Contando que en la distancia, que es el tiempo, esta la muerte,
velas negras que son y no el error
bajo el que sucumben reyes, las golondrinas retornan para precipitarme en el recuerdo.
Una plaza en Colón, la tarde que se extingue
el rosado en el calor del cielo, y él explicando migraciones, consolándome, a destiempo, de lo que pasaría con su voz, acaso justificando su partida para que el asombro no dentenga mis días y siga buscando en el calendario de los pájaros otros otoños en que la maravilla del mundo pendule en mi tristeza desde las amarillas hojas de los álamos a la inquietante oscuridad de las alas.
La visión del contraste, que tuvo su forma desmedida
en el trigo y los cuervos, pareciera encontrar en las palabras de aquel hombre, mi padre, cuya memoria aún vela las formas de mi muerte, el amparo de los seres sutiles. 2
El negro de su cuerpo entraña latitudes.
Perdura en sus voces el quedo rumor de los quejidos con que las troyanas, alrededor del fuego, cubrieron con voces, anteriores a las palabras, el dolor por sus muertos.
La visión de los dedos de Plutón incrustados
en el muslo de piedra de Proserpina, esa comprención de Bernini que prefigura el preludio del espanto y fija en el mármol el tiempo para que el dolor no exista sino lo que pudo ser una caricia para siempre, me salva de la mañana de los pájaros, de su incesante prédica de luto en la barranca, de lo desconocido más allá del mundo y del tiempo. 3
Gorgeo en vuelo hacia la barranca,
la mirada que se nubla en los reverberos del sol apenas si deja intuirlas como a los sueños que se han ido empeñando en esquivar la vida.
Acaso, como ellas, esos sueños hayan prologado
el desencanto que mató a las sirenas en los miasmas del mar y los del tiempo por donde anduvo Ulises.
La desazón en la piel irrumpe con su partida.
Habrán sido ellas, las golondrinas,
primeras formas en la elucidación del tiempo antes aún que el rocío evanescente sobre los lotos hicieran incesante el recuerdo de la muerte.