pone
de relieve con particular claridad la lógica triádica que buscamos. Así como la ciudad
celeste no se enfrenta con la terrenal de un modo dual sino asimétrico, así también no es
cierto que los buenos sean pacíficos y los malos, enemigos de la paz. Los malos también
(etiam) –dice– necesitan la paz. El uso retórico de etiam, que introduce la
inseparabilidad del dos y el tres, desarma toda lógica bipartita. Así, también para los
bandoleros y ladrones de caminos, la paz es una necesidad vital porque necesitan
convivir entre ellos.14 Si las víctimas de los hacedores de guerras se transforman en
súbditos y esclavos, ello ocurre en vistas “a imponerles las leyes de su propia paz”. Un
monstruo depredador que quisiera devorar a sus propios hijos necesita paz, él también,
para refugiarse en un lugar tranquilo y cometer su delito: “No es que [los belicistas] no
quieran que no haya paz, sino que haya la paz que ellos quieren”. La paz es imposible
en la tierra porque está unida a la guerra, que es su instrumento. Así, el justo necesita no
solo la paz sino también (etiam) la guerra para establecer su diferencia y decidirse por
una de ellas. A nivel retórico, etiam vincula las dualidades introduciendo un tercero
invisible.
Un esquema similar organiza la concepción del sacrificio (expuesto en el Libro X
de La Ciudad de Dios). Si se supiera quiénes son los impíos y quiénes los santos, si se
poseyera la proporción exacta que separa a unos de otros entonces se sabría cuál es la
diferencia, la deuda o el saldo que la ciudad debe a Dios. Como esa diferencia se

12
El texto De doctrina christiana hace una clara distinción entre el goce y el uso como “abuso” o
“perversión”, en cuyo caso no hay mezcla con el goce de la cosa misma (I, 4): “Es feliz el que goza del
Sumo Buen” (Del libre albedrío). Y en Contra Fausto, recurriendo a un quiasmo: “Toda la perversidad
humana consiste en usar las cosas de las que habría que gozar y en gozar de las cosas que deberíamos
usar”.
13
Fórmula atribuida a san Agustín, aunque no se la constate en ningún texto. Paul Claudel la adoptó
como epígrafe a Le soulier de satin.
14
CD, Libro XIX, 12.
32
revelará recién el “último día”, y como solo el Otro la conoce, no está permitido a los
hombres juzgar antes de que juzgue Dios. La consecuencia de ello es la idea de un
sacrificio perpetuo ofrecido a Dios, mejor dicho, la ciudad es sacrificio perpetuo porque
produce sin cesar esa diferencia incalculable entre impíos y justos, diferencia que es
preciso “consagrar” o sacrificar a la divinidad.
La polémica que san Agustín inicia con los donatistas (que provoca la redacción de
La Ciudad de Dios) contribuye a comprender el problema. Por los datos históricos que
se conocen, los donatistas pretendían distinguir perfectamente al justo del impío,
separando sin error ni duda el buen trigo de la cizaña. ¿Cuál es el verdadero mártir de la
verdad? se preguntaban, recuperando para ellos a los “verdaderos” y excluyéndolos de
la Iglesia romano-cristiana. Agustín les respondía que solo Dios detenta la respuesta.
Solo la imbricación de buenos y malos puede darla, destruyendo el todo cerrado que
justificaría esta otra frase: “Dios quiere que todos los hombres sean salvados”, frase que
producía horror a Agustín de Hipona.15 ¿Para qué serviría nuestra libertad –se pregunta–
si Cristo vino a salvar a todos? ¿Y qué función puede cumplir la voluntas en la
salvación, aun cuando sea el Otro quien la decida…? Si se quiere entender La Ciudad
de Dios, hay que mantener esa paradoja de una voluntad cruzada con Otra, sin que
ninguna de la dos sea determinante. Según esta aporía (que el texto de Agustín de
Hipona no tiene ningún interés en disolver), no se puede excluir a los impíos de una
supuesta totalidad llamada todos los santos de la ciudad porque la ciudad de Dios no es
una totalidad cerrada sobre sí misma, sino una realidad espiritual donde el pocos
descompleta sin cesar el todos. Si los elegidos no componen un todo separado de los no-
elegidos, es porque la elección, como dice Agustín, es un asunto de voluntad.16
Los donatistas, como explica Goulven Madec, sostenían la idea de una iglesia
compuesta por puros (integri): “Separada a nivel eclesiástico de la comunión de los
católicos, que admite en su seno a traidores y corrompidos, iglesia perfecta y pura,
Esposa fiel [la iglesia de los integri], es la única apta para administrar el bautismo de la
verdadera salvación”.17 Acusando a los cristianos de complicidad con el poder
corrompido de Roma, los africanos donatistas pretendían remplazar un bautismo por
otro, lo cual no podía sino desembocar en una escisión interna de la iglesia. Mientras
que para Agustín la mezcla de las dos ciudades dejaba al viator un margen desde el cual
aspirar a la unidad, la partición tajante de dos principios de pureza y corrupción, llevaba
a los donatistas a permanecer en uno de ellos para destruir al otro. La respuesta de
Agustín de Hipona a la guerra integrista de los donatistas no se reduce a un piadoso y
abstracto deseo de unidad. Propone, por el contrario, una lógica nueva (triádica) a través
de una distinción triple: 1) como Cristo es el único que posee una virtud salvífica, puede

15
Para el empleo del todos en este pasaje de san Pablo en la Epístola a Timoteo I, 2,4, y los diversos
modos en que Agustín hizo rodeos eludiendo sistemáticamente comentarla, véase Henri de Lubac,
Augustinisme et théologie moderne, Œuvres Complètes, Vol. XIII, Paris, ed. du Cerf, 2008.
16
Nadie lo recalca, pero la lógica (aunque no el sentido) de la teoría agustiniana de los elegidos –que
Pascal retomará en el siglo XVII– emerge en el contexto de la lógica del no-todo elaborada por Lacan
para sostener que “no hay relación sexual”: “Si hago el esquemita que correspondería al ‘no-todos’ o al
‘no-todas’, como designando cierto tipo de relación con Φ(x), es en ese sentido y no en otro, que los
elegidos, mal que mal, se relacionan con él” (último curso del Libro XVIII del Seminario). Los
susodichos elegidos no pueden designar lo que en lengua francesa ordinaria se llama “les élus”, o sea, los
representantes de la ciudadanía elegidos por voto en las cámaras de diputados o senadores. No pueden ser
otros que los que la teología de san Agustín designa como el resto de aquellos que Dios salvó entre la
masa, por razones que nadie conoce y por un cálculo imposible de penetrar.
17
Goulven Madec, Petites études augustiniennes, Paris, Institut d’Études Augustiniennes, 1994.
33
actuar incluso a través de un mal “ministro”; 2) es necesario separar el sacramento del
bautismo y su efecto, entre los cuales no hay relación de necesidad; 3) distingue en
tercer lugar la comunión sacramental y la Iglesia como comunión espiritual (communio
sanctorum). Un nuevo concepto se esgrime así contra el dualismo donatista, es decir, un
nuevo “nivel de realidad” –como dice Madec– cuyo verdadero sujeto “no era la Iglesia
(suma de los fieles) ni tampoco el cuerpo de los obispos sino Cristo, el Verbo
encarnado. El principio de esa institución, llamada también sancta sanctorum, era el
Espíritu Santo, la unitas, la paloma”.18
Habría, por lo tanto, en la Iglesia cristiana, dos niveles de realidad, o sea, por un
lado la suma de los fieles que la componen y por otro lado el nivel espiritual, que no
coincide forzosamente con el sacramental. Es este tercer elemento, el sacramental o la
unitas dada por el espíritu santo, el que permite que la ciudad terrena y la celeste
interactúen entre sí. Por más difícil que sea definir esa interactuación, salta a la vista que
los donatistas se manejan con dos niveles de realidad y los cristianos con tres. ¿Pero de
qué modo ese “tercer nivel” permite discernir una línea de demarcación en la mezcla del
cielo y la tierra, los puros y los corruptos, los justos y los impíos?
La respuesta de Agustín de Hipona a esa pregunta es, una vez más, gramatical:
“Los impíos están in Ecclesia –dice– pero no son de Ecclesia” (están en ella pero no le
pertenecen). En el Libro X, dice que se hallan “corporalmente” en ella pero no son de
ella, no pertenecen a ella verdaderamente. Para explicar cómo se da un doble nivel en
toda ecclesia (comunidad), establece una línea de división interna que implica una
separación doble: la que separa los cuerpos entre sí y la que separa estos de las
voluntades. Las dos ciudades están mezcladas, de hecho, corporalmente [permixtae
corporibus] pero separadas por su voluntad (voluntatibus separatae); las voluntades han
de separarse por el cuerpo (corpore separandae) al final de los tiempos: “Dos ciudades,
la de los impíos y la de los santos, desde el principio del género humano hasta el fin de
los siglos, son llevadas, ahora mezcladas en los cuerpos, pero separadas por las
voluntades…”.19
El doble nivel de realidad indica, pues, una relación simultánea de exclusión e
inclusión del impío respecto de la comunidad cristiana. Notemos –y es éste un problema
que Madec no aborda– que lo mismo puede decirse del viator o peregrino en la tierra y
de la propia ciudad de Dios, a la que Agustín califica también de peregrina. Así como el
impío está en la ciudad de Dios (y hasta participa de sus sacramentos) pero no le
pertenece, así también el cristiano está en la comunidad terrenal y aunque aspire a
pertenecer a la ciudad de Dios, puede estar fuera de ella. Si está fuera de ella, no es solo
porque vive en la tierra sino porque comparte con el impío la marca indeleble del
pecado original. Agustín no quiere separar a los puros y los impuros, a los amigos y los
enemigos, de una manera sociológica o eclesiástica o, como él dice, corporal. El justo
queda a la espera del momento indeterminado –que ningún augur, astrólogo o adivino
podrá fijar– en que la Iglesia pertenezca enteramente a Dios. Esa pertenencia, agrega,
“depende solamente de la voluntad”.
¿Esa voluntad que distingue como un tercero invisible el amigo y el enemigo, la
ciudad terrenal y la celeste, el justo y el impío, es la voluntad del hombre o la de Dios?
En la lógica de La Ciudad de Dios, la distinción de unos y otros, que se reserva para el

18
Ibíd. Veremos luego que el tercer término que une a los otros dos (y cuya falta los desune) es el Amor,
identificado en el último libro del Tratado de la Trinidad, con la voluntad.
19
CD, XIX, 51.
34
fin de los tiempos, es ignorada por ambos. La mezcla que debe despejarse, sacada de la
parábola evangélica de la buena semilla y la cizaña,20 se presenta como una metáfora
para significar que nadie sabe, en la tierra, si será o no elegido. Hay que inferir entonces
que cada miembro de la ciudad no posee su voluntad como suya. Decir que las dos
ciudades están mezcladas corporalmente pero separadas por sus voluntades, aunque
implique que ninguna pertenencia social o institucional funciona como signo necesario
de la elección, no significa tampoco que las buenas intenciones o el cultivo de las
virtudes actúen como parámetros seguros de distinción. Todos son pecadores y la
distinción se cumple por las vías “impenetrables” de Dios. Los elegidos son, de hecho,
un resto no calculable entre justos e impíos.21
Aunque se necesiten dos términos (por ejemplo justo e impío, incluidos o excluidos
de la salvación) para plantearse el interrogante de si se será o no elegido (ya que para
que haya un elegido, debe haber fatalmente un condenado), al mismo tiempo esa
distinción dual no responde a ningún referente prefijado. La ley divina, erigida en una
dimensión arbitraria, parecería incorporar a sí misma la desligazón con que san Agustín
caracteriza a la voluntad humana por haberse desviado de la voluntad divina. La
voluntad humana concebida como causa de sí misma, desligada de toda causa externa
(que san Agustín opone a las preguntas de Evodio) ¿no debería trasladarse a la voluntad
divina misma, que se presenta como extraña e incomprensible, por más justa que se la
declare? Todo ocurre como si la función de la mezcla residiera en privar a las dos
voluntades (humana y divina) de toda referencia a una Ley anterior conocida. Emerge
aquí la estructura del “Yo soy el que soy” con que Lacan estructura al Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob. No es de sorprenderse que quien profiere “Yo soy el que
soy” (donde la voluntad pura del sujeto coincide con su ser puro), regule esa Ley sin
Ley que rige los destinos de la ciudad de Dios. Por más que se la asimile a un Bien
Supremo, la lógica a la que ese “Yo soy el que soy” somete la ciudad, se asemeja a una
fantasía patética del vel alienante de Lacan. En la tierra, la mezcla nos impide
considerarnos pecadores o justos, ya que todos estamos alienados en la marca originaria
del pecado de Adán. La vida en la tierra será un perpetuo esfuerzo por emerger de la
mezcla pero como no conocemos los designios ocultos de la providencia, terminaremos
devueltos a la Ley del Otro bajo el nombre de uno u otro de los términos contrarios.
Para que este proceso se pueda pensar, se necesitan dos pares de opuestos (justos y
pecadores, cuya mezcla es necesaria para que unos sean salvados y otros no) y un
tercero, que los separe en el más allá. La originalidad de san Agustín es haber anudado
la exclusión y la inclusión a través del tres. Dijimos que el viator, que deambula por el
mundo a la espera de su resolución, debe ocupar necesariamente, al mismo tiempo, el
lugar de uno u otro en la díada (o justo o pecador). Hasta que lo sepa, y en tanto su
voluntad no le depare un lugar que él ignora, está supeditado a “la sabiduría de Dios,
misteriosa y oculta”.22 Su voluntad no puede ser, pues, sino la voluntad del Otro. Y sin
embargo, solo por su voluntad, la suya, repite san Agustín, podrá acceder a la ciudad
celeste….

20
Evangelio de san Mateo, XIII, 24-25.
21
Si la voluntad que separa a los justos de los impíos no es la voluntad humana sino la voluntad divina, se
comprende la resistencia que suscita un sistema que puede comprenderse como una yuxtaposición entre
“elegido” y “predestinado” (tal como pasó a la posteridad en muchas de sus versiones). Lo que
recalcamos aquí es que la división por la voluntad entre impíos y justos no es solo objetiva y fatal sino
que introduce un factor contingente en el entero sistema.
22
San Pablo, Epístola I a los Corintios, II, 7.
35
Todo lo expuesto, por resumido que sea –y a condición de omitir el “sentido”
religioso– deja ver muchas de las articulaciones que rigen el nudo borromeo de Lacan:
una construcción triádica atravesada por un corte que intercepta la relación de cada una
de las partes con las otras dos, un anudamiento que excluye una superación dialéctica de
cada una de ellas, la presencia de un vínculo oscuro que no logra desenmarañar la
continuidad y la mezcla. No está excluido pensar que queriendo matematizar la lógica
de La Ciudad de Dios, en plena elaboración del nudo, Lacan haya dicho: “El dos solo
puede ser lo que cae, juntos [ensemble], del tres. Es por eso que este año tomo como
tema, es eso lo que quiere decir, el nudo borromeo […] Cuanto más avanzo, más me
convenzo de que contamos nada más que hasta tres…”.23 Tampoco está excluido pensar
que la estructura freudiana del superyó, el yo y el ello –donde cada uno de los tres
registros es a la vez emergente y producto de los otros– no haya inspirado a Lacan la
idea de la tríada RSI.24 En todo caso, es menos importante cómo se llamen los tres
términos que el hecho de que entren entre sí en una relación tal que la Otredad entre dos
de ellos (que los desajusta) sea al mismo tiempo lo que los vincula: “Entonces, de lo
imaginario, lo simbólico y lo real, puede haber uno de los tres, con toda seguridad lo
Real, que se caracteriza justamente por lo que he dicho: que no hace un todo, o sea, que
no puede enrollarse sobre sí mismo”.25 Lo que no hace un todo es al mismo tiempo lo
que anuda los otros dos.
Un estudio de las estructuras triádicas en el tratado De Trinitate, que muestra que el
tercer elemento es siempre un verbo de amor o de voluntad, nos confirmará en que la
voluntad está también allí marcada por el vacío con que la afectó el desvío originario de
la voluntad Otra, tal como san Agustín lo expone en El libre albedrío. Ese vacío tiene
su importancia para marcar la estructura borromea con el sello de la contingencia.

23
Libro XXI del Seminario, 11/12/73.
24
La idea de la incidencia de la tríada freudiana en el nudo borromeo de Lacan me fue inspirada por una
acotación de J.-P. Cléro en Dictionnaire Lacan, Paris, Ellipses, 2008.
25
Libro XXII del Seminario, 29/10/1974.
36
La teoría de las dos voluntades: la polémica de san Agustín con Pelagio

Sometido a Dios y sin embargo no determinado por su voluntad: tal era la paradoja
que se infiere del Libro III del Libre albedrío de san Agustín. Lo que era allí una mera
intuición, cobró su verdadero despliegue a través de la polémica iniciada con Pelagio en
el año 414. Obligándolo a responder a la distinción entre poder (posse) y querer (velle)
de Pelagio, que acababa de escribir A favor del libre arbitrio, se podría decir que san
Agustín debe a esa controversia, que duró diez años, no solo haber desarrollado la
función del velle en conexión con la gracia sino además haber dado nombre propio con
la expresión “pecado original”, a lo que hasta entonces venía formulándose en formas
múltiples y dispersas.1
Lo que despertó la controversia con san Agustín no fue tanto la intransigencia de
Pelagio respecto de la castidad (que terminaba por desunir a las familias), la imposición
forzada de la pobreza (que chocaba a las clases altas y medias) y su desprecio por la
plegaria (que le habían valido ya antes de la controversia pública con san Agustín,
múltiples cuestionamientos y hasta intentos de exclusión ante los concilios católicos)
sino más bien dos de sus posiciones centrales: el rechazo del bautismo de los recién
nacidos (que implicaba afirmar la inocencia originaria del niño) y su posición frente al
pecado original, al que restaba real importancia, considerando que la voluntad y el
mérito humanos eran suficientes para lograr la salvación. Un punto común ligaba ambas
posiciones, o sea, la idea de que era imposible que una tara original (el pecado de Adán)
aboliera la capacidad humana en busca de la perfección. Pelagio atenuaba la fuerza y la
radicalidad del corte entre el antes y el después del pecado de Adán, o entre lo que la
teología ulterior llamaría el estado prelapsario y poslapsario (ante lapsum y post
lapsum, literalmente antes y después del lapsus”, en latín tropiezo o caída).
Para el que no frecuenta la teología pero sí la etnología o el psicoanálisis, existe un
punto rescatable en esta lejana controversia. Es el dado en la lectura de los mitos, sobre
todo los mitos de origen. Dos actitudes son posibles: o bien se considera que en el relato
mítico se juega algo fundamental y que a pesar de ser ingenuo o incomprensible, vale la
pena tomarlo en serio; o bien se piensa que por ser irracional e ingenuo, el relato es
incapaz de responder a la pregunta del origen vehiculada en él. Según este segundo
modo, la no-respuesta al problema del origen lleva a suprimir la pregunta misma.
Algo de esta doble postura se vehiculaba en la controversia entre Pelagio y san
Agustín. Mientras el primero escamoteaba el corte radical entre lo prelapsario y lo
poslapsario (como si la caída de Adán, en vez de encerrar un misterio, fuera
irrelevante), el segundo, que se basaba en las tres etapas indicadas por san Pablo (antes
de la ley y bajo la gracia/bajo la ley/bajo la gracia) llamaba la atención sobre dos
aspectos:

1
Brillante exégeta y riguroso moralista, en el colmo de su prestigio por el año 413, Pelagio predicaba en
Constantinopla, Cartago, Roma, Éfeso y Sicilia, una moral ascética de la perfección moral. El extremo
rigor de su posición, acompañada a veces por una piedad ostentatoria, se presentaba sin embargo como
accesible y había levantado olas de conversiones. Si algo caracterizaba sus escritos y su prédica –punto de
desavenencia irreductible con san Agustín– era que la sed de justicia sostenida por el esfuerzo deliberado
y una tensión irrenunciable de la voluntad, pueden hacernos acceder al cumplimiento de la caridad, a la
verdadera castidad, al alivio de los pobres y al estudio riguroso de las escrituras.
37
1) la caída inscribe al ser humano en una situación de la que no puede recuperarse
por su propia voluntad; la consecuencia que se infiere de ello es que la tercera etapa no
puede igualarse a la primera y no la repetirá nunca.
2) la caída no se habría producido si Adán no hubiera “querido” caer, o sea, el
estado en que el Creador creó a su criatura, contaba entre sus dones la libertad (voluntas
libera) de inclinarse por la ley divina en vez de inclinarse por la propia. Es decir, desde
el inicio existía la posibilidad de caer.
Estos dos puntos producen a su vez otros dos, que configuran la paradoja que
queremos recalcar: por un lado, una Otredad actúa oscuramente en el tropiezo inaugural
pero por otro lado, no puede soslayarse que un agente produjo un acto. La coexistencia
de ambas cosas se confirma en la semántica del verbo latino labor, labi, lapsus sum:
deslizarse, tropezar, caer.2 Una vez caído, el primer hombre abre con su acto una
“región de disimilitud” (regio dissimilitudinis) respecto del estado originario de libertad
o voluntad libre,3 transmitiendo ese desvío a sus descendientes. El problema es que no
se vuelve al estado originario, que solo se puede reconstruir retrospectivamente a partir
de una caída que ya lo clausuró.
Vimos las consecuencias que acarrea el empecinamiento con que san Agustín
afirma que el hombre podría haberse inclinado por la disposición hacia Dios y no hacia
sí mismo. Al sostener que la “causa de la voluntad reside nada más que en la voluntad”,
reforzaba el enigma encerrado en ese condicional pasado (podría haberse inclinado).
Mucho después, Kierkegaard convergerá en este punto con la posición agustiniana y su
deliberada arbitrariedad. Si alguien, creyendo aclarar las cosas, preguntara qué habría
ocurrido –dice en El concepto de la angustia– si Adán no hubiera pecado, es mejor no
contestar. Responder a una pregunta estúpida –agrega– corre siempre el peligro de
acarrear una respuesta estúpida.4
El punto oscuro envuelto por el relato del Génesis es, por lo tanto, el origen de la
voluntad, allí donde encuentra su lugar originario la noción psicoanalítica de goce
(jouissance). En Lacan el goce implica que no todo es voluntario en la voluntad y sobre
todo, no está nada claro que en el paraíso relatado por el mito hubiera una ley que
precediera a la transgresión. Lo que aparece claro en el relato mítico, en cambio, es la
ficción de dos etapas imaginarias que separan lo que por naturaleza era inseparable (el
deseo y la ley). Nada sería más contrario a san Agustín, por ejemplo, que la posición de
Rousseau, según la cual el contrato social rompe con un puro estado de naturaleza
anterior. San Agustín sostenía, en efecto, que aún en estado de gracia y antes de la
caída, existía en el hombre una inclinación a pecar. Pascal sigue la misma línea –
religiosa y a la vez política– cuando dice que “la concupiscencia y la fuerza son las
fuentes de todas nuestras acciones” o que “la fuerza es la reina del mundo y no la

2
La mezcla indiscernible de actividad y pasividad se hace presente en la pregunta de Lacan en el primer
curso del seminario sobre El acto analítico: ¿Hay “una faz de acto en el lapsus”?
3
En la terminología dogmática, esa diferencia corresponde a la que separa libera voluntas y liberum
arbitrium. La expresión regio dissimilitudinis deriva de Plotino, quien la saca a su vez del diálogo
Político, 273 de Platón y del Teétetos (“Hay que huir lo más rápido posible de aquí abajo, huir es adquirir
en la medida de lo posible, la semejanza con lo divino”). La disimilitud es pensada como no-semejanza
respecto de Dios y recuperar la semejanza con Dios se haría posible por la práctica de las virtudes.
4
En el primer capítulo del Concepto de la angustia. Se burla, en cambio, de la idea de herencia con que
se vincula la transmisión del pecado original y la remplaza por la idea del “vértigo de los posibles”. El
problema es de fondo. Se transmite una lengua, una enfermedad o una tara congénita ¿pero se transmite a
los descendientes una “libre voluntad” de caer?
38
opinión”.5 Es decir, la ley se engendra dentro de la concupiscencia y la fuerza, y no
afuera ni antes de ellas. El concepto de concupiscencia, que no se limita a la esfera
sexual sino que abarca la prepotencia del yo, el deseo ilimitado de bienes, el afán por
dominar, la satisfacción de una agresividad fundamental, se inscribe en una “esclavitud”
originaria al pecado: “La primera causa de la esclavitud del hombre es el pecado, que
hace que el hombre esté sometido al hombre por el vínculo de su condición”.6
Concebir una alienación originaria de la ley en el deseo contradice, por lo tanto, la
posición de Pelagio a favor de la salvación por los propios méritos. Pelagio parece
ignorar la pre-existencia de esa imbricación de la ley y la transgresión donde el goce
originario, como el velle agustiniano, no se puede deducir de nada fuera de sí mismo.
San Agustín saca la conclusión de que el estado de caída, cuyo único origen es un velle,
solo puede enderezarse por la intervención de una instancia que no proceda del velle. En
lenguaje teológico, eso se traduce diciendo que el pecador caído, para salvarse, necesita
de una gracia sobrenatural, absolutamente Otra respecto de la naturaleza que lo hizo
caer. Revertiéndolo en un lenguaje que no sea teológico, se dirá que desde el origen, una
Otredad como elemento inasible trabaja la voluntad.
Es llamativa en san Agustín la obstinación con que ataca la idea de Pelagio según la
cual Adán pudiera conservar después de la caída la misma “voluntad libre” y los
mismos recursos “naturales” (el término es de Pelagio) que los que poseía antes de caer.
Para él, en cambio, el lapsus marca un antes y un después. Queriendo evitar a toda costa
que el estado anterior se pueda recuperar, intacto, en el posterior (como parece
sobreentender Pelagio), inventa la hipótesis de las dos voluntades, humana y divina. Esa
hipótesis, donde se entrelazan de un modo peculiar el síntoma y la especulación teórica,
explicaría que es imposible liberarse por los propios medios de la alienación en el
pecado (que por eso se llama original). Ningún prejuicio, ni psicoanalítico ni venido de
la filosofía de los derechos, podrá impedir a una lectura atea ver en esa imposibilidad la
articulación de una Otredad en el acto. Y cualquiera sea la forma en que se la desplace
(ya sea alienación originaria en el significante o en un mal social), la teoría de las dos
voluntades será un pensamiento del Otro.
El argumento que permitía a Pelagio sostener que el hombre puede recuperar la
voluntad libre dada por Dios en sus orígenes, era la distinción entre la posibilidad
(posse) y la voluntad (velle). Pelagio distinguía tres elementos por los cuales actuamos:
la capacidad (posse o possibilitatis), la voluntad (velle o voluntas) y la acción (actio), a
saber, “la capacidad gracias a la cual el hombre puede ser justo; la voluntad que le hace
ser justo, la acción gracias a la cual es justo”.7
El primer elemento –dice san Agustín, citando paso a paso los textos de Pelagio– es
dado por el creador de la naturaleza. Lo poseemos más allá de nuestra voluntad. “En
cuanto a los otros dos, en cambio [Pelagio] afirma que provienen exclusivamente de
nosotros”. Por consiguiente, explica san Agustín, en su sistema “la gracia de Dios no
ayuda a esos dos elementos que son la voluntad y la acción, ya que son considerados
como nuestra exclusiva pertenencia […] Estos dos elementos serían tan potentes para
evitar el mal y hacer el bien, que no necesitarían de una ayuda de Dios. El primero, la

5
B. Pascal, Œuvres Complétes, Paris, La Pléiade, ed. anotada por Chevalier, fr. nº 247 y nº 242.
6
San Agustín, CD, XIX, 15.
7
Extraigo todas las citas de la polémica san Agustín/Pelagio de los volúmenes 21 y 22 de La crise
pélagienne, París, Desclée de Brouwer, 1994, introducción y notas de G. Plinval y J. de la Tullaye.
39
possibilitas, en cambio, sería tan exento de fuerzas que exigiría ser socorrido por la
gracia”.
El proverbio “querer es poder” sería, entonces, pelagiano. Según esto, si nos
proponemos realizar un acto cualquiera, su logro depende de nuestra voluntad. Pero el
desliz hacia la idea contraria – que san Agustín aprovecha llevándolo al otro extremo –
se hace enseguida inevitable, es decir, aunque yo quiera, puedo no poder. En ese caso, la
voluntad encierra en sí misma un límite y revela una inadecuación con el objeto del
querer. Largos desarrollos de El espíritu y la letra de san Agustín exponen esa
limitación, no para encontrar una excusa al mal sino para decir que toda posibilidad de
sobrepasar ese límite es imputable, en última instancia, a la voluntad. En resumen, se
puede no querer algo, pero es imposible que no queriéndolo, se quiera de todos modos:

“Alguien podrá preguntar si esa fe de la cual parece depender el comienzo de la salvación [...] está en
nuestro poder […] ¿Qué es nuestro poder? [potestas] Querer y poder son dos cosas: de tal modo que el
que quiere no siempre puede, y el que puede no siempre quiere. Queremos a veces lo que no podemos
obtener, así como otras veces podemos lo que no queremos. Es claro que el término voluntas viene de
velle y que la potestas proviene de posse. Por lo tanto, el que quiere tiene la voluntad y el que puede tiene
el poder. Pero para que el poder realice algo, es necesario que haya voluntad; porque nadie dirá que hizo
por su poder o capacidad, una acción cometida a pesar suyo. Aun cuando actuamos en contra de nosotros
mismos, hacemos lo que queremos hacer. Tal vez hubiéramos preferido actuar de otro modo, y en ese
caso decimos que cometimos un acto a pesar nuestro, sin quererlo. En realidad, el que así actúa, lo hace
por miedo de algún mal y para evitarlo, hace lo que cree que no tiene más remedio que hacer. Porque si
tiene suficiente voluntad […] resiste a las circunstancias que lo coercionan y no actúa. Por consiguiente,
si actúa, no lo hace quizá por una plena y libre voluntad, y sin embargo, no actuó sin voluntad…” (El
espíritu y la letra, XXX, 53).

La fórmula “Querer es poder”, aislada de su enunciación, puede ser, por lo tanto,


tanto pelagiana como agustiniana, aunque en la acepción agustiniana sufra un vuelco
total. Toda acción perfecta tendiente a la caridad –afirma san Agustín– puede realizarse
por la gracia de la voluntad Otra, pese a la falla inherente a la voluntad humana. La
diferencia está en que el primer enfoque (Pelagio) dice que el acto se ejecuta en función
de su propia posibilidad, mientras que el segundo (san Agustín) dice que ese poder solo
nos puede venir de afuera de nosotros y que solo así se convierte en verdadero querer.
Cualquiera comprende, en este punto, que el mayor enigma del pensamiento
cristiano, como resume Kolakowski,8 se vincula con la dificultad de conciliar dos
principios, por un lado la idea de un Dios todopoderoso –Otro que sabe y puede– y por
otro lado, el libre albedrío de la voluntad. La discusión introducida por Lacan sobre la
“constitución del sujeto en el campo del Otro” no deja de retomar ese enigma. Lacan
recurre a una formalización lógica donde el vacío de la voluntad no es llenado por
ninguna representación teomórfica o de ningún Ser, más bien “se recubre” con el vacío
que afecta al Otro. El proyecto teórico del psicoanálisis implica, por supuesto, vaciar al
Otro de todo “sentido religioso”. ¿Es tan seguro, sin embargo, que las definiciones
asépticas y puramente formales del Otro y del “sujeto sin cualidades” del psicoanálisis,
como se expresa Jean-Claude Milner, no se arraiguen en una configuración cultural
anterior (la que estamos tratando, por ejemplo)?9 No está excluido que la

8
Leszek Kolakowski, Dieu ne nous doit rien, Paris, Albin Michel, 1995.
9
Definir al sujeto del psicoanálisis, como lo hace J.-C. Milner en L’oeuvre claire como un sujeto que no
es ni “mortal ni inmortal, ni puro ni impuro, ni justo ni injusto, ni pecador ni santo, ni condenado ni
salvado”, ni dotado de las propiedades formales de la subjetividad como reflexividad, conciencia o Sí, por
40
inconmensurabilidad instaurada por la primera teología entre la voluntad humana y la
divina no se prolongue con otros instrumentos teóricos, en el discurso del psicoanálisis.
En la forma en que san Agustín sitúa la discusión en El espíritu y la letra, era esa
inconmensurabilidad lo que abría, pese a ella, la posibilidad de algo así como cumplir
lo incumplible:

“Se equivocan los que dicen que solo las obras divinas son posibles, aun cuando no haya ningún ejemplo
de ello, pero también se equivocan los que sostienen que la justicia humana debe clasificarse entre las
cosas que solo cumple el hombre y no Dios […] veremos que ambas alternativas son erróneas cuando
hayamos mostrado que la justicia humana debe atribuirse a la operación divina, aunque esa operación no
se haga sin la voluntad del hombre” (El espíritu y la letra, IV, 6).

Este pasaje condensa por anticipado la lógica del velle que buscamos: Ni Dios
solo/Ni el hombre solo. La estructura del ni…ni no redunda en una exclusión. Si así
fuera, el hombre no podría cumplir lo incumplible (los “preceptos divinos”). Hay que
ligar los dos términos. ¿Pero cómo ligarlos, dado que son inconmensurables? El término
de “cooperación” entre la voluntad y la gracia, usado a veces, da a entender que la
relación es posible, ya sea como aceptación jubilosa, como sometimiento o incluso
como humillación ante la voluntad Otra. Pero es difícil definir cuál sería la lógica en
virtud de la cual se puede “cooperar” con un Otro separado del sujeto por una
disimilitud esencial.
A falta de lógica, debe haber una retórica que dice, como la de El espíritu y la letra,
que la disimilitud se encuentra en algún punto con la similitud. Solo una sintaxis
indirecta y equívoca puede abordar el intervalo entre ambas. Se la detecta en frases
como la citada: “La justicia humana debe atribuirse a la operación divina, aunque esa
operación no se haga sin la voluntad del hombre”. O esta otra, que parafrasea a san
Pablo: “La justicia de Dios, que no es una consecuencia de la ley [humana], no fue
revelada sin el concurso de la ley [humana]”.
Podría decirse entonces que bajo la división de dos voluntades y dos leyes subyace
una sola, dividida, por cierto, pero una. Como si lo que opera el Otro, fuera lo que la
voluntad humana opera sin saberlo. El autor del acto, aunque atravesado por el Otro, es
siempre uno, insiste san Agustín, lo cual explica su absoluta intransigencia con la
compartimentación del acto en posse y velle. Los ejemplos de Pelagio se presentaban
así: “Que nuestros ojos puedan ver no depende de nosotros; pero que veamos bien o
mal, eso nos pertenece a nosotros”.10 O bien: “El hecho de que podamos hablar es de
Dios, el hecho de hablar correctamente o no, proviene de nosotros”. Según esto, Dios
nos da solo la potencialidad pero no interviene en nuestro acto. Siguiendo su hábito
exegético, san Agustín reacciona al primer ejemplo oponiéndole un pasaje del salmo
118-3: “Desvía mis ojos para que no vean la vanidad”. Si Dios no ayuda la voluntad,
añade, “¿qué sentido tendría pedir lo que ya poseemos” (o sea, la posibilidad)? En
cuanto al segundo ejemplo (poder hablar depende de Dios, pero hablar bien o mal
proviene de nosotros), lo recusa con un pasaje del evangelio de san Mateo: “Porque no
sois vosotros quienes habláis sino el espíritu de vuestro Padre quien habla en
vosotros”.11 Lo importante es que un contacto, aunque sea fulmíneo, entre posse y velle,

asimilación con el cogito cartesiano (p. 39), elude la inevitable continuidad de los matemas lacanianos
(por más “sin cualidades” que sean) con escrituras anteriores del sujeto como las de Kierkegaard o Pascal.
10
Pelagio, A favor del libre arbitrio, Libro III (citado por san Agustín).
11
Evangelio de san Mateo, X, 20.
41
permita al velle absorber al posse en su propia fuerza. La cuestión se exponía
claramente en un comentario del evangelio de san Juan:12 “Si solo nuestra posibilidad
[posse nostrum] fuera ayudada por la gracia, el Señor hablaría así: ‘Quienquiera
escuchó al Padre y lo recibió puede venir a mí’. Pero no se expresó así sino que dijo:
‘Quienquiera escuchó al Padre y recibió su enseñanza, viene a mí’”. Para reforzar el
argumento, usará de modo sistemático un pasaje de la Epístola de san Pablo a los
filipenses, convertido en prueba exegética central: “Porque es Dios quien produce en
vosotros el querer y el actuar”.13
Es muy fácil –como puede hacerlo cualquier pelagiano– entender a medias o
traicionar la idea agustiniana de la doble voluntad. De primera intención el enunciado
paulino: Es Dios quien produce en vosotros el querer y el actuar evoca la idea de una
voluntad divina que aplasta y toma el lugar del velle del sujeto. Pero no es ésa la lectura
de Agustín, que supone que un punto de no-comparación separa ambas voluntades, en
virtud del cual el hombre es libre de cumplir o no la Otra voluntad. Arguyendo una
aparente contradicción (sin la cual, no obstante, es inútil intentar comprenderlo), san
Agustín no deja de repetir que es esa irreductibilidad la que posibilita el velle: “La
justicia humana debe atribuirse a la operación divina, aunque esa operación no se haga
sin la voluntad del hombre”. Esta paradoja central –motor de su pensamiento– se
inscribe en contra de un determinismo causal del deseo del Otro en el deseo del sujeto.
San Agustín sostiene, en efecto, que la voluntad del Otro actúa en el sujeto pero que no
por ello éste deja de ser responsable de sus acciones (para actuar, debe “consentir” a la
voluntad del Otro).
No es de extrañar que ese punto nodal se haya prestado a malentendidos, hasta el
punto de que corrientes ulteriores y disímiles entre sí como el calvinismo, el
luteranismo o el molinismo lo reivindican por igual como su modelo. Los
malentendidos empezaron en vida de su autor, que dedica las Retractaciones a aclarar
enunciados ambiguos para que no sean leídos en el sentido de su adversario. Decir, por
ejemplo, como en El libre albedrío: “Nada bueno puede hacerse sino por el libre
arbitrio de la voluntad”, puede entenderse en el sentido de Pelagio, o sea: “Bastan la
voluntad y el mérito para llegar a la caridad perfecta”. Lo mismo ocurre con otros
pasajes: “El mérito está en la voluntad”. O bien: “Cada uno elige lo que debe hacer, es
seguro que esa elección pertenece a la voluntad”. O también: “Por el solo hecho de
querer, poseemos ya lo que queremos”.
La justificación tardía de las Retractaciones nos interesa aquí porque se concentra
en la omisión del término “gracia” en los textos anteriores a la polémica con Pelagio.
Vimos antes hasta qué punto era importante en la reflexión agustiniana, la búsqueda de
una palabra (en general en posición tercera entre otras dos, por ejemplo entre stultus y
sapiens o felix e infelix) e insistimos en que era indiferente, en el fondo, que la lengua
no la incluyera en su acerbo. La omisión del significante “gracia” en los escritos
anteriores a la disputa con Pelagio, es significativa respecto de esa problemática. En El
libre albedrío, por ejemplo, recuerda san Agustín en las Retractaciones, “habíamos
iniciado una discusión contra aquellos [los maniqueos] que se niegan a ver el origen del
mal en el libre albedrío de la voluntad, pretendiendo así inculpar a Dios como creador
de todas las naturalezas e introduciendo una naturaleza mala, inmutable y coeterna a
Dios […] que esos heréticos no se jacten de tenerme por su abogado [...] la gracia de

12
La grâce du Christ et le péché originel, en Œuvres Complètes, Desclée de Brouwer, op. cit.
13
Epístola a los Filipenses, II, 14.
42
Dios no se evoca allí porque no era pertinente tratarla en ese momento […]”. El
desacuerdo con los maniqueos implicaba, por lo tanto, que el mal no se objetivaba en
entidades naturales creadas supuestamente por Dios sino que era solo un velle, es decir,
un punto que se sustraía, en la voluntad humana, a la eficacia causal del deseo divino.
Ya el texto titulado La naturaleza y la gracia, escrito quince años antes de las
Retractaciones, enfatizaba que “la naturaleza no obliga a nadie a pecar”. El rico detalle
del texto, imposible de reproducir aquí, muestra cómo san Agustín arranca el término
“pecar” al determinismo natural. El castigo divino, por ejemplo, carecería de todo
sentido si no golpeara una voluntad.
Hay que recalcar que la naturaleza y la gracia no configuran una estructura binaria.
Todo sería muy simple, en efecto, si el vacío que separa la voluntad humana de la
naturaleza, no mantuviera a su vez ataduras con lo natural. San Agustín no cesa de
reiterar, por ejemplo, que el deseo sexual no es puro instinto natural. Es aquí el concepto
de carne el que resuelve triádicamente la relación cuerpo/alma (donde la carne
involucra a la voluntad, como lo muestra el Libro IX de La Ciudad de Dios14).
Tironeada entre lo natural y lo Otro de lo natural, la sexualidad no pertenece al cuerpo
solo ni al alma sola: “La naturaleza de la carne por sí misma no es un mal… Es cierto
que vivimos bajo el peso de un cuerpo corruptible [pero] la causa de ello no es la
naturaleza y sustancia del cuerpo sino la corrupción [o sea, la voluntad]. Es un error
creer que todos los males del alma provienen del cuerpo”.15 Otras veces, cuerpo
(corpus) se yuxtapone con carne (caro), pero la dialéctica ternaria se mantiene: “Así
como no es la carne la que hace vivir a la carne sino un principio superior a la carne, del
mismo modo, no es el espíritu el que hace vivir al espíritu sino un principio superior al
espíritu”.16 Una instancia tercera que no se nombra, pero definida como negación del
cuerpo y el alma, donde interviene la voluntad, transforma el cuerpo en carne. Lejos de
agregar un elemento puramente retórico, la nueva categoría de carne (caro) desorganiza
de una extraña manera la dualidad de la puesta en escena platónica y neo-platónica del
alma y el cuerpo.
El Libro XIV de La Ciudad de Dios desarrolla el problema. Parafraseando un
ataque de Cicerón contra los epicúreos, que “ponen el Soberano Bien del hombre en la
voluptuosidad del cuerpo”,17 pasa revista a todas las otras filosofías afines –incluida
“toda esa masa de gente que sin profesar ningún sistema filosófico de esa especie,
siguen su inclinación hacia el placer sin encontrar goce en otra cosa”– y llega luego a
los estoicos, que “ponen el soberano bien en el alma”. “Ahora bien, según el lenguaje de
la divina Escritura, unos y otros –concluye– viven según la carne”. Contestando a la
pregunta: ¿En qué consiste “vivir según la carne”? utiliza un argumento puramente
retórico pero que tendrá consecuencias teológicas fundamentales. Apoyándose en
pasajes de los evangelios y de san Pablo, afirma que éstos utilizan una sinécdoque
donde carne tomada como parte del hombre, designa al hombre.18 El Apóstol incluye
entre las obras de la carne las querellas, la fornicación, la impudicia, las orgías, la

14
Examinaremos la función de la voluntad en la trinidad en el capítulo “Lacan y san Agustín”.
15
CD, Libro XIV, 3. San Agustín comenta aquí la epístola a los Gálatas, V, 19 sobre la oposición entre
“vivir según la carne y vivir según el espíritu”.
16
Ibíd., I, 19, donde se retoma la oposición entre “vivir según la carne” y “vivir según el espíritu”, de la
Epístola a los Gálatas.
17
Acerca de los fines, I, 2 y ss.
18
“El Verbo se hizo carne” (Mateo, I); “Ninguna carne será justificada por las obras de la ley” (Rom III,
20) y numerosos pasajes de la Epístola a los Gálatas.
43
borrachera, pero también las que denotan vicios del alma extraños a la voluptuosidad.
“¿Quién no ve –prosigue san Agustín– que la idolatría, los envenenamientos, las
enemistades, las riñas, las animosidades, las cábalas, las herejías, las envidias, son más
bien vicios del alma y no de la carne?”. Puede incluso ocurrir –dice– que se invoque una
idolatría o una herejía para abstenerse de los placeres del cuerpo: “¿Las enemistades no
tienen acaso su sede en el alma? ¿Y quién diría, hablando a su enemigo: ‘Tienes una
mala carne contra mí’ en vez de ‘tienes mal ánimo [animositatem] contra mí’?”. En un
procedimiento retórico típico por el cual las dualidades semánticas se dejan
descomponer por un tercero, nadie –dice– pensaría en imputar a la carne [caro] las
carnalidades [carnalitates, neologismo forjado por san Agustín] ni las animosidades
[animositates] al alma [animus] (san Agustín enfatiza que animositates deriva de
animus). En definitiva, la animosidad y la carnalidad, porque no se diferencian, hay que
oponerlas a un tercero, el espíritu.
Por un giro que aclara y complejiza a la vez esta lógica triádica, la intromisión del
espíritu modifica a su vez el sentido de carne. Porque en cuanto se la opone, junto al
alma, al espíritu, la carne se vuelve receptáculo del espíritu. Y si se vuelve receptáculo
es porque contiene una voluntad: “No es la carne corruptible la que volvió pecadora al
alma sino que el alma pecadora volvió corruptible a la carne”.19 La sinécdoque
carne/hombre redunda entonces en una nueva visión de la relación de la voluntad con el
pecado: san Agustín exceptúa a la carne como causa de la caída, la causa es la voluntad:
“El hombre quiso vivir según él mismo según la carne”. Siguiendo a san Pablo,
identifica al hombre con la carne no porque la carne sea mala; ellos quisieron vivir
según ellos mismos y no según el espíritu.
Esta posición, justificada desde los significantes del texto paulino, le es confirmada
más adelante por un pasaje de la Epístola I a los Corintios, donde se distinguen el
hombre ψυσικός (dotado de alma, traducido a veces como “espiritual”) y el hombre
σαρκινός (traducido comúnmente como carnal).20 Pero observando que en el pasaje 2, 4
de la misma epístola, σαρκινός se utiliza en remplazo de ψυσικός21, concluye: “Ya sea
el alma, ya sea la carne, o sea, las dos partes del hombre, pueden designar a éste en su
integridad. Así, el hombre dotado de alma y el hombre carnal no son dos hombres
distintos sino que uno y otro designan al mismo hombre, el que ‘vive según la carne’”.22
En resumen, si los dos sintagmas (hombre dotado de alma y hombre carnal) remiten a
un mismo y único hombre, y éste encuentra su verdadera diferencia con un Otro
llamado Espíritu (“El hombre con alma no recibe las cosas del espíritu de Dios”), hay
que inferir que el Espíritu anula la diferencia cuerpo/alma haciendo entrar al sujeto en
su verdadera Unidad (que es a la vez una diferencia abismal, la que lo separa del
Espíritu).
No hay ya tres elementos sino cuatro: cuerpo/alma/carne/espíritu. Pero la cifra
clave es tres y no cuatro. El significante carne opera la relación triádica. El término
designa en la tradición judía el sacrificio de la carne de los animales, volviéndose
después la carne de la víctima (Cristo), donde la semántica de carne se bifurca entre la

19
CD, Libro XIV.
20
Epístola I a los Corintios, 3, 11-16.
21
Se trata de la frase “Pero el hombre con alma no recibe las cosas del Espíritu de Dios, que para él son
locura” (Ep. Cor, I, 2,14). San Agustín lee el texto de san Pablo en la versión latina y no griega, donde el
texto dice literalmente: el “hombre animal”.
22
CD, XIV, 3.
44
debilidad y corrupción humanas y la carne (santificada) del dios crucificado.23 La
complejidad semántica del término, desarrollada en detalle en un libro insustituible de
Henri de Lubac,24 nos lleva a pensar que carne, la “palabra propia de la encarnación” es
la que media entre el primero y el cuarto término de la serie. San Agustín lo confirma en
una frase que lleva la marca indeleble de su pensamiento: “Se llama carne lo que la
carne no comprende y la carne comprende tanto menos cuanto que se llama carne”.25
Sin embargo, sin la carne, punto ciego que no comprende y es ella misma
incomprensible, el Espíritu no existiría. Otra cita extraída por Henri de Lubac de un
sermón de san Agustín explica así esa ligazón: “Gracias al Espíritu, la carne es útil, ella,
que por sí misma no sirve para nada. Porque es gracias a la carne que el espíritu hizo
algo por nuestra salvación. La carne fue el recipiente de que él disponía, mediante ella
el espíritu nos ha salvado”.26 La encarnación del Espíritu en el Verbo da cuenta, a costa
de pasar por un punto incomprensible, de nuestra posible relación con el Espíritu.
En el nudo borromeo de Lacan, según se ponga el significante carne en S o R, se
confirmará en el primer caso la doctrina de san Pablo interpretada por san Agustín, es
decir, la carne es lo opuesto del Espíritu pero le es útil, más aún, imprescindible, y actúa
como medium entre I y R. Y sin embargo, la carne, que “no se comprende” y es
incomprensible, tiene también su parte en lo R. San Agustín reproduce la lógica ternaria
del uso/goce. Poniendo la carne en el redondel R para radicalizar su dimensión
incomprensible, o sea, su irreductibilidad a lo Simbólico, estaremos quizá más cerca de
Lacan (por ejemplo: el significante unario que nos divide en el origen no tiene sentido,
no significa nada, según afirma Lacan). La carne en su acepción agustiniana participa en
ambos registros (aunque en la doctrina deba cumplir una función vincular). Un pasaje
del seminario Les non-dupes errent puede esclarecer el problema, cuando lo Real se
presenta como no-distinto de lo I y lo S: “Si añado lo Real a los otros dos, es solo para
que dé tres […] justamente los tomo desde este ángulo de que son tres, tres e igualmente
consistentes. Es una primera manera de abordar qué es de este Real”.27 Se podría
también leer aquí la diferencia entre lo Real (como corte material desprovisto de
sentido) y el “sentido”, y en la medida en que el enigma “es el colmo del sentido”, situar
el sentido en el misterio de la encarnación o de la redención. El tratado De Trinitate
justifica, por otro lado, la vacilación de Lacan entre tres y cuatro en el mismo curso:
“Hasta califiqué de cuadrípodo al discurso analítico, como todos los otros. Quizá lo
hice, ¿eh? como acabo de decirles, justamente considero que es una calificación,
cuadrípodo, y no una cuantificación, ¿eh? Porque cuanto más avanzo, más me convenzo
que solo contamos hasta tres. Y aunque solo porque contamos hasta tres podemos llegar
a contar dos… otra vez la verdadera religión”.
En psicoanálisis, cuando el cuerpo se capta a sí mismo, se capta ya como hablante.
La lectura revolucionaria que hizo Lacan de Más allá del principio de placer de Freud
nos dice que el cuerpo, al estar atravesado por el significante, no es puro cuerpo
biológico. El orden del significante acarrea así el “drama” del sujeto que, si no fuera por

23
Para sus múltiples usos en san Pablo, remito a Jean-Yves Lacoste, Dictionnaire critique de théologie,
Paris, Quadrige, PUF, 1998, p. 258 y ss.
24
Henri de Lubac, Corpus mysticum, l’Eucharistie et l’Église au Moyen âge, Étude historique, Paris,
Cerf, 2009, sobre todo el capítulo “Caro spiritualis”.
25
Citado por Henri de Lubac, en op. cit., p. 140.
26
Ibídem.
27
Libro XXI del Seminario, 11/12/73.
45
esa irrupción, permanecería animal.28 Damos por descontado aquí que ninguna
genealogía continua y lisa puede dar cuenta de la transformación histórica del Verbo de
la teología cristiana en el significante del psicoanálisis. Para trazarla, habría que
describir el recorrido en zigzag que empieza con la dualidad alma/cuerpo, se transforma
en la tríada cuerpo/alma/carne, y que atravesando los diferentes avatares del término
“Naturaleza” para llegar al ápice de la vertiente médico-biológico-positivista de fines
del siglo XIX, la transforma en una díada biológica (vida/muerte).
Solo destacaré que para reintroducir en Más allá del principio del placer una
perspectiva absolutamente hostil a la vertiente biologista, para leer el “retorno a lo
inanimado” de Freud como una metáfora de lo que en realidad es la acción repetitiva y
ciega del significante, Lacan no pudo encontrar el concepto de significante, o su
dimensión mortal como caput mortuum de la cadena de los significantes,29 en la
lingüística, tampoco en la filosofía. Incluso la idea de la muerte simbólica del sujeto en
Hegel, está muy lejos de la introducción, por Lacan, de la dimensión del significante
como encarnación de la muerte –y quien dice encarnación dice fracaso parcial de lo
Simbólico y pasaje al significante como aquello que introduce un Real.30 La noción de
significante, inexistente en la filosofía, se insinuaba, en cambio, en el misterio del
Verbo encarnado. ¿Qué nos dice Lacan del significante en relación con el mito? Que “el
significante es eso a lo que nunca llega ningún ser vivo, salvo tal vez a nivel mítico”.31
Nos separa de él un margen o hiancia (béance) respecto de la vida natural. Algo resuena
todavía del abismo que separaba la naturaleza y la gracia –o si se quiere, la vida natural
y la vida sobrenatural– en el Discurso de Roma.32 Pero el cambio es irreversible. La
hiancia no tiene un sentido espiritual sino material (en toda la complejidad que este
término implica en Lacan). Para poner a la muerte en una relación de inmanencia
material –y no ya naturalista– con el sujeto, fue necesario que Lacan introdujera una
herramienta (el significante) que corrigiera de raíz las interpretaciones empíricas o
biologistas de Más allá… de Freud.
Lo curioso es que ese correctivo, a pesar de presentarse vaciado de todo sentido
(religioso), se acerca más al misterio de la encarnación del Verbo que a la explicación
naturalista-positivista. El abismo entre significante y vida biológica nos dice que para
que el sujeto vivo, habitado por el significante, viva (o desee), debe aceptar de algún
modo ser un muerto/vivo o un vivo/muerto, y para ello tiene que valerse de eso mismo
que lo mata y que no sabe de dónde viene, o sea, el lenguaje.

28
“Para ese ser carnal, ese personaje repugnante que es el hombre medio, el drama recién empieza cuando
el Verbo entró en el baile, cuando se encarna, como dice la religión –la verdadera. Es ahí cuando el
asunto empieza a andar pésimo. Ya deja de ser feliz, ya no se parece al perrito que mueve la cola ni a un
buen mono que se masturba. Ya no se parece más a nada. Está devorado por el Verbo” (Conferencia de
prensa del 29/10/1974 en Le triomphe de la religion, Paris, Seuil, 2005).
29
Libro IV del Seminario, 20/3/1957.
30
Ese Real recibe muchas veces el nombre de muerte: “Cuando queremos alcanzar en el sujeto lo que
estaba antes de los juegos seriales de la palabra, y lo que es primordial en el nacimiento de los símbolos,
lo encontramos en la muerte, de donde su existencia toma todo lo que tiene de sentido. Decir que ese
sentido mortal revela en la palabra un centro exterior al lenguaje es más que una metáfora y manifiesta
una estructura…” (“Fonction et champ de la parole…”, Écrits I, Paris, Points-Seuil, p. 205). Y también:
“El significante introduce en el sujeto el sentido de la muerte” (Position de l’inconscient).
31
Libro IV del Seminario, 5/12/1956.
32
“El análisis de ese caso [Schreber] hace ver que la realización del amor perfecto no es un fruto de la
naturaleza sino de la gracia, es decir, de un acuerdo inter-subjetivo que impone su armonía a la naturaleza
desgarrada que lo soporta” (Écrits I, Paris, Points, Seuil, p. 142).
46
Se reencuentra allí, por vías desviadas y probablemente sin saberlo, la dialéctica
agustiniana en tres pasos por la cual lo más ajeno a nosotros es lo que vincula y lo más
oculto es lo que manifiesta. Aunque la virtud salvífica del significante (que en su
primera época Lacan llama “parole”) trabaja la función del lenguaje en psicoanálisis, el
significante no es el Verbo de la teología. Pero se encuentran en un punto: contienen en
lo Simbólico una dimensión de Real, es decir, encarnan. Un paréntesis en La instancia
de la letra lo articula, como san Agustín, en tres pasos: “(1) Es cierto que la letra mata
y (2) el espíritu vivifica (3) pero de eso nos enteramos por la letra” (y no importa que
diga lo contrario de aquél en cuanto a la relación de la letra con el espíritu). Así como
para san Agustín la carne era necesaria (“útil”) para el espíritu, aunque fuera su
contrario, también en el psicoanálisis, aunque sea imposible negar el significante del
que dependemos, solo él nos permite salir del estado “natural”. Por él hablamos. Es al
mismo tiempo nuestro “drama” y nuestro bien (así como la carne en san Agustín,
enemiga del espíritu, es su auxiliar imprescindible). El significante nos “trasciende”,
dice curiosamente Lacan, en un pasaje de Encore:
“Si me disculpan por acudir a un registro muy diferente, el de las virtudes inauguradas por la
religión cristiana, hay allí una especie de efecto tardío, de rebrote de la caridad. ¿No es acaso caridad la
que tuvo Freud por haber permitido a la miseria de los seres hablantes poder decirse que hay –ya que hay
inconsciente– algo que trasciende, que trasciende verdaderamente, y que no es otra cosa que lo que esa
especie habita, es decir, el lenguaje? ¿No es acaso caridad, sí, caridad, anunciarle esa buena nueva de que
en su vida cotidiana, ella [la especie humana] tiene con el lenguaje un soporte más de razón que lo que
pudiera creerse, y que de la sabiduría, objeto inalcanzable de una vana búsqueda, ya hay allí un poco?”33

La misma idea pero bajo un aspecto lúgubre se exponía en el Libro VIII del
Seminario a propósito de L’Ôtage (El Rehén) de Paul Claudel. Allí, el ser hablante se ha
transformado en un “rehén” del lenguaje, y Lacan se encarga de precisar que se necesitó
un momento histórico (el que sirve de contexto a la obra de Claudel, o sea, la
Revolución Francesa que derriba el sistema monárquico-católico del antiguo régimen)
para que el Verbo haya perdido su función religiosa para convertirse en un tic facial
donde persiste, con todo, la capacidad de decir “no” a la renuncia al deseo:

“El hombre se ha vuelto rehén del Verbo […] [pero] “se abre ante él la posibilidad del soporte del
Verbo en el momento en que se pide a ese Verbo que la garantice […] Nada puede articularse que no sea
el comienzo mismo del Mejor hubiera sido no ser, que no sería más que un rechazo, una negación, un
“nada más que”, un tic, una mueca, en resumen, ese debilitamiento del cuerpo, esa psicosomática que es
la tierra donde hemos de encontrar la marca del significante”.34

El giro de pensamiento es el mismo. Siguiendo la implementación del etiam de san


Agustín, lo que nos hace rehenes es también lo que nos permite pronunciar la palabra
por la cual nos rebelamos contra la atadura.
Vuelve en este giro de pensamiento nuestro planteo inicial, es decir, es porque
estamos alienados al significante que el significante puede liberarnos. Es porque
estamos alienados al Otro que podemos ser sujetos. La libertad es la condición de la
alienación.

33
Libro XX del Seminario, 20/3/1973.
34
Libro VIII del Seminario, 17/5/1961.
47
La voluntad y la gracia
La cuestión de la Gracia es patente –dice Lacan– en cuanto se
trata del cristianismo. El interés que nos provoca el
cristianismo al nivel de la teoría, se mide precisamente por la
función otorgada a la Gracia. ¿Quién no ve que la Gracia
mantiene el vínculo más estrecho con lo que, partiendo de
funciones teóricas que no tienen nada que ver con efusiones
del corazón, yo designo como el deseo del Otro?”1 Commented [U1]: ¿Esta cita está como epígrafe o simplemente
este apartado comienza con esta cita ??? ES UN EPIGRAFE POR
FAVOR PONERLO A LA DERECHA DE LA PAGINA
A muchos siglos de distancia, la alucinante controversia de san Agustín con Pelagio
y su portavoz Celestius, muestra que el eje que articuló sus innumerables peripecias
jurídico-eclesiásticas ante el papa Inocencio I (remplazado luego por el papa griego
Zózima, francamente favorable a Pelagio, al que siguieron luego incesantes
postergaciones ante los tribunales de Palestina, Constantinopla, Roma o Cartago, que
amnistían o condenan alternativamente a Pelagio, hasta el pronunciamiento definitivo
de la herejía) tenía que ver con la ambigüedad con que las declaraciones del imputado
parecían a veces incluir el querer del Otro en el poder humano o a la inversa, excluir al
poder humano del querer divino. Si los argumentos esgrimidos por san Agustín
incidieron con mayor fuerza en el resultado final, lo notable era que, lejos de basarse en
una lógica de la identidad o no-contradicción, reforzaban la inconmensurabilidad de las
dos voluntades.
¿Cómo da cuenta el lenguaje de esa relación de inconmensurabilidad? Cuando
aborda el tema de la predestinación, por ejemplo, san Agustín no lo reduce a dos
alternativas brutalmente opuestas: o nos salvamos por nuestros méritos, sin el Otro, o
nos salvamos por la gracia del Otro. Dando parcialmente razón a Pelagio, repite hasta el
cansancio que la segunda alternativa no suprime del todo la primera, donde intervienen
la volición y el mérito, y que la frase del Libre albedrío: “Por el solo hecho de querer,
poseemos ya lo que queremos”, debe leerse como: “Por el solo hecho de querer,
queremos lo que el Otro, por su gracia, quiere en nosotros” (lo cual confirma lo
sugerido en las Retractaciones, o sea, que la ausencia del significante gracia no es una
razón válida para confundir sus enunciados con los de Pelagio).
¿Qué características debe poseer ese significante para que los textos que lo callan
signifiquen a través y a pesar de su ausencia? ¿Y cómo puede mostrarse que es incluso
esa ausencia y no su presencia efectiva (que puede ser esporádica, mentirosa o
simplemente oportunista, como en la abjuración de Pelagio ante el papa Inocencio I,
analizada con implacable crueldad por san Agustín) lo que le da su significado
verdadero?
A quien propone que la voluntad humana se basta a sí misma para salvarse, san
Agustín responde afirmativamente, yuxtaponiéndole inmediatamente una negación que
no elimina completamente la afirmación anterior, ya que redunda, como vimos, en un
enunciado construido como sigue: la verdadera libertad es un don del Otro. La extraña
yuxtaposición de la afirmación y la negación se condensa en el quiasmo de la carta 89
(dirigida a Hilario): “El libre arbitrio no es destruido porque sea ayudado [por Dios], al
contrario, es ayudado porque no es destruido”. El Otro socorre al que acepta libremente
ser socorrido. El quiasmo oculta un oxímoron que contiene, en realidad, tres términos;
libre arbitrio/voluntad/ayuda, donde “voluntad” está ausente. Según el mismo sistema,

1
Libro XVI del Seminario, 22/1/1969.
48
un pasaje de El espíritu y la letra, que remplaza ayuda por gracia y construye la
oposición fe/ley sobre un significante ausente (gracia), reitera esta particularidad:

“¿Arruinamos el libre albedrío en nombre de la gracia? Para nada, al contrario, más bien lo establecemos.
Así como la fe no suprime la ley, tampoco la gracia suprime el libre albedrío sino que lo establece.
Porque la ley no puede cumplirse sin el libre albedrío [...] Por consiguiente, así como la ley no se suprime
sino que se establece por la fe (la fe que obtiene la gracia, permite cumplir la ley), del mismo modo el
libre albedrío no se suprime con la gracia sino que se establece, ya que la gracia cura la voluntad para que
pueda amar libremente a la justicia” (XXX, 52).

Para afirmar que la gracia “cura la voluntad” y la libera, hay que dejar de lado el
presupuesto de que las dos voluntades actúan cada una por su lado de un modo
separado. La transgresión más flagrante al principio de identidad se da en sostener con
un empecinamiento inalterable, que la voluntad humana no coincide consigo misma, o
sea, que está en el Otro, y que a pesar de ello, el libre arbitrio no desaparece nunca
porque puede resistir (decir no) a la gracia del Otro. Obsérvese que como consecuencia
de esa contradicción, se pone en el mismo lugar al pecado como inclinación a apartarse
del don del Otro, y a la gracia como salida contingente a esa inclinación.
Para que el significante gracia abra en la sintaxis un vacío que queda como más allá
respecto de su ausencia/presencia efectiva en el discurso, nada se prestaba tanto como el
intercambio de enunciados entre dos interlocutores. El método de san Agustín (que
Pascal ahondará) consiste en cotejar dos enunciados contrarios. El primero, o sea, el del
adversario, será incorporado en el segundo (el suyo propio) aunque no abolido. Por
ejemplo: 1) “Nada bueno puede hacerse sino por el libre arbitrio de la voluntad” (frase
de Pelagio que Agustín puede compartir a condición de aislarla del contexto). El
segundo enunciado (2): “El libre arbitrio no es destruido sino establecido por la gracia”,
desmiente a Pelagio, aunque no anule el libre arbitrio. Luego de cotejarlos, se trata de
imbricarlo uno en el otro haciendo prevalecer uno de ellos (el resultado es la fórmula a
Hilario citada más arriba). Todo el sabor de la disputa consiste en interponer un
significante, ya sea presente o ausente, entre los enunciados contrarios dividiéndolos
desde adentro. Ya que ni uno ni otro enunciado es completo en sí mismo, es como para
preguntarse dónde se sitúa el sujeto que los enuncia, y si éste no es nada más que el
“rastro dialéctico entre dos enunciados”.2 Entre los dos adversarios circula un resto sin
el cual ninguno de ellos podría enunciar su verdad y que hace imposible descuartizar,
como Pelagio, la voluntad entre un poder entero y un querer entero. En un pasaje del
Tercer Escrito sobre la Gracia, Pascal refuerza el carácter contradictorio de esta misma
lógica:

“Muchos equívocos en San Agustín se deben a que nuestras buenas acciones tienen dos fuentes. Una es
nuestra voluntad, la otra es la voluntad de Dios porque como dice San Agustín, Dios no nos salva sin
nosotros y si queremos, observaremos los mandamientos y depende del movimiento de nuestra voluntad
merecer o no merecer. De tal modo que si uno pregunta por qué un adulto es salvado, uno tiene derecho a
decir que porque él lo quiso y también tiene derecho a decir que es porque Dios lo quiso”.

Hay, pues, dos voluntades, unidas por un enigmático “y” (un adulto es salvado
porque él lo quiso y también porque Dios lo quiso). La conjunción “y” recubre una
doble negación: 1) la gracia no suprime el libre albedrío sino que lo establece 2) el libre
albedrío no suprime la gracia, sino que la establece. Un mecanismo similar se observa

2
Adopto esta fórmula de Juan B. Ritvo (comunicación personal).
49
en la fórmula “El deseo del sujeto es el deseo del Otro”, donde la cópula afirmativa es
oculta, en realidad, dos negaciones no dichas: 1) el deseo del sujeto no es el deseo del
Otro; 2) el deseo del Otro no es el deseo del sujeto. En rigor, la cópula es el resultado
ambiguo de poner juntos a dos “no” (y señala el fracaso del principio de no-
contradicción). Por un cortocircuito retórico, los dos no redundan en una afirmación: es.
De un modo semejante al “y” de Pascal en los Escritos sobre la Gracia, el es de Lacan
no da consistencia al sujeto ni al Otro, de tal modo que el resultado es un velle no
deductible de una relación proporcional entre la voluntad del sujeto y la voluntad Otra.3
De este modo, el enunciado agustiniano –la voluntad humana es un don del Otro–
choca con el sentido común, que tendería a atribuir a la acción un sujeto agente.
Concebir a la voluntad humana como un don del Otro equivale a desposeerla de todo
poder propio. Pero el enunciado de san Agustín desposee también al Otro divino de su
poder propio, alienando en una segunda vuelta la voluntad del Otro en la del sujeto. No
nos contradecimos, por lo tanto, si decimos que el “y” con que Pascal resume el
pensamiento de san Agustín en Escritos sobre la Gracia, hace las veces de lo que en la
lógica de Lacan remite al vel alienante, que podríamos condensar en tres pasos:
1) Ni el sujeto ni el Otro (que arruina la idea de una autonomía exclusiva de un lado
u otro).
2) El ni…ni no indica ni exclusión ni alternancia indiferente sino que termina
expresándose con un “y”. Uno y Otro “se reúnen” en función del factor letal: “Lo
esencial del vel alienante es el factor letal”.4 El tema de la muerte del sujeto por la letra
se engarza en la misma paradoja que se expresaría diciendo: si el sujeto se libera de la
letra (del significante), es porque está ya muerto a causa de ella. Toda liberación es
sujeción. O bien: el verdadero amo es el esclavo.
3) El vel alienante, donde el sujeto es muerto por el significante, se manifiesta –
siempre tarde– en la separación respecto del significante del Otro. La homofonía con el
velle señalaría de ese modo una elección hecha ya por el Otro. ¿Pero quién puede
enunciar que esa elección ya fue hecha por el Otro, sino el sujeto mismo que la sufre?
Para mostrar la inconmensurabilidad de las dos voluntades, san Agustín pasaba
revista a los deslices, confusiones y ambigüedades del texto de Pelagio. La
compartimentación entre posse y velle, por ejemplo – argumenta – pasa de expresiones
como “ayudar el poder” a otras como “ayudar el poder del querer”: “[Pelagio] –
parafrasea san Agustín– sitúa el posse en la naturaleza, el velle en el libre albedrío y el
ser en la ejecución. El primero pertenece a Dios, los otros dos no pueden sino referirse
al hombre porque derivan de su libre arbitrio”. Por poco, la paráfrasis del discurso del
Otro produce la verdad del suyo: “[…] ese elemento [posse] puede existir solo, sin que
los otros dos existan. Pero estos últimos [el querer y el actuar] no pueden existir sin el
primero. Así, puedo muy bien no tener ninguna voluntad buena ni realizar ninguna
acción buena; pero de ningún modo puedo carecer de la capacidad [posse] del bien, ésta
está en mí aunque yo no lo quiera, y la naturaleza no admite nunca estar ausente en ese
punto”. Si se reproduce la proposición de Pelagio palabra por palabra, ésta termina por
producir la proposición contraria, es decir, la que pone “el hacer y el actuar” del lado del
Otro. Si hay polémica, es porque el límite entre el querer y el poder del hombre y el

3
Prefiero decir voluntad Otra y no voluntad del Otro, como lo insinúa Moustafa Safouan en “Le
structuralisme en psychanalyse” cuando propone leer el genitivo “del Otro” como una aposición del tipo
“la ciudad de Nueva York” (Qu'est-ce que le structuralisme?, Paris, Seuil, 1982).
4
Libro XI del Seminario, 27/5/1964.
50
querer y el poder de Dios, es resbaladizo. En realidad, ambos, Pelagio y san Agustín,
tienen razón. Para sentar su posición, san Agustín necesita imperiosamente a Pelagio,
cuya posición forma parte de la suya propia. Sin asumir esa doble posición, sería
imposible desgajar una verdad. El procedimiento agustiniano consiste entonces en
volver a escribir los textos del adversario. Allí donde Pelagio, para congraciarse tal vez
con la autoridad eclesiástica, embarulla la distinción entre poder y querer y no separa la
gloria del hombre y la gloria de Dios, san Agustín reconstruye la distinción
superponiéndolo con el texto que él habría escrito en su lugar: “Es en su buena voluntad
y en su buena acción –dice, citando siempre a Pelagio– donde reside la gloria del
hombre, mejor dicho, la gloria del hombre y a la vez la de Dios, que dio el poder de
querer y de actuar, y que ayuda siempre con su gracia a esa posibilidad”. La frase del
adversario es aceptada a condición de que la expresión “y a la vez la de Dios”, no se
entienda como un aditamento secundario. ¿Pero cómo saber si para Pelagio es
secundario o no, sobre todo si se recuerda que muchos de sus textos no se conocen en su
original sino por la crítica de san Agustín? Lo que está claro, pese a todo, es la sospecha
de que el discurso de Pelagio naturalice la desproporción introducida por la gracia como
don del Otro, reduciéndola a proporciones puramente humanas. Para enfatizar que “solo
Dios produce en nosotros el querer y el actuar”, san Agustín recalca que no debe
omitirse el significante gracia, que indica la desproporción. Pero a la vez, como esa
desproporción es casi inasible, y como la gracia no se reduce a una palabra, también se
puede prescindir de ella...
El problema se esclarece si se recuerda que muchos de los pormenores de esta
controversia se debieron a la diferencia con que Pelagio y su propagandista Celestius
presentaban la relación entre la gracia y el libre albedrío. Celestius los contraponía en
forma exclusiva y brutal. Pelagio, en cambio, sostenía más bien que la gracia “esclarece,
ayuda, amplía” nuestras decisiones. Pero esa ampliación confundía las dos voluntades
de un modo vago. Así, cuando Pelagio decía que “sin la gracia de Dios, el hombre no
puede ser sin pecado” (afirmación absolutamente agustiniana) y afirmaba por otro lado
que Dios ayuda el poder y no el querer, San Agustín se insurgía más contra la
ambigüedad del maestro que contra la claridad tajante del discípulo. Es fácil ver aquí
cuál es el riesgo: insurgirse contra las incertidumbres pelagianas, obligando a su rival a
definir y hacer ostensible el significante gracia, puede acercar a san Agustín a la
claridad brutal de Celestius. La gracia como libre aceptación del don del Otro pierde el
lugar intersticial, callado y tercero que ocupaba en la polémica contra los maniqueos y
los donatistas. Esta dimensión de fugacidad inasible era la que recuperarían los
jansenistas y saint Cyran, fundador de Port-Royal en el siglo XVII, que tanto influyó en
Pascal: “Dios no habla al alma con frecuencia –decía saint Cyran– sino por lo general
una sola vez, más aún, solo por un instante, como al pasar…”. Convirtiendo la gracia en
un significante visible y sobre todo opuesto, por necesidad polémica, al “libre albedrío
de la voluntad”, el enfrentamiento con Pelagio se desliza hacia una acentuación de la
dualidad en detrimento de lo ternario. Cuando la búsqueda puntillosa del sentido se
vuelve inquisitorial, la falta de claridad del adversario se transforma en motivo de
sanción inapelable. San Agustín, que perdona más la traición abierta que la
disimulación, se dedica a cotejar con una minucia obstinada –que muchos calificaron de
mala fe– las actas orales de los juicios conciliares con los textos de Pelagio, para
terminar declarando que sus abjuraciones eran mentirosas. El mismo que inspiró varios
siglos más tarde la restauración jansenista de la gracia contra la casuística jesuítica,
inflige a Pelagio una suerte semejante a la infligida por el cardenal de Richelieu a saint
51
Cyran, acusado de herejía por sus opiniones sobre la atrición y destruido hacia el final
de su vida por la prisión dictada en 1638. Así como la polémica con los donatistas
(basada en la intercalación de una terceridad en el dualismo integrista entre puros e
impuros) desembocó en una persecución activa, así también la disensión con los
pelagianos, a pesar de basarse en una presencia impalpable del Otro en la voluntad,
desembocó en la excomunión de Pelagio (año 418), exilado en Egipto. Volcada hacia el
lado de la presencia, la oscilación presencia/ausencia sustancializa uno de los términos.
De un modo semejante a la libertad convertida en Terror en la Revolución Francesa, la
gracia se aliena en su contrario convirtiéndose en criterio despótico para acusar o
absolver.
¿Qué lógica podría dar cuenta de entidades como la voluntad o la gracia,
interpuestas en un entre-dos evanescente? Lacan sugiere una respuesta: “Un discurso
puede liberarse de la lógica pero no por eso está desvinculado de la gramática”.5 Lo
interpreto del siguiente modo: lo que se sustrae a la lógica deja marcas en la gramática,
aunque se trate aquí de una gramática expuesta a rupturas de la norma, es decir, donde
el sujeto gramatical, por ejemplo, pueda elidirse. Lacan hizo uso innumerables veces de
esa gramática alterada. ¿Se podría decir entonces que la elisión de un significante remite
a la sustracción del sujeto en el enunciado? Sí, a condición de entender que la relación
entre uno y otro no es mecánica ni necesaria sino contingente. Hay elisión del sujeto,
por ejemplo, en la fórmula El deseo del hombre es el deseo del Otro, donde la cópula
afirmativa es, como vimos antes, oculta dos negaciones: el hombre no es el Otro y el
Otro no es el sujeto. Algo similar puede decirse de la gramática de Ama a tu prójimo
como a ti mismo,6 donde los dos términos puestos en escena (el prójimo y yo) ocultan
en realidad un tercero simbólico, el Amor, que desdobla a ambos intercalando un vacío.
Yo no soy el prójimo y el prójimo no es yo. Esta doble negación da como resultado un
tercero invisible (el Otro gracias al cual puedo amar al otro y que si no está simbolizado,
me lo revela, en cambio, como un horroroso vacío, que incita a la destrucción, al odio o
simplemente a la indiferencia). Ahora bien ¿no estamos ante el mismo fenómeno que
venimos siguiendo en la polémica Agustín/Pelagio, es decir, que el significante de la
desproporción entre la voluntad del sujeto y la voluntad Otra se pueda omitir? O ante
una gramática en virtud de la cual haya que repetir un significante de un modo tal que
su primera ocurrencia no signifique exactamente lo mismo que la segunda, como en la
carta a Hilario: “El libre albedrío no es destruido porque sea ayudado, al contrario es
ayudado porque no es destruido”.
Esta pregunta equivale a esta otra: ¿hay un enunciado unívoco que diga en qué
consiste ser cristiano y no un hereje? El protestantismo, por ejemplo, perseguido por el
Concilio de Trento como una herejía, surgió rebelándose contra la tendencia a hacer de
la gracia una “ayuda sobrenatural” que una vez infusa en el sujeto, podía volverse una
“cualidad del alma” (así como la blancura, como ironizaba Lutero, es una cualidad de la
pared). Negando que la gracia se pueda adquirir como un dato definitivo, sin una
renovación constante del acto de fe, lo que parece una posición frontal de Lutero frente
a los católicos, no hace más que reforzar una de las dimensiones del agustinismo...
¿Dónde se sitúa el clivaje? ¿No es la dificultad de ocultarlo la que lleva a crear a un
enemigo? Pascal radicalizará el problema cuando aborde las herejías: “Las dos razones

5
Libro XVI del Seminario, 23/4/1969. Se refiere al enunciado del fantasma construido por Freud: “Pegan
a un niño”, que deja en la indeterminación el sujeto del acto de golpear.
6
Antiguo Testamento, Levítico, XIX, 18.
52
contrarias. Hay que empezar por ahí. Sin eso, no se entiende nada. Y todo es herético. E
incluso, al final de cada verdad, hay que agregar que uno se acuerda de la verdad
opuesta”.7
La disputa Agustín/Pelagio no hace sino afirmar una doble voluntad en el sujeto –
doble voluntad por la cual el sujeto se sustrae entre dos significantes. Plantea así un
interrogante válido para el psicoanálisis, esto es, ¿cómo nombrar, en el plano del
significante, la diferencia por la cual el Otro actúa en el sujeto a condición de que el
sujeto lo actúe? Nombrar esa diferencia no solo es indicar una falta en el Otro sino
además, un Real de la voluntad.
Así, cuando san Agustín entroniza la gracia para nombrar lo que une/desune a la
criatura y al creador nombra, en el fondo, el enigma de la voluntad. Invocando la
Epístola de san Pablo a los Romanos, VII, 15: “No sé lo que hago; no hago lo que
quiero, y lo que aborrezco, lo hago”, le importaba mostrar que nuestra voluntad puede
cumplir con la caridad, justamente porque no coincide con ningún logro exterior fijado
por la letra de la ley (según el pasaje citado de El espíritu y la letra, XXX, 52). Pero
también puede no cumplir con ella… Más allá de su degradación semántica (que la
identifica con una vaga bondad), la caridad debe entenderse aquí como “función
teórica” –como dice Lacan respecto de la gracia– es decir, como criterio de un desajuste
radical con un objeto de la Ley (entendido como Sumo Bien).8 De ese desajuste da
cuenta en parte la pluralidad semántica de su etimología griega χάρις: belleza, encanto,
alegría, placer, brillo, favor, condescendencia, asentimiento, recompensa,
agradecimiento, remuneración. Impalpable, subjetiva, puramente “interior” y a
condición de estar informada por la gracia, la caridad ni siquiera se reconoce en actos
determinados o socialmente visibles. Del mismo modo, el enunciado agustiniano: “La
voluntad solo puede tener como origen la voluntad”, no quiere decir “hago lo que
quiero” (en armonía con un objeto imaginado al que se adecuaría mi voluntad) sino más
bien lo contrario, ya que lo voluntario termina confinando con lo involuntario. De ahí la
retórica inconfundible de los textos paulinos, marcada por la desproporción:

“Aunque yo hablara la lengua de los hombres y los ángeles, si no tengo χάρις (caridad), soy un bronce
que resuena en el vacío. Aunque tuviera el don de profecía, aunque poseyera la ciencia de todos los
misterios y el conocimiento entero, aun cuando tuviera una fe capaz de transportar las montañas, si no
tengo χάρις, no soy nada. Y aunque repartiera todos mis bienes entre los pobres o entregara mi cuerpo
para que lo quemen, si no tengo χάρις, todo eso no me servirá de nada.”9

7
Pascal, op. cit., fr. nº 791.
8
Sería demasiado largo justificar la profunda afinidad entre el punto inconmensurable entre la voluntad y
la perfección moral, con los desarrollos que coronan la Crítica de la Razón Práctica de Kant (y su
prolongación en uno de sus últimos textos, La religión en los límites de la razón). En el foso abierto entre
lo fenoménico y lo nouménico, y una vez habiendo demostrado que el alma inmortal, Dios y la libertad
son postulados de la razón práctica (y no objetos puros de la razón), Kant presenta el cumplimiento de la
ley moral como necesario y a la vez imposible: “La doctrina del cristianismo, aunque no la consideremos
en su aspecto teológico, da en este aspecto un concepto de bien supremo (el Reino de Dios) que es el
único que satisface la más severa exigencia de la razón práctica. […] la ley cristiana no deja para la
criatura sino el progreso al infinito […] la santidad de las costumbres es una guía en esta vida pero el bien
proporcionado a esa santidad –o sea, la bienaventuranza– se les representa solamente como alcanzable en
la eternidad...” (“V. La existencia de Dios como postulado de la razón pura práctica” en el Capítulo II:
“De la dialéctica de la razón pura en la determinación del bien supremo”, del Libro II de la Crítica de la
Razón Práctica, Buenos Aires, Losada, 2007, pp. 190-191.
9
Epístola a los Corintios, XIII, 9-13
53
Otros pasajes de la Epístola a los Romanos presentan la gracia como un “más”
incuantificable: “La ley intervino para que el pecado abundara, pero allí donde el
pecado abundó, la gracia sobreabundó”.10 En la medida en que la gracia y la caridad se
presentan como indiscernibles respecto del saber de su causa, la voluntad involucrada
en ellas participa también de ese rasgo.
El modo agustiniano de encarar el velle por el cual se lo lleva a la imposibilidad de
hacerlo corresponder con un objeto adecuado del querer, remite a la voluntad como
única causa fundante (y en la medida en que se ha sustraído a Dios como Bien Supremo,
fundante de su propio abismo). Es tal vez por esa vía que un término que no formaba
parte del vocabulario psicoanalítico, hace de nuevo su entrada en el psicoanálisis bajo la
forma lacaniana del velle.

10
Epístola a los Romanos, V, 29.
54
Lacan y san Agustín
“Algunos saben –dice Lacan– que yo practico desde la edad de la pubertad la
lectura de san Agustín”.1 Practicar una lectura es algo más que leer. Implica repetir y
entrar, por la repetición, en un sistema significante, con sus ambigüedades y silencios.
La relación de Lacan con san Agustín, lejos de ser clara y puntual, está hecha de
convergencias no siempre explícitas. Dadas sus escasas menciones –y teniendo en
cuenta el carácter asistemático y desbordante del corpus agustiniano– me limitaré a
recortar tres temas: 1) significante y encarnación; 2) creencia y fe; 3) nudo borromeo y
voluntad.
Aislar temáticas implica un forzamiento. Pero el forzamiento es a la vez el único
modo de abrir surcos dentro de la impregnación en una larga herencia cultural. Se debe
a ello, quizás, que la relación con el texto agustiniano se produzca por emergencia
súbita de ciertos pasajes, a los que Lacan somete a una lectura materialista y
originalísima, ajena a toda intención beatificante. Esa lectura, acompañada siempre por
muestras de indeleble admiración, se engancha con sus propias preocupaciones: la Cosa,
el significante, la metonimia del deseo, el objeto (a), la relación descentrada del sujeto
con el Otro.
¿Cómo procesar, entonces, lo que en la discontinuidad de los pocos fragmentos de
san Agustín presentes en Lacan remite a una continuidad en el discurso de aquél, y al
revés, cómo tratar lo que es discontinuo y disperso en Lacan en una continuidad con el
texto de san Agustín? En realidad, el lector que se empeñase en seguir un criterio lineal
o erudito, renunciaría pronto a su intento. El estilo de uno y otro es digresivo y
metonímico. Uno y otro suelen resolver los impasses de la filosofía apelando a la
equivocidad inherente a sus lenguas maternas. Uno y otro manejan una retórica que
desafía una lógica del significado y que, como el Witz, solo entrega su significación en
momentos fugaces. El cotejo solo se hace posible por encuentros súbitos y, sobre todo,
más allá del sentido “religioso”. ¿Cómo demostrar, por ejemplo –a menos de eliminar el
texto platónico en el agustiniano– que la definición del signo en el diálogo De Magistro
como lo que reenvía a otro signo en un diferir indefinido, sigue poniéndose en juego en
la búsqueda del objeto último de De Trinitate? ¿Y que la misma dificultad se detecta en
Lacan, cuando un concepto definido primero en un registro reaparece en otro disfrazado
con otro (por ejemplo el rejet (Verwerfung) transformado a partir de 1974 en ex –
sistencia, o muchos otros? Por paradójico que parezca, la marca de san Agustín en
Lacan responde a una estructura que persiste aún dejando de lado el “sentido”. Es así
como se llegan a leer nociones agustinianas en el hueco laicizado de estructuras como la
tríada RSI o en la división del sujeto en la creencia y en la voluntad.

I. El significante y el verbo

Todos saben, por ejemplo, que el análisis del capítulo De significatione locutionis en
De magistro en el primero de sus seminarios, le sirve de punto de arranque a Lacan para
marcar la distinción entre signo y significante. El diálogo De magistro planteaba la falta
de correspondencia biunívoca entre la palabra y la cosa, tanto en la comunicación
indicial, donde la palabra (verbum) acompaña al dedo que señala la cosa (res) como en
1
Único curso del 20/11/63 del seminario interrumpido Des noms-du-père, Paris, Seuil, 2005, p. 76.
55
la significación, donde la cosa se designa mediante palabras que reenvían a otras
palabras. El uso indicial no capta el espesor real y múltiple de la cosa y para explicar
por ejemplo el acto de caminar, debe remitir a otras palabras. Pese a este desvío de
principio entre verbum y res, san Agustín habla en un lenguaje que no abandona el
criterio que da a la res su primacía en la significación: “Las palabras son signos” –dice–
y todo signo se refiere a una cosa. La palabra –añade– es “el signo del nombre”. En la
jerarquía entre la voz, la palabra, el verbo, el nombre y la significación, la palabra
corresponde al sonido “exterior” y sensible y el nombre, a la significación “interior”.
Cuando se trate de definir en qué consiste enseñar dirá, siguiendo la misma línea: “El
conocimiento de las cosas es preferible al conocimiento de los signos de las cosas”.2
El diálogo De magistro dice, pues, dos cosas a la vez. Por un lado (en un encuadre
que hace acordar a la posición de Sócrates frente a los sofistas), que la verdad de la
palabra depende de la realidad de la cosa; por otro lado, que la palabra necesita de otras
palabras para acceder a la cosa; dice por un lado que la verdad se aloja en el silencio
interior de la significación, y por otro, que las palabras que la exteriorizan no llegan a
tocar la cosa. La originalidad de la lectura de Lacan está en acentuar una sola de esas
dos dimensiones, es decir, la que muestra que ninguna res puede decirse sin que una
palabra reenvíe a otra, difiriendo indefinidamente el referente en ese reenvío. “Todo lo
que les acabo de decir sobre el significante y el significado está desarrollado allí con
una lucidez tan sensacional que temo que los comentaristas espirituales que se han
dedicado a su exégesis no hayan reparado forzosamente en su sutileza. Piensan que el
profundo doctor de la Iglesia se pierde en asuntos fútiles. Pero esas cosas fútiles no son
otra cosa que lo más agudo en el pensamiento moderno del lenguaje”.3 Se refiere al
sistema de la lengua de Saussure, releído por la lingüística estructural de los años
sesenta y constituido por un sistema de diferencias donde cada significante y cada
significado reenvían a otro dentro de un código. Recordemos que Lacan insiste en que
en ese código, que no es cerrado por un significante último, debe quedar una marca de
la inscripción de algo como la diferencia de las diferencias, donde emerge un sujeto. Esa
marca no es positiva. Se reconoce en ella el “vacío central” de das Ding, del seminario
sobre La ética del psicoanálisis.
Emerge aquí una similitud inesperada con el primer capítulo del diálogo De
magistro. ¿Por qué no considerar, en efecto, que la palabra nihil en el verso de Virgilio
citado por san Agustín (“Si complace a los dioses que nada quede de semejante
ciudad”), de la cual Adeodato dice que “no es un signo ya que no se refiere a nada”,
pudiera servir de instrumento pedagógico para demostrar que cualquier otra palabra
(perro, cielo, Roma, dios) comparte de algún modo los rasgos que la palabra nihil lleva
a su extremo, o sea, que está desprovista o por lo menos cortada de su referente? ¿Y que
ese corte mismo entre verbum (palabra) y res (cosa) es lo que impulsa la búsqueda del
referente último en el Tratado de la Trinidad?
Quien haya recorrido el mencionado tratado habrá reparado en el comentario del
salmo “Alégrese el corazón de los que buscan al Señor; buscad al Señor y fortaleceos;
buscad siempre su rostro”. Preguntándose por qué el texto dice: Buscad siempre al
Señor, san Agustín responde. “¿Se ha de seguir buscando una vez encontrado? En
efecto, así se han de buscar las realidades incomprensibles, y no crea que no ha

2
Extraigo las citas del diálogo De magistro, en Œeuvres de saint-Augustin, V. 6, Paris, Desclée de
Brouwer, 1976.
3
Libro I del Seminario, 23/6/54.
56
encontrado nada quien comprende la incomprensibilidad de lo que busca. ¿A qué
buscar, si comprende que es incomprensible lo que busca, sino porque sabe que no ha
de cejar en su empeño mientras adelanta en la búsqueda de lo incomprensible, pues cada
día se hace mejor al que busca tan gran bien, encontrando lo que busca y buscando lo
que encuentra? [quod et inveniendum quaeritur et quaerendum invenitur] Se le busca
para que sea más dulce el hallazgo, se lo encuentra para buscarlo con mayor avidez”.4
La res excede aquí el estricto campo lingüístico, designando un referente que los
comentaristas “espirituales” calificaron de “revelado” o “conocido por iluminación” (lo
cual no tiene nada que ver en este caso con la alucinación). En la medida en que designa
algo empíricamente inexistente y racionalmente inconcebible, el Dios buscado por el
alma en el tratado trinitario es presentado como inalcanzable a causa de la imperfección
del lenguaje humano. Nada nos haría pensar que la búsqueda de ese objeto tenga que
ver con el registro del significante en el psicoanálisis, si no fuera por una observación
que nos sitúa de entrada en el procedimiento utilizado por san Agustín. En el Libro IV
de De Trinitate, aparece por primera vez la idea de que los nombres de Dios se
pronuncian por separado y uno detrás de otro, por lo cual nos es imposible proferir de
una sola vez el Uno de las tres personas: “Por medio de nuestras palabras, que suenan
corporalmente, es imposible pronunciar los nombres del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo sin emplear un determinado tiempo, indispensable en toda modulación silábica
[…] en mis palabras, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se encuentran separados”.5
La separación de las tres personas trinitarias no se desligará nunca, en lo sucesivo, de la
sucesión fónica y material de las unidades del lenguaje. Más aún, para acentuar la
impenetrabilidad de esos tres términos, y después de pasar revista a la terminología
griega y latina con que los anteriores libros y concilios habían abordado el tema, acota
que “los griegos usaron los términos ‘una esencia, tres sustancias’ y los latinos ‘una
esencia o sustancia, tres personas’. En nuestra lengua, sustancia y esencia son por lo
común sinónimos […] Sin embargo, cuando se nos pregunta qué son esos tres, tenemos
que reconocer la extrema indigencia de nuestro lenguaje. Decimos tres personas para no
quedarnos en silencio, no como si pretendiéramos definir la Trinidad…”.6
¿Cómo justificar que lo que separa a la palabra de la cosa en De Magistro prepara lo
que separa al alma de su creador en De Trinitate? La respuesta surge de otra
observación en el Libro X: cuando se cree conocer y definir a Dios –dice– no es de él de
que se habla y cuando se habla de otra cosa y no de él, entonces se habla de él. Este
argumento (que reitera el aplicado al tiempo)7 hace recordar las fórmulas paradójicas de
Lacan sobre el vínculo invisible entre ateos y creyentes como: “Todos son religiosos,
incluso los ateos”,8 es decir, declarar su ateísmo sería la denegación de un Real
reprimido imposible de eliminar. Dios aparece como el paradigma de un significante
4
De Tr., XV, II. Todas las citas están extraídas del Tratado sobre la Santísima Trinidad, en Obras de san
Agustín, Tomo V, Madrid, BAC, 1948.
5
De Tr., op. cit., IV, 21. En el último Libro reiterará todavía que en la Trinidad divina “no existen
intervalos de tiempo que permitan comprobar, o al menos inquirir, si el Hijo nació primero del Padre y si
luego procede de ambos el Espíritu Santo” (Ibíd., XV, 25).
6
De Tr., op. cit., V, 9. Esta idea no es nueva y recorre todo el neo-platonismo. San Hilario de Poitiers,
que había escrito un De Trinitate que san Agustín conocía, sostiene la inadecuación del lenguaje humano
para hablar de Dios (IV, 14 y X, 67) (citado por M. Y. Perrin en Dictionnaire critique de théologie, Paris,
Quadrige, PUF, 1998, p. 645).
7
Supra, pp. 26-27.
8
J. Lacan, “Conférences et entretiens dans les universités nord-américaines”, en Scilicet, nº 6/7, Paris,
1976.
57
que al negárselo permanece, y al afirmárselo se sustrae. O también: “los teólogos son
mucho más fuertes que yo en prescindir de su existencia”, para advertir que el lugar del
Otro no “exorciza al viejo buen Dios” sino que le da existencia.9 Con estas
formulaciones, Lacan no se refiere a la aceptación consciente de significados
doctrinarios sino a un “encuentro para siempre fallido” con algo que solo hace su
aparición en experiencias privilegiadas (el sueño, por ejemplo). En el Libro XI del
Seminario, vinculó el “registro religioso” con la dimensión del oblivium como
borramiento del significante,10 borramiento que deja, no obstante, una huella del
borramiento mismo. Vimos cómo ese proceso se intuía en las Confesiones, donde Dios
surgía, en la plegaria, ocupando el lugar limítrofe entre la memoria y el olvido.11
El enfoque que hace de “Dios” un significante (y como tal susceptible de represión)
y no un significado, retorna con mayor fuerza el 17/12/1974: “Que la religión sea
verdadera, es lo que ya dije en una oportunidad. Seguramente, es más verdadera que la
neurosis, porque reprime [refoule] el hecho de que no es verdad que Dios ‘sea’
solamente, si es que puedo decirlo así, en lo cual Voltaire creía a pie juntillas. Ella dice
que ex-siste, que es la ex-sistencia por excelencia, o sea, en resumen, la represión en
persona, e incluso la persona que se supone que reprime. Y es en eso que es
verdadera”.12 Dos cosas se dicen aquí: la primera es que Dios ocupa el mismo lugar que
la represión primordial, donde el significante ex - siste a lo Real rechazado (eso explica
asimismo que “Dios no sea otra cosa –agregará en el mismo curso– que eso que hace
que a partir del lenguaje, no se puedan establecer relaciones entre sexuados”). La
segunda es que el deísta Voltaire, que definió a dios como “relojero del universo”, causa
última o principio de razón suficiente, ignora que estas explicaciones cubren con el
simulacro de una esencia, el abismo desde donde Dios surge como significante.13
Que san Agustín haya bordeado ese abismo, lo sugiere su retórica más que sus ideas.
Cuando Roma le encarga abordar el dogma trinitario (cuya elaboración estaba muy
avanzada pero incompleta en lo referido a la tercera persona del espíritu santo), adopta
una estrategia paralela a Las confesiones, o sea, entreteje su texto con plegarias pidiendo
a Dios que lo ilumine, cuando en realidad todo lo que dirá de Dios, del cual – según
repite – lo separa una distancia infinita, será al fin de cuentas la respuesta que se da a sí
mismo desde su propio lenguaje imperfecto. Sin dejar de advertir al lector que no tome
sus enunciados como definitivos ni objetivamente verdaderos, su texto no dará por
resultado conceptos fijos sino que se pondrá a dilucidarlos a tientas y en zigzag, de tal
modo que el lector, llegado al final del libro, verá que su largo recorrido no hizo
desaparecer la pregunta inicial: “¿Qué son esos tres?”. La impresión que queda después
de su lectura es más bien que lo dilucidado no es el significado de las tres personas y la
relación de éstas con el Dios Uno sino algo que hace imposible eliminar la dificultad
para comprender y que a la luz del aporte de Lacan, podría designarse como el registro
del significante. Para mostrarlo, me concentraré solo en tres puntos:

9
Libro XX del Seminario, 20/2/73.
10
Libro XI del Seminario, 22/1/64.
11
Véase supra, pp. 24-26.
12
Libro XXII del Seminario (RSI).
13
Para la distinción entre el dios de los filósofos y el dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Lacan sigue a
B. Pascal: “No puedo perdonarle a Descartes, hubiera querido prescindir de Dios en toda su filosofía, pero
no pudo resistirse a hacerle dar un golpecito con el dedo para poner al mundo en movimiento; después de
eso, no tiene nada que hacer de Dios” (Œuvres Complètes, op. cit., fr. nº 194, p. 1137).
58
a) La interpretación de los términos genitus (engendrado) e ingenitus (no engendrado)
en la polémica con Arrio

Contra Arrio, quien sostenía la dualidad de naturalezas –divina y humana– del Padre
y el Hijo, san Agustín sostuvo la eternidad del Verbo y por ende –obedeciendo a la
tradición abierta por Tertuliano en el siglo II– su consustancialidad con el Padre. En
contra del dualismo de Arrio, sostuvo que los dos, Padre e Hijo, son unidos por un
Tercero, el Espíritu Santo: “inefable comunicación del Padre y el Hijo”,14 “algo común
al Padre y al Hijo, unión consustancial que llamaré caridad”,15 “don” antes de ser
donado,16 espíritu del Padre y del Hijo y coeterno a ellos ya que no nació ni fue
engendrado por ellos sino que “procede” de ellos.17 Sostuvo asimismo que cada una de
esas personas o hipóstasis es Uno de por sí y Uno en Tres: “Si las pronuncio una detrás
de otra, es porque la boca humana no puede proferir el Uno”.18 El planteo se opone
tanto al subordinacianismo (que supeditaría una de la personas a las otras dos) como al
sabelianismo, que las consideraba idénticas unas a otras.19
En los Libros V y VI de De Trinitate, dedicados por entero a la disputa con Arrio,
san Agustín se centra en el modo como éste infiere la diferencia de sustancias de la
diferencia entre los atributos ingenitus (que califica al Padre de no-engendrado) y
genitus (que califica al Hijo de engendrado). Distingue para ello el carácter “relativo” y
“absoluto” de los atributos. Son relativos si adquieren sentido por su mutua oposición,
absolutos si se “relacionan nada más que consigo mismos”.
Resumiendo la posición adversa, escribe: “Los arrianos sostienen que ingenitus y
genitus, aunque entrañen relación de Hijo a Padre y de Padre a Hijo, no entrañan
relación alguna entre sí sino de cada uno consigo mismo. Y como engendrado y no-
engendrado dicen relación a sí mismos, y todo lo que se dice respecto de la sustancia es
respecto de sí mismo, todo cuanto se dice de sí mismo es según la sustancia. Como
engendrado y no-engendrado son conceptos distintos, deducen que son también dos
sustancias diferentes”.20
San Agustín replica: aun cuando ingenitus y genitus, aplicados a padre e hijo, sean
tan relativos como muchos pares de términos en la lengua tales como golpear/ser

14
De Tr., op. cit., V, 11.
15
Ibíd., VI, 5.
16
Ibíd., V, 15.
17
El término latino procedere traduce el griego εκπορεύω (salir) utilizado en el evangelio de san Juan:
para tou Patros ekporeuomenon (salido del Padre) y se utilizó por primera vez en el Concilio de
Constantinopla (año 381) en el contexto de la querella del Filioque. San Agustín terminará confesando su
impotencia para distinguir los dos significados. Para las ocurrencias del término espíritu, que no siempre
se une a santo, en las Escrituras y la multiplicidad de sus significados en hebreo y en griego, véase
Dictionnaire critique de théologie, dirigido por Jean-Yves Lacoste, op. cit.
18
De un modo similar, decía en De magistro (aludiendo a la Epístola a los Corintios II, 1,19: “No había
en Cristo ni sí ni no, en él estaba solo el sí”) que era imposible que las dos letras del “sí” que
pronunciamos los seres humanos fueran en Cristo, el cual encerraba no las letras visibles sino su
“significación”.
19
La refutación de Sabelius se encuentra en La Ciudad de Dios, X, 33-34: “No decimos, como los
heréticos sabelianos, que el Padre es idéntico al Hijo y que el Espíritu Santo es idéntico al Padre y al Hijo,
sino que decimos que el Padre es Padre del Hijo, que el Hijo es Hijo del Padre y que el Espíritu Santo, sin
ser ni el Padre ni el Hijo, es Espíritu del Padre y del Hijo”.
20
De Tr., op. cit., V, 6. La polémica con Arrio sobre la disimilitud o identidad de las dos sustancias
(ανομοιός o ομοούσιος), es retrospectiva, ya que el emperador Constantino había impuesto en Nicea (año
325) como dogma de fe la creencia en la consustancialidad del padre y el hijo.
59
golpeado, rehén/secuestrador, amigo/enemigo, etc., esa diferencia no altera la igualdad
de las sustancias. El meollo del problema está en dilucidar cómo, siendo relativos, esos
atributos deben considerarse, no obstante, “absolutos” o sustanciales. La objeción se
descompone en tres argumentos principales:

1) Es cierto –dice– que no puede concebirse la idea (o significado) de “hijo” sin que en la lengua no se
evoque al mismo tiempo el significado “padre”, y a la inversa. Sin embargo, el hecho de calificar al padre
de inengendrado no acarrea forzosamente la identidad del significado padre con el significado
inengendrado. “Cuando alguien engendra a un hijo, no por eso es inengendrado”.21 Engendrado –agrega–
equivale a decir “engendrado por otros hombres”. “Aunque no hubiera engendrado a ningún hijo, nada
impediría calificarlo de inengendrado”22: “Los arrianos no ven que no por ser padre se es ingénito ni por
ser ingénito se es padre. […] Uno es hijo porque fue engendrado y entraña relación con el que lo
engendra; el padre también dice relación al hijo. Por lo tanto, engendrador e ingénito son dos conceptos
distintos. Porque aunque de Dios Padre se afirmen ambas cosas, aquél dice relación con el engendrado, o
sea, con el Hijo (lo cual admiten los arrianos). Pero aseveran que ingénito es relación a sí mismo, lo cual
no se puede afirmar del Hijo. Por consiguiente, para ellos según la sustancia se dice ingénito y así el Hijo,
que no se puede llamar ingénito, no es de la misma sustancia”.23
Redundando en la no-identidad entre Padre e ingenitus: “El Padre es Padre por tener un Hijo, el Hijo
es Hijo por tener un Padre [pero] estas relaciones no se predican según la sustancia […] no todo lo que se
dice de Dios, se dice según la sustancia sino en relación con otro [ad aliquid]. Es cierto que el Padre dice
relación al Hijo y el Hijo dice relación al Padre [pero] el Hijo fue siempre Hijo y no empezó una vez a ser
Hijo”.24

2) El segundo argumento se basa en que la negación no suprime la sustancia. Esto se imbrica con el
argumento anterior: ingenitus no debe confundirse, como lo hace Arrio, con no-engendrado, es decir,
nada más que con la negación de engendrado. Cuando se niega una sustancia, no se la anula. Por tanto,
genitus niega ingenitus pero no altera su sustancia: “Aunque no hubiera engendrado, el padre sería
siempre ingénito”.25 Además –y lo que sigue es fundamental– “cuando del Padre se dice lo que es, no se
expresa lo que es sino lo que no es. Si negamos en Dios lo relativo, no negamos según la sustancia,
porque la relación no es sustancia”.26

3) El tercer argumento, que se escabulle entre los otros dos, es quizá más débil que los otros porque
resume la conclusión a priori a la que quiere llegar a toda costa. Se basa en la distinción
sustancia/accidente y sujeto/atributo de Aristóteles y considerando a ingenitus y genitus como accidentes
concluye que “de Dios nada se dice según los accidentes”.27

En 1) San Agustín separa inengendrado de la significación sexuada. Según esto,


Arrio leería el carácter relativo de “hijo” a “padre” y de “padre” a “hijo” desde el punto
de vista de la paternidad biológica. Al decir que “inengendrado”, no por acoplarse a
“padre”, traslada a “padre” su relatividad respecto de “engendrado” sino que es por sí
mismo un término “absoluto” (sinónimo de sustancial), san Agustín distingue al genitor
del padre simbólico o “eterno”.
Hay algo más. La radical diferencia con Arrio (que era aristotélico), se podría
explicar por un hiato en el significado introducido entre el sujeto y el atributo. La
argucia de Arrio denunciada por san Agustín consiste en asignar mediante una
continuidad imaginaria un atributo a una sustancia, alterando a ésta a partir de su
21
Ibídem.
22
Ibídem.
23
Ibídem. El destacado me pertenece.
24
Ibídem.
25
Ibíd., VI, 6.
26
Ibíd., V, 6.
27
Ibíd., V, 5.
60
atributo (o accidente). Detrás del lenguaje aristotélico, que san Agustín también emplea,
lo que se cuestiona es la traslación que Arrio obtiene desde el predicado hacia un sujeto
que es inconmensurable respecto de todo predicado humano. Cuando san Agustín dice
que genitus e ingenitus son atributos relativos pero a la vez absolutos (o sea, que
significan con independencia de su mutua relación semántica), no solo habla de la
imposibilidad de predicar con atributos humanos la sustancia divina (que es sus
atributos y no los tiene) sino que reditúa su tesis del De Magistro en virtud de la cual las
palabras no llegan a tocar al referente. De algún modo, el argumento teológico de la
inconmensurabilidad entre sujeto y predicado se había verificado ya en el nivel del
lenguaje. Desde este punto de vista, otorgar el estatuto de absolutos a atributos relativos,
significaría considerar a ingenitus y genitus (padre e hijo) como significantes que
subsisten más allá de su significado ligado con un referente.
En 2) la negación considerada como impotente para negar la sustancia, va en la
misma dirección. Decir: aunque genitus e ingenitus se nieguen mutuamente, la sustancia
de uno y otro queda inalterada, ¿no equivale a considerar que una negación gramatical –
el prefijo in en ingenitus– no agota el hiato entre sujeto y atributo, y que es en ese
agujero donde san Agustín sitúa la imposibilidad de pronunciar el Uno de la trinidad?
Asimismo, decir: expresar lo que el Padre es, es siempre expresar lo que no es, nos
retrotrae a la reflexión sobre el tiempo (aplicada aquí al Padre como instancia de lo
Real) y hace salir la discusión del registro puntual de la referencia a un objeto positivo,
invalidando la inclusión de un predicado en el sujeto.
El punto 3) lleva a su ápice la coexistencia de dos discursos en san Agustín: uno se
articula con la lógica aristotélica de la inclusión del predicado en el sujeto, el otro con
otra lógica, donde queda un resto de no-sabido entre el sujeto de la enunciación y el del
enunciado.
Si se admite que esta disputa sugiere una distinción del mismo tipo que la que separa
significado y significante en Lacan, intentaré ratificar mi comentario con el pasaje del
seminario Encore en que, desviando un texto del teólogo Richard de Saint-Victor,
Lacan define al significante como “un ser que no es eterno pero [que] es por sí mismo”:
“En vez de calificarlo [al significante] de arbitrario, habría que haberlo calificado de
contingente. El significante repudia la categoría de lo eterno y sin embargo, de un modo
singular, es por sí mismo”.28 El ser eterno (l’êtrernel) está reñido –agrega en el mismo
contexto– con el carácter del significante: “Ningún significante se produce como
eterno”.29 Y sin embargo, el significante es “por sí mismo”, o sea, no causado (ni
empíricamente a partir de una causa eficiente, ni idealmente a partir de un significado).
Propongo que esta definición anti-teológica (aunque forjada a partir de la teología)
del significante, conviene a la operación que hace san Agustín en su polémica con los
arrianos: ingenitus y genitus cobran estatuto de significantes, es decir, son “por sí
mismos” porque no desaparecen en la cosa nombrada sino que subsisten por sí mismos
en su materialidad, sin un significado exterior al cual subordinarse idealmente.

28
Libro XX del Seminario, 16/1/73, ed. Seuil, p. 41. Lacan extrae la fórmula de una cuarta posibilidad
ausente en la combinación tripartita en un texto de Richard de Saint-Victor: “(1) El ser eterno que es por
sí mismo (2) El ser eterno que no es por sí mismo (3) El ser que siendo no eterno, no tiene por sí mismo
ese ser frágil y casi inexistente”. En ellas falta una cuarta posibilidad deducida “de la negación y la
afirmación de ‘ser eterno’ y ‘ser por sí mismo’, omitida por Richard de Saint-Victor: ‘El ser no eterno que
es por sí mismo’” (Ibíd., p. 40).
29
Ibídem.
61
Esta lectura materialista de la teología y del término eterno ilumina singularmente,
por contragolpe, el uso del término sustancia en la objeción de san Agustín. Ahora bien,
si se es coherente con ella, es decir, si se considera, con Lacan, que el ser de cada una de
las personas de la trinidad no es eterna pero es por sí misma (lo cual define al
significante), entonces “padre”, “hijo” y “espíritu santo” tienen la misma sustancia en el
sentido de que los tres son significantes. Eso no obsta a que cada uno sea Uno: solo el
Hijo es Verbo encarnado y no el Padre ni el Espíritu Santo; solo el Espíritu Santo
apareció en forma de paloma y no el Hijo ni el Padre (a partir de lo cual se comprende
la acusación de herejía contra Sabelius). Más aún, el Uno que el alma persigue a través
de ellos, no pronunciable por ninguna de esas palabras, remitiría al vacío alojado en
cada uno de esos significantes. Se explicaría así, de un modo materialista, la dimensión
“humana” (y no divina) de la trinidad explorada en el tratado.
Todo ello viene confirmado por una búsqueda que en medio de la profusión del texto
de De Trinitate, hace prevalecer la repetición en la dificultad en detrimento de logros
acabados en el nivel especulativo. Semejante a un niño asombrado frente al discurso de
los padres, la perplejidad de san Agustín ante las incongruencias y la oscuridad de
múltiples pasajes de los textos bíblicos, lleva siempre a una sospecha en el plano de la
comprensión y de la verdad. El texto repite: Uno, Dos, Tres. Están en el corpus sagrado
y hay que descifrarlos. Pero el desciframiento no los agota. Cuando pronunciamos las
palabras “Padre”, “Hijo”, “Espíritu Santo”, no sabemos lo que significan, afirma en el
Libro XV. Insiste, no obstante, en que el tres no es cuantitativo. La trinidad no es triple,
repite, sino trina: “En los seres corpóreos, la unidad nunca es trina y dos suman más que
uno. Pero en la trinidad excelsa, una persona es igual a las otras dos y dos no son
mayores que una”.30 Con la trinidad –reitera– no ocurre como cuando dos cosas se
juntan y el tamaño de una de ellas se modifica: “En estatuas de oro de igual tamaño y
solidez, más oro hay en las tres juntas que en una de ellas y menos en una que en las dos
restantes. Pero en Dios no es así […] el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no forman
juntos una esencia más grande que el Padre solo o el Hijo solo, sino que las tres
sustancias son iguales a cada una de ellas”.31 Es decir, hay dos Uno, el que inicia la
cuenta (en 1, 2, 3) y el Uno que no forma parte de ella. El Uno que busca el alma no se
añade al Tres. Tampoco es deductible de una suma ni es de orden espacial, ni abarca a
esa suma, ya que en ese caso (hipótesis desechada enseguida) habría que suponer un 4
por arriba del 3. Esta lógica que sostiene la sustancia desustancializando al Uno aparece
como reñida, además, con el intento por aplicar a la trinidad los universales predicables
(especie, género, diferencia, accidente), intento a través del cual fracasa la lógica
aristotélica, mostrando por ejemplo que la esencia divina no es un género que
comprende tres especies.
En suma, cuando el alma se interroga por las tres sustancias o hipóstasis, ¿busca un
significado o un significante? Más aún, al buscarse a sí misma y al Otro ¿lo que puede
comprender en esa búsqueda se debe tal vez nada más a que puede contar hasta tres?
Algunos pasajes en que el sentido religioso se pierde –porque la voluntad no insiste o es
perezosa, según san Agustín– y cuando el uno-dos-tres subsiste como único esqueleto

30
De Tr., op. cit., VI, 10.
31
Ibíd., VII, 6. El paralelismo con Lacan salta a la vista: “Lo real es lo que los hace tres sin que por eso lo
que los hace tres sea el tercero. Si se añade, es solo para arrojar como resultado tres. Y justamente, no se
añade. Porque cada uno de los tres se añade igual, sin ser el tercero” (Libro XXI del Seminario,
18/12/73).
62
de la búsqueda, son probablemente los que Lacan explotó en la elaboración del nudo
borromeo: “Cuando decimos y creemos que existe la Trinidad –escribe san Agustín–
sabemos lo que es una Trinidad pues conocemos el número tres; mas éste no es un
objeto de nuestra fe ni de nuestro amor, porque cuando nos viene en gana podemos
formar una tríada cualquiera, por ejemplo silenciando otros mil, al jugar a la morra con
tres dedos”.32 Es imposible no pensar que Lacan no evoca pasajes como éstos, donde el
nudo borromeo, objeto material y manipulable, presenta tres registros iguales unos a
otros, combinables según leyes de relación pero en sí mismos desprovistos de sentido.
Hasta el punto de que el título del seminario XXIV33 teje con un equívoco homofónico,
a través de la materialidad del significante, lo que san Agustín excluía desde el sentido:
el amor y la morra jugada con tres dedos.
En el punto en que el atributo no se adecúa al sujeto y en que lo relativo no basta
para diferenciar al padre y al hijo como significantes, ¿sustancia no se vuelve acaso
sinónimo de significante? ¿Y san Agustín no prevé asimismo que si no lo queremos, no
lograremos unir la memoria y el intelecto por medio de la voluntad (o por su
equivalente, el amor) acercándonos a la trinidad divina, ya que la tríada, vaciada de su
sentido religioso, es un mero juego de morra?

b) El Padre envió al Hijo allí donde el Hijo estaba

En los múltiples contextos bíblicos en que se dice que el Padre “envió” a su Hijo o
que el espíritu del hijo fue enviado por Dios,34 la interpretación de san Agustín reitera el
giro de pensamiento que lo llevó a refutar la dualidad arriana. Así como la diferencia
genitus/ingenitus no se agota en el engendramiento carnal ni designa la existencia de un
antes y un después respecto de la llegada de Cristo, así también el “envío” del Hijo no
marca una anterioridad y posterioridad temporales. Contra Arrio, quien, coherente con
su teoría de la disimilitud, sostenía que “si Cristo es Hijo, ha nacido; y si nació, hubo un
tiempo en que el Hijo no era”, san Agustín replica que “así como el Padre engendró al
Hijo y el Hijo fue engendrado, así el Padre envía y el Hijo es enviado. Pero el que envía
y el enviado, así como el engendrador y el engendrado, son uno […] Nacer es para el
Hijo ser del Padre y ser enviado es conocer su procedencia del Padre”.35 El argumento
cobra relieve en lo que hace a la naturaleza del Verbo. Interpretando el primer versículo
del evangelio de san Juan, dice que el Hijo como Verbo existía desde el principio con el
Padre, siendo el Padre, Dios juntamente con el Hijo. “Ni el Padre es Dios sin el Hijo ni
el Hijo es Dios sin el Padre”.36 El Hijo es, pues, coeterno al Padre. “‘Cuando Dios envió
a su Hijo, hecho hijo de mujer, hecho bajo la Ley’, hasta tal punto fue pequeño que fue
hecho [factum] y enviado adonde fue hecho. Y si el mayor envía al menor, confesemos
que el menor ha sido hecho y es menor en cuanto es nacido y nacido en cuanto

32
Ibíd., VIII, 6.
33
L’insu que sait de l’une bévue s’aile à mourre (Lo no sabido que sabe de la equivocación se ampara en
la morra) equivale casi, por el juego homofónico, a: L’insuccès de l’Unbewust c’est l’amour (El fracaso
de la equivocación es el amor).
34
“El que cree en mí cree no en mí sino en aquel que me envió. Y aquel que me ve, ve a aquél que me
envió” (Ev. de san Juan, 12, 44); “Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (san Pablo,
Epístola a los Gálatas, 4,6); “Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo…” (Ídem, 4, 4) y
muchos otros.
35
De Tr., op. cit., IV, 20.
36
Ibíd., VI, 2.
63
enviado”.37 El pasaje omite el atributo genitus, pero en tanto factus (hecho) y missus
(enviado) se tornan sinónimos, se deduce que el de en la locución que nombra al Hijo
como “engendrado del o a partir del padre” en la fórmula definitiva adoptada por el
Concilio de Constantinopla de 381, nombra una anterioridad ajena a la temporalidad.
De un modo semejante al Padre muerto del psicoanálisis, no asesinado en un momento
puntual por los hijos sino “muerto desde siempre”, el Hijo consustancial al Padre estaba
ahí desde siempre (salvo que se lo dice vivo y no muerto). Es decir, vivo en tanto
significante. Al designar un nacimiento que no es procreación sexuada, el tema del
“envío” se imbrica, en el mismo Libro IV, con la encarnación, ya que “el Hijo fue
enviado no solo para que se entienda que el Hombre es el Verbo enviado, sino también
para dar a entender que el Verbo fue enviado para que se encarnase”. Es aquí donde la
encarnación afecta tanto al Hijo como al Verbo, tanto al cuerpo como a la palabra, como
lo veremos ahora.

c) El verbo de Dios y la encarnación

Todos los problemas tratados en De Trinitate se esclarecen si se toma como ángulo


de abordaje la naturaleza del Verbo. El diálogo De magistro, que mostraba la
incapacidad del verbo humano para referirse a una realidad sin que un significante
remita a otro significante de la lengua, insinuaba que era precisamente esa incapacidad
lo que nos lleva a desear franquear el límite del lenguaje para ir hacia un afuera de él:
“Digo que hay una vida feliz, eterna, donde quisiera que Dios, es decir, la Verdad
misma, me conduzca por etapas […] Analicemos esa región en que los signos no
significan a otros signos, o lo que nosotros llamamos los significables”.
¿Quiere esto decir que esa “región” coincide de hecho con la extinción de los signos
y del lenguaje mismo (como si el lenguaje viviera de su propia imposibilidad para
significar aquello que designa?). Es, en todo caso, lo que se infiere de la diferencia
establecida entre el verbo de Dios y el verbo humano, llamado “mental”.38 A diferencia
del segundo, desdoblado entre signo representante y cosa representada, en el verbo
divino, asignado al Padre, la cosa representada y el verbo que la representa se funden
uno en otro. Lo que el verbo imperfecto profiere gracias a su desdoblamiento, el verbo
de Dios lo profiere en silencio (antes de que “resuene” la voz en las palabras), en una
inmanencia absoluta del signo representante a la cosa representada. San Agustín
justifica la diferencia entre ambos a partir de la diferencia entre ser y tener: “Estas tres
facultades [memoria, inteligencia, voluntad] están en el hombre, no son el hombre”.39 El
Padre es su Verbo. El Hijo es el Verbo. El hombre lo tiene. Así como en De magistro
“la plegaria no necesita del lenguaje” puesto que “se reza en el santuario del espíritu”,
en su identidad sin voz ni ruido con su Verbo, el Padre, en cuyo seno “silencioso” no se
escucha ninguna palabra exterior, no habla antes de que el Hijo se encarne en su Verbo.
Puede así proferir de una sola vez y sin dilación ni partición, su propia naturaleza sin
que sus palabras se exterioricen.

37
Ibíd., IV, 19. La edición BAC traduce “factum” a veces como nacido y otras veces como hecho.
38
La distinción entre Verbum Dei y verbum mentale se desarrolla sobre todo en el Libro XV y último de
De Trinitate.
39
De Tr., op. cit., XV, 7. Recuérdese que Lacan evocó el objeto a, como resultado de la imposibilidad de
conciliar el ser y el tener, en un contexto referido a san Agustín: “El niño mirado [por su hermanito] lo
tiene al a (al seno de la madre). ¿Pero tener al objeto a es serlo?” (S. XX, 20/3/73, p. 91 de la versión
Seuil).
64
La serie padre-hijo-espíritu santo solo existe, entonces, mientras existe el lenguaje. A
éste sucederá la visión “cara a cara”, que prescinde del lenguaje: “Quien es capaz de
captar con su inteligencia el verbo, no solo antes de que resuene, sino incluso antes de
que las imágenes de los sonidos se manifiesten en pensamientos –porque ese verbo no
pertenece a ninguna lengua, ninguna de ésas que se llaman ‘lenguas de las naciones’
entre las cuales se encuentra nuestra lengua latina– ése es apto para ver en ese ‘espejo’ y
en ese ‘enigma’ la semejanza de ese verbo con Aquél del cual se dijo: ‘En un principio
era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios’ (Evangelio de san Juan, I,
1)”.40 El esquema implica asimismo que la “salida” fuera de sí redunda en una
multiplicidad de lenguas.
La noción del verbo de Dios, acuñada para interpretar el primer versículo del
evangelio de san Juan (“En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios y el
Verbo era Dios”) reúne en sí la inmanencia del significante al significado, del saber al
ser,41 de la palabra al acto,42 es decir, responde a un Uno cerrado sobre sí mismo. Sin
embargo, a través del Uno san Agustín interroga la existencia de algo anterior al Verbo
y a las lenguas, lo cual lleva a plantear, por así decir, un Real anterior sin palabras. El
Libro XV lo expresa en lenguaje aristotélico: “En la simplicidad de la trinidad, no existe
elemento alguno formable ni formado, ni reformado; sino pura forma: inconmutable y
eterna sustancia, que no es allí ni informe ni formada”.43 ¿Cómo imaginar esa
anterioridad sin palabras anterior a la “forma”? ¿Solo por lo Simbólico puede nombrarse
lo Real o hay que pensar en un Real anterior a lo Simbólico? San Agustín no plantea su
problema en esos términos. Supone que la interioridad silenciosa encierra la plenitud del
ser y que es superior a su exteriorización. Esta perspectiva podría parecerse al más
acérrimo “logocentrismo” (para usar el término de Derrida) si no fuera porque es
imposible, en la perspectiva de De Trinitate, que el verbo salido de ese silencio
inaugural, represente esa anterioridad sin palabras. ¿No acarrea esto como consecuencia
que la palabra salida de Dios lo encarna, en vez de representarlo? Recurrir a Aristóteles
no logra disimularlo: “Antes de su formación, el verbo de Dios no es formable […] para
que no se crea que en Dios existe algo voluble que pudiera recibir o tomar forma que
presto pudiera perder […] aquel pensamiento divino no es designado como pensamiento
de Dios […] El Hijo de Dios no es llamado [en las escrituras] pensamiento de Dios
[cogitatio Dei] sino Verbo de Dios [verbum Dei]”.44
Es en este punto donde la temática del verbo, es decir, de un significante que arrastra
consigo a un Real, se entrama íntimamente con la idea de que somos, ineluctablemente,
un cuerpo. El cristianismo es una religión del cuerpo. Un pasaje de E. Gilson lo expone
del siguiente modo:

40
De Tr., op. cit., XV, 23. La “visión cara a cara” se refiere a la Epístola de san Pablo a los Corintios I,
13-12: “Ahora vemos en espejo y de un modo oscuro (o en enigma) pero entonces veremos cara a cara”.
41
Ibíd., XV, 14.
42
Ibíd., XV, 11.
43
Ibíd., XV, 26.
44
Ibíd., XV, 15. El dilema de cómo interpretar “en el comienzo estaba el Verbo…” se expone en la
conferencia de prensa del 29/10/74: “[…] es un comienzo completamente enigmático. Quiere decir esto;
las cosas recién empiezan, para ese personaje repugnante que mal o bien no hay más remedio que llamar
el hombre medio, las cosas empiezan recién para él cuando el Verbo entró en el baile, cuando el Verbo –
como dice la religión –la verdadera– cuando el Verbo se encarna. Es ahí cuando el asunto empieza a
andar para la mierda. Ya deja de ser feliz, ya no se parece al perrito que mueve la cola ni al mono que se
masturba. Ya no se parece más a nada. Está devorado por el Verbo”.
65
“Si el Ser es inmutable y eterno, no se ve por qué ese bloque sin fisuras, beatitud perfecta, produciría
fuera de sí un no-ser roído por su propia nada, que se llama devenir. ¿Por qué esa muerte viva? ¿Por qué
esa vida moribunda? Mientras se admita, como los griegos, que el devenir se explica por la presencia de
una materia coeterna a la Idea, una especie de no-ser al que nada justifica, se puede olvidar el problema
gracias a ese artificio. Pero si se admite, como san Agustín, que Dios creó el devenir, esa sustitución del
demiurgo por un creador confiere al problema una urgencia tal que no se lo puede esquivar. La filosofía
no puede resolverlo. La creación es un acto libre, una iniciativa imposible de deducir analíticamente. Si el
Ser creó devenir, es probablemente para hacer Ser. Por eso la creación es inseparable de la Encarnación.
Si Dios creó al hombre en el tiempo, se encarnó para redimirlo del tiempo, de lo otro, de lo múltiple y de
la dispersión […] San Agustín sabe que ninguna filosofía podrá liberar al hombre de las trabas del
cuerpo”.45

Dios creó al hombre en el tiempo y se encarnó para redimir al hombre del tiempo. No
se puede decir mejor la paradoja que subyace a la idea de encarnación. Gilson nos
muestra que la creación ex nihilo, al crear ser –pero ser encarnado– diluye la tentación
de asimilar el verbum Dei al Uno platónico. He ahí la vía por la cual pueden encontrarse
la noción lacaniana de significante y la idea de encarnación. Hasta el punto de que en
Lacan, ser cuerpo y ser significante no se contradicen:

“Reconozcan en la metáfora del retorno a lo inanimado con que Freud afecta a todo cuerpo vivo, ese
margen más allá de la vida que el lenguaje asegura al ser por el hecho de hablar, y que es nada más que
[juste] el margen en que ese ser compromete en posición de significante, no solamente lo que en su
cuerpo se presta a ser intercambiable, sino ese cuerpo mismo”.46

En ese margen apenas existente (sugerido por el término “juste”) entre dos registros
inconciliables –la vida y el significante–, el cuerpo, como resto, se encarna. Solo en
ese “apenas” da sentido Lacan a la palabra “cuerpo”.
Volvamos a san Agustín y a la aporía del Verbum Dei, esto es, que el silencio pleno
que antecede a la palabra, cuando la emite, produce un significante que no refleja lo que
estaba encerrado en ese silencio. No hay más remedio que pensar que ese significante
arrastra consigo el silencio de donde salió. Si De Trinitate sugiere que no podemos ser
el verbum Dei porque nuestro verbo se desdobla en representante y representado, y
aunque no podamos anular ese desdoblamiento, el argumento no deja de sugerir que por
eso mismo, Dios se convierte, en nuestra lengua, en un significante … que no significa
a su referente: “Aunque nuestro verbo interior verdadero no exista –dice san Agustín–
pudiendo decirse solo mediante representaciones, de ahí viene que Dios sea aprehendido
intelectualmente, como el único que posee un verbo sempiterno y coeterno a él”.
Análogamente y en términos de Lacan, diremos que tanto Dios como el cuerpo se
conciben desde la “ex-sistencia”: “Se supone que el ser perfecto existe pero se lo supone
a partir de la ex-sistencia, porque solamente a partir de la ex-sistencia podemos
interrogarnos sobre ese supuesto”.47 La ex-sistencia, al dividir al significante, al mismo
tiempo lo encarna, por no poder representarlo.

45
E. Gilson, Saint-Augustin. Philosophie et incarnation, Paris, Ad Solem, 1999.
46
En francés: “Reconnaissez dans la métaphore du retour à l’inanimé dont Freud affecte tout corps
vivant, cette marge au-delà de la vie que le langage assure à l’être du fait qu’il parle, et qui est juste celle
où cet être engage en position de signifiant, non seulement ce qui s’y prête de son corps d’être
échangeable mais ce corps lui-même” (Subversion du sujet et dialectique du désir, en Écrits II, Paris,
Points-Seuil, 1971, p. 162).
47
Libro XXI del Seminario, 8/1/1974.
66
A estas comparaciones se podrá objetar que san Agustín razona siempre en términos
de especularidad y que en la visión “cara a cara” en el pasaje de san Pablo múltiples
veces citado en el libro XV de De Trinitate,48 lo inconmensurable se dice siempre de
algo que terminará siendo visto “en espejo”. Por ejemplo: “Los que ven a través del
espejo y en ese enigma no son aquellos que perciben en su alma esos tres poderes [la
memoria, la inteligencia y la voluntad] sino los que ven su alma en tanto imagen, es
decir, los que pueden remitir lo que ven, de cualquier modo que sea, a aquél de cuya
alma son la imagen”.49 No obstante, en la idea del alma como imagen de Dios, puede
leerse lo que, según la acepción lacaniana, falta en la imagen. Esto se comprueba en
que, por más que el texto prometa una visión de lo Real de la divinidad, es al nivel del
lenguaje imperfecto (y no de la metáfora del espejo) como san Agustín establece la
relación con Dios. Más aún, esa imperfección se manifiesta en la sintaxis del texto. “Si
la visión fuera fácil –comenta– el nombre de enigma no se encontraría en ese lugar”.
Por un giro retórico característico, la no-relación con el Otro se expresa a través de una
negación en la proposición principal y dos negaciones en la proposición subordinada.
Éstas neutralizan a la primera negación (no veamos) sin suprimirla del todo:

“Pero he aquí el mayor enigma: que no veamos


lo que no podemos no ver”.50

El doble no en la proposición subordinada, causado por la ausencia de referente, se


desdobla en dos niveles: el objeto mismo y lo que está por detrás de él. El mismo
sistema rige el capítulo de Las confesiones sobre la concupiscencia de los ojos, tan
admirado por Lacan. Se lo vuelve a encontrar en el comentario en tres pasos sobre el
pasaje bíblico en que Tobías guía a su hijo con los ojos cerrados. Presenta primero la
“luz corporal” que inunda con una “dulzura seductora” todos los objetos que vemos.
Luego observa que detrás de esos objetos está su creador, y que es con él con quien hay
que deleitarse en ellas. Por fin, el lenguaje, en forma de himnos a su gloria, alaba en los
objetos vistos lo no-visto en ellos: “Aquellos que saben alabaros, o Dios creador del
universo, hacen pasar su esplendor en himnos a tu gloria […] Así quiero ser yo. Resisto
a la seducción de los ojos, por temor de que mis pasos que caminan hacia tus caminos
no se atasquen, y elevo a ti ojos invisibles”.51

II. Creencia y fe

La enseñanza del De magistro persistirá en los seminarios ulteriores de Lacan. Dos


años después del curso del 23/6/1954, la diferencia entre el signo indicial y verbal
reaparece en Las psicosis: “Por reducido que se suponga el elemento último del
discurso, nunca podrán ustedes sustituir a él el índice. Recuerden la observación tan
justa de san Agustín. Si designo algo con un gesto del dedo, nunca se sabrá si mi dedo
señala el color o la materia del objeto, o si es una mancha, una grieta […] Hace falta la

48
Véase nota 39.
49
De Tr., op. cit., XV, 23.
50
De Tr., XV, 9: Et hoc est grandius ænigma, ut non videamus quod non videre non possumus.
51
Les confessions, op. cit., X, 23.
67
palabra, el discurso, para discernirlo”.52 La distinción desborda el campo de la
lingüística ya que, de entrada, lo que Lacan aborda en De Magistro condiciona lo que,
en su propio recorrido, será la falta de un significante en el gran Otro. Lo que llama
“elemento último” del discurso o “significante último en la relación del significante con
el significado”53 en el curso del 8/2/1954, vuelve en 1958 bajo la forma del falo
“velado” por ser elemento último.54
La marca de san Agustín en la definición del significante se reitera en La instancia
de la letra en el inconsciente cuando, después de indicar que la diferencia entre
significante y significado va “mucho más allá que el debate referido a la arbitrariedad
del signo”, evoca otra vez su comentario del 23/6/1954: “Al revés de las apariencias
inspiradas por el rol imputado al índice que señala un objeto en el aprendizaje por el
sujeto infans de su lengua materna o en el uso de los métodos escolares llamados
concretos para el estudio de las lenguas extranjeras. Por esta vía, las cosas no pueden ir
más lejos que demostrar que no hay ninguna significación que no se sostenga sin el
reenvío a otra”.55 En un proceso metonímico que tal vez se ignora, el “significante
último” recibe el 20/3/1957 el nombre de caput mortuum, lo cual no hace sino reiterar la
idea de La instancia de la letra… según la cual el significante no “responde a la función
de representar al significado, mejor dicho, el significante no responde de su existencia a
título de cualquier significación que sea”.56
La idea originaria de De magistro que persiste en todas estas referencias tiene
implicancias fundamentales en la concepción del gran Otro. Si el gran Otro no “es un
sujeto” ni un “ser”, si no es empírico ni tampoco simbólicamente deductible ¿cómo
sostener su existencia, aunque más no sea en su estatuto de elemento de un matema?
Antes de volver a la relación del psicoanálisis con la creencia, haré un desvío por el
texto de san Agustín titulado De la utilidad de creer. Se aborda allí un problema que no
es ajeno al De Magistro, esto es, lo que es invisible por sustraerse a las palabras, se lo
sostiene con un acto. Por el acto, la creencia se vuelve fe. No se trata, en la fe, de creer
en algo como real, sino en apostar a su existencia (que se revelará, como veremos, una
ek-sistencia).
El texto comenta la definición de san Pablo: “La fe es la certeza de las cosas que no
se ven”57 y desarrolla una respuesta a la pregunta: “¿Con qué ojos se ven las cosas en
que creemos?”:

“Hay muchos que piensan que la religión cristiana es digna de burla y no de adhesión, porque en vez
de presentar un objeto que se ve, prescribe creer en cosas que no se ven. A este rechazo de creer en lo que
no pueden ver, que según ellos prueba mucha prudencia, por supuesto que nosotros no podemos ponerles
en las narices realidades divinas en las que creemos. Pero demostramos que es propio del espíritu humano
creer en cosas que no se ven […] Pero, quienquiera seas, tú que no quieres creer en nada sin verlo, para ti
está establecido que los cuerpos presentes, los ves con los ojos de tu cuerpo; tus deseos y pensamientos
del momento, los ves porque están en tu conciencia. Pero dime, te lo suplico, los sentimientos que
alimenta por ti tu amigo, ¿con qué ojos los ves? Ningún sentimiento es perceptible a los ojos del cuerpo.
¿Me puedes decir qué ves con tu conciencia lo que ocurre en la conciencia de otro? Y si no lo ves,
¿cómo es que retribuyes la bondad de tu amigo, ya que no crees en lo que no puedes ver? Tal vez me

52
Libro III del Seminario, 8/2/54.
53
Libro V del Seminario, 12/5/58. El planteo establece implícitamente una identidad entre Dios y el falo.
54
La signification du phallus en Écrits II, op. cit.
55
En Écrits I, op. cit., Paris, Seuil, p. 254.
56
Ibíd., p. 255.
57
Epístola a los Hebreos XI, 1.
68
dirás que los sentimientos del otro, los ves a través de sus actos. Muy bien, son actos que ves, palabras
que oyes; en cuanto a los sentimientos de tu amigo, que no pueden verse ni oírse, crees en ellos. No se
imponen a ti ni por la forma ni por el color, ni se te imponen a tus oídos mediante sonidos o melodías […]
Por lo tanto, no te queda más remedio que creer en ellos, sin ver ni oír, ni percibir interiormente, si no
quieres quedarte abandonado de todos sin ninguna amistad o sin preocuparte por retribuir el afecto que te
muestran.
[…] Admitamos que allí donde no vemos, no deberíamos creer. ¿Pero cómo creemos en el corazón de
nuestros amigos, aún antes de que hayan pasado por pruebas? ¿Cómo es que creemos en su bondad, más
que verla, sino porque la fe es tan fuerte que nos da el sentimiento justificado de ver con sus ojos (de la
fe, por así decir) lo que creemos? Porque precisamente, lo que nos obliga a creer, es que no podemos
ver.”58

La prueba de la fe no se da a pesar de la ausencia de objeto sino gracias a ella. La


preocupación del De magistro por definir qué es “enseñar” está estrechamente ligada a
este problema, ya que pregunta cómo transmitir una verdad “interior” y silenciosa a
través de la cadena de las palabras: “Se habla a los hombres para transmitir una
enseñanza o una advertencia pero cuando rogamos a Dios no podemos pensar que le
enseñamos o advertimos algo”. Enseñar, concluye, es lo mismo que significar, o sea,
transmitir una verdad interior. “Por los signos que llamamos palabras, no aprendemos
nada. Porque la significación oculta en el fondo, la aprehendemos por el conocimiento
de la cosa que ella significa […] En lo referido a las realidades que el espíritu ve, el
que no puede verlas escucha en vano las palabras de aquel que las ve”.
El hiato abierto entre lo que el otro ve (y cree) y lo que yo veo (y creo), que
imposibilita la comunicación entre dos silencios y dos verdades interiores, toma otra
forma, esta vez sintáctica, en un comentario de un texto de san Juan, a través de la
distinción de tres formas sintácticas con que el latín articula el verbo credere: Credo
eum esse: creo que él existe; 2) Credo eo: le creo; 3) Credo in eum: creo en él. 59
1) El primer uso no tiene ningún interés, dice. En la creencia, no se trata de adherir a
la existencia empírica o real de algo. Lo que importa no es la índole real de aquello en
lo que se cree sino el acto de creer. San Agustín lo deshecha de inmediato.
2) El segundo, que utiliza el dativo latino (eo), se refiere a la creencia inmediata con
que adhiero al enunciado proferido por el otro. Si me dicen: estalló un incendio en la
esquina, creo en el que me lo cuenta. Le creo. La opinión, las opiniones, las creencias,
incluso la creencia religiosa, necesitan pasar por la creencia en el otro.
3) El tercer uso, articulado con in + acusativo, es el más complejo. Implica una
convicción “interna”, separada de la adhesión inmediata que nos comunica otro cuando
nos transmite un mensaje. Ya no digo: credo eo (le creo) sino credo in eum (como se
dice creo en Dios).60 Solo en la soledad, el credere in eum cobra una fuerza que lo
independiza de la opinión del otro. Cuando creo en él (credere in eum) dejo de creerle, a
él o a ella (credere eo). Con el credere in eum, se entra en la región que De magistro
asignaba a los “significables” (que no pertenecen a la región de los signos): “Las
realidades que el espíritu ve, el que no puede verlas escucha en vano las palabras de
aquel que las ve”. San Agustín afirma, pues, que para sostener la fe, hay que vaciar al

58
“De utilitate credendi”, en Œuvres Complètes, Vol. 8, Paris, Desclée de Brouwer, 1976. El destacado
en la cita me pertenece.
59
He perdido la referencia exacta dentro de la serie de Enarrationes Johannis en la edición de Desclée de
Brouwer.
60
La plegaria cristiana se articula basándose en la estructura sintáctica credere in eum: Credo in unum
Deum, Patrem omnipotentem…
69
Otro de una esencia real. Es necesario que algo falte en el orden de la realidad para creer
en el objeto, en vez de asentar la realidad del objeto para creer. Para que algo exista,
debe ex-sistir.
Ignoro si Lacan conocía esta clasificación, en todo caso la distinción entre y croire y
la croire (creer en ella y creerla), que marca la diferencia entre neurosis y psicosis en un
pasaje de RSI, la sigue de cerca. La croire supone omitir la falta en el Otro. En cambio,
en el marco de la neurosis, no se puede creer, dice, sino en alguien que habla60 (donde
hablar es ser representado por un significante para otro, sosteniendo la falta). Su
clasificación es solo dual, pero qué duda cabe de que a pesar de que omita el tercer paso
(credere in eum), lo está incluyendo en el segundo. ¡Creer en otro que habla es entrar ya
en el gran Otro!
Fórmulas que podrían leerse a priori como teñidas de una religiosidad que se
confunde con lo inefable, del tipo Si no creéis no comprenderéis o Amamos a Dios sin
conocerlo,61 se sostienen en la estructura lacaniana de la creencia, es decir, que no hay
posibilidad de sostener una fe sin que vacile en ella el objeto en que se cree, por la
división del sujeto mismo. Lacan ha insistido en que es imposible no ser creyente,
cualquiera sea el culto o doctrina con que se envuelva a la creencia: “El ser […]
desemboca en esa aspiración que estaría hecha a partir de Dios, del amor. Ustedes no
son creyentes. Pero son todavía más estúpidos, en su calidad de no-creyentes, porque
ustedes creen en esa aspiración. No diré que ustedes la suponen, ella los supone”.62
Trasladada a la falla que separa el verbo de la cosa, la creación ex nihilo de la
tradición judía, retomada por la cristiana, arrastra consigo una nada que termina
encarnándose en el objeto creado: “Dios hizo el mundo de la nada –dice Lacan– no hay
que sorprenderse de que sea un dogma, es la creencia misma”.63 Lacan habrá
encontrado en la noción de gran Otro descompletado por un vacío la estructura del
sujeto religioso, que converge con la estructura del sujeto del psicoanálisis (desde un
punto de vista puramente estructural, resulta secundario, al fin de cuentas, que la
religión ponga en ese vacío una plenitud de ser. Sobre todo si se recuerda que en la
religión cristiana, la creencia está hecha de la misma materia que la duda). Hasta el
punto de que en el primer curso del Libro XI del Seminario, plantea que “el
psicoanálisis, ya sea o no digno de inscribirse en uno de esos dos registros [la ciencia o
la religión], puede esclarecernos incluso sobre lo que debemos entender por ciencia,
más aún, por religión”.64
El planteo es sorprendente. Involucra por un lado el aspecto de “impostura” evocado
al final del mismo seminario65 (que no es la “fundamental impostura” con que el Siglo
de las Luces calificara a la religión) y por otro lado, el aspecto del “olvido”. Lacan
establece una analogía entre la religión y el psicoanálisis desde el punto de vista del
60
Libro XXII del Seminario, 21/1/75: “¿Qué es creer en sílfides o en ondinas –pregunta aludiendo a la
novela de Giraudoux, Ondine?– Les hago observar que se dice “croire à” (creer en) en ese caso. Y hasta
la lengua francesa agrega ese refuerzo: croire y [creer en eso]. ¿Qué quiere decir? Estrictamente, nada
más que esto, semánticamente: creer en esos seres en la medida en que pueden decir algo. Les pido que
me encuentren una excepción a esa definición”.
61
Respectivamente Isaías, 7, 9 y De Tr., op. cit., VIII, 6.
62
Libro XXI del Seminario, 18/12/73. Una excelente demostración de la no-realidad del objeto en la
creencia se expone en G. Le Gaufey, “Pascal, le libertin et les miracles”, en L’objet a. Approches de
l’invention de Lacan, Paris, EPEL, 2012.
63
Lacan, Libro XIX del Seminario, 9/1/72.
64
Lacan, Libro XI del Seminario, 15/1/64.
65
Ibíd., 24/6/64, p. 294 y ss., de la edición Seuil.
70
ritual: la primera – dice – trabaja mediante los sacramentos sobre una “sustancia” que
sirve de referente y que es preciso rescatar del olvido (por ejemplo la pureza en el
bautismo o en la comunión, la renovación de un pacto con Dios en la confirmación). La
segunda debe recurrir a un ritual, o por lo menos a un pacto reducido al mínimo
(número de sesiones, encuentro en un mismo lugar, pago, etc.). La analogía parece
plantearse teniendo en cuenta el modo como psicoanálisis y religión comparten (o no)
la impostura y el olvido pero pasa, mal o bien, por una diferencia dentro del olvido y
dentro de la impostura. El psicoanálisis no apela a un ritual iniciático ni busca métodos
para encontrar efectivamente una Verdad con el fin de lograr la felicidad. No considera
a la castración como un “malentendido” que podría “rectificarse”.66 Hay impostura (o
“estafa”) si se afirma como Verdad algo que se ha sustancializado, que se puede oír y
manipular (la felicidad o la relación sexual) o que se pudiera obtener por técnicas u
obedeciendo a jefes, cualesquiera sean (hay que decir que la religión soslaya
difícilmente esta postura). Sin embargo, un “semblante” de ritual es necesario para
recordar lo olvidado/reprimido. La verdad no vive sin el semblante. La etimología que
san Agustín prestaba al término religió ilustra el problema: el religioso “vuelve” a una
verdad oculta que había olvidado.67 En la fórmula con que Pascal retoma las
disquisiciones de san Agustín, esto es: No me buscarías si no me hubieras encontrado
(que Lacan cita el 15/1/64), lo encontrado no es tanto algo sustancializado en los
dogmas y en la doctrina sino más bien una verdad subjetiva. Sin embargo, la
subjetivación de la doctrina no deja de buscar un apoyo en los dogmas y la doctrina. No
se puede negar que el católico que era Pascal necesitaba las dos cosas. De lo contrario,
lo “verdadero” solo dependería de que en un sujeto (el místico, por ejemplo) lo olvidado
se dé en una experiencia inobjetivable, incompatible con todo rito y toda iniciación en
que se manipulen sustancias. El anonadamiento del sujeto en la experiencia mística,
solitaria por naturaleza, convendría perfectamente a un rechazo de la impostura
objetivante de la verdad.
Lacan dice, pues, que en el psicoanálisis, a diferencia de la religión, “no hay nada
que olvidar”.68 El que definía el inconsciente como “la memoria del olvido” en la Ética
del psicoanálisis, dice ahora que no hay nada que olvidar. Se lo puede entender como
que no hay ninguna sustancia que olvidar: “[el psicoanálisis] no implica ningún
reconocimiento de ninguna sustancia sobre la que pretende operar “[como acontece en
la religión], ni siquiera la de la sexualidad”.69
La fórmula “no hay nada que olvidar” puede comprenderse también como referida a
la represión primordial (Urvedrängung), donde no se trata de la elisión de un elemento
que podría volver a recordarse (donde Urverdrängung roza la Verwerfung). De ser así,
nos encontramos con el punto más difícil en la relación del psicoanálisis con la “verdad”
cristiana, es decir, el hecho de que el religioso da sentido, forzosamente, al no-sentido,
mientras que el psicoanálisis mantiene lo Real como “fuera-sentido”, en el significante.
A lo cual podría replicarse que pese a todo, el religioso acepta también una parte de
“misterio” en el sacramento, en la encarnación, la redención o la trinidad. Se dirá: el
misterio es “el colmo del sentido” (Lacan). La disquisición de san Agustín sobre el

66
Libro XVIII del Seminario, 16/6/71.
67
Véanse pp. 21-22 donde la dialéctica entre el buscar y el encontrar en san Agustín describe lo encontrado entre
el olvido y la memoria del olvido.
68
Libro XI del Seminario, p. 296 de la versión Seuil.
69
Ibídem.
71
Verbo de Dios nos sirvió para decir, justamente, que el verbo arrastra consigo un Real
irrepresentable. Es obvio que san Agustín vuelve a llenar de sentido ese “misterio”, que
no se puede asimilar a lo Real en la acepción psicoanalítica.
Lacan definió al dios de Abraham, de Isaac y de Jacob como un dios que “se
encuentra en lo real”,70 en contra del Dios de los filósofos entendido como principio de
razón suficiente. Asimilado al gran Otro barrado, el dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob solo responde y da sentido a condición de que sea el sujeto quien encuentre la
respuesta y el sentido. ¿Quiere decir esto que una de la razones para considerar al
cristianismo como la religión “verdadera” reside en ese estrecho margen entre el sentido
y lo Real, que se reconoce en el dios que no muestra su rostro? ¿O la religión, a fuerza
de dar sentido, aún por medio del dolor y el castigo, soslaya el agujero de lo Real? Si
esto último fuera cierto, la religión verdadera disimularía un aspecto que el
psicoanálisis, por el contrario, saca a luz, es decir, que el Padre protector y amante,
dador de sentido, es solo una pantalla que oculta lo reprimido primordial, la nada
originaria que horada el sentido. El Padre es fundamentalmente, “nombre del padre”,
metáfora sin referente. La noción lacaniana de represión primordial, que hace del Padre
lo reprimido (y solo por añadidura el represor), resulta radical si se quiere encontrar en
la religión el factor que la niega desde adentro. Más radical que las explicaciones
basadas en la kenosis (que muestran que la humillación y muerte del hijo es también la
humillación y muerte del Padre).71
Quedan así anudados, tanto en el psicoanálisis como en la religión, la verdad, el
sentido y lo real. El lazo entre las tres instancias se plantea de un modo descosido pero
contundente en la conferencia de prensa del 29/10/74.72 La religión triunfaría sobre el
psicoanálisis a causa de la dificultad de lo que éste último promueve, es decir, sostener
un Real “fuera-de-sentido”, en un mundo en que la ciencia falla en responder al sentido.
No obstante, la ciencia y la religión no siempre se presentan en las antípodas una de
otra. El 29/10/74, Lacan reitera la tesis que viene anunciándose en seminarios anteriores
en virtud de la cual quedan enlazadas una a otra la verdad no-toda, matematizada y
escrita, de la ciencia, con la verdad de la religión. En la conferencia de prensa de
octubre de 1974, no hace, de hecho, sino repetir lo que el seminario contemporáneo (Les
non-dupes errent) resuelve a través del modelo borromeo, donde cada redondel es igual
a los otros dos. Mientras que en la religión se realiza lo Simbólico de lo Imaginario –
dice– las matemáticas (como modelo noble de la ciencia) efectúan “un nuevo pasaje” –
que Lacan quiere consagrar como solidario del psicoanálisis– por el cual se afirma “lo
que hay de Real en lo Simbólico”. La estructura borromea le sirve para mostrar,
justamente, que se puede pasar constantemente de una a otra perspectiva, o sea, la
perspectiva analítica puede convertirse todo el tiempo (e “inseparablemente”, como
diría san Agustín) en la perspectiva religiosa y a la inversa.73

70
Des noms du père, op. cit., p. 92.
71
Del verbo griego κενοό (vaciar) con que los teólogos griegos denominaron la humillación, el
rebajamiento o disminución de Cristo en el Gólgota.
72
En Le triomphe de la religion, op. cit.
73
Me refiero al curso del 30/12/69 del Libro XVI del Seminario. El Libro XXI del Seminario, en el curso
inicial del 13/12/73, despliega el enlace borromeico entre “realizar lo S de lo I” (en la religión, o sea, la
fusión agustiniana del decir con el Amor) e “imaginar lo R de lo S” en la letra matemática: “Lo que
realiza en términos propios lo simbólico de lo imaginario ¿qué otra cosa es sino la religión?” […] Es lo
que hace –añade– que le falte mucho para tocar a su fin”. Vuelvo a este tema en el penúltimo capítulo de
este libro sobre la ciencia y la religión en Pascal.
72
III. Nudo borromeo y voluntad

Decir que el punto de incidencia central de san Agustín en Lacan es la estructura


triádica no es falso, pero no basta. Es más bien la función de lo Real dentro de la tríada
lo que está en juego en la relación con san Agustín.
Cuando Lacan introduce el nudo borromeo, es alrededor de la categoría de lo Real
que insiste todo el seminario de 1973-1974. “Te bautizo, Real”.74 “Este año se trata de
ver qué hay de Real en el nudo”.75 Concomitantemente, lo plantea como “función
tercera”: “Es a partir del tres que se introduce lo Real en la estructura del nudo”.76 “El
nudo borromeo solo puede estar hecho de tres. Lo I, lo S no bastan, hace falta allí un
elemento tercero, lo designo como Real”.77 “Nunca produje el dos más que como
síntoma […] El dos no puede ser otra cosa que lo que cae junto(s) del tres. Y por eso
tomo este año como tema, el nudo borromeo”.78
Vimos que en san Agustín la encarnación implica un Real porque el verbo arrastra
consigo el lastre del silencio del que surgió. Lo “verdadero” no puede no referirse a lo
Real y a su función tercera, como lo sugiere este pasaje: “Si no toman lo Simbólico
cuerpo a cuerpo, no terminarán nunca con él, ni con lo que en mis escritos llamo Iglesia,
y que es la religión… pero que es el cristianismo. Es ahí donde el cristianismo los
demuele a ustedes, es la verdadera religión… Deberían fijarse bien. Es lo verdadero en
la religión. Vale la pena interesarse”.79
Si el Hijo, según vimos más arriba, “no es llamado pensamiento de Dios [cogitatio
Dei] sino Verbo de Dios [verbum Dei]”, era porque el silencio sin palabras del padre no
es traducible con palabras exactas. Tomar lo Simbólico cuerpo a cuerpo no solo es
convertir lo Imaginario en Simbólico sino además hacer ingresar lo Simbólico en lo
Real. La palabra tiene un cuerpo porque al no representar lo Real, no tiene más remedio
que encarnarlo. Tomar lo Simbólico cuerpo a cuerpo quiere decir entonces incorporar lo
Real en él, lo cual no está tan lejos de “producir el verbo”, como decía san Agustín.
Intentamos antes situar este proceso en la tríada, poco visible, del oxímoron y en la
lógica triádica, más explícita, de La ciudad de Dios.80 Así como en el oxímoron felix
culpa, por ejemplo, un elemento tercero elidido vehiculaba a los dos términos visibles
sin hacerse visible, así también en La Ciudad de Dios la función de lo Real articulaba en
un entre-dos los otros dos términos: pecador/justo; ciudad terrestre/ciudad celeste;
uso/goce. “El tres se sustrae –dice Lacan– es siempre el soporte”.81
¿Pero si lo “verdadero” en el cristianismo pasara por el modo como la voluntad actúa
en lo Real en las trinidades? Por más que san Agustín rechace la hipótesis de un hereje
anónimo que preguntaba si el Padre había querido o no engendrar al Hijo (rechazo

74
Libro XXI del Seminario, 11/12/74.
75
Ibíd., 8/1/74.
76
Ibíd., 19/3/74.
77
Ibíd., 11/12/73.
78
Ibídem.
79
Ibídem, 11/12/73.
80
Véase pp. 26-29 y pp. 36-39.
81
Libro XXI del Seminario, 12/2/74.
73
pretextado porque esa posición implicaría que el Hijo es Hijo de la voluntad),82 la
herejía en cuestión no ignoraba las implicancias de la voluntad en la trinidad.
El tercer término que cierra las trinidades en el tratado, se designa siempre con un
verbo o sustantivo de voluntad o de amor (dilectio, amor, caritas) en tríadas como:
alma/verbo/amor; alma/conocimiento/amor; cosa/visión exterior/intención;
memoria/visión interior/ volición; memoria/saber/ voluntad; ciencia/pensamiento/amor;
ser/conocer/querer; memoria/inteligencia/voluntad.83 Recordemos asimismo el
presupuesto básico del tratado, es decir, que el hombre, creado a imagen y semejanza de
Dios, conserva en él las huellas de la Trinidad y de su operación única: recordarse a sí
misma, pensarse a sí misma y amarse, en una perfecta inmanencia de esas funciones. En
el hombre, en cambio, esas tres facultades, al igual que las palabras que las designan,
están separadas. Como en el nudo borromeo, donde se procesa un desfasaje entre los
tres registros, R, S e I, la trinidad humana se basa en la imposibilidad de unir las tres
facultades. Es otra de las razones para afirmar que la religión verdadera es “la romana”:
“Porque no se puede decir que semejante religión no es nada […] porque inventó esa
cosa, esa cosa de la trinidad. Vio que hacían falta tres. Que hacían falta tres redondeles
de soga para que ‘nada’ funcione”.84
La función del amor o la voluntad consiste, para san Agustín, en efectuar “cierta
unidad” en esa disyunción. En la trinidad alma/palabra/amor (mens/verbum/amor), por
ejemplo, aunque el alma encuentre la palabra que dice el amor, se necesita el amor para
que el verbo y el alma queden unidos (a diferencia del Amor divino, donde la palabra es
inmanente desde siempre al amor). El paso de la trinidad alma/verbo/amor a la trinidad
alma/conocimiento/amor (mens/notitia/amor), donde el verbum desaparece en provecho
de la notitia (conocimiento latente) se debe, si entiendo bien, a la necesidad de
conformarse lo más posible al modelo de la inmanencia absoluta: “He aquí una imagen
de la Trinidad: el alma, su conocimiento que es su producto y su verbo engendrado por
ella, y en tercer término el amor [amor tertius]. Estas tres realidades ligadas entre sí son
una sola sustancia”.85
En el Libro XI, la voluntad o el amor son “el lazo de unión” entre dos tipos de
conocimiento que el alma tiene de sí misma. 1) “cuando se piensa y vuelve sobre sí
misma de un modo incorpóreo”, o sea, cuando se ve a sí misma no como el ojo, que no
se puede ver. 2) cuando se piensa y no se ve, es decir, cuando ella misma no informa su
propia mirada.86
Esta tríada es el resultado de un escalonamiento anterior. La lógica trinitaria (donde
la trinidad divina es inferida de procesos triádicos encontrados en la psique humana) se
manifiesta en la reiteración de un velle, no para cerrarlas en círculo sino para posibilitar
(o no) la efectuación de la trinidad Otra. El Libro XI opera una transición decisiva desde
la res-visio-intentio (cosa-visión-atención)87 hacia la tríada memoria-interna visio-
voluntas (memoria-visión interna-voluntad),88 orientándose luego por pasos sucesivos

82
De Tr., op. cit., XV, 20.
83
Para las trinidades citadas, véase el Libro XI de De Tr., op. cit. La última (memoria/intelecto/voluntad)
se expone en forma definitiva en el Libro XV del mismo tratado. La trinidad ser/conocer/querer
pertenece al Libro XIII-11 de las Confesiones.
84
Ibíd., 18/12/73.
85
De Tr., op. cit., XI, 2.
86
Ibíd., XIV, 7.
87
Ibíd., XI, 2.
88
Ibíd., XI, 3.
74
hacia la trinidad más perfecta (memoria-inteligencia-voluntad, expuesta en el Libro XV
y último). La primera tríada designa la relación con el objeto en el hombre “exterior”: la
res designa el cuerpo deseado de la mujer; la visio, “la imagen impresa en los sentidos
por el objeto”; la intentio, la atención con que la mirada sostiene su interés en él.
Aunque esta trinidad es propia del “hombre exterior”,89 la intentio (atención) prepara la
memoria del objeto en la segunda trinidad mencionada (memoria-visión interna-
voluntad), ya que la memoria conserva en el alma (mens o anima) los objetos percibidos
o deseados. En la tríada memoria-visión interna-voluntad, la imaginación –escribe–
“fecunda el recuerdo [acuñado por la memoria], la voluntad excita al uno y a la otra y
los liga”. Se esboza en ella una renuncia a la posesión del objeto a través de la “visión
interna” en los fantasmas y sueños eróticos. Ni en la primera ni en la segunda de estas
trinidades –añade el texto– la res, ya sea en la atención o en la memoria, es todavía la
imagen de Dios, ni siquiera remota. El proceso que lleva de la tríada res-visio-intentio
(objeto exterior) hasta la tríada memoria-interna visio-voluntas (donde el objeto se
desexualiza) termina convergiendo con la lógica triádica que analizábamos en el
oxímoron, donde se comprobaba que el pasaje de la primera tríada a la segunda no
significa en absoluto anular la primera. Para mostrarlo, Agustín nos explica que para
que la visio se forme en la primera tríada, es preciso que otra cosa diferente del objeto
deseado se agregue al objeto, es decir, “el sentido del alma que ve”.89 El paso de la
primera a la segunda trinidad marca así un abandono del objeto deseado en provecho de
su interiorización y habla, más allá de la vocación ascética del proceso, de un nihil en el
centro mismo del objeto percibido. Adviértase que la ascensión del movimiento
trinitario implica un proceso de avance-retroceso dentro de la ascensión: la
conservación del recuerdo en la mente devuelve a la primera trinidad, puramente
exterior, un elemento que como por un efecto retroactivo, se vuelve interior. La unión
entre el cuerpo (res) de la mujer y la visión misma “no podría producirse –dice– sin el
alma”. Gracias a una argumentación en cadena, donde cada grado de la trinidad difiere
del anterior en su contenido pero reproduce dentro de sí mismo el mismo
funcionamiento, la intentio anuncia la voluntas, en un proceso donde lo exterior y
sensitivo del objeto se conserva en las fases sucesivas (interiores) reconvirtiéndose en
otro tipo de exterioridad, o sea, la que aparecerá al final del tratado como una
separación ineluctable entre la voluntad humana y la voluntad Otra. Más que la
justificación del dogma, lo que Agustín analiza en la ascesis trinitaria es la estructura
del deseo y el estatuto exterior-interior de su objeto respecto del sujeto. Aún en la
pulsión, que “no aparta la mirada del objeto deseado”, el texto hace surgir un factor que
dentro de la propia intentio, separa al sujeto del objeto. Ese factor estaba allí antes de
que apareciera el objeto del deseo, como lo probarán, retrospectivamente, las fases
sucesivas. Así, el tercer término de cada trinidad, siempre unido a la interioridad de la
voluntad, actúa también hacia atrás, en el hombre “exterior”.
Aunque Agustín, siguiendo la dualidad platónica de lo sensible y lo inteligible,
imponga un corte entre la trinidad res-visio-intentio y las que siguen, y aun cuando diga
que “la voluntad pertenece al alma y no a un objeto exterior”, aun cuando diga que solo
“las almas puras” (o sea, el hombre interior) acceden a la visión de Dios, una
continuidad sorda liga la intentio fijada en el objeto erótico del deseo, y la voluntas no
solo de la tríada siguiente sino también de la última (memoria-intellectio-voluntas), que

89
Ibíd., XI, 5.
89
Ibíd., X, 5.
75
por una identificación en el fondo imposible, lo acerca, sin hacerlo acceder a él, al
objeto más “interior”. La prueba de esa continuidad está dada por el hecho de que en
virtud de una dialéctica cuyo secreto solo detenta su autor, la mujer, objeto “exterior” y
renunciado del deseo, reaparece, justamente por haber desaparecido, en el tramo final y
más interior, o sea, en el libro XV del Tratado, en el lugar separado e inaccesible de un
no-objeto surgido del funcionamiento triádico de su propio texto.
En este paso de un objeto a otro, una lectura somera concluiría que la unión con la
mujer fue real y satisfizo al “hombre exterior” y que solo la etapa siguiente del “hombre
interior”, renunciando a ella por la “voluntad interior”, accede al goce de Dios. Una
lectura menos inmediata deduciría, en cambio, que el goce de Dios (como goce
“mental”, según diría Lacan) estaba ya en el goce de la unión con la mujer (goce
“sexual”) y que este último persiste, transformado en goce Otro, en el Libro XV.90 San
Agustín guía aquí cada paso del Libro XXI del Seminario de Lacan: “Lo Real es tres
porque no hay relación sexual”.91 En el recorrido desde lo fálico a lo no-fálico, lo no-
fálico está ya presente en lo fálico. En san Agustín, el juego de la disyunción y la
conjunción no sirve tanto para mentar una unión imposible en la visión cara a cara como
para introducir un elemento tercero (Real) en la relación sexual.
Nadie sabe, por suerte, qué es lo que llevó a san Agustín a abandonar a su concubina
con la que había vivido quince años, renunciando de ahí en adelante a la vida sexual.
Nos quedan solo los textos de las Confesiones (que disfrazan esas razones) y el tratado
De Trinitate, que es tan autobiográfico como las Confesiones. En todo caso, en el
proceso de cómo el alma pasó del goce sexual al goce “incorpóreo”, san Agustín
procede en un orden inverso al de Lacan. Mientras que en Lacan se va desde la no-
relación con el gran Otro hasta la no-relación sexual (poniendo el goce femenino en
función de descompletamiento del gran Otro), en san Agustín se parte del goce con la
mujer para llegar al goce de Dios.
Para acercarse más al modo en que el texto elabora el pasaje de un amor a otro (o de
una “concupiscencia” a otra), volvamos a la diferencia mentada más arriba entre nosse
(conocer) y cogitare (pensar). Despejar el contraste entre estos dos verbos latinos en la
trinidad esse/nosse/velle (ser/conocer/querer) nos ayuda a comprender cómo se teje la
división entre lo exterior del objeto (en el goce sensitivo) y la exterioridad a la que se
llega al final, respecto de la “visión cara a cara” (y aun cuando esta última fase se
alcance por un progreso en la “interioridad” de la voluntad). Una inapreciable nota de P.
Agaësse al Libro X del Tratado de la Trinidad en torno a esa diferencia semántica,92
explica que entre nosse y cogitare dista todo el espacio que va desde un conocer
implícito (o “preconsciente”) hasta un acto de habla. En las Confesiones, san Agustín
explica el conocer latente en el contexto de la memoria, refiriéndose a esos nombres o
palabras que permanecen en estado latente aun cuando el alma no sospeche que tiene un
conocimiento (notitia) de ellos. Olvidados, uno no los recuerda pero sabe que los
olvidó: “Aunque no piensa, conoce” (Etiam si non cogitat, novit tamen).93 El verbo
cogitare, en cambio –continúa Agaësse– designa un “segundo momento en que el alma

90
Pienso que cuando Lacan dice cosas como: “Lo importante cuando digo que se goza solamente del
Otro, es esto: que no se goza de él sexualmente –no hay relación sexual– ni somos gozados por él.
Gozamos de él, hay que decirlo, mentalmente” (S. XIX, 8/3/72), está impregnado de la lectura de De
Trinitate, donde lo referido al alma (mens) se llama “mental”.
91
Libro XXI del Seminario, 15/1/74.
92
Nota 25, p. 605 en La Trinité, Vol. 15 de Études augustiniennes, Paris, Desclée de Brouwer, 1991.
93
De Tr., op. cit., XIV, 7.
76
se refleja y se dice en su verbo”. Cuando recuerda la cosa o palabra olvidada, “se
reconoce en su lenguaje”. San Agustín hace derivar cogito de cogo (juntar, reunir),
como agito (empujar, mover) de ago (empujar, poner en movimiento, y solo en una
segunda acepción, hacer o actuar). En las Confesiones presenta el verbo cogitare como
el acto por el cual el alma “reúne conocimientos dispersos y latentes en la memoria y los
pone frente a ella misma llevándolos a un conocimiento claro”.94 Si aplicamos esto al
alma –dice Agaësse– el cogitare “no es un simple conocimiento sino la actividad
sintética por la cual el alma se dice su verbo por intermedio del amor”.
La cogitatio implica, pues, un acto, y un acto de habla. No prolonga ni perfecciona la
notitia (conocimiento latente, derivado de nosse) llevándola a la plenitud de un
conocimiento sino que opera un salto, más allá del conocimiento, para producir un
acto. Ese acto consiste en encontrar la palabra olvidada: “El alma –escribe san Agustín–
cuando se mira mediante el pensamiento, se comprende y se reconoce, y engendra
entonces el intelecto y su pensamiento”.95 Agaësse comenta: “Si [el alma] se reconoce
en su verbo no es solo porque se refleja en él sino porque lo pone: ese reconocimiento
es generación […] el alma no se mira como un objeto sino que se alcanza a sí misma
coincidiendo con el acto por el cual pone una palabra”.
La nota de Agaësse es crucial para nosotros (sobre todo porque para un lector
desprevenido, nosse puede confundirse con cogitare, ya que san Agustín a veces los
yuxtapone sin distinguirlos). La ascensión gradual hacia un “conocimiento” del Dios
trino esconde entonces el “engendramiento” de un acto de habla. Lo cual explica, de
paso, por qué san Agustín insistía, en su interpretación del evangelio de san Juan, en
que las escrituras no dicen cogitatio Dei sino verbum Dei.96 No se trata de conocer sino
de encontrar una palabra, por el amor, y decirla.
San Agustín filtró, pues, a través de un discurso que toma al Uno como eje, una
división radical que atraviesa el esquema especular del ver y de lo visto, el pensar y lo
pensado. Esa división termina encarnándose en el verbo. Al reiterar, retomando textos
de Cicerón, que lo propio del alma es verse a sí misma como Una (y por más que
cuestione la comparación entre el ojo y el alma que le sirve a Cicerón para decir que ni
uno ni otro pueden verse a sí mismos), san Agustín deniega lo que por otro lado repite
sin pausa, es decir, que el alma “no cae bajo su propia mirada”.
El Espíritu Santo, como “lazo de unión” entre el Padre y el Hijo, hace pronunciar la
verdad del Verbo por el amor.
Este entrelazamiento entre el amor y el verbo me parece insinuarse claramente en
una curiosa acotación de Lacan al comienzo del curso del 18/12/73. Frente a oyentes
que habían creído reconocer en el nudo alguna metáfora freudiana de una “embriología
del alma”, los refuta diciéndoles: “No es tan importante el nudo, sino su decir […] Lo
que llamé recién la resonancia de mi decir, sépanlo ustedes o no […] era el amor”.97

94
Ibíd., X, 11.
95
Ibíd., XIV, 6.
96
Ibíd., XV, 16.
97
Libro XXI del Seminario, 18/12/73. La reminiscencia de san Agustín es patente cuando añade: “El
decir no es una palabra, si fuera así no se diría ‘vanas palabras’, que adopta la misma forma
argumentativa de las exégesis agustinianas que repiten: el texto no dice X… sino Y… en ese caso, no se
emplearía la expresión Y”. Ya en el 1969, Lacan llevaba a su extremo la separación entre “decir” y
“significación”: “La significación como producida, es un engaño que nos oculta que por su propia
esencia, no significa nada, el decir no es operación de significación” (Libro XI del Seminario, 11/12/68,
p. 90 de la versión Seuil). Que el amor se presente encarnado por así decir en un “decir” (encontrando allí
77
¿Es posible leer a Lacan sin este marco? Por cierto que sí. Que Lacan haya
disimulado o no sus fuentes, tenerlas en cuenta contribuye, no obstante, a comprender lo
que calla la acentuación de la dimensión “matemática” del dos y del tres. El problema
preocupa a Lacan, que no deja de tematizarlo: “Que Dios sea tres indisolublemente, nos
lleva mal o bien a hacernos prejuzgar que la cuenta uno-dos-tres le preexiste”.98 Según
que sea anterior o posterior al advenimiento del cristianismo como religión del dios uno
y trino, se deducen dos alternativas: “De dos cosas una: o solo se toma en cuenta el
après-coup de la revelación crística, y entonces su ser acusa un golpe. O bien, si el tres
le es anterior, es su unidad la que recibe un golpe. De ahí se vuelve concebible que la
salvación de Dios sea precaria, y librada a la buena voluntad de los cristianos”.99
Lo cierto es que para reivindicar el tres y no el dos, es imprescindible hacer resaltar
el tercero como Real. El tres en el amor une separando y separa uniendo, es semblante
seductor y unitivo pero a la vez obstáculo. “Yo erro –dice Lacan– por esos intervalos
que trato de situarles, del Sentido, del Goce fálico, más aún, del Tercer Término, que no
esclarecí, porque es él el que da la clave del agujero, del agujero tal como yo lo
llamo”.100
Pienso que se perfila en ese agujero la huella de lo que para san Agustín es la
voluntad impotente, como tercer término, para lograr la unidad perfecta de la memoria y
el intelecto. Recordemos que en El libre albedrío la definía como un desvío respecto de
la voluntad Otra (y que al negarse a hacer de Dios la causa del mal, ese desvío abría el
agujero de la causa). La voluntad que resurge en el tercer término de las tríadas, aunque
pertenezca al alma interior y no a la exterior o corpórea, por más que quiera unir desde
adentro, está siempre separada del término último que quiere alcanzar (la voluntad “une
y separa”, dice Agustín101). El Amor o la Voluntad de la trinidad divina suple a esa
falla, por un acercamiento infinito e incumplible. Caracterizando al Espíritu Santo
mediante el Amor, y cumpliendo así con el encargo de la iglesia de Roma, que le pedía
esclarecimientos acerca de la tercera persona de la trinidad, el Espíritu Santo, “cuyo
nombre es caridad” –responde san Agustín–, es el “lazo de unión” entre el Padre y el
Hijo y hace pronunciar la verdad del Verbo por el amor. La pregunta retórica: “¿Qué es
el amor sino voluntad?”,102 ratifica a la tercera persona como realización conjunta de las
dos primeras. Ahora bien, si esa voluntad en el nivel humano solo adquiere valor por su
acercamiento/alejamiento infinito de la voluntad Otra, ¿no se reconoce en ella la
voluntad acerca de la cual decía en El libre albedrío, para remarcar su desvío respecto
de la voluntad divina, que “la única causa de la voluntad es la voluntad”? En De
Trinitate se afirma, en efecto, que como persiste en el ser humano un vestigio de lo
divino, persiste también en él, si quiere y solo si quiere, la voluntad de acercarse a una
Ley divina (aunque esa voluntad esté separada por un abismo de la voluntad Otra).103

su límite) se refuerza al final del mismo curso del 18/12/73: “El psicoanálisis se mantiene en el lugar del
amor. Es necesario que abra un surco en el reflorecimiento del amor como (a)muro”, porque el (a) muro
es lo que lo limita”.
98
Libro XX del Seminario, p.98, de la versión Seuil.
99
Ibídem.
100
Libro XXII del Seminario, 17/12/74.
101
De Tr., op. cit., XI, 10.
102
De Tr., op. cit., XV, 20.
103
“Todo cuanto alienta y vive en el hombre ha de referirse a la naturaleza inmutable, que se recuerda por
la memoria, se la contempla por la inteligencia y se la abraza por el amor […] Pero evitemos comparar
esta imagen, hechura de la Trinidad, y deteriorada por el pecado, con la misma Trinidad, como si en todo
fuera semejante; veamos más bien en esa semejanza una diferencia inmensa” (Ibídem).
78
Irreconocible y disfrazada detrás de la formalización topológica, la voluntad –aun como
voluntad de la voluntad del Otro– no deja de sobrevivir a través del vínculo precario que
une y a la vez separa los tres registros en el nudo borromeo.

79
SEGUNDA PARTE

80
La gracia suficiente y la gracia eficaz. Pascal y la polémica jansenista
Las “cartas escritas a un provincial por uno de sus amigos” –conocidas como
Provinciales– redactadas por Pascal entre 1656-1657 (el mayor best seller del siglo
XVII, lectura preferida de los “libertinos” de la época), tanto como los Escritos sobre la
Gracia (póstumos, redactados probablemente en 1659), prolongan la pregunta central de
la contienda agustiniana con Pelagio: ¿cuál es el rol que cumple la voluntad humana en
la salvación? No es ésta la única cuestión que se debatió en el vasto complejo religioso-
cultural llamado jansenismo (y en el grupo de Port-Royal, asociado irremediablemente a
él por razones histórico-políticas). La extrapolaré, no obstante, entre otras mil de las
suscitadas por la riquísima conjunción en que se mezclan una producción literaria
excepcional (Racine, Pascal, Arnauld, Nicole) con una aspiración inédita a renovar el
cristianismo primitivo, el florecimiento de indagaciones teológicas, ya sea universitarias
o autodidactas (caso Pascal), con iluminados imbuidos de una misión (como saint
Cyran, fundador de Port-Royal), mujeres mundanas que buscan una salida espiritual con
oscuras monjas retiradas en el convento de Port-Royal, empeñadas en una espiritualidad
rústica y esencial. Extraño meteoro en la historia, laico y clerical, exterior e interior,
mundano y anti-mundano, el jansenismo debió tal vez su destrucción (provocada por las
persecuciones desatadas por la saña de Luis XIV) a una vocación de cuestionamiento
radical ejercida en los bordes de dos mundos y que lo hizo infiltrarse, en formas inéditas
de clandestinidad, en el proceso de la Revolución Francesa.1
El contexto histórico y la problemática, sin embargo, han cambiado profundamente
por la aparición en escena de la Reforma, contra la cual se había reunido el Concilio de
Trento ya en 1546, y por la emergencia de la corriente progresista y humanista
representada por la Compañía de Jesús. En ese contexto, y en relación con la casuística
jesuítica, la pregunta por el rol de la voluntad en la salvación pasa ahora por la
distinción entre gracia suficiente y gracia eficaz. Con esta distinción, Pascal reacciona
contra la condena de Jansenius por la Iglesia, ya que en tanto éste se proclama discípulo
de san Agustín (y sean cuales fueren las diferencias que lo separan de su maestro),2 esa
condena acarrea automáticamente la del agustinismo. Los representantes españoles más

1
Los historiadores han mostrado cómo la doble faz del jansenismo (íntimo y político, religioso y laico,
conservador y revolucionario) pudo persistir hasta en el ritmo jadeante y sincopado de la Revolución
Francesa (por ejemplo en Rita Hermon-Belot, L'abbé Grégoire. La politique et la vérité, Paris, Seuil,
2000 y sobre todo el Prefacio de la historiadora Mona Ozouf).
2
Según Henri de Lubac en Augustinisme et théologie moderne (Paris, Le Cerf, 2008), las tesis teológica
de Jansenius en su libro Augustinus (de 1640, origen del conflicto con los jesuitas) sería una
tergiversación de las tesis originarias de san Agustín. En vez de decir “Dame la gracia para ser digno de
ti”, la fórmula impuesta por la nueva teología de Jansenius y Baïus enunciaría: “Tienes que darme la
gracia para ser digno de ti”. Dejaría de suponer, por ende, un “desborde gratuito de la gracia divina” para
hacer emerger una justicia distributiva imputada a Dios como un deber por el hombre. El ensayo de H. de
Lubac pasa por alto la lectura que hizo Pascal de Jansenius (lo cual explica quizá la total omisión de
Pascal en sus consideraciones). En todo caso, pese al apasionamiento polémico que lo embanderó
inicialmente con jansenistas de primera fila como Arnauld (manifestado en las Provinciales), Pascal se
habría desinteresado muy pronto de los ribetes político-institucionales del conflicto, como lo sostienen
diversos comentaristas como L. Brunschvig (La solitude de Pascal, en Revue de Métaphysique et de
Morale, nº 2), M. Blondel (Le jansénisme et l'anti-jansénisme de Pascal, Ibíd.) y H. Gouhier (Pascal.
Commentaires, Paris, Vrin, 1984). Para el contexto histórico-político, me baso sobre todo en René
Taveneaux, Le catholicisme dans la France classique (1610-1715), Sedes, 1994, en Gérard Ferreyroles,
Pascal et la raison du politique, Paris, PUF, 1992 y en las anotaciones de Chevalier, Sellier y Mesnard a
las Obras Completas de Pascal.
81
típicos de la Compañía de Jesús, el casuista Antonio de Escobar (autor de Summula
casuum conscientiae, de 1627) y el jesuita Luis de Molina (autor de Concordia entre el
libre albedrío y los dones de la gracia, de 1588), satirizados sin piedad en las
Provinciales, introducen un espíritu de tolerancia liberal en neta contraposición con la
exigencia jansenista. En este nuevo juego de oposiciones, los jesuitas acusan a los
jansenistas de sostener tesis viciadas por la herejía de Calvino. Por su lado los
jansenistas (“discípulos de san Agustín”) acusan a jesuitas y molinistas por reflotar la
vieja herejía pelagiana, lo cual supone la anatematización no solo de Jansenius sino de
san Agustín. De los trece años de complots, disputas, intrigas, acusaciones y contra-
acusaciones que separan la publicación del Agustinus y la bula pontificia Cum
occasione (1653) que lo condenó, extraeré solamente y para lo que me interesa aquí, las
líneas generales de la dialéctica con la que Pascal, confirmando las posiciones del
Concilio de Trento y para defender a los “discípulos de san Agustín”, somete el texto
digresivo, deslizante y disperso de este último a una síntesis condensada y
“geométrica”.3
En el nuevo horizonte histórico en que el problema de la gracia vuelve al tapete en
Francia, hay que recordar que el Concilio de Trento, iniciando el proceso comúnmente
llamado de la Contrarreforma, había condenado como heréticas las doctrinas de Lutero
y Calvino, por sostener, invocando (y tergiversando) a san Agustín, que el pecado
corrompió la naturaleza hasta el punto de hacer perder al hombre su libre albedrío. Sin
voluntad, el hombre quedaba así librado al poder infinito de Dios y a su absoluto
arbitrio. El Concilio no había condenado, en cambio, a jesuitas y molinistas que habían
leído a san Agustín a través de un filtro tomista y mantenían, aunque de un modo no
demasiado claro (como para respetar las contradicciones internas de san Agustín), los
dos principios: el poder de la gracia divina y el libre albedrío. En España, la guerra entre
dominicos (sobre todo Báñez, tomista4) y los partidarios de Luis de Molina (acusado
por aquél de pelagiano) mostrarían luego que no hubo acuerdo, dentro de la Compañía
de Jesús, en el modo de cómo hacer coexistir los dos principios. La prohibición en 1594
del papa Clemente VIII a unos y otros de anatematizarse mutuamente (para evitar la
escisión interna de la Iglesia) hizo que el Concilio de Trento conservara ambos
principios pero al mismo tiempo, nunca se pronunció claramente acerca de cómo
entender el carozo de una polémica que heredaba su núcleo temático del siglo V, a
saber: ¿En qué sentido y de qué modo el libre albedrío coopera con la gracia divina si se

3
La bula De occasione forma parte de la larga lista de bulas papales y decretos conciliares que
condenaron el luteranismo, el calvinismo y por fin el jansenismo. Las más importantes son: la bula In
Eminente (6 de marzo de 1642), por la cual los jesuitas denuncian el Augustinus de Jansenius ante el papa
Urbano VIII; Exsurge Domine (1520), que anatematiza 41 proposiciones de Lutero; los decretos de las 5º
y 6º sesiones del Concilio de Trento, Ex omnibus afflictionibus (1567) que condena 76 proposiciones de
Baius; la bula del papa Inocencio X de 1653 Cum occasione, que condenó 5 proposiciones atribuidas a
Jansenius; por fin, Unigenitus (1713) que condena de un modo inapelable a Port-Royal y al jansenismo
por orden de Luis XIV ante la Iglesia de Roma, declarando heréticas 101 proposiciones del jansenista
Quesnel.
4
Autor de Apología de los hermanos dominicos contra la “Concordia” de Luis de Molina (1592), que
basándose en Tomás de Aquino (sobre todo la diferencia entre necesidad de consecuente y necesidad de
consecuencia), demuele la “ciencia media” sostenida por Luis de Molina en Concordia entre el libre
arbitrio y los dones de la gracia (1588). A pesar del sarcasmo de las Provinciales referido al diferendo
entre dominicos (o “nuevos tomistas”) y molinistas, Báñez coincide con Pascal en sostener la
imposibilidad de conciliación racional entre la voluntad humana y la divina.
82
afirma, por otro lado, que el don de Dios es inconmensurable a todo cálculo y esfuerzo
humanos?
El modo de comprender esta cooperación determinó todas las divergencias. Si se
acentuaba la voluntad libre poniéndola en el hombre (como los molinistas), se perdía de
vista la primacía de la voluntad Otra; si se daba prioridad a esta última, se corría el
riesgo de confundir al elegido con un “predestinado” (como fue el caso de Calvino, que
transformó lo que ya era en san Agustín un pesimismo certero, en una visión opresiva
de la relación con un Dios desalmado e injusto). En ambos casos, se tergiversa el vaivén
típico de los textos agustinianos entre la voluntad propia y la Otra, que deja siempre un
espacio libre para el asentimiento voluntario al don del Otro: “Dios no salva al hombre
sin el hombre”. Por más trágica que fuera la visión que se deducía de la posición
agustiniana (donde se obedece al Otro sabiendo que es posible no obtener ninguna
recompensa), el sujeto se comprometía todavía más profundamente en sus actos,
justamente por ignorar el designio del Otro.
La polémica iniciada por Pascal en las Provinciales debe en parte su interés a que
vuelve a dar sentido a ese punto movible en la teología de san Agustín, lugar dejado
vacío a medias, no sin razón, en los textos del Concilio de Trento. Si tanto Lutero y
Calvino como Luis de Molina y Báñez, desde posturas heterogéneas, dicen basarse por
igual en san Agustín, es, sin duda, porque esas oscilaciones estaban inscriptas en el
mensaje de éste. Cuando Molina admite, de acuerdo con santo Tomás, en su
Concordia… que Dios otorga a todos los hombres una gracia suficiente o “poder
próximo” que los ayuda a no caer permitiéndoles cumplir con los mandamientos, ¿se
refiere a la gracia como “capacidad” de Pelagio o a la gracia agustiniana, que Pascal
llama “eficaz”, o sea, la que produce el acto? De hecho, cuando el hombre logra no caer,
no se puede negar que lo asistió la gracia. ¿Pero cómo saber, frente a un acto cumplido,
si la gracia por la cual se cumplió era suya o del Otro? ¿Cómo distinguir entre lo
voluntario y lo involuntario?
Obviando el misterio del don, Molina, sentado codo a codo con Dios –se burla
Pascal– ha penetrado en todos sus pensamientos e intenciones. De hecho, decide por él.
Para Báñez, en cambio, además de las gracias suficientes o “naturales” dadas a todos,
Dios crea otras, diferentes o más singulares, que por razones impenetrables no se dan a
todos por igual. Báñez acepta que las dos gracias entran en acción juntas. Pero cuando
llega el momento de explicar cómo ambos “auxilios” se juntan, confiesa su ignorancia y
recae en el argumento agustiniano, a saber: no tendría sentido la recompensa o el
castigo si el hombre estuviera predeterminado por la voluntad del Otro. Tampoco
tendría sentido si se piensa, por un tenue desliz que identifica casi a Calvino con Lutero,
que su albedrío no es libre sino siervo, o sea, que el hombre peca siempre, “aun cuando
cree no pecar”. Cuando san Agustín decía en El libre albedrío que Dios es omnisciente
y sabe por anticipado cómo actuará cada uno, alertaba siempre sobre la confusión entre
presciencia y causa eficiente. En su lenguaje, saber por anticipado o “prevenir” no es
idéntico a causar un efecto. En una palabra, no porque Dios sepa lo que el hombre va a
hacer, éste pierde su libertad. El vacío queda situado aquí entre el saber del Otro y el
acto, de lo cual se infiere que ningún acto puede “cumplir” con la sabiduría divina. Es
en ese sentido como puede leerse la primera de las cinco proposiciones censuradas de

83
Jansenio: “Algunos mandamientos [praescripta] son imposibles de cumplir para los
justos”.5
El afán de Molina por rellenar ese vacío mediante la noción de saber o ciencia
“media” llegó hasta el punto de que en el conflicto interminable que lo opuso a Báñez,
no solo sostenía que el saber de Dios conoce los actos ya cumplidos y los actos posibles
todavía no realizados, sino además los “futuros contingentes” (concepto de santo Tomás
inspirado en Aristóteles). En el ejemplo aristotélico de la alternativa entre dos
contingentes como “Mañana habrá una batalla” o “Mañana no habrá una batalla”, solo
una alternativa acaecerá realmente y es verdadera, aunque sea necesario presentarla con
un “o” antes de que una u otra se realice. ¡Molina propone que Dios conoce ese “o”!
Así, da a Dios el poder de dominar también el azar. Báñez le responde: “Cuando Dios
mueve la voluntad del hombre en una dirección, es imposible que la voluntad no se
mueva libremente hacia ella” (Apología). Esta posición, similar al desarrollo de Pascal
en la Provincial 18 sobre la gracia irresistible, resuelve el problema en términos de
goce: el goce del Otro arrebata el goce del sujeto, sin obligarlo sino “por un movimiento
enteramente libre, enteramente voluntario, enteramente amoroso” –dirá Pascal– al cual
es llevado de un modo “infalible”.
En resumen, habría diferentes modos de encarar la voluntad Otra: armándose con
argumentos causalistas, o disfrazando lo contingente en necesario, o poniendo de relieve
el goce del elegido (donde lo voluntario y lo libre coinciden de un modo misterioso). La
posición de Báñez se inclinaría por esta última posición. Reconoce que una voluntad
segunda no puede equipararse con la voluntad primera pero al mismo tiempo, dice –
siguiendo a santo Tomás– que si la voluntad segunda “obra”, es más perfecta que
cuando no obra, y entonces “su potencia está determinada hacia lo que por su naturaleza
está ordenado por Dios”, que es acto perfecto. El acento decisivo está puesto en el
“más” del Otro y no en la operación causal.
Se reitera en estas divergencias el dilema originario: ¿Cómo es posible que el acto,
para ser acto, tenga que ser el acto del Otro? Pascal inmortalizó el dilema en la Segunda
Provincial, a través de una hilarante puesta en escena de los dos tipos de gracia:
suficiente y eficaz. Aunque ironizada para atacar el uso político e instrumental que
hacen de ella distintos sectores de la Compañía de Jesús, la diferencia es en sí misma
grave y para Pascal, fundamental. Y uno puede preguntarse, en este punto, qué es lo que
en la retórica de la gracia circula en el sarcasmo con los mismos mecanismos de la
gravedad.
La respuesta solo puede encontrarse en el montaje significante del texto. En la
encuesta inicial de las Provinciales, la diferencia entre suficiente y eficaz es difícil de
determinar porque los miembros de cada grupo (calvinista, molinista, dominico, jesuita,
jansenista o luterano), la usan cada uno a su modo, ya sea por ignorancia, ya sea por
comodidad o intereses extra-teológicos (rencores personales o necesidad de
diferenciarse). Sin embargo, por interesada que sea, la dificultad política tiene raíces de
fondo. Para despejar el imbroglio, Pascal establece una antinomia principal: 1) para los
jesuitas, la gracia suficiente basta para actuar bien; 2) para los jansenistas, no hay
ninguna gracia actual suficiente para actuar según la caridad, solo es válida la gracia

5
La frase completa atribuida a Jansenius era: “Algunos mandamientos son imposibles de cumplir para los
justos, a pesar de su voluntad y esfuerzos, dadas las fuerzas de las que disponen en el momento actual y
también porque les falta la gracia que las haría posibles. (Proposición temeraria, impía, blasfematoria,
digna de anatema y herética)”.
84
eficaz dada por el Otro. En cuanto a los “nuevos tomistas”, que aparecen en posición
tercera, mantienen extrañamente, dice Pascal, las dos posiciones al mismo tiempo. Sin
embargo, como agregan que la gracia suficiente es inútil sin la eficaz, debieran aliarse
con los jansenistas –se indigna– pero aceptan mezclarse en una mayoría indiferenciada
que grita “gracia suficiente”, “gracia suficiente”, callando que ésta no actúa sin la
eficaz. El jesuita entrevistado en la Segunda Provincial da una explicación pragmática:
“No tuvimos más remedio que atemperar la gracia eficaz, confesando que hay una
suficiente”, sobre todo porque la sola locución “gracia suficiente” tranquiliza al
pueblo… Pascal quiere mostrar que los nuevos tomistas como Báñez no quieren
levantar la voz para no contravenir la opinión generalizada (la jesuítica) pero no por eso
el secreto que callan deja de ser la verdad del jansenismo, esto es: que la voluntad
humana está sujeta, de un modo difícil de probar, a la voluntad Otra. El secreto tal como
lo satiriza Pascal no es solo, por lo tanto, de orden político u oportunista sino que oculta
un punto clave de la teoría (que se podría calificar como el punto de angustia de san
Agustín): la autonomía de la voluntad solo se verifica como autónoma en relación con
lo Otro de ella misma.
En el plano del discurso, se vuelve así, de otra forma, al problema ya destacado en
la polémica con Pelagio, donde se pudo hablar por un tiempo de la gracia sin pronunciar
el término. El término litigioso ahora no es tanto “gracia” como su calificativo “eficaz”,
o sea, el don invisible que es tan difícil que el vulgo no perciba como una supresión de
la libertad… Aislando los diferentes enunciados en el texto de Pascal, obtenemos:
- “Todos tienen la gracia suficiente”
- “Todos no tienen la gracia eficaz”
- “Todos tienen suficiente gracia y todos no tienen lo suficiente” (tous ont assez de
grâce et tous n’en ont pas assez).
De lo cual se deduce la contradicción siguiente: “Una gracia suficiente no tiene
ningún efecto si no es eficaz” o en el juego de palabras de Pascal: Si elle ne suffit pas,
elle n’est pas suffisante.
El círculo reproduce textualmente la argumentación agustiniana acerca de la plegaria:
“Que los justos tienen el poder próximo [gracia suficiente] para rezar, quiere decir que
necesitan otro auxilio [gracia eficaz] para rezar, sin el cual no rezarán nunca” (Primera
Provincial). Sin ese Otro auxilio, la gracia suficiente ni siquiera existiría. El mismo
círculo se reitera con la pregunta irónica: “¿Porqué, Padre, decidió usted llamar
suficiente a una gracia de la que usted dice que la fe nos obliga a decir que es en
realidad insuficiente?” (Segunda Provincial).
De este modo, la gracia eficaz no implica un plus cuantitativo respecto de la
suficiente, sino que designa lo que falta en ésta. Dicho de otra manera, el hecho de que
todos tengan la suficiente, debe producir una excepción: solo algunos son tocados por la
gracia. La sustracción de un elemento al todos produce un algunos, o por lo menos un
no-todos. La diferencia entre todos y algunos no pasa por un criterio numérico (a lo que
llevaría la casuística y la hipocresía “devota”) sino por una excepción producida de un
modo impredecible y, según Pascal, también “infalible”. Como el plus-de-goce
lacaniano, la gracia eficaz actúa como un simple exceso sobre la otra. ¿Pero cómo?
Burlándose del uso politiquero del término, Pascal recurre a una parábola:

“Si a usted le dan para comer todos los días dos mendrugos de pan y un vaso de agua, ¿estaría usted
contento de su prior, que le diría que eso basta para alimentarse con el pretexto de que con otra cosa que
él [el prior] no daría, usted tendría todo lo necesario para alimentarse?”
85
El ejemplo se aclara con otro, también en la Segunda Provincial: un viajero es
asaltado por ladrones en un camino. Herido gravemente en las piernas, manda llamar a
tres médicos de los pueblos vecinos. El primero le dice que sus heridas son mortales y
que solo Dios podrá salvarlo. El segundo, queriendo halagarlo, le dice que tendrá
fuerzas suficientes e insulta al primer médico. Desorientado por la desavenencia entre
los dos médicos, el herido llama a un tercero, que para contrariar al primero se liga con
el segundo. El herido pregunta al tercer médico con qué criterio sabe que le quedan
fuerzas suficientes para volver a su casa y el médico le contesta que tiene todavía
piernas como medios naturales para caminar pero que en caso de faltarle fuerzas, tendrá
que recurrir al auxilio extraordinario de Dios. El herido le pregunta entonces: ¿Usted no
está de acuerdo, pues, con el segundo médico? A lo cual el tercer médico asiente, dando
implícitamente razón al primero.
Es fácil reconocer en el primer médico al jansenista, en el segundo al molinista y en
el tercero al nuevo tomista Báñez, que está de acuerdo con los “discípulos de san
Agustín” pero que por prudencia se alía con los segundos, callando un significante. Lo
que el tercer protagonista omite decir en voz alta, y que el jansenista Pascal exige que se
diga claramente, o sea, que solo lo que falta a la gracia suficiente la hace eficaz,
corresponde a lo que en el primer apólogo se reserva para sí el prior: una especie de
“nada” que alimenta al hambriento.
Tanto este ejemplo como el apólogo del herido pueden articularse en cuatro fases
que combinan no todos (o algunos), todos, siempre, no siempre –del modo siguiente:

“1) La gracia no es dada a todos los hombres.”


“2) Todos los justos tienen siempre el poder de cumplir los mandamientos.”
“3) Para cumplirlos e incluso para rogar, necesitan una gracia eficaz que determina
invenciblemente su voluntad.”
“4) Esta gracia eficaz no es dada siempre a todos los justos y depende solo de la
misericordia divina.”

Estos cuatro enunciados, que resumen la verdad jansenista, se escalonan de modo


tal que cada uno niega al anterior. El (2) niega al (1), el (3) niega el (2) y el (4) niega el
(3) volviendo a dar sentido al (1). El (1) afirma un no-todos que el (2) contraría
entronizando el todos y el siempre de la gracia suficiente, los cuales son negados en (3)
por la eficacia de la gracia, inseparable de la excepción. El (4) transforma siempre en no
siempre y los hombres (1) en justos (4) devolviendo la gracia al no-todos.
Según este esquema, lo que hace falta para realizar el acto está en el Otro. A veces,
el Otro se lo guarda para sí. Cuando se espera que nos satisfaga, en realidad nos deja en
ayunas y hasta puede matarnos de hambre. Cuando esperamos que nos cure, nos deja en
una semi-enfermedad. Lo que, de contradicción en contradicción, hace pasar de una fase
a otra es una desproporción incuantificable que viene a reafirmar en (4) la verdad
inverificable de (1): “La gracia no es dada a todos”.
Vistas así las cosas, es de sospechar que el mecanismo significante común a la
comicidad y la gravedad esté en la diferencia que se sustrae, como algo que falta, entre
una fase y otra. Innumerables fórmulas irónicas se articulan como un Witz: “Cuando los
jacobinos dicen que la gracia suficiente es dada a todos, entienden que no todos tienen
la gracia que es efectivamente suficiente” (Segunda Provincial). Un punto común –la
elisión del término eficaz– la acerca a otras sin efecto cómico, por ejemplo la paradoja
86
de que el fundador de la Iglesia haya negado a Cristo tres veces, en un momento en que
fue “abandonado por la gracia” (Mateo, 26-34): “Para mostrar que sin la gracia no se
puede nada –dice Pascal defendiendo un argumento preferido de Arnauld– Dios dejó a
Pedro sin gracia”.
El sarcasmo con que Pascal denuncia la confusión terminológica de los jesuitas
tiene un sentido profundo: para comprender la eficacia de la gracia, no basta con
pronunciar una palabra o una frase de un modo mágico, a veces es mejor callarse. Sin
embargo, no queda a veces más remedio que proferirlas aunque no se entienda su
sentido (como lo muestra la Segunda Provincial): “‘¿Qué hay que creer para ser
católico?’; la respuesta es: ‘Hay que decir, me dijeron todos al unísono, que todos los
justos tienen el poder próximo, haciendo abstracción de todo sentido, ya sea el que le da
santo Tomás u otros teólogos’”.
Repetir sin entender o elidir la palabra “eficaz”. La Provincial 18 barre esta
dificultad con un plus que permite que el argumento de la necesidad de la gracia eficaz
se sostenga en su absurdidad lógica. El “más” suple la relación causal:

“¿Cómo podría alejarse [de Dios] ya que la voluntad no se inclina nunca sino por lo que le gusta más, y
nada le gusta tanto como ese bien único, que comprende en sí todos los otros bienes? Como dice san
Agustín: ‘Lo que nos deleita más, es hacia eso adonde se orientará necesariamente nuestra acción’. Es así
que Dios dispone de la voluntad libre del hombre sin imponerle necesidad; y el libre arbitrio, que siempre
puede resistir a la gracia, pero que no siempre lo quiere, se dirige tan libremente como infaliblemente a
Dios…”6

En el plano del dogma, el desarrollo completo apunta a mostrar que los jansenistas
siguen la enseñanza del catolicismo más ortodoxo: san Agustín, santo Tomás, el
Concilio de Trento y la Facultad de Teología de París. Pero si nos centramos en la pura
sintaxis, el párrafo sobre la gracia irresistible se puede reconstruir de acuerdo al
esquema de las negaciones escalonadas de la Primera Provincial. Veríamos entonces
que entre cada una de ellas se intercala un plus (elidido) que remplaza la negación
lógica:

1) “Nuestro libre albedrío puede resistir a la gracia” (contra Lutero y Calvino).


2) “Pero Dios forma en nosotros el movimiento de nuestra voluntad” (Jansenius y
san Agustín).
3) “Actuamos por nosotros mismos” (contra Lutero y Calvino y a favor de Molina).

6
El mismo verbo (inclinarse) resuelve, en un pasaje de De un Otro al otro, el no-equilibrio entre “Me
pregunto qué quieres/Te pregunto qué quiero”: “¿Quién no ve que esto implica que toda manifestación
del deseo se inclina hacia un ‘Que se haga tu Voluntad’?” (22/1/1969). Es absolutamente significativo
que Pascal utilice el mismo verbo en un contexto que crea una homonimia perfecta, puramente fónica,
entre el deseo del sujeto y el del Otro. En la frase celui qu’il aime, que Pascal escribió al margen de la
página, el sujeto y Dios, ambos designados como “il”, resultan indistinguibles al oído:
«Le mystère de l'amour divin»
Eorum qui amant
Dieu incline le coeur de ceux qu’Il aime
Deus inclinat corda eorum
Celui qui L’aime (aquél que Lo ama)
Celui qu’Il’aime (aquél que Él ama) (frg. Nº 840).

87
4) “Sin embargo, como Dios es el principio de nuestras acciones, operando en
nosotros lo que es agradable, nuestros méritos son dones de Dios” (Jansenius y san
Agustín).

A diferencia del esquema anterior, donde la desproporción se situaba entre todos y


no-todos, los enunciados (2) y (4) introducidos con pero y sin embargo niegan (1) y (3)
haciendo jugar ahora la desproporción entre el libre albedrío humano y la gracia divina.
El desfasaje entre el libre albedrío humano y la voluntad divina es tan poco calculable
como la excepción que distaba, en el silogismo anterior, entre todos y algunos.
Tampoco se la puede calcular en términos de todo o parte, de englobante o englobado.
Si “Dios forma en nosotros el movimiento de nuestra voluntad”, nuestra voluntad tiene
a su vez el poder de “resistir”, o sea de excluirse de ella. La capacidad de resistir o no,
resulta imposible de desvincular, una vez más, de que un goce resulte más fuerte que
otro. En la segunda proposición censurada de Jansenius: “En el estado de naturaleza
corrompida no se resiste nunca a la gracia interior” –si es que Jansenius formuló esa
frase, cosa que no se comprobó nunca–, la gracia eficaz se reduciría a un poder
puramente coercitivo, sin sobreabundancia de goce.
El mensaje agustiniano que Pascal recupera más allá de sus tergiversaciones, consiste
en decir que la gracia divina no destruye el libre albedrío, porque si lo destruyera, no
habría goce. Todo ocurre como si en la fórmula de la carta a Hilario (“El libre albedrío
no es destruido porque sea ayudado, al contrario es ayudado porque no es destruido”), el
término ayudar sobreentendiera un plus-de-goce no dicho. Hay otros modos de decir lo
mismo, por ejemplo: “La gracia es siempre nueva”.7
Como no hay significante que represente el plus que hace pasar de uno a otro
enunciado, la contradicción entre los pasos del argumento no llega a resolverse en una
verdad o falsedad definitivas. Lo ilustran, entre otros, las vueltas en círculo de los
comentarios agustinianos del episodio bíblico de Jacob y Esaú, donde se trata de
explicar por qué Dios aceptó a Jacob y rechazó a Esaú. El ejemplo apunta a mostrar que
la elección divina “no sigue a las obras” humanas sino que las precede: “No fue a causa
de las obras que se dijo a Rebeca que Esaú se sometería a Jacob sino a causa de Aquél
que llama…”.8 El argumento se yuxtapone con otro: “Nadie puede ser elegido si no es
antes diferente del que es condenado”. Hay diferencias y nada más, nada puede
explicarlo. Las preferencias son injustificables. La angustia de no saber nunca si se es
elegido indica en la escena de la salvación una contingencia insuperable.
En coherencia con esto, lo que circula, sustrayéndose, entre los cuatro enunciados
mencionados más arriba no es una negación lógica por la cual la afirmación en (1) o (3)
desaparecería bajo la negación de (2) y (4). Queda un resto entre los enunciados. El
procedimiento de Pascal parece a primera vista incompatible con una Aufhebung como
la de Hegel, que superaría lo negado elevándolo hacia un tercer término. Se caracteriza
más bien por hacer coexistir enunciados cuya “contrariedad” [contrariété] estalla a cada
paso, sin relacionarlos sino más bien haciéndolos repetirse indefinidamente. El proceso
se podría resumir así: Lo que se sustrae no niega eso a lo que se sustrae, al contrario, lo
necesita (así como la gracia eficaz necesita de la suficiente).

7
Carta nº 6 de Pascal a la Srta. Roannez.
8
Obsesionado por el tema de los mellizos, cuyas diferencias no se deben a factores del entorno sino al
deseo del Otro, san Agustín comenta largamente los capítulos 24-27 del Génesis (Mélanges doctrinaux,
op. cit., Vol. 10, Paris, Desclée de Brouwer, p. 459 y ss.).
88
Este proceso que pone en función una negación que no niega, contiene un implícito
fundamental, o sea, que es imposible romper el nudo que ata entre sí a dos términos que
son, no obstante, incompatibles, esto es, la naturaleza y la gracia. Por esa razón, la
polémica san Agustín/Pelagio no pertenece para Pascal a un momento histórico que se
podría superar, sino que por su propia índole se reproducirá siempre:

“La gracia estará siempre en el mundo –y la naturaleza también– de tal suerte que es de alguna manera,
natural. Así, siempre habrá pelagianos y siempre habrá católicos, y siempre combate. Porque el primer
nacimiento hace a los unos y la gracia del segundo nacimiento hace a los otros” (frg. 674).

El problema tiene que ver, pues, con una estructura de sujeto y no con una variante
teológica entre otras. Lo invariable en la estructura reside en que lo que es extraño a lo
natural (la gracia) está anudado con él. ¿Cómo anudar, por ejemplo, el abandono de
Dios por el hombre y del hombre por Dios en esta cuádruple repartición que opera
Pascal: 1) Dios abandona al hombre. 2) Dios no abandona al hombre. 3) El hombre
abandona a Dios. 4) El hombre no abandona a Dios? Un pasaje del Tercer Escrito sobre
la Gracia muestra que la doble contradicción no solo no está destinada a conciliarse
sino que se multiplica al infinito, por la intromisión de un elemento extraño que
suspende todo vínculo estable entre los términos contradictorios:

“[San Agustín] no se contradice cuando, habiendo establecido que la gracia es tan eficaz y necesaria
que el hombre no abandona nunca a Dios si Dios no lo deja antes sin auxilio, ya que, mientras que le
complazca retenerlo, el hombre no se separa nunca de él, en algunos lugares no deja de decir que Dios no
abandona al justo si el justo no lo abandonó, porque estas dos cosas subsisten juntas, a causa de su sentido
diferente. Porque Dios no deja de dar su auxilio a los que no dejan de pedírselo. Pero también el hombre
no dejaría nunca de pedirlo si Dios dejara de darle la gracia eficaz para pedirlo; de tal modo que en esta
doble cesación, ocurre que en Dios una [cesación] empieza siempre y que él nunca empieza la otra.
Este doble abandono, uno en el cual Dios comienza y otro en que Dios sigue [al hombre], está
marcado claramente en san Próspero cuando dice: Dios no abandona si no lo abandonamos, y muy a
menudo hace que no lo abandonemos. ¿Pero de dónde viene que retenga a éstos y no a aquéllos? No está
permitido averiguar por qué ni es posible encontrar el porqué. Donde vemos bien que en verdad, Dios no
abandona si no lo abandonamos: he ahí un abandono en que el hombre comienza, y Dios hace muy a
menudo que no lo abandonemos. Por lo tanto, no siempre. Así, cuando uno lo abandona, es porque Dios
no hace que no lo se lo abandone. No nos retiene. Por consiguiente, ocurre primeramente que Dios no
retiene, a causa de lo cual lo abandonamos. Porque los que él retiene, no lo abandonan. ¿No es eso lo que
acabo de decir? El primer abandono consiste en que Dios no retiene, después de lo cual el hombre
abandona, y da lugar al segundo abandono por el cual Dios lo abandona. En uno de esos abandonos, Dios
sigue y no hay en ello ningún misterio; porque no hay nada de extraño en que Dios abandone a hombres
que lo abandonan. Pero el primer abandono es completamente misterioso e incomprensible”.

El estilo de este párrafo yuxtapone todas las contradicciones sin resolverlas.


Operando el cuádruple paso de la necesidad a la contingencia, de la justicia conmutativa
a la justicia injusta, del todos al algunos y del siempre al no siempre, la solución no
hace inteligible una relación homogénea de los cuatro términos. Al contrario, un
elemento extraño a ellos (el plus no dicho de la gracia) reduce más bien el cuatro a tres.
Al hacer de Dios causa primera del abandono, el argumento instaura una contingencia
originaria, anterior al abandono de Dios por el hombre, que será siempre secundario (o
causa segunda) respecto del primero. Podemos situar esa contingencia originaria en un
elemento que falta (o al modo lacaniano, en un –1 en el conjunto). Otro pasaje del tercer
Escrito sobre la Gracia resulta crucial: es absurdo, dice Pascal, inferir que para san
Agustín Dios no es nunca el primero en abandonar [ne quitte jamais le premier] porque
89
en algún otro texto haya dicho que Dios no es para nada el primero en abandonar [ne
quitte point le premier]. Las dos aserciones no se contradicen: “Una cosa y otra son
verdaderas juntas: abandona y no es el primero en abandonar, a causa de las diferentes
maneras de abandonar”. ¿Cuáles son las dos maneras? Una obedece a un esquema de
remuneración conmutativa (si me abandonas te abandono); la otra, originaria y sin
razón, es un menos –o puro exceso– que deshace la justicia conmutativa. Más allá de
que en lenguaje teológico, esa diferencia corresponda a la introducida por el par
natural/sobrenatural, lo que nos interesa es la insistencia de Pascal en “poner juntos”
dos registros inconciliables, ya que a eso se debe la necesidad de hacer concordar las
contrariedades: “Hay un sentido en que concuerdan [s’accordent] todas las
contradicciones”, repite en la “Apología”. En virtud de esa posición, los equívocos o
aparentes contradicciones de los textos agustinianos, tanto como los innumerables
contrasentidos de los textos bíblicos, no se levantan o mejor dicho, se levantan cuanto
más se conserva el “misterio”. La “entera diferencia” que mantiene juntos a enunciados
que se contradicen, diferencia por la cual un enunciado incluye al otro sin poder ser
incluido, es del orden de la contingencia. Ésta incluye a la necesidad como una de sus
máscaras. Como en la historia de Jacob y Esaú, el Dios que abandona por una razón
desconocida (el “Dios oculto” que no responde siempre como se lo espera), es anterior y
primordial respecto del que abandona como respuesta a un abandono.
Al parecer, el tema del doble abandono se inspira en un texto de 1649 del abad de
Bourzeis.9 Cualquiera sea la fuente y por más que sea difícil a veces distinguir en Pascal
el texto propio y la nota de lectura, lo importante aquí es su absoluta coherencia con los
argumentos referidos a la plegaria, que combinan la “doble cesación” del poder de Dios
con el doble abandono (double cessation y double délaissement):

“De tal modo que considerando esta doble cesación por parte de Dios, una por la que deja de otorgar
la plegaria y otra por la cual deja de otorgar el efecto de la plegaria, es tan cierto que Dios no deja nunca
de otorgar el efecto de la plegaria a los que se lo piden como que el hombre no deja nunca de demandarlo,
si Dios no deja de darle la demanda” (Tercer Escrito).

Una de las dos cesaciones corresponde a la contingencia radical del Otro, la otra se
inscribe como respuesta puntual a una demanda de objeto. Así, en el esquema
cuaternario de Pascal:
1) Dios abandona al hombre
2) Dios no abandona al hombre
3) El hombre abandona a Dios
4) El hombre no abandona a Dios,
circula un no que no es el mismo de los enunciados (2) y (4). Si admitimos que el
esquema de cuatro términos se resuelve con una fórmula de tipo agustiniano: Dios no
abandona al hombre si el hombre no deja que Dios (no) lo abandone, veríamos que el
no entre paréntesis –que responde sin duda a la negación que Lacan llama
“discordancial”– anula la proporción entre los cuatro enunciados. El par cuatro, por así
decir, se reduce al impar tres, por la introducción de una contingencia que desarma la
doble proporción abandono divino/abandono humano.10

9
Comentario de Chevalier en Oeuvres Complètes, op. cit.
10
Un pasaje del texto de Juan B. Ritvo en “Sujeto, angustia, voluntad: una evidencia y dos enigmas”,
sobre la expresión lacaniana “no cesa de no inscribirse” encaja de un modo cabal en la retórica del doble
abandono: “Si lo real no es ente alguno y menos substancia –escribe Ritvo– si no es nada que ‘esté debajo
90
La misma lógica rige el modo de leer la fórmula adoptada por el Concilio de Trento
en su capítulo XI, sesión 6, que dice, para rebatir a Lutero: Los mandamientos no son
imposibles de cumplir para los justos. Pascal coteja la fórmula del Concilio con una
frase afirmativa: Los mandamientos son posibles para los justos. ¿En qué se diferencia
el primer enunciado (con una doble negación) y el segundo (compuesto por una
afirmación simple)? Basándose en que todo enunciado es equívoco, Pascal sostiene que
la fórmula afirmativa simple podría aceptarse en la medida en que es posible leerla en
dos sentidos. Uno de ellos es falso, aunque se imponga de primera intención como más
evidente, porque afirma (como Pelagio) que el hombre tiene el “poder próximo”, en un
instante de su justicia, de cumplir con los preceptos al instante siguiente. El otro es
verdadero, pero a condición de sobreentender un significante omitido: Los
mandamientos son posibles para los justos (por el don de la gracia, significante
omitido). La segunda formulación es verdadera porque, al modo del Witz freudiano,
desdobla la primera, gracias a la omisión de un significante.
Entre los tres enunciados que siguen:
(1)Los mandamientos son posibles de cumplir para los justos (Pelagio, Molina),
(2) Los mandamientos son imposibles de cumplir para los justos (Lutero),
(3) Los mandamientos no son imposibles de cumplir para los justos
(sobreentendiendo: por el don de la gracia) (Concilio de Trento),
Pascal sostiene que (1), leído desde san Agustín, incluye la negación de la tesis de
Lutero (2) y que en ese sentido, aunque más no sea por negación, contiene una verdad.
La formulación (3) le permite unir (1) y (2) negándolos. Habíamos visto que para Pascal
el sujeto cristiano se situaba entre dos enunciados contrarios. La doble negación en (3)
recuerda, por lo tanto, las dos verdades contrarias contenidas en (1) y (2). Negando dos
veces la posibilidad de cumplir los preceptos, se produce un no igual a la diferencia
impalpable entre poder y no-poder, saber y no-saber.
El sistema reproduce la reduplicación del saber del pecador en la Cuarta Provincial
como no-saber del saber, que da por resultado el justo. Vale la pena detenerse en este
procedimiento, donde el doble saber redunda en un menos y no un más. En el debate
con los casuistas que ocupa desde la tercera hasta la séptima de las Provinciales, se
desmontan los artilugios de la Compañía de Jesús, para mostrar que ningún
probabilismo puede medir con una regla la calidad moral del acto. Pasando en revista
los temas discutidos en el ambiente eclesiástico (homicidio, robo, prebendas, adulterio,
simonía, justificación del duelo, calumnia, corrupción de la autoridad), Pascal ataca la
elasticidad con que los casuistas españoles Vásquez, Sánchez y Escobar tanto como los
franceses Bauny y Annat tendían a atenuar la severidad de la sanción, en la absolución
de las faltas. En el contexto concreto de la polémica, se apuntaba a reglamentar los
criterios utilizados en el sacramento de la confesión. En la versión sofística y
abusivamente desculpabilizante de la casuística, examinar las causas que provocaron la
comisión de un acto moralmente grave midiendo su gravedad (y su sanción) por la
cantidad de daño que provoca, o separando el acto cumplido de su intención, supone

de’, se debe a que se inscribe en falso una vez y la segunda ya excede toda articulación, a pesar de que
deja su vestigio en ella. Dos veces opera el ‘no’: no cesa de no inscribirse es formulación que deja en la
sombra que ambos ‘no’ son heterogéneos; y lo son en virtud de que el ‘no’ del enunciado es diverso del
acto de negar. En y por el no el sujeto niega dos veces” (Revista Conjetural Nº 56, abril 2012). Si
entendemos aquí que lo real es el sujeto, en nuestro contexto la segunda inscripción que “deja su vestigio”
en la primera, es el propio significante gracia. La gracia sería el vestigio de la no-causa del Otro en lo real
del sujeto.
91
olvidar la enseñanza agustiniana de una proporción imposible de medir entre el bien
cumplido obedeciendo a la ley y el cumplido por efecto de la gracia. El casuista
procede, en cambio, de acuerdo a un método que lo acerca a las morales utilitaristas, o
sea, midiendo la gravedad del robo por el costo de las cosas robadas; la obediencia o
desobediencia a un superior en función de las opiniones “probables” (variables) del
transgresor; justifica por razones materiales la absolución sistemática de la compra a un
laico de un bien eclesiástico; dice que el fin justifica los medios; justifica un duelo
motivado por el odio a un enemigo por la necesidad de defender su honor; separa el acto
(que pertenece al hombre) de su intención (que pertenece a Dios). En el extremo de la
caricatura, hasta Molina, citado por Escobar –dice Pascal en la Séptima Provincial– “ha
fijado el precio por el cual se puede matar”, o sea, no menos de 6 o 7 ducados. El
mismo Escobar “no se atrevería a condenar a un hombre que ha asesinado a otro por
haberle robado una cosa del valor de un escudo y medio” o decidiría no sancionar al que
“deseó la muerte del que detenta una pensión en detrimento propio […] o se regocijó de
su muerte, siempre que el regocijo sea provocado por el bien heredado y no por un odio
personal”.
Pascal parodia: “Ninguna acción puede ser considerada como pecado si Dios no nos
da, antes de cometerla, el conocimiento del mal que hay en ella, y una inspiración que
nos excita a evitarla […]”. Luego comenta: “Según esta extraña doctrina, todos los
pecados de sorpresa y los que hacemos en un entero olvido de Dios, no podrían
imputarse, porque antes de cometerlos no se tiene ni el conocimiento del mal que hay en
ellos, ni la voluntad de evitarlos…” (Cuarta Provincial). Se ve en qué difieren el
“conocimiento” del casuista y del jansenista. Para el primero, cometer el mal no
sabiendo que se lo comete, es perdonable porque no se tiene en la conciencia ninguna
marca anterior e indeleble del mal originario. Armado de la casuística, el semi-
pelagiano se parece al que dijera: soñé que mataba a mi mujer, pero no tiene
importancia, era nada más que un sueño. El saber del jansenista, en cambio, sería por así
decir un saber de lo no sabido en el acto:

“Los ejemplos que conocemos de justos y pecadores invierten esa necesidad que usted supone de que
para afirmar que hay pecado, es preciso conocer el mal y amar la virtud contraria. La pasión de los impíos
por los vicios da testimonio de que no tienen ningún deseo de virtud y el amor de los justos por la virtud
atestigua altamente que no siempre tienen el conocimiento de los pecados que cometen cada día. Y es tan
cierto que los justos pecan de ese modo, que sería raro que los grandes santos pequen de otro […]”
(Cuarta Provincial; el destacado me pertenece).

El texto es sorprendente porque, lejos de oponer al pecador y al justo, los aúna en


una única categoría: la de tener en común una ignorancia primigenia del sentido de sus
actos. La diferencia pasa solo por el modo de ignorar. El primero no se plantea ni
siquiera que puede ignorar, mientras que el segundo se lo plantea todo el tiempo,
sospechando que sus actos no coinciden siempre con sus intenciones. Hasta el punto de
que el justo, que sabe que no sabe, debe ser, paradójicamente, dos veces pecador, en la
actualidad del acto y por la marca en ella de un mal anterior: “Los más grandes santos
deben permanecer siempre en el temor y el temblor, aun cuando no se sientan culpables
de cosa alguna, como lo dice el mismo san Pablo” (Tercera Provincial).
El doble no vuelve aquí para designar, por así decir, un saber de la marca (el cual,
como el tema de la trace de Lacan, no acumula sino que resta). Pascal puede corregir así
la fórmula del casuista: “Es imposible pecar cuando no se conoce la justicia” por la de
san Agustín: “Es imposible no pecar cuando no se conoce la justicia”.
92
La Cuarta Provincial toca el punto más fastidioso para el casuista cuando Pascal le
presenta textos aristotélicos (fuente indiscutida de los jesuitas) que ponen curiosamente
–y en contra de muchos otros contextos– en el origen de todo acto un no-saber.11
Confundiendo a su adversario en cuanto a la diferencia aristotélica entre lo involuntario
y lo voluntario, lo pasivo y activo, la deliberación (βούλευσις) y la decisión
(προαίρεσις), su intención concierne en el fondo la discusión, heredada de Lutero,
acerca de la eficacia del bautismo y del sentido a dar al término reatus. ¿El sacramento
del bautismo suprime el pecado “actual” o suprime el estado de reatus entendido como
estado involuntario (originario) heredado de Adán? Negando que el pecado original
pudiera borrarse, Lutero había alimentado con particular intensidad la disputa acerca de
lo que se dirime todos los días ante los tribunales penales y correccionales, es decir,
¿cómo determinar el punto más acá o más allá del cual somos responsables de nuestros
actos? La posición de Pascal no difiere aquí demasiado de la de Lutero: “El ardor de los
santos en buscar y practicar el bien era inútil, si lo probable fuera seguro” (Sobre la
casuística y la probabilidad, nº 435). Su posición final se resume en este pasaje de la
Cuarta Provincial:

“¿No le basta a Usted […] para darse cuenta cabal de su error, ver que san Pablo se considera el
primero de los pecadores a causa de un pecado que declara haber cometido por ignorancia y por celo de
observar la ley? ¿No basta con ver, basándose en el Evangelio, que aquellos que crucificaban a Jesucristo
tenían necesidad del perdón que Jesucristo pedía por ellos, aunque no conocieran la malicia de sus
acciones, acción que no hubieran cometido nunca, según san Pablo, si hubieran tenido conocimiento de
ella? ¿No basta con que Jesucristo nos advierta que habrá perseguidores de la Iglesia que creerán servir la
causa de Dios cuando en realidad la arruinan, para hacernos comprender que el pecado (el mayor de todos
según el Apóstol) puede ser cometido por aquellos que están tan lejos de saber que pecan, que creerían
pecar no cometiéndolo? Y por fin, ¿no basta con que Jesucristo nos haya enseñado que hay dos clases de
pecadores, entre ellos los que pecan con conocimiento, y que todos serán castigados, aunque de un modo
diferente, en verdad?”

Es lo no-sabido del acto, por lo tanto, lo que justifica la noción de gracia (y donde se
sitúa, a no dudarlo, la posibilidad del perdón). Encontramos de nuevo en el vacío entre
el acto y el conocimiento que se tiene de él, el que separaba la gracia suficiente (que
supone un saber de la ley) y la eficaz, que al producirse por añadidura y salteando la ley,
refuerza ese vacío por segunda vez (añadiendo por así decir un cero al uno).
En la polémica con los casuistas se juega, por consiguiente, una dimensión que es tan
estructural y tan poco ocasional como la que se jugaba entre pelagianos y agustinianos.
Aunque los términos estructura y contingencia parezcan incompatibles, se presentan
aquí en su íntima conjunción: en el vacío estructural entre acto y saber, entre gracia
eficaz y suficiente, se sitúa la contingencia. La retórica de Pascal, como vimos,
circulaba de dos modos: 1) en la estructura cuaternaria, reduciendo el cuatro a tres en la

11
Ateniéndose a la Cuarta provincial, se trata probablemente de los argumentos acerca de la
intemperancia en el Libro VII de la Ética a Nicómaco, donde Aristóteles presenta al intemperante como
consciente de la transgresión y por lo tanto como digno de perdón: “Aristóteles dice –acota Pascal– que
‘para que una acción sea voluntaria, es preciso que proceda de un hombre que vea, sepa y penetre en el
bien y el mal en ella […] Hay que conocer las particularidades de esa acción (singula). De modo que
cuando la voluntad, impensadamente y sin discusión, se deja llevar a aborrecer o a querer, a hacer o dejar
hacer algo antes que el entendimiento haya podido ver si está mal cometerla o evitarla, esa acción no es
mala ni buena, sobre todo porque antes de esa inquisición y de esta reflexión del espíritu sobre las
cualidades buenas y malas de la cosa, la acción que se cumple no es voluntaria…’” (Cuarta Provincial).
93
double cessation y double délaissement; 2) a través de la doble negación en las
múltiples formulaciones mencionadas de san Agustín.
¿Un enunciado verdadero puede tener dos sentidos? La respuesta de Pascal es
afirmativa, como lo muestra el ejemplo paradigmático: Los mandamientos son posibles
de cumplir para los justos. Como la proposición encierra la tesis contraria que es
preciso negar (o sea, la tesis luterana según la cual los mandamientos son imposibles de
cumplir para los justos), Pascal parece inferir que por eso mismo, y a condición de
negarlo dos veces en Los mandamientos no son imposibles de cumplir para los justos
(fórmula adoptada por el Concilio de Trento), ningún enunciado es unívoco. Más aún,
no hay verdad sin equívoco. Por las mismas razones, se necesita una retórica del
equívoco para luchar contra la teoría casuística de lo probable: “Si se asegura [como lo
hacen los jesuitas] a los justos que tienen la gracia suficiente para rezar y se les dice que
siempre obtendrán lo que demanden en justicia, la justicia no podría subsistir entre los
justos” (Quinta Provincial). Solo el plus inmedible de la gracia posibilita la justicia. O
sea, “el amor es el cumplimiento de la ley”. Del mismo modo, es preciso que la lengua
mezcle los dos abandonos: en uno de ellos Dios sigue al abandono del hombre y es “sin
misterio”, en el otro, en que Dios precede, está lleno de misterio.
Que un enunciado verdadero deba contener por lo menos dos sentidos, no hay que
entenderlo en el sentido sofístico. Pascal no reivindica la equivocidad por sí misma: “En
vez de abusar de los pasajes equívocos [de san Agustín], hay que explicar éstos por los
unívocos”, dice. Una cosa es decir, como el sofista: “se puede defender tanto la tesis
como la antítesis”, otra cosa es el tipo de verdad que resulta de la ambivalencia del
significante. Para mostrar que su procedimiento no confunde los sentidos contrarios
como si fueran indiferentes, el tercero de los Escritos sobre la Gracia expone que el
punto de verdad está en el hecho de que, entre dos enunciados, uno debe incluir al otro
de tal modo que la inversa no pueda producirse. Por ejemplo: el enunciado (1) Dios no
abandona si no es abandonado es común a pelagianos (jesuitas) y agustinianos y no
incluye a (2): Dios hace a menudo que no lo abandonemos, que es unívocamente
agustiniano. En cambio, el enunciado (2) incluye a (1). Lo mismo ocurre entre (2) y (1)
en los enunciados (1): La gloria es dada a los méritos y (2): La gloria es gratuita, o
entre (1) Pedid y recibiréis y (2) La plegaria no es dada a todos.
Los segundos en el par de enunciados, dice aproximadamente Pascal, “son propios a
san Agustín, de tal manera que por una maravillosa ventaja para su doctrina, las
expresiones semi-pelagianas son también agustinianas, pero no en sentido contrario”
(el destacado me pertenece). Es decir, no podríamos decir: las expresiones agustinianas
son también semi-pelagianas. ¿Qué superioridad tiene el enunciado agustiniano sobre el
pelagiano para impedir que éste incluya al primero? Lo que impide la inversión del
enunciado agustiniano es el hecho de que encierra en él dos enunciados contrarios,
mediados por el vacío. Es el punto de desproporción el que sirve de criterio para situar
al enunciado verdadero.
Nada se opondría, según Pascal, a decir que Dios no abandona si no es abandonado
por el hombre. Pero solo a condición de leerlo con un “pensamiento por atrás” [pensée
de derrière], expresión usada (aunque en un contexto político) en el fragmento Razón de
los efectos, es decir, haciendo intervenir una “entera diferencia” que no es la diferencia
entre dos abandonos simétricos, como se deduce de este pasaje:

“Aunque puedan atribuirse las acciones, o a la voluntad del hombre o a la voluntad de Dios, y aunque
las dos causas parezcan converger en eso por igual, sin embargo existe esta entera diferencia de que se
94
puede atribuir la acción solamente a la voluntad de Dios excluyendo la voluntad del hombre, en cambio
nunca se la puede atribuir solamente a la voluntad del hombre con exclusión de la de Dios ” (Tercer
Escrito sobre la Gracia).

Sostengo que el argumento de la inclusión no-recíproca vuelve a articular el vel


alienante, el cual define el velle. La homofonía vel/velle va más allá del sonido para
remitir a un significado, esto es: la voluntad Otra persiste en su estatuto de ama
(maîtresse), aunque mutilada por la voluntad humana. El primer Escrito sobre la
Gracia, reitera este proceso en un pasaje que utiliza una vez más, para demostrarlo, la
doble negación:

“Hay un gran número de ejemplos en las Escrituras de esos modos de discurso que nos hacen ver que
cuando dos voluntades concurren para un efecto, si una es ama [maîtresse] y dominante, y causa infalible
de la otra, la acción se puede atribuir y sacar a la voluntad que sigue, y puede atribuirse a la dominante,
pero no puede no serle atribuida”.

Decir No puede no serle atribuida no es una proposición universal en el sentido de


Aristóteles. Tampoco lo es en el sentido jesuítico de una gracia accesible a todos. Su
posición de dominante surge de la estructura de la excepción, por ejemplo en este pasaje
de san Agustín: “La buena voluntad del hombre precede a muchos dones de Dios, pero
no a todos, y ella misma se cuenta entre esos dones a los que ella no precede”
(Enchiridion, XXXII). O bien: “Los méritos de la fe no deben preceder la misericordia
de Dios sino que la fe en sí misma debe contarse entre los dones de la gracia…” (Del
espíritu y la letra). O bien, repetido de mil formas: “No todos se salvan”, porque si
todos tuvieran el poder próximo de salvarse por sus méritos, la venida de un redentor
sería inútil.
Es imposible no ver que la gracia eficaz cumple aquí la función lógica de excepción
al todos, que la sintaxis sugiere por la doble negación, poniendo a la voluntad misma en
el lugar de la excepción, como lo dice la fórmula ya citada de san Agustín: “La buena
voluntad del hombre precede a muchos dones de Dios, pero no a todos, y ella misma se
cuenta entre esos dones a los que ella no precede”.
Gracias a la excepción, que descompleta el todos, Pascal lee las contradicciones de
san Agustín utilizando la vara de un –1: “San Agustín no es contrario a sí mismo –
anota– cuando dice en un lado que ‘la perseverancia es un don de Dios’ y en otro lado
que ‘la perseverancia puede merecerse por las plegarias’, porque es indudable que la
justicia puede merecerse por la perseverancia en las plegarias” (Tercer Escrito sobre la
Gracia). Con el –1, se resta al merecimiento por la plegaria lo que en ese merecimiento
no basta y que exige la intervención del Otro. Es la resta la que devuelve a la
contradicción un contenido positivo. Así como un abandono incomprensible de Dios
precedía nuestro abandono de Dios (siempre segundo respecto del abandono divino), así
también el deseo de la plegaria está precedido por el deseo del Otro. El problema es que
el sujeto no lo sabe (o lo sabe recién después); el deseo de la plegaria está ya
entronizado como “efecto” por el Otro (donde cobraría sentido la fórmula de Lacan: “El
sujeto es efecto del significante”). La plegaria satisface por entero las condiciones del
concepto de deseo, como lo afirma Lacan: “La plegaria no es forzosamente el privilegio
de la gente espiritual. Su nudo, su entrelazamiento inextricable con las funciones del
deseo, podría esclarecerse mediante ella”.12

12
Libro XVI del Seminario, 22/1/1969.
95
Las fuentes de Pascal para mostrar la lógica temporal del antes y el después del don,
del yo y el Otro, son innumerables:

“Para que creamos en él, Dios nos dio esta buena voluntad; para que creamos actualmente nos dio la
fe; para que lo amemos, nos dio la gracia de su caridad […] Por lo tanto, solo la gracia crea en nosotros la
buena voluntad. Solo ella da fe a la voluntad pero cuando la buena voluntad tuvo la fe, empieza a obrar el
bien, siempre que no venga a faltarnos el auxilio de la gracia, porque la gracia produce en nosotros la
buena voluntad”.13

Y evocando a San Agustín: “No quieren oír que cuando rezamos, el rezar mismo es
un don de Dios”.14 Y muchos otros.
El círculo parece perfecto. ¿Pero es realmente un círculo? Es cierto que buscamos,
según Pascal, porque el Otro nos da el deseo de encontrar; el acto que imaginamos
emanado de nuestra voluntad, estaba ya “preparado” en el Otro: “Es Dios quien nos
hace pedir todo lo que deseamos, es él quien nos hace buscar todo lo que deseamos
encontrar” (Tercer Escrito sobre la Gracia). Es cierto que el enfoque agustiniano decía
con toda claridad que lo que pedimos en la plegaria no es un objeto sino el poder de
pedir (el pedido del pedido, el deseo del deseo) y que, llevada al extremo, la dialéctica
de la demanda hace que el objeto pedido se diluya en la Demanda misma. Es cierto que
el círculo entre la causa del deseo (la gracia) y el efecto (la gracia) se cierra sobre sí
mismo. “La causa es todo el efecto”.15 O también, en una fórmula a la que puede
atribuirse un sentido similar: “El deseo del Otro y el del sujeto, ya les dije que es lo
mismo”.16
Sin embargo, que sean el mismo quiere decir aquí que cada uno está dividido y por
ende, separado del otro. En Pascal, la búsqueda de una lógica que no excluya entre sí las
dos voluntades sino que las “ponga juntas” va en la misma dirección. Ponerlas juntas no
implica fusión sino que cada voluntad conserva su división instaurando, por lo tanto,
una “no-relación”. El argumento es paradójico: si bien la barra que afecta al Otro es la
misma que afecta al sujeto, la polémica Agustín/Pelagio, ahondada por Pascal, plantea
que la gracia suficiente desprovista de la eficaz da lugar a un sujeto desprovisto de
Otro, lo cual le impide constituirse como tal.
En el amor a Dios, tal como lo trata san Agustín, si demando al Otro lo que no tengo,
es porque algo falta en mí para obtenerlo. San Agustín reiteraba sin descanso ese
argumento contra Pelagio: ¿para qué pediríamos al Otro algo si lo tuviéramos ya en
nuestro poder? ¿Por qué necesitamos el amor del Otro? La respuesta a esa pregunta
necesita una articulación en dos pasos: 1) solo el Otro puede darme lo que me falta; 2)
pero el Otro no me lo puede dar si yo no quiero que me lo dé. Traducidas al
psicoanálisis, las dos fases significan que a través de las mil variantes –entre neurosis y
perversión– en que se acepta, se rehúye, se ignora, se rechaza, se implora, se odia o se
deniega la relación con el Otro, el modo de pedir al Otro lo que me falta me va a
devolver siempre mi propia “voluntad”.
El círculo, entonces, no se cierra sobre sí mismo. Como querer lo que el Otro había
querido en nosotros (según la fórmula de que “Dios prepara nuestra voluntad”) implica
un desconocimiento del querer del Otro, la angustia se vuelve insoslayable. El Otro nos

13
Pascal cita a Fulgencio, De la verdad de la predestinación.
14
Del don de la perseverancia, XXIII.
15
Lacan, La ciencia y la verdad.
16
Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 27/5/1964.
96
deja libres y al mismo tiempo encerrados en nuestro querer. El doble abandono de Dios
(con causa y sin causa) y el doble abandono del hombre (con causa y sin causa) nos
encierra en una lógica que nos deja libres de abandonar o no, y al mismo tiempo atados
a la necesidad de ser o no abandonados.
Como nuestro tema sigue siendo el de dilucidar, en la relación del sujeto con el Otro,
la parte del determinismo o de libertad en el velle, un breve pasaje por las relaciones de
la libertad y la gracia en Jean-Paul Sartre contribuirán tal vez a esclarecerlo.

97
Paréntesis sartreano
Gracia y libertad en la escena amorosa
La mutua necesidad con que se articulan la gracia y el libre albedrío en el registro
teológico encuentran un inesperado y tardío rebrote en un breve tramo del Ser y la Nada
de Jean-Paul Sartre. Otorgando a la gracia la función de “encarnar” el deseo, y dado que
esa encarnación se produce en un límite que se escapa entre el cuerpo y lo que Sartre
llama carne (chair), en el momento más intenso –y contingente– del goce, se podría
pensar que la libertad queda totalmente relegada. Sin embargo, no es así. Sin reproducir
en detalle los análisis de la Sección III del Ser y la Nada,1 solo destacaré que la escena
erótica sartreana se construye sobre un conflicto “insuperable” (el término es de Sartre)
entre el cuerpo, al que acecha siempre la amenaza de volverse objeto para sí y para el
otro, y la carne, que coincide con el cuerpo solo en la medida en que el amante,
intentando poseer la carne del Otro, “encarna” esa posesión en el instante de la gracia.
El momento del sadismo marca en Sartre la separación entre cuerpo y carne,
magistralmente descripto como la entrada en la pura instrumentalización del cuerpo del
otro como objeto (y el consecuente desvanecimiento de la encarnación por la gracia). En
el amor, en cambio, las caricias, dice Sartre, “son un intento de encarnación del cuerpo
del otro”. No se limitan a un simple roce del cuerpo amado sino que lo “modelan”:
“Acariciando a otro, hago nacer su carne bajo mis dedos”. No entiende por carne –
prosigue– “una parte del cuerpo, como la piel, el tejido conjuntivo o la epidermis,
tampoco se trata del cuerpo dormido o abandonado, aunque a menudo es de ese modo
como el cuerpo revela mejor su carne”. El cuerpo solo nace como tal cuando deja de ser
pura facticidad para convertirse en carne, bajo la mirada del que ama. En el fantasma de
Sartre –referido en forma flagrante al goce masculino– el deseo sexual se describe en
términos de deslizamiento, hundimiento o “caída en el Otro”: “la conciencia se empasta
en el cuerpo”, “nos dejamos invadir por la facticidad”, “el deseo es caída en la
complicidad con el cuerpo”, “nos deslizamos hacia un consentimiento pasivo del
deseo”, “el deseo sexual nos sumerge”, “el último grado del deseo podrá ser el desmayo
como grado de consentimiento al cuerpo”. Antes de que la libertad empastada en el
cuerpo “se derrita hundiéndose [“s’englue”] en la facticidad” en el orgasmo, el
momento de la gracia aparece signado por la actividad, aunque paradójicamente, el
destino de ésta sea desembocar en la pasividad. Así, el enigma de la encarnación debe
contar con lo que más se le opone, que Sartre especifica como la pasividad orgánica del
sexo: “No es un azar que el contacto de los senos, de las nalgas y las partes más
groseramente inervadas y menos capaces de movimientos espontáneos, que son como la
imagen de la facticidad pura […] cumpla la verdadera meta del deseo”.
La gracia conserva, pues, aquí también, y de un modo contingente, su pertenencia al
campo del Otro. Se mueve en un límite frágil entre el cuerpo poseído del Otro como
“trascendencia trascendida” y la carne como “trascendencia nadificante” de la
facticidad. “El ideal imposible del deseo” consistiría en superar esa dualidad. El
sadismo revela lo imposible de ese ideal, marcando el fin de la “encarnación recíproca”:
“El Otro deja de ser encarnación, se vuelve de nuevo un instrumento en medio del
mundo”. Todo ocurre como si la gracia necesitara del cuerpo para realizarse pero
cuando logra la encarnación, eso mismo la condena a encontrarse, al final, con un
1
Sección III, cap. III, § II: Segunda actitud hacia otro [autrui]: la indiferencia, el deseo, el odio, el
sadismo.
98
cuerpo-objeto. La pertinencia de la descripción sartreana de la posición sádica está en
que la separación entre cuerpo-objeto y cuerpo encarnado surge desde adentro del
intento por encarnar al cuerpo del Otro en el amor y es como su resultado inevitable.
Es en este punto donde la gracia se alía con la libertad en el acto sexual, en un
intervalo imprevisible e involuntario de la encarnación y por lo tanto, en las antípodas
de la facticidad: “En la gracia, el cuerpo es el instrumento que manifiesta la libertad”. El
amante, para quien el cuerpo del Otro no se ha vuelto todavía objeto, espera también, a
su vez, ser objeto del deseo “libre” del Otro. Para el sádico, en cambio, la apropiación
del Otro es puramente instrumental: “El sádico apunta a destruir la gracia”. El momento
del sadismo es “aquel en que el Para-sí encarnado supera su encarnación para apropiarse
la encarnación del Otro. Así, el sadismo es rechazo de encarnarse y huida frente a la
facticidad, sin que deje de querer apoderarse de la facticidad del Otro”. En el amor, dice
Sartre, la “imagen móvil de la necesidad y la libertad (como propiedad del Otro objeto)
es lo que constituye propiamente hablando la gracia”. Los dos rasgos que marcan a la
gracia son: ser “movible” y evitar la “necesidad”. La evocación de Bergson en este
contexto (probablemente los pasajes de Los datos inmediatos de la conciencia donde la
“irresistible atracción de la gracia” se describe en el plano estético como “liviandad y
signo de movilidad”) es recuperada por Sartre en el plano erótico. Para enfatizar la
“liviandad” de la gracia, la contrasta con el proceder del sádico. El sádico –dice–
prescinde de la libertad: “Cuanto más se encarniza […] en tratar al Otro como un
instrumento, más se le escapa la libertad del Otro […] el sádico apunta a destruir la
gracia”. Notemos que la puesta en escena de la predestinación calvinista, tal como la
exagera Pascal, responde a un esquema similar. También Pascal, que pudo describir el
calvinismo como una perversión del cristianismo, podría haber dicho que el calvinista
apunta a destruir el libre albedrío. Pascal es sartreano, entonces, cuando afirma que
según Calvino, Dios lleva la gracia de Jesucristo a algunos de tal manera “que no la
pierden nunca jamás […] llevando sus voluntades hacia ella como una piedra, como un
serrucho, como una materia muerta en su acción y sin capacidad alguna para moverse
con la gracia y cooperar con ella, porque el libre arbitrio se perdió y está completamente
muerto” (Segundo Escrito sobre la Gracia).
Gracia y libertad revelan su vínculo mutuo en el momento fugaz en que parecía que
iba a resolverse la “contradicción insuperable del amor”. El cliché con el que se
reprocha a Sartre concebir solamente relaciones de conflicto con el otro, no logra disipar
el hecho de que entre el cuerpo como objeto para el Otro (sádico) y el cuerpo encarnado
por el Otro en el amor, emerge una contingencia invisible que por un momento, por
fugaz que sea, anula la facticidad. Ambas alternativas (lo que Sartre distingue como el
sadismo y el amor) son necesarias porque vinculan dos términos: la facticidad y la
trascendencia de la facticidad (aunque esa vinculación misma revele la posibilidad
permanente de su desvinculación). La relación sexual se articula así de dos modos,
según que se aborde al Otro como un cuerpo desnudo o carne exhibida (lo “obsceno”
como estructura sádica en Sartre) o que se lo disfrace con la gracia: “La gracia –dice–
viste y enmascara la facticidad: la desnudez de la carne está totalmente presente en ella
pero no se la puede ver”. Se ejerce, por lo tanto, en un intersticio imperceptible entre un
desvelamiento y un ocultamiento: “La gracia revela la libertad como propiedad del
Otro-objeto […] descubre y cubre la carne del Otro o mejor dicho, la devela para velarla
enseguida; la carne es, en la gracia, el Otro inaccesible”.
Pasar desde la escena de la salvación hasta la escena amorosa no hace sino resaltar lo
que se juega en la relación con el Otro, o sea, la persecución del “ideal imposible de la
99
aprehensión simultánea de su libertad y su objetividad”. La contradicción insuperable
del amor, esto es, querer ser amado libremente por el Otro y a la vez querer atar su
deseo, indica dos vías divergentes, tanto teológicas como amorosas: ser para el Otro
“objeto-límite” de su trascendencia (la expresión es de Sartre) o de lo contrario, ser
objeto para el Otro o hacer del Otro un objeto. En la primera reconocemos la posición
limítrofe de Pascal y san Agustín –donde es tan difícil encontrar un punto que deslinde
ser amado por el Otro y amar al Otro– y en la segunda, las posiciones que, al negar ese
límite, objetalizan al Otro o al sujeto.
El lector podrá apreciar hasta qué punto el masoquismo, que Lacan definió, en un
contexto pascaliano, como “jugar con la proporción que se sustrae, acercándose al goce
por la vía del plus-de-goce”,2 se inscribe en la misma lógica de la gracia, designando no
solo la dimensión sufriente del que toma el lugar del objeto sino sobre todo, lo
imposible de calcular en el goce dado por el Otro.

En un libro de 1972 que no ha perdido nada de su actualidad,3 el filósofo belga Pierre


Verstraeten supo encontrar la continuidad histórica que lleva desde la acepción
tradicional de la gracia hasta su transformación laicizada en puro poder inmanente de la
voluntad. La originalidad del libro de Verstraeten reside en haber desenterrado de su
“ganga religiosa” una intuición central, o sea, que el “hombre es otro respecto de la
naturaleza”. Esa intuición (que recorre toda la ética kantiana) persistiría, según
Verstraeten, sin decir su nombre, en las diferentes formas de las filosofías de la
existencia desde Kierkegaard, e incluso en el marxismo, lo cual probaría que estos
reavivan una huella inmemorial de Occidente, la que afirma que por más que el sujeto
se constituya en la alteridad, es él mismo “la posibilidad de esa alteridad”. Gracias a la
“paradoja salvadora” abierta por la posibilidad de separarse de la naturaleza, que
Verstraeten opone a toda contaminación de determinismo positivista, el viejo tópico de
la gracia puede leerse en una perspectiva que no lo reduzca a una ruina histórica. La
condición para ello es, claro está, reintroducir de otro modo la función desempeñada por
el Otro (Dios). “La tradición judeo-cristiana –dice– ha colmado durante siglos el hiato
en nuestro saber, mediante la idea de Dios”. Resolver el hiato del saber suprimiendo a
Dios no sirve de mucho, no obstante, si no se lo sustituye por una función que lo
reactualice, aun negándolo. Así procede Lacan (y esto no lo dice Verstraeten) cuando
desplaza la figura de Dios hacia un Otro como tesoro de significantes, donde el viejo
“orden” ontológico regido por una razón divina se sustituye por una Ley del significante
habitada por un vacío. Verstraeten, que se refiere solo a los primeros escritos de Lacan,
se limita a decir que el poder simbólico que diferencia al hombre del animal es “la
verdadera gracia” y que el hombre no podrá impedir nunca, “haga lo que haga, ser
efecto o manifestación de ese poder inicial, su primer nacimiento auténtico”. Por más
que el tesoro de significantes como alteridad preceda al sujeto, no le queda a éste otro
remedio que asumirla. Es verdad que no es lo mismo salvarse/liberarse de la alienación
(“cadena”) del pecado y curarse/liberarse por la palabra en un proceso analítico. Solo
quiero resaltar el eje de la argumentación de Verstraeten (a la que adhiero sin reservas)
2
Libro XVI del Seminario, 22/1/1969.
3
Pierre Verstraeten, Violence et éthique, Paris, Gallimard, 1972. Aunque centrado en un análisis del
teatro de J.-P.Sartre, el libro se orienta en su Parte III (titulada «Grâce et Destin», que utilizamos aquí) a
discutir las tesis estructuralistas de Foucault y Althusser. Verstraeten había adoptado unos años antes una
perspectiva similar en un artículo titulado “Lévi-Strauss ou la tentation du néant” (Revista Les Temps
Modernes, Nº 206, año 1963).
100
que hace posible pasar de una a otra configuración: “nunca la anterioridad
[cronológica] del uso de esa estructura [o sea, liberarse de una alienación] hecho por la
Iglesia será un argumento suficiente para hipotecar a priori el sentido de su uso en
otros contextos” (el destacado me pertenece). Es decir, el que la Iglesia se haya
arrogado administrar el lugar donde la relación con Dios determina la liberación de
nuestra alienación, no anula en absoluto que se pueda seguir “reflexionando sobre esa
dimensión oscura de la experiencia”. Cito el párrafo entero:

“Si la intransigencia mostrada por la fenomenología, el existencialismo o la dialéctica en salvaguardar


el principio ontológico de una responsabilidad, es decir, la posibilidad de retomar a cargo nuestro la
experiencia misma, puede interpretarse como la herencia teológica (el rostro de Dios hipostasiado detrás
de la máscara humana) fraudulentamente introducida en el alma de cada uno como el punto de vista
siempre posible donde situarse para subvertir y redimir la alienación y el pecado, no es por eso menos
cierto que esos intentos de enjuiciamiento contradicen la intención formal de ateísmo de esas corrientes, y
que las analogías estructurales no permiten decidir cuál acontecimiento es la verdad del otro y sobre todo,
si el acontecimiento crístico es la verdad de la estructura redentora o más bien el acontecimiento ateo-
humanista, que está dándonos actualmente una nueva interpretación de esa misma estructura”.4

Verstraeten ataca sobre todo un punto vital en contra del estructuralismo, esto es,
cualquiera sea el modo como se explique la pérdida misteriosa de la libertad en la
alienación inicial, el hecho de enfrentarse a la pregunta sobre esa pérdida (aun en la
denegación o la ignorancia, “renaciendo” o no, “convirtiéndose” o no), implica
inevitablemente tomar a su cargo la posibilidad de algún tipo de curación o salvación.
En última instancia, y aunque más no fuera porque para él la estructura no significa
anulación del sujeto, Lacan podría suscribir a este tipo de argumento. En el orden del
tema, tan central en los años setenta, del sentido y fin de la historia, la imputación fácil
hecha al marxismo de alimentar estúpidamente la ilusión de recuperar el paraíso de una
sociedad sin clases no tiene en cuenta que, como en la visión histórico-humanista de
Sartre, el paraíso en cuestión deberá ser recuperado constantemente y nunca terminará
de recuperarse, en un esfuerzo en que nada está garantizado de antemano. El mito de la
caída heredado de la tradición –dice Verstraeten– no relata “un incidente superficial,
como si la existencia pudiera recuperarse de una mala apuesta inicial y darse un
porvenir que no esté de todos modos hipotecado por la finitud originaria”. Como la
plenitud primera nunca existió, tiene tan poco sentido hablar de su pérdida como de su
recuperación. Es allí donde interviene la gracia y donde la repetición se impone sobre la
reminiscencia. Aleccionado sin duda por Kierkegaard y por la influencia en éste del
Aleccionado sin duda por Kierkegaard y por la influencia en éste del “siervo arbitrio” de
Lutero, Verstraeten hace entrar en escena a la gracia de la mano con una libertad
impotente para levantar la falla originaria. No obstante, aunque la libertad sea
impotente, sin la gracia no seríamos nada –dice Verstraeten–, “no tendríamos ni siquiera
la posibilidad de acoger un sentido […]”. Se comprende así la paradoja por la cual,
aunque la gracia sea por un lado impotente porque “deja entera la posibilidad del
pecado”, es al mismo tiempo necesaria para salvaguardar la responsabilidad o por lo
menos para asumir la distancia que separa el poder simbólico de la naturaleza. Es
probable que Verstraeten esté muy marcado por la paradoja de Kierkegaard, que “a
fuerza de insistir en la falla –dice– hará del extravío inicial una absurdidad cada vez más
4
Los intentos de enjuiciamiento y la intención de ateísmo de esas corrientes aluden al “análisis de la
finitud” de Foucault en Las palabras y las cosas y a los alegatos de Althusser en Para leer el Capital
contra la “desesperación” sartreana y el humanismo marxista.
101
triunfante”. Pero por más que su luteranismo haga desembocar a Kierkegaard en la
contradicción insalvable del Tratado de la desesperación, es decir, que se salva solo el
que estaba ya salvado, es solo a través de esa reducción de la función de la gracia a una
reduplicación o repetición –donde la conversión no garantiza la no-repetición del
estado anterior– como el tema teológico puede aparecer en una forma residual, en el
psicoanálisis, en la diferencia de una salida del estado natural gracias al significante, allí
donde “ya hay un poco de sabiduría”.5
El desvío por el texto Violencia y ética nos confirma que la laicización de la gracia
no logra eliminar su vínculo indisoluble con lo que le hacía decir a san Agustín que el
poder y el saber de Dios no suprimen la libertad o, en su lenguaje, que nada impedirá al
hombre resistir a la gracia del Otro, recayendo en la alienación inicial. En este sentido,
aunque Sartre tenga toda la apariencia de un pelagiano de buena ley, porque promueve
una especie de auto-salvación sin Dios, conserva la libertad como única vía para dar
cuenta del encuentro con el Otro. En los fragmentos evocados del Ser y la Nada, el
encuentro amoroso se pone en escena en torno a la búsqueda de algo que se nos escapa
en el Otro: “Quisiéramos actuar –dice– sobre la libertad del Otro”. Esa libertad no
califica un rasgo de carácter, menos aún un derecho, sino la estructura del “ser-para-
otro”, al cual es inherente un “más allá trascendente” que se sustrae. Ese más allá solo
se devela, velándose, en el amor, cuando la gracia, que es invisible, “devela el cuerpo
del otro sin otro velo ni vestido que la gracia misma”. Si en el amor, la gracia disfraza o
viste lo que se sustrae, es precisamente porque es imposible “apropiárselo”, tal como lo
intenta el sádico recurriendo a la violencia y el dolor.
En esa operación de mutua sustracción (que anticipa el objeto a de Lacan como lo
imposible de obtener del Otro), lo que pasa de un sujeto a otro sin que ni uno ni otro
puedan apropiárselo recibe en el lenguaje de Sartre, el nombre de libertad. En ningún
contexto como el erótico esta noción cobra una dimensión tan íntimamente vinculada
con el núcleo inasible en el ser-para-otro, que nos hace impotentes para acceder al deseo
del Otro. Lo que no podemos alcanzar ni vencer es el vacío en el Otro y no lo que
aparenta colmarlo, a pesar de que solo intentando colmarlo se devela. Tanto en la
escena erótica como en la escena de la salvación, es imposible, por así decir, liberarse
de la libertad: en la primera, porque convertir el cuerpo del Otro en pura facticidad,
como en el sadismo, es un efecto del vacío mismo y no al revés, y en la segunda, porque
disolver, como en la perversión calvinista, la responsabilidad humana en la voluntad
divina es también el efecto de un desplazamiento de ese vacío: el libre albedrío
suprimido en el sujeto, reaparece hipostasiado en el Otro bajo la forma de un misterio
cruel.
Leído cuarenta años después, el texto de Verstraeten hace algo más que reiterar la
polémica de los años setenta entre acontecimiento y estructura. La manera en que
reintegra un cierto luteranismo latente en Sartre permite entrar en el oxímoron

5
Un pasaje del seminario Aún parece reforzar esa idea (donde convergen gracia y caridad): “¿No es acaso
caridad la que tuvo Freud por haber permitido a la miseria de los seres hablantes poder decirse que hay –
ya que hay inconsciente– algo que trasciende, que trasciende verdaderamente, y que no es otra cosa que lo
que esa especie habita, es decir, el lenguaje? ¿No es acaso caridad, sí, caridad, anunciarle esa buena nueva
de que en su vida cotidiana, ella [la especie humana] tiene con el lenguaje un soporte más de razón que lo
que pudiera creerse, y que en materia de sabiduría, objeto inalcanzable de una vana búsqueda, ya hay allí
un poco [de sabiduría]?” (20/3/1973).

102
psicoanalítico del “sujeto inconsciente y responsable”, o sea, de un sujeto alienado
originariamente en la cadena del significante pero a la vez excluido de ella. Solo
queremos destacar que las múltiples formalizaciones lógico-simbólicas con que Lacan
dio cuenta de esa exclusión/inclusión, no podrán tapar nunca completamente la paradoja
que venimos recalcando a partir de San Agustín (y en la cual se enraízan quizá), según
la cual, al necesitar al Otro para ejercerse, la gracia pierde su autonomía y sin embargo,
es así como se vuelve libre (desgajada de toda causa). Esa aparente contradicción se
prolonga y resuena en la fórmula laicizada de Sartre de la “libertad alienada”. Lo cual
plantea en el campo del psicoanálisis, el interrogante de saber si después de desplazar a
Dios hacia el “lugar” del Otro del significante como lugar de un no-saber, no se lo
reintroduce en el sujeto mismo como un no-saber que en la forma de una alienación
irreparable, exige al mismo tiempo, dentro de su alienación, un cierto saber –aunque
siempre tardío– de esa alienación misma. Si no fuera así, no habría ni siquiera modo de
explicarse por qué hay gente que va en busca de psicoanalistas.
En resumen: lo que acerca las lejanas disputas sobre la gracia y el libre albedrío al
psicoanálisis, es el hecho de plantear la libertad simultáneamente a una Otredad que la
mutila sin destruirla. El planteo tiene la insuperable ventaja de descartar de entrada que
la libertad sea el correlato de un puro poder activo sin Otro.

103
El montaje lógico-sintáctico de los Pensamientos de Pascal

Estructurado en la disimetría radical entre la naturaleza y la gracia –de la que


dependen sus experiencias fundamentales–, el sujeto de Pascal subyace al contenido
religioso pero subsiste más allá de él. No es afirmar nada nuevo decir que leídas por
Pascal, las Escrituras dejan de ser textos sagrados para transformarse en textos
cualesquiera1 (o de otro orden: lógico, psíquico). Es la retórica peculiar con que se
escribe esa lectura, y la desproporción entre las dos voluntades que la informa, lo que
nos lleva a restablecer en Pascal, más allá del sentido religioso, una lógica del
significante avant la lettre.
Para mostrarlo, me guiaré por el siguiente interrogante: ¿de qué modo la intromisión
de una desproporción en la proporción, de la excepción en la totalización –con sus
secuelas retóricas ya analizadas: la elisión de un significante, la recurrencia del
oxímoron, la doble negación, la yuxtaposición de dos enunciados contrarios que regían
la sintaxis de las disputas teológicas– marcan los Pensamientos de Pascal (Apología
incluida)? La pregunta se justifica sobre todo porque su estilo fragmentario y
aparentemente inconcluso encaja de un modo peculiar con los tropiezos y coartadas
teóricas que informaban esas polémicas. Y no sería abusivo cotejar esas aporías y la
retórica con que las aborda, con el modo en que el Witz freudiano hace compatibles
cosas incompatibles y previsibles cosas imprevisibles.
Se nos podrá objetar que la noción de voluntad que dimos antes como inseparable de
una retórica en el discurso agustiniano, no forma parte de la terminología de Pascal (que
usa la noción solo citando a san Agustín o a los casuistas). La objeción sería válida si no
fuera porque el montaje gramatical de los fragmentos y de la Apología se construye
sobre la base de contradicciones similares a las que afectaban a la voluntad agustiniana.
Esas contradicciones toman en los Pensamientos (a diferencia de las Provinciales) una
forma condensada y hasta aforística. Lo que en san Agustín se despliega en digresiones
que no tematizan el problema sino que lo abordan como al pasar (por ejemplo, la
estructura ternaria donde el viator surge como tercer término –real– de la mezcla entre
dos contrarios) se resume en Pascal en frases del tipo: “Nada es tan semejante a la
caridad como la concupiscencia, y nada es tan contrario” (frg. nº 575).2. Lo que en el
primero es búsqueda reiterada de un significante cuya ausencia organiza los enunciados
visibles reaparece en el segundo bajo la forma condensada de un quiasmo: “La ley
obligaba a lo que no daba. La gracia da eso a lo cual obliga” (frg. nº 667).
Anticipando la estructura nuclear de la sintaxis de Pascal, diremos que así como la
verdad de los “discípulos de san Agustín” resultaba del cotejo de dos verdades
contrarias que no se suprimían entre sí por el principio del tercero excluido, así también
la gramática de los Pensamientos se puede articular en tres fases: se pone primero en

1
Distinguiéndose de sus contemporáneos, Pascal no apela a la fe del lector sino que, como dice Pierre
Force, “adopta el punto de vista del libertino, que piensa que no hay ninguna razón para considerar que la
Biblia no es un libro como cualquier otro” (Le problème herméneutique chez Pascal, Paris, Vrin, 1989).
Desde otra perspectiva –la formulada en la “interpretación interviniente” de Badiou– Pascal habría
inventado la “lectura sintomática”, según la cual la verdad se establece retrospectivamente, desde la
hipótesis cristiana, a partir de la equivocidad de sentido de los textos proféticos (Alain Badiou, “Pascal”,
L’être et l’événement, Paris, Seuil, 1988, p. 240). Lo más atractivo de su exégesis bíblica es que los
síntomas resultantes de esa lectura retrospectiva quedan desligados de la referencia dogmática objetiva.
2
Como ya indiqué, los fragmentos de Pascal son citados según la ordenación y numeración de la versión
de Oeuvres Complètes, comentada y anotada por J. Chevalier, Paris, Gallimard, 1954.
104
relación de oposición dos extremos contrarios (grandeza/miseria,
caridad/concupiscencia, razón/imaginación, justicia/fuerza, estoico/escéptico); en un
segundo paso, los contrarios se destruyen mutuamente neutralizando la antinomia
inicial; por fin, en una tercera fase, se elige uno de los términos a pesar de que sigan
ligados por un vínculo que se lee como una proporción imposible de cifrar. Aunque
algunos fragmentos sugieran aquí y allá que los dos extremos se concilian, es solo una
ilusión. La construcción pascaliana propiamente dicha desemboca en una verdad
articulada como resultado de un elemento “incomprensible”, enemigo de toda síntesis e
indeductible de sus premisas. Por ejemplo:

“El hombre no es ni ángel ni bestia, y la desgracia quiere que quien quiere hacer de ángel [qui veut
faire l'ange] hace de bestia [fait la bête].” (nº 329)

El ni…ni (“ni ángel ni bestia”3) no es excluyente y deja un resto. La relación entre


ambos términos no es simétrica. Bestia queda incluido en ángel, indicando que somos
conjuntamente ángel y bestia. Ángel queda asimismo incluido en bestia; sin embargo,
no se podría decir lo mismo si la frase se invirtiera diciendo Quien quiere hacer de
bestia hace de ángel. Lo que cuenta es el orden de las palabras en el eje sintagmático:
“Que no me digan que no dije nada nuevo –dice Pascal en otro fragmento– la
disposición de las materias es nueva […] las mismas palabras forman otros
pensamientos por su disposición diferente” (frg. nº 65). El lector comprende, por la
posición de ángel respecto de bestia en la frase, que la mezcla de los dos pone al
primero en relación de prioridad. No es tan fácil comprender, no obstante, en qué
proporción esa prioridad los hace participar uno del otro ni qué criterio de verdad podría
conciliarlos. Lo único que sabemos es que el ni…ni suspende la contradicción. Lo
confirma el fragmento nº 330:

“Si se elogia, lo rebajo; si se rebaja, lo elogio y lo contradigo sin parar, hasta que comprenda que es un
monstruo incomprensible”.

A través del “monstruo incomprensible”, la conclusión del fragmento afirma la


imposibilidad de hacer integrar uno en otro de un modo proporcionado o calculable, el
ángel en la bestia o la bestia en el ángel. El procedimiento aparece con mayor claridad
todavía en el fragmento nº 391:

“(1) Los estoicos dicen: ‘Retiráos dentro de vosotros mismos; solo allí encontraréis descanso’. Y eso
no es verdadero.
(2) Los otros [epicúreos] dicen: ‘Salid afuera de vosotros, buscad la felicidad en la diversión’. Y eso
no es verdadero. Las enfermedades llegan.
(3) La felicidad no está afuera de nosotros, ni adentro de nosotros, está en Dios, y afuera y adentro de
nosotros”.

El fragmento presenta una especie de distorsión del silogismo aristotélico. En la


medida en que la acepción aristotélica del término implica dos premisas y una

3
El término bestia no designa solamente en esa época las pulsiones o instintos en oposición a la razón
sino al hombre dotado de la “razón natural”. El libertino culto del siglo XVII, por ejemplo, que niega el
orden sobrenatural, se integra en el registro natural o bestial (véase Didier Foucault, Histoire du
libertinage, Paris, Perrin, 2007).

105
conclusión que se deduce de éstas, diremos que la conclusión en el nº 391 presenta a
Dios – de un modo similar a la “contradicción de los opuestos” de Nicolás de Cusa –
como el punto en que las contradicciones se resuelven sin resolverse, es decir, se afirma
como imposible de deducir de las premisas anteriores. De ahí el efecto de sorpresa
producido por (3). En todo caso, infringe una entre las condiciones del silogismo
clásico: 1) la verdad de la conclusión debe deducirse de la verdad de por lo menos una
de las premisas. 2) la premisa menor (o medio) debe servir para “demostrar” el
predicado del sujeto.4 Contraviniendo estas reglas, la frase (3), desencajando entre sí el
estoicismo y el epicureísmo, termina albergándolos uno al lado del otro sin mediarlos
por la premisa menor (“La felicidad no está afuera ni adentro de nosotros, está en Dios,
y afuera y adentro de nosotros”). En el marco de la Razón de los efectos, Pascal llamará
“contrariedad” y no “contradicción” a la relación no-sintética que vincula los dos polos
contrapuestos.
El fragmento nº 391 condensa en realidad otro texto más extenso de Pascal, la
Conversación con M. de Saci donde, siguiendo su procedimiento habitual, se exagera la
diferencia que separa a dos posiciones rivales (estoicismo y escepticismo), extrayendo
de ella no tanto las divergencias de ambos sino más bien lo que uno y otro ignora, o sea,
la pequeñez del hombre (en el sentido expuesto en los fragmentos sobre “Grandeza y
miseria”). El texto despliega con excepcional finura de qué modo lo que falta a ambos –
la gracia– es lo que permite mantenerlos juntos.5 En una técnica argumentativa idéntica
a la de La Apuesta (“a la vista de esos infinitos, todos los finitos son iguales”, frg. nº
84), Pascal lleva las diferencias relativas a un punto de nulidad. Sin embargo, cuando
dice que desde el punto de vista cristiano, si las pasiones no nos dominaran, “ocho días
o diez años serían lo mismo”, si bien niega la diferencia entre ocho días y diez años,
afirma al mismo tiempo que la eternidad no puede concebirse sino a partir de las
diferencias finitas. Del mismo modo, las diferencias entre el estoico y el escéptico se
vuelven cada vez más pequeñas en su mutua proporción si se introduce respecto de ellas
la perspectiva de la gracia (que termina anulándolas porque es heterogénea a ellas). No
obstante, sin esas diferencias, la gracia no existiría…
El problema repercute en el método del Pascal polemista. Como san Agustín, que no
pudo desplegar hasta sus últimas consecuencias el problema de la gracia sin incluir en
su propia posición la de un adversario (maniqueo, pelagiano, donatista), Pascal necesita
un rival para desgajar a partir de la dualidad una terceridad (que no mediatiza, por
cierto, y que es inconcebible sin la dualidad). De ahí la importancia crucial de la

4
No obstante, notemos que Aristóteles plantea desde el principio de los Segundos Analíticos que la
verdad de la conclusión no puede nunca surgir sino de dos proposiciones: “Si nos limitamos a plantear
una sola cosa, nunca otra cosa derivará de ella de un modo necesario, sino que dos tesis constituyen el
punto de partida mínimo y primero que hace posible una conclusión, y es una condición del silogismo”
(Organon, II, Paris, Vrin, 1995). A pesar de cumplir rigurosamente con esa condición, los aforismos de
Pascal remedan el silogismo aristotélico en su forma pero de hecho lo destruyen en su principio, basado
en la inclusión del predicado en el sujeto.
5
L’entretien avec M. de Saci no fue redactado por Pascal sino por un testigo presencial, durante una
estadía de dos semanas en Port-Royal-des-Champs (1655). Pascal buscaba por esa época un director de
conciencia, al que encontró en Singlin (y al que nunca recurrió). El texto marca un punto culminante en la
dialéctica de neutralización de los contrarios. En su monumental obra Port-Royal, Sainte-Beuve la ilustró
mostrando cómo la parodia que hace Pascal de Montaigne hace imposible distinguirlos y deja ver a la vez
el abismo que los separa: “Montaigne –dice Sainte-Beuve– es simplemente la naturaleza pura, aunque
civilizada… con sus humores y sus brillos más peculiares e incluso sus manías, la Naturaleza en todo su
esplendor, sin la Gracia […]” (T. III, p. 816 y ss.).
106
polémica: se necesita del otro para hacer aparecer lo Otro, lo cual puede acarrear como
consecuencia que los rivales terminen acercándose… Como dice H. de Lubac
refiriéndose a Baïus, “al querer ser fiel a san Agustín, Baïus terminó reproduciendo las
tesis de Pelagio”.6 Por otro lado, es imposible no reconocer en ese procedimiento la
lógica ternaria de La Ciudad de Dios, donde se demostraba que era falso oponer la
ciudad terrestre y la celeste (como si pertenecieran al mismo registro) y como si la
voluntad del viator como tercer término, no marcara la diferencia entre ambas desde una
identificación imposible con una u otra. Los opuestos carne/espíritu, ciudad
terrestre/ciudad celeste, injusto/justo, se vuelven asimétricos por un vacío que los
desanuda y a la vez los mantiene anudados. De resultas de ello, los dos polos son al
mismo tiempo heterogéneos y homogéneos. No otra es la lógica observada por Lacan en
un fragmento de San Agustín sobre la incorruptibilidad y la corruptibilidad (que
reproduce la estructura pascaliana del ni…ni), para mostrar que entre una y otra persiste
un resto imposible de calcular o medir.7
El Primer Escrito sobre la Gracia utiliza el mismo método que la Conversación con
M. de Saci, solo que para oponer entre sí a Calvino y al casuista Molina. La antinomia
planteada inicialmente deja la huella de una división en la verdad encontrada al final.
Por un lado,

(I) “La opinión de los calvinistas es que Dios, cuando creó a los hombres, creó algunos para condenarlos
y a otros para salvarlos, por una voluntad absoluta y sin previsión alguna de ningún mérito. Que para
ejecutar esa voluntad Dios hizo pecar a Adán no solo permitiendo sino causando su caída…”

Por otro lado,

(II) “Contra la opinión abominable de esos heréticos, injuriosa para con Dios e insoportable para los
hombres […] los molinistas han adoptado simplemente la posición no solo opuesta, lo cual hubiera
bastado, sino absolutamente contraria [o sea] Dios tiene una voluntad condicional de salvar en general a
todos los hombres y para ejecutarla, Jesucristo se encarnó para redimirlos a todos, sin exceptuar a
ninguno. Depende de cada uno y no de la voluntad de Dios, utilizar o no esa gracia”.

La antinomia se resuelve recurriendo a San Agustín: “Entre estos dos caminos andan
los discípulos de san Agustín”. El entre-dos no designa un estado de confusión sino que
reafirma que la división se mantiene, ligando las dos voluntades con un enigmático “y”:

(III) “La voluntad de Dios y la del hombre concurren a la salvación y a la condena de los salvados y los
condenados. Por lo tanto, si nos preguntamos por qué los hombres son salvados o condenados, podemos
decir en un sentido, que es porque Dios lo quiere y en un sentido, porque los hombres lo quieren”.

Tensado así entre dos extremos, el argumento somete la contradicción a un ni…ni: ni


Molina ni Calvino reconocen que “es la fuerza de la gracia misma la que hace que
cooperemos con ella en la obra de nuestra salvación. [Molina] arruina, de ese modo, el
principio de fe establecido por san Pablo: ‘Que es Dios quien forma en vosotros el

6
Augustinisme et théologie moderne, op. cit.
7
El pasaje se encuentra en la Ética del psicoanálisis (11/5/1960): “Si las cosas fueran soberanamente
buenas, serían incorruptibles […] y si no tuvieran absolutamente nada bueno, tampoco podrían
corromperse” (Confesiones, VII, 12). La argumentación, que deja un resto imposible de medir entre la
máxima corruptibilidad y la máxima incorruptibilidad, es idéntica al fragmento de Pascal sobre el
monstruo incomprensible.
107
querer y el actuar’” (Epístola a los Filipenses, 2, 12). Notemos, de paso, que el texto
citado de san Pablo opera por sí mismo, mediante el uso anómalo de porque, la
coexistencia incomprensible de las dos voluntades (Dios lo quiere y los hombres lo
quieren). La frase completa es: “Trabajad por vuestra salvación con temor y temblor,
porque es Dios quien forma en vosotros el querer y el actuar, según su placer”. En este
enunciado, el imperativo trabajad… interpela a primera vista la voluntad del que trabaja
pero la conjunción porque que inicia la frase siguiente introduce una incoherencia. Es
como si dijera: Trabajad porque el Otro trabaja en vosotros, donde el vínculo de
causalidad resulta oscuro. Una vez más, las dos voluntades se vinculan entre sí por un
vacío, y no por una mediación conceptual.
La estructura del argumento teológico en Pascal se encuadra perfectamente en el vel
alienante de Lacan: (1) Calvino destruye la libertad humana. (2) Molina destruye la
libertad de Dios. (3) Los discípulos de san Agustín retienen la libertad de Dios pero ésta
queda mutilada porque para operar, necesita de la libertad humana. Como en el vel, el
resultado es la pérdida del Uno como causa originaria, ya que el libre albedrío divino
queda dividido por el libre albedrío humano.
La estructura del vel se deja ver con toda nitidez en el fragmento nº 316:

“Guerra intestina en el hombre entre la razón y las pasiones.


Si tuviera solo razón sin pasiones…
Si tuviera solo pasiones sin razón…
Pero tiene una cosa y otra, no puede estar sin guerra, ya que solo puede estar en paz con uno si tiene
guerra con otro. Es así que está siempre dividido y es contrario a sí mismo”.

El ni…ni se invierte aquí en o…o: o la razón o las pasiones. A la exclusión se


yuxtapone luego una conjunción, indicada por “y”: pero tiene una cosa “y” otra. El
tercer término que subsiste entre los contrarios (el “hombre”) se presenta como un
desfasaje entre pasiones y razón que no admite arreglo ni conciliación (lo cual asimila al
“hombre” del fragmento nº 316 con el monstruo incomprensible del fragmento nº 329).
Tanto el hombre como el monstruo incomprensible persisten como un núcleo
irreductible (“siempre dividido y contrario a sí mismo”).
En el fragmento siguiente, el lugar ocupado por la disyunción/conjunción sitúa a
Dios en el mismo lugar que el hombre del fragmento nº 316:
“Así, no solamente el celo [le zèle] de aquellos que lo buscan prueba a Dios sino también la ceguera
[l'aveuglement] de los que no lo buscan” (frg. nº 342).

¿Cómo se prueba que algo existe a partir de dos contrarios, uno de los cuales lo
busca y otro no lo busca? Utilizando un concepto de Lacan, diremos que Dios aparece
situado aquí en un Real, es decir, no puede deducirse de una construcción simbólica.
Como es sabido, Lacan afirma de un modo explícito que el Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob “se encuentra en lo Real”.8 Un Dios que no se puede deducir de la razón
“natural” es lo que Pascal llama el “Dios oculto”. El Dios oculto no responde a una idea

8
Único curso de seminario interrumpido Des noms-du-père (21/11/1963). Es posible que aluda al texto
del “Memorial” (1654) titulado Fuego: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob/no de los
filósofos y los sabios/Certeza, Certeza, Sentimiento, Alegría, Paz… etc.” (Oeuvres complètes, op. cit.,
anotadas por Chevalier, p. 554). Los fragmentos nº 192 (“No puedo perdonarle a Descartes…”) y nº 193
(“Descartes, inútil e incierto”) reiteran la diferencia entre el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob y el
dios de los filósofos.
108
o a un significado. Surgido por sucesivas transposiciones del Antiguo Testamento
(sobre todo el Éxodo y el libro de Isaías) y del Nuevo (en Actas de los Apóstoles9), el
Dios oculto se transforma, en los textos incompletos de la Apología, en un verdadero
principio lógico de rechazo del mismo principio de no-contradicción que regía en
secreto sus falsos silogismos. El Dios oculto como principio lógico afirma que lo que se
revela no se revelaría si no se ocultara a veces y lo que se oculta no se ocultaría si no se
revelara a veces (es decir, reitera la estructura que resaltamos antes de la Ciudad de
Dios):

“No es cierto que todo descubre a Dios, y no es cierto que todo oculta a Dios. Pero es verdad,
conjuntamente [tout ensemble] que Dios se oculta a quienes lo tientan y se descubre a los que lo buscan,
porque los hombres son conjuntamente indignos de Dios y capaces [capables] de Dios: indignos por su
corrupción, capaces por su primera naturaleza” (frg. nº 603).

En una carta a la Srta Roannez:

“Si Dios se descubriera de continuo a los hombres, no habría ningún mérito en creer en él; y si no se
develara nunca, habría muy poca fe”.

La exégesis de las Escrituras y la delimitación de los dos testamentos obedecen al


mismo principio:
“Si no se hubiera manifestado nunca nada de Dios, esta privación eterna sería equívoca y podría referirse
tanto a la ausencia de toda otra divinidad como a la indignidad de los hombres de conocerla; pero como
aparece de vez en cuando, eso suprime el equívoco” (frg. nº 606).

En los fragmentos de la Apología del cristianismo, Pascal ligó ambas caras –


revelación y ocultamiento, aparición y desaparición– con el problema de la equivocidad
o “doble sentido” del lenguaje de las Escrituras. El que Dios sea oculto, se traduce en
que existen dos sentidos de las Escrituras, espiritual y literal:
“He aquí por qué era bueno que el sentido espiritual estuviera encubierto [en el Antiguo Testamento]; por
otro lado, si ese sentido hubiera estado tan oculto hasta el punto de que no se manifestara en absoluto, no
habría podido servir como prueba del Mesías” (frg. nº 574).

El ocultamiento como condición de verdad obedece al principio que regía las


polémicas analizadas antes, es decir, un elemento debe sustraerse entre dos contrarios
para que se vehicule una verdad. En la serie de fragmentos que componen L’ancien
testament, Pascal retoma la vieja idea, basada en las epístolas paulinas, de que el
antiguo testamento es una “figura” del nuevo: las tablas de la ley mosaica son una figura
de la ley de la caridad; el cruce del mar Rojo una figura de la redención crística; las dos
mujeres de Abraham, Sara y Agar, una figura de las dos alianzas, etc. Entre la verdad y
la figura se establece una relación que no se limita a borrar la figura del Antiguo
Testamento en provecho de una verdad entera y definitivamente revelada en el Nuevo.
Que el verdadero mesías haya “levantado el velo” sobre la equivocidad del Antiguo
Testamento, revelando el sentido espiritual, no parece significar, en su estilo, que el

9
Discurso de san Pablo en el Areópago de Atenas: “¡Descubrí incluso entre los objetos de vuestra
devoción un altar con esta inscripción: ‘A un dios desconocido’! Lo que vosotros soñabais sin conocerlo,
es lo que yo les anuncio” (Actos de los Apóstoles, XVII, 23).

109
Nuevo Testamento agote lo que en el Antiguo no era más que figura. En otras palabras,
la aparición de la Verdad no implica suprimir la letra en que, según sus términos, se
“ocultaba” el espíritu. Si fuera así, el cruce del Mar Rojo como simple figura de la
acción del Redentor debería desaparecer ante ésta última. Pascal no lo piensa así, dice
que si la redención hiciera desaparecer la figura anterior, no triunfaría de ella. Para
triunfar, debe conservar la equivocidad del sentido propia de la figura y –paradoja de las
paradojas– solo a partir de esa equivocidad puede transmutarse en el sentido espiritual,
liquidándola. El argumento reitera la definición de la herejía (“al final de cada verdad,
hay que agregar que uno se acuerda de la verdad contraria”, frg. nº 791). La Apología
practica en este punto una verdadera técnica de desdoblamiento del significante. El
término mesías, por ejemplo, aplicado a Jesucristo –dice Pascal– es entendido de un
modo diferente, en el Antiguo Testamento, por unos y otros: “unos [entre los judíos] lo
reciben, otros [entre los judíos] lo rechazan”. La palabra se desdobla según quién la
profiere: para unos, remite al mesías verdadero, para otros a uno falso. El trabajo
exegético sobre la equivocidad de las palabras en sí mismas (mesías, tierra prometida,
enemigo, sacrificio, frg. nº 570) sugiere que si no fuera por su doble sentido –literal o
carnal y espiritual o anagógico– no habría habido dos testamentos sino uno solo.
Si se considerara que una vez revelada la verdad dicha por algunos profetas, el
Antiguo Testamento no es más que la figura del nuevo, es evidente que los dos se
reducirían a uno solo. Pero la insistencia de Pascal en los dos sentidos dentro del
Antiguo Testamento, hace inevitable pensar que el intento de probar la unidad de ambos
solo se hace posible a condición de que los significantes del Antiguo Testamento
(mesías, sacrificio, tierra prometida, enemigo, etc.) no sean idénticos a sí mismos.
Se infiere, en consecuencia, que hay un punto entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento –y dentro de cada uno de ellos– donde se opera la división del significante.
No hay pasaje sino corte. La cuestión del punto que va y viene entre dos infinitos sin
poder fijarse en ningún lugar, se vuelve un principio general: “Quien haya encontrado el
secreto de regocijarse del bien sin fastidiarse por el mal contrario, habría encontrado el
punto” (frg. nº 124). Lo mismo puede decirse en el plano de la exégesis bíblica. Entre
los dos testamentos, un punto inencontrable impide “dar razón de la verdadera religión”.
Se comprende así que el Dios oculto suscite a su vez la imposibilidad de situar el punto
entre lo velado y lo desvelado: “Como Dios está oculto, toda religión que no diga que
Dios está oculto no es verdadera [véritable] y toda religión que no dé cuenta de esa
razón, no es instructiva. La nuestra lo hace. Vere tu es deus absconditus” (frg. nº 598).
En resumen, la religión cristiana puede dar razón de sí misma porque le falta algo para
dar razón de ella, por eso es verdadera. El giro retórico que da cuenta de esa paradoja se
halla en el texto de La Apuesta:
“¿Quién criticará a los cristianos por no poder dar razón de su creencia, ellos, que profesan una religión
de la que no pueden dar razón? […] Si la probaran, no cumplirían con su promesa. Es porque les falta la
prueba que no les falta el sentido” (Frg. nº 451. Infinito-Nada: La Apuesta).

La impotencia del cristianismo para dar razón de su verdad en términos calculables


se formula así en los mismos términos lógicos que caracterizaban lo que más arriba
mencionábamos –recuperando un término de Lacan– como la estructura del no-todo de
la gracia, manifestada en los tres niveles siguientes:
-En la controversia con los jesuitas: lo que falta a la gracia suficiente, dada a todos,
constituye la eficacia de la gracia dada a unos pocos
110
-En la antinomia Epicteto/Montaigne: el primero es “uno de los filósofos que mejor
conoció los deberes del hombre y miró a Dios como su objeto principal” y el segundo,
“puro pirrónico […] no quiere decir ‘No sé’ y prefiere preguntar ‘¿Qué sé?’”. Ambos se
equivocaron, no obstante, en no haber sabido que “el estado actual del hombre difiere de
aquel en que fue creado […] de tal modo que uno trató la naturaleza como sana y
observando ciertas marcas de su antigua grandeza, se volvió orgulloso y el otro,
experimentando la presente miseria e ignorando la primera dignidad, trató la naturaleza
como enferma e irreparable, lo cual lo precipitó en la desesperación y la cobardía”.10
En la exégesis de la doble cifra de las profecías, se hace surgir el sentido espiritual
del Nuevo Testamento del resto que queda de la división de los significantes en el
Antiguo. Eso explica que haya dos testamentos y no uno, tal como lo muestra el pasaje
siguiente, que hay que leer no una sino muchas veces para darse cuenta de sus
implicancias lógicas: “porque si se cree que [las profecías] tienen nada más que un
sentido, es seguro que el Mesías no habrá venido; pero si tienen dos, es seguro que
habrá venido en Cristo” (frg. nº 541).
En los tres casos, un menos –que no debe entenderse de modo cuantitativo11– dirime
la antinomia. La verdad se sitúa por el lado de lo que falta al todo para dar razón de él.
No sería exagerado decir que ese menos, ligado con la imposibilidad de superar la
contradicción, abre en Pascal el lugar llamado Dios (y a la vez el lugar del sujeto). Si lo
que decimos es cierto, es decir, si el Dios oculto funciona como negación del principio
de contradicción –que da lugar a la división y alteridad del significante– y si retomamos
la lógica que venimos analizando, es porque hay equívoco (o por lo menos dos sentidos
contrarios en un enunciado), que se vuelve inevitable elegir uno de ellos. En contra del
escéptico, que deja en suspenso la verdad pronunciando un “no sé”, Pascal insiste en
que, aunque solo dos términos se hagan visibles –el nuevo y el viejo testamento, la letra
y el espíritu, el prójimo y yo, la razón y las pasiones, el celo y la ceguera, el ángel y la
bestia– un tercero subyace a ambos, instaurando una desproporción. ¿Pero cuál es el que
hay que elegir entre los polos visibles? Infiero que es aquel que podría enunciarse dos
veces, una vez en forma explícita y otra vez en forma callada o implícita. En La
Apuesta, por ejemplo, la elección se da entre Dios es y Dios no es. Si Pascal,
rebelándose contra la indiferencia del escéptico, lo incita a preferir la primera
alternativa, es porque negar que Dios es equivaldría a negar el principio del Dios oculto,
que hemos traducido, desde el psicoanálisis, como un principio de alteridad o división
del significante (allí donde se sitúa el –1). Por las mismas razones, la elección de Dios
es no apunta a negar simétricamente al enunciado Dios no es al nivel del significado.
Elegir Dios es implica más bien ponerse al nivel del no que situamos antes en el lugar
de la contingencia entre los cuatro enunciados sobre el abandono.12 La asimetría que
surge de la pérdida de la relación puramente opositiva entre sí y no, se vuelve
consustancial al acto de la elección. Es así que la verdad en La Apuesta supone dos
enunciados que dicen “Dios es” y no uno, que se recubren: el primero, contrario lógico
a Dios no es y el segundo, al que califico de callado, no se pronuncia porque está por
fuera de la contradicción lógica pero por su propia y ciega fuerza performativa, no
10
Traduzco del original francés el Entretien avec M. de Saci, OC, op. cit., p. 371.
11
El significante de menos que falta según Lacan en el tesoro de significantes es de la misma índole, o
sea, sale del registro de la sustracción matemática: “ese significante que no puede ser sino un trazo que se
traza con el círculo sin poder ser contado en él, simbolizable por la inherencia de un (–1) al conjunto de
los significantes” (Subversión del sujeto y dialéctica del deseo).
12
Véase La gracia suficiente y la gracia eficaz. Pascal y la polémica del jansenismo, p. 97.
111
garantizada por ningún significado, vence al “no sé” escéptico, que sigue dependiendo,
en el fondo, de un saber posible. El problema es que al proferirse, el performativo Dios
es no puede sino tomar la misma forma de la negación simétrica de Dios no es…
La técnica utilizada por Pascal en los textos polémicos para enfrentar a su adversario,
cualquiera sea, debe su mecanismo a este entrevero entre el dos y el tres. Lo que
llamábamos antes el significante callado no tiene existencia fuera de la contradicción
entre dos rivales o dos enunciaciones: “En las disputas, nos gusta el combate de las
opiniones, mientras que no nos complace en absoluto contemplar la verdad encontrada;
para observarla con placer, hay que verla nacer de la disputa” (frg. nº 203). Retirándose
de la oposición simétrica sí/no, ubicándose en un lugar tercero que es al mismo tiempo
una resta, el contradictor pone a su rival en una situación que le impedirá negar
lógicamente lo que él (Pascal) afirma. Si lo que afirma, como vimos antes en la exégesis
bíblica, es la alteridad del significante (a partir de la cual no hay, según él, otra elección
que la cristiana), el enemigo queda incluido en su propio argumento y ya no puede
contradecirlo. La tesis del judío como testigo es el paradigma de esta técnica; al
rechazar que Cristo era el mesías, los judíos muestran que lo era: “¿Qué podían hacer
los judíos, sus enemigos; si lo reciben, lo prueban recibiéndolo […] si lo deniegan, lo
prueban denegándolo” (frg. nº 521). En este sentido, el anti-judaísmo de Pascal es la
extensión de un procedimiento aplicado a todos los niveles y campos de reflexión.
Desde el punto de vista lógico, Montaigne ocupa el mismo lugar que el judío.
Encerrando por anticipado al adversario en una tenaza, Pascal crea una situación que
tiene puntos en común con la negación freudiana: negando, se afirma.13 De este modo, y
como lo mostraba la disputa Agustín/Pelagio, un adversario alimenta al otro y la verdad
se halla entre los dos. Al negarse recíprocamente, dos enunciados producen una
afirmación, pero ésta deja de pertenecer al mismo orden que aquéllas. Así por ejemplo,
1) el libre albedrío no anula la gracia y 2) la gracia no anula el libre albedrío, dan
lugar a una afirmación ininteligible desde el punto de vista de la identidad. De ese
ininteligible surge el velle.
Reitero entonces que en el proceso de resaltar la antinomia para después anularla, lo
que subtiende ese procedimiento a nivel retórico es la repetición dos veces –una
explícita y otra silenciosa– de un mismo significante. El resultado es una diferencia
ininteligible. Para que este proceso se produzca, un elemento debe elidirse, como lo
muestra el fragmento nº 575 (donde el principio de contradicción queda anulado):
“Nada es tan semejante a la caridad como la concupiscencia, y nada es tan contrario”.
En este punto, los fragmentos de Pascal harían eco a una verdad matemática, por
ejemplo en este pasaje de La Apuesta: “El cero añadido al infinito no lo aumenta en
nada”. Si se pone a la caridad en el lugar del cero, se diría: añadida a la concupiscencia,
la caridad no la aumenta en nada y sin embargo, la transforma en Otra cosa. Lo mismo
ocurre con el fragmento nº 342: “Así, no solamente el celo de aquellos que lo buscan
prueba a Dios sino también la ceguera de los que no lo buscan”, donde Dios queda
atrapado en una negación y afirmación simultáneas. Si Dios como significante no
sucumbe a la negación, es porque se repite dos veces (como 1 y como 0), produciendo

13
Glosando “La negación” de Freud, Pontalis escribe: “Cuando el paciente nos aprueba, tiene razón, pero
cuando nos contradice, es solo un signo de resistencia y resistiendo, sigue dándonos razón” (Prefacio a
Freud, Le mot d’esprit et ses rapports avec l’inconscient, Paris, Gallimard, Ideés, 1970).
112
un residuo.14 Por la misma razón, en la “Apología del cristianismo” y contra todo lo que
podría esperarse, la idea cristiana debe amputarse y aceptar como verdad aquella que
surge a condición de contener en sí lo contrario de ella misma: “La religión cristiana no
es única. Un poco más y se cree que esto es una razón para considerarla verdadera, ya
que al revés, es eso lo que la hace verdadera” (frg. nº 498).
Es de sospechar que el argumento del no-todo no solo caracteriza la verdad cristiana
sino la verdad en general, por ejemplo en este fragmento sobre los pirrónicos (de los
cuales se declara no obstante enemigo): “Nada fortifica más al pirronismo que el hecho
de que haya gente que no es pirrónica; si todos lo fueran, se equivocarían” (frg. nº 186).
Más allá del sentido moral y religioso, Pascal pone en escena una lógica que exige una
excepción al todo para que surja una verdad. Esa exigencia se manifiesta en una retórica
articulada en giros como el siguiente: “La imaginación es tanto más engañosa cuanto
que no siempre lo es” (frg. nº 104). O bien: “La justicia para con los réprobos debe
chocar menos que la misericordia para con los elegidos” (tesis implícita: la elección
divina implica una excepción al todos, o sea, el elegido es el producto de una mezcla
imposible de calcular de justicia e injusticia). El mismo giro retórico construiría
asimismo la diferencia entre los dos testamentos y la que dista entre verdad y figura, que
puede reconstruirse diciendo: La religión judía es tanto más figurativa [no verdadera]
cuanto que no siempre lo es.
Es entonces la omisión de un significante lo que manifiesta en la lengua la estructura
de la excepción al todo, y ese rasgo inscribe con particular acuidad el estilo de Pascal en
el Witz freudiano. Si la represión de un significante no es otra cosa que la irrupción de
lo Real, y aunque Freud no reduzca el logro del Witz a un no-decir (como pensaba
Lipps), lo que sí afirma, en cambio, es que la condensación y el desplazamiento
producen entre uno y otro significante, un sentido que estaba oculto.15 No está excluido
tampoco, de atenerse a Pascal, que el lugar de lo que falta (en la Verdad única, en la
conciliación de los contrarios) sea el ocupado por el sujeto mismo: “Cuando escribo mi
pensamiento, éste se me escapa a veces; pero eso me recuerda mi debilidad, que olvido
a toda hora. Lo cual me instruye tanto como mi pensamiento olvidado, porque solo
tiendo a conocer mi nada” (frg. nº 100). El sujeto se sitúa en un punto indecidible entre
el pensamiento y el olvido, la miseria y la grandeza: “[…] es miserable conocerse

14
El uso del cero, en Lacan, sirve incluso para oponer los calendarios cristiano y revolucionario: “Es
necesario que haya un año cero después del nacimiento de Cristo. Los autores del calendario republicano
lo habían olvidado, llamaron al primer año el año I de la República…” (Libro XVIII del Seminario,
17/2/1971). Esta diferencia surge de la concepción del sujeto en psicoanálisis. Suprimir el espacio entre el
nacimiento de J.C. y el siglo I equivale a suprimir lo heterogéneo (que Lacan asimila en las series de
Fibonacci, al cero) en la serie de lo homogéneo. En el fragmento nº 209 de Pascal, por ejemplo, la
oposición aparentemente simple Dios/mundo oculta que es imposible decir al mismo tiempo lo
homogéneo y lo heterogéneo, el mundo y Dios: “Un solo pensamiento nos ocupa, no podemos pensar en
dos cosas a la vez; de ahí que el bien se apodere de nosotros según el mundo y no según Dios”. Lo propio
de lo heterogéneo es actuar tácitamente, por ejemplo en el fragmento nº 667, que condensa en un Witz la
polémica de san Agustín con Pelagio: “La ley obligaba a [cumplir con] lo que ella no daba. La gracia da
aquello a lo que obliga”.
15
Vale la pena recordar el sentido amplio de la palabra: “El término Witz designa sobre todo en la
tradición de los románticos de Jena un tipo de espíritu que capta de un vistazo y con la rapidez del rayo
[…] las relaciones nuevas, inéditas, en resumen, creadoras, que es capaz de poner de relieve […] pone en
relación cosas que no están hechas para funcionar juntas, las condensa, las combina o mejor dicho, las
une en una alianza matrimonial que resulta a menudo una alianza defectuosa” (Lacoue-Labarthe/Nancy,
cap. “L'exigence fragmentaire”, L'absolu littéraire, Paris, Seuil, 1978). Citado por J.-B. Pontalis en el
prefacio a Freud, Le mot d’esprit et ses rapports avec l’inconscient, op. cit.
113
miserable pero es grande conocer que se es miserable […] El hombre sabe que es
miserable […] Pero es grande porque lo sabe” (frg. nº 255). O entre el corazón y la
razón: “El corazón tiene sus razones que la razón desconoce totalmente [ne connaît
point]” (frg. nº 477). Las oposiciones no deben engañar. El corazón no se opone a la
razón como la subjetividad a la objetividad, o la sensación al intelecto. De ahí que la
conversión a la que incita Pascal a libertinos, desesperados y filósofos tenga más que
ver con la experiencia de una “nada” donde se revela lo real del sujeto, que con una
inclinación sentimental: “Los hombres toman a menudo su imaginación por su corazón;
creen que están convertidos en cuanto piensan en convertirse” (frg. nº 475).
Si se recorren en detalle los fragmentos, se vería que el entre-dos hace las veces de
no-causa. Por ejemplo: “El hombre es tan desdichado que se aburriría aun sin ninguna
causa para aburrirse” (frg. nº 205). El lector esperaba primero que se diera la razón de la
desdicha (el hombre es tan desdichado que…) pero el final sorpresivo de la frase anula
la expectativa afirmando una no-causa por medio de una doble negación (aun sin
ninguna…). Es obvio que si se explicara el aforismo diciendo por ejemplo: El hombre
es desdichado porque no puede conocer la causa de su aburrimiento, desaparecería de
inmediato la “gracia” de la frase, que reside en la omisión del porque (así como el chiste
pierde su gracia si se lo interpreta a nivel del significado).
Tampoco se trata, para sugerir la no-causa, de suprimir todo significante que en la
lengua pueda denotar la causa, ya que frases donde la conjunción porque es explícita,
por ejemplo, expresan igualmente la no-causa: “Poca cosa nos consuela porque poca
cosa nos aflige” (frg. nº 175). En otros casos, la no-causa se expone de un modo
apodíctico, en el estilo moralista clásico: “Quien quiera conocer a fondo la vanidad del
hombre, no tiene más que considerar las causas y los efectos del amor. La causa es un
no sé qué (Corneille) y los efectos son temibles. Ese no sé qué, tan poca cosa que
apenas se lo reconoce, agita toda la tierra, los príncipes, los ejércitos, el mundo entero”
(frg. nº 180). La frase que cierra el mismo fragmento practica el procedimiento inverso,
o sea, omite el “no sé qué”: “La nariz de Cleopatra: si hubiera sido más corta, toda la faz
de la tierra habría cambiado”.
Si me refiero a una sintaxis o retórica del texto de Pascal, designo con ello que la
falta de un significante no tiene normas fijas desde el punto de vista estrictamente
gramatical. Sería erróneo limitar su búsqueda a una falta efectiva, real, de un
significante preciso en la frase o fragmento.
La lógica de la sustracción, productora del azar –se extiende incluso al plano
histórico de los hechos:16

16
A ello se debe la curiosa expresión que da título a un proyecto enviado a Fermat: “La geometría del
azar”. Para mostrar que se trata de un sistema lógico que se aplica a dominios heterogéneos, extraigo
algunos pasajes para mostrar 1) que el Dios oculto, no siendo simétrico de otro visible, forma parte de una
estructura ternaria (y no dual): “¿Qué dicen los profetas de Jesucristo? ¿Que será Dios con toda
evidencia? No, sino que es un Dios verdaderamente oculto; que lo desconocerán; que no pensarán que sea
él y no otro; que será una piedra con la que algunos tropezarán, etc. Que dejen de reprocharnos, entonces,
nuestra falta de claridad, porque hacemos profesión de ella” (frg. nº 591). 2) Que la verdad del tercero no
se obtiene por exclusión o inclusión reales o efectivas: “Si el mundo subsistiera para instruir al hombre de
Dios, su divinidad luciría por doquier de un modo inobjetable; pero como solo subsiste por y para
Jesucristo, y para instruir a los hombres de su corrupción y su redención, todo brilla en él por las pruebas
de esas dos verdades. Lo que aparece allí no marca ni una exclusión total ni una presencia manifiesta de
divinidad, sino la presencia de un Dios que se oculta”. (frg. nº 692). 3) Que la falta no es de orden
cuantitativo: “Aun cuando un solo hombre hubiera hecho un libro de predicciones de Jesucristo, para la
114
“La palabra Galilea, que la muchedumbre de los judíos pronunció como por casualidad, acusando a Cristo
ante Pilatos, dio pretexto a Pilatos para enviar a Jesucristo a Herodes; con lo cual se cumplió el misterio
en virtud del cual debía ser juzgado por judíos y gentiles. El azar, en apariencia, fue la causa del
cumplimiento del misterio” (frg. nº 181).

El punto imposible de fijar entre la causa y el efecto, entre la razón y el corazón,


entre “la razón y el desmentido de la razón” (frg. nº 465) ¿no es acaso el mismo que se
desplaza entre la voluntad del hombre y la voluntad del Otro; o entre lo posible de
cumplir y lo incumplible en El espíritu y la letra de San Agustín? El desencuentro entre
el sujeto y el Otro es el punto álgido en que fracasan el principio de identidad y no-
contradicción (allí donde se sitúa el velle). Si “para obtener la gracia hay que rezar pero
para rezar a su vez primero hay que obtener la gracia”, eso no quiere decir que la fuente
de la gracia sea indistinta en el hombre y en Dios puesto que “si rezo para obtener la
gracia es posible que no la obtenga, Dios siempre es primero en empezar”. Lo cual
rompe el círculo situando la dependencia –y la búsqueda del Otro– del lado del sujeto.
No se llega a la interrupción del círculo de un modo liso. Tiene que producirse en la
letra del texto un equívoco, una incongruencia o un oxímoron. El estilo de Pascal está
hecho de esas incongruencias: “Los hombres son tan necesariamente locos que sería una
locura, con otro giro de locura, no ser loco” (frg. nº 184). El estilo condensa por sí solo,
contrayéndolos, los largos desarrollos teológicos sobre el desencuentro de las dos
voluntades: el hombre no tiene rapport directo con Dios, dice La Apuesta, en un pasaje
donde Dios y el infinito convergen en el mismo estatuto incomprensible.17 Pascal
comparte con San Agustín esa característica: lo que una lógica del significado no puede
decir, lo dice un equívoco o una fórmula disparatada, incluso banal. Es así como
después de una larguísima y compleja discusión sobre la elección de los justos en una
carta de san Agustín al obispo Simpliciano, el argumento se cierra con una fórmula que,
extrapolada, se asemeja a un chiste: “Si no hubiera habido elección [de Dios] no habría
elegidos”.18
Nuestro planteo apunta a poner de relieve la estructura lógica (o anti-lógica) por la
cual, como ya dijimos, lo que se sustrae a la antinomia (Dios, el monstruo
incomprensible, la gracia) no niega eso a lo que se sustrae, sino que al contrario, lo
necesita (así como la gracia eficaz necesita de la suficiente). Esa no-negación une los
contrarios en una serie asimétrica. Para demostrarlo de un modo más amplio, habría que
ver si la “razón de los efectos” no da cuenta, desde otro ángulo, de esa dismetría.

época y para la manera, y aun cuando la venida de Jesucristo se hubiera conformado a esas profecías,
habría allí una fuerza infinita” (frg. nº 528).
17
“Si hay un Dios, es infinitamente incomprensible ya que, no teniendo ni partes ni límites, no tiene
ninguna relación [rapport] con nosotros. Somos por lo tanto incapaces de conocer lo que es, ni si es.
Dicho esto, ¿quién será capaz de resolver esta cuestión? No seremos nosotros, que no tenemos ninguna
relación [rapport] con él” (Le Pari, OC, op. cit., p. 1213).
18
En Mélanges doctrinaux, op. cit.
115
La razón de los efectos
Al interrogar cuál es la lógica que “pone juntos” el ángel y la bestia, la razón y las
pasiones, la verdad y la herejía, la concupiscencia y la caridad, el sentido literal y
espiritual, no tuvimos por el momento otra respuesta que la que diría: lo que no se
resuelve en el plano lógico recibe una solución retórica (doble negación, elisión de un
significante en una combinatoria, ambivalencia del significante). Antes de clausurar allí
el problema, examinemos si la pregunta del “poner juntos” no recibió una respuesta con
la “razón de los efectos” –expresión técnica utilizada tanto por Descartes, Mersennes o
Hobbes en el campo de las ciencias naturales. Íntimamente vinculada con los conceptos
de “contrariedad” [contrariété] y “vuelco del pro al contra” [renversement du pour au
contre].1 Pascal la utiliza en el Tratado sobre el equilibrio de los licores y el peso del
aire extendiéndola luego a otros terrenos: político, religioso, moral.
El fragmento que condensa el problema vinculando entre sí estos tres terrenos es el
nº 312. Se reproduce en él el tropiezo lógico ya mencionado según el cual quedaba un
resto no deducible ni calculable entre los dos extremos de la antinomia. Solo que la
estructura se despliega aquí en una sucesión en cinco fases: 1) el pueblo. 2) el semi-
hábil. 3) el hábil. 4) el devoto y 5) el cristiano perfecto, donde el hábil (3) y el cristiano
perfecto (5) parecen reasumir las dos contrariedades precedentes:2

La razón de los efectos: “Gradación: el pueblo rinde honores a las personas de alta alcurnia; los semi-
hábiles las desprecian diciendo que la alcurnia no es una ventaja de la persona sino del azar; los hábiles
les rinden homenaje, no por el pensamiento del pueblo sino por el pensamiento por atrás; los devotos, que
tienen más celos que ciencia, las desprecian, a pesar de esa consideración que los hace merecedores de
homenaje por parte de los hábiles, porque juzgan gracias a una nueva luz que les da la piedad; pero los
cristianos perfectos los honran por otra luz superior. Así las opiniones van sucediéndose desde el pro al
contra, según la luz que se tenga” (frg. nº 312).

El vuelco del pueblo al semi-hábil reproduce la reflexión de Montaigne (que Pascal


admira y parafrasea sin cesar) sobre la naturaleza y la costumbre. Contra el pueblo (1),
que cree en el origen natural de las leyes, el semi-hábil, en este caso el escéptico (2),
interviene para hacer notar que ese origen es arbitrario y en última instancia, azaroso.
Pascal somete esa dualidad a una especie de moebización, por ejemplo: “Los padres
temen que se borre el amor natural de los hijos. ¿Qué es entonces esa naturaleza
dispuesta a borrarse? La costumbre es una segunda naturaleza, que destruye la primera.
¿Pero qué es naturaleza? ¿Por qué la costumbre no es natural? Me temo mucho que esa
naturaleza no sea ella misma una primera costumbre, así como la costumbre es una
segunda naturaleza” (frg. nº 120). La pregunta interroga un punto desde el cual pudiera
decidirse cuál es causa de la otra, la naturaleza o la costumbre. Algo similar ocurre con
la vanidad del poderoso. ¿Por qué Montaigne –se pregunta Pascal– insiste en la vanidad,
si ese signo de ostentación es el único modo por donde se percibe el poder? “¡Es
admirable! No quieren que me incline ante un hombre cubierto de bordados de oro y
plata, seguido de siete u ocho lacayos. ¡Y qué! Me golpeará con las correas de sus
1
En la edición de J. Chevalier utilizada aquí, el conjunto de los fragmentos sobre la razón de los efectos
se encuentran entre nº 309-313, sobre el vuelco del pro al contra, entre nº 289-313 y sobre la contrariedad,
entre nº 159-187. Esta clasificación numérica relativamente arbitraria no excluye en absoluto la
irradiación de estos conceptos a toda la sección Miseria y grandeza e incluso a la Apología.
2
Retomo en parte aquí el artículo “Lógica del significante en la sintaxis de Pascal”, revista Conjetural nº
52, Buenos Aires, Ed. Sitio, 2010.
116
estribos si no lo saludo: ese atuendo es una fuerza” (frg. 299). Entre la naturaleza y la
costumbre, entre el poder y sus revestimientos exteriores, incluso entre lo verdadero y lo
falso cuando entre estos se entromete la imaginación, un elemento tercero anula la
“contrariedad”: “[La imaginación] sería regla infalible de verdad si no fuera regla
infalible de la mentira; no da ninguna marca de su calidad, marcando con el mismo sello
lo verdadero y lo falso” (frg. nº 104). ¿Cómo marcar aquí el lugar del efecto y de la
causa, si el punto se desplaza de un lado a otro sin marcar un referente adonde
detenerse?
La razón de los efectos, como modelo de lectura de la realidad (cualquiera sea)
debería dar cuenta de la relación entre dos polos contrarios, “del modo más simple y
económico” –dice Jean Molino– como puede hacerlo el físico cuando aborda la razón
por la cual el peso del agua produce un efecto en los experimentos sobre el vacío y sin
pretender, como en la vieja filosofía, dar respuestas absolutas.3 Sacada del campo de la
física y la geometría, la razón de los efectos no puede sino seguir repitiendo en la moral
y la política, sin duda por obra de una retórica peculiar, lo que Jean Molino llama el
“tropo escéptico de la discordancia” en los textos de Montaigne. Por ejemplo ¿qué
hacer? ¿Negarse a adorar a un Dios de cuya existencia no podemos saber nada o
adorarlo porque la costumbre, los ritos y la tradición así lo estipulan desde hace siglos?
La pregunta –formulada ya por el escepticismo antiguo– recibe en Montaigne una
respuesta que queda en suspenso hiperbolizando una discordancia: “Nada en nosotros
puede compaginarse o relacionarse de ningún modo posible, con la naturaleza divina,
sin manchar a ésta con igual imperfección. ¿Cómo esa belleza, potencia y bondad
infinitas podrían tolerar una correspondencia y similitud con una cosa tan abyecta como
nosotros…?”4 Lo que el escéptico deja en suspenso, Pascal lo ahonda hasta llevarlo a
una no-verdad radical. En La Apuesta, que recoge toda la dificultad de su relación con
Montaigne, el non-rapport con Dios es afirmado como un no-saber pero también, a
diferencia de Montaigne, entraña una verdad del no-saber, la cual se traducirá en un acto
(arrodillarse por ejemplo) y no en una suspensión del juicio acerca de un significado
ideal del tipo “Dios existe”.
Se reactiva aquí, a no dudarlo, el tema del punto inencontrable entre los extremos
planteado en el terreno de la física: “Nada puede fijar lo finito entre los dos infinitos que
lo encierran y lo rehúyen” (frg. nº 84). En el marco de una revolución científica donde
lo finito se vuelve Imaginario y lo infinito Real, Pascal termina asimilando al hombre de
ciencia a un punto finito y movible, un entre-dos sin sentido ni asidero entre lo
infinitamente pequeño y lo infinitamente grande.5 En el fragmento nº 285, el mismo
procedimiento da como resultado la anulación del entre-dos y la superposición de los
dos polos contrarios. Por ejemplo: “Es justo que lo que es justo sea seguido, es
necesario que lo que sea más fuerte sea seguido. La justicia sin la fuerza es impotente;

3
Jean Molino, autor de un texto esencial, “Raison des effets”, en Méthodes chez Pascal, coloquio en
Clermont Ferrand (1976), desarrolla sobre todo el paso del significado de “efecto” desde la ciencia,
entendido como sinónimo de fenómeno sensible, al campo de la moral y la religión, donde el efecto deja
de ser consecuencia de una causa y se transforma en un hecho inconmensurable respecto de su supuesta
causa (hasta los milagros están incluidos por Pascal en la categoría de efectos).
4
Montaigne, Essais, T. II, Paris, Gallimard, La Pléiade, pp. 518 y 523.
5
El espanto del hombre de ciencia frente al descubrimiento del infinito se reitera en muchos pasajes:
“Cuando me veo, abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me
espanto y me sorprende estar aquí y no allí, porque no hay razón de estar aquí y no allá, ahora y no antes”
(frg. nº 88).
117
la fuerza sin la justicia es tiránica. La justicia sin fuerza es contradicha, porque siempre
hay malvados; la fuerza sin la justicia es acusada. Por lo tanto, hay que poner juntas la
justicia y la fuerza y para ello, hacer que lo que es justo sea fuerte o que lo que es fuerte
sea justo” (frg. nº 285). “Poner juntas la justicia y la fuerza” está lejos de significar que
se las puede reunir de acuerdo a alguna proporción conocida. El “poner juntos” vuelve a
poner en cuestión, por consiguiente, la relación causa/efecto (¿cuál es la causa –o el
efecto– de la otra: la justicia o la fuerza?) y al mismo tiempo, de un modo implícito, la
pregunta por la existencia de un principio superior que vincule una con otra. Por efecto
del estilo interrumpido de los fragmentos, los dos interrogantes se desdoblan. Cuando
Pascal dice, por ejemplo, en el frg. nº 247, que “la concupiscencia y la fuerza son las
fuentes de todas nuestras acciones”, ¿quiere decir que son las causas reales que mueven
todas nuestras conductas (consideradas como efectos observables) o que es imposible
encontrar un punto que nos permita dirimir entre la causa (la fuerza) y el efecto (la
justicia)? El interrogante se reitera entre el poder y la vanidad. La ostentación
vestimentaria, la riqueza o la cantidad de lacayos, no son efectos desdeñables, que
podrían suprimirse, de una causa real (el poder). Sin ellos, el poder no existiría: “¡Qué
bien se ha hecho en distinguir a los hombres por el exterior más que por las cualidades
interiores! ¿Quién pasará primero, entre nosotros dos? ¿Quién cederá el lugar al otro?
¿El menos hábil? Pero yo soy tan hábil como él: habrá que pelearse para saberlo. Él
tiene cuatro lacayos y yo tengo solamente uno. Eso es visible. No hay más que contar.
Soy yo quien tiene que ceder y soy un tonto si lo pongo en duda. Henos aquí en paz por
este medio” (frg. nº 302).
Una lectura superficial concluiría que las diferencias sociales llevarán a la rivalidad y
a la guerra y que para preservar la paz, hay que aceptar esas diferencias como único
modo de coexistencia posible. Pero el texto dice algo más (que el nº 312 hace explícito
con el “pensamiento por atrás”), esto es, que no solo conviene aceptar las diferencias
para evitar el desorden social, sino que hay que aceptarlas aunque se sepa que su
fundamento sea, en última instancia, arbitrario. Si se lee luego el fragmento nº 306:
“Dejen de burlarse de los que se hacen respetar por cargos o funciones, porque no
amamos a nadie más que por cualidades de prestado”, la perspectiva se hace todavía
más clara. El argumento invierte la relación causa/efecto, poniendo al efecto (funciones
y cargos) como origen de una causa (el poder), que queda casi borrada atrás de su
efecto.
El problema político que se esconde detrás de esta temática es la divergencia entre
los partidarios de una ley natural que fundamenta la sociedad y aquellos para quienes la
ley se origina en la arbitrariedad de una autoridad (no hemos salido de Montaigne). ¿De
qué lado se sitúa Pascal? Ateniéndose, por ejemplo, al fragmento nº 230, sería un
escéptico convencido: “Uno dice que la esencia de la justicia es la autoridad del
legislador; otro, la comodidad del soberano; el otro, la costumbre presente, y es lo más
seguro. Nada según la justa razón es justo en sí. Todo cambia con el tiempo. La
costumbre es la que funda toda la equidad, por la sola razón de que la recibimos: es el
fundamento místico de su autoridad. Quien las obedece porque son justas, obedece a la
justicia que él imagina pero no a la esencia de la ley”. El desarrollo ulterior, no obstante,
saca una conclusión que no está en Montaigne: “El pueblo presta oídos fácilmente a ese
tipo de discursos. En cuanto lo reconocen, se sacuden el yugo y los grandes se
aprovechan de ello para arruinarlos, y para arruinar a esos curiosos inquisidores de las
costumbres heredadas. Por eso, el más sabio de los legisladores [Platón] decía que para
el bien de los hombres, a menudo hay que engañarlos; y otro, buen político: “Como
118
ignora la libertad que libera, es bueno que sea engañado”.6 [El pueblo] no tiene que
sentir la verdad de la usurpación [la cual] se introdujo otrora sin razón ninguna y se
volvió razonable; hay que hacerla mirar como auténtica y eterna y ocultar su comienzo,
si se quiere que no llegue pronto a su fin” (nº 230).
El fragmento nº 230 reproduce, pues, los tres primeros pasos de la “Razón de los
efectos” (frg. nº 312). La discordancia de Montaigne se retoma dándole otra vuelta de
tuerca, es decir, afirmando la posibilidad de ocultar/revelar en un solo enunciado (el del
hábil) dos “contrariedades”: 1) que las leyes son justas por sí mismas y 2) que son
arbitrarias en su origen. Se dirá que Pascal ha transformado su silogismo anti-
aristotélico en una astucia política a favor de los “grandes”. No es imposible. En todo
caso, se plantea una novedad: ¿el escéptico Montaigne es él mismo un hábil o el hábil
parodia a Montaigne para decir, por detrás de él, que la arbitrariedad de las leyes no es
la última palabra?
Es indispensable intentar entender en qué consiste el pensamiento por atrás (o “doble
pensamiento” en el Discurso sobre la condición de los grandes) para no reducirlo a un
mero artilugio político. Si se remite el hábil a correlatos reales de la época, es evidente
que por su oposición al semi-hábil (que algunos fragmentos identifican con los nobles
“frondeurs” rebelados contra la monarquía), resuena en él la figura del conservador o
del súbdito fiel a Luis XIV. No es tampoco imposible referirlo al futuro hombre de las
luces, crítico de la monarquía. O, en última instancia, al jansenista. Lo cierto es que,
situado entre el pueblo (que cree en el carácter natural de las leyes) y el semi-hábil (ya
sea jefe de fronda, escéptico o anti-clerical, rebelados contra los valores de la
monarquía), el hábil no reivindica de un modo unilateral la opinión “sana” del pueblo ni
adhiere a la posición insurgente del semi-hábil, que delata la ingenuidad del pueblo,
sino que tiene que arreglárselas para asumir en su enunciación los dos lugares.
Ahora bien, ¿cómo podría el hábil sostener esa posición si no fuera porque cumple
con las condiciones lógicas de la estructura del Dios oculto, es decir, que disimula y
muestra uno u otro enunciado en forma alternada? Podrá proferir un solo enunciado y
no los dos a la vez. No podrá decir al pueblo: “Es necesario rebelarse y la rebelión hará
caer las ilusiones” y al mismo tiempo: “La rebelión va a crear otra ilusión que remplaza
a la primera”. Y cualquiera sea el enunciado que profiera, éste va a elidir una parte de su
verdad, dada en su contrario.
El hábil sería entonces, desde el punto de vista retórico, el que asume que hay un
blanco en su enunciado. Lo cual acarreará su incompletud y equivocidad. Un
comentario de D. Descotes esclarece este rasgo: “Para engendrar un vuelco continuo del
pro al contra, hay que reducir a dos el número de puntos de vista y unirlos con una
relación con doble sentido”.7 La definición nos interesa porque define al hábil en
términos de enunciación: el que enuncia no aparece claramente en el enunciado, el cual
dice forzosamente, en razón de ese blanco, más de una verdad. Pero además, se
reconoce en ella el método de la argumentación teológica con la que Pascal adhería al
Concilio de Trento oponiendo Calvino a Molina. El mismo procedimiento le permitía
suspender la antinomia entre el estoico y el epicúreo, el ángel y la bestia, el celo de los
6
Se refiere a san Agustín, La ciudad de Dios, IV, 27. Extrapolada, la frase cobra un sentido político (y
cínico) que no tenía en su contexto originario, donde san Agustín no expresa su propio pensamiento sino
que parodia a los gobernantes romanos idólatras, que saben que Pólux, Héctor, Júpiter o Venus no son
verdaderos dioses pero permiten su culto, para conveniencia del pueblo y evitar desórdenes. El texto de
Pascal resulta ser así la parodia de otra parodia.
7
Dominique Descotes, L’argumentation chez Pascal, Paris, PUF, 1993.
119
que buscan a Dios y la ceguera de los que no lo buscan, etc., esto es, “poniendo juntos”
los dos extremos. Recordemos que el poner juntos dejaba intacta la división. En
realidad, todo se reduce a cómo entender el “poner juntos”, ya que a la luz del
fragmento nº 312, es de sospechar que no se trata solo de una estrategia retórica sino
también moral y práctica (como en La Apuesta, donde poner juntos Dios es y Dios no es
redunda en un acto de conversión). Resulta evidente, en todo caso, que el hábil que
reasume dos términos de una contrariedad, se asemeja al que enuncia que después de
abrazar la religión verdadera hay que recordar la verdad contraria, o al que dice que “el
hombre es más inconcebible sin ese misterio [del pecado original] que lo que lo es ese
misterio para el hombre” (frg. nº 438). En resumen, no es difícil ver que la primera
tríada del fragmento nº 312 se integra en una secuencia sintáctica que se reitera sin
cesar. En el fragmento nº 314 sobre la grandeza y la miseria, por ejemplo, el que
enuncia el texto (Pascal mismo) ocupa la posición del hábil (que señalo con 3 en el
texto):

“Como infiriendo la miseria de la grandeza y la grandeza de la miseria; (1) unos concluyeron en la


miseria, sobre todo porque tomaron a la grandeza como prueba de ella; (2) y los otros sacaron la
conclusión de la grandeza con tanta mayor fuerza cuanto que la infirieron de la miseria misma, (3) todo lo
que unos pudieron decir para mostrar la grandeza solo sirvió de argumento a los otros para sacar la
conclusión de la miseria, ya que se es tanto más miserable cuanto más grande es la altura desde donde se
cayó. Y los otros dicen lo contrario. Se han acercado unos a otros en un círculo sin fin. Siendo seguro que
a medida que los hombres tienen luz, encuentran tanto grandeza como miseria en el hombre”.

Es también desde la posición del hábil que se ponen frente a frente el estoico y el
escéptico en la Conversación con M. de Saci. Lo mismo ocurre en los tres Discursos
sobre la condición de los grandes (donde un hombre arrojado casualmente un día por
una tempestad a una isla cuyos habitantes habían perdido a su rey, es elegido como rey
por su semejanza con el que habían perdido):

“Como no podía olvidar su condición natural, pensaba, al mismo tiempo que recibía sus respetos, que
él no era ese rey que ese pueblo buscaba y que ese reino no le pertenecía. Tenía así un doble pensamiento:
con uno actuaba como rey, con el otro reconocía su verdadero estado y que solo el azar lo había puesto en
el lugar en que se encontraba. Ocultaba este último pensamiento y mostraba el otro. Con el primero
trataba con el pueblo, con el segundo se trataba a sí mismo”.

¿Cómo se puede leer el desdoblamiento del hábil sin caer en una interpretación
puramente moral o política? El hábil sugiere figuras concretas y heterogéneas entre sí,
por ejemplo el centrista que busca un equilibrio entre dos extremos, el lúcido que se
abstiene, el cínico que espera que el viento sople a su favor, el político que busca el mal
menor, etc. Pero para contestar a la pregunta sin recurrir a esas figuras, adoptaré el
punto vista lógico y gramatical que nos sirvió en el capítulo anterior para considerar la
conclusión de los falsos silogismos como un punto que anula la primera dualidad de tal
modo que ninguna de las dos posturas anteriores resulta superior a la otra. Este enfoque
se esclarece a la luz del texto completo del pasaje en el fragmento nº 306 sobre las
“cualidades de prestado”:

“El que ama a otro a causa de su belleza ¿lo ama? No. Porque la viruela, que matará la belleza sin
matar a la persona, hará que no la ame más. Y si me admiran por mis juicios o mi memoria, ¿me admiran
a mí? No, porque puedo perder esas cualidades sin perderme a mí mismo. ¿Dónde está, pues, ese yo si no
se lo encuentra ni en el cuerpo ni en el alma? ¿Y cómo amar ese cuerpo o alma sino por esas cualidades

120
que no son en absoluto lo que constituye al yo, ya que son perecederas? ¿Se amaría acaso abstractamente
la sustancia del alma de una persona, y algunas cualidades que se hallaran allí? Es imposible y sería
injusto. Por lo tanto, nunca se ama a nadie, sino solo sus cualidades” (frg. nº 306).

Si se demistifica al yo como soporte debajo de sus cualidades, se sitúa en él un vacío.


Trasladado al poder político, el resultado es el siguiente: “El rey está rodeado por gente
que solo piensa en divertirlo, impidiéndole pensar en él. Porque es desgraciado, por más
rey que sea, si piensa en él mismo” (frg. nº 205). La reflexión sobre la diversión
[divertissement] va más allá del simple moralista que advierte sobre las vanidades del
narcisismo. Lo mismo ocurre con el desdoblamiento entre las opiniones “sanas” del
pueblo y “vanas” para el semi-hábil. Así como el amante queda atrapado en un yo
sustancial del amado al que cree amar, así también el pueblo cree en la costumbre como
en algo consistente, sin ver que “la costumbre fue introducida otrora sin razón” (frg. nº
287). El semi-hábil reitera de algún modo la posición del pueblo. Ya sea revolucionario,
utopista, negador o eclesiástico astuto, no por convencer al pueblo de que la costumbre
es un mero disfraz que oculta una autoridad arbitraria, deja de cubrir una ilusión con
otra ilusión: “Es cierto, pues, que todo el mundo vive en la ilusión: porque aun cuando
las opiniones del pueblo sean sanas, no lo son en su cabeza, porque piensa que la verdad
está allí donde no está” (frg. nº 310). Por eso el hábil piensa que el semi-hábil llevaría al
pueblo a los peores peligros (la guerra civil, la escisión interna de la Iglesia, etc.)
provocándole por añadidura desilusión a fuerza de venderle ilusiones. Mientras se
considere que su oposición al semi-hábil apunte a preservar al pueblo del engaño del
semi-hábil, el pensamiento por atrás parece más bien una negación de la negación, un
engaño del engaño. Desde ese punto de vista, su posición converge con la
desmistificación de la sustancialidad del yo. Pero a condición de comprender que ésta
no tiende en absoluto a desvalorizar las cualidades que lo enmascaran ni a denigrar el
divertissement. Instala más bien un vacío entre la sustancia y la apariencia, entre (1) y
(2), poniéndolos juntos en una enunciación doble (3). Así como la imaginación es
inseparable de la verdad y el amor indisociable de la ilusión, así también la vanidad de
las opiniones del pueblo se vuelve necesaria para que el hábil vuelva a ella (aunque solo
podrá efectuar esa vuelta una vez habiendo negado las opiniones del semi-hábil). Se dirá
que si “los hábiles les rinden homenaje [a las personas de alta alcurnia], no por el
pensamiento del pueblo sino por el pensamiento por atrás”, la vuelta al pueblo, por obra
del discurso del hábil, no será más una vuelta al origen. Es cierto: el hábil ha
ficcionalizado lo sano y lo vano en un punto que los ha despojado de anclaje en una
causa (real).8 Ha creado un sujeto nuevo. En realidad, el tercer paso de la gradación
opera una sustracción de la causa primera. Entre (1) y (2), la causa se volatiliza. El
pueblo y el semi-hábil se neutralizan uno a otro porque “las cuerdas que ligan el respeto
de unos hacia otros en particular, son cuerdas de imaginación” (frg. nº 289). Sostengo,

8
Esta idea me es confirmada por Laurent Thirouin, que buscando el antónimo de la expresión “razón de
los efectos” en el corpus de Pascal, lo encuentra en los términos “vano” o “vanidad”. Éste es, según
Thirouin, el único término que designa en el siglo XVII la ausencia de fundamento o el hecho de que un
fenómeno carezca de causa eficiente. Se sigue de ello que Pascal no usa “vano” o “vanidad de las leyes”
(frg. nº 230) en un sentido moral sino para designar lo contrario de causa o fundamento (“Résonances
actuelles de la Raison des Effets”, Courrier du Centre International Blaise Pascal, nº 20, 1998, pp. 8-15).
121
pues, que el concepto de “contrariété” tiene que ver con la ficción que surge de levantar
el estatuto real de la causa9 o, si se quiere, la verdad adquiere una estructura de ficción.
¿Habremos encontrado aquí el significado del “poner juntos" al pueblo y al semi-
hábil, reuniéndolos a ambos como engañados por una causa imaginaria? No, porque es
la imaginación misma, puesta en una relación de contrariedad con la razón, la que
produce efectos. Y esos efectos son muy reales: “El más gran filósofo, sobre una tabla
de madera más ancha que lo necesario, si hay por debajo un precipicio y aunque su
razón lo convenza de que no corre peligro, su imaginación prevalecerá […] No relataré
todos sus efectos […] Quien quisiera seguir a la razón estaría loco…” (frg. nº 104). La
contrariedad imaginación/razón –y no cada polo por su lado– produce los efectos: el
amor, las guerras civiles, la diferencia de clases, el poder de la belleza y la riqueza.
“Poner juntos” se vincularía más bien con que ninguna causa (o razón) sobrevuela
idealmente la serie de los efectos. Es la ausencia de esa causa la que determina el doble
pensamiento del hábil, ausencia que se vuelve “razón” interna a la serie de los efectos.
Sin decidir por el momento si Pascal no adhiere, “por detrás” a una causa
trascendente a las posiciones del pueblo y el semi-hábil, podría situarse aquí una
estructura metafórica radical, entendiendo por ello una metáfora destinada a quedar
incumplida ya que nunca remplazará totalmente a la causa exterior a la serie. La
metonimia en tres fases (o sea, la serie de los efectos) no es coronada por una verdad
final. Ficcionalizándose a través del poder, la pasión, la imaginación y el conflicto, está
lejos de organizarse en vistas a una esencia arquetípica anterior escrita en algún lado. El
esquema reproduce el problema exegético de la verdad y la figura en las escrituras,
entrampadas en el equívoco del significante, en la medida en que el hábil, al enunciar
una cosa sin dejar de contemplar su contrario, deja siempre abierta la posibilidad de una
proliferación de significados.10 La sucesión metonímica de posiciones, en el fragmento
nº 312, produce efectos parciales y no una relación directa con una Causa eficiente.
De acuerdo con lo antedicho y de atenerse a la gradación, es el inacabamiento de la
metáfora lo que produce repetición. El 2 (semi-hábil) se repite en 4 (devotos) y el 3
(hábil) en 5 (cristiano perfecto). Lo que se repite no es lo mismo, al contrario, toma
formas nuevas que disfrazan la repetición. La nueva figura en la fase 4 (los devotos)
instaura un orden de poder semejante al que querían establecer en 2 los semi-hábiles que
instrumentaban al pueblo. ¿Pero de qué manera la fase (4) repite la (2) y la (3) repite la
(5)? Y sobre todo ¿el “cristiano perfecto” (5) cierra la serie, remitiéndola a un orden
divino anterior, o repite la posición del hábil (3) en una serie metonímica interminable?
Aunque sea imposible encajar de modo puntual las cinco fases en términos socio-
históricos (ya que cada una comparte rasgos con las otras),11 los devotos y devotas

9
Como se habrá notado, la contrariedad designa dos polos extremos que no se reconcilian:
“Contrariedades: El hombre es naturalmente crédulo e incrédulo, tímido y temerario” (frg. nº 159). “Cada
uno de nosotros tiene sus propias fantasías contrarias a su propio bien, en la idea misma que tiene del
bien; y es una extravagancia que pone fuera de la gama” (frg. nº 162).
10
La posición del hábil se asemeja a la del Pascal exégeta: la revelación del sentido espiritual, aunque
levante el velo sobre los equívocos del Antiguo Testamento, no instituye una verdad total y completa del
Nuevo, verdad que sigue condicionada por la “doble cifra” sin poder liberarse de ella.
11
Según el contexto en que se articule la gradación, el semi-hábil nombra tanto al jefe de fronda en el
fragmento nº 287 (que se aprovecha de la desesperación del pueblo incorporándolo a sus revueltas) como
al utopista que aspira a cambios absolutos, tanto al realista cínico que la tiene demasiado en cuenta (los
jesuitas) como a los epicúreos en el fragmento nº 391, tanto al jesuita Molina en el Primer Escrito sobre
la Gracia (ver pasaje citado en el apartado anterior) como al escéptico (Montaigne) en la Conversación
con M. de Sacy, a la grandeza en el fragmento nº 314, etc.
122
conforman una categoría social muy visible y consagrada en la lengua de la época.
Parodiados más tarde en la famosa comedia Tartufo de Molière, designan a los
representantes de la Iglesia institucional y sus adherentes civiles. Confesores de los
reyes, administradores de una parte colosal del patrimonio financiero y estatal,
detentadores de un poder “temporal” sin precedentes, no pueden sino designar la orden
de los jesuitas, es decir, el molinismo triunfante. ¿En qué los devotos repiten a los semi-
hábiles? Un lúcido ensayista, al que nos referiremos después, tiene la respuesta: unos se
continúan a otros porque “la utopía racionalista de los semi-hábiles y la utopía clerical
de los devotos llevan a la alternativa anarquía/tiranía”.12 Los pasos (2) y (4) producen
dualidades. Solo (3) y (5), al introducir la terceridad, rompen la nefasta dualidad
(aunque la relancen sin cesar).
A esta altura de la serie, y teniendo en cuenta que en virtud de la estructura ternaria
de la gradación, la tercera fase reduplica la segunda en la cuarta convirtiéndose a su vez
en la primera de una nueva tríada (los devotos), los jansenistas y el propio Pascal
podrían muy bien situarse entre (2) y (4). La realidad histórica lo confirma, ya que la
acusación que pesaba sobre ellos y que decidió a Luis XIV (aconsejado por los
jesuitas13) a destruirlos, era justamente la de ser peligrosos “republicanos” sospechosos
de complicidad con los jefes de las frondas. El jansenista comparte así con el hábil el
hecho de afanizarse entre dos posiciones contrarias, lo cual no le evita ser eliminado
(real y políticamente) por su perseguidor, que lo identifica con una sola de esas
posiciones, o sea, el opositor a la monarquía. De modo más individual, el pensamiento
por atrás del hábil hasta resulta afín con las idas y venidas de Pascal entre la corte y el
convento de Port-Royal, entre las indagaciones científicas y la redacción de una
Apología del cristianismo, mundano y solitario, anti-clerical y clerical, libertino y
asceta, teólogo y geómetra. Y como la razón de los efectos no consiste en describir una
realidad sino en construirla lógica y sintácticamente (en virtud de las tríadas que se
suceden), se puede suponer también que a fines del siglo siguiente, las “contrariedades”
de la Revolución Francesa producirán la figura de Robespierre como una cuarta o quinta
versión del devoto de Pascal: Robespierre, educado por los jesuitas, para quien el Terror
evocaba sin duda el concepto religioso del Dios terrible, ubicado esta vez en una extraña
fusión entre la virtud del pueblo y el poder absoluto, condensada en el rito de lo que el
pueblo dio en llamar la “santa guillotina”.
¿Pero no sería más adecuado ubicar a los jansenistas en la quinta fase de los
“cristianos perfectos” y no entre (2) y (4), como hicimos recién? Identificarlos con la
posición del hábil tiene, en efecto, el inconveniente de inscribirlos en lo que Pascal
llamaría el orden de la concupiscencia (las pasiones y el egoísmo políticos) y no de la
caridad, asimilándolos incluso al jesuitismo político de la fase 4 (los detestados
devotos). Pero justamente, si como Pascal mismo lo dice, “Nada es tan semejante a la
caridad como la concupiscencia, y nada es tan contrario”, solo el tercer lugar en la
gradación puede efectuar el salto de la concupiscencia a la caridad sin anular a la
primera, de acuerdo a la lógica del doble sentido propia de la posición del hábil…

12
Gérard Ferreyrolles, Pascal et la raison du politique, Paris, PUF, Épiméthée, 1984.
13
Entre ellos el padre Annat, al que Pascal demuele en la Cuarta Carta Provincial. Para el “jesuitismo
político” de la monarquía francesa, como dice Jules Michelet, es recomendable sobre todo la lectura de su
magistral Historia de la Revolución Francesa, donde la lógica de Pascal se puede corroborar paso a paso,
en un relato donde cada episodio y cada personaje (entre ellos el último rey), atrapados en una pinza
difícil de superar entre las fases (3) y (5), terminan siendo destruidos por un proceso que se les ha vuelto
extraño.
123
Además, como el hábil asume, por negación, la postura de la rebelión anti-monárquica,
no sería contravenir la lógica de la gradación reconocer en la posición tercera del hábil
la vocación insurgente y polémica que desde el principio del anatema lanzado por la
Iglesia sobre Jansenius, llevó a los jansenistas a lanzarse en una batalla que por
teológica que fuera, tenía claras implicancias políticas.14 De este modo, la crispación del
conflicto provocada por las Provinciales (que asestan un golpe durísimo a los devotos)
opera también, por oposición a los casuistas y apelando a la gracia eficaz, el salto de (3)
a (5). Si esto es cierto, los cristianos perfectos repetirían el entre-dos del hábil, donde
surgía ya un sujeto que “ponía juntos” al ingenuo y al escéptico, al sometido y al
rebelde, a estoicos y epicúreos;15 pero al mismo tiempo, producen un nuevo sujeto de la
enunciación poniendo juntos a Molina y Lutero. En esta división interna de (3), por la
cual (5) repite a (3) pero introduciendo a la vez un orden heterogéneo (la caridad), la
verdad se extraería entonces para Pascal de la no-conciliación de una contrariedad. En el
plano individual y sintomático, a juzgar por La Apuesta y la Plegaria para pedir a Dios
el buen uso de las enfermedades, el espacio entre (3) y (5), que es en realidad un salto,
se resuelve por la humillación del yo, la mortificación y el total retiro del mundo,
encarnados en la “nada” de un cuerpo enfermo al borde de la muerte.
Todo el problema está en saber si la fase (5) es un nivel más dentro de la gradación o
si hace estallar las demás fases de la serie. Entre el retiro de Port-Royal y el
militantismo, entre el adentro y el afuera, entre la promoción de la ciencia y el
menosprecio de ella, no queda claro si los cristianos perfectos clausuran el proceso
triádico o lo vuelven a abrir indefinidamente. En lenguaje de Pascal, se trataría de saber
si el “más” que caracteriza a la caridad anula la concupiscencia, aunque no pueda
liberarse de ella. Creo haber mostrado cómo actúa ese paradójico “más” respecto de la
gracia. Y no hay razones para pensar que la razón de los efectos no ponga en juego un
“más” de la misma índole.
Cuando Pascal dice en un título (frg. nº 309) que el vuelco del pro al contra es
“continuo” ¿hay que entender por ello que es posible deducir cada fase de la anterior? Si
fuera así, habría que desechar la discontinuidad imprevisible con que la caridad corta el
orden de la concupiscencia. Y sin embargo –ahí reside toda la paradoja– la fase (5)
parece repetir el momento (3), no sin introducir en la repetición mortífera de la
concupiscencia un corte que permitiría que la serie avance (sin detener por ello, pese a
todo, la repetición de las tríadas).16

14
Eso explica que Pascal haya publicado las Provinciales con un pseudónimo (Louis de Montalte) para
evitar las persecuciones. “Desde sus comienzos –escribe el historiador Taveneaux– el jansenismo cobra
un giro político. Fue y permaneció un partido de oposición y en su resistencia a la opresión, se impuso
como la encarnación de los derechos de la conciencia erigidos en contra de la arbitrariedad del poder”
(René Taveneaux, Le catholicisme dans la France classique (1610-1715), T. II, Paris, Gedes, 1994).
Incluso la resistencia de las solitarias de Port-Royal a las presiones de la Iglesia es un acto político: Rien
ne peut nous obliger –decían– ni el poder pontificio ni el político, a faltar a nuestra conciencia. En el libro
Pascal et la raison du politique, Gérard Ferreyrolles sostiene la misma posición: “Los defensores de la
gracia eficaz se caracterizan tan poco por despreciar el mundo político como por desconfiar de la ciudad”.
15
Analizamos la oposición entre estoicos y escépticos en las pp. 112-113.
16
Hay que destacar asimismo un punto que ningún conocedor de Pascal pasa por alto (entre ellos J.
Mesnard, D. Descotes, J. Chevalier, A. Clair, A. Koyré) o sea, el paralelismo formal entre el
procedimiento de la razón de los efectos y el teorema del triángulo que descubre Pascal a los dieciséis
años, donde las secciones cónicas son dibujadas sobre un plano que corta la superficie del cono de todos
los modos posibles afectando formas variadas: punto, ángulos, círculo, parábola, elipse, hipérbole. Las
propiedades de cada una de ellas se contradicen una por una. El ojo no queda fijo y se desplaza de una
124
La lógica de la gradación de los efectos supone, pues, un juego entre el dos y el tres,
donde el tres, aunque destinado a desaparecer, hace posible que subsistan las
dualidades. Este juego evoca inmediatamente la función que Lacan atribuye a lo Real en
la elaboración del nudo borromeo: “Ustedes saben quizá que yo llamo Real a uno de los
tres redondeles […] Es cierto que lo Real es lo que los hace tres sin que por ello lo que
produce el tres sea un tercero” (subrayado por mí). Y añade, en un registro idéntico al
de Pascal, que lo retoma a su vez de san Agustín: “Si el tercero se añade, es para
totalizar una tríada nada más. Y justamente, no se añade […] solo está ahí porque los
otros dos no pueden ser sin tres, por así decir” (subrayado por mí).17 La homología es
sorprendente: el hábil no “se añade” al dos como un tres, su estatuto de tercero es
ficticio. Si el lector relee nuestros desarrollos anteriores sobre La Ciudad de Dios,
reconocerá en ellos la misma lógica, donde el viator ocupa el lugar de un tres que hace
consistir al dos, sin dejar de descompletarlo.
Esta superposición del tres con el dos, inscripta en la textura misma de los
Pensamientos, produce una peculiar perplejidad. La diferencia ya mencionada entre ley
natural y arbitraria era una de sus manifestaciones, ya que la solución de Pascal consiste
en imbricar ambos términos en vez de excluirlos. En el libro de Lucien Goldmann, Le
Dieu caché, en cambio, la lógica entre dos y tres, que produce un “cambio” en la serie,
parece anularse en provecho del predominio del dos, como cuando Lucien Goldmann
dice por ejemplo, desde una perspectiva marxista, que la política de Pascal está hecha
para que nada cambie. Ya sabemos que Pascal dice dos cosas a la vez: que nada es tan
semejante a la caridad como la concupiscencia, o que hay que poner juntas a la justicia
y la fuerza. Goldmann ignora la paradoja que “pone juntos” a dos órdenes contrarios.18
Como lo muestra muy atinadamente Ferreyrolles, es porque está atenazado por una
doble exigencia, o sea, entre el mandato cristiano (Es mejor obedecer a Dios y no a los
hombres) y un conservadorismo que le hace imposible despreciar el orden político
imperante (“obedecer a los magistrados y superiores, aún injustos, porque siempre se
debe respetar en ellos el poder de Dios que los estableció entre nosotros” –Provincial nº
14) que Pascal no se retira de la escena social sino que al contrario, permanece en ella.19
En el mundo y fuera del mundo, en la política y fuera de ella –dice el mismo autor– “el
jansenista se sitúa en la distancia infinita que separa lo finito de lo infinito”, o sea, entre
la opción que dice Si se sirve a Dios (no) se sirve a los hombres y la que dice: Si se
sirve a los hombres (no) se sirve a Dios. Retirarse del mundo equivaldría a doblegarse
ante las órdenes de un Soberano que violaría la ley de Dios. Pascal –reitera

posición a otra, lo cual se haría extensivo a la posición del hábil (véase “Résonances actuelles de la
Raison des effets”, Le Courrier du Centre International Blaise Pascal, nº 20, 1998, p. 16 y ss.).
17
Libro XXI del Seminario, 20/11/1973. Sin embargo, el nudo se constituye con tres consistencias, en las
cuales se incluye lo Real. Esto permite operar con el nudo de modo de cambiar de tres modos posibles (y
no de dos) la función del medium según que la ocupe R, S o I. Nuestra hipótesis según la cual el lugar del
hábil corresponde al redondel de lo Real se confirma más todavía el 18/12/1973, en la tercera de las
configuraciones históricas que pone a lo Real como médium en el masoquismo cristiano. Las otras dos
son: 1) el amor cortés, donde el redondel que hace de “medio” [moyen] es lo Imaginario; 2) el amor
divino, donde el medio es lo Simbólico.
18
Lucien Goldmann, Le Dieu caché, Paris, Gallimard, 1955. La diferencia entre Pascal y Goldmann
puede compararse con la que separa a Lacan de Marx: Pascal-Lacan afirman un tercero (en el rol del plus)
que mezcla el 2 y el 1 convirtiéndolos sin cesar en 2 y 4. Goldmann y Marx quisieran remplazar el 1 por
el 2, sin dejar actuar a la repetición introducida por 3.
19
Pascal et la raison du politique, op. cit.
125
Ferreyrolles– “coincide con Arnauld, quien decía que ‘sería servir muy mal a los reyes
no decirles la verdad porque se los pudiera fastidiar’”.
Ahora bien, si el vuelco en (5) implica la intervención de esa distancia infinita ¿cómo
compaginar esa distancia con la tesis de Ferreyrolles, que consiste, al fin de cuentas, en
incluir la disimetría finito/infinito en un orden superior, o sea, la ley natural20 como
“límite” y “garantía” de éste? ¿La diferencia finito/infinito no resulta así anulada en su
fuerza propia? De seguir a Ferreyrolles, los vuelcos del pro al contra deberían avanzar
sin disimetría ni interrupción, subordinados de un modo liso y continuo a una Causa
primera. Es absolutamente cierto que la presencia del jansenista en el mundo sirve para
alertar a los reyes para que cumplan con una ley que es natural y divina a la vez, y de
hecho, las Provinciales de Pascal acusan violentamente a los jesuitas por pervertir ese
orden. El argumento de Ferreyrolles es inobjetable en un punto: privar a las leyes de
todo origen y necesidad no explica por qué el hábil debe reprender al semi-hábil para
ahorrarle al pueblo las consecuencias de su mentira. Engañar al pueblo para evitarle el
engaño del semi-hábil encierra, mal o bien, una orientación hacia una verdad que no es
relativa a la serie (y el hábil, como el propio Pascal, no aborrece para nada al pueblo).
Su análisis tiene así el mérito de advertir que el hábil no suspende las dos enunciaciones
anteriores con la misma intensidad y que una de ellas debe conservarse más que la otra
(en este caso el pueblo). ¿Pero la preferencia de una a otra se debe a su vínculo natural
con una Causa? Cuando Pascal dice por ejemplo que “No tenemos ni bien ni verdad
más que en parte” (frg. nº 194), yo leo más bien, en contra de Ferreyrolles, que la
gradación no se resuelve en un todo, que la metonimia deja un resto no recuperable y
que nada fuera de la serie puede dar cuenta, ni siquiera de un modo metafórico, de una
esencia natural anterior. ¿Dónde se encuentra la ley natural en la ilustración de la
Conversación con M. de Sacy donde esos “hábiles médicos que por un astuto método
para preparar los más grandes venenos, saben extraer de ellos los más grandes
remedios”? En la tríada veneno/remedio/veneno-remedio, el “poco a poco” con que el
veneno se mezcla con el remedio, no efectúa una síntesis final ni hace triunfar a la vida
sobre la muerte sino más bien al contrario. En realidad, la solución que da Ferreyrolles
al problema se produce incluyendo una en otra dos posiciones: 1) Según el presupuesto
teológico de Pascal (que es agustiniano), como no hay justicia ni caridad puras en este
mundo, “la ley natural y la concupiscencia no se excluyen pero la ley natural la supone
y la ordena”. 2) Las paráfrasis de Montaigne y los abundantes fragmentos
“hiperbólicos” sobre el azar y la contingencia, dice Ferreyrolles, aunque parezcan
reforzar la tesis escéptica, son solo su parodia y nada más que “un momento dentro de
una dialéctica que los desborda”. Concluye que la política de Pascal, según él férreo
defensor, como Jansenius, de la ley natural, “es una síntesis de los conceptos tomistas21
y del método del vuelco del pro al contra”.
¿Cómo y en qué punto se operaría esa síntesis entre dos sistemas heterogéneos que el
corpus da a leer más bien en una relación de yuxtaposición interrumpida? Para que esa
síntesis sea posible, hay que pensar la inclusión en términos ontológicos. Ferreyrolles
acude probablemente a ella orientado por su propia perspectiva, es decir, una
concepción ontológica de la Verdad como adecuación o participación “natural” en una

20
La ley natural es la ley divina inscripta en nosotros: “Tu ley, Dios mío, castiga el robo, esa ley que está
grabada en el corazón de los hombres, que el pecado no puede borrar” (San Agustín, Confesiones, II, 4).
21
Santo Tomás definía la ley natural como “participación en la ley eterna según la proporción de la
capacidad de la humana naturaleza” (citado por el autor).
126
esencia. En los análisis anteriores, en cambio, habíamos tratado de mostrar (a través de
los textos sobre el Dios oculto), que el significante que incluye al otro y se impone en la
resolución final es el que repite al otro, una vez en forma explícita y otra vez callándolo,
o como cero y uno a la vez (lo que ocurría con la gracia, la caridad o Dios). O sea,
Pascal utiliza una inclusión que es inseparable de una exclusión (como lo prueba su
concepción de la verdad cristiana como un no-todo). Admito que mi posición es
deudora del pensamiento de Lacan (lo cual no impide encontrarla en Pascal, de la que
tal vez procede). Decir, en cambio, que el tomismo y el vuelco del pro al contra pueden
conciliarse sería lo mismo que decir que pueden conciliarse la prioridad del significante
y la del significado. En suma, Pascal procede más bien, al modo de la teoría de los
conjuntos, por exclusión significante y no por inclusión ontológica de un significado en
otro.
Sin embargo, es forzoso reconocer que Pascal contempla ambas perspectivas. Los
fragmentos esparcidos, transmitidos en hatos de papeles cuya lectura está lejos de ser
unívoca, sugieren dos modos de encarar el problema. En el lenguaje de Lacan, esos dos
modos se podrían resumir así: 1) Dios es un significado. 2) Dios es un significante.22 En
el primer caso, se adopta la tesis de la ley natural (como Ferreyrolles y otros), donde
aforismos del tipo: “No tenemos ni bien ni verdad más que en parte” o “¡Qué bien se ha
hecho en distinguir a los hombres por el exterior más que por las cualidades interiores!”
(frg. nº 302), son fórmulas “negativas” que suponen de modo implícito una
participación en una positividad absoluta. Como concluye Ferreyrolles: “La dialéctica
de la distancia y el engaño solo puede funcionar en los límites de la ley natural, ley de
no-contradicción de las sociedades”. En el segundo caso, es la disimetría finito/infinito,
mundo/Dios, suficiente/eficaz, etc., la que, lejos de absorberse en una unidad superior,
rige desde adentro la razón de los efectos con una lógica que es de alteridad y no de
identidad.
Desde mi propia lectura, la “contrariedad” de Pascal relega a un segundo plano la
identidad y la ley de no-contradicción. Adoptar la primera posición haría perder su
función al vacío revelado entre el yo sustancial y las cualidades de prestado, entre la
causa y el efecto, entre el poder y la ostentación vanidosa, entre la verdad y la figura.
Perdería también relieve la impresión producida por la gradación de la razón de los
efectos, donde el mundo político parece organizado en torno a un agujero. De hecho, los
partidarios de la predominancia de la ley natural –un poco al modo de Hegel– terminan
reduciendo el vacío entre las fases de la gradación a un “momento” del proceso
destinado a ser superado. Aunque Ferreyrolles justifique con abundantes pruebas por
qué Pascal no se puede comparar con Hobbes ni con Maquiavelo, su demostración borra
el “efecto” de la disimilitud mundo/Dios introducida por la caridad. Borra asimismo el
modo como Pascal se sustrae a la fascinación por Montaigne rompiendo la suspensión
del juicio escéptico para sacar de ella una verdad afectada por un vacío esencial, el cual,
lejos de invalidar la creencia, la funda como verdad.
En resumen, si se integra la disimetría finito/infinito (mundo/Dios) dentro de una ley
natural, se pierde la marca propia de la razón de los efectos, o sea, la imposibilidad de
que la metonimia de la serie se resuelva en una metáfora feliz, o sea, que coincida con el

22
Esta doble vertiente informa toda la reflexión de Lacan sobre la diferencia entre el dios de los filósofos
y el de Abraham, de Isaac y de Jacob) y su mutua interdependencia (véase Libro XVI del Seminario,
4/6/69, p. 343 de la edición Seuil). Es en torno al plus entre uno y otro que giran, probablemente, sus
“afinidades jansenistas” (curso del 11/6/69 del mismo seminario, p. 363 de la misma edición).
127
referente final de la comparación (en este caso, la caridad): “La naturaleza actúa por
progreso, itus et reditus. Pasa y vuelve, después va más lejos, después dos veces menos,
después más que nunca etc.” (frg. nº 319). En este ritmo de ida y vuelta, la operación de
“poner juntos” radicaliza la metonimia. No excluyo que la radicalización de la
metonimia produzca la nostalgia por un fundamento “natural”, pero la nostalgia no
modifica la lógica del significante. El problema es que por un efecto inaudito debido al
poder performativo del texto, todo el corpus de Pascal desafía constantemente, en una
oscilación sin punto de detención, a “poner juntas” la posición natural y la que la
pretende destruirla. Se detecta la misma oscilación en San Agustín, cuya obra se
presenta desgarrada entre las tesis de Sobre el orden (afirmación rotunda de la ley
natural divina) y por otro lado, una estructura subjetiva que introduce una desproporción
en ese orden distanciándolo de un modo infinito del sujeto.
No hemos dicho todo respecto del desdoblamiento del hábil. Para completar su
lectura, tenemos que retomar la idea de una enunciación por la que un solo enunciante
reasume en (3) y (5) dos enunciados contradictorios. Por ejemplo, el fragmento nº 61:
“La espada es un verdadero derecho”, sugiere que el que la enuncia adhiere a una
posición como la de Hobbes, o sea, diría que el Soberano instituye la justicia y la
injusticia a partir de una decisión arbitraria. Otro fragmento, en cambio, aunque siga
afirmando que el poderoso aplasta al pueblo y lo engaña, insinúa que la decisión
arbitraria no es más que una pantalla que oculta una justicia que la sobrepasa: “Es
peligroso decirle al pueblo que las leyes no son justas […] hay que decirle al mismo
tiempo que hay que obedecerlas porque son leyes y no porque son justas, así como hay
que obedecer a los superiores no porque sean justos sino porque son superiores. Si se
puede hacer entender eso, se previene toda sedición y es eso propiamente hablando la
definición de la justicia” (frg. nº 288). ¿Cómo saber, entre los dos fragmentos, si el
hábil, mediante el pensamiento por atrás, somete la justicia a la fuerza en el sentido de
Hobbes (“el derecho es la fuerza”) o si piensa, por el mismo pensamiento por atrás, que
el poder del rey asegura la paz de un modo justo?
A esta pregunta responderemos con otra: ¿Por qué tendríamos que hacernos una idea
acabada de la posición de Pascal, eligiendo una u otra alternativa, si es inherente al
“espíritu de finura”, diferente del “espíritu geométrico”, desconstruir los órdenes
opuestos para entronizar otro, heterogéneo a los primeros, que los divide?23 Dicho de
otro modo, no hay un solo sujeto (Blas Pascal) que enuncia los fragmentos o la

23
Lo cual puede decirse desde la geometría tanto como desde la retórica. En L’argumentation chez
Pascal (Paris, PUF, 1993), Dominique Descotes compara la retórica argumentativa de los textos
antropológico-teológicos y la técnica llamada de “doble barrido” en el Traité des Trilignes, que le permite
a Pascal descomponer dos veces un mismo sólido geométrico. Al cortar luego éste por un tercer orden de
planos equidistantes, la suma de estos engendra un sólido igual a los anteriores. El modo de la
demostración –dice Descotes– no solo permite crear una nueva expresión del mismo sólido sino que
“como lo muestra la carta a Carcavy, las sumas triangulares de las porciones de rectángulos y de los
planos representan el momento estático del sólido respecto de su eje y por tanto, el paso a otro orden”. El
detalle del proceso, expuesto en las páginas 436-440 del libro, tiene como objetivo mostrar que la
proposición XV del Traité des Trilignes y el vuelco del pro al contra “llevan la marca de la misma
técnica”. Lo importante no es el resultado (conocido de antemano) sino el modo de la demostración, el
cual implica, como dice Pascal a Carcavy, “la división de las líneas en partes iguales e indefinidas a los
puntos”, o sea, el uso de dos órdenes diferentes –matemático y geométrico. Haber separado esas dos
magnitudes, que se mantenían hasta entonces separadas, fue según A. Koyré “la intuición genial” del
Pascal científico, o sea, “haber convertido el triángulo aritmético en un cuadrado infinito” (en “Pascal
savant”, Études d’histoire de la pensée scientifique, Paris, Gallimard, Col. TEL, 1973, p. 209 y ss.).
128
apología. Querer unificar a toda costa sus posiciones reduciendo sus contradicciones iría
en contra de la lógica del Dios oculto. Vimos que las paráfrasis de Montaigne son
irónicas y que convergen perfectamente, de hecho, con un mecanismo constante de los
desarrollos teológicos. Por ejemplo, según quién lo profiera, un molinista o un
agustiniano, el enunciado “Los mandamientos son posibles de cumplir para los justos”,
será o no verdadero. En sí mismo, un enunciado idéntico puede contener dos verdades
contrarias. Según quién la enuncie, Montaigne o Pascal, una frase como “El poder es
producto del azar” cambia de significación. Lo mismo ocurre con “El peor de los males
son las guerras civiles” (nº 295) según la diga un revolucionario o un conservador. El
hecho se comprueba todos los días. ¿Quién no ve que el sintagma “libertad de
expresión” no quiere decir lo mismo en boca de un liberal o un izquierdista, y que no
hay sistema democrático que clausure su equívoco? “El lenguaje es igual por todos
lados [le langage est pareil de tous côtés]. Hay que tener un punto para juzgar de él. El
puerto juzga a los que están en un barco ¿pero en qué puerto nos detendremos en la
moral?” (nº 87). Ese punto desde cada puerto, es el de la enunciación de cada
interlocutor en el diálogo, donde la verdad del enunciado es determinada desde la
situación de enunciación y no desde el enunciado en sí mismo.
Si todo enunciado tomado aisladamente puede tener varios sentidos, ¿la necesidad de
mantener secretas para el pueblo las fuentes reales de un derecho debe entenderse solo
de un modo moral (es decir, como una estrategia hipócrita) o el equívoco propio de la
lengua encierra una mentira constitutiva? No hay más remedio que reconocer que la
razón de los efectos desborda la perspectiva puramente moral ya que, justamente gracias
al equívoco, la serie puede volver a arrancar desde (3) o desde (5). Si el “poner juntos”
en (3) instaura un salto respecto de la serie subsiguiente, ese salto se produce porque
hay una discontinuidad de estructura.
Por otro lado, esto no equivale en absoluto a neutralizar de un modo inofensivo el
alcance político del ocultamiento al pueblo de los orígenes arbitrarios del estado. El
fragmento nº 285 (“hay que poner juntas la justicia y la fuerza y para ello, hacer que lo
que es justo sea fuerte o que lo que es fuerte sea justo”) encierra sin duda alguna la
posibilidad de la violencia hipócrita y de la fuerza como “reina del mundo”. Según
algunos, que no son pocos, Pascal habría tematizado con la palabra “costumbre” e
“imaginación” los mecanismos de la institucionalización progresiva de la situación que
Carl Schmitt llama “normal”, justificando así el decisionismo y la arbitrariedad absoluta
del poder. Sobre todo, el ocultamiento de ese derecho constituiría una decisión política
“soberana” en el sentido de Schmitt.24 Sin embargo, una vez más, se puede pensar que
no hay un solo sentido (o sea, el político o el moral) de los términos “arbitrariedad” o
“azar”. Estos términos afectan el poder, la seducción amorosa, la posición del ser
humano en el universo físico, el texto sagrado, ¡hasta la geometría! En todos ellos, la
arbitrariedad y el azar nombran la imposibilidad teórica de sostener una instancia ideal y
anterior que pueda conciliar las contrariedades. Del mismo modo, ningún metalenguaje
sobrevuela legitimándolas desde una esencia, a las leyes, que se construyen, como en la
serie de cinco pasos, en los intersticios de diferentes posiciones de enunciación. Toda la
lógica de Pascal refuerza esta idea, ya que se estructura en una retórica que maneja la

24
“Soberano es aquél que decide sobre el estado de excepción” (Carl Schmitt, Théologie politique, Paris,
Gallimard, 1987). Para la asimilación del hábil al soberano, que es sostenida por muchos autores, véase la
reseña de Philippe Ducat, Le Courrier du Centre International Blaise Pascal, “Résonances actuelles de la
Raison des Effets”, nº 20, pp. 55 y ss.
129
ausencia y la presencia de un significante como su resorte central. Y como no es
necesario ser monárquico para entender la noción de gracia (así como no es
imprescindible ser nazi para aceptar la performatividad de la “decisión” de Carl
Schmitt), tampoco es obligatorio ser católico –como Pascal– para comprender que la
enunciación del hábil y del cristiano perfecto, al “poner juntas” dos posiciones adversas,
las homologa marcando a la vez una discontinuidad entre ellas. El psicoanálisis puede
engarzar allí, sin duda alguna, la idea de repetición. Solo quiero decir que una misma
lógica de la alteridad abre aquí tanto a una noción de tipo religioso como la de gracia
como a un vacío estructural sin Dios (por ejemplo el psicoanálisis en su versión
lacaniana), lo cual no haría otra cosa que probar el profundo enraizamiento de un
pensamiento en el otro.
En un vocabulario saussureano, que encubre una problemática ajena a Saussure ya
que el “tesoro de significantes”, diferente del “sistema de signos”, comporta la falta de
un significante que lo cierre, Lacan enuncia que todo legislador, ocupando el lugar de
esa falta, es un impostor, es decir, la ley por él instituida no puede sino basarse en una
arbitrariedad:

“Todo enunciado de autoridad no tiene en él otra garantía que su enunciación misma, porque es vano que
lo busque en otro significante, el cual no podría de ningún modo aparecer fuera de ese lugar. Lo cual
formulamos diciendo que no hay metalenguaje que pueda hablarse, más aforísticamente, que no hay Otro
del Otro. Solo como impostor se presenta, para suplirlo, el Legislador (el que pretende erigir la Ley)”.25

¿Está hablando de política? No. Habla desde la estructura. Pero su incidencia en lo


político es inevitable y hace que los dos niveles se crucen forzosamente. Ese cruce da
una inusitada actualidad a los procedimientos de Pascal como polemista. El que pone
juntos dos enunciados, sin buscar garantía en un significado anterior, devuelve a la serie
un espacio vacío que la hace desplegarse.
En resumen, plantearse una alternativa en que haya que responder con sí o con no
(por ejemplo: ¿el cristiano perfecto remite a un Otro del Otro o está incluido en la
serie?, ¿el discurso del geómetra es el Otro del Otro respecto del discurso del teólogo, o
al revés?), iría en contra de la “conversión” –no solo religiosa sino lógica– a que nos
invitan los textos de Pascal, la cual nos incita, precisamente, a ser irónicos respecto del
principio de no-contradicción, manteniendo la problematicidad del vínculo entre las dos
posiciones. Todo intento de leerlo como un todo acabado está destinado a fracasar y nos
pondría en la situación de sus variados adversarios (escépticos, casuistas, filósofos), es
decir, ocupando el lugar de un uno en la serie finita y no entre el uno y el cero (allí
donde él se sitúa antes de toda interlocución, en una pérdida originaria). Sobre todo, nos
impediría reparar en que toda la paradoja del sistema reside en que, sin dejar de
pasivizarse por su inscripción en la serie, un velle surge en el momento del vuelco del
pro al contra.
Además, empeñarse en la postura totalizadora induciría a buscar la verdad en un
referente que no nos engañe. Ahora bien, dejarse engañar es la condición imprescindible
para que surja el sujeto que circula por las cinco fases de la gradación de la razón de los
efectos. La contraposición lacaniana entre non-dupes (no engañados) y dupes
(engañados), que es una falsa oposición, bien podría calificársela con el término
acuñado por Pascal: contrariétés. ¿Los semi-hábiles de Pascal pueden compararse con

25
“Subversion du sujet et dialectique du désir”, en Écrits II, op. cit., p. 174.
130
los non-dupes? –pregunta Lacan, fingiendo o no haber olvidado el texto original de
Pascal. Aunque no responda a su pregunta, ésta es significativa, ya que unos y otros
comparten un rasgo común: considerarse lúcidos detentadores de la verdad Una, en
contra de “la ignorancia natural”.26
El núcleo del problema es que entre dos vuelcos del pro al contra, el non-dupe debe
volverse dupe. Ser dupe equivale a no poder enunciar otra verdad que no sea de ficción,
o sea, ni verdadera ni falsa. Pascal lo expresaba así: “Un placer verdadero o falso puede
llenar igualmente el espíritu. ¿Qué importa que ese placer sea falso, por tal de que uno
esté convencido de que es verdadero?” 27
La falsa oposición dupe/non-dupe obedece enteramente a la lógica con la que la
“Razón de los efectos” opera un desliz de una posición a otra disipando la noción de una
Verdad externa a la serie y donde la verdad, si hay una, ocupa más bien el lugar
reservado al a en la serie de Fibonacci. Los análisis anteriores mostraron que la serie de
Fibonacci podía implementarse al nivel de la retórica. En el texto de la “razón de los
efectos”, por ejemplo, el a se situaría en el paso (3) de la gradación como producto de
una contradicción imposible de resolver entre (1) y (2), y volviendo bajo otra forma en
(5), relanza de nuevo el proceso sin que nada se repita, aparentemente (aunque nada, en
ese proceso, indique el signo de un cambio). Como Lacan asimila el a al cero, esto nos
permitiría comparar las etapas de un proceso histórico a una serie numérica
condicionada por el cero, y es en ese cero – del que Lacan hace un uso metafórico –
donde reside la posibilidad de un cambio que al repetirse indefinidamente, como la
tortuga de Zenón, no llega nunca a realizarse en plenitud, dejando a la serie progresar y
retroceder sin que el progreso y el retroceso produzcan Aufhebung en ningún lado.
Si aplicáramos, por ejemplo, el vuelco del pro al contra al fragmento nº 535: “Nada
es tan semejante a la caridad como la concupiscencia, y nada es tan contrario”, y lo
modificáramos del siguiente modo: “Nada es tan contrario a la caridad como la
concupiscencia, y nada es más semejante”, ¿no obtendríamos ese objeto a que remplaza
a toda posible Aufhebung actuando entre los dos términos – concupiscencia y caridad
– de un modo tal que sea imposible considerarlos contrarios uno del otro? Habremos
obtenido así, además, el secreto del fervoroso interés de Lacan por la novela de Balzac
El reverso de la historia contemporánea, cuya lectura recomienda a sus oyentes en
1970 en pleno auge del “discurso” de Mayo del 68: “Si ustedes no leyeron eso, pueden
haber leído todo lo que se les ocurra sobre la historia del fin del siglo XVIII y de
comienzos del XIX, de la Revolución Francesa para llamarla por su nombre. Hasta
pueden haber leído a Marx, no entenderán nada, siempre se les escapará algo que solo
está allí, en este relato fastidioso”.28 ¿Qué es lo que está allí y en ningún otro lado, ni
siquiera en el 18 Brumario de Marx, pese a que éste describe la misma sociedad en el
mismo período, es decir, la monarquía “burguesa e igualitaria” que sucedió en Francia
al consulado de Napoleón Bonaparte? ¡Y bien! Lo que se encuentra “solo allí”, en
Balzac, es el resorte de la única política a la que Lacan pudo adherir, esto es, la
circulación de un menos esencial 29 que subyace a toda combinación significante y a
todo proceso histórico – tanto conservador o progresista como revolucionario –, un

26
Libro XXI del Seminario, 11/12/73.
27
Discours sur les passions de l’amour, en Œuvres Complètes, op. cit., p. 536 y ss.
28
Libro XVII del Seminario, 17/6/70.
29
La frase completa es: “Todo lo que la lógica freudiana introduce como lógica del sexo se remonta a un solo
término, que es verdaderamente su término originario, que es la connotación de una falta que se llama la castración.
Ese menos esencial es de orden lógico y sin él nada podría funcionar” (De un Otro al otro, p. 224 de la versión Seuil.
131
menos esencial que se yuxtapone, paradójicamente, a lo que llamó por otro lado el plus-
de-goce (para hacerlo resonar irónicamente con la plus-valía de Marx, a la que deforma
y tergiversa sin remedio). Lo que en la época de Pascal, bajo el reino de Louis XIV,
podía enunciarse como: “Nada es tan semejante a la caridad como la concupiscencia, y
nada es más contrario”, se convierte en 1815 en adelante, en “Nada es tan contrario a la
caridad como la concupiscencia, y nada es más semejante”: el joven a medias fracasado
de la novela de Balzac (un “honteux” que no logró ponerse a la altura de la consigna de
la nueva sociedad burguesa: “hacer fortuna”), se refugia en una asociación caritativa
cuyos miembros, sobrevivientes de la nobleza desposeída por la Revolución de 1792,
se dedican a hacer obras de caridad en un extraño edificio aislado del París mundano,
detrás de la catedral de Notre-Dame. El relato de Balzac no deja ver con claridad si los
miembros de dicha asociación son banqueros entregados a oscuras transacciones
financieras, es decir, si los dones caritativos no son el fruto de intereses mal habidos. El
perfil de Madame de la Chanterie, ex baronesa víctima de las exacciones de los
revolucionarios (que comparte curiosamente con Sygne de Coûfontaine en El rehén de
Claudel el rol de víctima de los revolucionarios de 1792) hace dudar al lector, gracias a
la fantasía de Balzac, entre tomarla por una “santa” o una bandolera. Situada entre dos
mundos, ocupa el lugar entre dos “significantes-amo”: capital (que instaura la
corrupción y la avidez ilimitada de riqueza a la vez que la movilidad social, el
arribismo, la mezcla de clases sociales, uniformizadas por el dinero) y caridad (viejo
valor solo practicable utilizando los fondos proporcionados por lo contrario de ella
misma, o sea, la acumulación de bienes de la burguesía naciente). La caridad, capturada
en los nuevos valores, se realiza a través de ellos. El propio Balzac lo escribía: “La
avaricia y la caridad se revelan por efectos semejantes. ¿La caridad no se hace acaso un
tesoro en el cielo con el tesoro que el avaro acumula en la tierra?”.30 Uno de los títulos
de las múltiples versiones anteriores al Reverso de la historia contemporánea, condensa
con un oxímoron –Las maldades de un santo– la misma lógica. El Balzac monárquico-
liberal, creador de un universo novelesco donde el dinero teje y desteje las relaciones
humanas, muestra que el plus de la caridad es absorbido en la plus-valía financiera. Pero
Balzac no se limita a describir una contradicción sociológica sino que escribe a través
de Godefroy (el héroe del Reverso) o de Raphael de Valentin (el héroe de La piel de
zapa) el desgarramiento entre la pobreza y la ambición, la enfermedad y la salud, el
éxito y el fracaso, la desdicha y la felicidad amorosa, que esos personajes encarnan
achicándose hasta casi anularse entre los dos términos de la contradicción31. El máximo
empequeñecimiento dentro de una contradicción irresoluble que los lleva al límite del
cero (cuyo nombre en el Reverso… es “caridad”) ¿no coincide con ese masoquismo,
más estructural que sintomático, que Lacan detecta en Pascal como síntoma correlativo
de la estructura del objeto a? Recordemos que el lugar asignado por Pascal al “cristiano
perfecto” indicaba que el valor caridad prevalece sobre todos los demás pero prevalece
porque los contiene a todos como un “menos” (solo como “menos” se vuelve contrario
al jesuitismo mundano que le era contemporáneo, sacando su verdad de su diferencia
con éste). De un modo similar, los héroes de Balzac, siempre al borde de volverse
desechos en medio de la riqueza y la ostentación, metaforizan una lógica idéntica

30
En Ursule Mirouët, citado por Maurice Regard, Préface a Honoré de Balzac, L’envers de l’histoire
contemporaine, ed. Garnier Frères, 1959.
31
La piel mágica que compra Raphael a un boticario, que se encoje cada vez que llega a momentos de felicidad
anunciándole el acercamiento de la muerte en un momento nunca determinable, es una encarnación impactante del
objeto a.
132
donde se habría logrado escribir al mismo tiempo un síntoma individual y el
funcionamiento de un sistema basado en un cero que opera de un modo subterráneo, a
costa del sufrimiento y la muerte de ciertos individuos, la repetición invisible de una
época en otra.
Si Pascal hubiera escrito: “Nada es tan semejante a la caridad como la
concupiscencia pero nada es tan contrario”, habría observado el principio de
contradicción entre los dos términos. Pero escribió: “Nada es tan semejante a la caridad
como la concupiscencia, y nada es tan contrario”. El “y” las incluye una en otra,
disimulando una Diferencia originaria introducida por el objeto a, que desorganiza todas
las otras.
Lo que hace de Pascal un pre-lacaniano es el valor menos. Asignado en el
psicoanálisis a la castración y a partir de allí al “amo capitalista” como “amo castrado”,
ese valor menos tiene como consecuencia no producir contrarios (es lo que en Pascal
distingue “contrario” de “contrariedad”). Contrario no es sinónimo de reverso pero hay
que pasar por el primero para llegar al segundo, que lo anula pero que al no negarlo, lo
repite otra vez. No otra es la lógica que rige los pasos (3) y (5) de la “razón de los
efectos”. Por consiguiente, la expresión “reverso del psicoanálisis” respecto del
discurso de 1968 podría leerse, a su vez, a la luz de la lógica en virtud de la cual, si hay
“verdad” en la caridad, la hay poniéndola en el lugar del cero que, añadido a la
concupiscencia, no la “aumenta en nada”, como dice Pascal, aunque por eso mismo
condicione la cuenta. Se ve bien, pues, que el “reverso del psicoanálisis” no designa el
simple contrario del discurso del amo capitalista. Solo con esta condición podría decirse
que nada es tan contrario al discurso analítico como el discurso del amo (capitalista) y
nada es más semejante. Por tal de derivarse de los otros tres (del amo, histérico y
universitario), “tal vez es del discurso del analista que puede surgir otro estilo de
significante-amo”,32 o sea, el que produce el objeto a y no una Verdad absoluta y
externa a la serie, que no se desdoble entre dos significantes. Solo en ese sentido, tal
vez, Lacan pudo lanzar la humorada de que Pascal es “un pionero del capitalismo”.33
En resumen, reconocemos aquí, desfigurado y en otro contexto, el viejo modelo del
utor/fruor de La Ciudad de Dios, que justificaba la mezcla de justos e impíos en función
de su futura clarificación por un plus solo detentado por ese gran agujero que se abre en
el gran Otro, metaforizado en los designios impenetrables de la providencia (modelo
profundizado por J. de Maistre, que Balzac leía con pasión).34 Siguiendo a Pascal (y a
Balzac), Lacan quiere que el plus de la plus-valía y del plus-de-goce (que es un menos)
forme parte necesaria, como Real inconsciente, del sistema. Pretender eliminarlo bajo
las especies de un plus mirado como desigualdad o injusticia, sería destruir el sistema y
su lógica. Pascal y Lacan encuentran en ese punto su común conservadorismo en
política y su execración del semi-hábil como protagonista de las revoluciones, que
pretende no conservar nada de aquello contra lo cual se insurge.

32
Libro XVII del Seminario, 10/6/70.
33
Libro XVI del Seminario, 25/6/69, p. 396, de la versión francesa.
34
Como lo nota el autor del Prefacio de L’envers de l’histoire contemporaine, el perdón en que culmina
la novela (donde Madame de la Chanterie perdona al fiscal de Napoléon que condenó a muerte a su hija)
cumple la doctrina del sacrificio de Joseph De Maistre: “La caridad no solo lleva al perdón sino que borra
los crímenes por reversibilidad de los sufrimientos causados por los crímenes […] el justo sufriendo
voluntariamente no satisface solo a él mismo sino al culpable, por vías de reversibilidad” (8ème entretien,
Soirées de Saint-Pétersbourg).
133
Surge aquí un interrogante que desborda las intenciones de este libro, esto es: si es
cierto que el a se desliza entre los contrarios sin anularlos sino más bien perpetuando
las antinomias al infinito ¿es posible encontrar un término tercero en lo político que
sirva de alternativa a los extremos? ¿O el a en posición de tercero obliga
ineluctablemente a decidir por uno u otro de los extremos, perpetuando el dualismo? El
caso de Pascal nos enfrenta a esta última opción (manifestada en la profundización del
agustinismo y la afirmación de la pequeñez e insignificancia del saber humano). Pascal
mostró con fuerza inigualable que es imposible ser “centrista”. 35 Lo mostró a condición
de poner un tercero entre los dos opuestos, pero como ese tercero es evanescente, dijo
que era preciso “recordar la verdad contraria”, la cual no coincide exactamente, no
obstante, con el centrismo astuto y falsamente conciliador de los neo-pelagianos…En
efecto, si se entiende el “y” entre la caridad y la concupiscencia, la justicia y la fuerza,
el conservadorismo y la revolución, como un vacío que impide la síntesis entre los dos
términos, entonces Pascal es el más conservador de los revolucionarios tanto como el
más revolucionario de los conservadores (lo corrobora el destino del jansenismo,
conservador frente a los jesuitas pero destruido por la persecución monárquica y
católica, sobreviviente en los primeros años de la Revolución Francesa por la fidelidad a
su convicción de alertar a los poderosos). En una palabra, preguntar si Pascal era
conservador o revolucionario, es pretender obtener una respuesta unilateral a la que el
objeto a que circula en sus textos no se dignaría responder.

35Situado en otro contexto histórico, un estudio del modo en que Ezequiel Martínez Estrada imbrica los dos términos
del sintagma de Sarmiento: civilización y barbarie, nos podría llevar a conclusiones similares.
134
El sujeto de la ciencia y el sujeto de la religión
(Pascal y Lacan)
El modo muy peculiar en que se presenta en Pascal la relación entre geometría y
teología (sobre todo en su célebre texto De l’esprit géométrique) me parece esclarecer la
posición de Lacan respecto de la relación del sujeto del psicoanálisis con el sujeto de la
ciencia (y con el objeto de una y otra). Permitiría leer entre líneas la evolución cada vez
más decidida de Lacan hacia una posición según la cual la letra matemática se presenta,
sobre todo a partir de 1970, como testimonio de un Real propio de la experiencia del
científico.1 Esta posición lo aleja de una concepción de tipo heideggeriano, sostenida en
sus primeros seminarios, según la cual la ciencia forcluye al sujeto. Parafraseando
oblicuamente la conocida aserción de Heidegger en Qué es metafísica (1929) según la
cual el científico se ocupa del ente e ignora la nada –ya que considera que “la nada es
una nadería”– de un modo similar, el científico, en muchos enunciados de Lacan,
consideraría lo Real como una nadería. Nuestra hipótesis es que la posición definitiva de
Lacan se inscribe, en cambio, en ese momento privilegiado –localizable entre los siglos
XV y XVII– en que ciencias como la física, la geometría y las matemáticas no se
elaboran ni avanzan sin una atadura todavía persistente a un referente de tipo teológico,
que empieza a vaciarse de su contenido para anunciar, precisamente, la noción lacaniana
de Real.

****

No escapa a ningún lector de Pascal la extraña afinidad retórica entre muchos


argumentos de corte moral, teológico o político y los utilizados para establecer las
condiciones de la verdad en el campo de la geometría, la física o las matemáticas. De
una curiosa manera, términos y giros característicos de los textos “geométricos” se
vuelven a encontrar, con variantes y desplazamientos, en los Pensamientos o la
Apología del cristianismo. ¿En qué medida el físico que admite las tesis sobre lo
infinitamente pequeño y lo infinitamente grande no desplaza esa pavorosa
desproporción a los argumentos paradójicos sobre la gracia eficaz? ¿Es el físico
partidario de la existencia del vacío el que elabora la teoría de las dos voluntades o es el
teólogo quien imprime a sus disquisiciones sobre las cicloides o los dos infinitos un
estilo que está muy lejos, al fin y al cabo, de hacer de la geometría la “sierva de la
teología”? ¿Cómo comprender la convergencia en campos disímiles de nociones como
milieu (medio), orden, infinito o grandeur (magnitud y grandeza)?
Dos alternativas son posibles: o se trata de una mera cuestión de estilo, como parece
pensarlo Koyré,2 o esa retórica que entrecruza a campos diferentes es el síntoma de que
se abre un nuevo engarce entre ciencia y religión. Se sabe que Pascal no desarrolló de
un modo sistemático ni acabado sus indagaciones científicas, basadas en gran parte en
1
Por ejemplo este pasaje del Étourdit (1972): “No podemos menos de observar que el matemático tiene
con su lenguaje el mismo embarazo que nosotros con el inconsciente, pudiendo traducirlo por este
pensamiento, esto es, que no sabe de qué habla, aun cuando se lo asegure como verdadero (Russell) […]”.
2
En el capítulo titulado “Pascal savant”, en Etudes d’histoire de la pensée scientifique (Paris, Gallimard,
Col. TEL, 1973, p. 209 y ss.), Koyré sostiene que la confluencia estilística entre terrenos ajenos entre sí es
un mero espejismo provocado por los efectos de escritura. Esa apreciación se inscribe en la relativa
desvalorización con que Koyré encara al Pascal científico, sustentada sobre todo por la tesis de que Pascal
no hace sino retomar los resultados de la geometría proyectiva de Desargues.
135
hallazgos efectuados ya por otros. En un vaivén continuo entre los intereses científicos
y religiosos, sus intuiciones fulgurantes en geometría y matemáticas se desviaban cada
vez, por una suerte de silepsis amplificada, al campo de la religión. No es cierto, como
lo sugiere su hermana Gilberte, animada por una sospechosa intención de santificación,
que después de haberse dedicado a la ciencia, la abandonó por la exégesis bíblica en el
momento de su última conversión en 1659 (año presunto de la redacción de la Plegaria
para pedir a Dios el buen uso de las enfermedades). O que a una etapa de éxitos
mundanos e intelectuales sucedió una vida de encierro y mortificación en que habría
renegado de una vez para siempre de sus indagaciones científicas. Contra la posición
que divide la obra de Pascal en dos etapas sucesivas, científica y religiosa, prefiero
retener la idea del “perpetuo convertido” de Maurice Blondel.3
Si se compara, por ejemplo, el modo en que astrónomos-teólogos y filósofos-
geómetras como Kepler, Arnauld o incluso Leibniz, abordan el doble estatuto de la
ciencia y la teología, se vería en qué reside la diferencia con el caso Pascal. Un pasaje
de una carta de Kepler, por ejemplo, dice: “Quería ser teólogo y durante mucho tiempo
estuve angustiado. Pero he aquí que mediante mis trabajos, Dios es celebrado hasta en
la astronomía […] A partir del libro de la naturaleza, nosotros los astrónomos somos los
sacerdotes del Dios Altísimo, y no tenemos que vanagloriarnos sino primero alabar la
gloria del Creador”.4 A diferencia de planteos de este tipo, el recurso a la religión surge
para Pascal desde adentro de la indagación científica. Un ensayo de Jacques Darriulat lo
sugiere desde un ángulo preciso, refiriéndose al anagrama de once letras
(A.D.E.I.L.M.N.O.S.T.V) que combina los diferentes pseudónimos utilizados
respectivamente para el Tratado de las cicloides, las Provinciales y el proyecto
apologético: Attos Dettonville, Louis de Montalte y Salomon de Tultie.5 En el Tratado
de los cuadrados mágicos –donde Pascal examinó con datos numéricos el modo de
combinar once letras para obtener siempre el mismo total–, Darriulat demuestra que “el
estilo de la solución sobrepasa los límites de una solución puramente aritmética”. El
ejercicio de los cuadrados mágicos, que desemboca en la búsqueda de una cifra cuyo
lugar queda vacío en el centro del cuadrado, presenta una afinidad con las indagaciones
religiosas, que giran en torno a un núcleo imposible de calcular y medir (como lo
muestran los análisis anteriores sobre la elección y la gracia). Entre la religión y la
geometría considerada como “el ejercicio más alto del espíritu” y por otro lado “tan
inútil que hago poca diferencia entre un geómetra y un hábil artesano” (como le dice
Pascal a Fermat en una carta del 10 de agosto de 1660), se situaría una experiencia
común, a saber, la búsqueda de una cifra ausente.
Este rasgo se repite en el abordaje del vacío. Si cotejamos el corto Prefacio a un
largo tratado (perdido) sobre el vacío y los fragmentos sobre Miseria y grandeza
destinados a integrar la futura Apología del cristianismo, veríamos que los argumentos
que apuntan a romper con la visión aristotélica y griega en general (común a
contemporáneos “atomistas”, entre los cuales estaba el jesuita Noël) se trasladan a los
textos morales y religiosos. Dice en una carta a Le Pailleur de febrero de 1648 (donde
da cuenta de su debate con Noël):

3
M. Blondel, “Pascal est-il janséniste ou anti-janséniste?”, Revue de métaphyisique et de morale, nº 2,
1923.
4
Citado por J.-L. Marion en Sur la théologie blanche de Descartes, Paris, PUF, 1981.
5
Jacques Darriulat, L’arithmétique de la grâce: Pascal et les carrés magiques, Paris, Belles-Lettres,
1994.
136
“El espacio vacío se mantiene en el medio (milieu) entre la materia y la nada, sin participar de uno ni
de otro. Difiere de la nada por sus dimensiones; su irresistencia e inmovilidad lo distinguen de la materia;
de tal modo que se mantiene entre estos dos extremos sin confundirse con uno ni otro”.

En los Pensamientos, la disensión con Noël (a través de quien Pascal ataca en


realidad a Descartes) el milieu designa “el lugar del hombre en la naturaleza”:

“Porque al fin y al cabo, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada respecto del infinito, un todo
respecto de la nada, un medio [milieu] entre nada y todo. Infinitamente alejado de comprender los
extremos, el fin de las cosas y sus principios están para él invenciblemente ocultos en un secreto
impenetrable, igualmente incapaz de ver la nada de la que fue extraído y el infinito en que está inmerso.
¿Qué otra cosa podrá hacer sino percibir alguna apariencia del medio [milieu] de las cosas, en una
desesperación eterna por comprender su principio o su fin? Todas las cosas han salido de la nada y son
llevadas al infinito” (frg. nº 84).

Los dos textos ponen en el mismo lugar el vacío y el hombre. Así como en física el
milieu del que se infiere el vacío no pertenece al espacio extenso (en contra de
Descartes, que sostenía que “no es posible que lo que no es nada, no tenga extensión”),
así también, por metonimia, el lugar del hombre en el universo corresponde a un entre-
dos entre el conocimiento natural y limitado y el universo físico calificado en el
fragmento nº 84 como “una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su
circunferencia en ninguna” (la frase retoma literalmente a Nicolás de Cusa en La docta
ignorancia, autor que Pascal conocía a fondo).
Se entiende entonces que a partir de un no-saber dentro del saber, se abra la puerta a
la religión, pero no como una solución exterior a las limitaciones del saber científico,
sino exigida desde adentro por la implicación interna del científico en un no-saber de la
ciencia.
Es allí donde la tesis de la existencia del vacío reitera con total exactitud el
argumento de La Apuesta que arriesga la hipótesis “Dios es” (como en este pasaje de la
carta mencionada al jesuita Noël del 29 de octubre de 1647):

“Encontramos más motivos para negar su existencia [del vacío] porque no puede probársela [como
materialidad real], que para creer en ella por la única razón de que no se puede mostrar que no es”.

Resumiendo: no porque sea tan imposible probar que Dios es como que no es,
dejaremos de afirmar su existencia (como sostiene el jugador). Más aún, afirmarla se
hace inevitable precisamente porque el problema supera nuestro entendimiento:
“Quisiera saber de dónde le viene a este Padre [Noël] –escribe a Le Pailleur,
refiriéndose de soslayo a Descartes– ese ascendiente que tiene sobre la naturaleza y ese
dominio que ejerce tan absolutamente sobre los elementos…”. Pascal está convencido
de que el conocimiento científico avanza a tientas en medio de la oscuridad y que sus
resultados no tienen demasiada importancia si se los compara con el enigma que
permanece detrás de ellos: “[…] componer la máquina [de Descartes] es ridículo; es
inútil, incierto y penoso. Y aun cuando fuera verdadero, no creemos que toda la filosofía
valga una hora de esfuerzo” (frg. nº 192).
¿Cuál sujeto es metáfora del otro, el sujeto de la física o el de la religión? En
realidad, la metáfora arrastrada por la metonimia es incompleta, y ambos sujetos
terminan situados en ese lugar incalculable que es el milieu. Aun en los textos
137
polémicos que no dan el brazo a torcer sobre los descubrimientos de la astronomía (por
ejemplo un pasaje de la Provincial 18º que defiende con ardor a Galileo contra la
censura eclesiástica), Pascal reserva un espacio para el misterio: “¡Cuántos reinos nos
ignoran! El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta” (frg. nº 90-91). Como
dice Koyré, si Pascal se sometía a la revelación de la fe, “no era por ignorancia sino al
contrario, porque conocía mejor que nadie los límites de la razón y el valor de las
pruebas”.
Es evidente que un principio físico como el de la rotación elíptica de la tierra
alrededor del sol no admite otra verdad que la que enuncia. Pascal admite que esa
verdad es inobjetable. Agrega solo que el acceso a ese principio no se obtiene, como lo
cree el caballero de Méré, “negando todo lo que es incomprensible”. Se obtiene, en
cambio, asumiendo, aún en contra de sí mismo, una dimensión incomprensible:

“Es una enfermedad natural al hombre creer que posee la verdad directamente. De ahí viene que está
siempre dispuesto a negar todo lo que le resulta incomprensible; sin embargo, no conoce naturalmente
nada más que la mentira y no debe tomar como verdaderas nada más que las cosas cuyo contrario le
parece falso. Por eso, todas las veces que una proposición es inconcebible, hay que suspender su juicio y
no negarlo por esa marca [o sea, la aparente falsedad] sino examinar su contrario, y si se lo juzga
manifiestamente falso, se puede afirmar audazmente la primera, por incomprensible que sea” (De l'esprit
géométrique…).

El no-saber, común tanto al prodigio (por ejemplo los milagros) como al horror (por
ejemplo el provocado por el infinito), se encarna a veces en un punto movible imposible
de aferrar entre los dos extremos:

“Los que están en el desorden dicen a los que están en el orden que son ellos los que se alejan de la
naturaleza y creen seguirla; así como los que están en un barco se creen que los que están en la orilla se
alejan. El lenguaje es igual por todos lados [le langage est pareil de tous côtés]. Hay que tener un punto
para juzgar de él. El puerto juzga a los que están en un barco ¿pero en qué puerto nos detendremos en la
moral?” (nº 87).

Ese punto no es un centro y mucho menos un justo medio. Es imposible no ver una
impronta de este fragmento en la función que caracterizaba a la gracia en los textos
teológicos. Circulando entre el hombre y Dios de un modo inasible, ni determinante ni
determinada, incalculable sin serlo del todo, la gracia actúa al modo de la “nada” del
apólogo de la Segunda Provincial: una nada que privando de todo bien terrestre, los
devuelve a todos, no porque los acumule sino porque es inconmensurable con ellos. No
otra es la mecánica de La Apuesta: apostar a nada, o sea, a la desproporción
desconocida que anula, igualándolas, las proporciones entre bienes finitos.
Habríamos encontrado así cómo explicar el desliz desde el texto
geométrico/matemático hacia la retórica de los textos teológicos-morales. Entre lo finito
y lo infinito, lo calculable y lo incalculable (en física y matemáticas), la miseria y la
grandeza (moral), la fe y las obras (polémica con los casuistas), la gracia eficaz y la
suficiente (polémica con Molina), el creyente y el escéptico (La Apuesta), existe un
non-rapport. En un capítulo anterior, sugerimos que ese non-rapport se daría en la
tercera de las fases de la Razón de los Efectos, de lo cual se puede inferir ahora que el
sujeto de la ciencia y de la religión resultan ambos del doble efecto de un saber y de un
no-saber (en un esquema que se podría trasladar como sigue a la razón de los efectos):

138
(1) En la visión ingenua (Méré y Noël), el universo es una adición de finitos, por
ejemplo el átomo;
(2) El semi-hábil, en este caso el hombre de ciencia, rechaza la tendencia de la
imaginación a rellenar el vacío con seres imaginables como átomos u otras materias
“sutiles”, al modo de Descartes;
(3) Para el hábil, afirmar el vacío en la naturaleza, y aun cuando el cálculo
aproximado de la diferencia mínima nos lleve ineluctablemente a la certeza de lo
infinito, permanece dentro de esa certeza misma algo incomprensible para el
entendimiento.
El que haya desliz metonímico producido por el estilo no significa forzosamente que
la ciencia y la religión se homologuen. Entre la fórmula matemática y el lenguaje
ordinario, por exquisito que sea su estilo, sigue habiendo una diferencia. Pascal
planteará explícitamente el problema en De l’esprit géométrique et l’art de persuader –
texto que dedica a sus amigos de Port-Royal– donde distingue el arte de convencer por
demostración (en las ciencias) y otro diferente, el “arte de persuadir” o “agradar”. La
distinción no es clara. Es precisamente su falta de claridad lo que nos interesa. Pascal se
limita a decir que “el modo de agradar es, sin comparación, mucho más difícil, más
sutil, más útil y más admirable”. Y aunque al principio del texto había distinguido las
verdades “naturales”, demostradas por el arte de convencer, de las verdades “de la
voluntad”, referidas a “ciertos deseos naturales y comunes a todos” (de los que se ocupa
el arte de agradar), esa dualidad no resiste al ulterior “balancement douteux entre la
vérité et la volupté”, cuyo desenlace es calificado de incierto.
En un texto que ya hemos utilizado, A. Clair aporta un esclarecimiento a ese
balanceo: “Entre la demostración y la persuasión hay también un vuelco del pro al
contra –escribe Clair– porque al pasar del máximo de perfección [arte de convencer] a
la máxima sutileza [arte de persuadir], nos mantenemos siempre en ese campo de
interlocución que es el único lugar posible de todo lenguaje humano”.6 Este punto es
crucial para lo que interrogamos aquí, o sea, tanto en el arte de agradar como en el arte
de demostrar, hay un plus dado por la interlocución con el otro (como lo muestran
muchas cartas de Pascal a Fermat, Carcavy o Noël). Enfrentarse con interlocutores
dejando marcas del sujeto de la enunciación en el enunciado, en el caso de Pascal no
solo es lo propio de las polémicas político-teológicas, sugiere Clair. Sin embargo, no se
puede negar que la pura demostración matemática se concibe en general como dirigida a
un alocutario anónimo y universal y tiende a una mathesis universalis donde el sujeto de
la enunciación no deja marcas en el enunciado.
Es esta última diferencia la que provoca la “extrema dificultad” de distinguir entre
las dos artes en De l’Esprit géométrique: “No es que yo crea que haya reglas tan seguras
para agradar como para demostrar”. De hecho, Pascal establece la lista de las “Reglas
necesarias para las definiciones, los axiomas y las demostraciones”. Pero esas reglas
constituyen un orden cerrado que deja en suspenso las reglas del Otro arte, que “tiene
una relación necesaria con el modo en que los hombres consienten en lo que se les
propone […]” y que se diferencia del primero porque “nadie ignora que hay dos
entradas por donde el alma recibe las opiniones, que son sus dos poderes principales, el
entendimiento y la voluntad […]”. La negativa a dar reglas del arte de agradar es
explícita: “De estos dos métodos, convencer y agradar, solo daré las reglas del primero

6
André Clair, “Introduction, notes, bibliographie et chronologie”, en B. Pascal, De l’esprit géométrique,
Écrits sur la grâce et autres textes, Paris, Flammarion, 1985.
139
[…] pero el modo de agradar es incomparablemente más difícil, más sutil, más útil y
más admirable; si no lo abordo, es porque no soy capaz y me siento tan
desproporcionado con él que creo que la cosa es absolutamente imposible”. El término
desproporción lo delata. Ese método más sutil, que depende de los modos en que los
hombres “consienten” o no a la verdad, no es otro que el utilizado para tratar las cosas
de la gracia, la cual depende, como se sabe, del consentimiento de la voluntad, cuya
temática resurge súbitamente, para sorpresa del lector, en una frase del Esprit
géométrique: “Solo se entra en la verdad por la caridad”.
¿Es entonces la ausencia de reglas la que permite diferenciar el arte de demostrar y el
de agradar? No es fácil decirlo, ya que la desproporción revela que las dos artes, por
más desproporcionadas que sean, no se excluyen del todo. La dificultad aumenta cuando
se percibe que el espíritu de finura (esprit de finesse) se vincula a dos puntas con el arte
de agradar: por un lado trata de las cosas de la gracia pero por otro lado designa en
algunos textos el espíritu mundano y la brillantez intelectual (encarnados en Méré y sus
acólitos). De resultas de ello y por un vuelco imprevisto, el espíritu geométrico deja de
contraponerse a la finesse mundana y termina acercándose más a la teología y al arte de
agradar que al arte de demostrar… Para no hablar de la asociación evidente del esprit de
finesse con la sofisticación de la casuística jesuítica, que había desarrollado un arsenal
demostrativo de reglas precisas de desculpabilización para facilitar el placer mundano.
Por influencia tal vez de la idea agustiniana de los dos deleites, que los jansenistas
habían promovido a primer plano, el arte de agradar cabalga así entre el deleite de las
cosas del mundo y el deleite del elegido tocado por la gracia y retirado del mundo.
¿Cómo despejar este entrecruzamiento entre la presencia y la ausencia de reglas, la
demostración y la finura, la razón y el corazón, la geometría y la teología? Para empezar
por algún lado, se podría decir que las dos artes –de demostrar y de agradar– tienen en
común poder dar reglas sobre todo lo que es segundo o derivado pero son incapaces de
definir los primeros objetos: el tiempo, el espacio, el movimiento, el número:

“Todas estas verdades [el movimiento, el número, el espacio] no pueden demostrarse y sin embargo
son el fundamento de la geometría. Pero la causa que las hace incapaces de demostración no es su
oscuridad sino al contrario, su extrema evidencia, esta falta de prueba no es un defecto sino al revés, una
perfección. De donde se infiere que la geometría no puede definir los objetos ni probar los principios;
pero por esta sola y ventajosa razón de que unos y otros están en una extrema claridad natural” (De
l’esprit géométrique…).

Es decir, no hay metalenguaje en la geometría. Recordemos que tampoco lo hay en la


religión cristiana, cuya verdad reside en no poder dar cuenta de sí misma, ya que, como
dice La Apuesta, no por carecer de pruebas, carece de sentido. El argumento va más
lejos: en ambos casos, lo indemostrable está inscripto en “palabras primitivas” de la
lengua común:

“Llevando las investigaciones cada vez más lejos, se llega a palabras primitivas que no se pueden
definir y a principios tan claros que no se encuentran otros más claros que sirvan para probarlos. De
donde se infiere que los hombres están en una impotencia natural e inmutable de tratar una ciencia,
cualquiera sea, en un orden absolutamente perfecto […] No hay nada más débil que el discurso de esos
que pretenden definir esas palabras primitivas […] No se puede intentar definir el ser sin caer en el
absurdo de empezar, implícitamente o no, por esa palabra ‘es’. Así, para definir el ser, habría que decir
‘es’ y usar la palabra definida en la definición” (De l’esprit géométrique…).

140
Los que pretenden definir las palabras primitivas son, como es obvio, los filósofos, y
esa pretensión los sitúa en la vereda opuesta a los geómetras y los teólogos (que a partir
de ahí se reúnen en un bloque contra los primeros). Gracias a un elemento primordial
indemostrable, la palabra primitiva (en geometría) y la cifra de doble sentido (la letra en
la Escritura) confluyen y se imponen tanto al sujeto de la ciencia como al de la teología.
En teología, la convergencia se hace posible por el uso que hace Pascal de los
términos de figura e imagen en la Apología. Vimos antes que si el mundo socio-político
se organiza según el orden “admirable” de la caridad, es porque la concupiscencia es
imagen de la caridad así como el hombre es imagen de Dios. Pero la semejanza esconde
una desemejanza insuperable. Si se admite que el término imagen en Pascal se inspira
de San Agustín en De Trinitate, y que ese deseo perpetuo de identificación con un
modelo inalcanzable implica una positivización de lo que falta en ella para cumplir con
su modelo, tanto la teología como la ciencia plantean un referente de la verdad cuya
manera de revelarse es negativa e intermitente. Las figuras del Antiguo Testamento, por
ejemplo, no significan nada claro y distinto que el Nuevo Testamento suprimiría de
cuajo remplazándolo por otro significado claro y distinto, sino la presencia oscura de
una verdad que no se revelará nunca enteramente. De un modo similar, la ingenuidad
del pueblo, por más que sea negada por el semi-hábil, no podrá nunca desaparecer del
todo, como lo prueba el hecho de que el hábil la recupera con la pensée de derrière. En
resumen, hay un elemento primero (el efecto) que por retroacción, resulta imposible de
eliminar.
Sin embargo, una vez más, el hecho de que la falta de metalenguaje sea común a la
geometría y la teología, no las hace iguales.

****

Confrontemos la pregunta provocada por la doble faz –científica y teológica– de los


escritos de Pascal con los matemas de Lacan. Lo que se juega en S(Ⱥ), por ejemplo,
¿hay que comprenderlo como la resultante matemática de una operación?,7 ¿o a partir
del comentario discursivo que lo acompaña, por ejemplo: “(la barra) es lo que falta al
sujeto para pensarse agotado por su cogito, a saber, lo impensable que es”? Lacan
responde, creo, a esta pregunta cuando habla en el mismo texto de un “cálculo cuya
inapropiación como tal haría caer su secreto”. Pero entonces, si el cálculo es
inapropiado y no obstante se lo usa, es porque se sabe de entrada que dejará como
residuo lo “impensable” o “impronunciable” del sujeto en el matema $. Todas las
formalizaciones matemáticas de Lacan suponen un imposible de resolver, lo cual no
impide que la formalización se intente. El proceso se reitera en las fórmulas de la
sexuación: Φ no revela su valor en ninguna de las cuatro combinaciones de las
universales y particulares afirmativas y negativas. El procedimiento aúna dos caras: por
más que el cálculo de la variable fracase, la combinatoria está hecha en vistas a
“demostrar” ese fracaso. Por otro lado, no se ve qué sentido tendría esforzarse por
formalizar ese fracaso si éste se postulara como absoluto. En Pascal, el plus del arte de
7
Me refiero a la operada en Subversión del sujeto y dialéctica del deseo, donde se calcula la
significación:
S(significante)
______________ = s (enunciado)
s (significado)
con S = (-1), se obtiene: s = raíz cuadrada de -1”.
141
agradar respecto del arte de demostrar tiene un rasgo en común con las fórmulas de la
sexuación, es decir, éstas algebrizan algo –el significante del goce– que queda
expulsado de ellas o les es “inapropiado”.
La lógica del falo encaja, de hecho, con el esquema que detectábamos en Pascal en
virtud del cual la antinomia entre dos extremos, presentados al modo de las dos
premisas de un silogismo, no resolvían su contrariedad en la conclusión sino por la
intercalación de un vacío que reforzaba la antinomia, haciendo triunfar un principio de
alteridad. Es como para preguntarse qué es lo que en el pensamiento de Pascal pudo
dejar sus marcas en la lógica que Lacan adopta (con otros instrumentos y una notable
diversidad de recursos) para dar cuenta de una Diferencia en la diferencia sexual que no
se reduce a diferenciar los dos sexos ya que debe hacer intervenir un “menos” que los
(des)una. Por ejemplo a través de este pasaje de De un Otro al otro sobre “el cero
lógico”:

“[…] Atendamos a esas contaminaciones que nos facilitan tanto hacer recubrir una función, cuya
esencia se nos escapa, con la posición del más o menos en matemáticas más aun, con la del uno o del cero
en lógica. Sobre todo porque la lógica freudiana, por así decir, nos indica que no puede funcionar en
términos polares. Todo lo que ella introdujo como lógica del sexo redunda en un solo término, que es
verdaderamente su término originario, que es la connotación de una falta, y que se llama la castración.
Ese menos esencial es de orden lógico, y sin él nada podría funcionar. Tanto para el hombre como para la
mujer, toda la normatividad se organiza en torno a la circulación de una falta [la passation d’un
manque]”.8

Es obvio que el menos esencial no es de orden matemático y que el uno y el cero


lógico están puestos al servicio de un concepto psicoanalítico: la falta.9 El método es
aproximativo. Justamente por serlo –y por referirse a un campo aparentemente tan
extraño a la lógica como la sexualidad– se lo puede comparar al ir y venir de Pascal
entre dos ciencias ajenas una a otra.
El recurso de Lacan a la formalización matemática se produce en una época en que
ésta no necesita ser corroborada en otro terreno que no sea el suyo. El matemático de los
siglos XIX y XX no necesita decir, como el astrónomo del siglo XVI, que sus
descubrimientos confirman la obra admirable de Dios. De un modo similar, la
formalización matemática y lógico-simbólica de Lacan no puede homologarse con los
procedimientos de Pascal, que actúa como si no pudiera olvidar la referencia a un
absoluto de orden religioso en la escritura matemática. Y sin embargo… la
formalización lógica en Lacan implica también una referencia, es decir, la estructura del
psiquismo. Consideremos por ejemplo esta frase de Subversión del sujeto…: “El
significante [que falta] no puede ser otra cosa que un trazo que al trazar su círculo, no
puede incluirse en él. Simbolizable por la inherencia de un –1 al conjunto de los
significantes…” ¿Debe entenderse el recurso al círculo y al –1 como una metáfora? ¿O
el Otro tachado se dice integralmente en el círculo y el –1, sin que sea necesario pensar
en un referente metaforizado? Lacan parece afirmar las dos cosas a la vez. De hecho, se
trata de mostrar la imposibilidad del sujeto del inconsciente de aprehenderse desde
afuera de la red de significantes en la que está capturado. Como dijimos antes, la
formalización está calculada para no funcionar en el ámbito al que se la aplica.
8
Libro XVI del Seminario, 12/3/1969, p. 224, de la versión francesa.
9
Como vimos en el capítulo anterior, en otros contextos el cero se aplica por analogía al objeto a: “[…]
por el cero del pequeño a, es por ahí que el deseo visual enmascara la angustia de lo que falta
esencialmente al deseo, lo que al fin de cuentas nos rige” (La angustia, 22/5/1963).
142
Una de las fórmulas que introducen a La Apuesta (la unidad adicionada al infinito
no lo aumenta en nada) resume lo que Koyré considera como “la intuición genial” del
Pascal geómetra: “Haber acercado dos tipos de magnitudes, geométrica y matemática,
que se mantenían hasta entonces separadas; haber convertido el triángulo aritmético en
un cuadrado infinito”. Koyré encuentra el resumen de esa tesis en el párrafo que sirve de
conclusión al Traité sur la sommation des puissances numériques:

“En las magnitudes continuas, el número, cualquiera sea, añadido a una magnitud de orden superior,
no le añade nada. Así, los puntos no añaden nada a las líneas, las líneas a las superficies, las superficies a
los sólidos […] los cuadrados no añaden nada a los cuadrados, los cuadrados a los cubos, ni los cubos a
los cuadrados de los cuadrados, etc. De tal modo que deben considerarse como nulas las cantidades de
orden inferior, y observo eso a propósito de aquellos que practican los indivisibles con el objeto de
destacar el vínculo, nunca bastante admirado, que la naturaleza enamorada de la unidad, establece entre
las cosas más alejadas”.10

He aquí que lo que para Koyré es la intuición genial del hombre de ciencia,
suministra el esquema de muchos argumentos teológicos. Pongo un ejemplo: se pueden
sumar una cantidad de actos que observan puntualmente la ley sin que ninguna de esas
cantidades la totalice (lo cual es el sustrato de la polémica contra los casuistas). O bien
(lo que es lo mismo): ninguna suma de méritos podrá totalizar la gracia dada por el
Otro. La gracia, ocupando el lugar del cero, no aumenta en nada la ley, la cual se
compone de una serie de 1. Y justamente por no ocupar el lugar del 1, produce, como
vimos, el “vuelco del pro al contra”.
Lacan aplica literalmente este principio cuando afirma, por ejemplo, que es
imposible sumar el Je en el campo del saber y el Je en el campo del goce: “Ninguna
adición del uno al otro podría totalizar para nosotros bajo la forma de una cifra
cualquiera, o de un 2 sumado, ese Je dividido por fin unido a sí mismo”.11 En el “Pari”,
la adición de las vidas finitas no dará nunca como resultado la felicidad eterna (que
Lacan traduce como el Uno del goce imposible). Sin embargo, hay que hacer el cálculo:
“Si hemos consolidado el <1+a> y si hicimos con infinito cuidado su suma, es porque
de la proporción de a con 1 podemos esperar tomar de un modo analógico la medida de
lo que ocurre con el Uno del goce, respecto de esa suma supuestamente realizada”.12 La
conclusión es pascaliana: hay que calcular, y ese trabajo de cálculo nos dará de modo
analógico una lección de humildad respecto del resultado final del cálculo.
Con la irrupción del cero y el infinito a finales del siglo XVI, se vuelve imposible
asignar un término último a la serie de los números enteros. El infinito no es contable y
como el cero, pertenece a Otro registro diferente al de la serie finita. Ninguna suma de
puntos o de números puede dar como resultado el infinito como un todo, ni superarlo ni
acercarse a él: “El cero –leemos en De l’Esprit géométrique…– no es del mismo género
que los números porque al multiplicarlos, no puede superarlos”. Del mismo modo, en
geometría los puntos no pertenecen al mismo orden (o “género”) que las líneas, porque
dos puntos, lejos de formar una línea, forman un solo y único punto. La línea encierra
una infinidad de puntos pero no es un compuesto de puntos. El punto pertenece al
espacio pero “por definición no tiene extensión, es una nada de longitud”.

10
A. Koyré, “Pascal savant”, op. cit.
11
Libro XVI del Seminario, 22/1/1969.
12
Ibíd.
143
Solo hay proporciones de las líneas entre ellas, de los números entre ellos o de las
superficies entre ellas, pero no puede buscarse la proporción entre una línea y una
superficie. Se infiere de ello que por más que haya más y menos dentro de un orden
homogéneo, la suma o la resta solo acarrearán cambios cuantitativos pero nunca
cualitativos.
El paso a la cualidad, practicado sobre porciones mínimas, es solo aproximativo. En
un texto ameno y accesible, que resume las contradicciones del cálculo infinitesimal, J.-
P. Cléro observa que el cálculo de la porción mínima permite acercar la línea recta a la
curva pero su distancia subsiste siempre. Las dos reglas de igualación de órdenes
homogéneos y de adicionalidad son por así decir ficticias. De ahí que el volumen, la
línea o el punto no sean tratados como unidades porque son más bien ceros –dice el
autor– pero que al mismo tiempo, “se le pida al cero dos cosas contradictorias:
comportarse como si fuera algo, para poder multiplicarlo al infinito y a la vez como si
no fuera nada, para poder omitirlo”.13
Es en la audacia para romper los órdenes homogéneos donde se revela la figura muy
particular del geómetra pascaliano. Están los geómetras “que no son más que
geómetras” –dice– o sea, los que poseyendo un espíritu recto (droit), se atienen a los
principios, “penetrando profunda y vivamente en sus consecuencias” (frg. nº 21); por
otro lado están los que “abarcan un gran número de principios”: “Eso es el espíritu de
geometría. Uno es fuerza y rectitud de espíritu, el otro es amplitud de espíritu. Pero uno
bien puede ser sin el otro…” (frg. nº 22). Por otro lado, el espíritu geométrico no tiene
que ver solo con el puro razonamiento sino con el “sentimiento”. Así, el geómetra capaz
de detectar los diferentes órdenes (línea y superficie, finito e infinito, etc.) comparte con
el esprit de finesse (que rechaza con aversión las distinciones precisas y complejas) la
capacidad de ver “la cosa de un solo vistazo y no mediante un progreso de
razonamiento” (frg. nº 21). Y así, “es raro que los geómetras sean finos y que los finos
sean geómetras, porque los geómetras quieren tratar geométricamente esas cosas finas y
se ridiculizan, queriendo empezar siempre por las definiciones y los principios […] y
los espíritus finos, en cambio, acostumbrados a juzgar de un solo vistazo […] cuando se
ven obligados a pasar por principios y definiciones donde no entienden nada […] se
alejan de ellos con disgusto” (frg. nº 21).
Como dijo alguien, el geómetra que no es más que geómetra distingue y clasifica
objetos del mismo orden pero el espíritu geométrico (cuando se acerca al espíritu de
finura), se aleja a una distancia infinita de los geómetras y sus objetos 14 (fue esa
diferencia, al parecer, la que produjo el alejamiento entre Pascal y Fermat). En esta
estructura de vel (donde lo que pierde el geómetra puro es recuperado por el geómetra
“fino” a costa de perder a su vez a la geometría como ciencia), el teólogo, más cercano
al espíritu de finura que al geómetra puro, se aleja respecto de éste último, aunque
pueda igualarlo si el teólogo (como el casuista atacado en las Provinciales) actúa como
un geómetra que no es más que geómetra. La estructura de vel introduce una diferencia
movible al infinito, pero irreductible. El teólogo y el geómetra no se excluyen pero
tampoco se funden en uno, se dividen al infinito dentro de cada uno.

13
J.-P. Cléro, Épistémologie des mathématiques, Paris, Nathan, 1998.
14
Retomo aquí una frase de E. Bréhier: “El geómetra separa y distingue objetos unos de otros y el espíritu
geométrico separa al geómetra de los otros hombres” (Histoire de la philosophie moderne, T. II, Paris,
PUF, 1992).
144
Puede ocurrirle al geómetra atado fuertemente a los principios que tome el más y el
menos dentro de un orden homogéneo como diferencias absolutas, como cuando el
escéptico confunde, en La Apuesta, la adición de vidas felices (en el orden de lo finito)
con el orden (infinito) que las anula o iguala como diferencias finitas. Es decir, no
comprende lo que sí comprende el geómetra que es algo más que geómetra, o sea, que
“una unidad agregada al infinito no lo aumenta en nada”.
El corazón, que ve las cosas “de un vistazo”, también es geométrico: “El corazón
siente que hay tres dimensiones en el espacio y que los números son infinitos” (frg. nº
479). Y así como solo el corazón capta ciertas relaciones en geometría, solo por el
corazón se tiene fe: “Es el corazón el que siente a Dios, y no la razón. Eso es la fe: Dios
sensible al corazón y no a la razón” (frg. nº 481).
Es como para preguntarse con quién habla entonces el escéptico en el “Pari”, con el
geómetra que le reprocha confundir dos órdenes (lo finito y lo infinito), o con un
geómetra “fino”, cercano al teólogo negativo, que le dice que de todos modos, los dos
órdenes son imposibles de conciliar.
En La Apuesta, el vuelco constante del fino al geómetra y de éste al fino, de la razón
al corazón y de éste a la razón, no produce una unidad (geómetra-teólogo). Es cierto que
Dios y ciertos principios geométricos se parecen: “Se los ve apenas [a los principios], se
los siente más que verlos. Hay que hacer esfuerzos infinitos para hacerlos sentir a los
que no los sienten por ellos mismos” (frg. nº 21). Pero el geómetra no es teólogo y el
teólogo no es geómetra. Lo único que los acerca es su estatuto de entre-dos.
La originalidad de Pascal es haber hecho confluir el sujeto de la ciencia y de la
religión para dividirlos a ambos, al infinito. Es evidente que el geómetra sin finura
producirá un tecnólogo que por más cálculos infinitesimales que haga, ignorará eso que
le hace huir a Pascal de las indagaciones geométricas, cada vez que llega a un resultado.
Y que el “espíritu de finura”, que ve las cosas de un vistazo y rechaza la especialización
y el cálculo, tendrá horror de las derivas tecnológicas orientándose hacia el placer
artístico. Sin embargo, lo que caracteriza a Pascal es poner en suspenso de continuo esa
diferencia.
La conjunción de ambas dimensiones se anunciaba ya en el teorema de las secciones
cónicas, que Pascal descubre a los dieciséis años, inspirado en el contemporáneo
Desargues (inventor de la geometría proyectiva, arquitecto, asesor del cardenal
Richelieu, amigo de Mersennes y Descartes). Como lo despliega un texto de Pierre
Force, las secciones cónicas –la parábola, la hipérbola o la elipse– pueden presentarse a
la vista y en el campo escópico creado por la geometría proyectiva, como formas
integradas en el círculo del cono.15 No obstante, desde el punto situado en el vértice del
cono, que es infinito, no se las puede “poner en orden”. Esa imposibilidad contradice la
solución imaginaria que diría: las figuras, por heterogéneas que sean, son imágenes de
un único círculo: “El cilindro y el cono –escribía Desargues– son dos sub-géneros de un
supra-género llamado aquí rollo [rouleau]. Si el encuentro de las rectas paralelas se
produce a una distancia infinita, su acontecimiento es inimaginable y el entendimiento
demasiado débil para comprender qué puede inferir el razonamiento de ese
encuentro”.16

15
P. Force, Le problème herméneutique chez Pascal, Paris, Vrin, 1989.
16
“Brouillon-projet d'une atteinte aux événements des rencontres d'un cône avec un plan”, citado por
Pierre Force, en op. cit.
145
Las secciones cónicas de Desargues resuenan en el frg. nº 451 (Infinito-nada: la
apuesta): “¿No hay en algún lado una verdad sustancial, ya que vemos tantas cosas
verdaderas [hipérbolas, parábolas, elipses] que no son para nada la verdad misma [el
vértice infinito]?”. Más aún, la proporción entre las propiedades de las secciones
cónicas y la invención de un hexágono (que Pascal llamó “hexagrama místico”) es solo
supuesta. Desde adentro de cada figura, no hay modo de acceder a la otra.
La imposibilidad de establecer proporciones entre órdenes heterogéneos no
constituye un a priori claro y distinto sino que debe experimentarse como un obstáculo
mientras se efectúa el trabajo de la demostración geométrica. Los “saltos” de un orden a
otro en las demostraciones geométricas forman parte de la búsqueda de las
proporciones, así como la imaginación forma parte de la verdad. “El punto o la nada son
meras convenciones verbales que designan el último término visible en una serie
indefinida cuyo punto final real es, en realidad, incognoscible”, dice D. Descotes.17
En este aspecto, uno podría preguntarse si las formalizaciones de Lacan (figuras
topológicas, fórmulas de la sexuación, nudo borromeo) observan esa condición, es
decir, si tropiezan con una dificultad real en su procesamiento o si dan por sentado a
priori el desfase entre el fracaso del resultado y lo que querían demostrar.

****

En la medida en que puede detectarse en Pascal el residuo de una tradición donde la


geometría y las matemáticas eran consideradas como el instrumento privilegiado para
acceder a lo absoluto, consideraré por un momento los comentarios de J.-M. Counet
sobre Nicolás de Cusa.18 Habiendo investigado el viejo teorema de la cuadratura del
círculo de Arquímedes, Nicolás de Cusa se mantiene en una posición oscilante. Para él,
aceptar el teorema por el absurdo de Arquímedes (que sostenía que la superficie del
círculo es equivalente a la del rectángulo cuyo ancho es igual al radio del círculo y su
longitud igual al semi-diámetro), implicaba un postulado tácito de continuidad. Sostener
la semejanza del círculo con un polígono de una infinita cantidad de lados equivale a
sobreentender que si hay un cuadrado (o un polígono) inferior al círculo en la superficie,
y un cuadrado (o un polígono) superior, debe existir necesariamente uno que le sea
igual. El problema es de interés porque en La docta ignorancia, Nicolás de Cusa admite
que las superficies poligonales y circulares son inconmensurables pero se dedica, no
obstante, en sus obras matemáticas, a buscar aproximaciones de lo que teóricamente
había considerado como inadmisible, o sea, que los intentos de cuadratura podrán
obtener cuadrados que no serán ni mayores ni menores que el círculo pero nunca
iguales, porque no son comparables a los círculos.
Dejo para los especialistas la hipótesis según la cual Nicolás de Cusa es o no un
antecesor del cálculo infinitesimal que practicarán Fermat, Robertval, Leibniz y Pascal.
Lo que me interesa es la contradicción que destaca J.-M. Counet, es decir, ¿por qué un
profundo conocedor de la geometría pierde tiempo haciendo manipulaciones
geométricas a las que considera, de todos modos, como meras aproximaciones, ya que
deberían probar una tesis (la conmensurabilidad del círculo y el polígono de lados
infinitos) que él mismo considera improbable? J.-M. Counet responde a la pregunta
diciendo que, aunque N. de Cusa se esfuerce en buscar algo en lo que probablemente no

17
Dominique Descotes, L’argumentation chez Pascal, París, PUF, 1993.
18
Jean-Michel Counet, Mathématiques et dialectique chez Nicolas de Cues, Paris, Vrin, 2000, p. 258 y ss.
146
cree (es decir, la posibilidad de deducir “a partir del polígono mínimo, o sea, el
triángulo, el polígono máximo correspondiente, o sea, el círculo que puede considerarse
como un polígono con una cantidad infinita de lados”), esa contradicción “se vuelve
elocuente para su filosofía”. Tanto la pregunta como la respuesta tienen validez respecto
de Lacan. En efecto, ¿para qué pone Lacan en funcionamiento un aparataje formal y
simbólico (el de las fórmulas de la sexuación, por ejemplo), si sabe de antemano, antes
de hacerlas funcionar, que esas operaciones no le darán el valor del falo? Lacan ha
decidido ya, en efecto, en función de su teoría del falo como significante, que Φ no tiene
sentido alguno19 y ha limitado la variable x a una sola (omitiendo una especificación
sexual para el sujeto hombre o mujer). Es como si, parodiando el teorema de Gödel,
provocara adrede y ficticiamente el fracaso de la formalización. Ese fracaso será
elocuente, pese a todo, para su concepción del sujeto del psicoanálisis. Si la
formalización matemática está destinada a buscar algo cuyo cálculo se ha decidido de
entrada que es impracticable, esto es, la existencia de una cifra de la castración, esa no-
solución es significativa para el non-rapport intuido ya en el plano psíquico (intuición
que la formalización matemática viene a confirmar, por así decir, de un modo
segundo).20
Volviendo a Nicolás de Cusa, Counet resume así su proceder: “No tendríamos
conocimiento de nuestra fundamental finitud si lo infinito no estuviera cerca de
nosotros”. Reconocer la finitud del conocimiento científico forma parte, de ese modo,
de una posibilidad de conocer a Dios negativamente o por aproximación. La finitud se
vuelve así común a la geometría y al conocimiento de Dios, así como para Lacan, tal
como lo enuncia en 1973, “los límites son propios tanto al discurso matemático como al
discurso analítico”. Es cierto que ello no impide que haya que intentar conocer lo
incognoscible (en teología) o escribir lo que no se puede escribir (en psicoanálisis), o
sea, la no-relación sexual: “Admitir la coincidencia de los opuestos por sobre toda
capacidad racional – dice Nicolás de Cusa – […] y buscar la verdad allí donde se
encuentra la imposibilidad”.21 El verdadero saber es docta ignorancia. N. de Cusa
calificó de “conjeturas” el poder activo del conocimiento que se practica por el espíritu,
que designa la presencia en él de lo infinito.
Es de notar que en el contexto del psicoanálisis, las fórmulas de la sexuación
advienen en un momento de la elaboración de Lacan en que el lugar del Ⱥ se desplaza
hacia LȺ Mujer como “soporte de S(Ⱥ)”. Es un poco difícil no ver que el LA tachado,
que remite al no-todo del Otro, reitera al “Otro que no existe” o la “no-existencia del
partenaire”, conceptos que se remontan sin lugar a dudas a problemas teológicos y los
prolongan cuestionándolos (por ejemplo, a través de la implementación sorda de la
teología negativa o del rechazo de la prueba ontológica). En el pasaje desde Dios como
inconsciente hasta LȺ mujer, lo que se dirime es la cuestión de la inconsistencia del
Otro. Los liga el tema del goce Otro o no-fálico. Por otro lado, la letra con que se
intenta escribir la no-relación se incorpora ella misma al registro de lo Real,
radicalizando la idea, tan reiterada por Lacan, de que ningún significado rige desde
afuera al significante (y en último término, como lo dijo a menudo, que el matemático
19
Libro XX del Seminario, p. 56 de la versión Seuil.
20
Llamando la atención sobre las continuas variantes en la elaboración de las fórmulas de la sexuación en
el Libro XIX del Seminario, Guy Le Gaufey señala hasta qué punto esas oscilaciones son “inapreciables”.
Sus observaciones convergen con lo que estamos diciendo (ver G. Le Gaufey, Le pas-tout de Lacan,
Paris, Epel, 2007, p. 70).
21
Extraído de La visión de Dios, citado por J.-M.Counet.
147
que es a la vez filósofo de las matemáticas, sabe que la letra “no sabe lo que dice”). Sin
embargo, si uno se pregunta qué función cumple lo Real en las escrituras matemáticas
de la sexuación, no puede menos que darle un sentido que rebasa el “no-sentido” literal
ya que esas letras se refieren a la Alteridad que habita la realidad psíquica y la relación
con el Otro sexuado. Aunque la idea de la geometría como la ciencia más cercana a lo
divino haya caducado históricamente, la formalización en un dispositivo ficticio de la
relación sexual como lo que no cesa de no escribirse, o sea, como lo Real imposible, no
deja de ser la secuela extenuada del referente vaciado de los matemáticos-teólogos.

****

Si pudimos antes leer algunos argumentos teológicos de Pascal de acuerdo a la lógica


lacaniana de la excepción que descompleta el todo (y por lo tanto, a las fórmulas de la
sexuación22), ello fue posible porque el proyecto lacaniano de escritura matemática de la
castración contiene un elemento de desequilibrio. Ese desequilibrio se sitúa en la barra
de cuantificación negativa que recurriendo al gramático Pichon, Lacan llama
“discordancial” a diferencia de la negación forclusiva. Cuando intentamos inferir las
fórmulas de la salvación de los Escritos sobre la Gracia de Pascal, quisimos mostrar
que su retórica escribía la “discordancia” sin recurrir a la formalización matemática ni
geométrica. Comparar esa escritura con las fórmulas de la sexuación sirve tal vez para
percibir que lo que circula entre las dos universales y las dos particulares en las
fórmulas de la sexuación de Lacan no es de orden estrictamente matemático. Por
ejemplo, en las cuatro modalizaciones de la elección: Todos se salvan/Por lo menos uno
se salva/Algunos se salvan/Algunos no se salvan, la universal negativa transformada en
“por lo menos uno” hace imposible la colección en un todo de los que satisfacen la
función de la salvación; de ahí en más, se vuelve indecidible atribuir las condiciones
para salvarse a los “algunos” de las particulares afirmativa y negativa. Al no poder
establecer el valor de la función de la voluntad del Otro, Pascal, como vimos, terminaba
por repartir la “x” imprevisible de la gracia entre “algunos” (algunos se salvan: posición
católica sugerida a medias por el Concilio de Trento, entre el Todos se salvan del
molinismo jesuita y el Ninguno se salva del luteranismo y calvinismo).
Así como Pascal pensaba que había que “calcular” el infinito,23 así también para
Lacan, justamente porque la formalización lógica no alcanza a reducir la distancia que
separa las dos negaciones (forclusiva y discordancial), hay que construir un aparataje
simbólico. Hay que calcular. Solo por el cálculo, la formalización revelará que tropieza
con un obstáculo. Así como para Pascal hay que calcular el infinito a pesar de que su
término final sea inaccesible, así también para Lacan, no pasar por la formalización
contradeciría su proyecto, que es materialista y decreta que lo Real se encuentra en los
propios límites de la materia significante (o la letra).
De hecho, Pascal retoma dentro de la teología el problema tratado en las ciencias, o
sea, el infinito. Como dice A. Clair, “entre el discurso físico y el discurso teológico, la

22
En el capítulo La gracia suficiente y la gracia eficaz. La polémica jansenismo/molinismo, pp. 103-105,
109 y 111, sobre todo sobre el enunciado: “La gracia no es dada a todos” y las fórmulas del doble
abandono.
23
Remito entre otros al fragmento nº 452: “San Agustín vio que se trabaja para lo incierto, en el mar, en
las batallas, pero no vio la regla de las partidas, que demuestran que debemos [trabajar para lo incierto]”.
Es decir, debemos calcular el azar, el “encuentro mismo”, como dice Lacan (Libro II del Seminario,
22/6/1955).
148
relación es de analogía o mejor dicho de figuración […] En la física, la realidad es
como un punto de fuga buscado indefinidamente, o como una totalidad nunca acabada
que envuelve todas las cosas; tanto la división como la multiplicación pueden continuar
al infinito”.24 En teología ocurre lo mismo, porque la grandeza-miseria del hombre que
imita la unión del hombre-Dios, solo puede efectuarse indefinidamente y desde puntos
de vista múltiples. Se vuelve a encontrar, pues, en la teología – añade A. Clair – el
esquema del cono: la aproximación indefinida de los puntos a la cima del vértice no
totaliza la sucesión ni da por resultado un valor. El esquema se reproduce en la doble
cifra de la exégesis bíblica. Cuando se nombra la unión hombre-Dios en Jesucristo, por
ejemplo, se recae enseguida en la dualidad. Y si para expresar esa unión –cito a Clair–
hay que usar dos lenguajes, el de la exégesis bíblica y el de la física moderna, eso es el
signo de que la dualidad y la diferencia subsisten en esa unión misma.25
Ni la exégesis bíblica es inferior o superior a la física, ni ésta es inferior o superior a
la exégesis bíblica. Ninguna es tampoco incluible en la otra. La lógica que las relaciona
es idéntica a la que separa las dos voluntades que tratamos en la primera parte de este
ensayo: ni la voluntad divina incluye a la humana ni al revés. Si se relacionan, lo hacen
en una simultaneidad de inclusión/exclusión. Cuando Pascal dice que la teología es la
“ciencia última”, no nombra una extensión mayor que abarca a otras menores, ya que
ella misma “no entra en ninguna otra ciencia”. Cada una de las ciencias y la teología
misma, marcan en su interior un punto de fuga, que produce un acercamiento indefinido
y nunca acabado al objeto.
La idea de un punto de fuga interno a cada ciencia y a la teología misma desvía
entonces la perspectiva que haría incompatibles al sujeto del psicoanálisis con el sujeto
de “LA ciencia” en sentido moderno”, como dice Lacan. Un pasaje del Étourdit en 1972
refuerza la posición de angustia del científico: “el discurso de la matemática […]
renueva constantemente lo dicho por tomar sujeto a partir de un decir más que de
ninguna realidad”.
Toda la ambigüedad de un texto como La ciencia y la verdad se debe a la operación,
muy pascaliana, según la cual el psicoanálisis se separa de la ciencia (Pascal diría: del
geómetra que no es más que geómetra) pero adscribe por otro lado, dentro de ésta, y
según la experiencia de no-todos los científicos, a la estructura de ficción de la verdad,
cuyo precio pagarían solo algunos. Si la lógica moderna “tiende indudablemente a
suturar el sujeto de la ciencia, el último teorema de Gödel muestra que fracasa en ello,
lo que quiere decir que el sujeto en cuestión sigue siendo el correlato de la ciencia, pero
un correlato antinómico porque la ciencia se revela como definida por la incapacidad de
salir del esfuerzo por suturarlo”.26
El paso por Pascal permite comprender, pues, el pasaje de La ciencia y la verdad
referido a “la posición del psicoanálisis en o fuera de la ciencia” y al hecho de que “esa
cuestión no puede resolverse sin modificar la cuestión del objeto de la ciencia como
tal”.27 En la perspectiva de Pascal, el objeto de la ciencia y la teología se deslizan uno
en otro, no porque sean uno y el mismo sino porque surgen ambos de la estructura del
entre-dos que los descentra a cada uno desde adentro. El entre-dos –y el sujeto allí

24
André Clair, “Introduction, notes, bibliographie et chronologie”, en B. Pascal, De l’esprit géométrique,
Écrits sur la grâce et autres textes, Paris, Flammarion, 1985.
25
Debo también a André Clair esta observación fundamental.
26
“La science et la vérité”, en Écrits II, Paris, Points-Seuil, p. 226.
27
Ibíd., p. 228.
149
situado– se divide al infinito en la medida en que ni la geometría ni la teología
sobrevuelan a la otra englobándola en un conjunto sino repitiendo sin fin el entre-dos
(reiterando así la tercera y quinta fase de la gradación de la razón de los efectos). De
acuerdo con esto, y si se admite una analogía entre la relación entre el sujeto de la
ciencia y de la teología en Pascal por un lado y la del sujeto de la ciencia y del
psicoanálisis en Lacan por otro lado, la analogía de la ciencia con la “religión
verdadera”, o sea, la que reivindica al Dios oculto, se da en un punto de Real.
El modelo lógico al que da lugar esa relación entre teología y física/geometría tiene
una sorprendente similitud con lo que Lacan llamará el objeto a.
Sin preocuparse por saber cuál punto de partida, geométrico o teológico, pudo
prevalecer sobre el otro, Lacan sostuvo que el verdadero objeto de la búsqueda de
Pascal no fue otra cosa que el deseo, mejor dicho, el deseo tal como él lo entiende,
deseo de un objeto que es el a:

“¿Por qué nos fascina? Si nos atuviéramos a lo que dicen los teóricos, la pifió en todo. Habría estado a
un paso de descubrir el cálculo infinitesimal. Yo creo que no le importaba un bledo, porque había algo
que le interesaba más, y por esa razón nos conmueve todavía hoy, incluso a los que no somos en absoluto
creyentes. Como buen jansenista que era, a Pascal le interesaba el deseo y por eso, esto se los digo
confidencialmente, hizo los experimentos en el Puy-de-Dôme sobre el vacío […] Para Pascal, era capital
que la naturaleza tuviera horror al vacío, porque eso significaba el horror de todos los hombres de ciencia
por el deseo”.28

Si Lacan insertó el objeto a en los textos de Pascal, era porque estaba ya escrito en
ellos. Tanto en la teología mediante la noción de gracia como en la ciencia, mediante la
diferencia infinitesimal, el sujeto surge en un non-rapport que Pascal establecía como
una desproporción respecto de la doble dimensión de Dios: oculto desde el punto de
vista religioso e incomprensible desde el punto de vista matemático: “Si hay un Dios, es
infinitamente incomprensible, ya que no teniendo ni partes ni límites, no tiene ninguna
proporción [rapport] con nosotros. Somos, pues, incapaces de saber lo que es ni si es.
Dadas así las cosas, ¿quién se atreverá a resolver esta cuestión? No vamos a ser
nosotros, que no tenemos ninguna proporción [rapport] con él” (frg. nº 451).
No obstante, alguien enuncia ese non-rapport. En ese aspecto, el objeto a de Lacan
no es, como diría Pascal, exclusivamente “geométrico”. Si se considera –según sostiene
Lacan– que “lo puesto en juego [l’enjeu] como una renuncia en el ‘pari’ de Pascal es el
objeto a y no otra cosa”, es imposible no introducir una subjetividad en el acto de
apostar, como lo muestra el “hay que” en la réplica: “Sí, pero hay que apostar, eso no es
voluntario”. Al hacer las veces de límite mortal de toda formalización simbólica, el
objeto a viene a alojarse en un velle (un velle que no es “voluntario”).
A este punto quería llegar, porque muestra la doble naturaleza del matema. Si el
objeto a se integrara en una mathesis universalis, Lacan no podría haberlo considerado
como el verdadero objeto de la apuesta. Se deduce de ello que su función lo acerca a la
temática anteriormente tratada de la gracia y la libertad alienada. Todos los esfuerzos de
formalización de Lacan no impedirán que el jugador y el escéptico se interroguen sobre
si hay que apostar o no, es decir, no podrán evitar un sujeto de la enunciación
matemática. “Tengo las manos atadas y me han tapado la boca; me obligan a apostar –se
queja el escéptico– y estoy hecho de tal modo que no puedo creer. ¿Qué quiere que
haga?”. Tiene razón y su interlocutor (el jugador) lo sabe, es decir, sabe que por su

28
Libro X del Seminario, 12/12/63.
150
voluntad no logrará nada y que necesitará la gracia del Otro para consentir. El objetivo
del jugador no es convertir al escéptico a partir de un cálculo geométrico, ya que solo la
gracia podría lograrlo…
Tiene razón, en ese sentido el que, comparando el estilo de Pascal con el de brillantes
pensadores jansenistas como Arnauld, saint-Cyran o Nicole (cuya retórica había
acercado a muchos intelectuales al espíritu jansenista y a Port-Royal), decía que la
brillantez del primero se diferenciaba de la de los segundos porque sus escritos “nos
ponen de rodillas”.29 El único correlato de la gracia es un acto de aceptación… que no
es voluntario. Nada puede condensar mejor la paradoja de la gracia en la relación con el
Otro. Lacan tuvo la originalidad, desechando toda psicología en el uso del término
“masoquista”, de hacerlo analógico a la estructura. No es un diagnóstico, dice, sino un
procedimiento “analógico”. Analógico con la estructura.30 Con la salvedad que la
estructura en cuestión es la que él mismo extrajo de Pascal… El masoquismo consiste
en encarnar el objeto a como resultado de “jugar con la proporción que se sustrae”
(entre 1 y a) o, dicho de otro modo, de encarnar la contradicción imposible de sintetizar
entre (1) y (2) y (3) y (4) en la gradación de la “razón de los efectos”. De ese modo,
desprestigiando las innumerables hipótesis psicológicas, tanto las que redujeron la
religiosidad de los últimos años de Pascal a un fenómeno psico-somático como las que,
desde fuera de la psicología, quisieron santificarlo, Lacan identifica el síntoma con la
lógica vehiculada en el texto –lógica que ninguna connotación médico-psicológica está
a la altura de nombrar.31

29
Henri Bremond, Histoire littéraire du sentiment religieux en France, Paris, Presses de la Renaissance,
1957.
30
Libro XVI del Seminario, 22/1/69.
31
Por ejemplo, asociar sus experimentos sobre el vacío con la angustia infantil y “arcaica” de que su
cuerpo se vaciara de sus elementos líquidos, sólidos y gaseosos, cuyas leyes de equilibrio estableció en El
equilibrio de los licores y el peso del aire, al modo de una construcción “contra-fóbica”, como sostiene
Didier Anzieu. Desde la hipótesis, impuesta por la biografía –o hagiografía– de su hermana Gilberte, que
considera la enfermedad como efecto de un exceso de concentración intelectual y a la vez como una
prueba de santidad, hasta los diagnósticos médicos póstumos (intoxicación, cáncer, tuberculosis,
reumatismo tuberculoso, úlcera gastro-intestinal convertida en cáncer y transmitida por metástasis al
cerebro, meningitis, etc.), combinados con las hipótesis psicológicas: “esquizofrenia” (deducida de cierta
indiferencia a los apegos sentimentales y afectivos), “neurastenia aguda”, “histeria hipocondríaca”,
“locura mística”, “anemia acarreada por un exceso de ascetismo” o la hipótesis sistémica de “genio
designado” por la familia, esbozada por el psiquiatra R. Neuburger, o la sentencia de Voltaire : “Pascal
murió loco”, todo se ha dicho sobre los enigmáticos vínculos entre el cuerpo y el espíritu de Pascal (para
el detalle, remito a Jean Mesnard, “Les maladies de Pascal”, Œuvres Complètes, T. 4, Paris, Desclée de
Brouwer).
151
ANEXO A MODO DE EPÍLOGO
Un anacoluto en la Epístola a los
Romanos (V-12) de san Pablo

Sobre las huellas de una glosa del teólogo protestante Karl Barth (1886-1968), glosa
que conoció su momento de gloria en la llamada “teología de la crisis” desarrollada en
las inmediatas postrimerías de la Primera Guerra Mundial, el presente texto se propone
desprender del dispositivo textual del capítulo V de la epístola de san Pablo a los
romanos, una lógica del sujeto articulada en torno a la figura del anacoluto. En un
segundo momento, intentaré mostrar de qué modo ese dispositivo supone la
implementación de la distinción lacaniana entre significante, significado y sentido.1
El párrafo V de la Epístola a los Romanos se inaugura afirmando el perdón o
“justificación” por la gracia y después de un singular desdoblamiento entre dos opuestos
(Adán y Cristo como “segundo Adán”), se cierra proclamando la “sobreabundancia” de
la gracia sobre el pecado.2 El comentario de Karl Barth transforma la secuencia dual
antes/después del mito de la caída del Génesis en una secuencia triádica. Mientras que
el relato mítico se cierra con el exilio de Adán del paraíso –y con la ruptura respecto del
estado anterior– la epístola paulina escribe, por así decir, dentro de ese exilio, el
resurgimiento (resurrección) del estado anterior dentro –y no afuera– de la fase de la
caída. El problema tratado por Karl Barth tiene que ver con el vínculo que mantiene el
pecador, dentro de su exilio, con algo que dentro de su estado de caída es ajeno a ella
aunque la defina como tal –ya que para definir la caída, es necesario referirse a lo que
ella no es. El punto crucial de su comentario consiste en enraizar la “reconciliación” del
hombre con Dios en la “oscuridad” (el término es suyo) de la condición humana –
acentuada por el momento histórico de la posguerra. En ese “lugar sombrío”, dice, se
sitúa la posible resurrección.
Al nivel del mito, la pérdida definitiva del paraíso impide que la mentada
resurrección signifique un retorno simple al puro goce anterior a la caída. Como
veremos, ese retorno implica dos fases. El análisis de Barth, que restituimos en forma
parcial, gira en torno al doble movimiento por el cual el hombre caído vuelve hacia el
estado anterior a la falta, sin dejar por ello de estar afectado por ésta. Nos interesa
poner a prueba su análisis en el terreno del psicoanálisis, sobre todo porque Barth hace

1
Sigo aquí alternativamente la separata de Karl Barth, Christ et Adam d’après Romains V, ed. Labor et
Fides, 1959, y la versión completa, L’Épître aux Romains, Labor et Fides, Ginebra, Suiza, 1972
(traducción del alemán al francés de P. Jundt, a cuya primera edición de 1922 siguieron nueve ulteriores).
Heidegger, que exploraba por la misma época (1924) el tratamiento del tiempo mesiánico en la misma
epístola, encarándola de acuerdo a las “exigencias absolutamente originarias” de una vivencia existencial
propiamente humana, saludaba en Karl Barth, al “único” pensador en que se refugiaba la “verdadera y
propiamente dicha vida espiritual de Alemania en los años 20” (las comillas transcriben un pasaje de
Rüdiger Safranski, Heidegger e il suo tempo, una biografia filosofica, Milano, Longanesi, 1994, p. 135 y
ss.). Todas las citas del cap. V de la Epístola a los Romanos –que transcribo al final de este texto– están
traducidas de la versión protestante, Asociación “Viens et vois”, trad. directa del griego de L. Segond, ed.
Grézieux la Varenne, 1993.
2
El anacoluto se sitúa en V, 12: “Es por eso que… así como por un solo hombre el pecado entró en el
mundo”.
152
de ese doble proceso una verdad “humana” que resulta inseparable de las articulaciones
textuales.
Abocado de lleno al sentido de la Epístola (leída en su versión griega original), el
comentario se focaliza en torno a tres figuras de estilo: 1º) el anacoluto; 2º) la
comparación incomparable o proporción/desproporción entre la serie Adán y la serie
Cristo; 3º) la repetición de las expresiones mucho más o con mayor razón aun, que
condensan el resultado de las dos anteriores. Trataré estas tres figuras en forma
simultánea, ya que sus efectos en el texto son, de hecho, inseparables.
Notemos primero que los versículos 1-11 (“Justificados, pues, por la fe…”) enuncian
en forma afirmativa y sin prueba alguna que una decisión divina ha sido tomada
respecto de nuestra salvación, y esa decisión se mantiene en toda su fuerza activa para
todos aquellos que la “reconocen en la fe”. Estamos salvados –dice el texto– a pesar de
nuestras faltas, por un perdón gratuito. San Pablo presenta de entrada esta situación
como un estado de hecho y en un estilo exaltado que indica a las claras que ese presente
radioso lo toca a él mismo directa y personalmente como sujeto de la enunciación.
El versículo 12 introduce un nuevo desarrollo encabezado por la expresión por eso
(): “Por eso, así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por
el pecado la muerte, así también la muerte se fue propagando en todos los hombres, por
aquel en quien todos pecaron”. La expresión por eso produce perplejidad y lleva de
primera intención al lector a buscar en los párrafos anteriores (v. 1-11) un antecedente
de la causa. Los versículos 1-11, no obstante, no hacen visible ningún antecedente que
pudiera servirle de referente. En otras palabras, ningún vínculo causal –inferido de una
lectura literal– explica que la entrada del pecado y la muerte en el mundo se deban al
presente salvífico que provoca el goce de los versículos 1-11. En efecto, si se
reconstruye literalmente el efecto del por eso (), el lector oscila entre
comprender algo así como: Estamos salvados, por eso fuimos pecadores o Fuimos
pecadores, por eso estamos salvados. O también, teniendo en cuenta que la preposición
griega  puede significar a través de o mediante, el lector podría leer: Estamos
salvados a través o mediante de la entrada del pecado en el mundo…
La locución por eso responde, así, en parte, a la definición que da la retórica del
anacoluto, esto es, “elipse del antecedente de un relativo”.3 Entre la afirmación inicial
(estamos justificados por la gracia) y el vuelco consecutivo en el pecado de Adán, el
texto deja un agujero que la sintaxis suple con una expresión causal cuyo referente cae
en el vacío. Barth no se demora demasiado en esa cuestión, y sin destacar esa figura
retórica, señala, como remplazando el lugar vacío de la causa, que la afirmación inicial
se descompone luego desarrollándose “en una serie de declaraciones dispuestas de a dos
y que se corresponden unas con otras sin dejar de complementarse mutuamente”. Los
pares dispuestos en los versículos 12-20 son Adán y Cristo, serie doble que Barth llama
“Adán y nosotros” y “Cristo y nosotros”. Se han impuesto, dice Barth, dos estados a la
humanidad (del pecado y la gracia) por un solo hombre en cada serie: Adán y Cristo.

3
Como lo destaca el enciclopedista Dumarsais en Des tropes, anacoluto procede del griego: α (prefijo
privativo) + αkολουθος (el que sigue, compañero, acólito, apareado), literalmente: carente de compañero.
La sola definición del anacoluto como elipse del antecedente de un relativo sugiere, con todo, que no toda
elipse es un anacoluto. Este último se caracteriza por elidir una palabra que “acompaña” habitualmente a
otro término que queda en la frase, lo cual evoca forzosamente, en el que escucha o lee, el correlato
faltante (allí, por ejemplo en Vuelvo [allí] donde estaba). La fractura de la sintaxis provocada por el
anacoluto se vincula entonces esencialmente con la caída de un elemento cuya ausencia obstaculiza y al
mismo tiempo condiciona la comprensión del enunciado.
153
Los versículos 15, 16 y 17 modifican ese paralelismo otorgando una superioridad de
hecho a la relación hombre-Cristo en detrimento de hombre-Adán: “Pero no ha sucedido
en la gracia como en el pecado, porque si por el pecado de uno solo murieron muchos,
mucho más copiosamente se ha derramado sobre muchos la misericordia de Dios por la
gracia de un solo hombre que es Jesucristo”. La locución mucho más marca la
introducción de una desproporción dentro del paralelismo: “Ni pasa lo mismo en este
don como lo que vemos en el pecado. Porque hemos sido condenados en el juicio por un
solo pecado y somos justificados por la gracia después de muchos pecados. Con que si
por el pecado de uno solo ha reinado la muerte, con mayor razón aun los que reciben la
abundancia de la gracia y los dones de la justicia, reinarán en la vida por solo
Jesucristo”. El uso singular y repetido de la expresión mucho más ( )
mantiene una desigualdad pero al mismo tiempo la igualdad se conserva en ella de un
modo ambiguo. En las dos frases que siguen (v. 18 y 19), se acentúa la comparación de
igualdad poniendo en correspondencia el uno solo (ς) con muchos () y
corrigiendo la comparación de superioridad anterior: “Así como la falta de uno solo
atrajo la condenación de todos los hombres, así también la justicia de uno solo ha
merecido a todos los hombres la justificación de la vida. Pues a la manera que por la
desobediencia de un solo hombre fueron muchos constituidos pecadores, así también
por la obediencia de uno solo serán muchos constituidos en justos”. Así, el paralelismo
Adán/Cristo se enuncia, en realidad, después de la serie de los versículos 15-16-17,
donde la repetición del mucho más ponía de relieve, por el contrario, una desigualdad
entre las dos series. Barth insistirá en el efecto paradójico de refuerzo de la desigualdad
producido a posteriori por la igualdad sugerida por los versículos 18-19.
El último párrafo (v. 20) restablece de nuevo la desproporción de 15, 16 y 17: “En
verdad, sobrevino la Ley y con ella aumentó el pecado. Pero allí donde el pecado más
abundó, sobreabundó también la gracia…”. No solo se refuerza aquí la mentada
desigualdad, desparejando ambas series, sino que además el texto vuelve a la afirmación
eufórica de 1-11 por la cual san Pablo expresa su íntimo regocijo de estar bajo la gracia
y no bajo la Ley, o “justificado en la fe”. Pero esa justificación no se presenta ahora al
modo de la enunciación del comienzo (v. 1), ya que el prefijo sobre en sobreabundó
surge del desarrollo anterior como resultado de una duplicación.
El punto abordado en los versículos 20-21 no es otro que el ampliamente retomado
en la tradición ulterior como el exceso del amor (o caridad) sobre la Ley (hasta Lacan lo
retoma a su modo, refiriéndose al amor de transferencia: “solo cuando el sujeto viene
[…] a la posición de sujetarse al significante primordial, puede surgir la significación de
un amor sin límites, porque está fuera de los límites de la ley, solo allí puede vivir”).4
Hegel adopta ese tema desde sus primeros escritos, construyendo en torno a ese exceso,
como lo destaca el mismo Lacan en 1960, la primera versión de la mediación dialéctica
por la cual el amor supera las contradicciones de la Ley abstracta, desatando el nudo
entre la ley y el deseo. Barth no ignora esa temática tradicionalísima, pero la aborda
desde el proceso significante elaborado en el texto paulino en torno a las dos series
Adán/Cristo.
Todo su comentario gira en torno al efecto extraño producido por el contrapeso
textual que oscila entre igualdad y desigualdad. El lector, por ejemplo, lee los versículos
18-19 bajo la influencia de los 15-16-17, donde se establecía una asimetría entre Adán y
Cristo y donde la repetición del mucho más da como resultado que el perdón obtenido

4
Libro XI del Seminario, 24/6/1964.
154
por el don de la gracia de uno solo (Cristo) no tiene denominador común con la condena
acarreada por el pecado de uno solo (Adán). Sin embargo, algo de esa asimetría se
transmite y persiste en la simetría de los versículos 18-19, donde “la trasgresión de uno
solo atrajo la condenación a todos los hombres” (Adán) y “la justicia de uno solo ha
merecido a todos los hombres la justificación de la vida” (Cristo). La comparación
igualitaria se logra en ellos por el correlato textual entre “uno solo” y “muchos”. A la
vez, algo en esa comparación contradice sordamente la igualdad, esto es, la trasgresión
del vínculo causal introducida por el hecho “incomprensible”, como dice Barth, de que
la condena de la trasgresión de la primera serie (Adán) se convierta en la segunda serie
(Cristo), por una causa dejada en suspenso, enς (justificación). Barth trabaja
el efecto de compensación recíproca, nunca resuelto, obtenido por los constantes
desmentidos entre el significado y la ordenación significante de las frases. Así, el modo
singular en que se afirma de manera repetitiva una desigualdad, sin que se dé razón de
ello –excepto con un enigmático mucho más– se ve imprevistamente reforzado après-
coup por la correspondencia puntual de los versículos 18-19. Esa correspondencia, sin
embargo, insiste Barth, no debe tomarse al pie de la letra, llamando la atención con
particular intensidad (en uno de los desarrollos más importantes), en que si
consideramos los dos términos de la comparación de una forma aislada, ésta adquiere un
carácter “abstracto” que haría de Adán y Cristo dos entidades separadas una de la otra.
Barth nos confirma en lo dicho recién, es decir, cuando leemos la igualdad de las dos
series estamos ya impregnados por la desproporción que introduce el mucho más de los
párrafos anteriores.
Todo lo dicho se resume en esta pregunta: ¿Por qué, después de haber afirmado en
los versículos 15-16-17 una desproporción entre las dos series, los 18-19 la desmienten
comparando puntualmente a Adán con Cristo? ¿Y por qué el 20 restablece, sin
restablecerla realmente, la afirmación de los versículos 1-11 de una gracia expandida
entre todos? En una formulación menos ingenua, la pregunta sería: ¿Qué tipo de
relación lógica podría establecerse entre dos series que los vaivenes del texto muestran
que no son ni contrarias ni idénticas, ya que hacen emerger entre ellas un punto de no-
proporción?
Para responder a esa pregunta, Barth se sitúa exclusivamente en el plano del sentido.
Suscitado por la comparación imposible entre las dos series, Barth formula el problema
en la segunda edición de su texto, del siguiente modo: ¿Cuál opción adoptar, desde un
punto de vista “verdaderamente” dialéctico: separar las dos series, en cuyo caso se cae
en una abstracción? ¿O unirlas en función de una no-proporción (o proporción “divina”)
que, desde el punto de vista del sentido, plantea el temible interrogante de la injusticia
de Dios y su acción “oculta” en el horror de la Primera Guerra Mundial? Lo que induce
una desproporción dentro de la proporción resulta inseparable, no obstante, de lo que él
mismo llama “estructura” (y no sentido) de las dos series: “Estábamos ya en ese
entonces –escribe– sometidos a un orden [el orden del pecado], es cierto que ese orden
era enteramente opuesto al reino de Cristo en cuanto a su sentido pero era semejante a él
en cuanto a su estructura”. San Pablo, resume Barth, “supone y afirma la identidad de
ambas partes y se funda en esa premisa para hablar de su desigualdad”. El mucho más –
agrega– “une marcando una diferencia de grado”. Hace soportable una ambivalencia
que ninguna lógica basada en la no-contradicción podría tolerar. La incongruencia
lógica se debe a que la desigualdad de los dos “uno solo” de las series en los versículos
15-16-17 era desmentida luego por el paralelismo de los versículos 18 y 19, desmentido
que acarrea a su vez una incongruencia todavía mayor en tanto no hace más que reforzar
155
après-coup (en v. 20-21) la asimetría anterior. Diremos, por lo tanto, que Barth
remplaza el argumento lógico al nivel del significado (que afirmaría sin más la igualdad
o desigualdad de las series) por la literalidad de la sintaxis. Lo que le interesa es la
anomalía introducida por el anacoluto por eso y la repetición de mucho más, que da su
“rostro singular”, dice, a los versículos 15-17.
El significante mucho más produce, pues, como efecto al nivel del significado, que la
asimetría entre las dos series se afirme y al mismo tiempo se niegue. Aquí hay que darle
la palabra a Barth: “Pablo no previó en primer lugar la identidad de estructura de ambas
partes y después la desigualdad de su contenido, como lo hicimos nosotros para tener
una visión global. Al contrario, constata y declara que la relación ‘Cristo y nosotros’ es
totalmente diferente de la relación ‘Adán y nosotros’”. Así, mientras el exegeta
ordinario de la Escritura plantea primero la relación de identidad para intentar
comprender la desigualdad, san Pablo procede al revés, enunciando de entrada y con
énfasis subjetivo la desigualdad “para reconocer en ella, también après-coup, la
identidad”. Barth insiste en que no le preocupó a san Pablo fundar primero su
justificación en un argumento comparativo sino que el goce fue primero, de tal modo
que la comparación de igualdad se enuncia como inferida de una desigualdad inicial
incomprensible: “De esa desigualdad [san Pablo] dedujo de algún modo el paralelismo
entre el ς (solo, único) y el (muchos) en los versículos 18 y 19”.
Por qué no decir entonces que la desigualdad de la doble serie es introducida por la
enunciación, ya que no se presenta como una contradicción al nivel del significado.
Resonando en todos los niveles del texto, se vuelve triunfante en el versículo 20. Pero el
matiz peculiar de ese tono triunfal no podría colegirse a su vez si el texto no hubiera
pasado por los vaivenes previos que intentan una homogeneidad entre las dos series.
Barth se demora mucho tiempo en este punto. Es “sorprendente” –dice– que las
transgresiones u ofensas de muchos que, dentro de la serie de Adán, han acarreado
como consecuencia el castigo de los pecados y el pecado mismo como castigo, sean
luego perdonadas, como lo dice el versículo 16, por el don de la gracia. “¿Quién no
consideraría imposible esa sucesión?” se pregunta. ¿Qué camino puede llevar del
castigo de los pecados al juicio divino del perdón (ώ)”? El
perdón divino, enunciado según él en la segunda antítesis decisiva del versículo 16,
introduce un elemento “incomprensible” dentro de la explicación todavía
“comprensible” (los términos son suyos) según la cual “el pecado cometido por uno
solo” debería acarrear la condenación () y su consecuente castigo ().
El contenido del 16, que opone a ello, dice, “un proceso totalmente diferente”, se
presenta entonces como inseparable de la anomalía sintáctica por la cual la explicación
comprensible de los versículos18-19 viene a explicar a posteriori un desarrollo anterior,
incomprensible. Y para colmo para aclararlo.
Volvamos a nuestra pregunta, situada muy por debajo de las alturas teológicas: ¿Qué
características debe tener un enunciado que para decirse necesita negarse a sí mismo?
Negación ciega en la medida en que quien lo enuncia no sabe qué es lo que se niega, de
un modo similar al anacoluto por eso, que remite a una causa desconocida que no se
encuentra en el antecedente del relativo. Si el mucho más “supone y afirma la identidad
de las partes y se funda en esa premisa misma para hablar de su desigualdad”, como
dice K. Barth, no solo es imposible establecer una relación de identidad entre las series
sino que también se vuelve imposible vincularlas mediante una contradicción simple.
Hace falta, pues, un más que las una.
156
Barth sospecha que su problemática va más allá del orden del significado. Formula,
en efecto, una pregunta. “¿Por qué un más y no un menos?” Es cierto que el más, desde
el punto de vista moral, tiene un contenido cualitativo. Ciertas personas, por ejemplo,
transforman la desproporción entre las dos series en un menos (por la amargura, el odio,
el rencor, el orgullo, la “ofensa”, la trasgresión) y otras, las “justificadas”, en un más
(por el amor, la alegría, la humildad, la generosidad). El más se justifica además
teológicamente, ya que dice algo como: Dudo que el estado de pecado pueda engendrar
por sí mismo un más que le permita superarse, pasando al estado de gracia. Los análisis
anteriores habían mostrado, sin embargo, que la cuestión del más y del menos contenía
un cariz que no es solo teológico-moral sino puramente “estructural” (donde Cristo
encarnaría un punto cero como síntesis incomprensible entre el más y el menos). Es
imposible, pues, separar aquí dos cuestiones, o sea, si Barth se limita a decir que el más
en el sintagma mucho más (v. 15-16-17) es de tipo cualitativo y cuantitativo –lo cual
mantendría a ambas series en una relación de homogeneidad relativa– o si ese sintagma
marca un vacío que destruye toda diferencia relativa. Barth amalgama las dos
dimensiones de un modo tal que ambas conservan su necesidad. Es evidente, no
obstante, que su insistencia en la segunda reenvía a un sujeto que nace como un exceso
ajeno a toda comparación entre las series.
Para señalar que algunos lugares en la sintaxis, en la gramática y en la semántica de
una lengua hacen emerger un sujeto de la enunciación que no está representado en su
enunciado, Lacan había llamado la atención sobre el ne expletivo en expresiones
francesas del tipo Je crains qu’il ne vienne. ¿Por qué dudar, en el caso que nos ocupa,
de que la anticipación de lo incomprensible respecto de lo comprensible operada por los
versículos 1-12 sobre los 12-21 –y dentro de éstos últimos, por los versículos 16-17
sobre los versículos 18-19– (no) forme parte de ese tipo de fenómenos de enunciación?
Un exceso surge en el reconocimiento retrospectivo de lo inexplicable por lo explicable,
de la desigualdad por la igualdad, de la gracia por la ley, exceso que perturba la
continuidad entre el antes y el después, la causa y el efecto. Lo que ha surgido en lugar
del más bajo las anomalías de la sintaxis sería, pues, un sujeto que enuncia. ¡Cuál habrá
sido nuestra sorpresa al leer en el texto de Karl Barth que el lugar en que se instala san
Pablo respecto de esas dos verdades se sitúa a mitad de camino entre el pasado en que
“ha reinado la muerte” del versículo 14 y el presente-futuro en que [los justificados]
“reinarán en la vida” del versículo 1! San Pablo ocupa así, para Barth, un lugar en la
sintaxis del texto, la que “une” la dos series “marcando una diferencia”, es decir, un
lugar que no es otro que el del significante mucho más.
Deduciremos de esto, sin adoptar el lenguaje propio de Barth, que solo un
significante puede unir, en su materialidad y no al nivel del significado, dos términos (o
dos series) incompatibles en cuanto a su significado. Y que ese significante indica, en el
enunciado, la presencia fugitiva de un sujeto de la enunciación.
Otras incongruencias se agregan a la ya señalada, que Barth va a leer de un modo
similar. Por ejemplo, el hecho de que Adán sea la “figura del que había de venir”
(ςς), o sea, Cristo, que implica la contradicción de que el hombre
caído pueda contener la figura de su contrario, o sea, de su salvador. Otra incongruencia
es la que surge de ser “testigo de un acontecimiento futuro” (y no pasado). ¿Debemos
atribuir esta cronología invertida a una retórica inofensiva, o esa inversión remite, como
lo dice Barth en una página admirable, a un sentido que no es “ni siquiera religioso”,
surgido de la contradicción: ser testigo de lo que ya acaeció/ser testigo de lo que
acaecerá?
157
Llegamos aquí a un punto nodal, esto es, el momento en que Barth descifra esa
contradicción temporal del siguiente modo: bajo la ley del pecado, Adán se sabe
pecador, y por consiguiente, sabe ya que puede ser salvado. Si fuéramos nada más que
pecadores, sería imposible establecer una continuidad con la figura del salvador desde el
pasado hacia el futuro radiante de la justificación. Adán y Cristo, como dijo antes,
serían dos entidades abstractas y el estado adámico, un estado separado o “abstraído”
del estado de gracia. Barth barre de un plumazo ese prejuicio y sin decirlo, enuncia algo
así como: No lo sabía pero estaba ya salvado. Lo cual, una vez más, no solo no se
puede enunciar sino en la estructura del après-coup sino que además, requiere fabricar,
por retroacción –para lo cual sirve el anacoluto– un sujeto inexistente (o sea, el hombre
salvado) en el pasado del pecador.5 El efecto confuso provocado por la locución por eso
hacía oscilar al lector entre dos significaciones: Porque estamos salvados, fuimos
pecadores o Fuimos pecadores porque estamos salvados. Esa oscilación se vuelve
ahora articulable gracias a un no sabía, esto es: Fuimos pecadores pero no sabíamos
entonces que estábamos salvados.
Comprendemos ahora por qué el por eso no remitía a ninguna causa, ya que su
antecedente o “acólito” (para usar la terminología de Dumarsais) remitía a algo no
sabido en el estado anterior. El elemento que el anacoluto había omitido, que
reconstruimos con el ya que lo suple a posteriori desde el presente en el pasado, queda
siempre expuesto, sin embargo, a pasar desapercibido. Es decir, no todos escucharán:
No lo sabíamos pero estábamos ya salvados. Escucharlo o no, sentirse atraído o no por
el deseo de ser salvado, eso dependerá, de todos modos, del elemento elidido en la
construcción explícita.
No nos hemos demorado lo suficiente en la insistencia de Barth en cuanto al error de
separar los dos estados, la cual vuelve a poner en el tapete la cuestión del sentido y la
estructura: “Ya entonces, cuando éramos débiles pecadores –escribe– impíos y
enemigos, el camino por el que caminábamos juntos presentaba una asombrosa
semejanza, mejor dicho, era idéntico en cuanto a la estructura al camino por el que
andamos ahora [después del advenimiento de Cristo], aunque llevara a un rumbo
opuesto”. Se lo ve: solo se puede enunciar que el pecador y el hombre salvado son
idénticos, callando a nivel del enunciado, la desproporción entre las dos series. La
función del mucho más resuena aquí a nivel del psiquismo inconsciente. “Vivir fuera de
Cristo, como lo estábamos entonces [bajo la ley del pecado], era ya en cierto modo vivir
en él, de una manera oculta pero real”. La salvación dependería entonces de una
revelación après-coup de algo que estaba oculto en el sujeto. Permaneceríamos ajenos

5
A título puramente indicativo, señalamos que en este punto preciso se sitúa la continuidad mencionada
al principio entre uno de los primeros seminarios de Heidegger (dedicado a san Pablo) y los “ék-stasis”
temporales en Ser y Tiempo (véase § 50, “Estructura ontológica existenciaria de la muerte”). Sobre todo
en el § 65, titulado “La temporalidad como sentido ontológico del cuidado”, “cuidado” (sorge) significa –
dice Heidegger– “existir-adelantándose-a-sí-mismo-en (el mundo) como siendo después (ya que el ente se
reencuentra en el mundo) […] La unidad originaria de la estructura del cuidado reside en la
temporalidad”. La consideración común del pasado, presente y futuro como momentos de un fluido
continuo “nivelan”, dice Heidegger, su carácter fundamentalmente “ek-stático” en función del cual son
pensados como cortes: “La temporalidad es el ‘fuera-de-sí’ originario…” (Ibíd.). El tiempo escatológico
de la epístola paulina no sería, en esta perspectiva, un momento de espera de algo que vendrá (objeto
representado por un sujeto de una verdad revelada que todavía no llegó) sino la efectuación
“existenciaria” de la estructura de la temporalidad regida por la angustia y carente, por ende, de objeto
pensable. Es así como Heidegger responde a la pregunta de Barth: ¿De qué nos habla la Epístola a los
Romanos?
158
al problema, insiste Barth, si pensáramos que la verdad de Cristo o la de Adán eran
unilaterales en cada serie. Adquiere aquí su sentido el “orden invertido del testimonio”.
Adán no tiene una significación de arquetipo primero, dice Barth, su imperfección es
revelada por un segundo arquetipo “que había de venir”. Y además, confirmando en el
orden del sentido la estructura del après-coup: “El orden de la primera de esas historias
es solamente un reflejo del orden que es en verdad el de la segunda”. Reforzando el ya
de nuestra fórmula No sabíamos entonces que estábamos ya salvados, Barth escribe:
“Es en esta oscuridad donde la reconciliación se produjo, allí advino el perdón divino y
fuimos justificados”. El pecador vuelve hacia el estado anterior a la falta sin dejar de
estar marcado por ella, más aún, porque está marcado por ella. Precisamente, si sigue
afectado por el pecado, el retorno al estado anterior al pecado solo puede producirse a
costa de repetirlo. Esa repetición no lo elimina sino que al revés, es necesaria para
enunciar, entre cada repetición, un estado de gracia: “Si Cristo murió por nosotros
cuando éramos pecadores, tanto más seremos salvados por él de la cólera” (v. 9).
A nuestra pregunta anterior: ¿Qué tipo de relación lógica vincula dos series o dos
estados contrarios pero entrelazados ineluctablemente entre sí? Barth responde en el
doble nivel del sentido y del significante. No solo dice que ese callejón sin salida lógico
se resuelve por un significante (tanto más) que une y separa las dos series, sino que
desarrolla el sentido de esa conjunción, sentido que se verifica en el hecho de que Cristo
reúne en él el estado de extremo rebajamiento (como hombre) y a la vez de extrema
elevación (como Dios). Esa paradoja, en la que Barth retoma los análisis de
Kierkegaard, indica que no es suprimiendo uno de los términos a favor del otro como se
la resuelve.6 El hilo conductor que mueve estos desarrollos de Barth se puede resumir
así: para concebir la idea de salvación, no se trata de suprimir el estado de pecado sino
de conservarlo, así como no se trata en absoluto de suprimir a Adán, porque suprimirlo
implicaría suprimir a Cristo. Barth insiste sin cesar en este punto: “Pablo no dice que la
relación entre Adán y nosotros sea la expresión de nuestro ser verdadero y originario –
como si la verdad antropológica fundamental se encontrara en Adán y la relación entre
Cristo y nosotros se nos apareciera solo a posteriori, como un agregado adaptado a esa
verdad”.
Barth evoca aquí la dificultad de cómo evitar una relación en círculo, o recíproca,
entre las dos series (pecado y gracia, Adán y Cristo), lo cual redundaría en que ambos
dejarían de ser datos “inconmensurables” (la expresión es de Barth) entre sí. O bien
¿cómo impedir que “la historia invisible en Dios se pueda confundir con la serie visible
de los estados de hecho, psicológicos e históricos, en los cuales [aquélla] se manifiesta
en la vida del hombre?”.7 Si esa confusión se produce, si desaparece entre ambos
términos una relación antinómica –no como oposición simple o “abstracta” sino como

6
Barth invoca a Kierkegaard en el prefacio a la segunda edición: “Atrajo mi atención el hecho de que
para comprender el Nuevo Testamento, me haya sido necesario extraer elementos de Kierkegaard y
Dostoïevski”. De hecho, cita constantemente al primero para reforzar sus tesis, mientras que recusa al
segundo cuando debe dirimirse (en el capítulo VI, “La Gracia”) la cuestión de si, al final del proceso, uno
de los dos términos debe excluir al otro. El hecho es que en Dostoïevski, la gracia no suprime el mal ¿No
ocurre lo mismo en Kierkegaard? La comparación entre ambos evidencia, pese a todo, que la “verdadera”
dialéctica es para Barth la que se resuelve con la fe: “Todo depende de nuestra aptitud para demostrar que
esa victoria, ese viraje sin posibilidad de contragolpe, ese giro puro y simple, constituyen una necesidad”
(Ibíd.).
7
En el contexto del comentario de I.1 del capítulo VI de la Epístola a los Romano “¿Qué diremos
entonces? ¿Permaneceremos en el pecado para que la gracia aumente? ¡Imposible!”
159
resultado de la “verdadera” dialéctica– viviremos en un “mundo sin paradoja y sin
eternidad”, un “mundo sin drama” donde el “saber no tendría un no-saber como
trasfondo”. O sea, un mundo de donde ha desaparecido la inconmensurabilidad entre las
dos series.
Vimos que el anacoluto designa en el texto la inconmensurabilidad mediante una
omisión sintáctica. A partir de esa omisión se infería que la relación con Cristo –como
le hace decir Barth a san Pablo– existía ya, aunque no lo supiéramos, en el estado
adámico. La distancia infinita entre el “Dios-otro” y la humanidad se da, en realidad, en
ese no-saber (y es sugerida en la figura del apóstol “puesto aparte” de los otros hombres
por un Tercero inconmensurable con éstos8). Al descubrir la relación con Cristo, se
produce el más, o sea, el goce que invade los versículos 1-11 del capítulo V. En lugar de
dos series comparables y proporcionadas, el goce de la desigualdad. En lugar de la
observancia de la ley antigua, un más (que san Pablo llama amor) que deshace el nudo
entre pecado y ley. Todo el enigma reside en que no habría goce si ese nudo se desatara
y si el pecador no estuviera alienado en la “cadena” del pecado.
La dialéctica desarrollada por Karl Barth muestra, pues, que el elemento elidido por
el anacoluto del versículo 12 es la salvación oculta en el estado de pecado: “Vivir fuera
de Cristo, como vivíamos entonces, era ya en cierto sentido vivir en él, de una manera
oculta pero real”. El vacío dejado por el anacoluto, en el nivel significante, señala una
relación causa/efecto nunca comprobada. El sentido con que Barth llena ese vacío
depende de la disposición con que el sujeto pueda dejarse llevar (o no), en el momento
de oscilación confusa del anacoluto, al estado descrito en versículos 1-11.
La incongruencia del por eso en el versículo 12, supliendo a la elisión de un
elemento en realidad irrecuperable, es la que permitió el paso desde el estado adámico
hasta la justificación por la fe. Pero también se percibe que en virtud de esa elisión, la
justificación por la fe no suprime (Aufheben) lo negado, o sea, el estado de pecado. La
alegría del pecador que se declara “muerto al pecado” y dice Estoy salvado, no suprime
el elemento negado anterior (o sea, pequé). Decir: Estoy salvado no equivaldrá nunca,
por consiguiente, a decir: No soy pecador. Es ésta una de las dimensiones centrales del
comentario de Barth: para no confundir los dos enunciados (No soy pecador/Estoy
salvado), para mantener entre ambos una tensión, se necesita una comunicación
“indirecta” que no los nivele, la cual es la condición para que no se achate el abismo que
separa las dos series (para reforzar el carácter indirecto del vínculo que une/desune las
dos series, Barth se apoya en la frase de Lutero: “el bautismo mata la muerte”: una cosa
es afirmar, sin más, que el bautismo produce la vida, otra es decir que el bautismo niega
dos veces la muerte).
Nos importa menos la disociación entre los dos yo (el viejo y el nuevo), en la
configuración religioso-cultural del protestantismo profesado por Barth (“nuestro
hombre viejo se crucificó con Cristo”), que la producida entre dos términos
absolutamente disímiles: vida y muerte. El hombre nuevo se presenta como corolario de
una división operada por un significante de muerte (Cristo). Solo esa división en dos
hombres –uno, vivo, que muere, y Otro “como una x que renace en su lugar”–
condiciona, en Barth, la redención.

8
“Pablo, servidor de Jesucristo, llamado a ser apóstol y tomado aparte para anunciar el evangelio de
Dios” (Rom, I.1). Barth aplica en este punto la idea kierkegaardiana de la comunicación indirecta del
“aislado” con un Dios absolutamente Otro.
160
Sin embargo, no hay tres significantes sino solo dos (Adán y Cristo). La lógica de
Barth exige imperiosamente el paralelismo de la doble serie, adánica y crística, y si ese
paralelismo se neutraliza por la emergencia de un tercer elemento, éste llevará el
nombre de una de las series, aunque en un nivel Otro. Es fundamental que persistan los
términos contrarios, o que la emergencia del hombre nuevo entre esos dos términos no
suprima su término opuesto, ya que esa emergencia no equivale a un tercero añadido o
sumado. El hombre nuevo no responde a ninguna realidad efectiva sino más bien a un
“invisible” (metáfora muy frecuente en el texto de Barth). No se trata, entonces, de que
la serie crística deba negar la serie adánica como si fuera relativa a ella, sino de una
“negación verdadera” (la resurrección).
¿Cuál puede ser la índole de un sujeto salvado, destinado a anonadarse entre dos
términos que de todos modos subsisten como antinómicos? Para poder pensar qué es lo
que queda de la dialéctica de los contrarios, haría falta aquí la noción de un resto. Ese
resto no implicaría solo la idea de un residuo inerte sino la de una insólita vivacidad.
Todos los elementos que preparan esa noción se encuentran en otro pasaje del mismo
capítulo sobre la gracia, donde se explica que las dos series no pueden convertirse
indistintamente una en otra, más aún: “Esa imposibilidad [de conciliación] es el poder
de la resurrección”. El hombre nuevo no surge, por lo tanto, de una conciliación entre
opuestos sino de la imposibilidad misma de conciliar. Mientras que conciliación y
comparación, semejanza y diferencia relativas, son lo propio del pensamiento humano,
el resucitado debe comprenderse en el contexto de un orden Otro (el de la gracia), no
deducido, como en Hegel, de la dialéctica pensada por el propio filósofo, sino de un
tropiezo en ella imposible de incluirse en el saber de sí mismo del Espíritu. Barth llama
a ese tropiezo, una ruptura en la continuidad: “La gracia es la realidad efectiva que no
puede captarse en ninguna continuidad, cualquiera sea, excepto la voluntad de Dios, de
Dios sólo, la realidad efectiva del perdón”. La gracia propina de ese modo al hombre
que se creía vivo en el pecado, un “ataque mortal”. Matándolo, lo hace vivir. El hombre
salvado, vivo porque un orden Otro le da muerte, sigue siendo un ser dividido entre la
vida y la muerte.
Si el hombre nuevo surge por la intromisión de una x exterior y ajena al hombre viejo
pero al mismo tiempo interna a él, ponerlos a ambos –el viejo y el nuevo– en el mismo
nivel, significaría eludir la aparición de lo Otro en el proceso de la justificación. Al
afirmar la inconmensurabilidad entre el pecado y la gracia, se introduce una Otredad en
el paso del hombre viejo al nuevo. Lo cual hace comprender lo que solo en apariencia se
presenta como una contradicción en Barth, o sea, cómo entender que la negación de la
oposición chata del tercero excluido tenga que culminar, en virtud de la “verdadera”
dialéctica, en la abolición de uno de los términos. En efecto, Barth afirma por un lado
que la justificación por la fe no niega ni suprime (Aufheben) lo negado (Cristo no
suprime Adán), y dice por otro lado que la “verdadera” dialéctica debe eliminar uno de
los términos al final del proceso, haciendo que la serie Cristo triunfe sobre la serie
Adán. Afirma dos cosas contrarias, en una frase que podría reconstruirse, casi como un
chiste, del modo siguiente: Cristo no suprime a Adán pero lo suprime (donde la doble
negación: no + pero produce un efecto semántico de anulación que no deja de parecerse
al del anacoluto inicial).
La incursión de Barth por el capítulo VI de la Epístola nos hacía ver, en efecto, que
el triunfo final de la gracia sobre el pecado, inherente a la estructura de los dos yo, se
debía a que la x “desde la cual” es mirado el hombre viejo, está en él y al mismo tiempo,
es lo Otro en él, otro yo como dimensión a la que se abre necesariamente su entera
161
“identidad”. Como si la intromisión de lo Otro redundara en una incoherencia sintáctica.
No otra cosa era lo señalado por el anacoluto que hemos comentado, que deformo:
“Estoy salvado (ahora) porque (antes) fui pecador”. La ruptura sintáctica introduce una
colisión entre el ahora y el antes, cuya no-resolución no deja de exigir a su vez un
significante que la nombre, significante que redobla una de las dos series.
La necesidad que Barth presenta como ineluctable, en virtud de la cual la serie divina
no puede sino predominar sobre la humana (desmintiendo así toda circularidad
indiferente de las series) se demostraría en el plano textual, casi diría por razones
sintácticas, por la negación de la negación. El sujeto resucitado se obtiene
transformando un Sí originario oculto, en una doble negación: La gracia –dice Barth
citando a Lutero– “es la muerte de la muerte, el pecado del pecado, el veneno del
veneno, la esclavitud de la esclavitud”. El “Sí” divino estaría oculto en el doble “No”
humano. ¿Pero qué existencia tiene lo negado de lo negado? En otras palabras, ¿qué
existencia caracteriza al sujeto resucitado? Los desarrollos de Barth lo sugieren como
una invisibilidad resultante de una conciliación imposible, la cual, no obstante, no puede
negarse. No tengo la intención de convertir a Lacan en un teólogo. Pero ¿no están dadas
aquí las condiciones teóricas para postular al sujeto como resto de una dialéctica
imposible, resto que la hace, justamente, verdadera, como dice Barth?
Estamos ahora tal vez en condiciones de responder al interrogante anterior: ¿Cómo y
por qué es la serie crística la que debe abolir a la adánica? Diremos que la serie que
debería abolir a la otra es aquella a partir de la cual se puede afirmar la no-proporción
con la otra. Se nos objetará que esta respuesta no resuelve la dificultad de la pregunta: si
la serie que debe ser abolida es la adánica, y si la salvación solo puede avizorarse desde
lo adánico, la serie a partir de la cual se afirma la no-proporción es también la adánica…
Esta dificultad –somos conscientes de ello– solo se puede sortear diciendo que la
dialéctica que Barth califica de verdadera resulta inseparable de un acto de fe: “Todo
depende de nuestra aptitud para demostrar que esa victoria, ese viraje sin posibilidad de
contragolpe, ese giro puro y simple, constituyen una necesidad” (prólogo a la segunda
edición).
En el texto de Barth, el más de la Epístola a los Romanos sería el lugar sintáctico de
la irrupción de la división. Es a la vez una experiencia de goce y un significante (el
mucho más o tanto más del texto paulino), que logrará lo que la lógica de la diferencia
chata no puede lograr, esto es, destacar, sin conciliarla, la imposible resolución de la
contradicción Adán/Cristo. Lo prueba la glosa del versículo 20: “Es verdad que
sobrevino la Ley y con ella el pecado. Pero donde más abundó el pecado, ha
sobreabundado la gracia”. Barth lo comenta con una fórmula decisiva: “La ley debía
intervenir para que el pecado abunde, para que la herida quede abierta, de lo contrario,
no se podría haber curado”. Cuanto mayor es la falta, más la ley se trasciende a sí
misma hacia lo que no es, o sea, hacia el perdón. La salvación se redobla
inexplicablemente en intensidad por la transgresión misma.
El anacoluto por eso condensa así los efectos paradójicos de las otras figuras en el
plano del significado (por ejemplo, el perdón como un imposible). Así como en la
comparación la identidad no es primera sino que se define por la experiencia de una
desigualdad inicial, así también el anacoluto da sentido a los versículos 1-10 a partir de
los ulteriores (12-21). Todo el párrafo V de la Epístola está dominado por la estructura
del anacoluto. Nos situamos así en la perspectiva contraria al enfoque del muy clásico
Dumarsais, que consideraba el anacoluto como una falla o irregularidad en la
“construcción”, posición afín a la de Erasmo, citado en Des tropes, para quien el
162
anacoluto era más un “vicio” o un efecto de la ignorancia, que una verdadera figura
retórica.9
¿Se dirá que el más de san Pablo obedece a síntomas de orden personal? ¿Que no
debe atribuirse ningún valor general a esa construcción? Aunque más no sea por sugerir
la extraña confluencia con el retorno del sujeto “[allí] donde estaba”, Barth nos invita a
rechazar esa objeción. Su conclusión expone el carácter “no religioso” de su lógica,
determinado por una teología de la crisis: “Independientemente de toda religiosidad, el
texto paulino dice algo –de un modo oculto pero absolutamente cierto– sobre la verdad
humana general. Por eso, a la inversa, la realidad humana solamente puede
comprenderse a partir de la realidad cristiana […]. La enseñanza de Romanos 12-21 es
que el hombre que resistió a Dios y que está bajo el imperio de la muerte, deja ya
aparecer otro orden”.
¿De qué habla la epístola de san Pablo que pueda ser recogido por el psicoanálisis?
Del movimiento retroactivo por el cual, entre dos significantes, un sujeto sale a luz y se
nombra. Estamos salvados, dicen los versículos 1-5. ¿O ya lo estábamos? –pregunta el
pecador arrepentido. El proceso narra lo que se llama una conversión. Situado a mitad
de camino, como dice Barth, entre el pasado en que ‘ha reinado la muerte’ y el presente-
futuro en que los que aceptan la gracia “reinarán en la vida”, Saulo convertido en Pablo
se hace un lugar entre ambos a costa de volverlos incomparables, deshaciendo la
relación puntual de contrariedad entre pecado y virtud (“Lo contrario del pecado no es
la virtud sino la fe”). Gracias al más, hace retroceder el presente (la justificación) hacia
el antes (Saulo pecador) haciendo luego como si el antes estuviera dominado por
anticipado por el después. Desde el psicoanálisis, esa operación da consistencia a la
aparición fugitiva en el inconsciente de un yo de la enunciación.
Desde afuera del goce que lo hace posible, es muy difícil decir algo sobre lo que le
sucedió a san Pablo en el camino de Damasco. Solo la primera persona del singular
puede allí tomar la palabra. La dificultad se debe a la imposibilidad de conjugar,
cronológicamente hablando, un antes no sabido y un después en que se convirtió el
antes gracias al après-coup (de lo cual surge la incongruencia de poner una relación
causal –por eso– allí donde hay un antecedente vacío). Esta dificultad no difiere de la
que afecta al “colapso” que detecta Lacan entre el enunciado y la enunciación en su
comentario del Yo miento de Epiménides,10 en que el sujeto de la enunciación “se
retira”. En el texto que nos ocupa, todo lo que podemos decir es que eso que se retira
anula la posibilidad de comparar los contrarios, denunciando un corte entre el yo del
convertido y el pecador de antaño. Lo único que sabemos es que, cuando intentamos
nombrar lo que se retiró, lo nombramos con el significante que corresponde a una de
las series. No otra cosa revela el análisis de Barth. Entre los dos términos de la serie –
pecado/gracia, ley/amor– el convertido debe nombrarse él mismo con uno de esos dos
significantes, ya que el goce que queda en el medio, el más, resulta inasible en el plano
del significante.
El argumento de Barth se sostiene lógicamente cuando explica que “la figura de
Adán no puede sino anunciar la de Cristo [...] el único método legítimo es interrogar la
9
Demetrio Estébanez Calderón, en cambio, autor del Diccionario de términos literarios (Madrid, Alianza
Editorial, 1997), se inclina a inscribir el anacoluto en la enunciación, ya que lo asocia con el lenguaje
coloquial o con un estilo de escritores “más atentos a los cambios de pensamiento que a la corrección
gramatical, como ocurre con Santa Teresa de Ávila, o que pretenden recrear un tipo de lenguaje adecuado
a un personaje exaltado o perturbado”.
10
Remito a Lacan, Libro IX del Seminario, 13/12/1961.
163
imagen de Adán por referencia a la de Cristo y nunca al revés”. ¿Por qué nunca al
revés? Barth responde: la vuelta al pasado desde el futuro es inevitable porque Cristo
estaba ya entre nosotros. Desde el eco que despierta este trámite teológico dentro del
sujeto del psicoanálisis, diremos que si el “único método legítimo”, para Barth, es
interrogar a Adán desde Cristo y no al revés, es porque la serie Cristo y no la otra, es la
que abre en Adán el vacío del significante.

***

“¿Cómo el significante causa el sentido?”, se pregunta Lacan en RSI.11 El sentido no


se reduce en absoluto, como el significado, a ser un “efecto” del significante. La
pregunta compromete con toda su fuerza la muy significativa oscilación que se prolonga
dos años más tarde entre “el significante del Otro tachado” y “el sentido como Otro-de-
lo-real”.12 La problemática que preocupa a Lacan en el seminario de 1976-1977, es el
hecho de que, aunque lo Real excluya el sentido, no por ello el sentido deja de “nombrar
algo”, incluso intenta nombrar lo Real mismo. Por más que “el sentido tapone” [el
agujero de lo real], eso no anula, decía ya en 1975, que “lo propio del sentido es que
nombra algo […] El efecto del nombre sobre lo real, agrega que se lo nombra”.13
De acuerdo con esto, la búsqueda de Karl Barth cuando preguntaba “¿Hay un más o
un menos entre las dos series?” apunta al sentido, es decir, interroga sobre cuál de las
dos series es superior, religiosa y moralmente, a la otra. Si se prescindiera del sentido, el
más y el menos serían indiferentes, desaparecería la angustia por la discontinuidad entre
la serie humana y la Otra. En una palabra, hace falta una búsqueda del sentido para
“nombrar” el vacío que separa las dos series. La serie “Adán y nosotros” debe
subordinarse a la serie “Cristo y nosotros” justamente porque es ésta la que “nombra”
(para retomar el término de Lacan) lo elidido.
Cuando Lacan hace reflotar la dicotomía bíblica entre letra y espíritu, el objetivo no
consiste para nada en presentar esa oposición como irreductible: “Es cierto que la letra
mata, mientras que el espíritu vivifica. No disentimos con ello […] pero preguntamos
también cómo viviría la letra sin el espíritu”. La continuación del texto parece operar
una vuelta atrás: “Sin embargo, las pretensiones del espíritu seguirían siendo
irreductibles si la letra no hubiera dado prueba de que produce todos sus efectos de
verdad en el hombre sin que el espíritu tenga que intervenir ahí para nada”.14 Se refiere,
como se sabe, a la acción del significante en el lapsus, el acto fallido o el paso al acto. Y
aunque la letra designe aquí la materialidad ciega del significante, que produce “todos”
sus efectos en el hombre sin que éste se dé por enterado, no se puede decir que no se
entera de ello ni siquiera après-coup. Un pasaje de Posición del inconsciente añade un
matiz diferente: “El significante como tal, dividiendo al sujeto con una barra de primera
intención, hizo entrar en él el sentido de la muerte. (La letra mata, pero de eso nos
enteramos por la letra). Por eso, toda pulsión es virtualmente pulsión de muerte“.15 Hay
que entender –creo– que la letra, portadora de muerte, se imbrica de tal modo en la vida
del deseo que todos los efectos que produce en el hombre, se producen por ella, o sea,

11
Libro XXII del Seminario, 11/3/75.
12
Libro XXIV del Seminario, 8/3/1977.
13
Libro XXII del Seminario, 11/3/75.
14
L’instance de la lettre dans l’inconscient, en Écrits I, Paris, Points, Seuil, p. 267.
15
Position de l’inconscient, Ibíd., T. II, p. 215.
164
que sin ella no habría deseo. La dicotomía entre letra y espíritu en La instancia de la
letra, por consiguiente, no designa en absoluto un determinismo causal de tipo material
y ciegamente mecánico, ya que la muerte simbólica como límite de la vida produce un
sujeto “vivo” o deseante. Inferimos que de un modo análogo a la doble serie tratada por
Karl Barth, letra y espíritu no son oponibles en una serie paralela.
En este aspecto, decimos que no hay causa determinista en el sentido dictado por un
materialismo simple que diría: la letra causa al espíritu como su efecto, en una exacta
reversión de la causación de la letra por el espíritu. El concepto lacaniano de
retroacción desplaza de un modo fundamental la reversión o circularidad en la relación
letra/espíritu. Lo que sabemos por la letra, o sea, por el significante, lo sabemos
volviendo a un lugar que no existe en ninguna parte, porque es el vacío mismo del
significante (lugar que se puede recubrir, por supuesto, con otros significantes: Ser,
Nada, Dios, etc.). Así, focalizar la lectura del comentario de Barth en el anacoluto, no
significa enfocarlo en una dimensión puramente retórica. Que el anacoluto, como una de
las formas de la elipsis o del hipérbaton, sea un mecanismo propio de la lengua en
cualquier discurso y contexto, unas veces producto del descuido coloquial o de la
ignorancia de los usos lingüísticos correctos, otras veces resultado, como se ha sugerido
en este caso particular, de la presencia del yiddish en el griego;16 ya sea que dé prueba,
por el contrario, de un manejo deliberadamente sofisticado del lenguaje, lo importante
es destacar que en el párrafo V de la Epístola a los Romanos, se juega en él la relación
de la vida con la muerte, o sea, con lo imposible de pensar. Solo así tiene sentido
vincularlo con el significante que aliena al sujeto, tal como la propone Lacan: “Hay, si
se puede decir así, cuestión de vida o muerte entre el significante unario y el sujeto
como significante binario, causa de su desaparición”.17 Lejos de ser una mera noción
lingüística, el significante se vuelve allí función de la estructura mortal.
La función del anacoluto en el texto paulino remite, en el sentido que venimos
subrayando, a la doble relación del significante con la vida y la muerte. El significante
impide que el sujeto pueda vivirse en una plenitud de conocimiento, de vida y de goce,
y por otro lado, solo gracias a ese impedimento produce vida o deseo. A esta función
apuntan tal vez las reiteradas glosas de Lacan de la fórmula de Freud: Wo Es war, soll
Ich werden, donde el wo (donde) que introduce el primer segmento de frase no es
retomado en el segundo por ningún allí. La traducción de Lacan: Là où c’était, je dois
advenir, reconstruye el antecedente faltante de wo (où), haciéndolo preceder por el
adverbio là. Sin embargo, al no agregar là en el segundo segmento ([là] je dois advenir,
y como dejando un vacío entre los dos là, Lacan no destruye del todo el efecto del
anacoluto. Al intentar esclarecer, traduciéndola, la frase de Freud, hace que el c’
funcione como un anafórico oscuro del je. Esclarece así el valor teórico de la elisión
(que no es sinónimo de desaparición) haciéndole recobrar toda su eficacia.
Se aclararía así otra de las facetas del concepto de significante, por la cual se vuelve
inútil recusar términos teológicos como “resurrección” o “justificación”. Recusarlos es
siempre posible en el nivel del significado, pero no en el nivel del significante. Lo
pensamos así porque se presentan como la resultante –tal como lo evidencia la glosa de
Barth– de la imposibilidad de conciliar contradicciones en el plano del significado. “Esa
imposibilidad [de la conciliación de las series] es la resurrección”, escribe Barth. Para
qué y por qué se recusarían esos términos, si el núcleo real del significante, su vacío, no

16
Me refiero a Giorgio Agamben, Le temps qui reste, Paris, Payot, Rivages, Poche, p. 15 y ss.
17
Libro XI del Seminario, 3/6/64.
165
se puede negar (en el sentido de Aufhebung). Es en el plano del significante puro que el
après-coup de la epístola paulina refuerza la igualdad de la desigualdad; el más no
introduce nada en el lugar de la relación identidad/diferencia en el plano del significado,
así como el anacoluto por eso, para dar respuesta a la pregunta por la causa, llena un
vacío solo de un modo ficticio. Esas figuras interponen una materialidad literal (la del
significante). Pero al mismo tiempo, la interposición de la materialidad literal no
podría producirse si el sujeto no buscara un sentido ahí donde no hay resolución por el
significado. El sentido se afirma, paradójicamente, adoptando uno de los términos de la
serie, o sea, nombrando lo que creemos haber encontrado a costa de desaparecer como
exceso (resurrección, en el lenguaje paulino) entre la vida y la muerte.
Así, la búsqueda del sentido en Karl Barth, entreverada con la articulación
significante, no solo encaja perfectamente con la afirmación de Lacan de que “todo
sentido es religioso” sino que la invierte dándole su verdadera significación, o sea,
diciendo: Todo sentido que busque dar un nombre a lo Real no es religioso sino
“humano”. Lo que nos llevó a establecer una homología entre ella y el inconsciente, fue
el carácter necesario, destacado por Barth, de la vuelta a ese lugar que diluye la
contradicción “abstracta” y desde donde san Pablo da testimonio, situándose él mismo
en ese más, de que la lógica de la no-contradicción no basta, si quiere renacer.

San Pablo. Epístola a los Romanos - Capítulo V


(1) “Justificados, pues, por la fe, tenemos la paz con Dios y nuestro Señor Jesucristo
(2) a quien debemos el tener acceso a esa gracia, que reconocemos en la fe, y nos glorificamos en la
esperanza de la gloria de Dios.
(3) Más aun, nos glorificamos incluso a causa de nuestras aflicciones, sabiendo que la aflicción produce
la perseverancia,
(4) la perseverancia la victoria en las pruebas, y esta victoria la esperanza.
(5) Ahora bien, la esperanza no engaña, porque el amor de Dios se ha expandido en nuestros corazones
por el Espíritu Santo que nos fue dado.
(6) Porque cuando estábamos aun sin fuerzas, Cristo, en el tiempo señalado, murió por los [des]impíos.
(7) Apenas se moría por un justo: alguien quizá moría por un hombre de bien.
(8) Pero Dios prueba su amor por nosotros.
(9) Con mayor razón aún, ahora que estamos justificados por su sangre, seremos salvados por él de la
cólera.
(10) Porque si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo,
tanto más, estando reconciliados, seremos salvados por su vida.
(11) Y no solo eso sino que nos glorificaremos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por quien obtuvimos
ahora la reconciliación.
(12) Por eso, así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, así
también la muerte se fue propagando en todos los hombres, por aquel en quien todos pecaron…
(13) porque hasta la ley el pecado estaba en el mundo. Ahora bien, el pecado no es imputado cuando no
hay ley.
(14) Sin embargo, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés incluso sobre todos aquellos que no habían
pecado por una trasgresión similar a la de Adán, el cual es la figura del que había de venir.
(15) Pero no ha sucedido con la gracia como con el pecado, porque si por el pecado de uno solo murieron
muchos, mucho más copiosamente se ha derramado sobre muchos la misericordia de Dios por la gracia de
un solo hombre que es Jesucristo.
(16) Ni pasa lo mismo en este don como lo que vemos en el pecado. Porque hemos sido condenados en el
juicio por un solo pecado y somos justificados por la gracia después de muchos pecados.

166
(17) Con que si por el pecado de uno solo ha reinado la muerte, mucho más los que reciben la abundancia
de la gracia y los dones de la justicia, reinarán en la vida por solo Jesucristo.
(18) Así, pues, como la falta de uno solo atrajo la condenación de todos los hombres, así también la
justicia de uno solo ha merecido a todos los hombres la justificación de la vida.
(19) Pues a la manera que por la desobediencia de un solo hombre fueron muchos constituidos pecadores,
así también por la obediencia de uno solo serán muchos constituidos en justos.
(20) En verdad, sobrevino la Ley y con ella se aumentó el pecado. Pero allí donde el pecado más abundó,
sobreabundó también la gracia…
(21) Para que, así como el pecado reinó por la muerte, así también la gracia reinara por la justicia por la
vida eterna, por Jesucristo nuestro Señor.”

167

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