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VICIO

(Reflexión escénica a partir de fragmentos de Confesiones de una Máscara de


Yukio Mishima)
De: Juan Cristóbal Castillo

Espacio vació. A foro, una pequeña silla. Mishima, hombre de mediana edad,
aparece cargando una maleta al hombro. Observa al público por un momento y,
ligeramente, les sonríe. Va hacia la silla, pone la maleta a un lado y se sienta.

MISHIMA: ¡Hola, soy Yukio Mishima! Soy escritor. (Pausa) Se dice de


nosotros, los trabajadores de la pluma, que somos artistas del recuerdo. Que
estamos dotados de una memoria prodigiosa y que en eso consiste esencialmente
toda nuestra labor. ¡En recordar! Sea como sea, yo estoy convencido de haber visto
algo con mis propios ojos el día en que nací. El borde del recipiente de mi primer
baño. Puedo describir con exactitud una superficie de madera pulida al punto de
tener brillo y suavidad sedosa. Al mismo tiempo, un rayo de luz incidiendo en el
borde de la pequeña bañera; así como las salpicaduras del agua saltando hacia lo
alto, como queriendo alcanzar aquel punto. (Pausa) Muchos refutaron esta verdad
tan particular y llena de magia diciendo que yo no había nacido en horas de luz, sino
a las nueve de la noche. Pero yo estoy convencido que ese borde y esa luz solar
estuvieron allí, en el primer momento en que llegué a este mundo. (Sonríe) Pero…
¡bueno! Aun así, creo que es difícil llamar a esto “un recuerdo” . ¡No, para nada! Lo
defino tan sólo como… una imagen. ¡Una intuición esperanzadora de la memoria,
hablando en términos poéticos! (Ríe abiertamente) En realidad, el recuerdo más
remoto, un hecho fuera de toda duda, del cual conservo imágenes de extraña
nitidez, se ubica a mis cuatro años. Me llevaban de la mano. ¡Eso sí, no sé si mi
madre, una de las criadas o una de mis tías! No recuerdo tampoco la estación del

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año, pero sí un sol que iluminaba las casas. Un sol débil. Y llevado de la mano, por
aquella mujer y subiendo la cuesta camino a casa, alguien bajaba hacia nosotros.
La mujer tiró de mi mano y esperamos quietos. (Pausa) Se trataba de un joven de
hermosas y coloradas mejillas, así como brillantes ojos con una sucia tela alrededor
de la cabeza para contener el sudor. Llevaba sobre el hombro un palo de madera
de la que colgaban dos cubetas llenas de excremento. ¡Era el hombre encargado
de llevarse los deshechos nocturnos! Me llamo la atención cómo hábilmente
armonizaba sus pasos con el balaceo de la madera, manteniéndola en equilibrio.
(Pausa) El examen al que sometí a ese joven fue insólitamente minucioso. Vestía
como un obrero y calzaba una especie de zapatos que dejaban al descubierto los
dedos, con suela de goma y la parte superior de una tela gruesa. Llevaba
pantalones azules de algodón… ¡muy ajustados! (Pausa) Es curioso, pero, a pesar
de que en aquel momento no me di cuenta, aquel muchacho representó para mí la
primera revelación de cierto poder. La primera llamada, dirigida a mí, por una voz
extraña y secreta. Algo que me decía que el deseo es un dolor punzante que, por
momentos, parece ahogarnos. ¡El arriero de la mierda nocturna! (Pausa) Podemos
decir que esto fue el preludio de lo que después llamaría “mi vicio”

Un silencio. Mishima se levanta y hace el gesto de encorvarse y simula


caminar llevando un palo sobre los hombros. Su expresión es de profunda
repugnancia y dolor. Pausa. Vuelve a su actitud normal. Ríe abiertamente y vuelve
a sentarse.

MISHIMA: ¡Yo quería volverme ese cargador de inmundicias ajenas! La


simpatía hacia el trabajo de ese hombre, estaba en el enorme deseo de
experimentar dolor. ¡Un dolor agudo! La necesidad de vivir la sensación de lo trágico
en el sentido más sensual de la palabra. (Pausa larga, con ensoñación) ¡Lo trágico!
¡Habitando en lo más profundo de nuestro ser! Y asociarlo, de forma extraña con
determinadas profesiones que no tienen nada que ver con lo trágico. (Pausa) Quería
ser, por ejemplo, el vendedor de boletos del metro.

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Mishima abre la maleta y saca una casaca de botones dorados y un gorro.
Se pone a repartir con tristeza y sumisión, pequeños boletos entre el público.

MISHIMA: ¡O ser el conductor de aquellos autobuses alegremente adornados


con flores para los días de festejos populares llamados hana-densha!

Mishima se sienta e imita la actitud de un conductor. Sonríe con alegría


disimulada a todos. Pausa, vuelve a su primera actitud, se dirige al público.

MISHIMA: Ambas profesiones me producían el efecto de un “vivir trágico”.


Algo que yo desconocía y al que no se me tenía permitido acceder. (Pausa) Pero
todo esto, sólo eran sombras proyectadas por los destellos de una pena dolorosa.
De una exclusión aún más desoladora. (Pausa) Pero antes de esto, me quiero referir
a otro recuerdo que se refiere a un libro de ilustraciones. Aprendí a leer a los cinco
años, por lo que este recuerdo debe referirse todavía antes de esa etapa.

Mishima va a la maleta y saca un libro grande de ilustraciones. Abre el libro y


muestra una ilustración al público.

MISHIMA: (Sonriendo) Un caballero en un blanco corcel con la espada en alto.


El caballo golpea el suelo con sus patas delanteras. La armadura del caballero tiene
un hermoso escudo de armas. El caballero, de bello rostro, mira a con celada puesta
y blande la temible espada. ¡Recorta el cielo azul! ¡Enfrenta a la muerte! (Voltea el
libro y analiza la ilustración) ¡O algo parecido! Es un objeto rebosante de maligno
poder. ¡Y estoy convencido que este caballero, este esplendoroso ser, morirá en la
página siguiente! Pero… ¿saben qué sucedió?

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Mishima deja el libro sobre la silla con dejo desilusionado.

MISHIMA: (Remedando una voz femenina) ¿Sabe el señorito la historia de


este cuadro? (Pausa) ¡No, no la sé! (Pausa, voz femenina) Parece un hombre, pero
es una mujer. Se llamaba Juana de Arco. La historia dice que sirvió a su patria yendo
a la guerra vestida de hombre. (Pausa) ¡¿Una mujer?! (Pausa) Me quede sin
palabras. Si aquel hermoso caballero era en realidad una mujer, ¿no quedaba todo
reducido a nada? Incluso ahora sigo sintiendo repugnancia a las mujeres vestidas
de hombres. Una repugnancia muy arraigada y que no puedo explicarme. La
realidad se vengaba de mí, de forma cruel. Mis fantasías referentes a la muerte de
ese caballero, ¡a la muerte de él!, se habían arruinado. (Pausa) Decidí no volver a
ver nunca más esa ilustración.

Silencio largo. Mishima va, se sienta en la silla y guarda el libro en su maleta.


Luego, se vuelve al público sonriendo.

MISHIMA: (Después de meditarlo un poco) Otro recuerdo, también preludio


de mi “vicio”, es el olor a sudor. Un olor que me obliga a replegarme en mi mismo.
Despierta mis deseos y me domina.

Mishima se levanta y cree escuchar algo en algún punto del escenario. Se


acerca a este, lentamente.

MISHIMA: (Con emoción contenida) ¡Percibo unos golpes ahogado! Es débil


pero amenazador. (Pausa. Sonríe lentamente, disfrutando el momento) Después de
un rato, se le une el sonido de una corneta. Un sonido sencillo y extrañamente

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lastimero. Ahora le siguen voces humanas, ¡cantos! (Emocionado) Le pido a la nana
que me lleve a la reja. Deseo hallarme allí, sostenido entre sus brazos. Es la tropa
de soldados que pasa delante de la casa. A los soldados siempre les gustan los
niños y siempre esperaba con impaciencia el momento en que regalaban cartuchos
vacíos. El pesado sonido de las botas militares, los sucios uniformes y los
mosquetones al hombro son un espectáculo suficiente para cualquier niño, pero lo
que a mí me fascinaba era el sudor. Aquel olor semejante a la brisa marina, como
el aire de la playa quemada por el sol hasta dejarla de oro.

Mishima regresa a la silla. Sonríe. De la maleta saca un estuche de cosmético


y comienza a maquillarse de Geisha.

MISHIMA: Poco a poco, ese olor despertó en mí el deseo de vivir la realidad


de los soldados. Su trágico destino. Sus viajes. Los nuevos países que visitaban.
Sus muertes. (Pausa) Creo que la infancia es un periodo en que el tiempo y el
espacio se mezclan. Todos los acontecimientos que nos rodean tienen el mismo
valor y naturaleza. De esta manera, no podía creer que el mundo fuera más
complicado que la estructura de un edificio de juguete. O la “sociedad” a la que un
día tendría que incorporarme, fuera más deslumbrante que un cuento de hadas.

Mishima se levanta y saca cuidadosamente un kimono, una faja de color rojo,


un crespón chino y un abanico de la maleta, lo acomoda en la silla. Comienza a
vestirse con delicadeza.

MISHIMA: Una noche, acostado en mi cama, vi una ciudad resplandeciente


que flotaba en la oscuridad que me rodeaba. Emanaba de ella un extraño silencio,
aunque rebosaba de esplendor y misterio. Podía ver con toda claridad una marca
impresa en el rostro de los ciudadanos. Un hálito místico. Además, en sus caras

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relucía una capa, producto de la fatiga, que hacía que rehuyeran la mirada. Como
esas máscaras de celebración que dejan polvillo plateado en los dedos si uno se
atreve a tocarlas; así, uno encontraría la pigmentación con que la ciudad los había
pintado.

Música. Mishima comienza a bailar una danza con abanico en mano.

MISHIMA: ¡Y llegó el momento en que la noche levantó un telón ante mis ojos,
revelando el escenario en que la señora Shokyokusai Tenkatsu llevaba a cabo sus
hazañas de arte mágico! (Suelta una carcajada) Indolente, paseaba por el escenario
su opulento cuerpo adornado con velos semejantes a la gran Ramera del
Apocalipsis. (Ríe aún más fuerte) En realidad, debo decir, que se maquillaba tanto
y vestía prendas tan aparatosas, que daba a su persona esa clase de vulgar
relumbrón que sólo tienen las mercancías de mal gusto. Sin embargo… todo estaba
en melancólica armonía con el altanero aire de importancia que se daba. Ese aire
característico de los magos y los aristócratas exiliados. Un aire sombrío que la
dotaba de encanto. Acorde a su porte de heroína.

Mishima vuelve a reír alegremente mientras se desplaza por espacio


danzando. Después de un momento, la música cesa. Mishima se detiene y regresa
a sentarse.

MISHIMA: De forma vaga, me di cuenta que el deseo de “convertirme en


Tenkatsu” y el de “ser boletero del metro” eran esencialmente diferentes. La
diferencia radicaba en que, en el primero, mis ansias carecían totalmente de
naturaleza trágica. En Tenkatsu no percibía aquella mezcla amarga de vergüenza y
deseo. (Pausa) Como se imaginarán, no me fue difícil hallar, entre los kimonos de

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mi madre, el más llamativo. El de colores más vivos. Escogí también una faja con
rosas escarlata pintada óleo y con un crespón chino me cubrí la cabeza.

Un silencio largo. Mishima, conmovido por el recuerdo, saca un pequeño


espejo de la maleta y se observa. Comienza a llorar.

MISHIMA: Se me enrojecieron de placer las mejillas cuando me puse ante el


espejo y vi que el improvisado tocado que me había puesto en la cabeza se parecía
al de los piratas de La isla del tesoro. (Ríe entre lágrimas. Pausa. Trans.) Pero mi
trabajo no había terminado.

Mishima se pone de pie.

MISHIMA: Lo que yo ansiaba, y esa ansia embargaba mi cuerpo entero, era


tener la apariencia propia del creador de misterios. Me puse un espejo de mano en
la faja.

Se coloca el espejo en la faja.

MISHIMA: Me empolve la cara.

Se coloca un poco de polvo en el rostro disfrutando de su cutis enmascarado


de maquillaje.

MISHIMA: Tomé una linterna adornada con una antigua pluma estilográfica.

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Saca la linterna de la maleta. La prende y apunta al frente.

MISHIMA: Adopté un aire solemne y fui corriendo a la sala de estar de mi


abuela.

Mishima da unos pasos al frente, apuntando con la linterna.

MISHIMA: (Con alegría desaforada) ¡Soy la Tenkatsu! ¡Soy la Tenkatsu!

Silencio. Mishima baja la linterna. Camina hacia la silla y se sienta. Comienza


a desvestirse.

MISHIMA: Allí estaba mi abuela, enferma, como siempre; mi madre, una visita
y la criada que cuidaba a la abuela. ¡Pero en un primer momento yo no vi a nadie!
Mi impulso obedecía a que, gracias al disfraz, eran muchos los que veían a
Tenkatsu. En pocas palabras, yo sólo me veía a mí mismo. (Pausa larga. Con
tristeza). Fue entonces que vi el rostro de mi madre. Estaba pálida, pero impasible.
Abstraída. Nuestras miradas se encontraron y bajo la vista. Comprendí lo que
sucedía. Las lágrimas le velaban la vista.

Silencio grande. Mishima termina de guardar la ropa en la maleta.

MISHIMA: Pero fue hasta que cumplí los once cuando sufrí la infantil angustia
de poseer un curioso juguete. Ese juguete aumentaba de volumen a la menor
oportunidad y parecía ser fuente de delicias. Pero en ningún lugar había
instrucciones de cómo utilizarlo y, cuando el juguete tomaba la iniciativa, yo

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quedaba desconcertado. (Pausa) Alguna vez, mi humillación e impaciencia
alcanzaron tal punto, que deseaba destruirlo. Pero nada podía hacer más que
rendirme al insubordinado instrumento, esperando acontecimientos pasivamente.
(Pausa) Poco después, se me metió en la cabeza escucharlo objetivamente. Así
descubrí que tenía aficiones claramente definidas. La naturaleza de sus gustos se
centraba en realidades tales, como los cuerpos desnudos de jóvenes que, en
verano, venían a la playa; o en los equipos de natación en Meiji; o en el moreno
muchacho con quien se había casado una prima mía; así como también en los
valerosos protagonistas de varios relatos de aventuras. (Pausa) El juguete también
levantaba la cabeza ante la muerte, los charcos de sangre y los cuerpos
musculosos. Sangrientas escenas de duelo; grabados de jóvenes samuráis
abriéndose el vientre; soldados heridos de bala con los dientes negros y la sangre
corriendo entre los dedos que oprimían el pecho cubierto de tela caqui; luchadores
de sumo con dura musculatura que aún no habían acumulado tanta grasa. (Pausa)
Ante estas imágenes, el juguete alzaba inquisitivamente la cabeza.

Mishima se levanta y camina unos pasos hacia el público.

MISHIMA: Tomé conciencia de lo que ocurría y comencé a buscar placer de


manera intencionada. Entraron en juego principios de selección y modificación. Si
la composición de un dibujo en una revista me parecía deficiente, lo copiaba con
lápices de colores modificándolo a mi gusto. La representación se convertía en un
artista de circo doblado de rodillas y con una bala en el pecho; u otro caído de la
cuerda floja que se partía el cráneo y agonizaba con media cara cubierta de sangre.
Estando en la escuela, sin escuchar la voz del profesor, me preocupaba que todas
aquellas creaciones fueran descubiertas. Pensaba entonces en destruir los dibujos,
pero mi juguete los amaba de tal manera, que me resultaba imposible hacerlo.

Silencio largo. Mishima se aleja y vuelve a sentarse en la silla.

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MISHIMA: En mi vida se habían producido varios cambios. Mi familia estaba
dividida. Mis abuelos y yo vivíamos en una casa, así como mis padres, hermana y
hermano vivían en otra. (Pausa) Mi padre había regresado del extranjero donde
visitó numerosos países europeos. Fue entonces que tomó la decisión de
reclamarme. Después de soportar la despedida de mi abuela, ¡un melodrama
moderno!, me fui a vivir con mis padres. Día y noche, mi abuela estaba con mi
fotografía oprimida contra su pecho y padecía frenéticos ataques si olvidaba visitarla
una vez a la semana. (Pausa) Podemos decir que, a la edad de doce años, tuve
una novia apasionada de sesenta. (Pausa) Un día, aprovechando un resfrío que me
impidió ir a la escuela, tomé unos volúmenes de reproducciones de obras de arte.
Mi padre las había traído de tierras extranjeras.

Mishima va a la maleta y saca un libro grueso.

MISHIMA: Los llevé a mi cuarto, donde los examiné detenidamente.

Mishima va al frente y coloca el libro en el piso.

MISHIMA: Fue la primera vez que vi esos libros. Mi padre, atemorizado de que
unas manos infantiles arruinaran los grabados y temiendo, ¡ahora me río de eso!,
que sintiera atracción por las mujeres desnudas, los escondió en el rincón más
profundo de la despensa.

Mishima se sienta en el piso frente al libro. Después de un momento lo abre


cuidadosamente, mostrando un grabado del martirio de San Sebastián por Guido
Reni. Mishima enfrenta al público y le sonríe.

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MISHIMA: El negro y levemente inclinado tronco del árbol destaca sobre el
fondo formado por un bosque melancólico. Un cielo sombrío y distante. El joven
de notable belleza está desnudo, ¡atado al tronco del árbol! (Pausa) Tiene las manos
cruzadas en alto por encima de la cabeza.

Lentamente, Mishima levanta las manos por encima de su cabeza y las cruza.
Se va incorporando poco a poco, como si una fuerza lo jalara desde las muñecas.

MISHIMA: Las cuerdas que ciñen las muñecas están, a su vez, atadas al
árbol. (Pausa) La desnudez del joven sólo la cubre una burda tela blanca,
débilmente atada a la altura de las ingles.

Mishima se relaja de la postura y suelta una carcajada.

MISHIMA: Desde entonces supuse que se trataba de la representación de un


mártir cristiano. Pero se trataba también de una obra renacentista, de donde se
desprendía un fuerte olor a cultura pagana. (Pausa) ¡Sí!

Mishima vuelve al suelo y toma le libro entre sus manos, mostrándoselo al


público.

MISHIMA: En esta pintura, producto de un estilo ecléctico, se muestra el


cuerpo de un joven donde no se ven los rastros de una vida dura o la decrepitud
típica de los santos. (Pausa) ¡No! En este cuerpo, solo hay juventud, luz, belleza
y… ¡placer! (Con ensoñación) Su blanca e incomparable desnudez resplandece
sobre el fondo crepuscular. Sus brazos musculosos, brazos de guardia pretoriano
acostumbrados a tensar el arco y a blandir la espada, están alzados en ligero

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ángulo. Tiene la cabeza levemente alzada. Los ojos contemplan con profunda
tranquilidad la gloria de los cielos. ¡Pero no es dolor lo que emana de su terso pecho,
de su tenso abdomen, de sus caderas levemente inclinadas, sino una llama de
melancólico placer! (Pausa) ¡Como el que nos da la música! (Pausa) Pero, como
ustedes imaginarán, todas estas observaciones son posteriores.

Mishima cierra el libro y se levanta. Evade al público. Silencio largo.

MISHIMA: Aquel día, en el instante que mi vista se posó en el cuadro, todo mi


ser se estremeció. La sangre fluía con rapidez y se hincharon las ingles, como
impulsadas por una curiosa ira. (Pausa) Aquella parte monstruosa de mi ser a punto
de estallar, esperó a que la utilizara. Con un ardor sin precedentes, acusaba mi
ignorancia. ¡Y podía percibir sus jadeos de indignación! Mis manos,
inconscientemente, iniciaron unos movimientos que nadie les había enseñado.
(Pausa) Algo secreto y radiante se elevaba, con paso rápido, para atacarme desde
mi interior.

Mishima lentamente se toca el sexo y comienza a masturbarse, hasta que,


finalmente, tiene un orgasmo cayo rendido en el suelo. Pausa larga. Mishima vuelve
a reír despreocupado. Se levanta, toma el libro y lo guarda en su maleta. La cierra
y se sienta.

MISHIMA: Pasó un poco de tiempo y entonces llegó ese sentimiento de tristeza


común al momento post orgásmico. Miré alrededor de la mesa en la que me hallaba.
Un arce crecía junto a la ventana proyectando sobre todas las cosas, un
resplandeciente reflejo. Estaba allí, en el tintero, sobre mis libros escolares, sobre
el diccionario, sobre el cuadro de San Sebastián. Había también salpicaduras
blancas. En algunos objetos resbalaban lentamente, con pesadez; en otros, lanzaba

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un brillo opaco. Como los ojos de un pescado. El libro no se manchó, mi mano había
protegido el cuadro.

Mishima se levanta de la silla. Toma la maleta y se la coloca al hombro.


Camina unos pasos hacia la salida, pero se detiene y se dirige al público.

MISHIMA: ¡Esa fue la primera vez que eyaculé! Y también fue el principio,
torpe y totalmente imprevisto, de mi “vicio”. (Pausa) ¡Muchas gracias por su
atención!

Mutis.

Oscuro. Final.

Ciudad de México 13 de mar. de 2018

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