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El zapatero mágico

Era una de esas bellas tardes de verano cuando una madre le leía a su hijo uno
de sus cuentos infantiles preferidos. Mientras ella hacia esto el niño jugaba con
una pelota vieja y maltratada, y junto a él había otro niño que tenía una pelota
mucho más grande y hermosa. Al ver eso el pequeño le dijo a su madre:
– Mamita mía, yo quiero una pelota tan bella como lo de ese niño.
– Mi amor, ya tú tienes una pelota – respondió la madre un poco triste.
– Lo sé mamá, pero es que mira que bella es, yo quiero una tan linda y grande
como esa –dijo el niño tratando de convencer a su mamá.
La madre tratando de convencer a su hijo de que no había necesidad de eso le
dijo:
– Pero… con tu pelota puedes jugar al igual que lo hace cualquiera. Que sea
nueva no la hace diferente, aquí lo más importante es que tengas amigos para
poder jugar con ellos. ¿Te has preguntado por qué, a pesar de que su pelota es
nueva y hermosa, el niño juega solo mientras que tú con la vieja y usada juegas
con muchos niños?
Al escuchar esas palabras de la madre el niño le dijo:
– Tienes toda la razón mamá.
– Ay mi niño, en la vida no necesitas tener muchas cosas nuevas para ser feliz.
Los cuentos infantiles que tanto te gustan lo que nos enseñan es que lo más
importante y lo que realmente vale son los sentimientos, los amigos que tengas
y que te acompañen en todo momento, – le dijo la madre en un tono muy dulce.
De hecho te voy a contar otro cuento que te hará comprender mejor.
Una vez, en un bosque muy precioso, vivió un zapatero anciano. El
confeccionaba unos zapatos muy lindos y como ayudantes tenía a todos los
animalitos del bosque. Ellos le llevaban todos los materiales preciosos que
empleaba para hacer los zapatos.
Sus zapatos no solo se caracterizaban por ser muy lindos sino que tenían la
propiedad de que si un niño cojo se los ponía, volvía a caminar. Por estas
cualidades el anciano era conocido como el zapatero mágico. Muchas se sentían
atraídos por el misterio y le preguntaban cómo hacía para lograr esos milagros,
pero él no sabía que contestarle.
Una mañana, llegó una carta de palacio a la casa del zapatero. En la misma el
Rey le pedía al zapatero que fuese rápidamente a palacio a fabricarle unos
zapaticos a su hija, la pequeña princesa, que no podía caminar. El Rey buscaba
un milagro pues ya muchos médicos la habían visto y nadie había conseguido
ponerla de pie.
El anciano acepto la petición y se trasladó al palacio donde comenzó a
confeccionar unos bellos zapaticos a la joven princesa que aún no podía caminar
y que nada ni nadie lo había logrado hasta el momento. Los zapatos quedaron
bellos, hechos con material que habían sido especialmente traídos por el Rey.
Al terminar, rápido corrieron a ponérselos, todos esperaban atentos a que la
princesa comenzara a caminar, pero que decepción tan grande, no lo logró.
Con la cabeza baja, regresó a su casa en el bosque, y al llegar se encontró que
sus amiguitos los pajaritos le habían llevado unos pétalos rojos muy suaves. En
eses momento el zapatero mágico volvió a intentarlo e hizo unos nuevos zapatos
para la princesita.
Cuando amaneció el anciano envió los zapatos a palacio con una nota muy tierna
que decía:
“Una princesa tan hermosa como tú necesita los zapatos más bellos del mundo,
con todo el amor que puedas recibir”.
Días después el zapatero recibió la noticia de que la niña había vuelto a caminar.
En agradecimiento a todo el trabajo y al gran milagro que había logrado, el Rey
le ofreció todos los materiales y los recursos que necesitara para elaborar sus
zapatos.
El anciano no aceptó nada porque ya había tratado con esos materiales una vez,
en palacio, y para nada había resultado. Él adoraba seguir trabajando con sus
amigos, los animalitos del bosque, además para él no existía mayor regalo y
recompensa que aquella de poder ver caminado de nuevo a tantos niños.
Fue así como el Rey se pudo dar cuenta de que la magia no estaba en las
herramientas ni en los materiales que empleaba para fabricar sus zapatos, sino
en todo el amor que era capaz de brindar y en esa bondad con que hacia los
zapatos solo para poder volver a ver a un niño caminar.
El ratoncito Pérez
Érase una vez Pepito Pérez, que era un pequeño ratoncito de ciudad, vivía con
su familia en un agujerito de la pared de un edificio.
El agujero no era muy grande pero era muy cómodo, y allí no les faltaba la
comida. Vivían junto a una panadería, por las noches él y su padre iban a coger
harina y todo lo que encontraban para comer. Un día Pepito escuchó un gran
alboroto en el piso de arriba. Y como ratón curioso que era trepó y trepó por las
cañerías hasta llegar a la primera planta. Allí vió un montón de aparatos, sillones,
flores, cuadros…, parecía que alguien se iba a instalar allí.
Al día siguiente Pepito volvió a subir a ver qué era todo aquello, y descubrió algo
que le gustó muchísimo. En el piso de arriba habían puesto una clínica dental. A
partir de entonces todos los días subía a mirar todo lo que hacía el doctor José
Mª. Miraba y aprendía, volvía a mirar y apuntaba todo lo que podía en una
pequeña libreta de cartón. Después practicaba con su familia lo que sabía. A su
madre le limpió muy bien los dientes, a su hermanita le curó un dolor de muelas
con un poquito de medicina.
Y así fue como el ratoncito Pérez se fue haciendo famoso. Venían ratones de
todas partes para que los curara. Ratones de campo con una bolsita llena de
comida para él, ratones de ciudad con sombrero y bastón, ratones pequeños,
grandes, gordos, flacos… Todos querían que el ratoncito Pérez les arreglara la
boca.
Pero entonces empezaron a venir ratones ancianos con un problema más
grande. No tenían dientes y querían comer turrón, nueces, almendras, y todo lo
que no podían comer desde que eran jóvenes. El ratoncito Pérez pensó y pensó
cómo podía ayudar a estos ratones que confiaban en él. Y, como casi siempre
que tenía una duda, subió a la clínica dental a mirar. Allí vió cómo el doctor José
Mª le ponía unos dientes estupendos a un anciano. Esos dientes no eran de
personas, los hacían en una gran fábrica para los dentistas. Pero esos dientes,
eran enormes y no le servían a él para nada.
Entonces, cuando ya se iba a ir a su casa sin encontrar la solución, apareció en
la clínica un niño con su mamá. El niño quería que el doctor le quitara un diente
de leche para que le saliera rápido el diente fuerte y grande. El doctor se lo quitó
y se lo dió de recuerdo. El ratoncito Pérez encontró la solución: “Iré a la casa de
ese niño y le compraré el diente”, pensó. Lo siguió por toda la ciudad y cuando
por fin llegó a la casa, se encontró con un enorme gato y no pudo entrar. El
ratoncito Pérez se esperó a que todos se durmieran y entonces entró a la
habitación del niño. El niño se había dormido mirando y mirando su diente, y lo
había puesto debajo de su almohada. Al pobre ratoncito Pérez le costó mucho
encontrar el diente, pero al fin lo encontró y le dejó al niño un bonito regalo.
A la mañana siguiente el niño vió el regalo y se puso contentísimo y se lo contó
a todos sus amigos del colegio. Y a partir de ese día, todos los niños dejan sus
dientes de leche debajo de la almohada. Y el ratoncito Pérez los recoge y les
deja a cambio un bonito regalo. cuento se ha acabado.

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