Ludovico avanzó tres pasos y se lo confirmó: sí, tenía el dote angelical y siniestro de Rubens. La imagen le cayó como una sentencia condenatoria. Los músculos de su cara se trocaron en una mueca de dolor. Bajó de la acera y caminó hacia la plaza de la concordia, mientras miró la punta de sus zapatos brillar con aquella certeza que conocía y que parecía impulsar su caminar como si fuera otra persona. Conocer a un hombre con ese talento sobrenatural era sobrecogedor y siniestro. Porque lo conocía en esta etapa de su vida?Todavía estaba aturdido y juzgaba si aquella pintura era un sueño, ¿se podía pintar así en el siglo XX, quien podía hacerlo así, que clase de condiciones espirituales, perversas y técnicas se habían conspirado para dotar a un adminiculo de tan titánicas fuerzas? Sentía un recelo profundo por la humanidad de aquel artista desconocido, sus calculados gestos de amabilidad y delicadeza le alertaban de una fuerza contenida, pero, era evidente que la gente caía arrodillada ante sus encantamientos.