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Michael Shermer nació en Glendale (California)

en 1954. Doctor en Historia de la Ciencia, es profe­


sor del California Institute of Technology, colum­
nista y editor asociado de la revista Scientific Ame­
rican, fundador de la Skeptics Society y de la revista
Skeptic, comentarista de ciencia de la Radio Nacional
Pública estadounidense, y productor y presentador
de la serie Exploring the Unknown para la cadena de
televisión Fox. Su primer libro de divulgación cien­
tífica, Por qué creemos en cosas raras ( T r a y e c t o s núm.
105), se publicó primeramente en 1997, enseguida
alcanzó gran popularidad y no ha dejado de ree­
ditarse y actualizarse desde entonces. Otras obras
suyas son How We Believe: The Search for God in an
Age of Science (1999), Denying History: Who Says the
Holocaust Never Happened and Why Do They Say It?
(2000), Why Darwin Matters: The Case against Crea-
tionism (2006) y TheMind oftheMarket: How Biology
and Psychology Shape Our Economic Lives (2009).
«Lasfronteras de la ciencia es un libro que echa leña
al fuego de la discusión y el pensamiento» (Pvblishers
Weekly); «Shermer, en este libro tan variado, de­
muestra, siempre atento al interés humano, cómo
los rasgos de personalidad de los científicos influ­
yen en sus investigaciones. Una miscelánea que
hará las delicias de todos los racionalistas aficiona­
dos» (Booklist); «Ingenioso, inteligente, abierto de
miras... el viaje de Shermer a través de las sombras
de la ciencia consituye una fascinante expedición
mental» (Gregory Benford).
Las fronteras de la ciencia
Las fronteras
de la ciencia
Entre la ortodoxia y la herejía

Michael Shermer
Traducción
Amado Diéguez

ALBA
Trayectos
C olección dirigida p o r I.uis Magrinyá

T í t u l o o rig in a l: The fíorderlands of Science. Where Sense Meets Nonsense

© Michaet Shermer, 2001

© de la traducción: Amado Diéguez Rodríguez

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A lb a E d it o r ia l , ».i.u.
Baixada de Sant Miquel, 1
08002 Barcelona
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Corrección de primeras pruebas: José Carlos Bouso
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Indice

Introducción: líneas borrosas y conjuntos difusos. La demarca­


ción de las fronteras de la ciencia_____________________ jj
Primera parte: teorías fronterizas_________________________
1. El filtro del saber. En la búsqueda de la verdad, la realidad es
lo primero______________________________________ gj
2. Teorías del todo. Tonterías en nombre de la ciencia________ yg
3. ¿Sólo Dios puede? La clonación y las fronteras morales de la
ciencia________________________ :_________________ ^qj
4. Sangre, sudor y pánico. Las diferencias raciales y lo que de
verdad significan _______________________________ 129
5. La paradoja del paradigma. El equilibrio puntuado y la
naturaleza de la ciencia revolucionaria_________________ ^43
Segunda parte: pobladores de la frontera___________________ jgg
6 . El día en que la Tierra se movió. La herejía de Copémico y
la teoría de Frank Sulloway__________________________ j gy
7. Una personalidad herética. Alfred Russel Wallace y la fron­
tera entre ciencia y pseudociencia_____________________ 227
8 . Un científico entre espiritistas. Cómo cruzar la frontera
entre ciencia y pseudociencia________________________ 253

Tercera parte: historias de la frontera______________________ 279


9. El mito del pueblo perfecto. Por qué es siempre más apetito­
sa la fruta en el siglo íyeno___________________________ 281
10. El mito de Amadeus. Mozart y el mito del genio milagroso__ 3Qg
11. Pacto entre caballeros. La ciencia y la gran disputa sobre
quién descubrió primero la selección natural------------------ ^$7
12. El gran fraude del hueso. Piltdown y el carácter autocorrec-
tor de la ciencia...................................................................... ggg
8 Las fronteras de la ciencia

Notas__________________
Bibliografía________________
índice onomástico y analítico
Para David Ziel Shermer,
con amor de padre y la esperanza de que encuentres ese exquisito equilibrio
entre ortodoxia y herejía, la amplitud de miras suficiente para considerar
ideas nuevas y radicales y el escepticismo necesario para que no te engatusen
las sandeces, y, en el viaje, descubras el istmo de tu estado medio...

En el istmo de un estado medio


un ser de sabiduría oscura y tosca grandeza
demasiado docto para el bando escéptico,
demasiado débil para el orgullo estoico,
en medio suspendido; duda entre la acción y el reposo,
duda si pensarse bestia o dios;
duda por qué optar, si por cuerpo o mente;
no ha nacido sino para morir, no razona sino para errar;
[...]
Creado para alzarse y creado también para caer,
dueño y víctima de todas las cosas,
juez único de la verdad, en el interminable error sumido,
gloria, burla y enigma del mundo.
A le x a n d e r P op e, Essay m Man
Introducción: lineas borrosas y conjuntos difusos
La demarcación de las fronteras de la ciencia

Afínales de septiembre de 1999 visité Stonehenge, las majestuosas


ruinas druídicas en la campiña del sur de Inglaterra. Es decir, visité
Stonehenge... más o menos, porque viajé hasta allí con la imagina­
ción, como parte de un experimento relacionado con un fenóme­
no llamado «visión remota», la creencia de que uno puede, en
palabras de mi maestro de visión remota -el doctor Wayne Carr,
del Instituto Occidental de Visión Remota de Reno, Nevada-,
«experimentar, sentir y ver con detalles muy precisos cualquier
acontecimiento, persona, ser, lugar, proceso u objeto que haya
existido, exista o existirá». Según el doctor Carr:
Históricamente, la visión remota fue desarrollada en el Instituto de
Investigación de Stanford por encargo del Ejército y en la Agencia
de Inteligenci^del Departamento de Defensa. Fue utilizada en un
programa de espionaje secreto durante veinte años. Por eso tan
pocas personas habían oído hablar de la visión remota hasta hace
unos tres años, cuando el gobierno la dio a conocer a la opinión
pública a través de Nightline, el programa de televisión. Los proto­
colos se han ido retinando y ya permiten que los videntes consigan
imágenes muy precisas. Se podría decir que la visión remota es
prima lejana de otras disciplinas telepáticas, con la diferencia de
que está dotada de una precisión extraordinaria y es muy coheren­
te. Una sola sesión puede durar una hora o más. En ese tiempo es
posible estar «biubicado» y mantener, con los cinco sentidos, un
intenso contacto con el «objetivo». Este puede encontrarse en el
pasado, en el presente o en el futuro. Y no se trata de una «red de
videncia», sino de una técnica de investigación científica muy
seria.1
12 Las fronteras de la ciencia

Puesto que soy un científico social y un historiador de la ciencia


que estudia zonas fronterizas para determinar si son científicas,
pseudocientíficas o acientíficas y vi el reportaje de Nightline sobre el
programa experimental de visión remota de la CIA (pensado origi­
nalmente para localizar bases militares soviéticas secretas), quería
probar. Me matriculé en el seminario de fin de semana del doctor
Carr sobre visión remota -«Servicios profesionales de selección de
objetivos, consultoría empresarial y privada, y contratación de obje­
tivos. Calidad garantizada»- y me uní a una docena de personas
esperanzadas a quienes, según decía el folleto, habrían de enseñar­
nos a descubrir «el paradero y estado de cualquier persona, niño u
objeto desaparecidos, potenciales mercados futuros en zonas
determinadas, la causa de algún acontecimiento o desastre, posi­
bles diagnósticos médicos, historias familiares y personales y sus
hechos, anécdotas y misterios sin resolver, las consecuencias de una
decisión personal, la localización de yacimientos de petróleo y
mineral», y mucho más.2
Como su nombre indica, la visión remota consiste en sentarse en
una sala y «ver» algo remoto, algo que se encuentra fuera del alcance
de los sentidos. Algunas personas dicen que los poderes de la visión
remota son limitados y otras afirman lo contrario. Jim Schnabel,
autor especializado en literatura científica, fue el primer escritor
ajeno a este mundillo que dedicó un libro exclusivamente a la visión
remota. Schnabel hablaba de la relación de la administración esta­
dounidense con videntes remotos como Russell Targ, Hal PuthofF,
Uri Geller, Ed Dames yjoe McMoneagle, que se encuentran entre
los más famosos del mundo .3 El volumen recoge numerosas anécdo­
tas que normalmente confirman otras anécdotas que cuentan testi­
gos que creen firmemente en el fenómeno. Por ejemplo:
- Un vendedor de árboles de Navidad tuvo una visión remota en la
que se adentraba en las dependencias más recónditas de una instala­
ción subterránea y supersecreta de la Agencia de Seguridad Nacio­
nal situada en las montañas de Virginia.
- El mismo vidente describió detalles previamente desconocidos
Introducción 13

de otra instalación, esta vez soviética y dedicada a la investigación


militar, detalles que más tarde confirmó un satélite espía.
- Un vidente del Ejército fue el primer miembro de los organis­
mos de inteligencia estadounidenses que describió el úlúmo subma­
rino soviético de la nueva clase Tifón, y lo hizo mientras éste todavía
se encontraba en un astillero protegido y en fase de construcción.
- Una mujer de Ohio encontró en una visión el lugar de lajungla
de Zaire donde se había estrellado un bombardero soviético, lo cual
contribuyó a que un equipo de la CIA recuperase los restos antes
que los soviéticos. Yla mujer se ganó los elogios del presidente Cár­
ter: «Entró en trance. Y mientras estaba en trance, nos dio la latitud
y la longitud. Enfocamos las cámaras de los satélites a ese punto, y
allí estaba el avión»4.
En breve comentaremos ciertos inconvenientes de los procedi­
mientos de visión remota que desembocaron en la errónea convic­
ción de que el número de «blancos» era superior al que resultaría
del más puro azar. Ray Hyman, profesional de la psicología experi­
mental de sólida formación, experto en protocolos de investiga­
ción y único observador externo a quien la CIA permitió consultar
los resultados de los experimentos, llegó a la siguiente conclusión:
«Según los parámetros científicos y parapsicológicos normales [...]
la visión remota no sólo tiene una base muy frágil sino práctica­
mente inexistente. Da la impresión de que la gran valoración de
que goza entre muchos de sus defensores se debe a las afirmacio­
nes extraordinariamente exageradas que se hicieron tras los pri­
meros experimentos y a la subjetivamente atractiva pero ilusoria
correspondencia que los experimentadores y las personas que par­
ticiparon en tales experimentos encontraron entre algunos deta­
lles de las descripciones y los lugares que fueron objeto de las visio­
nes»5. Como veremos, estas declaraciones sobre el poder de la
visión remota se quedan cortas si las comparamos con lo que se ha
dicho en los últimos años e incluso con la siguiente observación de
Fem Gauvin, uno de los videntes más valorados por el gobierno:
14 Las fronteras de la ciencia

Mi mayor preocupación es: «¿Se apoderarán de mí los espíritus del


mal? Tal vez, pero estoy capacitado para protegerme» [...]. Otras
personas dicen: «Vale, pero protégete con la luz blanca», y cosas así.
Y todo con muy buenas intenciones. Y, si yo tengo buenas intencio­
nes, no me preocupa que tú [seductor espíritu del mal] seas una
prostituta de la calle 14, porque no quiero tener nada que ver conti­
go... y no tienes la menor oportunidad, y el precio que pongas da
igual. Porque yo no quiero. Yo creo que dentro de esta línea de tra­
bajo sucede algo muy parecido.6
Conversaciones tan absurdas como ésta se produjeron a lo largo de
veinte años a cuenta del contribuyente con la excusa de que eran
necesarias para la seguridad nacional. Y eso que las declaraciones
que recojo en estas páginas son relativamente sensatas. En cierta
ocasión y en el marco de mi programa semanal de radio Science
Talk [Habla la ciencia], que realizaba para la NPR, emisora de la
cadena KPCC del sur de California, dediqué una hora a una charla
sobre visión remota con uno de sus máximos exponentes en la
década de 1990, Courtney Brown, profesor de Ciencias Políticas de
la Universidad de Emory (aunque no pude presentarle como tal
por un acuerdo contractual con Emory por el que Brown tenía
prohibido aludir a su cargo cuando hablaba de visión remota).
Para este profesor, localizar aviones siniestrados y personas desapa­
recidas es un juego de niños. El persigue peces mucho más gordos,
como los que menciona en su libro Cosmic Voyage: A Scientific Disco-
very ofExtraterrestrials VisitingEarth [Viaje cósmico: el descubrimien­
to científico de los extraterrestres en sus visitas a la Tierra], publica­
do en 1996: marcianos y alienígenas de otros planetas, seres
multidimensionales de otras galaxias, líderes espirituales como
Jesús y Buda, e incluso al mismísimo Dios (quien, según dice, mora
en verdad en cada uno de nosotros). Courtney Brown afirma
haber mantenido conversaciones con Jesús sobre la vida en la Tie­
rra y la venidera vida multidimensional. Sin embargo, en sus libros
-y también en la charla que tuve con él- insiste en que es un cientí­
fico y en que la visión remota es una ciencia social tan encomiable
Introducción 15

y tan sólida como cualquier otra. De hecho, ha rebautizado el fenó­


meno y lo llama «Visión Remota Científica», o, para abreviar, SRV,
en sus siglas en inglés; en la segunda parte de su libro, Cosmic Explo­
rers [Exploradores del cosmos], publicada en 1999, explica en
detalle los procedimientos de recogida de datos y los protocolos de
la SRV, la forma de identificar las coordenadas del objetivo y la cla­
sificación de los datos por categorías. Según Brown, el fenómeno
entra dentro de los conocimientos comprobables. Pero, como
veremos, sus protocolos adolecen de tan diversos y graves defectos,
que la visión remota no supera ni una sola prueba.
Pero, dejando aparte las pruebas, la propia extravagancia del
fenómeno debería hacer saltar todas las alarmas. Los siguientes
párrafos de Cosmic Explorers son más propios de una película de
ciencia ficción de serie B de los años cincuenta que del profesor de
una renombrada universidad estadounidense (adviértase el estilo
científico y la insistencia en hablar de datos):
Al parecer, Buda y la Federación Galáctica están totalmente com­
prometidos en una lucha ardua que tiene todas las características de
una contiendatmportante, tal vez de una guerra. Los datos de esta
sesión no me permiten constatar si esa lucha es exactamente la
misma que la de los reptilianos renegados, pero sospecho que
ambos conflictos guardan cierta relación.7
Según mi interpretación de tales datos, parece que los extraterres­
tres reptilianos tienen planes de aprovechar el stock genético de la
humanidad para crear una nueva raza parcialmente humana y par­
cialmente reptiliana. Pero de ninguno de los datos de esta sesión se
puede deducir qué plan exactamente tienen los reptilianos para la
humanidad.8
De mi interpretación de tales datos se desprende que la Federación
Galáctica defenderá nuestro derecho a evolucionar como especie, a
cometer errores y a aprender de nuestras penalidades. En esencia,
tiene pensado dejamos solos, dejar que encontremos nuestro pro-
16 Las fronteras de la ciencia

pió camino. Respeta nuestra libertad para aprender, para crecer y


para errar. Y sospecho que espera con impaciencia, por nuestra
capacidad para contribuir a la expansión de la civilización galáctica,
el momento en que de nuevo nos elevemos por encima de la super­
ficie de este planeta más sabios, más afectuosos y con un profundo
deseo interior de explorar nuestro universo, que va madurando
paulatinamente, y de prestarle servicio.9
Con estos antecedentes, imagine el lector con cuántas expectativas
acudía yo a mi primera experiencia de visión remota. Puesto que
todos los presentes éramos neófitos, el doctor Carr nos explicó que
no esperásemos ver, por ejemplo, el lugar donde se encuentra
enterrado Jimmy Hoffa o quién mató ajon Benet Ramsey -aquella
niña que fue reina de la belleza a la que hallaron muerta en el sóta­
no de su casa- y mucho menos hablar con Buda. Al fin y al cabo era
sólo nuestro primer día. Antes teníamos que aprender los princi­
pios básicos. En el atril situado en la parte delantera de la sala, Carr
colocó un sobre opaco con la fotografía de un lugar famoso. Nues­
tra tarea consistía en ver el contenido del sobre sin abrirlo. Nuestro
anfitrión explicó que no sólo podríamos ver mentalmente el conte­
nido del sobre, sino viajar al lugar de la fotografía por medio de la
visión remota, es decir, «verlo con el ojo de la mente».
Para conseguirlo empezamos con una serie de breves «planti­
llas» de visión remota que consistían en una lista de términos des­
criptivos seguida de un «ideograma», o dibujo de lo que estábamos
viendo. No tenía por qué tratarse necesariamente de un dibujo del
objetivo, prosiguió Carr. En realidad, muy probablemente no fuera
el objetivo, pero con varias de aquellas listas descriptivas y varios
dibujos ideogramáticos podríamos aproximamos al objetivo y qui­
zás, con el tiempo, llegar a concretarlo. Eramos principiantes, nos
recordó, y la visión remota era una disciplina muy seria que, en
consecuencia, requería una práctica muy seria. Empezamos por la
«Fase 1», la de los términos descriptivos. Entre los descriptores primi­
tivos había adjetivos como «duro, blando, semiduro, semiblando,
mojado, mullido», etcétera; entre los descriptores intermedios, «natu­
Introducción 17

ral, artificial, biológico, movimiento, energía», etcétera; entre los


descriptores avanzados, «construcción, personas, tierra seca, ciudad,
movimiento, montaña, agua, tierra mojada, arena, hielo, colinas»,
etcétera. En la «Fase 2» iniciamos descripciones más detalladas (y
las anotamos e hicimos bosquejos) como: Texturas: «suave, blando,
brillante, áspero, apelmazado, afilado», etcétera; Tiempo climático:
«cálido, fresco, caliente, congelado, glacial», etcétera; Dimensiones:
«elevado, bajo, alto, altísimo, hondo, llano, ancho, abierto, grueso,
estrecho», etcétera; y Energías: «vibración, pulsión, zumbido, tem­
blor, movimiento, enérgico, penetrante, emanante, que retuerce,
que empuja, que tira, de atracción», etcétera .10 Nos dieron instruc­
ciones de dejamos llevar por los términos descriptivos y a mí la últi­
ma lista de descriptores dimensionales me sugirió el objeto remo­
tamente visto de la Figura 1.
En mi «Página resumen de la sesión», que se encontraba a con­
tinuación de la página en la que dibujé la Figura 1, escribí: «He
empezado con algo sexual y que me excita, tal vez dos personas,
pero entonces he cambiado a una estatua, he entrevisto El beso,
luego, a vista de pájaro desde más de cien metros de altura [nos
dieron instrucciones de movemos alrededor y por encima de nues­
tro objetivo], parecían personas en una especie de monumento,
tal vez un parque de Londres, Hyde Park con estatuas, o tal vez en
un cine. Muy nebuloso».
Continuamos afinando nuestro objetivo y al cabo de una hora,
Carr se preparó para revelarnos el contenido del sobre. Antes de
hacerlo, sin embargo, recorrió la sala observando cuidadosamente
los numerosos bosquejos y descripciones que habíamos hecho.
Delante de algunos hizo comentarios muy favorables, a otros les
insistió en que éramos principiantes, que no podíamos esperar
hacerlo bien el primer día. Tuve la impresión de que mis dibujos y
mi explicación le interesaron mucho. ¿Me habría convertido yo en
un maestro en visión remota ya en mi primer viaje?
Resultó que el objetivo era Stonehenge. Yo ni siquiera me apro­
ximé. ¿O sí? Carr afirmó que yo tenía un gran potencial como
vidente remoto porque había visto una estatua en Inglaterra, lo
18 Las fronteras de la ciencia

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Figura 1. Resultados experimentales de la visión remota del autor.

cual, en su opinión, guardaba una relación muy estrecha con Sto-


nehenge. Y aquí nos topamos con el primer obstáculo de los expe­
rimentos de visión remota, determinar qué constituye un «blaijco»
y qué no. La respuesta depende de lo ancha que sea nuestra
manga. Las definiciones de la forma de operar y los criterios de
selección, que tan esenciales son para quienes, dentro de las cien­
cias sociales, se dedican a la investigación, faltan en la visión remo­
ta o están concebidos de tal manera que el investigador dispone de
un margen suficiente para determinar subjetivamente si un experi­
mento constituye un éxito o un fracaso. Todos los experimentos de
visión remota de que tengo noticia los han llevado a cabo personas
Introducción 19

4 (SI) (UwtCVIDUMlrh)

C HX, I F/D «H.

r flt ttá f

que creen firmemente en el fenómeno, lo cual basta para poner


en duda su criterio.
Dentro de nuestro grupo, sin embargo, había un hombre cuyo
bosquejo no requería una interpretación forzada: había dibujado
unas piedras grandes colocadas en círculo y había escrito «Stone-
henge». ¡Blanco! No cabía manipulación subjetiva posible. Yo esta­
ba confuso, no sabía qué pensar, hasta que descubrí que aquel
caballero era un buen amigo de Carr y que esa misma mañana se
había desplazado desde Reno, donde vivía, hasta San Francisco,
donde se desarrollaba el seminario. Cuando, más tarde, Carr me
pidió una explicación alternativa al «blanco de Stonehenge», me
limité a decirle que con toda probabilidad él le había desvelado
antes a su amigo cuál era el objetivo. Sorprendentemente -al pare­
20 Las fronteras de la ciencia

cer, acerté-, no se defendió de mi acusación. En un experimento


de verdad, le dije, nadie sabría el blanco con anterioridad: sólo en
tal caso podría hablarse de auténtico experimento de visión remo­
ta. Y ése fue el siguiente paso. Yo había llevado mi propio sobre
opaco con la fotografía de un objetivo. Así podríamos comprobar
qué resultados obtenían Carr, su amigo el experto en visión remota
y otro vidente remoto que, según Carr, era uno de los mejores del
mundo. Este sí sería un experimento controlado.
Para poder escoger un «buen» objetivo de visión remota me ha­
bían facilitado unas «instrucciones detallas» en las que se decía: «Es
importante que siga el siguiente procedimiento SIN PRISAS, relaja­
damente; necesitará el MONTON de páginas del objetivo (una pági­
na del objetivo consiste en una fotografía del objetivo y una descrip­
ción de éste) y una mesa o un escritorio que se queden VACÍOS (no
pueden tener nada excepto la página del objetivo) durante todo el
proceso de visión remota». Seguí escrupulosamente los diecinueve
pasos como si se tratara de un ritual de magia simpática -analogía
muy apropiada de todo el proceso- y leí con mucha atención una
hoja que llevaba por título: «Características ideales de los objetivos
de visión remota». Entre otras aparecían las siguientes:
1. Necesariamente, tienen INTERÉS y LLAMAN LA ATENCIÓN
(no son aburridos). Bien: pirámides de Giza, el géiser de Oíd
Faithful, etcétera. Mal: un par de tijeras de la mesa del señor
Carr, una goma de borrar.
2. SIEMPRE están BIEN DEFINIDOS EN EL TIEMPO Y EN EL
ESPACIO, o lo más posible, valiéndose de DATOS ESPACIALES
Y TEMPORALES como LUGAR, CIUDAD, ALTURA, DISTAN­
CIA, ACTIVIDAD, NACIÓN, PERSONA(S), ÉPOCA, FECHA.
Bien: la gran pirámide de Giza. Mal: las pirámides egipcias.
3. Si el objetivo es un ACONTECIMIENTO, hay que escribir
«/acontecimiento» a continuación del mismo. Bien: el primer
trasplante de corazón humano hecho por... en el
hospital.../acontecimiento (fecha). Mal: el primer trasplante de
corazón.
Introducción 21

4. Son CONCRETOS, no difusos ni inconclusos. Bien: Arco de


Triunfo/París/Francia. Mal: un puente romano.
5. Se pueden SEÑALAR físicamente, tanto si se trata de un objetivo
como si se trata de un acontecimiento. Bien: Empire State Build-
ing. Mal: el crash bursátil de 1982.
6 . Tienen LÍMITES CONCRETOS PROPIOS en el tiempo y el
espacio. Tienen más límites que los puramente conceptuales
como las fronteras estatales o nacionales. Bien: isla de Alcatraz.
Mal: el estado de Nebraska.
7. Existe un buen CONTRASTE «FIGURA-FONDO» entre la activi­
dad u objeto de la figura del objetivo y la actividad u objeto del
fondo que se encuentra detrás del objetivo. Bien: Monte Shasta.
Mal: el centro del océano Pacífico.11
La lista se prolongaba con un sinfín de puntos más y en todos ellos
se sugerían objetivos buenos y malos. Y aquí tenemos un segundo
defecto importante de los experimentos de visión remota: las
opciones forzadas. Los profesionales de la magia las reconocerán
de inmediato como lo que son. Por ejemplo, en muchos trucos de
cartas las instrucciones son tan detalladas que el sujeto acaba meti­
do en una situación que o bien garantiza que el mago coja la carta
acertada o bien reduce extraordinariamente el número de posibili­
dades del objeto. Por ejemplo, se le dice a éste que piense en un
número de dos cifras entre el 50 y el 100 en el que las dos cifras
sean pares (así eliminamos las decenas del 50, el 70 y el 90 y todos
los números impares de las del 60 y del 80), como 62 u 82, pero no
iguales, como 6 6 y 88 (con ello se le está sugiriendo al sujeto que
no piense en esos números, lo cual deja pocos de dos cifras que
escoger). La ilusión consiste en que el sujeto cree que su elección
es libre. La realidad es que la elección es del mago. La lista de
características ideales de los objetivos de la visión remota se propo­
ne reducir el número de objetivos potenciales básicamente a luga­
res, monumentos y edificios famosos.
Para conseguir un experimento imparcial de visión remota,
tuve que sortear este tipo de trucos. Lo hice eligiendo un objetivo
22 Las fronteras de la ciencia

de características distintas a las que aparecían en la lista, pero que,


según afirmaba en uno de los textos escritos por él que yo había
leído con anterioridad, Carr ya había «visionado»: las galaxias. Sen­
tado a mi mesa y mientras reflexionaba, me fijé en una fotografía
que tengo colgada en el despacho: la imagen de un pequeño trozo
de cielo situado cerca de la cola de la Osa Mayor, ciento cuarenta
veces menor que la Luna llena a simple vista. Ese pequeño trozo de
cielo, fotografiado por la Cámara Planetaria de Gran Angular n.Q2
del telescopio Hubble, contiene literalmente varios millares de
galaxias. En vista de que Carr afirmaba que los videntes remotos
podían ver galaxias y la fotografía a la que me refiero es una de las
más famosas y publicitadas en ese campo (aparece en un sinfín de
portadas de libros y revistas), di por supuesto que el objetivo era
correcto.
Un tercer problema de los experimentos de visión remota, que
además está relacionado con la lista de selección de objetivos, es el
tipo de dibujos de la gente. Cuando hacen un bosquejo, los dibu­
jantes aficionados apenas recurren a unos pocos elementos -sobre
todo líneas rectas y curvas- para describir, toscamente, el objeto en
cuestión. Pero unas cuantas líneas rectas y curvas mal trazadas
sobre un papel se pueden interpretar de cualquier manera, espe­
cialmente cuando la lista de objetivos potenciales se limita a edifi­
cios, monumentos y objetos naturales con rasgos llamativos y reco­
nocibles. Dicho de otro modo, sólo existe un número determinado
de variaciones sobre un tema; e incluso con una manga no tan
ancha, casi de cualquier conjunto de rectas y curvas puede decirse
que es un objetivo.
Y empezó el experimento. Dos colegas de Carr (el propio Can-
renunció a participar) estuvieron una hora dibujando y elaboran­
do listas de palabras. Llenaron por lo menos una docena de folios
cada uno. Cuando terminaron, Carr exigió que les revelara el obje­
tivo.
-No, no -expliqué-. El propósito de este experimento es que
ustedes me digan a mí cuál es el objetivo.
Carr farfulló algunas excusas sobre las dificultades de la visión
Introducción 23

remota, sobre lo subjetiva y nebulosa que a veces puede ser, y dijo


que aquello no era un auténtico experimento científico con sus
pertinentes mecanismos de control, etcétera.
-Pero su amigo acaba de ver Stonehenge -insistí yo- y lo ha
dibujado, descrito y nombrado correctamente. Sin subjetivismos ni
palabrería. Si la visión remota funciona, tendría que ser capaz de
decirme ahora mismo qué hay en ese sobre.
Transcurrieron varios minutos de pesca especulativa en todos
los dibujos, con explicaciones de si el objetivo podría ser estoo tal
vez aquello, etcétera. Seguíamos allí esperando y los videntes pare­
cían incómodos, presa de la ansiedad. Me preguntaron qué conte­
nía el sobre y yo volví a decirles que les correspondía a ellos decír­
melo. Pasaron otros tantos minutos hasta que decidí poner fin al
suplicio.
-Antes de abrir el sobre, dejen que les diga lo que van a hacer
ustedes cuando yo desvele su contenido. Van a repasar todas esas
docenas de dibujos, van a elegir el que más se parece a la foto y van
a declarar que lo han conseguido.
Cuál no sería mi asombro cuando Carr explicó que, en efecto,
así funcionaban lo? experimentos de visión remota. Yo le repliqué
que, si pretendía llamarse ciencia, tenía que operar a la inversa. Y
eso nos lleva al cuarto obstáculo de la investigación con visión
remota, un inconveniente que tiene que ver con el sesgo de confir­
mación y con el sesgo de retrospectiva. Los especialistas en psicolo- 1
gía cognitiva y pensamiento crítico saben que las personas sólo
prestamos atención a las pruebas confirmativas e ignoramos las
pruebas que están en disconformidad con nuestras creencias pre­
concebidas, y que, desde el presente, consideramos en retrospecti­
va y con el propósito de justificar el proceso por el que hemos lle­
gado a creer lo que creemos. Pero esto es algo que, en ciencia, no
está permitido.
Tras terminar mi breve lección de filosofía de la ciencia, abrí el
sobre y revelé el objetivo. Sin perder un segundo, Carr empezó a
rebuscar entre los dibujos esparcidos por la mesa y cogió uno en el
que ponía «noria». Dijo que aquello sin duda era una galaxia. Fue
24 Las fronteras de la ciencia

entonces cuando constaté que la visión remota no es una ciencia


normal y que ni siquiera se encuentra próxima a las fronteras de la
ciencia. Es una pseudociencia, algo que definí en Por qué creemos en
cosas raras del siguiente modo: «principios y teorías presentados de
tal modo que parecen científicos aunque no sean plausibles y no
existan pruebas que los respalden». ¿Cómo llego yo a determinar
qué constituye y qué no una pseudociencia? Por medio de una serie
de preguntas que me hago sobre todas las teorías que investigo para
la revista Skeptic, publicación científica de la que soy director, y para
Exphmng the Unknoum [Explorar lo desconocido], serie de televisión
del Fox Family Channel de la que soy copresentador y coproductor y
para la cual grabamos una parte del experimento de visión remota al
que vengo refiriéndome. Al explorar lo desconocido nos topamos
muchas veces con las fronteras del conocimiento -en esa difusa área
entre ortodoxia y herejía-, así que recordar algunas verdades con­
cretas puede ayudamos a establecer el límite entre ciencia y pseudo­
ciencia, entre lo que es científico y lo que no.
Explorar lo desconocido
Como hasta los telespectadores que sólo encienden muy esporá­
dicamente el televisor saben, algunos documentales de la Fox no se
caracterizan precisamente por su adhesión a la política de veracidad
de que la cadena hace gala. Por si su documental sobre la autopsia
de la un alienígena no hubiera sido bastante ridículo, dos años más
tarde emitió para desmentirlo otro especial que recurría al mismo
cebo e incurría en la misma falsedad: los «secretos» revelados corres^
pondían en realidad a otro documental totalmente distinto ¡que ni
siquiera había sido mencionado en el primer programa! Pero, no
hay que extrañarse. En esa misma cadena un comentarista especiali­
zado en boxeo presenta documentales dedicados a los animales más
peligrosos del mundo, a las persecuciones de coches más impresio­
nantes de la Tierra, al examen «riguroso» de las fuerzas de lo para-
normal y, de rondón -como los virus informáticos-, a máquinas que
se vengan de sus dueños, incluido un automóvil que al parecer ¡se
tiró por un precipicio con conductor y todo!
Introducción 25

Lo cierto es que hay documentales que tienen un coste de pro­


ducción muy bajo (los vídeos de otros son siempre mucho más
baratos que los que se realizan con equipos de producción pro­
pios) y generan beneficios ingentes. No nos engañemos, la televi­
sión no es más que una ristra de anuncios con espacios en blanco
entre medias que hay que rellenar con programas lo suficiente­
mente interesantes para que el telespectador siga pegado a la pan­
talla hasta la siguiente ristra de anuncios. «No se vayan», «No
cambien de canal» y «A la vuelta de la publicidad» son frases cui­
dadosamente pensadas que lanzan el siguiente mensaje: «¡Ni se le
ocurra tocar el mando!». Bajo la superficie del negocio televisivo
subyace la fobia al mando a distancia. Ningún segmento de progra­
mación debe durar más de siete u ocho minutos -el período
medio de atención del público estadounidense-; las entrevistas se
han reducido a bocados de ruido -de no más de tres o cuatro fra­
ses-; la música de fondo tiene que ser animada; el montaje, ágil
-nada de largas y pausadas panorámicas de lagos y montañas como
los de los documentales de Ken Bums para la PBS-. Los segmentos
«extensos» -de catorce o quince minutos- se dividen en dos partes
y al final de la prirrífera se insinúa de qué trata la segunda para que
el telespectador ponga sus deditos bien lejos del mando.
La televisión es un negocio y los directivos de las cadenas quie­
ren ganar dinero. Así de sencillo. Estamos en Estados Unidos. De
modo que no nos metamos injustamente con la cadena Fox. No
debería extrañamos que, cuando la NBC emitió un «documental»
presentado por Charlton Heston en el que se decía que las pirámi­
des de Egipto fueron constmidas por una civilización mucho más
antigua hace unos diez mil años, no apareciera un solo arqueólo­
go, científico o escéptico de credibilidad y prestigio académico
contrastados para manifestar una pizca de disconformidad. Por­
que aquel programa no era un documental. Era lo que yo llamo un
entretenimental, un programa de entretenimiento disfrazado de
documental. Y no sólo ocurre en la NBC. En 1993, la CBS emitió
un entretenimental producido por Sun International Pictures titula­
do TheIncredíbleDiscovery ofNoah’sArk [El increíble descubrimiento
26 Las fronteras de la ciencia

del arca de Noé]. David Balsiger, productor del programa, explicó


la filosofía del tiempo en televisión: «Lo que pasa es que procura­
mos que salga el mayor número de entrevistados como sea posible,
así que hemos resumido sus intervenciones. Si antes hablaban un
minuto, ahora sólo hablan treinta segundos. Cortamos una frase o
dos al final o donde sea. No por cambiar el punto de vista ni nada
parecido, sino para que la opinión que dura más, dure menos»12.
Tal vez si Sun Pictures hubiera dedicado un poquito más de tiempo
a escuchar lo que decían los entrevistados, no se habría dejado
tomar el pelo por George Jammal, actor de Long Beach, Califor­
nia, que convenció a los productores de que tenía en su poder un
auténtico madero del arca -en realidad, un trozo de traviesa que
había arrancado cerca de su casa y que luego había metido en el
horno y empapado de salsa teriyaki con especias-. Cualquier
arqueólogo se habría dado cuenta nada más verlo, pero no consul­
taron a ninguno. Balsiger reaccionó con furia, sobre todo tras la
atención que el timo concitó en los medios de comunicación:
«Algo debe de ir mal en la ética periodística cuando se glorifican
los actos de embaucadores que pretenden y consiguen engañar a
cuarenta millones de telespectadores y luego se culpa al productor
del programa y a la CBS por no descubrir sus elaborados trucos»13.
¿Elaborados? Aunque no hubieran consultado con un experto,
podrían haber reparado en algunas pistas que inducían a pensar
que todo era un montaje, como los nombres del ayudante fantas­
ma de Jammal, «señor Asholian», de su falso amigo polaco, «Vladí-
mir Sobitchsky», y el de su inexistente yerno, «Allis Buls Hitian»14.
Como el buen libro advierte, no hay más ciego que el que no quie­
re ver.*
Criticar la televisión y protestar contra los programas que emite
es uno de los pasatiempos favoritos de científicos y escépticos y, en
ese sentido, yo no estoy libre de culpa. Pero fiel a ese dicho que
*Los nombres son una burla patente: «míster Asholian» es adaptación de asshole,
«gilipollas»; «Sobitchsky» contiene bitch, «zorra»; y «All Buls Hitian» no puede ser
más que una modificación jocosa de all balls hit, «todas las bolas dan en el blanco».
[N.delT.]
Introducción 27

afirma que es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad,


desde la fundación en 1992 de la Sociedad de Escépticos y de la
revista Skeptic quise vender la idea de un documental para escépti­
cos. A la mayoría de los productores de la mayoría de los progra­
mas a los que asistía como invitado les comentaba mi idea de una
serie que serviría de escaparate a las ideas de creyentes y de escépti­
cos. En 1994 y 1995 aparecí varias veces en un programa de la NBC
dedicado a lo paranormal titulado The Other Side [El otro lado]
(presentado por un amable cómico y ex ministro, combinación
multifacética que no es rara en el siempre incierto negocio del
espectáculo) y entablé amistad con los productores. Pocos años
después presenté un proyecto a su empresa (las grandes cadenas
de televisión rara vez producen sus programas, casi siempre los
compran o alquilan a productoras independientes que en el sur de
California proliferan por centenares), pero no salió adelante.
Varios años después, uno de los ejecutivos de esa productora
empezó a trabajar en el recién formado Fox Family Channel
(Rupert Murdoch, el dueño de la Fox, compró Family Channel al
telepredicador Pat Robertson; como parte del trato, Robertson
mantiene su programa The 700 Club, que se emite inmediatamente
después de Explxmngthe Unknown. ¡Qué ironía!). A ese ejecutivo le
gustó mi proyecto, así que me pidió que se lo ofreciera al Fox
Family Channel. Así lo hice, y con gran entusiasmo. Tras varios
meses de negociaciones (los contratos de televisión son bastante
complejos y requieren los servicios de abogados especializados en
el mundo del espectáculo, oficio que en Hollywood tiene un
número de practicantes muy considerable), cerramos el trato y la
empresa que produjo más de doscientos episodios de la serie Sigh-
tings [Observaciones], dedicada a lo paranormal, fue la elegida
para producir mi programa, que acabaría llamándose Exploring the
Unknown. (Elegimos este equívoco título para no desvelar ni a los
espectadores ni a los posibles invitados la naturaleza del programa;
imagine el lector la respuesta de algún potencial invitado al recibir
la llamada de nuestros ayudantes de producción: «¿Qué tal? Nos
gustaría saber si tendría algún inconveniente en aparecer en un
28 Las fronteras de la ciencia

programa del Fox Family Channel que se titula “Desacreditando lo


desconocido”».)
Trabajar en ese programa ha sido una experiencia maravillosa y
muy ilustrativa no sólo porque he aprendido cómo se produce una
serie de televisión, sino por las investigaciones que hemos llevado a
cabo. Exploring the Unknown amplía la labor de la Sociedad de Escépti­
cos y de la revista Skeptic, pero con un presupuesto de doscientos mil
dólares por episodio (normal en la televisión por cable, bajo para las
cifras normales en las grandes cadenas) podemos hacer mucho más
de lo que la Sociedad nos permite. Y llegar a mucha más gente. Por
ejemplo, la revista Skepticse distribuye en casi todas las librerías impor­
tantes y en la mayoría de los quioscos de Estados Unidos y vende un
número muy respetable de ejemplares: cuarenta mil, un orden de
magnitud más que la mayoría de las publicaciones científicas y uno o
dos órdenes de magnitud menos que las revistas que más venden. Y,
según los parámetros del negocio editorial, mis libros se venden bien.
De, por ejemplo, Por qué creemos en cosas raras se vendieron unos trein­
ta mil ejemplares en tapa dura y a fecha de hoy la edición en rústica va
por los cincuenta mil. W. H. Freeman, mi editor, está muy satisfecho
con estas cifras, que están, como Skeptic, un orden de magnitud por
encima de la mayoría de los libros que se publican y uno o dos órde­
nes de magnitud por debajo de los grandes supervenías.
Pero comparemos estos datos con los de nuestra pequeña serie
televisiva de un canal por cable de alcance medio. El programa se
emite los viernes a las diez de la noche -hora no especialmente
buena en la televisión estadounidense- y normalmente tiene un
índice de audiencia de 0,7 o 0 ,8 puntos, lo cual quiere decir que
todas las semanas lo ven en ¡setecientos mil u ochocientos mil
hogares! Es un orden de magnitud más que el de mi revista y mis
libros juntos, y eso que, según los parámetros televisivos, son cifras
muy magras en comparación con programas como Who Wants to be
a Millionaire? [¿Quién quiere ser millonario?], que todas las noches
ven más de veinticinco millones de personas. La primera tempora­
da de Exploring the Unknown consistió en siete programas de una
hora de duración, lo cual se traduce en cinco millones de especta­
Introducción 29

dores. El hecho, simple y poderoso, es que si quieres que tu mensa­


je alcance a mucha gente, tienes que difundirlo por televisión.
Teniendo esta circunstancia bien presente, me he esforzado
por traducir el mensaje de mi revista y de mis libros al medio de
comunicación más poderoso de la historia. ¿Cuál es ese mensaje?
Existe un método llamado ciencia que puede ayudamos a respon­
der preguntas, resolver misterios y comprender el cosmos, nuestro
planeta y a nosotros mismos. La ciencia no puede resolver todos los
misterios (por tanto, rechazamos Misterios resueltos como título del
programa), pero sí muchos más de lo que la gente piensa, algo que
saben la mayoría de los productores de televisión. (En efecto, gran
parte de quienes trabajan en la industria televisiva son conscientes
de que la mayoría de las afirmaciones pronunciadas en los progra­
mas dedicados a lo paranormal son una sandez. Lo saben, pero les
da igual porque su trabajo consiste en vender anuncios, no ideas.
Quienes trabajamos con ideas debemos hacer frente a esta reali­
dad y sortearla.) Les estoy muy agradecido a mis buenos amigos de
Fox Family Channel por damos luz verde no sólo para explorar lo
desconocido, sino para explicarlo con detalle y, cuando es oportu­
no, desacreditarlo sin ambages (aunque siempre con educación,
para no abochornar a nuestros invitados). Y ha resultado intere­
sante comprobar que los productores de nuestro programa tam­
bién se alegraron de tener las manos libres y permiso para revelar o
explicar misterios. Da la casualidad de que la mayoría siempre
supo que la mayor parte del mundo paranormal no tiene la menor
consistencia, sólo que los directivos de las cadenas les impedían
decirlo en antena. (Los directivos dan su aprobación a los nuevos
programas antes de que empiece el trabajo de producción y con
frecuencia revisan, corrigen y conceden el visto bueno definitivo a
la voz en off de los guiones.) Por tanto, en Exploring the Unknown
hemos tenido la libertad de contar las cosas como son, de explicar­
las si sabíamos cómo y de decir si tenían algún sentido o no eran
más que tonterías.
30 Las fronteras de la ciencia

El problema de los límites y su complicada solución


Ésa es la cuestión: ¿cómo saber si una afirmación determinada
tiene sentido o no es más que una tontería? ¿Siempre se puede dis­
tinguir con claridad la realidad de la fantasía, los hechos de la fic­
ción? Todos los episodios de Exploring the Unknonm empiezan con
una teatral frase pronunciada por el actor Mitch Pileggi (que inter­
preta a Skinner, el subdirector del FBI, en Expediente X, serie que
también investiga estos temas pero en formato dramático y con
menos dosis de escepticismo): «La cosas no siempre son lo que
parecen a la hora de explorar lo desconocido». Las cosas no siem­
pre son lo que parecen porque no vivimos en un mundo en blanco
y negro de síes y noes, en un mundo sin ambigüedades. Es el «pro­
blema de los límites»: dónde trazamos la frontera entre ortodoxia y
heterodoxia, entre ciencia canónica y ciencia herética, o entre
ciencia y pseudociencia, entre ciencia y aciencia, entre ciencia y
sandez.
El límite es una línea de demarcación, la frontera trazada en la
geografía del conocimiento, en los países de las afirmaciones. Pero
esta analogía geografía/política tiene un inconveniente: no es
completa. Ríos y cordilleras, mares y desiertos contribuyen a que
geógrafos y políticos delimiten (aunque sea artificialmente) las
fronteras de países y zonas geográficas (necesariamente precisas
por motivos legales y a veces justo en mitad de un paisaje sin rasgos
definidos), pero los conjuntos del conocimiento son más difusos y
las líneas fronterizas que los separan más borrosas. No siempre, ni
siquiera con frecuencia, está claro dónde hay que establecer los
límites. Que una afirmación en particular reciba el calificativo de
científica o pseudocientífica dependerá tanto de la propia afirma­
ción como de la definición del conjunto al que pertenece. Aquí la
lógica difusa, en oposición a la lógica aristotélica, puede ayudamos
a resolver este clásico problema de la filosofía de la ciencia.
La lógica aristotélica dice que A es A y que A no puede ser no-A.
Un varón está definido por una serie de rasgos: cromosomas XY,
pene y testículos, altos niveles de testosterona, voz grave, barba y
mucho vello, etcétera; por tanto, no puede ser un no-varón. Pero
Introducción 31

incluso este clásico y simple ejemplo depende de los límites que


separan los conjuntos formados por los elementos varón y no-
varón. Es verdad que los conjuntos varón y no-varón (hembra)
contienen a la mayoría de los individuos, pero hay algunas perso­
nas que no se integran claramente ni en uno ni en otro y que en
realidad estarían mejor en un tercer conjunto, el de las personas
transgénero. También existen hermafroditas. Hay varones con cro­
mosomas XXY (padecen el llamado síndrome de Klinefelter), que
les hacen estériles y que les dan una apariencia visiblemente más
femenina. Pero, por otro lado, también existen «supervarones»,
con cromosomas XYY, y, al parecer, manifiestan niveles más eleva­
dos de violencia y agresividad.15 Además, hay varones con niveles
de testosterona tan bajos que sus cuerpos son más fláccidos, su piel
suave y sin vello, y su voz afeminada. En el otro extremo, hay hem­
bras con niveles de testosterona tan elevados que, según los pará­
metros de género del Comité Olímpico Internacional, para el que
no basta una simple comprobación de cromosomas XX o XY, no
son mujeres. (Por ejemplo, en la competición ciclista Race Across
America [Carrera a través de Estados Unidos], de la que soy cofun-
dador, que dirigí o codirigí durante trece años y en la que participé
en cinco ocasiones, el laboratorio IOC, de la Universidad de Cali­
fornia en Los Angeles, estaba encargado de los análisis antidopaje.
Cierto año sonó la voz de alarma porque los análisis de la ganadora
femenina dieron unos niveles de testosterona peligrosamente cer­
canos a los de un varón, lo cual habría supuesto su descalificación.
Pero aquella mujer no tomaba testosterona; sus niveles eran eleva­
dos por naturaleza.) Y estos ejemplos sólo se refieren a definicio­
nes físicas de masculinidad. También hay ejemplos conductuales,
como los de esos varones que se visten de mujer y disfrutan más
desempeñando roles de mujer que de varón. Estos factores sociales
y psicológicos desdibujan todavía más los límites.
La lógica difusa aporta una solución a este problema al evitar
los conjuntos binarios y asignar a los sujetos o materias fracciones
difusas. Bart Kosko, catedrático de ingeniería de la Universidad del
Sur de California y pionero de la lógica difusa, recurre al color del
32 Las fronteras de la ciencia

cielo como ejemplo .16 La lógica aristotélica afirma que tiene que
ser azul o no serlo, pero no ambas cosas. Pero, hablando en propie­
dad, del cielo no se puede decir que sea una cosa o la otra. Según
la forma de razonar de la lógica difusa, dependiendo de la hora del
día y de la parte del cielo, lo idóneo es hablar de fracciones difusas.
Al amanecer, el cielo próximo al horizonte puede ser 0,1 azul y 0,9
no azul (o 0,9 naranja). Asimismo, a la mayoría de los varones se les
puede asignar una fracción difusa de, por ejemplo, 0,9 o de 0,8 de
masculinidad, pero todos sabemos que, según los criterios a que
recurramos para definir la masculinidad, hay hombres a quienes
les correspondería una fracción de 0,7 o de 0,6 y unos pocos a los
que les vendría mejor una de 0 ,2 o de 0 ,1 .
Cuando dejamos conjuntos tan simples como cielos y hombres
y nos introducimos en fenómenos mucho más complejos y social­
mente condicionados como el saber y las creencias, los conjuntos
se superponen en mayor medida y las zonas fronterizas son más
anchas y confusas. En tales condiciones, es mucho más complicado
trazar los límites. La lógica difusa es básica para nuestra forma de
entender cómo funciona el mundo y, particularmente, para asig­
nar fracciones difusas no sólo a los conjuntos de saberes y a los indi­
viduos que los conocen, sino para definir nuestro grado de certi­
dumbre sobre ambos. Y aquí nos encontramos en un terreno de la
ciencia que nos resulta muy familiar: el de la probabilidad y la esta­
dística. Por ejemplo, en las ciencias sociales decimos que rechaza­
mos la hipótesis nula cuando el nivel de confianza es 0,05 (es decir,
estamos un 95 por ciento seguros de que el resultado encontrado
no se debe al azar), o cuando es 0,01 (un 99 por ciento), o incluso
cuando es 0 ,0 0 0 1 (cuando la probabilidad de que el resultado se
deba a la suerte no es más que de un uno por diez mil). Es la lógica
difusa en su máxima expresión, y es esta difusa forma de razonar
(en el mejor sentido) la que nos ayudará a resolver la incógnita de
los límites en ciencia.
En mi libro Por qué creemos en cosas raras señalé cuán difícil es
definir una «cosa rara». Al fin y al cabo, lo que para una persona es
una cosa rara, para otra puede ser una creencia muy preciada.
Introducción 33

Definir lo que es raro es como definir el arte, o la pornografía: los


reconozco cuando los veo gracias a una profunda y larga experien­
cia y un parejo estudio, pero formular una definición me resulta
muy difícil. No soy capaz de precisar ni la rareza ni la frontera que
la separa de lo que no es una rareza con la exactitud semántica de
una sola definición que abarque todos los fenómenos; y no soy
capaz por la variedad y complejidad de las afirmaciones y la diversi­
dad de los conjuntos de conocimiento a que las creencias pueden
pertenecer. Sencillamente, no es justo reducir las creencias y a
quienes las defienden a una sola definición categórica. No obstan­
te, podemos solventar esta dificultad examinando con detalle una
serie de creencias concretas para extraer principios en los que
basamos para trazar las líneas de demarcación. Lo hemos hecho ya
con la visión remota y ha quedado definitivamente claro que no es
ciencia. En breve examinaremos otro ámbito donde las fronteras
no son tan claras.
En mi libro Denying History [Negar la historia], que escribí en
colaboración con Alex Grobman, formulé una lista de preguntas
que se pueden plantear ante cualquier afirmación histórica con el
propósito de distinguir si ésta es un caso de revisionismo histórico
legítimo o de ilegítima negación de la historia (en mi libro, concre­
tamente, se trataba de la negación del Holocausto). La llamé «lista
de detección de la negación »17 y podemos aprovecharla para dife­
renciar ciencia de pseudociencia y de lo que no son más que tonte­
rías. Cuando las formulamos a propósito de un grupo de creencias
en particular, tales preguntas nos pueden ayudar a determinar
dónde trazar los límites entre conjuntos difusos o qué fracción
difusa se le asigna a una creencia en particular. En su libro El
mundo y sus demonios, Cari Sagan expuso lo que llamó su «kit de
detección de estupideces»18. Puesto que en Lasfronteras de la ciencia
me ocupo de muchas afirmaciones que en justicia no entran den­
tro de la categoría de «estupideces», por deferencia a Cari, llamaré
al mío «kit de detección de límites».
34 Las fronteras de la ciencia

Kit de detección de límites


Como en cualquier kit que se precie, hay que leer las instruccio­
nes con detenimiento para aprovechar todas las venteas del produc­
to. Lo primero que exige el kit es que quien vaya a usarlo examine
todos los detalles, que llegue a conocerlos con la profundidad sufi­
ciente para responder a sus preguntas. Y hay un compromiso tácito
de serjusto y honrado, de no iniciar la investigación habiendo dicta­
do el veredicto de antemano. Es difícil, naturalmente, porque nadie
se enfrenta a los datos con la cabeza inmaculada, libre de teoría. La
ciencia está cargada de teorías. Todos nos sentamos a la mesa de
juego con un conjunto de ideas preconcebidas nacidas de los para­
digmas con que crecimos o fuimos educados.
Sin embargo, todos podemos elevamos por encima de nuestros
prejuicios, si no hasta un punto de Arquímedes de impoluta objetivi­
dad, sí al menos hasta cierto nivel donde la persona que defiende la
idea que investigamos sienta que recibe un trato justo. De hecho, el
principio de imparcialidad de nuestro kit de detección de límites
podría traducirse, entre otras cosas, en la siguiente pregunta -que yo
llamo pregunta de imparcialidad-, que habría que plantear antes que
ninguna otra: si lespreguntara a los defensores de la afirmación que investi­
go si tienen la impresión de que ellosy sus creencias reciben un tratojusto, ¿qué
responderían ?En realidad, siempre que sea posible, ¿por qué no pre­
guntárselo directamente? Así lo he hecho en diversas ocasiones y
para mi considerable sorpresa he comprobado que no había sido
justo, particularmente porque podaba las creencias investigadas
hasta convertirlas en un puñado de principios simplificados que me
resultaba más fácil analizar (y, normalmente, desacreditar). Es lo que
en lógica a veces se llama «falacia del hombre de paja», en la cual
uno se enfrenta a un hombre de paja que puede derribar con facili­
dad pero que en realidad no representa la postura de nadie. Me he
dado cuenta de que aprendo mucho más cuando no olvido la pre­
gunta de imparcialidad. En muchos casos, preguntar al defensor de
la creencia es complicado, pero, en tal caso, la pregunta de imparcia­
lidad sigue teniendo su función, al menos como parámetro hipotéti­
co al cual hay que tender.
Introducción 35

Con estas salvedades, voy a enumerar las diez preguntas útiles


que se pueden hacer para determinar la validez de una afirmación:
1. ¿Hasta quépunto sonfiables lasfuentes en que se sustenta la nueva
afirmación ?Personas como el historiador David Irving, una de las
figuras más relevantes del movimiento de negación del Holocaus­
to, parecen de fiar porque citan hechos y datos, pero, a menudo,
cuando los estudiamos más de cerca, esos hechos y datos están dis­
torsionados, sacados de contexto y a veces incluso son inventados.
Los científicos suelen ser fiables, los pseudocientíficos no. Natural­
mente, es cuestión de grado, porque todos cometemos errores.
Como Daniel Kevles demostró con tanta brillantez en su libro The
Baltimore Affair [El caso Baltimore], cuando se investiga un posible
fraude científico nos encontramos ante un conflicto de límites,
porque hay que detectar una señal fraudulenta sobre el fondo de
ruidos que constituyen los errores y descuidos normales que for­
man parte del proceso científico .19 El análisis de un conjunto de
notas de investigación de Thereza Imanishi-Kari (colaboradora del
premio Nobel David Baltimore) por parte de un comité indepen­
diente del Congreso organizado para investigar un posible fraude,
reveló un número de errores sorprendente. Pero, como sabe muy
bien Kevles, que está especializado en historia de la ciencia, la cien­
cia no es tan pulcra como la mayoría de la gente cree. En primer
lugar, la investigación en biología molecular es mucho más com­
pleja que, por ejemplo, la de la física de partículas. Los experimen­
tos de biología molecular se complican por el hecho de que las
células y los virus son mucho más inestables que, por ejemplo, los
átomos de hidrógeno. Se plantea entonces la siguiente cuestión:
¿cómo distinguir la distorsión intencionada de los datos o de la
interpretación de los datos de la que no es intencionada? En reali­
dad, éste fue uno de los temas de discusión centrales del famoso
proceso a los negacionistas del Holocausto que se desarrolló a
principios del año 2000, y en el que los abogados de Deborah Lips-
tadt y los peritos convocados como testigos intentaron demostrar
que los errores y omisiones de los libros de David Irving sobre los
nazis y la Segunda Guerra Mundial no eran producto de los desli­
36 Las fronteras de la ciencia

ces normales de la investigación, sino una distorsión deliberada de


los documentos históricos. Demostraron (y el juez dictó sentencia
a favor de Lipstadt) que los errores de Irving siempre apuntaban a
la exoneración de Hitler y de los nazis.
2. ¿Suelen hacer esas fuentes afirmaciones similares'? Extremistas,
negacionistas y pseudocientíficos tienen la costumbre de ir mucho
más allá de los hechos, así que, cuando un individuo hace una gran
cantidad de afirmaciones de este género, es señal de que no sólo se
trata de un revisionista o de un iconoclasta. Nos encontramos, de
nuevo, ante una cuestión de grado, porque hay grandes pensado­
res cuyas creaciones especulativas prescinden de los datos. Thomas
Gold, científico de la Universidad de Comell es famoso por la radi-
calidad de sus ideas, pero ha tenido razón en tantas ocasiones que
otros científicos le escuchan con atención y tienen en alta conside­
ración su pensamiento. Por ejemplo, el libro de Gold The Deep Hot
Biosphete [La biosfera candente] propone la herética idea de que el
petróleo no es un combustible fósil, sino el derivado de un masiva
colonia subterránea de bacterias que viven en las rocas.20 Casi nin­
gún científico con quien haya hablado se toma en serio esta tesis,
pero ninguno considera tampoco que Thomas Gold se haya vuelto
loco. ¿Por qué? Porque acepta las reglas del juego de la ciencia. El
objetivo del escéptico, en cambio, es un modelo de pensamiento
marginal que desecha y distorsiona datos constantemente no con
un propósito creativo, sino por adscripción a una ideología.
3. ¿Han sido verificadas las afirmaciones por otra fuente?Normal­
mente los pseudocientíficos y los acientíficos hacen afirmaciones
no verificadas o verificadas únicamente por alguna fuente de su
propio círculo. Debemos preguntamos quién verifica las afirma­
ciones e, incluso, quién verifica a quien las verifica. Por ejemplo, la
clave del desastre de la fusión fría no fue que Stanley Pons y Martin
Fleischman se equivocasen, sino que anunciaran su espectacular
descubrimiento antes de que otros laboratorios lo verificasen (en
rueda de prensa nada menos), y lo que es peor, que, cuando nadie
pudo validar su hipótesis, continuaran aferrándose a su fe en el
fenómeno aun a pesar de la falta de pruebas. Pons y Fleischman
Introducción 37

abandonaron las reglas de la ciencia y, por el camino, su ciencia se


convirtió en su fe. Gary Taubes, autor de libros científicos, dijo de
esta forma de proceder que era «mala ciencia»21. El físico Robert
Park habla de «ciencia vudú»22. Sea cual sea la denominación, que
una fuente ajena a nuestro ámbito verifique nuestras hipótesis es
esencial para toda ciencia digna de este nombre.
4. ¿Cómo casa la afirmación con lo que sabemos del mundo y su funcio­
namiento? Es necesario situar una afirmación extraordinaria en un
contexto más amplio para ver dónde y cómo encaja. Cuando los
negacionistas elaboran complejas teorías de la conspiración sobre
la forma en que los judíos se han inventado la teoría del Holocaus­
to a fin de conseguir indemnizaciones de Alemania y el apoyo de
Estados Unidos a Israel, interpretan con ingenuidad o de manera
engañosa el comportamiento de los regímenes políticos moder­
nos. Las indemnizaciones de guerra que pagaba Alemania se calcu­
laron basándose en el número de supervivientes, no de víctimas; y
Estados Unidos apoyan a Israel sobre todo por razones políticas y
económicas interesadas, no por altruismo, culpa o simpatía .23
Cuando los pseudoarqueólogos afirman que las pirámides y la
esfinge de Giza fueron construidas hace más de diez mil años por
una raza avanzada (porque los egipcios no pudieron mover los
pesados sillares y porque la esfinge muestra señales de erosión
hídrica que no han podido producirse después de la última glacia­
ción) , no ofrecen ningún contexto en el que esa raza pudiera pros­
perar .24 ¿Por qué esa civilización no ha dejado más vestigios?
¿Dónde están sus obras de arte, sus armas, sus prendas de vestir, sus
herramientas, su chatarra? Sencillamente, no es así como proce­
den la arqueología o la historia.25
5. ¿Se ha tomado alguien, incluida la persona que la defiende, la moles­
tia de buscarpruebas que refuten la afirmación, o sólo ha buscado pruebas
que la confirmen ?Nos topamos aquí con el sesgo de confirmación, o
tendencia a buscar pruebas confirmatorias y despreciar las pruebas
refutatorias.26 El sesgo de confirmación es poderoso y omnipresen­
te, y casi nadie lo puede evitar. Es la razón de que el método cientí­
fico haga tanto hincapié en la comprobación y en la revisión, en la
38 Las fronteras de la ciencia

verificación y en la réplica, y en esto es especialmente importante


el intento de falsar una afirmación. Los libros de David Irving son
ejemplos clásicos de una ideología en busca de hechos. En todo lo
que se refiere al Holocausto, rara vez intenta falsar o rebatir sus
interpretaciones (aunque sí lo hace con gran presteza con otros
aspectos de la guerra). Celebra con entusiasmo las pruebas refuta­
torias del Holocausto (testimonios de supervivientes nazis que lo
niegan, anomalías triviales de las pruebas físicas), pero prescinde
hábilmente de la mayoría de las pruebas refutatorias de sus teorías.
Lo mismo sucede con la fusión fría. Existen tantas pruebas en con­
tra que todo el mundo menos un puñado de físicos, químicos y
futuristas perdidamente entusiastas ha descartado hace tiempo
nuevas investigaciones. En cambio, los defensores de la «energía
infinita» (que hasta se ha convertido en el título de una revista) se
aferran a los más nimios resultados experimentales para barrer
todas las pruebas refutatorias bajo la alfombra de teorías conspira-
tonas, las cuales, por ejemplo, sostienen que las industrias del
petróleo y la electricidad son las que evitan que la opinión pública
estadounidense conozca las pruebas positivas.27
6. En ausencia de pruebas definitivas, ¿las que existen convergen en las
conclusiones de la nueva teoría o en otras ?Los negacionistas no buscan
pruebas que converjan en alguna conclusión, sino pruebas que
confirmen su ideología. Al estudiar los diversos testimonios ocula­
res del gaseamiento de prisioneros en Auschwitz, por ejemplo, se
forma un relato coherente, hasta el punto de que hoy entendemos
con bastante detalle lo que sucedió. Por su parte, los negacionistas
se concentran en las pequeñas discrepancias de los testigos y las tie­
nen por incoherencias o lagunas que refutan la teoría ortodoxa.
Por el contrario, y aunque al principio pueda parecer contraintuiti-
vo, esas divergencias en minucias confirman la teoría, porque nadie
recuerda perfectamente los detalles del pasado y, por supuesto,
sólo los aspectos generales de un acontecimiento son similares, no
sus pormenores, que varían según las circunstancias. Los ufólogos
incurren en la misma falacia con su repetida insistencia en un
puñado de anomalías atmosféricas inexplicadas (o mal explicadas)
Introducción 39

y en las visiones distorsionadas de testigos desinformados, al tiem­


po que, interesadamente, prescinden del hecho de que la gran
mayoría (yo calculo que entre el 90 y el 95 por ciento) de los testi­
monios de ovnis son perfectamente explicables mediante razones
muy prosaicas.28
7. ¿Recurre quien defiende una teoría a las normas de la razón y a las
herramientas de investigación generalmente aceptadas o las sustituyepor otras
que lepermiten llegar a las conclusiones deseadas ?La mayoría de los nega-
cionistas ni siquiera conocen las reglas comúnmente aceptadas de la
investigación y mucho menos las aplican debidamente. Pero los que
las conocen o deberían conocerlas -como Mark Weber, Robert Fau-
risson y David Irving- las infringen en beneficio de su ideología. Y no
me refiero sólo a citar las fuentes en artículos de publicaciones pre­
suntamente académicas como el Journal ofHistorical Review o en esos
gruesos volúmenes con docenas de páginas de referencias bibliográ­
ficas. Hablo del uso honrado de estas herramientas, es decir, de recu­
rrir, a la hora de examinar un documento en particular o traducir
una palabra o frase concretas en la tranquila soledad de la investiga­
ción, a cuanto está en su mano para considerar el dato y el contexto
históricos. Los crea^ionistas -a quienes yo prefiero llamar negacio-
nistas de la evolución- constituyen el mayor ejemplo de esta falta de
honradez; adolecen, por lo demás, de falta de pensamiento conver­
gente. Los creacionistas (sobre todo los partidarios de la historia
breve de la Tierra) no estudian la historia de la vida. En realidad, no
les interesa lo más mínimo la historia de la vida porque ya la cono­
cen, la tienen escrita en el libro del Génesis. Ningún fósil, ningún
vestigio biológico o paleontológico lleva escrita la palabra «evolu­
ción», pero existen decenas de miles de ellos y todos convergen en la
misma conclusión: la historia de la evolución de la vida. Los creacio­
nistas no sólo ignoran conscientemente esa convergencia, sino que
tienen que prescindir de las reglas de la ciencia, lo cual no les resulta
difícil, porque, en realidad, la mayoría no son científicos. Los crea­
cionistas leen publicaciones científicas poruña sola razón: encontrar
fallos en la teoría de la evolución o acomodar ideas científicas a sus
doctrinas religiosas.29
40 Las fronteras de la ciencia

8 . Quien defiende la afirmación ¿ aporta también una explicación dis­


tinta de losfenómenos observados o se limita a negar la explicación existen­
te1?Normalmente, los negacionistas no tienen ninguna teoría o his­
toria alternativa que ofrecer y, simplemente, se concentran en
atacar las doctrinas aceptadas. Es una estrategia clásica en los deba­
tes: critica a tu oponente pero no concretes nunca tus creencias
para evitar las críticas. Pero esta estratagema es inaceptable en
ciencia y en historia de la ciencia. El revisionismo puede aportar
críticas legítimas del paradigma existente y ofrecer un nuevo para­
digma, pero el negacionismo rara vez conlleva algo más que un
simple ataque al statu quo. Los creacionistas sólo sugieren una
«teoría» para sustituir a la de la evolución: «Es obra de Dios»30.
Quienes dicen que las pirámides las construyó una civilización pre­
via a la egipcia no aducen la menor prueba y se limitan a destacar
las anomalías de los arqueólogos. Los críticos del Big Bang prescin­
den de la convergencia de pruebas que conduce a este modelo cos­
mológico y se centran en sus escasos fallos, pero todavía no han
ofrecido ninguna alternativa viable sustentada en pruebas.
9. Si quienes postulan la nueva afirmación síplantean una teoría alter­
nativa, ¿explica ésta tantosfenómenos como la anterior? Alguna que otra
vez aparecen nuevas teorías (por ejemplo, el afrocentrismo radical
y el feminismo más extremista), pero éstas no suelen ofrecer una
explicación tan completa del pasado como la teoría a la que pre­
tenden sustituir. Es en estos detalles del pasado donde pueden
encontrarse pruebas refutatorias en forma de acontecimientos
inexplicados. Si no hubo Holocausto, ¿qué ocurrió con los millo­
nes de judíos desaparecidos durante la guerra? Si no hubo Holo­
causto, ¿cómo explican los negacionistas la multitud de referencias
al ausrotten (exterminio) de losjudíos en los documentos nazis? No
las explican. Hacen caso omiso, argumentan, niegan. De igual
modo, los escépticos de la existencia del virus VIH sostienen que es
el estilo de vida (el consumo de drogas o la promiscuidad, que inci­
den en un sistema inmunitario ya debilitado de manera natural) y
no el VIH lo que causa el sida. Pero, para que su argumentp no se
desmorone, tienen que pasar por alto las múltiples pruebas que
Introducción 41

convergen en apoyo de que el VIH es la causa del sida y, simultáne­


amente, prescindir de pruebas tan patentes como el hecho de que
se produjera una significativa propagación del sida en hemofilicos
justo después de que el virus VIH se les introdujera por descuido
en la sangre. Y encima, la teoría alternativa ni mucho menos consi­
gue dar cohesión a tantos datos como la teoría del VIH.31
10. Las creencias y prejuicios de los que defienden cierta teoría ¿se basan
en las conclusiones de esta teoría o, al contrario, en los propios prejuicios?
Todos tenemos prejuicios, nadie es totalmente imparcial. Todos los
científicos e historiadores tienen convicciones sociales, políticas e
ideológicas que, potencialmente, pueden imprimir un sesgo deter­
minado en su interpretación de los datos. Teniendo esto en cuen­
ta, cabe hacerse la siguiente pregunta: ¿en qué medida afectan
principios y prejuicios a la investigación? Es cierto que incluso los
científicos e historiadores mejor intencionados pueden caer en la
búsqueda de hechos que confirmen ideas preconcebidas, pero en
algún momento, normalmente en la fase de revisión y cotejo con
sus pares (bien informalmente, cuando uno encuentra colegas
que leen el manuscrito antes de enviarlo a la editorial, bien formal­
mente, en privado euando esos colegas leen y critican el manuscri­
to o en público, tras la publicación), los prejuicios salen a la luz y se
extirpan o la revista o la editorial rechazan el artículo o el libro en
cuestión y no lo publican. Ese es el motivo de que no se deba traba­
jar en el vacío. Sin mirada crítica, el intelecto tropieza y cae. Si el
autor no es capaz de percatarse de sus propios prejuicios, otros
ojos se los señalarán.
Con este kit de detección de límites podemos ampliar la heurística
de la lógica difusa a tres conjuntos que llamaremos ciencia normal,
ciencia fronteriza y aciencia, sistema temario de conjuntos mucho
menos restrictivo que el sistema binario. A continuación enumero
algunos ejemplos extraídos de mi experiencia al hacer las diez pre­
guntas anteriores durante el estudio, considerablemente detalla­
do, de determinadas afirmaciones que entran difusamente en una
de esas tres categorías; añado también la fracción difusa que subje­
42 Las fronteras de la ciencia

tivamente he asignado a cada teoría o afirmación (0,9 es el máxi­


mo y 0 ,1 el mínimo grado de validez científica):
Ciencia normal. En el lado científico de la frontera:
- Heliocentrismo, 0,9
- Evolución, 0,9
- Mecánica cuántica, 0,9
- Cosmología del Big Bang, 0,9
- Tectónica de placas, 0,9
- Neurofisiología de las funciones cerebrales, 0,8
- Equilibrio puntuado, 0,7
- Sociobiología/psicología evolutiva, 0,5
- Teoría de la complejidad y del caos, 0,4
- Inteligencia y tests de inteligencia, 0,3
Aciencia. Al otro lado de la frontera: aciencia, pseudociencia y
sandeces
- Creacionismo, 0,1
-Revisionismo del Holocausto, 0,1
-Visión remota, 0,1
-Astrología, 0 ,1
- Código bíblico, 0,1
- Abducciones alienígenas, 0,1
-BigFoot, 0,1
- Ovnis, 0,1
- Teoría del psicoanálisis freudiano, 0,1
- Recuperación de recuerdos, 0,1
Cienciafronteriza. En la zona fronteriza entre la ciencia normal y
la aciencia:
- Teoría de supercuerdas, 0,7
- Cosmología inflacionaria, 0,6
- Teorías de la conciencia, 0,5
- Grandes teorías de la economía (objetivismo, socialismo, etcé­
tera) , 0,5
Introducción 43

- Búsqueda de inteligencia extraterrestre, 0,5


- Hipnosis, 0,5
- Quiropráctica, 0,4
-Acupuntura, 0,3
- Criogenia, 0,2
- Teoría del punto omega, 0,1
Puesto que estas categorías son difusas -como lo son también sus
valoraciones fracciónales-, en función de las pruebas que vayan
apareciendo pueden cambiar de grupo y recibir una nueva valora­
ción. En realidad, todas las teorías que ahora pertenecen a la cien­
cia normal fueron acientíficas o estuvieron en los márgenes de la
ciencia. Cómo pasaron de la aciencia a las fronteras de la ciencia y
de ahí a la ciencia normal (o cómo algunas teorías de la ciencia
normal volvieron a las fronteras e incluso a la aciencia) es uno de
los aspectos más importantes del estudio de la historia y filosofía de
la ciencia.
La SETI, o Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre en sus siglas
en inglés, no es pseudociencia porque todavía no afirma haber
encontrado nada («i a nadie): la practican científicos profesiona­
les que publican sus descubrimientos en revistas que leen otros
científicos profesionales, supervisa sus declaraciones y no vacila en
examinar todo indicio de error en los datos, y casa perfectamente
con nuestra comprensión de la historia y estructura del cosmos y
de la evolución de la vida. Pero la SETI tampoco es ciencia normal,
porque el tema central de sus investigaciones todavía tiene que
salir a la luz. A día de hoy, ningún extraterrestre nos ha llamado
todavía por teléfono y, por mucho que yo la apoye, esta actividad
aún se mueve en los márgenes de la ciencia. La ufología, en cam­
bio, es pura y simple aciencia (y a veces pseudociencia). Sus defen­
sores no juegan según las reglas la ciencia, no publican sus hallaz­
gos en revistas leídas por otros especialistas de igual rango, hacen
caso omiso de los testimonios, entre el 90 y el 95 por ciento, que
son completamente explicables, se centran en las anomalías, no
supervisan y dependen enormemente de teorías conspiratorias
44 Las fronteras de la ciencia

que hablan de engaños del gobierno, naves espaciales ocultas y


alienígenas encerrados en cuevas del estado de Nevada.
Asimismo, la teoría de supercuerdas y la cosmología inflacionaria
se encuentran muy próximas a las fronteras de la ciencia pero son
ciencia y, muy pronto y dependiendo de las pruebas que actualmente
empiezan a aparecer de estas ideas hasta ahora no probadas, o bien
entrarán por pleno derecho en el grupo de las ciencias normales o
bien tendrán que abandonar esta pretensión definitivamente. Son
ciencias fronterizas y no pseudociencia ni aciencia porque las desa­
rrollan científicos profesionales que publican trabajos en revistas y
boletines serios y que intentan descubrir métodos de comprobar sus
teorías. En cambio, los creacionistas, que idean cosmologías con la
intención de que se adapten al libro del Génesis, normalmente no
son científicos profesionales, no publican en revistas donde otros
científicos juzgan la calidad del artículo antes de ser publicado y no
tienen ningún interés en comprobar sus teorías si no es para contras­
tarlas con lo que a su parecer es la palabra divina del mismísimo Dios.
Las teorías de la conciencia son ciencias fronterizas y las teorías
psicoanalíticas son pseudociencia porque las primeras se hallan en
vías de comprobación y se basan en datos sólidos de la neurofisio-
logía, mientras que las segundas han sido puestas a prueba una y
otra vez, no han superado ningún examen y se basan en desacredi­
tadas teorías decimonónicas de la psique. De igual modo, la teoría
de recuperación de los recuerdos está desacreditada porque hoy
sabemos que la memoria no es como una cinta de vídeo que uno
puede rebobinar y volver a ver y que el propio proceso de «recupe­
ración» contamina el recuerdo. La hipnosis, en cambio, tiene que
ver con otros aspectos del cerebro y podría haber sólidas pruebas
científicas que apoyen algunas de las tesis asociadas a ella. Así que
vamos a terminar el pequeño tratado de las fronteras y los límites
difusos de la ciencia analizando con detalle esta ciencia fronteriza.
La exploración de las fronteras
Con frecuencia, la filosofía de la ciencia se enreda en los mato­
rrales de la lógica simbólica, los escenarios hipotéticos y las especu­
Introducción 45

laciones teóricas sin ninguna correspondencia con el mundo real.


Por este motivo he ilustrado con breves ejemplos las diez pregun­
tas del kit de detección de límites y ofrecido casos concretos de
ciencia normal, ciencia fronteriza y aciencia. Por seguir uno de
estos ejemplos al detalle y a fin de explicar mejor el dilema de los
límites en ciencia, voy a recordar ahora cierta investigación que lle­
vamos a cabo para Exploring the Unknown.
El sábado 13 de mayo del año 2000 fui hipnotizado por James
Mapes, especialista en hipnosis y terapia motivacional, para un epi­
sodio del programa dedicado a la hipnosis. Nos proponíamos estu­
diar el siguiente interrogante teórico: ¿es la hipnosis un estado alte­
rado de conciencia o el hipnotizado sólo fantasea interpretando
determinados papeles de tácito acuerdo con el hipnotizador? Nos
movemos en el ámbito de la ciencia fronteriza porque por un lado
contamos con resultados experimentales muy relevantes que indu­
cen a pensar que se trata de un estado alterado de conciencia,
pero, por otro lado y a pesar de que es un fenómeno que se lleva
investigando más de un siglo, los científicos son incapaces de
ponerse de acuerdo sobre lo que en realidad sucede durante el
trance hipnótico. Los escépticos sostienen que el hipnotizado no
hace nada durante el trance hipnótico que no pueda hacer una
persona no hipnotizada, bien por engaño, bien -lo cual es más
probable- sumiéndose en fantasías e interpretaciones de papeles
dirigidas por el hipnotizador.32 En otras palabras, un actor puede
reproducir cualquier cosa que un presunto hipnotizado haga y un
observador sería incapaz de distinguir entre ambos. De hecho,
Kreskin, el famoso mago, ofrece cien mil dólares a quien sea capaz
de demostrar lo contrario y de momento nadie lo ha conseguido.
Los fieles de la hipnosis, en cambio, apelan a los trabaos en psico­
logía experimental de Emst Hilgard, investigador de la Universidad
de Stanford, y a su descubrimiento del llamado «observador oculto».
En un experimento de Hilgard, un grupo de personas sumergían los
brazos en un cubo de agua tan fría que al cabo de unos minutos sen­
tían un dolor muy intenso. Después de hipnotizarlas, a otro grupo
de personas se les decía que esa misma agua no les haría el menor
46 Las fronteras de la ciencia

daño y, en efecto, mientras estaban bajo los efectos de la hipnosis


sólo sentían un dolor muy leve. Pero, tras haber salido del estado
hipnótico, cuando se Ies pedía que hicieran una valoración del dolor
que habían sentido hablaban de un grado de dolor similar al que
habían sentido las personas no hipnotizadas del primer grupo.
Dicho de otra manera, bajo los efectos de la hipnosis una parte de su
cerebro percibía un nivel bajo de dolor y otra parte un nivel alto. Hil-
gard llama a esta parte del cerebro «observador oculto». Este obser­
vador oculto está disociado de la otra zona del cerebro, la que se
sume en el estado hipnótico. El experimento de Emst Hilgard apoya
la llamada teoría disociativa de la hipnosis, que el propio Hilgard
define como «una multiplicidad de sistemas funcionales que están
organizadosjerárquicamente pero se pueden disociar»33.
Los críticos de esta teoría afirman que Hilgard dio instrucciones
a los sujetos de su experimento de crear un «observador oculto»,
que en realidad es un concepto muy metafórico, como lo es tam­
bién la idea premodema del homúnculo (un hombrecito que, pre­
suntamente, se encuentra dentro de las células del esperma y que
tras la fecundación crece hasta convertirse en un ser humano com­
pleto). ¿Es el observador oculto, al igual que el homúnculo, un
ente inexistente? Esto es lo que dijo Hilgard a las personas que
colaboraron en su experimento:
Cuando le ponga la mano en el hombro (después de que lo haya
hipnotizado), podré hablarle a una parte oculta de usted que sabe
lo que le está ocurriendo a su cuerpo, algo que desconoce la parte
de usted a la que ahora le estoy hablando. La parte a la que ahora le
estoy hablando no sabrá lo que usted me diga, no sabrá ni siquiera
que usted me habla. [...] Usted recordará que tiene dentro una
parte que sabe que están ocurriendo muchas cosas que pueden
ocultarse a su conciencia normal o a su parte hipnotizada.34
¿Se inventó Hilgard la idea del «observador oculto» y luego la
implantó en la mente de los sujetos de su experimento, cuya inter­
pretación de lo sucedido estaba condicionada por sus comenta­
Introducción 47

dos? Tal vez, pero parece improbable -o más bien imposible- que
una persona pueda crear conscientemente un estado mental diso­
ciado. Pero, incluso aunque fuera posible, ¿no sería una prueba
de que el «observador oculto» es real? Poco antes de que grabáse­
mos el programa sobre la hipnosis, asistí a una conferencia de la
Asociación de Psicología de la Zona Oeste de Estados Unidos en
Porüand, Oregón, que pronunció el doctor Richard Thompson,
de la Universidad del Sur de California, una de las grandes figuras
mundiales en neurociencia. Es posible que Thompson sea una de
las personas que más saben del cerebro en el mundo, así que no
pude por menos de dirigirme a él para hablarle de la idea del
observador oculto. Curiosamente, su conferencia versaba sobre
los avances efectuados en el estudio del cerebro utilizando técni­
cas de neuroimagen (que «iluminan» las distintas zonas del cere­
bro cuando están activas). Con gran satisfacción por mi parte,
Thompson me dijo que unos científicos habían reproducido los
experimentos sobre el «observador oculto» de Hilgard utilizando
técnicas de neuroimagen y se había demostrado que la zona del
cerebro que se activaba en los sujetos no hipnotizados que sentían
dolor era la misma Que se activaba en los sujetos hipnotizados que
no habían sentido dolor y luego, tras la hipnosis, aseguraban que
sí lo habían sentido. «Ahítiene a su observador oculto», proclamó
Thompson teatralmente. Al fin, una prueba neurológica del
metafórico concepto de Hilgard. El observador oculto parecía
real y la teoría disociativa de la hipnosis, respaldada por pruebas
experimentales.
Con este debate teórico en mente nos reunimos unas cuarenta
personas en Glendale, California, para una sesión de hipnosis. No
era la primera vez que me hipnotizaban. En 1982 asistí a varias
sesiones con una experta hipnoterapeuta amiga mía, Gina Kuras, a
la que conocí en un curso de psicología experimental de la Univer­
sidad del Estado de California en Fullerton al que asistí como
alumno. Gina vivía parcialmente de la hipnoterapia y yo me estaba
preparando para la primera edición de Race Across América, una
competición ciclista transcontinental sin descanso de unos 4.500
48 Las fronteras de la ciencia

kilómetros de recorrido. Cuatro personas íbamos a pedalear diez


días las veinticuatro horas del día, con paradas opcionales para
dormir o descansar. Como, evidentemente, una carrera ciclista
ultramaratoniana es algo más que una prueba física, llegué a la
conclusión de que necesitaría toda la ayuda psicológica posible, así
que, además de entrenarme recorriendo 800 kilómetros a la sema­
na, seguir una dieta especial y probar varias terapias alternativas
para mejorar la salud y forma física, asistí a una serie de sesiones de
hipnosis con Gina para aprender a dominar el dolor y a mantener
la concentración.
Al principio no se me dio bien. Todos los hipnotizadores saben
que hay personas muy sugestionables, excelentes para la hipnosis, y
personas menos sugestionables a quienes les cuesta más entrar en
el estado alterado de conciencia. Por la razón que sea, yo pertenez­
co a esta segunda categoría -soy demasiado analítico, introspectivo
y, al mismo tiempo, consciente de cuanto me rodea para establecer
un vínculo psicológico con el hipnotizador y olvidarme de todo-,
pero al cabo de varias sesiones avancé lo suficiente y Gina pudo
hipnotizarme. Mi última sesión previa a la carrera la grabaron para
el programa Wide World ofSports [El ancho mundo del deporte], de
la cadena ABC, que realizaba una cobertura «individualizada y
muy personal» de la preparación de la prueba. Tanto me «sumer­
gí» en el trance hipnótico que Gina se dio un buen susto cuando,
al tratar de despertarme con el habitual «3, 2, 1, despierta», no
reaccioné. Por un momento temió haber apagado mi cerebro para
siempre, ¡y delante de las cámaras de televisión nada menos!
Veinte años después, yo no sabía si sería capaz de volver a sumir­
me en el estado hipnótico, si por culpa de mi mente lógica y cientí­
fica estaría demasiado pendiente de las circunstancias externas y
de mis pensamientos para abandonarme. Y, en efecto, así sucedió.
Estuve a punto de entrar en trance hipnótico y me esforcé, vigilan­
temente, por dejarme llevar y seguir las sugerencias de James
Mapes. Pero no creo que llegara a conseguirlo. No obstante, de las
cuarenta personas del grupo, seis o siete entraron efectivamente
en un estado alterado de conciencia. Aunque contemplo con
Introducción 49

escepticismo algunas fases de la sesión (como las regresiones a la


infancia, que no me parecen otra cosa que fantasías en las que se
interpreta un papel), su demostración más espectacular fue
implantar en los hipnotizados la idea de que, de los diez números
que van del uno al diez, uno de ellos no existía, de modo que,
cuando contaban los dedos de su memo, todas las personas objeto
del experimento acababan en once. Por efecto de la sugestión hip­
nótica, aquellas personas borraron una cifra de su cabeza. Y luego,
fuera ya del estado alterado de conciencia, no sólo recordaron el
número, sino que recordaron también que anteriormente no
habrían sido capaces de decirlo a pesar de la sensación de tenerlo
en la punta de la lengua, una experiencia particularmente frus­
trante. Dicho de otro modo, el observador oculto sabía el número
y era consciente de que otra parte del cerebro, el módulo disocia­
do en el estado hipnótico, era incapaz de decirlo.
Lo sucedido me tenía tan intrigado que decidimos proseguir
con nuestras investigaciones. Despedimos a todos nuestros colabo­
radores menos ajocelyn, una joven que trabaja de secretaria en un
bufete de abogados de Los Angeles. Jocelyn parecía bastante suges­
tionable y se entregaba totalmente, así que James Mapes y yo nos
dispusimos a llevar a cabo una nueva sesión de hipnosis sólo con
ella y la grabamos para mi programa. Aunque transcurrió más de
una hora antes de que el equipo de iluminación tuviera listo el set,
Mapes pudo introducir ajocelyn en el estado hipnótico en cues­
tión de segundos con un toquecito en la nuca y a la orden de
«duérmete». Siguiendo mis instrucciones, Mapes indicó ajocelyn
que no dijera el número ocho. Luego, yo le pedí que contara hasta
diez con los dedos yjocelyn volvió a deleitamos: contó «1,2, 3, 4,5,
6 , 7,9, 1 0 , 1 1 » y, con el número once, se quedó mirando perpleja
el último dedo de sus manos. Yo le pregunté cuántos dedos tenía.
«Diez», respondió sin dudarlo. Le pedí que volviera a contar, esta
vez empezando por la otra mano: el mismo resultado y la misma
mirada confusa. A continuación le hablé del «observador oculto» y
de que una parte de su cerebro sí conocía el número ocho. Repetí
este número varias veces. Le dije que iba entre el siete y el nueve,
50 Las fronteras de la ciencia

que Mapes la había sugestionado para que ella no pudiera decirlo


y que ahora, a mi orden, iba a olvidar esa sugestión e iba a contar
hasta diez. Ylo hizo: «1, 2,3, 4 ,5 , 6 , 7,9,10,11». Yo no me lo podía
creer. Le pedí a Mapes que sacara a la muchacha del estado hipnó­
tico, le pedí que contase hasta diez y lo hizo de carrerilla y sin erro­
res. ¿Recordaba que Mapes le había prohibido que dyera el núme­
ro ocho? Sí, lo recordaba. Su observador oculto lo sabía
perfectamente.
Todavía escéptico, quise probar otro experimento. Pedí a
Mapes que le prohibiera ajocelyn decir «negro», que le dijera que
para ella no existían ni el color ni el concepto «negro». Cuando
Jocelyn ya se encontraba despierta e hipnotizada, le pedí que me
dijera de qué color eran mis zapatos, que eran negros. No respon­
dió. Le enseñé un micrófono negro y le pregunté de qué color era.
No respondió. Le pregunté por otros tres colores. Y me respondió
sin mayor dificultad. Volví a explicarle la teoría del observador
oculto, que sí conocía el color negro, y le dije que hiciera entonces
caso omiso de la orden de Mapes y me dijera de qué color era el
micrófono. Y no respondió (o sólo con la misma mirada de perple­
jidad del experimento anterior). A continuación deletreé «azul» y
le pedí ajocelyn que me dijera la palabra. «Azul», dijo, con con­
fianza. «Yahora di esta palabra: “n-e-g-r-o”», le ordené. Vi que trata­
ba de formar la palabra en sus labios, que intentaba decir algo,
pero no pudo. «“N-e-g-r-o”, di “negro”», le pedí. «Nee-groo», dije
despacio, marcando las sílabas. «Dilo. Di “negro”.» No pudo.
«Intenta decir “a-z-u-1”», sugerí. «Azul», dijo de inmediato. «Bien,
ahora escucha: “n-e-g-r-o”, di negro, o “ne-gro”, “negro”. Dilo. “Ne­
gro”, “negro”.» Sólo conseguí una mirada de estupor.
E intentamos otro experimento. Esta vez, siguiendo mis indica­
ciones, Mapes le dijo ajocelyn que el dorso de mi mano derecha
estaba al rojo vivo. A continuación, yo le pedí a la muchacha que
me tocase la mano izquierda. Lo hizo tranquilamente. Luego, que
me tocase la mano derecha. Acercó los dedos hasta unos dos centí­
metros de mi mano y, de pronto, los retiró con mirada asustada.
«¿Qué ocurre?», le pregunté. «Tienes la mano ardiendo.» «No, eso
Introducción 51

no es verdad», le dije, tocando el dorso de mi mano derecha con la


mano izquierda. «Ya ves que la toco y no pasa nada. Tú puedes
hacer lo mismo. Lo que ocurre es que Mapes te ha dicho que mi
mano está al rojo vivo, pero, como puedes ver, no es así. Así que,
adelante, tócame la mano.» Jocelyn volvió a acercar los dedos a dos
centímetros de mi mano y volvió a retirarlos con los ojos como pla­
tos y expresión temerosa. Con mi mano izquierda le cogí la suya,
tiré de ella y le dije, con firmeza: «Escúchame, Jocelyn. No está
ardiendo. No te vas a quemar». Cuando su mano estaba a unos
centímetros de la mía, la retiró con fuerza y con horror y me miró
como si acabara de atacarla violentamente.
Al terminar la sesión, Jocelyn, despierta, consciente y fuera del
estado hipnótico, recordó con vivido detalle su incapacidad para
decir el número «ocho», ver el color «negro» y tocarme la mano.
Su observador oculto era consciente de cuanto había ocurrido,
pero en ese estado de disociación mental, no había podido hacer
nada. Para una parte del cerebro, la fantasía había sido más real
que la realidad, pero no para el observador oculto. ¿Por qué suce­
de esto? Nadie lo sabe. ¿De qué forma ocurre? Nadie lo sabe. ¿Cuál
es la neurofisiologíS de la hipnosis? Nadie lo sabe. Ese es el motivo
de que la hipnosis sea una ciencia fronteriza. Evidentemente,
durante el trance hipnótico sucede algo que exige una explica­
ción. La hipnosis no es ni pseudociencia ni aciencia y, evidente­
mente, no es ninguna estupidez. Pero ¿qué es? Nadie lo sabe.
La hipnosis es una manifestación emblemática de un interro­
gante mayor que se plantea en los márgenes de la ciencia: el de la
propia conciencia. ¿Qué significa ser consciente en oposición a lo
que es estar inconsciente? ¿Qué ocurre con el «yo» consciente
cuando la psique entra en un estado inconsciente como el sueño o
en un estado alterado de conciencia como la hipnosis? Nadie lo
sabe. El cerebro está compuesto por una serie de módulos adapta­
dos específicamente para funciones generales como el lenguaje, la
visión, el oído y el equilibrio, y para un número de funciones con­
cretas como los modelos lingüísticos, el reconocimiento de los ros­
tros, la detección de movimientos, etcétera. Pero nadie «siente»
52 Las fronteras de la ciencia

que consiste en una miríada de módulos. Todos tenemos un senti­


do del yo, un sentido único del yo. Un mí mismo. Un ego. ¿Dónde
está localizado el yo? ¿Qué módulo del cerebro coordina todos los
demás módulos para crear un único sentido del yo? Le hice estas
preguntas al neurocientífico Richard Thompson y ésta fue su res­
puesta: «Nadie lo sabe».
El estudio de la conciencia es uno de los mejores ejemplos de
ciencia fronteriza. Los científicos esperan que en algún momento
del siglo xxi este gran enigma se resuelva y su disciplina entre a for­
mar parte de la ciencia normal.
El retorcido tronco de la ciencia
A principios del siglo xix, el filósofo alemán Immanuel Kant
realiza la siguiente observación sobre la historia y la condición
humana: «Del retorcido tronco de la humanidad no ha salido
nunca nada recto». Este libro surge de la necesidad de entender de
qué forma las emociones, los prejuicios y las preferencias huma­
nas, y especialmente la cultura, configuran el proceso mediante el
cual exploramos nuestro mundo (ciencia), nuestro pasado (histo­
ria) y a nosotros mismos (biografía), y de entender también que,
aunque los propios científicos y su método están inexorablemente
entrelazados con su entorno cultural y social, todavía no se ha
inventado un método mejor que el científico para comprender la
realidad. Empleemos la ciencia, en su variedad normal o fronteri­
za, para maximizar nuestros conocimientos y nuestra sabiduría.
Este libro trata de las fronteras difusas de la ciencia. Investigare­
mos los límites entre ortodoxia y herejía científicas en general, y
entre ciencia normal y aciencia, ciencia revolucionaria, ciencia
radical, pseudociencia, protociencia y tonterías en particular. En la
Primera parte: teorías fronterizas, empezaremos en el capítulo 1
debatiendo lo que yo llamo nuestros «filtros del saber»: lentes a tra­
vés de las cuales observamos el mundo y el modo en que su color
influye enormemente en lo que creemos que vemos. Muestro
cómo y por qué, a pesar de las limitaciones impuestas por esos fil­
tros del saber, la ciencia continúa siendo el mejor método que
Introducción 53

tenemos para entender nuestro mundo, nuestro pasado y a noso­


tros mismos, y que, en la investigación de la verdad, la realidad
debe ser lo primero. En el capítulo 2 reviso con cierto detalle varias
«teorías del todo», como yo llamo a esas ideas que, elaboradas por
individuos que se encuentran en los márgenes de la ciencia, inten­
tan desarrollar una teoría unificadora que explique la complejidad
del mundo según un solo principio. Empiezo con las teorías de
todo de la década de 1950 que Martin Gardner describe en su clási­
co In the Ñame of Science [En el nombre de la ciencia] y las comparó
con las teorías del todo que más en boga estaban en el año 20 00
para demostrar que las teorías -mayormente en los difusos conjun­
tos de la pseudociencia y la ciencia fronteriza- han cambiado en lo
particular, pero no en lo general, es decir, en su objetivo de expli­
carlo todo. En el capítulo 3 nos fijamos en la clonación y en la inge­
niería genética para investigar los límites morales que la sociedad
impone a la ciencia y vemos que, cuando una ciencia fronteriza
como la genética se transforma en ciencia normal, la sociedad rela­
ja las restricciones basadas en lo que considera «normal». Una vez
más comprobamos que la ciencia no opera y no debería operar en
un vacío cultural. El capítulo 4 toca una de las ciencias fronterizas
más sensibles: las diferencias raciales y lo que en realidad signifi­
can, un ejemplo espléndido de la forma en que un fenómeno
social y biológico complejo puede reducirse mezquinamente (e
injustamente) a un puñado de principios (y, en ocasiones, verse
sometido a control político y social). La ciencia, a veces pseudo­
ciencia, de las diferencias entre blancos y negros adolece de servi­
dumbre cultural y está ligada a una época y a una civilización en
particular. En el capítulo 5 comento la historia y la sociología de la
teoría del equilibrio puntuado que, en el momento en que fue pre­
sentada en sociedad, a principios de la década de 1970, se tuvo por
revisión radical (incluso herética) del gradualismo darwiniano, al
que sustituyó como mejor relato de la evolución de la vida en la
Tierra. ¿Es la teoría del equilibrio puntuado un nuevo paradigma?
¿Se ha producido un cambio de paradigma al pasar del gradualis­
mo al equilibrio puntuado? ¿Ha efectuado esta teoría, la del equili­
54 Las fronteras de la ciencia

brio puntuado, la transición entre ciencia fronteriza y ciencia nor­


mal?
En la Segunda parte: pobladores de la frontera, empezamos, en
el capítulo 6, con una revisión profunda de los aspectos sociológi­
cos y psicológicos que subyacían a la resistencia a la primera gran
revolución de la ciencia, la revolución copemicana, y comentamos
de qué modo las fuerzas psicológicas y sociales tuvieron tanta
importancia como las pruebas factuales en el rechazo que inicial­
mente suscitó y en su posterior aceptación. La revolución copemi­
cana es el ejemplo paradigmático del paso de una protociencia pri­
mero a las fronteras de la ciencia y luego a la ciencia normal, y de
cómo este cambio ocurrió gracias a factores tanto científicos como
culturales, circunstancia que nada ilustra mejor que el modelo de
ciencia social que Frank Sulloway ha elaborado sobre ortodoxia y
herejía en ciencia. Los capítulos 7 y 8 ofrecen un análisis biográfico
de uno de los grandes exploradores de la frontera en el siglo xix,
Alfred Russel Wallace. En Wallace observamos las fronteras de la
ciencia en particular y las fronteras del saber en general, puesto
que no sólo descubrió a la par que Darwin el mecanismo esencial
de la evolución, la selección natural, y no sólo es el creador de toda
una disciplina científica de la ciencia normal llamada biogeografía,
sino que también es un paladín de causas pseudocientíficas y acien-
tíficas como el espiritismo, el nacionalismo, la antivivisección y
muchas otras.
En la Tercera parte: historias de la frontera, empezamos, en el
capítulo 9, señalando que el estudio del pasado se puede llevar a
cabo aprovechando los métodos científicos de otras ciencias histó­
ricas como la cosmología, la geología histórica, la paleontología y
la arqueología, y que, en realidad, así se debe hacer para evitar el
atolladero del deconstruccionismo y del posmodemismo en que se
encuentra esta faceta del saber. Aunque ya la sostuvieron algunos
en el siglo xix, esta idea, la aplicación de la ciencia a la historia, se
considera herética y ajena a la labor normal de los historiadores
cuando «escriben la historia». Pero ¿por qué han renunciado a
ella? Si los métodos de la ciencia son tan eficaces para responder
Introducción 55

interrogantes y resolver misterios, ¿por qué los historiadores no los


aplican a los interrogantes y misterios que suscita el pasado? Con­
cretamente, ese capítulo investiga lo que yo llamo el «mito del pue­
blo perfecto», según el cual los pueblos nativos habrían convivido
en bendita armonía con la naturaleza y unos con otros antes de la
llegada del Malvado Varón Europeo Blanco. Recurro a varias cien­
cias y a sus métodos para responder a diversas preguntas sobre el
pasado y sostengo que esta práctica debería formar parte normal
de la ciencia histórica. En el capítulo 10 aplico la moderna teoría
cognitiva de la ciencia al estudio de figuras históricas y, entretanto,
echo por tierra la naturaleza presuntamente «milagrosa» del
genio, afirmando que, en realidad, la diferencia entre los genios
excepcionales y las demás personas sólo es cuantitativa. Resulta
interesante estudiar de qué manera las diferencias cuantitativas
pueden dar pie a diferencias cualitativas en lo que metafóricamen­
te podríamos llamar frontera entre la normalidad y el genio. El
capítulo 11 examina con detalle esa gran polémica en torno a
quién fue primero, y se lleva el mérito de serlo, en la teoría de la
evolución, ¿Darwin o Wallace?, y lo que este debate nos dice sobre
el funcionamiento de la ciencia y, en especial, de la ciencia revolu­
cionaría. La historia es más complicada de lo que normalmente
nos cuentan y el resultado más amable de lo que con frecuencia
afirman los anales de las disputas científicas. Por último, el capítulo
12 recuerda un caso magnífico de paso atrás de ciencia a pseudo-
ciencia, uno de los mayores desengaños experimentados por la
comunidad científica en el siglo xx: el fraude de Piltdown. En ese
capítulo comprobaremos que los datos nunca hablan por sí mis­
mos y que los científicos pueden manipular la información para
adaptarla a sus expectativas, en este caso, las de que el ser humano
desarrolló primero un cerebro de gran tamaño, lo cual, supuesta­
mente, tendría que llevar al descubrimiento de un fósil que tuviera
cráneo humano y mandíbula de simio, que fue precisamente lo
que «descubrieron» en Piltdown. Ciencia normal durante cuatro
décadas hasta que, en la década de 1950, se desvelara el fraude, el
caso de Piltdown es una lección de humildad: los científicos deben
56 Las fronteras de la ciencia

examinar con precaución los datos y ser extraordinariamente con­


cienzudos con su trabajo.
Parte de esta labor concienzuda consiste también en dar las gra­
cias a las personas que nos han proporcionado datos y a las que
más han influido en nuestro trabajo. En mi caso son varias las que
han intervenido en la formación de mis ideas sobre la ciencia y, por
tanto, en la elaboración del libro que el lector tiene en sus manos.
La primera de ellas es, sin comparación, mi colega, amigo y confi­
dente Frank Sulloway, que orientó mi interés por la ciencia hacia
un terreno que ya había transitado, el de las ciencias sociales, y que
me ayudó a recuperar la pasión por la psicología.
Mi tarea como director de la revista Skeptic está estrechamente
vinculada a la escritura del presente texto, así como de otros ante­
riores y he contraído por este motivo una deuda de gratitud con
los miembros del consejo editorial de la revista: Richard Abanes,
David Alexander, Steve Alien, Arthur Benjamín, Roger Bingham,
Napoleon Chagnon, K. C. Colé, Jared Diamond, Clayton J. Drees,
Mark Edward, George Fischbeck, Greg Forbes, Stephen Jay Gould,
John Gribbin, Steve Harris, William Jarvis, Penn Jillette, Gerald
Larue, Jeffrey Lehman, William McComas, John Mosley, Richard
Olson, Donald Prothero, James Randi, Vincent Sarich, Eugenie
Scott, Nancy Segal, Elie Shneour, Jay Stuart Snelson, Carol Tavris,
Teller y Stuart Vyse. Como siempre, agradezco también el apoyo
que desde la Sociedad de Escépticos y la revista Skeptic me han brin­
dado Dan Kevles, David Baltimore, Alison Winter, Susan Davis y
Cris Harcourt, del Instituto Tecnológico de California, Larry Man­
de, lisa Setziol, Jackie Oclaray y Linda Othenin-Girard, de la KPCC
de Pasadena, Linda Urban, de la librería Vroman’s de Pasadena, y
también el de todos aquellos que me han ayudado en todos los
niveles de nuestra organización, desde los directores al resto del
personal: Yolanda Anderson, Stephen Asma, Jaime Botero, Jason
Bowles, Jean Paul Buquet, Adam Caldwell, Bonnie Callahan, Tim
Callahan, Cliff Caplan, Randy Cassingham, Amanda Chesworth,
Shoshana Cohén, John Coulter, Brad Davies, Janet Dreyer, Bob
Friedhoffer, Jerry Friedman, Gene Friedman, Nick Gerlich, Sheila
Introducción 57

Gibson, Michael Gilmore, Tyson Gilmore, Greg Hart, Andrew Har-


ter, Lisa Hoffart, Laurie Johanson, Terry Kirker, Diane Knudtson,
Joe Lee, Bernard Leikind, Betty McCollister, Tom McDonough,
Sara Meric, Tom Mclver, Frank Miele, Dave Patton, Rouven Schae-
fer, Brian Siano, Tanja Sterrmann, Lee Traynor y Harry Ziel.
Por la ayuda adicional que me han dispensado, estoy especial­
mente agradecido a mis agentes, Katinka Matson y John Brock-
man, a mi editor, Kirkjensen, a la directora de producción, Ruth
Mannes, a Brian Hughes, de Oxford University Press, y a mis bue­
nos amigos de los departamentos de producción y de ventas de
esta prestigiosa editorial. Como siempre, aprecio enormemente la
labor de investigación y el respaldo que me ofrece Bruce Mazet,
que me estimula con su cortés recordatorio de que hay en la cien­
cia establecida muchas teorías que tal vez estuvieran mejor en sus
márgenes, y tal vez ni siquiera ahí. El apoyo de Gerry Ohrstrom, su
amistad y su estimulante conversación me han iluminado enorme­
mente. También le estoy muy agradecido a la directora de arte de
la revista Skeptic, Pat Linse, que merece mucho más crédito y reco­
nocimiento público del que recibe, sobre todo por culpa de una
división de tareas que establece que uno de nuestros cargos es de
perfil alto y el otro de perfil bajo cuando, en realidad, ninguno de
los dos es menos o más importante. La preparación de las ilustra­
ciones ha corrido enteramente a su cargo y debo decir que tengo
mucha suerte de que comprenda que los humanos son los más
visuales de todos los primates.
Por último, quiero dar las gracias a mi mejor amiga, a la compa­
ñera de mi vida, a Kim... por todo.
Primera parte
Teorías fronterizas

La ciencia es una forma de conocimiento muy humana. Siempre


estamos en el límite de lo conocido, siempre aguardamos lo que
acarician nuestras esperanzas. En ciencia, todo juicio se erige al
borde del error y es personal. La ciencia es un tributo a lo que
podemos saber aunque seamos falibles. Al final ya lo dijo Oliver
Cromwell: «Yo os k>imploro: por amor de Dios, pensad que es
posible que estéis equivocados». Como científico se lo debo a mi
amigo Leo Szilard, como ser humano, a los muchos miembros de
mi familia que murieron en Auschwitz: aquí, junto al estanque,
como superviviente y como testigo. Tenemos que curarnos del
ansia de conocimiento y de poder absolutos. Tenemos que salvar la
distancia entre la orden de apretar el botón y el gesto humano.
Tenemos que tocar a la gente.
J acob B ronowski, últimos párrafos del capítulo 11,
«Conocimiento de la certeza», de El ascenso del hombre (1973)
1 El filtro del saber
En la búsqueda de la verdad, la realidad es lo primero

M artha : Verdad e ilusión, George; no podemos reconocer la diferencia.


G eo rg e : No, pero tenemos que actuar como si pudiéramos.
M artha : A m én.
E d w a rd A l b e e , ¿ Quién teme a Virginia Woolf?

A las pocas horas de la trágica muerte de la princesa Diana de


Gales, empezaron a proliferar en Internet teorías sobre lo que en
realidad le había ocurrido. Un internauta advirtió a sus lectores:
«Quien no se haya enterado de que la orden de asesinar a Diana
provenía de la estructura del poder de los Hanover/Windsor no
comprende cómo funciona el mundo». Otro explicaba: «Es muy
fácil simular un accidente de tráfico». Al parecer, los conspiradores
«actuaban siguiendo órdenes del papa y financiados por Du Pont».
A los pocos días la SBC informó de que el dirigente libio Muamar
el-Gadafi había pronunciado un discurso televisado en el que, ante
sus seguidores, había afirmado que el «accidente» era una conspi­
ración franco-británica, pues «[a franceses y británicos] les moles­
taba que un árabe fuera a casarse con una princesa inglesa».
El día del entierro habían surgido ya docenas de teorías. Por
ejemplo la siguiente: lady Di había sido asesinada, pero Dodi Al-
Fayed era una víctima inocente; el conductor era un espía-bomba
programado para autodestruirse en el momento oportuno; Trevor
Ress-Jones, guardaespaldas de Dodi, era un agente del servicio
secreto que estaba al tanto del crimen; el MI5, servicio de contraes­
pionaje británico, o el MI6, servicio secreto británico, orquestaron
el asesinato; la princesa Diana murió por su firme postura contra
las minas antipersona y la industria armamentística no podía
soportar semejante ataque a uno de los sectores que rendían mayo­
res beneficios; Diana estaba embarazada de tres meses y la monar­
62 Las fronteras de la ciencia

quía no estaba dispuesta a permitir que un niño medio árabe tuvie­


ra lazos tan cercanos con la familia real británica. La más extraña
de todas las teorías de la conspiración revelaba que Diana tenía
pensado mudarse a Estados Unidos y casarse con Bill Clinton y que
para el cumplimiento de este plan, Hillary tenía que ser asesinada
o había que ponerla fuera de juego por el medio que fuera. Su hijo
William (el heredero del trono) se quedaría en Inglaterra para
convertirse en rey, mientras su hermano Harry (el recambio) se
trasladaría a Estados Unidos y se convertiría en senador. Con el
control de la banca y la política estadounidense y británica, los Roc-
kefeller (cerebros de la conspiración) dominarían el mundo y
superarían por fin a los Rothschild, sus archirrivales. El caso era
que la princesa Diana no quería casarse con Clinton, así que fue
preciso eliminarla. Clinton, por su parte, tal vez estuviera demasia­
do ocupado con Monica para reparar en ella.
El mitólogo Joseph Campbell observó en cierta ocasión: «¿Por
qué cuando los hombres han buscado algo sólido en lo que funda­
mentar su vida no han elegido los hechos en los que el mundo
abunda sino los mitos de una imaginación inmemorial?»1. Pero eso
no es del todo verdad. Pensar es una combinación de imaginación
y hechos (y pseudohechos o «factoides»). Por ejemplo, ¿qué prue­
bas ofrecen de sus teorías los cibemautas que defienden la existen­
cia de una conspiración? Para empezar, el «hecho» de que todo el
mundo sabe que los Rockefeller y los Rothschild han competido
por hacerse con el dominio del mundo. Luego recuerdan que en
julio de 1996, Amschel Rothschild fue «asesinada» en París en el
aniversario del «asesinato» de John D. Rockefeller III. Que en
febrero de 1997, Pamela Harriman, embajadora de Estados Uni­
dos en Francia y una de las grandes mecenas de Al Gore (a quien a
su vez controlan los Rothschild), fue «asesinada» en París. Lady Di
fue «asesinada» en una sección sagrada de una calle de París llama­
da Pont de l’Alma de la cual se deriva la palabra «pontífice» y es
también un lugar muy antiguo que se remonta a la época de los
reyes merovingios (siglos vi y vil de nuestra era). Antes de esto, en
Pont de l’Alma se habían celebrado sacrificios paganos. Una tra-
El filtro del saber 63

ducción del nombre es «puente del alma», otra, «pasaje de nutri­


ción». Como toda la realeza europea auténtica desciende de los
merovingios, que a su vez descienden de Cristo (véase, por ejem­
plo, el libro TheHanoverPlot [La conjura de los Hanover], de Hugh
Schonfield), el túnel en el que fue asesinada la princesa Diana está
espectacularmente bien relacionado con la historia. Ah, y no nos
olvidemos de que el vuelo 800 de la TWA viajaba a París antes de
ser «derribado» y de que entre sus víctimas había sesenta franceses
y ocho miembros de la policía secreta de Francia.
Verdad e ilusión
Entonces, de acuerdo, la mayoría no nos tragamos esas extrava­
gantes especulaciones sobre conjuras cabalísticas para conquistar
el mundo, pero ¿por qué no lo hacemos? Porque contamos con un
filtro del saber que, a diferencia de lo que le ocurre a George en
¿Quién teme a Virginia Woolf?, nos ayuda a discriminar la verdad de
la fantasía. La mayor parte de las veces ese filtro del saber funciona
bastante bien y podemos distinguir entre verdad e ilusión, y si no
podemos es porque existe una buena razón: un mago que intenta
embaucamos, que prefiramos dejar que nos engañen, etcétera. El
filtro del saber es una especie de módulo mental que tamiza las
nuevas ideas en virtud de su veracidad. Funciona comparando las
ideas y los datos novedosos con los conocimientos adquiridos en
experiencias previas.
La sociedad también tiene sus filtros del saber. Los periódicos,
las revistas, la radio y la televisión tienen principios éticos y perio­
dísticos que plantean los mismos interrogantes que a nosotros
nuestros filtros del saber individuales. Por ejemplo, es muy raro
que los invitados de un programa como Nightline estén siempre de
acuerdo en todo. Todas las noticias pueden contarse desde otra
perspectiva, existe un contrapunto para la mayoría de lo que se
dice. La medicina y la ciencia cuentan con un filtro del saber elabo­
rado ex profeso llamado sistema de revisión por pares. Para que
una revista científica o médica publique un artículo, son varios los
compañeros de profesión del autor que tienen que leerlo. Es müy^
64 Las fronteras de la ciencia

raro, además, que autoricen su publicación de inmediato. El pri­


mer borrador suele ser rechazado y, habitualmente, los artículos
que llegan a publicarse han pasado por varias revisiones; en caso
contrario, los editan publicaciones de menos reputación. Los erro­
res se expurgan, los defectos de argumentación salen a la luz, las
conclusiones incoherentes son objeto de crítica. Y, como sus auto­
res suelen permanecer en el anonimato, las críticas pueden a veces
ser muy ácidas. No es lugar para blandos.
Sin embargo, ahora que llevábamos varios siglos elaborando fil­
tros del saber en todos los ámbitos, ha ocurrido algo terrible. Ahora
las ideas evitan los canales de comunicación normales gracias a lo
que promete ser la más poderosa herramienta de difusión del cono­
cimiento de la historia: Internet. Las ideas buenas, las malas, las inte­
resantes y las descabelladas circulan por el ciberespacio y llegan a
nuestros ordenadores a la velocidad de la luz. Desde cierto punto de
vista, esto es bueno. Recordemos hasta qué punto aceleró la impren­
ta la adquisición de conocimientos. En religión, nos convertimos en
nuestros propios párrocos; en ciencia, en nuestros maestros. La
reforma protestante y la revolución científica fueron sus consecuen­
cias. El telégrafo, el teléfono, la radio y la televisión tuvieron un
impacto similar. No obstante, implantar los filtros del saber requiere
su tiempo. En Internet no hay principios rectores, ni revisión por
pares, y tampoco hay editores que comprueben los datos de un ar­
tículo antes de su publicación. La columna de chismes de Matt
Drudge es un ejemplo emblemático. Para muchos, este Walter Win-
chell de la red (Walter Winchell fue el inventor de la columna de
sociedad de los periódicos) es el rey del cibercotilleo: cuelga la noti­
cia primero y compruébala después. Unas veces gana por la mano a
los grandes con alguna noticia sorprendente que resulta ser cierta,
otras recibe la carta de un abogado con una demanda por calum­
nias. En una declaración a USA Today, Drudge resumió así la situa­
ción: «Me importa un comino lo que pueda pensar el jefe de redac­
ción. Yo no tengo jefe de redacción». Esa es la cuestión.
El resultado de esta nueva coyuntura en la que todo el mundo
se edita a sí mismo es un abigarrado y confuso popurrí de factoides
El filtro del saber 65

y alambicadas teorías entre las que cada cual puede elegir a su


gusto. Pero ¿cómo elegimos? Yo no tengo tiempo para comprobar
todas las fuentes y los datos en que se sustentan esas ideas. Y usted,
lector, ¿lo tiene? ¿Cómo podemos saber que el gobierno no está
ocultando cadáveres de alienígenas de otros planetas, o que la CIA
no está introduciendo drogas en las calles de Los Ángeles, o que
una rama secreta del gobierno no inventó el sida para diezmar a la
población negra y homosexual? Al fin y al cabo, el gobierno nos ha
mentido ya tantas veces (y quién sabe cuántas más que no sabe­
mos) que hay momentos en que cualquier cosa parece posible.
Puede que Kurt Cobain fuera asesinado. Puede que la familia Du
Pont, propietaria de una gran multinacional de industrias quími­
cas, manipulase al Congreso y éste ilegalizase la marihuana por
temor a que el cannabis sustituyera a muchos de sus productos.
Puede que sea cierto que el Ku Klux Klan gestione las bebidas
Snapple (adviértase el barco de «esclavos» de la etiqueta). Ante
todas estas afirmaciones soy escéptico, pero, como no puedo inves­
tigar personalmente su veracidad, ¿cómo puedo estar seguro?
Cómo funciona el filtro del saber
Para comprender la manera de funcionar del filtro del saber
podemos empezar allí donde la verdad y la ilusión se solapan: en
los sueños. Cuando dormimos, el filtro del saber está desactivado y
los sueños parecen tan reales como las experiencias de la vigilia.
Nada más despertar, una neblina llena nuestra cabeza y la línea
entre verdad e ilusión es borrosa. Al poco esa línea se aclara y
podemos reflexionar con curiosidad y humor sobre lo que antes
nos parecía tan real. Podemos discriminar entre verdad e ilusión
en los sueños porque nuestro filtro del saber compara lo que soña­
mos con la realidad. Algunas personas, sin embargo, no llegan acti­
var sus filtros del saber y sus sueños se convierten en realidad, como
ocurre en un porcentaje muy significativo de testimonios de
abducción extraterrestre.
Cuando estamos despiertos, nuestros filtros del saber se esfuer­
zan en comparar nuevas imágenes del mundo con las imágenes
66 Las fronteras de la ciencia

conocidas de la memoria. Cuando vemos a alguien por segunda


vez, nuestro filtro del saber trabaja a la velocidad del rayo haciendo
comparaciones de rasgos concretos de la cara que vemos con las
caras que almacena nuestra memoria. El filtro del saber dice «coin­
cide» o «no coincide». Con las ideas ocurre algo muy parecido.
Recuerde el lector la última vez que se topó con uno de esos planes
para hacerse rico que parecen tan fáciles que no pueden ser cier­
tos. Podrían serlo, porque, además, hasta que no ponemos la
mano en el fuego, el filtro del saber no cuenta con datos con los
que establecer comparaciones. Por eso, la mayoría caemos en la
tentación al menos una vez. Hace poco, alguien me envió uno de
estos planes: yo podía invertir en las bolsas asiáticas y hacerme con
un buen puñado de dólares gracias a una empresa llamada Astro-
logia Financiera. Al parecer, en los dos últimos trimestres, las previ­
siones de cierto profesional de Astrología Financiera habían teni­
do entre un 71 y un 74 por ciento de éxito. Por «sólo» 395 dólares,
se me ofrecía la ocasión de conocer sus siguientes previsiones. ¿Por
qué no mandarles un cheque o el número de mi tarjeta de crédito
en el sobre franqueado que me enviaban? Porque mi filtro del
saber tiene noticia de planes semejantes. Por ejemplo: podemos
predecir que la subida o la bajada de ocho valores bursátiles gene­
ra doscientos cincuenta y seis resultados posibles (28). Luego envia­
mos los doscientos cincuenta y seis resultados a una gran base de
datos y hacemos un seguimiento de las personas que recibirán
cada combinación. Si damos por hecho que un valor determinado
tiene la misma posibilidad de subir que de bajar, para todo grupo
de doscientos cincuenta y seis inversores, la ley de probabilidades
dice que, de media, una persona recibirá una carta en la que todas
las predicciones son correctas, otras siete personas cartas en las que
siete de las ocho predicciones son correctas y veintiocho personas
cartas con seis de las ocho predicciones correctas. Enviamos a con­
tinuación cartas únicamente a quienes han recibido más prediccio­
nes correctas y les pedimos dinero para una nueva inversión. Una
bonita manera de ganar un buen puñado de dólares, ¿no?
El filtro del saber 67

Verdad e ilusión en medicina


Las cosas se complican algo más con las ideas médicas y científi­
cas. Los hechos no hablan por sí mismos. Los expertos no se
ponen de acuerdo. ¿Cómo vamos a saber a qué atenernos si no
somos expertos? ¿El café es malo o no? ¿Los implantes de senos
causan degeneración de los tejidos o no? ¿Hay que equipar el
coche con airbag o no? ¿Es verdad que existe un efecto invernade­
ro que está calentando la Tierra o se trata sólo de una tendencia
natural de ascenso de las temperaturas? ¿Cuánta población puede
albergar el planeta? ¿Hemos sobrepasado ya la capacidad máxima
y vamos camino del juicio final o ni siquiera estamos cerca y la Tie­
rra puede albergar otros diez mil millones de almas?
Si los puntos controvertidos de la medicina tradicional nublan
nuestros filtros del saber, los credos de la medicina alternativa los
oscurecen del todo. Si el lector desea experimentar el movimiento
médico alternativo en su epicentro debería acudir a Whole Life
Expo, feria mundial de medicina alternativa y productos naturales
que todos los años se celebra en Toronto. Allí encontrará curas
para todo, desde el sida y el cáncer hasta la calvicie y la impotencia,
además de masaje», ajustes quiroprácticos, acupuntura, acupre-
sión, iridiología, yoga, radioestesia, videncia, lecturas de aura,
homeopatía, hipnosis, plantas medicinales, aromaterapia, terapia
con oxígeno, terapia de regresión a vidas pasadas, e incluso terapia
de progresión a vidas futuras. En una reciente convención en Los
Angeles se organizaron, entre otros, los siguientes seminarios:
«Cómo mejorar la visión sin gafas, lentes de contacto ni cirugía»,
«Curación con sonidos», «Los colores del aura y lo que significan»,
«Sus vidas pasadas y su influencia en usted», «Comunicación extra-
sensorial con delfines» y «Orgasmo cósmico para la iluminación».
En este último seminario los asistentes podían «aprender a tener
orgasmos tan intensos, tan cósmicos, que con cada clímax» se con­
vertirían en «personas nuevas, mejores y más felices». Como decía
el capitán Kirk en Star Trek «¡Teletranspórtame, Scotty!».
¿De verdad se cree la gente estas cosas? A tenor de los miles de
millones de dólares que se gastan al año, sí. ¿Por qué? Porque, por
68 Las fronteras de la ciencia

maravillosa que sea, la medicina tradicional todavía no puede


curar el sida, ni el cáncer, ni muchas otras enfermedades mortales.
La medicina tradicional no ofrece experiencias «holísticas» que
abarquen el conjunto de la psique ni satisface necesidades «espiri­
tuales». Y, aunque surtan efecto, muchas prácticas de la medicina
ortodoxa son desagradables, caras y más propias de un taller de
reparación de automóviles. Los servicios alternativos proliferan
cuando los productos generalizados no satisfacen las expectativas
del cliente. Nadie lo sabe mejor que Deepak Chopra, doctor for­
mado en medicina tradicional reconvertido en gurú de las terapias
alternativas (y ensayista, novelista, poeta, guionista, conferencian­
te, productor de discos compactos y asiduo a las tertulias televisi­
vas). A su éxito pueden haber contribuido diversos factores -sus
credenciales como médico, su dominio erudito, al parecer, de
ciencias tan abstrusas como la mecánica cuántica, su acento indio,
su destreza mercadotécnica-, pero el más importante es, segura­
mente, que cubre una necesidad aparentemente insatisfecha de
millones de personas que la medicina tradicional no consigue satis­
facer. Basta un paseo por su Centro de Bienestar, erigido en un
coqueto rincón de la antigua ciudad de LaJolla y, al borde de unos
escarpados acantilados con vistas al océano Pacífico, para entender
lo que quiero decir. Mujeres saludables y atractivas ataviadas con
prendas informales y muy califomianas te atienden amablemente
en recepción. Desde el bar, donde sirven ensaladas y zumos natura­
les, te invitan a pasar primero por la librería, que más parece un
altar dedicado a Chopra donde se ofrecen toda clase de panaceas
que a buen seguro el lector no podrá encontrar en su farmacia
habitual. El incienso y el aceite especial para masajes apelan a nues­
tros recuerdos olfativos primigenios y despiertan sensaciones que
excluyen el estrés y la ansiedad del mundo real. Libros sobre la
vida, el amor y la sensualidad nos dicen que vamos a encontrar
Algo Especial. La verdad, no recuerdo que el ambulatorio de mi
barrio excite de tal modo mis sentidos. ¿Cuándo fue la última vez
que su médico de cabecera le dijo: «Alcance el equilibrio de la
mente y su cuerpo seguirá el ejemplo»? ¿Puede la medicina occi­
El filtro del saber 69

dental reivindicar «la tradición médica del Ayurveda, que se


remonta cinco mil años en el pasado y abarca todos los ámbitos de
la experiencia humana»? ¿Ha visto el lector en algún folleto médi­
co algo remotamente parecido a la siguiente oferta: «Esta cone­
xión de la mente y el cuerpo alberga potencial suficiente no sólo
para liberarlo de la enfermedad, sino para que adquiera un estado
de salud superior. Dando vida a su sanador interno, restaurará su
equilibrio, su plenitud y su bienestar»? Es la medicina del sentirse
bien. Los grandes hospitales, con más de diez plantas, repletos de
ordenadores, complicado instrumental y anónimos médicos que
de mala gana nos conceden ocho minutos (la media de tiempo
que un médico de cabecera dedica a cada paciente en Estados Uni­
dos), ofrecen una medicina que nos hace sentir mal.
Algo está fallando. Según un estudio reciente realizado en las
ciento veintiséis facultades de medicina de Estados Unidos, treinta
y cuatro de sus facultades ofrecen asignaturas optativas de medici­
na alternativa. En 1991, el Instituto Nacional de la Salud abrió una
Oficina de Medicina Alternativa para valorar esta práctica. ¿Por
qué no existe una Oficina de Aerolíneas Alternativas para valorar
aviones de una soladla? Porque el índice de éxito de la aviación y
de las aerolíneas regulares es tan notablemente superior al de
otros medios de transporte que la opinión pública no la demanda,
La medicina moderna no tiene tanto motivo para presumir. Con
franqueza, no existe ninguna posibilidad de que yo vaya a ver al
doctor Chopra antes de pasar por mi ambulatorio: todos los princi­
pios de la medicina alternativa que me he tomado la molestia de
investigar han resultado ser una completa sandez. Sin embargo,
puedo comprender por qué las personas a quienes el estamento
médico ha decepcionado, o aquellas que se enfrentan a una muer­
te cierta a raíz de una enfermedad a la que sus médicos se limitan a
poner una fecha terminal, caen en la tentación ante ofertas tan
atractivas. Nuestros filtros del saber personales no están equipados
para lidiar con cuestiones médicas tan complejas. Por eso necesita­
mos más y mejor ciencia.
70 Las fronteras de la ciencia

£1 filtro del saber de la ciencia puesto a prueba


La ciencia es el mejor filtro del saber que jamás se haya inventa­
do. Aunque a veces fallen, los métodos desarrollados en los últimos
cuatro siglos están concebidos especialmente para ayudamos a evi­
tar los errores en que incurre nuestro pensamiento. A modo de
ejemplo de la forma tan sencilla y directa de actuar del filtro del
saber de la ciencia (en forma de demostración, no de experimento
controlado), el lunes 9 de noviembre de 1998, James Randi y yo
pusimos a prueba a un curandero vidente chino llamado doctor
Kam Yuen, de Shaolin West International (Canooga Park, Califor­
nia), un Instituto de Artes Marciales y Medicina Natural. Según
reza su taijeta, el doctor Yuen es un médico especializado en
«medicina energética china, quiropráctica, medicina homeopáti­
ca» y también es «asesor nutricional».
La organización del doctor Yuen se puso en contacto con Randi
para participar en un concurso organizado por la Fundación Edu­
cativa James Randi que este organismo llama «el reto del millón de
dólares». La prueba sería transmitida por el programa Extra!, de la
cadena de televisión NBC. Randi era el investigador principal del
experimento. El doctor Fleishman, el médico que le ayudaba, se
encargaría de controlar el dolor de los pacientes. Mi papel consis­
tía en supervisar al doctor Fleishman y a los demás participantes a
fin de garantizar que el experimento se adaptaba a los controles de
rigor.
El doctor Yuen afirmaba que, en cuestión de segundos, podía
curar prácticamente todos los dolores intensos y buen número de
enfermedades. Hace lo siguiente: se coloca de pie o sentado frente
a su paciente, lo mira fijamente, hace por unos momentos con
manos y dedos ademanes propios del kung fu y, imía, el paciente
está curado y se siente, nos dijeron, inmediatamente mejor. ¿Cómo
poner a prueba una afirmación así?
Con la colaboración de un lujoso balneario del barrio más ele­
gante de Los Angeles, Extra! consiguió encontrar -recurriendo
también a la ayuda del doctor Fleishman- a cinco personas con
dolores constantes y tan patentes que advertirían de inmediato, si
El filtro del saber 71

se producía, algún tipo de alivio. Además, los productores del pro­


grama nos pidieron dos suplentes. Encontramos uno y lo utiliza­
mos. Los seis sujetos del experimento (cinco participantes y un
suplente) fueron sometidos a una prueba que llevamos a cabo el
doctor Fleishman y yo en presencia de las cámaras y de Randi.
Cada sujeto eligió una taijeta con un número y se la colocó en la
ropa.
N.s 1: Mary. Mary tenía un dolor en la parte inferior de la espalda
causado por su escoliosis. Lo sentía nada más tocarla y le bajaba por
la pierna derecha. En una escala del 1 al 10, dio al dolor un 4 o un 5
de intensidad.
N.fi 2: Gary. Gary padecía una neuropatía que le causaba dolor
en los pies, especialmente en el izquierdo, adormecimiento de los
dedos y molestias y sensación de quemazón en el tobillo. Dio a su
dolor una intensidad de 4.
N.fi 3: Nadine. Nadine sufría el síndrome del túnel carpiano, que
causa una sensación de cosquilleo y adormecimiento en los dedos
de la mano al cabo de cinco segundos de presión en la muñeca.
N.fi 4: PaulavPaula tenía inflamado un tendón y cuando se le
apretaba el nervio adyacente, su dolor era de 7.
N.e 5: Don. Don sentía un dolor agudo en la rodilla derecha al
que dio una intensidad de 10 cuando el doctor Fleishman le apretó
en un punto particularmente sensible.
N.a 6: Miranda (suplente de Mary). Miranda sentía dolor, sobre
todo al tacto, en la parte inferior de la espalda y en la cadera. La
intensidad era de 5.
El doctor Yuen entró en el estudio y fue presentado a los cinco
colaboradores, que ya ocupaban sus asientos. El se sentó delante
de ellos, a unos dos metros de distancia. Todos le explicaron en
qué consistía su caso y qué tipo de dolor sentían. Se sentaban muy
juntos, apenas a un par de centímetros unos de otros. Pero el doc­
tor afirmó que podía ocuparse de cada uno de ellos individual­
mente. Numeramos los sujetos del uno al cinco de izquierda a
72 Las fronteras de la ciencia

derecha. Los cinco llevaban un antifaz, al que Randi había dado


previamente su aprobación, llamado «máscara de relajación men­
tal», con el fin de que no se dieran cuenta de a quién estaba curan­
do el doctor Yuen.
El doctor Yuen sacó un número de un sobre para ver a qué
paciente le tocaba sanar. En virtud del azar únicamente, tenía un
veinte por ciento de probabilidades de que su intento de curación
y la mejoría de alguno de los sujetos del experimento coincidiesen.
Por supuesto, esta forma de proceder no era tan estricta como nos
habría gustado, puesto que era muy posible que algún paciente
experimentase cierto cambio en cada turno, y que ese cambio,
como es natural, fuera para bien o fuera para mal. Pero el doctor
Yuen dejó muy claro que podía trabajar aisladamente con un solo
paciente y reducir su dolor y que podía hacerlo cinco veces de cada
cinco. Sería la prueba previa al reto del millón de dólares.
En la prueba n.a 1, Mary afirmó que el dolor que sentía en la parte
inferior de la respalda había bajado de una intensidad de 4 o 5 a
una intensidad de 2, y Nadine aseguró que la sensación de adorme­
cimiento en los dedos había mejorado espectacularmente: si en el
examen previo con el doctor Fleishman experimentaba sus sínto­
mas a los cinco segundos de presión en la muñeca, ahora éstos no
aparecían hasta los treinta y eran mucho menores. Sin embargo, el
doctor Yuen había escogido como paciente a Paula, que no mani­
festó el menor cambio: sentía el mismo grado de dolor, de una
intensidad de 7. Este resultado ponía fin a la prueba oficial, porque
el doctor Yuen había afirmado que podía lograr un cien por cien
de éxito y había fallado ya en la primera prueba.
Los productores del programa querían grabar un total de cinco
pruebas. Todos estuvimos de acuerdo en seguir con ellas si queda­
ba constancia de que ya no formaban parte de la prueba oficial. En
la segunda prueba, Gary afirmó que sentía una mejoría notable.
Pero el doctor Yuen había escogido a Don, así que había vuelto a
fallar. En dos pruebas, no había acertado con nadie.
Mientras nos preparábamos para la tercera prueba, Randi y yo
El filtro del saber 73

advertimos que en tomo a Don se desarrollaba cierta actividad. En


cuanto éste se dio cuenta de que había sido la persona escogida
por el doctor Yuen en la prueba n.fi 2, se sintió mejor. Empezó a
pasearse por el estudio diciendo que podía andar normalmente,
sin ninguna cojera. Aunque cuando el doctor Fleishman lo exami­
nó para la prueba n.s 2 sentía un dolor tan intenso como antes de
la prueba n.e 1 y en el examen previo, ahora afirmaba rotunda­
mente que se sentía mejor. Al terminar la sesión, lo entrevisté bre­
vemente: «¿Le ha sorprendido una mejoría tan repentina?», le pre­
gunté. El respondió: «No, en absoluto, porque trabajo mucho con
la energía y creo en este tipo de sanación». Así se explica lo que
ocurrió al darse cuenta de que el doctor Yuen le había escogido a
él como paciente: un caso clásico de efecto placebo.
El doctor Yuen también fracasó en las pruebas n.B3 y n.Q4. Es
decir, en cuatro pruebas no acertó ni una vez. Por último, en la
prueba n.s 5 por fin cambiaron las tomas y consiguió lo que se pro­
ponía, lo cual, sin embargo, era lo que dictaba el puro azar (con
cinco sujetos en cinco pruebas la probabilidad de éxito es de un
veinte por ciento). Seleccionó a Mary, quien dijo que había experi-
mentado una «apreeiable mejoría» en su dolor de espalda. Es pre­
ciso advertir, no obstante, que Mary había sido bailarina de ballet y
todavía estaba delgada y musculosa. Después de cada prueba y con
el fin de comprobar nuevamente su nivel de dolor (en una escala
del 1 al 10), realizaba estiramientos (que hacía, todo sea dicho, con
notable agilidad). Me fijé en que cada vez parecía más flexible que
la vez anterior. Mi mujer, que es bailarina, me dice que esa mejoría
del dolor de espalda podría deberse simplemente a los estiramien­
tos. Así que incluso este último acierto del doctor Yuen (uno en
cinco pruebas) es cuestionable.
Naturalmente, Randi y yo sabíamos que estas pruebas arrojaban
resultados menos cuantificables de lo deseable, porque la sensa­
ción de dolor es subjetiva y también porque habría sido mejor con­
tar con cinco nuevos pacientes en cada turno, para que, como
había sucedido con Mary, moverse por el estudio no se tradujera
en ninguna mejoría. Pero se trataba de una demostración, no de
74 Las fronteras de la ciencia

un experimento controlado. No obstante, incluso en semejantes


condiciones menos que ideales, el doctor Yuen no obtuvo mejores
resultados de lo que dictaba el azar. Como Randi y yo explicamos a
los productores, la hipótesis nula (que el doctor Yuen no superaría
los resultados del azar) no podía descartarse. Nuestros filtros del
saber separaron las declaraciones de los hechos para llegar a una
conclusión simple y firme: que, en las mismas condiciones de un
experimento científico controlado, el doctor Yuen no era capaz de
conseguir lo que afirmaba que podía conseguir.
A la naturaleza no se la puede engañar
En octubre de 1997, la NASA lanzó la Cassini, una sonda espa­
cial de propulsión nuclear que tenía la misión de explorar el plane­
ta Saturno y sus lunas. Algunos grupos manifestaron públicamente
su preocupación, porque el plutonio que servía de combustible a
la sonda suponía una enorme amenaza, ya que el cohete podía
estallar al despegar o después, por error, volver a entrar en la
atmósfera terrestre e incendiarse. Como vivo a un kilómetro escaso
delJPL (Laboratorio de Propulsión a Chorro en sus siglas en
inglés) que construyó la sonda, el asunto me interesaba especial­
mente, porque era a las puertas del laboratorio donde se concen­
traban los manifestantes para airear sus protestas. Después de
hablar con varios expertos, supe que la probabilidad de que un
cohete explote al despegar o de que una sonda espacial reingrese
en la atmósfera terrestre es minúscula; y, aun en el caso de que una
de las dos cosas suceda, los riesgos de contaminación nuclear son
tan bajos que más vale centrar las preocupaciones de uno en peli­
gros más prosaicos, como los accidentes de tráfico o el índice de
colesterol. Sin embargo, el día antes del lanzamiento abundaron
las manifestaciones antinucleares a las puertas delJPL. ¿Por qué
esos manifestantes no confiaban en las tranquilizadoras declaracio­
nes del personal científico delJPL? Una razón obvia podría ser que
nuestro gobierno ya nos ha mentido en varias ocasiones sobre la
energía nuclear. Baste recordar a los downwinders, aquellos ciuda­
danos de la parte occidental de Estados Unidos que se vieron
El filtro del saber 75

expuestos a radiaciones nucleares durante la Guerra Fría (circuns­


tancia que sólo se reveló décadas después). ¿Confiaría usted en un
gobierno que, sin pedir permiso a los ciudadanos y sin que éstos
sepan nada, hace detonar armas nucleares con el fin de averiguar
los efectos del viento radiactivo sobre la población?
A propósito de la energía nuclear, en Estados Unidos se produ­
ce entre el gobierno y los ciudadanos una curiosa paradoja. En su
libro Mundos delfuturo, Freeman Dyson observa: «Siempre que se
le permita algún fallo, la energía nuclear no puede causar grandes
perjuicios»2. Perdón, ¿cómo dice? En Estados Unidos le tenemos
tanto miedo a la energía nuclear, sostiene Dyson, que la tolerancia
cero al fallo se ha convertido en un mínimo inalcanzable, lo cual
obliga a las autoridades a asegurar que es más limpia, segura, bara­
ta y rentable de lo que nadie puede llegar a conseguir. De este
modo, nos encontramos con lo que sólo pueden denominarse
prácticas fraudulentas de manipulación contable para exagerar los
beneficios, y con regulaciones y directrices escritas en virtud de
principios ideológicos y políticos y no científicos ni tecnológicos.
Dyson establece la siguiente comparación: desde la década de 1920
han existido casi cien mil modelos distintos de aviones, de los cua­
les sólo han sobrevivido cerca de un centenar. Aplicando el mode­
lo darwiniano, Dyson extrae esta conclusión: «Tras una selección
tan rigurosa, los pocos aeroplanos supervivientes son asombrosa­
mente fiables, económicos y seguros»3. La paradoja consiste en
que no podemos permitimos el lujo de diseñar cien mil reactores
nucleares distintos para obtener cien fiables, baratos y seguros.
Pero los queremos, así que obligamos a nuestras autoridades a que
nos ofrezcan una ilusión que tomamos por la verdad.
Incluso una empresa tan aparentemente pura por su juvenil
espíritu de aventura y una voluntad sincera de exploración como
el programa espacial puede verse lastrada desde un principio por
la ineficacia burocrática y los engaños del gobierno. La célebre
declaración de Kennedy ante el Congreso del 25 mayo de 1961
-«[Estados Unidos] deben comprometerse a lograr el objetivo,
antes de que termine esta década, de llevar a un hombre a la Luna
76 Las fronteras de la ciencia

y devolverlo sin novedad a la Tierra»-, era ante todo una maniobra


política destinada a encontrar algún terreno, cualquier terreno, en
que derrotar a los soviéticos. Los asesores del presidente pensaron
que la Luna brindaba esa oportunidad y así comenzó la carrera
espacial que desembocó en el espléndido (y enormemente caro)
éxito del programa Apolo. Los organismos estatales, sin embargo,
se resisten a desaparecer, así que, cuando pareció que Nixon iba a
abandonar la exploración tripulada del espacio, la NASA respon­
dió con iniciativas que acabarían comprometiendo gravemente su
integridad y la del gobierno.
La NASA diseñó un transbordador espacial que era capaz de
realizar todo tipo de misiones para todas las agencias y al final sólo
pudo hacer unas poquitas para unas pocas. El Departamento de
Defensa colaboró con la NASA con su plan de aprovechar el trans­
bordador para misiones de vigilancia en una emergencia nacional
(ante el inminente estallido de una guerra, el transbordador espa­
cial serviría para espiar al enemigo). El Ejército llegó al extremo de
construir con ese único propósito una plataforma de lanzamiento
en la base aérea de Vanderberg, California. En realidad, nadie se
creyó que el transbordador llegara alguna vez a cumplir misiones
de defensa nacional y la plataforma de Vanderberg nunca ha sido
utilizada, pero sirvió de anzuelo para pescar al pez. La NASA soste­
nía también que el transbordador sería la forma más económica
de lanzar satélites, idea absurda que se viene abajo ante un simple
cálculo: cuesta cinco veces más poner un satélite en órbita con el
transbordador espacial que con el antiguo cohete Saturno, que
resultaba relativamente eficaz. En 1991 la NASA prometió que los
transbordadores espaciales llevarían a cabo 572 misiones: sólo han
completado 35.
La confianza de la opinión pública en la NASA cayó en picado
el 28 de enero de 1986 cuando estalló el transbordador espacial
Challenger al poco de despegar. Dentro de las investigaciones de la
comisión creada al efecto, Richard Feynman, físico del Instituto
Tecnológico de California, explicó brillantemente el problema del
anillo de unión del transbordador cuando bajan las temperaturas.
El filtro del saber 77

Explotando sus cualidades teatrales (y guiado por el general Dou-


glas Kutyna, destinado en la NASA), Feynman sumergió una pieza
del anillo en un vaso de agua helada en el curso de una conferen­
cia de prensa y reveló su fatídico defecto: con frío (como el que
hacía la mañana del lanzamiento del transbordador), el anillo de
unión pierde su resiliencia y no puede llenar el hueco que dejan
las juntas del cohete cuando, en el proceso de la combustión, se
expanden. Mostrando a todos la deformada pieza del anillo y con
característica e irónica modestia, Feynman dijo al comité: «Creo
que esto tiene algo que ver con el problema»4. Para entonces, sin
embargo, la NASA había iniciado ya la labor de autoengaño. La
comisión sólo pretendía dar carpetazo al asunto en medio del
beneplácito general. Con innumerables incógnitas sin contestar a
propósito del desastre, recomendó que «la NASA continúe reci­
biendo el apoyo del gobierno y del país. La agencia constituye un
recurso de nuestra nación y desempeña una función crucial en el
desarrollo y la exploración espacial. Es además un símbolo del
orgullo nacional y de la vanguardia tecnológica. La Comisión
aplaude las espectaculares conquistas de la NASA hasta hoy y anti­
cipa conquistas impfesionantes también en el futuro»5.
Feynman no quiso participar en semejante quimera política. Lo
habían contratado para resolver el rompecabezas de la ciencia, no
el de las relaciones públicas. Las conclusiones que entregó a la
NASA, que la agencia ha dejado enterradas en un apéndice del
informe, tendrían que servir de lema cuando de lo que se trata es
de valorar los pronunciamientos de las autoridades: «Sería reco­
mendable garantizar que los funcionarios de la NASA actúen, tra­
bajen, en el mundo real [•••] la NASA debe a los ciudadanos a quie->
nes pide apoyo franqueza, honradez e información, para que esos
ciudadanos puedan decidir con conocimiento de causa el mejor
uso de sus limitados recursos. Para que la tecnología triunfe, la rea­
lidad debe anteponerse a las relaciones públicas, porque a la Natu­
raleza no se la puede engañar»6.
Por desgracia, a las personas sí se las puede engañar y, con fre­
cuencia, la línea entre realidad e ilusión es borrosa.
78 Las fronteras de la ciencia

Figura 2. Richard Feynman demuestra los efectos de lá temperatura en el anillo


de unión del transbordador espacial.
En su conclusión del informe que hizo para la NASA, dijo: «Para que la tecno­
logía triunfe, la realidad debe anteponerse a las relaciones públicas, porque a la
Naturaleza no se la puede engañar».
2 Teorías del todo
Tonterías en nombre de la ciencia

En 1950, Martín Gardner publicó en la Antioch Review un artículo


titulado «The Hermit Scientist» [El científico eremita], sobre lo
que hoy llamaríamos pseudocientíficos.1 Era la primera publica­
ción escéptica de Gardner y no sólo supuso el comienzo de una
vida de análisis crítico de prácticas y teorías desarrolladas en los
márgenes de la ciencia, sino que en 1952 (apremiado por John T.
Elliott, su agente literario), Gardner amplió el artículo y publicó
un libro titulado In the Ñame ofScience [En el nombre de la ciencia],
con un descriptivo subtítulo: «Ameno estudio de los ídolos y sumos
sacerdotes de la ciencia en el pasado y el presente». Editado por
Putnam, las ventas fueron tan exiguas que fue retirado de las libre­
rías y durmió en el letargo hasta que en 1957 la editorial Dover
lanzó una nueva edición. Ha llegado a nosotros con el título Fads
and Fallacies in the Níime ofScience [Modas y falacias en nombre de la
ciencia], continúa editándose y es, para muchos, el clásico por
excelencia de la literatura escéptica del último medio siglo.2 (Gard­
ner comprobó hasta qué punto su libro había triunfado una noche
en que encendió la radio «a las tres de la madrugada, porque le
estaba dando el biberón a mi hijo recién nacido, y, con gran sor­
presa, oí que un oyente decía: “El señor Gardner es un mentiroso”.
Se trataba de John Campbell hijo, director de la revista Astounding
Science Fiction, dando rienda suelta a su ira tras leer el capítulo de
mi obra dedicado a la dianética»3.)
Cuando de un libro decimos que es un «clásico» queremos
decir que su valor es perdurable, que su relevancia trasciende las
generaciones, que es una obra que no pertenece a una sino a todas
las épocas. Siglos después oímos, como si hubieran sido compues­
tas ayer mismo, las obras de Bach, Mozart y Beethoven; hacemos
cola varias horas para contemplar la Mona Lisa de Leonardo, cuya
80 Las fronteras de la ciencia

sonrisa va más allá de las épocas; y a pesar de los sistemas educati­


vos y de que el número potencial de escritores es varios órdenes de
magnitud mayor que en su tiempo, nadie ha vuelto a aproximarse
a Shakespeare en amplitud y hondura.
Decir, sin embargo, que un tratado escéptico es un clásico resul­
ta peculiar. En este negocio, progresar equivale a disminuir la irra­
cionalidad, desvelar tonterías y revocar la pseudociencia. Si los
escépticos hacemos bien nuestro trabeyo (eso espero y de ello pre­
sumo), el libro que pone al descubierto los absurdos de una gene­
ración tendría que quedar desfasado a la siguiente, convertido en
mera curiosidad histórica que recoge las estupideces que en otro
tiempo estaban en boga (me acuerdo ahora de las observaciones
de Charles Mackay sobre la moda de los tulipanes que imperó en el
siglo xix, aunque también algunas partes de su clásico La locura de
las masas podrían tener vigencia hoy). No deja, pues, de ser preo­
cupante rebuscar un poco en el clásico de Martin Gardner y descu­
brir que la mayoría de las sandeces de 1950 han sobrevivido hasta
el año 2000 y en algunos casos han superado los temores de aquel
joven autor que se embarcaba entonces en una travesía a través del
espejo de la ciencia puesto cabeza abajo.
Como veremos en nuestro breve recorrido, la mayoría de las
modas de 1950 siguen hoy vigentes y algunas superan las peores
expectativas de Gardner. Por fortuna, otras han desaparecido o más
bien han mutado y presentan el mismo contenido aunque con otros
nombres, para proteger a los crédulos. Como tributo a Martin Gard­
ner en el quicuagésimo aniversario de su libro, fuente originaria del
movimiento escéptico, repasaremos las teorías de todo que estaban
de moda en 1950 y las que lo están hoy. Como dyo Gardner enton­
ces: «Los dementes varían enormemente en saber e inteligencia.
Algunos escriben panfletos mal redactados que normalmente publi­
can ellos mismos y con largos títulos y una fotografía del autor en la
portada»4. Las ideas tal vez hayan cambiado, los dementes no. Lo
sabemos en parte gracias a la revista Skeptic, que, desde su fundación
en 1992 recibe con regularidad artículos y libros manuscritos donde
con una sola idea se pretende explicar todo.
Teorías del todo 81

Teorías del todo (1950)


¿Qué llamó la atención del joven Martín Gardner hace medio
siglo? El «científico eremita» que normalmente trabaja en solitario
y a quien el mundo académico, la ciencia ortodoxa, no presta aten­
ción. «Ese rechazo, por supuesto, sólo sirve para reforzar la convic­
ción del propio genio -concluía Gardner en su texto original de
1950-. Hasta tal extremo es así que probablemente ningún científi­
co de importancia se molese en rebatir con pruebas detalladas y
ante la perpleja opinión pública que la Tierra no detuvo dos veces
su movimiento de rotación en la época del Antiguo Testamento o
que la neurosis guarda relación con las experiencias del embrión
en el vientre de la madre» (esto último es una referencia a la teoría
dianética de L. Ron Hubbard, que afirma que los engramas negati­
vos se graban en el cerebro del feto mientras se encuentra en el
útero) ,5
La mitad de los pronósticos de Gardner, sin embargo, eran
erróneos: «El alud de polémicas que hoy suscitan Velikovsky y Hub­
bard pronto remitirá y sus libros no tardarán en acumular polvo en
las estanterías de las bibliotecas». Porque si el puñado de peculia­
res seguidores de la? teorías sobre la Tierra de Velikovsky sobrevive
a duras penas en los intersticios de la cultura marginal, L. Ron
Hubbard ha sido canonizado por la Iglesia de la Cienciología y dei­
ficado como el santo fundador de una religión mundial.6
En el primer capítulo de In the Ñame of Science, Gardner retoma
el hilo donde lo dejó y señala: «En este país, decenas de miles de
personas mentalmente enfermas se sumieron en las “ensoñaciones
dianéticas” y retrocedieron en el tiempo tratando de recordar sus
experiencias poco placenteras cuando eran embriones»7. Medio
siglo después, la Cienciología ha convertido esas ensoñaciones en
culto universal a la personalidad de L. Ron Hubbard y se esfuerza
por reclutar celebridades y genera cientos de millones de dólares
libres de impuestos porque predica una «religión» aprobada por el
IRS, Internal Revenue Service, agencia tributaria de Estados Uni­
dos.
Hoy la ufología es un gran negocio, pero en 1950 Gardner no
82 Las fronteras de la ciencia

podía saber que la incipiente moda de los platillos volantes se con­


vertiría en una industria. Cierto es que los comienzos fueron pro­
metedores: «Desde que en 1947 se habló por primera vez de plati-

Figura 3. Portada de In the Ñame of Science, «biblia» del movimiento escéptico


moderno.

líos volantes, es incalculable el número de individuos que están


convencidos de que visitantes de otros planetas vigilan la Tierra».
En 1950 la falta de pruebas no era mayor barrera para la fe que hoy
y los fieles se la explicaban con las mismas teorías conspiratorias de
siempre: «He oído, con palabras que no dejan lugar a dudas, a
muchos lectores de libros de ovnis censurar al gobierno por su
terca negativa a desvelar la “verdad” de los platillos volantes. La
“política de secretismo” de la administración se cita furiosamente
como prueba de que nuestros líderes políticos y militares han per­
dido la fe en la sabiduría del pueblo de Estados Unidos»8.
También desde este punto de vista lamentaba Gardner en 1950
el hecho de que, por lo que parece, algunos credos nunca se pasen
Teorías del todo 83

de moda; recogía la ocurrencia del periodista H. L. Mencken, que


en la década de 1920 observó: «En Estados Unidos tiras un huevo
por la ventanilla de un autobús y le aciertas a un fundamentalista».
Gardner advierte que, en una época en que la superstición religio­
sa parece en retirada, resulta demasiado fácil «olvidar que miles de
profesores de biología de enseñanza secundaria de un gran núme­
ro de estados del sur todavía temen enseñar la teoría de la evolu­
ción por miedo a perder su empleo»9. Hoy en día, cuando el virus
creacionista se extiende hacia el norte, Kansas, por su condición
de estado fronterizo entre el norte y el sur y como ya hiciera en la
Guerra de Secesión, se une a la lucha por la libertad.
Afortunadamente también se ha progresado. Por ejemplo, se
han quedado anticuados los capítulos que Gardner dedica a la Tie­
rra plana, la Tierra hueca, los mundos en colisión (Velikovsky), la
Atlántida y Lemuria, la extraña «ley de penetrabilidad y movimien­
to en zigzag y remolino» de Alfred William Lawson (que convierte
la teoría gravitatoria de Newton «en física de primer curso y las lec­
ciones de Copémico y Galileo en granos de conocimiento infinite­
simales»), numerosos aspirantes a científicos contrarios a las teo­
rías de Einstein, la Fundación de Investigación de la Gravedad de
Roger Babson (cuyo objetivo declarado era encontrar una «panta­
lla antigravedad» capaz de impedir el efecto gravitatorio como
«una pantalla de acero impide el paso de un rayo de luz»), el lysen-
koísmo, la orgonomía de Wilhelm Reich y la semántica general de
Alfred Korzybski.
Sin embargo, resulta inquietante que las dos terceras partes del
libro sigan en vigor, en lo referido a la homeopatía, naturopatía,
osteopatía, iridiagnosis (hoy llamada iridiología: «leer» el iris del
ojo para determinar disfunciones corporales), nutricionismo,
curas milagrosas de defectos oculares y otras formas de fraude
médico (conocidas como medicina alternativa o complementa­
ria) , Edgar Cayce, los presuntos poderes místicos de la Gran Pirá­
mide (a los que todavía creen en ellos, los escépticos los llamamos
piramidiotas), Charles Fort (y los fortianos, «dedicados a la frustra­
ción de la ciencia y el refugio de las causas perdidas», afirma Gard-
84 Las fronteras de la ciencia

ner), análisis de la escritura (o grafología), percepción extrasenso-


rial y psicoquinesis, reencarnación (el caso de Bridey Murphy, la
mujer que bajo trance hipnótico hablaba de una vida anterior que
en realidad resultó ser la vida de su pequeña vecina de la infancia,
está descartado, pero hay otros), zahoríes, teorías sexuales excén­
tricas, teorías de las diferencias raciales, y, como hemos comenta­
do, platillos volantes, creacionismo y dianética.
Y tampoco han cambiado los motivos de los científicos eremitas.
Gardner nos recuerda el día en que Groucho Marx entrevistó a
Dudley J. LeBlanc, senador del estado de Luisiana, a propósito de
Hadacol, ese «milagroso» tónico mineral y vitamínico curalotodo
que el entrevistado inventó. Groucho le preguntó a LeBlanc para
qué había servido su invento y, con singular sinceridad, el senador
le respondió: «El año pasado, para proporcionarme cinco millones
y medio de dólares»10.
Lo que me parece especialmente valioso de In the Ñame ofScience
son los perspicaces comentarios de Gardner sobre la diferencia
entre ciencia y pseudociencia, los límites a veces tan difusos entre
sandez y sensatez, entre lo normal y lo paranormal. Gardner
empieza demostrando que la confusión se debe al hecho de que
nos encontramos ante una escala continua y no ante una elección
binaria. Por un lado tenemos ideas que sin la menor duda son fal­
sas, «como esa afirmación de la dianética de que un embrión de un
solo día de vida es capaz de registrar el sonido de la voz de la
madre». En la zona fronteriza «hay teorías que, a falta de datos sufi­
cientes, más bien son hipótesis de trabajo muy discutibles»; Gard­
ner elige un ejemplo muy oportuno: «la teoría de que el universo
se está expandiendo». Esta teoría se encontraría hoy en el otro
extremo de la escala, el de las «teorías correctas casi con absoluta
certeza, como la idea de que la Tierra es redonda y los hombres y
los animales son primos»11.
Como sutil pensador que es, sin embargo, Gardner admite que
también a quienes defienden las teorías se les puede considerar a
la luz de una escala, la de la «competencia científica», «que va
desde científicos evidentemente admirables a hombres de una
Teorías del todo 85

incompetencia igualmente evidente». Hay, advierte, «hombres


cuyas teorías bordean el límite de la cordura, personas competen­
tes en un ámbito y no en otros, hombres competentes en un perío­
do de su vida y no en otros», por no hablar de «un tipo de científi­
co de estilo propio a quien legítimamente puede llamarse
lunático». ¿Cómo saber si alguien es un lunático o no? «Si un hom­
bre insiste en defender opiniones de vanguardia que contradicen
todas las pruebas existentes y no ofrece ningún motivo razonable
para tomarlo en serio, sus colegas pueden, sin vacilación alguna,
tacharle de lunático.»12
Existe, no obstante, un problema tangencial más grave en la cien­
cia en general y dentro de cada uno de nosotros en particular: cómo
conseguir el equilibrio justo entre ortodoxia y herejía, entre tradi­
ción y cambio, entre mantener una amplitud de miras suficiente
para aceptar ideas nuevas y radicales pero no sobrepasarla y perder
la cabeza. La mayoría de las ideas novedosas son rotundas tonterías
que podemos desechar sin cuidado. Pero, en vista de que de vez en
cuando algunas resultan ser revolucionarias y no podemos despre­
ciar tajantemente ninguna idea por excéntrica que sea, Gardner nos
ofrece algunos consejos para identificar a los lunáticos.
1. «El primero y más importante de sus rasgos es que los lunáti­
cos trabajan casi totalmente aislados de sus colegas.»13 Es caracte­
rístico que no comprendan el funcionamiento del proceso científi­
co: la necesidad de cotejar sus ideas con sus compañeros, asistir a
conferencias y publicar sus hipótesis en revistas donde sus colegas
puedan revisarlas antes de anunciar al mundo su asombroso descu­
brimiento. Por supuesto, cuando esta necesidad se les explica,
declaran que son unos incomprendidos, que sus ideas son dema­
siado radicales para que el establishment científico conservador las
acepte y que la ciencia no está preparada para la revolución que
ellos propugnan. Pero como Gardner advirtió hace medio siglo (y
hoy sus palabras mantienen toda su vigencia):
Nada podría estar más lejos de la verdad. Las publicaciones científi­
cas están repletas de teorías extravagantes. Con frecuencia, el cami­
86 Las fronteras de la ciencia

no más rápido para alcanzar la fama consiste en echar por tierra una
idea firmemente establecida. Los trabajos de Einstein sobre la relati­
vidad son el mejor ejemplo. Es verdad que al principio encontraron
una oposición notable, pero también era una oposición inteligente
[...] en un período sorprendentemente breve, sus teorías de la rela­
tividad consiguieron una aceptación casi universal y constituyen una
de las mayores revoluciones pacíficas de la historia de la ciencia.14
De acuerdo, pero, replica el lunático, ¿y Galileo, juzgado por here­
jía por apoyar el heliocentrismo, o Giordano Bruno, a quien que­
maron la hoguera por postular mundos infinitos, o Ignasz Sem-
melweiss, paria de la profesión médica por su herética idea de que
es necesario esterilizar antes de operar? ¿Podría el lunático ser otro
Galileo, Bruno o Semmelweiss? Tal vez, pero es improbable. Por
cada científico injustamente perseguido cuyas ideas hayan sido
canonizadas en los anales de la historia de la ciencia, hay mil, quizá
diez mil excéntricos con bobadas tan estrafalarias que ni siquiera
sus coetáneos han dejado registro de ellas y han acabado, por
tanto, directamente en el basurero de la historia.
2. «Una segunda característica del pseudocientífico, que poten­
cia enormemente su aislamiento, es su tendencia a la paranoia.» Esta
paranoia se manifiesta de distintas maneras: (1) «se considera un
genio»; (2) «cree que sus colegas son, sin excepción, tarugos igno­
rantes»; (3) «se cree perseguido y discriminado injustamente. Las
sociedades reconocidas se niegan a que pronuncie conferencias. Las
publicaciones más importantes rechazan sus artículos y o bien hacen
caso omiso de sus libros o bien encargan su reseña a sus “enemigos”.
Todo forma parte de una vil conjura. Al lunático no se le ocurre pen­
sar que tanta oposición puede deberse a que su trabajo está plagado
de errores»; (4) «manifiesta la intensa compulsión de atacar a los
científicos más famosos y las teorías más consolidadas. Cuando New­
ton era la figura más destacada de la física, los trabajos excéntricos
de la ciencia rebatían violentamente sus teorías. Actualmente, Eins­
tein es el padre-símbolo de autoridad, de modo que es muy probable
que toda teoría de la física obra de un lunático lo ataque»; (5) «ñor-
Teorías del todo 87

malmente, el lunático tiene tendencia a escribir en unajerga com­


pleja, en muchos casos valiéndose de términos y expresiones que él
mismo ha acuñado». Y, naturalmente, habiendo sido marginado de
los canales de comunicación establecidos, «se pronuncia ante orga­
nizaciones que él mismo ha fundado, escribe en boletines que él
mismo dirige y-hasta hace poco- publica libros únicamente cuando
él mismo o sus seguidores son capaces de reunir los fondos suficien­
tes para sufragar la impresión»15.
No olvidemos estos criterios cuando a continuación, siquiera
brevemente, revisemos algunas de las innumerables teorías del
todo que han llegado a las oficinas de la revista Skeptic los diez últi­
mos años. ¿Debemos sorprendernos de que cincuenta años des­
pués de Gardner los lunáticos sigan proliferando? No. El propio
Gardner llega en la introducción de su libro a la siguiente conclu­
sión: «Si la tendencia actual continúa, cabe esperar que una amplia
variedad de personas con teorías inimaginables haga su aparición
en los años venideros. Escribirán volúmenes muy sesudos, ofrece­
rán conferencias sugerentes fundadas en cultos emocionantes.
Conseguirán uno o un millón de fieles, pero, en cualquier caso,
será mejor para nosotros y para la sociedad que nos guardemos de
ellos»16. Eso haremos.
Teorías del todo (2000)
En la zona occidental de Los Angeles, junto a una parada de
autobús y la sucursal de Postal Instant Press de Venice Boulevard,
se encuentra uno de los más extraños almacenes de cosas raras del
mundo: el Museo de Tecnología Jurásica. Este museo alberga una
exposición que tiene relevancia para lo que estamos comentando,
se titula No One May Ever Have the Same Knowledge Again [Tal vez
nadie vuelva a tener los mismos conocimientos] y consiste en una
serie de cartas escritas a los astrónomos del observatorio de Mount
Wilson (situado en la cima de los montes de San Gabriel, cerca de
Pasadena) entre 1915 y 1935. El título de la exposición está toma­
do de la primera carta de la colección (que el museo ha publicado
en un volumen que también lleva ese título), fechada el 7 de julio
88 Las fronteras de la ciencia

de 1915 y escrita por una tal Alice May Williams, de Auckland,


Nueva Zelanda: «Quiero que sepan que no me interesa el dinero y
que no soy ningún fraude. Creo que poseo unos conocimientos
que ustedes, caballeros, deberían compartir. Si muero, mis conoci­
mientos podrían morir conmigo, y tal vez nadie vuelva a tener los
mismos conocimientos»17.
Alice Williams había obtenido sus conocimientos «en trance
semidormido», entre ellos, descubrimientos tan asombrosos como
que «el planeta Marte está habitado por espíritus humanos como
nosotros que hablan, comen y beben, y van vestidos, pero son muy
poderosos. Son algo que las personas de esta tierra jamás hemos
visto. Se los mantiene para hacer trabajos importantes. También
manejan gramófonos, maquinaria y películas habladas sin cables, y
ese tipo de cosa \_sic\ ». Otra carta, dirigida por una tal May Bemard
Wiltse al astrónomo George Hale y fechada el 3 de diciembre de
1932, anunciaba: «En 1916 fui a Washington D. C., y transmuté
plata en oro para el gobierno de Estados Unidos. Tengo sus infor­
mes. Pero ME SILENCIARON por razones que no puedo expli­
car»18. Por supuesto que no.
En la revista Skeptic, pese a su nombre, también recibimos cartas
similares habitualmente, así como ensayos y artículos para publi­
car. Algunos los archivo en una carpeta llamada «teorías del todo».
Normalmente, se ocupan de las ciencias físicas y pretenden demos­
trar que Clinton, Einstein y Hawking están equivocados y que ellos,
en diez páginas a un espacio y sin ninguna referencia bibliográfica,
desvelan el secreto del cosmos. Por ejemplo, estando este libro a
punto de entrar en imprenta, recibí la siguiente e interesante carta
(plagada de errores sintácticos y ortográficos) de un hombre que
tiene una página web cuya dirección es, y no me lo estoy inventan­
do: theory-of-everything.com:
¡Hola! Le escribo con la esperanza de que le interese mi descubri­
miento para encontrar algún sentido a todo esto empezaré con:
Einstein pasó sus últimos años intentando descubrir una teoría que
uniera todas las leyes de la física (fuerzas de la naturaleza) en una
Teorías del todo 89

teoría = teoría del todo, como usted sabe algunos piensan que una
respuesta aproximada a ella es la teoría de cuerdas. Yo creo que he
descubierto la teoría acertada (correcta): la teoría de la lógica = la
teoría que une (hace, demuestra) todas las leyes de la física (fuerzas
de la naturaleza) = la teoría del todo mi página web es http://the-
ory-of-everything.com así que si la consulta lo entenderá y le intere­
sará trabajar en mi laboratorio conmigo así que adelante.
Se la he mandado a muchos científicos pero a nadie le interesa
mucho y muchos dicen: chico, no seas idiota, nadie puede descubrir
una teoría así, la teoría del todo, ¡es una locura! ¡Es imposible!
¡Sería como conocer la mente y la ley de Dios! Si no le interesa, por
favor no escriba, ahórreme su visión crítica. Así que dios para mí es
la Lógica por tanto la ley de Dios para mí es la ley de la Lógica.

En la web de este hombre, una sola página basta para describir su


teoría de todo, que es más o menos tan lúcida como su carta. En
mis archivos abundan ideas igualmente grandiosas cuyos autores
no son conscientes de los intentos similares de otros muchos aficio­
nados que les han precedido. Por ejemplo, en marzo de 1997 reci­
bí un correo electrónico titulado «Introducción a la Teoría del
Campo Unificado»; en él Barry me explicaba que «la conclusión
de la Teoría del Campo Unificado es la prueba de que la “clave del
universo” de Einstein existe». La solución del problema había
esquivado a los físicos mucho tiempo, pero eso se había acabado.
Barry revelaba por primera vez la Teoría del Campo Unificado (el
original tiene varios errores sintácticos y ortográficos): «He descu­
bierto la partícula invisible hasta hoy desconocida que explica
completamente la luz y todas las formas de energía. La llamo partí­
cula frotón. La he puesto a prueba de todas las formas imaginables
e incluso he comprobado que es el dato vital y desaparecido que se
requería para completar la teoría del campo unificado. Hasta el
momento nunca ha dejado de ser correcta. He llamado para deba­
tirla en todas las puertas del mundo y lo he hecho todo a mis pro­
pias expensas. Einstein no conocía la partícula frotón, pero usted
la conocerá. No puedo mandarle un correo electrónico larguísimo
90 Las fronteras de la ciencia

y no quiero pontificar. Un conocimiento de esta naturaleza inspira


una reverencia que prefiero no ignorar. No sé si con acierto, pero,
aunque sólo sea por respeto a Einstein y los físicos que se remon­
tan hasta Aristóteles, he elegido las palabras para presentar la teo­
ría del campo unificado. “¡Hela aquí, la partícula frotón [...] la
clave del universo”».
Otro manuscrito titulado «Infinite Dynamics» [Dinámica infini­
ta] me revelaba «la fuerza oponente de la estructura como la fuer­
za singular de la realidad», que «establece la preeminencia de la
filosofía», «supera a Einstein» y supone «¡un cambio del paradig­
ma filosófico, científico, artístico, clásico e histórico!». Otro titula­
do «Photonics» [Fotónica] prometía «la teoría del campo-unifica­
do de Einstein ahora completa, todas las fuerzas por fin
unificadas»; y de propina, «la causa fundamental de la gravedad
encontrada». Un artículo titulado «The Angel Fragmentation Sce-
nario» [La hipótesis de la fragmentación del ángel] ofrece respues­
tas a preguntas como «¿qué es el espíritu?», «¿de dónde vienen
toda la materia y energía que forman nuestro universo material?» y
«si Dios puede crear ángeles instantáneamente, ¿por qué iba a
molestarse en tardar 15.000 millones de años en crear a los huma­
nos?».
Un observador de Unix escribió para preguntarme si quería
echarle un vistazo a su libro, que «es la primera teoría coherente
de la antigravedad en la historia de la humanidad» y desvela los
secretos de «la deformación del tiempo de los viajes interestelares,
la ingeniería de los agujeros de gusano y la Propulsión Antigrave­
dad Dipolar, la energía gravitacional libre y las visitas alienígenas».
Una mujer australiana me envió pruebas de que «la velocidad de la
luz no ha sido medida». Su manuscrito, «Time Ends, The New Rea-
lity» [El tiempo se acaba, la nueva realidad] demuestra que «la
velocidad de la luz es tan rápida que está literalmente en todas par­
tes/siempre. Esto implica estar en nuestro pasado y nuestro futuro
simultáneamente ».
Otra persona me envió la «pregunta que subyace a todas las
demás preguntas», señalándome que su serie LEY UNICA ofrece una
Teorías del todo 91

«teoría del todo» (son sus palabras). «Al no poder incorporar los
ciclos naturales de la vida y la muerte a sus planes, los gobiernos crea­
dos por el hombre no tienen sanción universal para existir ni autori­
dad “natural” para gobernar.» Otro sujeto que decía ser «el autor
más polémico del mundo» (a buen seguro, el lector no habrá oído
hablar de él, así que seguirá en el anonimato) ha escrito libros tan
memorables como The MostPowerful Idea EverDiscovered [La idea más
poderosa jamás descubierta], Explosive Reuolutionary Ideas [Ideas
explosivas revolucionarias] y What theEstablishmentDoesn’t Want You to
Know About Government andPolitics [Lo que el poder establecido no
quiere que sepas sobre el gobierno y la política].
Las teorías del todo son por definición grandiosas, pero sería
difícil encontrar alguna capaz de superar la que en cierta ocasión
recibí de un caballero canadiense que me envió un libro manuscri­
to que llevaba el sencillo título de Good News [Buenas noticias] y al
que anexó el siguiente comentario descriptivo: «Hoy en día la elec­
trónica puede amplificar nuestros sentidos, capacidad y poder;
miles de millones de veces. Muestra la única y auténtica naturaleza
de todas las cosas; todas las desavenecias, discusiones y guerras.
Une a los hombres en una federación mundial; que llegará a cono­
cerlo todo y a ser todopoderosa y eterna. En todas partes, la gente
vivirá en un universo eterno». El autor me contaba en una carta
que hace sesenta años descubrió «cómo están hechos las partículas
y los objetos, sus características absolutas y las Leyes Naturales eternas
que los gobiernan. Y cómo crean todos los objetos y la Vida del
Universo. Explican todos los detalles del universo y todo lo que
todos los hombres han podido ver, oír, sentir, gustar y oler». ¡Esa sí
que es una teoría del todo!
Las matemáticas atraen mucho a los lunáticos y, de hecho, se
han escrito libros enteros sobre el tema. Mathematical Cranks
[Excéntricos matemáticos] y Numerology [Numerología], de
Underwood Dudley, textos publicados por la Asociación Matemáti­
ca de Estados Unidos, son maravillosos compendios con centena­
res de ejemplos de tonterías numerológicas. En la revista Skeptic
hemos recibido también nuestras buenas dosis. Por ejemplo, en
92 Las fronteras de la ciencia

cierta ocasión un caballero de Brooklyn nos envió una extraña


carta sobre el libro que estaba escribiendo (y pronto publicaría):
The Greatest Mathematician of All Time [El mayor matemático de
todos los tiempos]. ¿Adivina el lector quién era ese matemático?
¿Euclides? ¿Gauss? ¿Newton? ¿Gódel? No, señor. El mayor matemá­
tico de todos los tiempos era ¡el autor del libro!
Expreso mi propio punto de vista sobre las matemáticas, un punto
de vista tal vez radical, un punto de vista que, en mi opinión, difiere
de forma significativa del de la autoridad. Cuestiono qué es intere­
sante en matemáticas o tiene valor y significado y qué estamos tra­
tando de conseguir, en qué dirección vamos. También me interesan
la psicología, las motivaciones, y la considero una parte de las mate­
máticas en sí misma. Considero el libro un libro de matemáticas y en
él sostengo que, aunque sólo tengo un máster en matemáticas,
merezco un doctorado, basándome sobre todo en los méritos del
libro, que yo considero mi tesis doctoral. Argumento por qué me
merezco un doctorado, y por qué, de hecho, podría razonablemen­
te ser un candidato a mayor matemático de todos los tiempos, desde
cierto punto de vista.
Evidentemente, este «punto de vista» es relativo.
Cabe añadir que, en teoría, es posible que este tipo sea en ver­
dad el mayor matemático de todos los tiempos (aunque no estoy
seguro de quién o qué organización otorga ese tipo de títulos;
¿quizá la Asociación Matemática de Estados Unidos?), pero si la
teoría de probabilidades tiene alguna validez, la probabilidad de
que lo sea es la misma que la de que el yeti, el monstruo del lago
Ness y demás fantasías por el estilo existan.
El tratado matemático God Answers the New Age, Skeptic and Post-
Christian Society, Mathematically [Dios responde a la sociedad pos-
cristiana, escéptica y de la Nueva Era, matemáticamente], del
señor T. L. Delphinus, comparte las mismas probabilidades de
guardar alguna conexión con la realidad. Su librito, de ciento cua­
renta y seis páginas y editado por él mismo, está lleno de farfulla
Teorías del todo 93

númerológica. Baste un ejemplo para hacernos idea de su tono.


«El número SIETE es el número de Dios para la terminación y/o
la perfección.» El siete aparece 287 veces en el Antiguo Testamen­
to (287 : 41 = 7), la palabra «séptimo» aparece 98 veces (98 :14 =
7), la creación se desarrolla en siete días, siete son los pecados capi­
tales, Dios descansó al séptimo día, etcétera. Nada nuevo b¿yo el
sol. Los numerólogos llevan siglos «descubriendo» este tipo de
relaciones. Pero el señor Delphinus nos revela que ha encontrado
un secreto en el libro Tálking to Heaven [Hablando al cielo], de
James van Praagh. En la página 7, Van Praagh escribe: Myprayer
was answered when I was eight years oíd, «Mi oración recibió respuesta
cuando yo tenía ocho años». «A siete letras de la primera letra»,
Delphinus encuentra un código secreto oculto en la frase de Van
Praagh: el nombre de Jesús en hebreo.
12 345671
My prayer was answered when I was eight years oíd
E
12 345671 234 567
My prayer was answered when I was eight years oíd
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12 345671 234 567 2345 6712 3 4567
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12 345671 234 567 2345 6712 3 456 7 234 567
My prayer was answered when I was eight years oíd
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12 345671 234 567 2345 6712 3 456 7 234 56712 34567
My prayer was answered when I was eight years oíd
Y E S H E A
¡¡¡ESTÁ VIVO!!!
94 Tas fronteras de la ciencia

El autor pretende haber encontrado la prueba de que Dios se revela


por medio de Van Praagh: «Yo os pregunto a vosotros, a los creyentes
en las filosofías de la nueva era y a los poscristianos, ¿no vais a tomar la
decisión de tirar vuestros libros espirituales de la nueva era y de acudir
al único Dios vivo verdadero, al Dios de la Biblia?». Naturalmente, el
señor Delphinus sabe que tiene mal escrito el nombre hebreo de Jesús
(tendría que ser Yeshua y no Yeshea), pero sostiene que Dios «les ha
concedido a ustedes la gracia salvadora permitiendo que todos y cada
uno demuestren ante Él que su FE es del tamaño de “una semilla de
mostaza”. La fe reside en el hecho de que en Su firma hay una letra que
parece errónea». Y con eso queda demostrada la existencia de Dios.
Los desastres aéreos se prestan mucho a las teorías conspirato-
rias y a los defensores de esas teorías les vuelve locos extraer alguna
relación numerológica. Richard Hoagland, el hombre que puso el
«rostro de Marte» a la cultura pop, colgó en su página web
(www.esterprisemission.com) algunos factoides sobre el accidente
del Boeing 767 de Egypt Air, que el 31 de octubre de 1999 se preci­
pitó al Atlántico con más de doscientas personas a bordo:
990: 3 = 330
En el vuelo anterior al del accidente, el mismo avión llevaba 33
pasajeros.
En el momento del accidente, llevaba a 33 oficiales del Ejército
egipcio.
El avión volaba a 33.000 pies de altura cuando inició su fatídica
caída.
Desapareció exactamente 33 minutos después del despegue.
Había acumulado 33.000 horas de vuelo.
El cometa Encke estaba justo en el horizonte y era visible desde
una altura de 33.000 pies.
El período de ese cometa es de 3,3 años y su perihelio con el Sol
de 1/33 veces la distancia a la Tierra, o lo que es lo mismo, 33
millones de millas.
Para los antiguos egipcios, los objetos estelares que se encuen­
tran en el horizonte eran una transición al inframundo, la morada
Teorías del todo 95

de Osiris, dios de la muerte y de la resurrección. Para ellos, el hori­


zonte representaba simbólicamente el breve período entre la vida
y la muerte.
Prácticamente en el mismo momento del accidente, desde las
pirámides de Giza (que para algunos equivalen al cinturón de
estrellas de la constelación de Orion), la estrella central del cintu­
rón de Orion estaba justo en el horizonte (lo cual representa la
evolución espiritual en el momento de la muerte) mirando al
oeste (la muerte).
Gracias a Dios, no faltó quien comunicara al Consejo Nacional de
Seguridad y Transporte información tan vital.
Naturalmente, la gran pirámide de Giza es uno de los objetos
favoritos de los aficionados a moverse en las fronteras de la ciencia.
En la revista Skeptic hemos recibido nuestra correspondiente dosis
de especulaciones. Por ejemplo, un manuscrito titulado TheDark-
ness Gradually Lightens [La oscuridad se ilumina gradualmente] tra­
taba de «la función original de la Gran Pirámide tal y como revela
el estudio de la ingeniería de estructuras y los comentarios escritos
con un lenguaje críptico en el Libro de los muertos y en Textos de la
pirámide». Resulta que «la cámara superior de la Gran Pirámide es
una cámara de combustión cuyo techo es un escudo anticalor aisla­
do y cuya puerta tenía un rastrillo ignífugo. De ello se deduce que
el “cofre” de piedra contenía una fuente de energía y que era rea-
bastecido desde el exterior y se introducía por el rastrillo reutiliza-
ble. La explosión energética se liberaba al exterior por dos estre­
chos conductos de ventilación que formaban rayos que los textos
antiguos describen así: “una llama ante el viento hasta el fin del
cielo y de la tierra [...] sus rayos inundaron el mundo de luz”». La
Figura 4 representa la Cámara del Rey de la Gran Pirámide, que en
opinión del autor era un alto homo.
Con argumentos similares, Thomas O. Mills me envió amable­
mente un ejemplar autografiado y numerado (n.9 420) de The
Truth [La verdad], libro en el cual se proponía «demostrar el mito
de la creación de los indios hopi». ¿Que qué tiene que ver esto con
96 Las fronteras de la ciencia

la gran pirámide? Tras recordar los mitos hopi de la creación, Mills


conjetura que, en vista de que del análisis de ADN mitocondrial
parece deducirse que el hombre de neandertal era una especie
bien diferenciada de los humanos modernos, «es posible que,
como los hopi nos han enseñado a lo largo de cientos de milenios,
perteneciera al mundo anterior y no pudiera hablar ni satisfacer
las expectativas de los Creadores». Como los mitos hopi indican
que estos indios «viajaron sobre el océano rumbo al este durante

Figura 4. La cámara del rey de la gran pirámide de Giza. Cierto autor afirma que
era un alto homo.
Teorías del todo 97

mucho tiempo», Mills nos sugiere que miremos hacia el oeste,


«más allá de Polinesia, Samoa occidental, Tonga, Nueva Guinea,
Indonesia, y luego lleguemos al golfo de Adén y el mar Rojo. Egip­
to y las pirámides. ¿Podrían ser las pirámides eso de lo que habla­
ban los hopi? Los antiguos egipcios consideraban que en la zona
sur de Gaza se encontraba el lugar de la “Primera Época” de su
“Jardín del Edén”. ¿Podría ser también ése el lugar donde la huma­
nidad fue creada por el Creador y la Mujer Araña?» La Figura 5,
del propio Thomas O. Mills, muestra la relación entre los hopi y
los egipcios: «El mito de los hopi comienza diciendo que el Crea­
dor dio instrucciones a su sobrino para que ideara su plan (del
Creador) para la tierra o uno para el Creador, otro para el sobrino
y siete para los mundos venideros». Si se observa el conjunto de las

Figura 5. El alineamiento de las tres pirámides de Giza, que presuntamente coin­


cide con el cinturón de la constelación de Orion.
98 Las fronteras de la ciencia

pirámides mirando hacia el este desde arriba se ve el alineamiento


que representa la Figura 5.
¿Por qué las pirámides? El equilibrio es un concepto básico en
la mitología hopi, así que Thomas O. Mills se pregunta: «¿Construi­
rían las pirámides para que la Tierra continuara rotando en perfec­
to equilibrio? Mis hijos pusieron unas pegatinas en forma de estre­
lla en una de las palas del ventilador del techo de su habitación y
no sabían por qué, pero, a baja velocidad, el ventilador empezó a
oscilar y a hacer ruido. En cuanto quité las pegatinas, el ventilador
volvió a funcionar normalmente. He leído que una persona que
está de pie en la Tierra viaja realmente a mil quinientos kilómetros
por hora, como viajamos todos a través del espacio. Así que la velo­
cidad y el peso influyen de algún modo en el equilibrio de un obje­
to en movimiento, como una peonza, por la fuerza centrífuga. Si el
objeto se mueve más despacio, la fuerza se reduce y el objeto oscila
y se cae. ¿Tiene verdadera importancia el tamaño de la peonza?
¿La tendría el tamaño del planeta y estaría en equilibrio por el más
minúsculo de los márgenes?» Gracias a las pirámides, los indios
hopi mantienen la Tierra en equilibrio. A ver si Al Gore toma nota.
En los márgenes entre restos y desechos
En estos «científicos eremitas», como Gardner los bautizó, des­
taca, amén de otras muy variadas, una característica por encima de
las demás: son unos marginados. Y no es que los marginados no
puedan hacer importantes contribuciones a la ciencia, pueden y lo
han hecho, pero si uno quiere sacar los pies del tiesto, antes tiene
que conocer bien lo que hay dentro del tiesto (o lo que es lo
mismo, tener, al menos, estudios universitarios). Además, uno
tiene que convencer a las personas que están dentro del tiesto de
que hay que reinventarlo (es lo que se llama revisión por tus
pares), y, naturalmente, uno ha de estar en lo cierto (es lo que se
llama investigar y comprobar). Los científicos no se niegan en
redondo a aceptar ideas radicales. Todo lo contrario: a cualquier
científico que se precie le encantaría ser testigo o partícipe de una
revolución científica. Pero la ciencia es conservadora. Y no puede
Teorías del todo 99

permitirse no serlo. Es muy exigente y severa con quienes la inte­


gran: es la única forma de separar las buenas de las malas ideas.
A pesar de esa mentalidad conservadora, las revoluciones cien­
tíficas ocurren, y no tan infrecuentemente. Por cada genio solitario
que trabaja aislado y cambia el paradigma, hace añicos el pedestal
o aplasta el statu quo, diez mil lunáticos solitarios que trabajan ais­
lados no comprenden el paradigma, son incapaces de encontrar el
pedestal o se acoquinan cuando el statu quo estornuda. Aunque
me parece curioso que haya personas que envían artículos y libros
como los que he mencionado a una revista conocida por tomarse
con escepticismo incluso las afirmaciones extraordinarias que
todos conocemos, su lectura me resulta muy valiosa porque me
proporciona datos para entender el funcionamiento de los siste­
mas de creencias. Evidentemente, no es un problema de educa­
ción ni de inteligencia (en el membrete de muchos de los autores
de esos tratados figura su título de maestro o doctor). El problema
es que parece que no han emprendido el menor proceso de inves­
tigación, que no han empleado ningún filtro para diferenciar la
fantasía de la realidad. Cualquier persona de modesta inteligencia
y activa imaginacióh, con un puñado de libros de divulgación
sobre ciencia y religión y un poquito de tiempo libre puede escri­
bir su propio tratado cuando quiera. En el nuevo orden mundial
de la edición electrónica y la distribución instantánea por Internet,
discriminar entre realidad y fantasía resulta cada día más difícil.
Los filtros del saber del pasado -revisión por pares en boletines
especializados, reseñas de artículos y conferencias, la integridad
del periodista- se ven superados por la existencia de un vínculo
más directo e indiscriminado con el mundo. ¿Que eso no hace nin­
gún daño? Pregúntenle a Timothy McVeigh de dónde sacó la
información sobre los malvados actos del gobierno y cómo apren­
dió a construir bombas.
Al explorar las ideas marginales nos apartamos del canal princi­
pal y nadamos en los márgenes, chapoteamos entre restos y dese­
chos en busca de una buena idea. No hay muchas que encontrar,
pero el esfuerzo merece la pena si, aunque sólo sea por esa razón,
100 Las fronteras de la ciencia

adquirimos una comprensión más profunda del funcionamiento


de la mente de esa especie que se obstina en contar historias y bus­
car pautas lógicas y que se llama a sí misma homo sapiens, u hombre
sabio.
3 ¿Sólo Dios puede?
La clonación y las fronteras morales de la ciencia

Así como los científicos necesitan volúmenes para expresar ideas


complejas, los poetas pueden decir más en unos cuantos pareados.
De este modo resumió T. S. Eliot la vida humana:
Nacimiento y cópula y muerte.
Si vamos al grano,
ésos son los hechos:
nacimiento, cópula y muerte.
Hoy incluso los hechos más elementales de la vida se hallan en una
situación comprometida ante las perspectivas abiertas por lo que
parecen ser dos de las ciencias más revolucionarias de la historia: la
clonación humana y la ingeniería genética, que, a decir de algunos
de sus críticos, amertazan con reinventar el nacimiento y conjurar
la muerte. ¿Son, no obstante, demasiado exagerados los temores y
condenas de los críticos de la clonación y de la ingeniería genética
ante la posibilidad de retocar el genoma humano? Algunos sí,
desde luego. Y provienen de las más altas esferas. El 24 de febrero
de 1997, después de que Ian Wilmut anunciara tan espectacular­
mente que había conseguido clonar a una oveja llamada Dolly1 (así
bautizada porque la célula original fue aislada de una glándula
mamaria; a lo cual Dolly Parton replicó: «Es un honor. Toda publi­
cidad es bien beeeeeeenida»), el presidente Bill Clinton envió una
carta al doctor Harold Shapiro, presidente de la Universidad de
Princeton y del Comité Nacional de Bioética, para solicitar a dicho
comité «una revisión rigurosa de las cuestiones éticas y legales aso­
ciadas con el uso de esta tecnología»; pedía también que le enviara
«en un plazo de noventa días, recomendaciones diversas sobre la
posibilidad de que el gobierno emprenda acciones para evitar
102 Las fronteras de la ciencia

todo abuso»2. Adviértase que Clinton sugiere veladamente que le


den motivos para implantar una prohibición, es decir, que ni
siquiera finge ser imparcial.
Tres meses después, Shapiro (que, curiosamente, tiene un
gemelo idéntico, es decir, que es una especie de clon natural),
junto con los diecisiete miembros de la comisión mencionada,
remitió a Clinton un informe de ciento veinte páginas titulado Clo­
ning Human Beings [La clonación de seres humanos]3. Aunque el
informe es exhaustivo y respetuoso y recoge las principales postu­
ras sobre clonación desde un punto de vista científico, moral y
legal, y a pesar de que afirma con rotundidad que hacen falta más
investigaciones, el consejo al presidente era inequívoco: «A todos
nos parece evidente, sin embargo, y dada la etapa que actualmente
atraviesa la ciencia en este terreno, que cualquier intento de clonar
seres humanos con técnicas de transferencia nuclear de la célula
somática tiene perspectivas inciertas, resulta inaceptablemente
peligroso para el feto y es, por tanto, moralmente reprobable».
Aunque Shapiro admitía que la comisión se declaraba «incapaz de
ponerse de acuerdo» en ese momento «sobre todas las cuestiones
éticas» asociadas a la clonación de seres humanos, confiaba en que
«pudiera ser fácil llegar a un consenso moral en este asunto»4. Tra­
ducción libre: «Señor presidente, en el grupo hay unos cuantos
disidentes, pero no se preocupe que los vamos a poner firmes y le
vamos a ayudar a usted a parar todo este asunto».
¿Cómo se logra el consenso moral en un tema científico com­
plejo -en una técnica nueva llamada transferencia nuclear de la célula
somática, para ser exactos- del que sabemos tan poco? Muy fácil: lla­
mémoslo clonación, asociémoslo a todos los males de la civiliza­
ción occidental (citar a Hitler y a los nazis siempre es de gran
ayuda), llamemos la atención de la opinión pública sobre algún
uso indebido, y deslicémonos por la resbaladiza pendiente del fun-
damentalismo genético. El Comité Nacional de Bioética no llegó a
tales extremos, pero sí una organización sin ánimo de lucro de
Cambridge, Massachusetts, llamada Consejo de Genética Respon­
sable, que representa a más de mil científicos, especialistas en bioé­
¿Sólo Dios puede? 103

tica y dirigentes religiosos preocupados por las consecuencias éti­


cas y sociales de la ingeniería genética. Al poco de conocerse la his­
toria de la oveja Dolly, este Consejo hizo pública la siguiente decla­
ración de intenciones:
I. Apelamos a las naciones del mundo a que prohíban la clonación
de seres humanos e incorporen esta prohibición a sus leyes y norma­
tivas nacionales.
II. Solicitamos a las Naciones Unidas que den los primeros pasos
para constituir un Tribunal Internacional que articule la preocupa­
ción que suscita en distintas naciones, culturas, religiones y sistemas
de creencias, la posibilidad de que se pueda clonar a seres humanos.
III. Solicitamos al Congreso de Estados Unidos que apruebe
leyes para:
1) prohibir la clonación de seres humanos mediante la división
del embrión o por transferencia nuclear;
2) evitar que animales y plantas, y sus órganos, tejidos, células o
moléculas se puedan patentar, tanto si son naturales como clona­
dos.
IV. Apelamos a los ciudadanos del mundo y a sus instituciones,
entre ellas los medios de comunicación, a que promuevan un enér­
gico debate público sobre la clonación de animales y, en particular,
sobre qué prácticas son aceptables y cuáles no.5
Renunciando vergonzosamente a toda lógica y con un recurso
conspicuo a la retórica del miedo, el Consejo comparaba la clona­
ción con los peores males de la historia del hombre (la declaración
es tan flagrante que recojo a continuación una cita extensa, no
vaya el lector a pensar que estoy exagerando):
En el curso de la historia humana nuestra especie ha desarrollado
prácticas y comportamientos contrarios a los intereses de la supervi­
vencia, el desarrollo y la prosperidad de los individuos que forman
parte de la civilización. Entre tales intereses se encuentran la servi­
dumbre involuntaria o esclavitud, la tortura, el empleo de gas vene­
104 Las fronteras de la ciencia

noso y de armas biológicas y la experimentación con seres humanos


sin su consentimiento. Las sociedades se esfuerzan por evitar otras
prácticas destructivas como el trabajo infantil, la degradación del
medio ambiente, la guerra nuclear y el calentamiento global.
La clonación de ovejas y monos despierta el espectro de la clona­
ción humana. La característica fundamental de esta actividad consis­
te en transformar a los seres humanos en mercancías, en devaluar la
relación de las personas entre sí y con su cultura. Así como la 13a
Enmienda proscribía la esclavitud y otras leyes han prohibido la tor­
tura, el trabajo infantil y demás formas de explotación, ha llegado el
momento de prohibir la clonación humana. Apelamos, por tanto, a
Estados Unidos, a las naciones del mundo y las Naciones Unidas
para que declaren la clonación de seres humanos una actividad
inmoral e ilegal.6
Traducción no tan libre: desde el punto de vista de la moral, la clo­
nación equivale a la esclavitud, la tortura, la guerra química y bioló­
gica, el trabajo infantil y a todas las formas de explotación. Al pare­
cer, la opinión del Consejo refleja la del pueblo americano en su
conjunto. Según una encuesta realizada por la cadena CNN y la
revista Time a 1.005 adultos, la frenética semana en que los medios
de comunicación se hicieron eco de la clonación de Dolly (la revis­
ta la publicó en su número del 10 marzo), el 93 por ciento de los
estadounidenses se oponen a la clonación de seres humanos y el 65
por ciento están en contra de la clonación de animales. Resulta,
además, particularmente interesante que sólo el 7 por ciento afir­
maran que sí se clonarían, lo cual contradice el temor a que la clo­
nación se propague en cuanto la tecnología lo permita.7
No quiero incurrir en el error de simplificar en exceso los dile­
mas éticos que plantea esta polémica y coincido con la opinión del
Comité Nacional de Bioética de que, en una democracia madura,
la discusión franca de los temas controvertidos es vital para el buen
funcionamiento del sistema (incluso he participado en ese debate
en las páginas de opinión del diario Los Angeles Times, donde
Patrick Dixon, que defiende la postura conservadora, y yo publica­
¿Sólo Dios puede? 105

mos dos artículos contrapuestos)8. Reconozco que entre los funda-


mentalistas de la clonación humana se pueden encontrar opinio­
nes tan extremas como las del Consejo de Genética Responsable
(Richard Seed, el físico nuclear de Chicago que en 1997 anunció
su intención de clonar un ser humano antes de que la legislación
pudiera imperdírselo, constituye un buen ejemplo de renuncia
temeraria a los principios de la ciencia y la racionalidad: su caso, a
mi entender, no es otra cosa que una búsqueda personal de la
inmortalidad o, cuando menos, de la notoriedad)9. Por ese motivo
me atengo de corazón al sabio consejo del Libro de los Proverbios:
«En la multitud de palabras no falta el pecado, mas quien refrena
sus labios es prudente» (10:19). No tengo nada particularmente
nuevo que añadir a los razonados argumentos y respuestas que han
ofrecido los dos bandos de la polémica, todo se ha dicho ya en el
torrente de libros y artículos que nos ha inundado en los dos últi­
mos años.10 Pero, en lo que atañe a la ciencia, los críticos de la clo­
nación han incurrido en dos malentendidos, uno en lo particular y
otro en lo general, que me parecen especialmente interesantes por
lo que revelan de nuestros miedos más profundos: el mito de la iden­
tidad exacta y el mitorfejugar a serDios.
El mito de la identidad exacta
En la polémica sobre la clonación de seres humanos se produce
una coincidencia de opiniones particularmente extraña: la mayo­
ría da por supuesto que la clonación de un ser humano significa la
creación de una persona idéntica a él, como si los genes lo fueran
todo y el entorno no tuviera la menor influencia. Resulta irónico
que esta falacia clásica del determinismo genético la esgriman
como argumento contra la clonación aquellos que tradicional­
mente abrazan el determinismo del entorno en asuntos relaciona­
dos con el medio ambiente. ¿No tendría que ser su argumento
exactamente el contrario, esto es: «Clonen cuanto quieran, que
jamás van a crear dos personas iguales porque el entorno es
mucho más importante que la herencia»? Incontables citas llenan
las páginas de los artículos que he leído en los últimos años, pero
106 Las fronteras de la ciencia

basta con reflejar aquí una sola. Pertenece a Jeremy Rifkin, el


incansable rey de los fundamentalistas que se oponen a la ingenie­
ría genética, el mayor determinista en temas medioambientales
que jamás haya existido: «Hacer una fotocopia de una persona es
un crimen horrendo. Es poner a un ser humano una camisa de
fuerza genética. Por primera vez, hemos tomado los principios del
diseño industrial -control de calidad, predictibilidad- y los hemos
aplicado al ser humano»11.
Las investigaciones realizadas en genética conductual y psicolo­
gía evolucionista -dos de las disciplinas que con mayor firmeza
defienden la influencia de los genes- demuestran precisamente
que el entorno interactúa con la herencia para modelar la conduc­
ta y la personalidad. La interacción comienza cuando los genes
codifican las reacciones bioquímicas y éstas regulan los cambios
fisiológicos, que a su vez controlan los sistemas biológicos, que a su
vez modifican las acciones neurológicas, que a su vez influyen en
los estados psicológicos, que a su vez son la causa de las conductas;
por su parte, la conducta interactúa con el entorno, que a su vez
cambia la conducta, que a su vez influye en los estados psicológi­
cos, que a su vez alteran las acciones neurológicas, que a su vez
transforman los sistemas biológicos, que a su vez modifican los
cambios fisiológicos, que a su vez transfiguran las reacciones bio­
químicas. Y todo dentro de un complejo bucle de retroalimenta-
ción interactiva entre los genes y el entorno a lo largo del creci­
miento y la vida adulta. Dos ejemplos bastarán para respaldar mi
opinión de que la identidad exacta es un mito.
1. En su libro EntwinedLives [Vidas entrelazadas] (1999), sobre
hermanos gemelos, la doctora Nancy Segal, especialista en psicolo­
gía evolucionista y en genética conductual, aporta una cantidad
ingente de datos, producto de la investigación, que revelan que los
genes influyen en nuestra conducta y en nuestra personalidad de
innumerables maneras que no podemos pasar por alto por más
tiempo. De la comparación de hermanos gemelos educados por
separado con hermanos gemelos educados juntos, mellizos (no
idénticos) educados juntos, hermanos educados juntos y pseudo-
¿Sólo Dios puede? 107

gemelos (niños adoptados genéticamente distintos) educados jun­


tos, se deduce que los gemelos educados por separado guardan
más parecido en casi todos los parámetros estudiados que los suje­
tos de los grupos de comparación (lo cual incluye ciertas similitu­
des asombrosas que van desde lo sublime, como el hecho de que
Harold Shapiro y su hermano gemelo sean presidentes de Univer­
sidad, a lo ridículo, como la preferencia por la misma pasta dentí­
frica: en concreto, una de la marca Vademecum). Pero lo que más
me impresionó del libro de Nancy Segal fue comprobar hasta qué
punto pueden ser distintos dos gemelos. Incluso en características
como la altura y el peso, que son hereditarias en un 90 por ciento,
me sorprendió lo diferentes que muchos gemelos idénticos pue­
den llegar a ser (el libro ofrece una generosa selección de fotogra­
fías). Y, cuando se trata de rasgos que sólo son hereditarios en un
50 por ciento, resulta evidente hasta qué extremo el entorno es
importante.12
Tal vez sea una tendencia personal mía ver el vaso siempre
medio lleno (soy por naturaleza una persona optimista), pero
cuando leo que el 50 por ciento de las variaciones de personalidad,
inclinaciones religiosas y preferencias sociopolíticas son atribuibles
a la genética, pienso: «¡Demonios! Así que tengo un 50 por ciento
de posibilidades de hacer lo que me plazca». Nancy Segal y otros
especialistas en el estudio de gemelos han revelado que la herencia
es mucho más decisiva de lo que hasta hace poco se creía y que
estos estudios se asientan en bases científicas muy firmes (a dife­
rencia de lo que, en la primera mitad del siglo xx, ocurría con la
eugenesia). Pero la doctora aclara asimismo que de su trabajo
puede deducirse lo siguiente: «Que haya influencia genética no
quiere decir que el comportamiento esté predeterminado, sino
que la facilidad, inmediatez y magnitud del cambio conductual
varían de un rasgo a otro y de una persona a otra»13. Esa variedad
es la causa de que la identidad sea única y singular, incluso entre
dos gemelos idénticos.
2. En la versión cinematográfica de la novela de Ira Levin Los
niños del Brasil, publicada en 1976, Gregory Peck interpreta al mal­
108 Las fronteras de la ciencia

vado doctor Josef Mengele, que ha salido de su escondite en las


junglas de Sudamérica con el plan de crear una raza superior: el
primer paso consiste en la clonación del propio Führer (a partir de
muestras de sangre y de tejido recuperadas después de su muerte).
Cuando comprende el alcance del proyecto de Mengele, Lieber-
man, el cazador de nazis que interpreta Laurence Olivier, le pre­
gunta a un colega científico si de verdad es posible clonar a otro
Hitler (o a siete u ocho) y exclama: «¡Es algo monstruoso!». El
científico le explica que la técnica también podría emplearse para
hacer el bien pero que, en cualquier caso, los genes sólo son la
mitad de la historia: «¿No le gustaría vivir en un mundo lleno de
Mozarts y Picassos? Naturalmente, no es más que un sueño. No
sólo habría que reproducir el código genético del donante, sino
también su entorno mental»14. De hecho, el problema con que se
encuentra Mengele a lo largo de la película es duplicar la peculiar
y compleja historia familiar de Hitler.
Finalmente, la tarea resulta patentemente imposible porque los
acontecimientos históricos son muy contingentes, con lo cual quiero
decir que constituyen una coyuntura de sucesos que no se atienen a nin­
gún plan previo. A su vez, las contingencias interactúan con necesida­
des, o circunstancias restrictivas que impelen a un curso de acción determi­
nado15. Rebobinemos hasta su comienzo las circunstancias
históricas que rodearon la vida de Hitier, pongámoslas en marcha
otra vez y las posibilidades de que un cabo austríaco termine su
vida como Führer de Alemania en un búnker de un Berlín destro­
zado por las bombas tras una guerra con más de cincuenta millo­
nes de muertos son prácticamente nulas. En el curso de una vida, e
incluso tan sólo de una infancia, el número y la complejidad de las
circunstancias es tan imposible de computar que no hay forma
posible de duplicar la vida de una persona y mucho menos la histo­
ria cultural de una época. Además, el pasado está gobernado tanto
por contingencias como por necesidades: los tantas veces peque­
ños, aparentemente insignificantes y normalmente inesperados
sucesos de la vida se conjugan con las grandes y poderosas leyes de
la naturaleza y las tendencias de la historia. Como el pasado, que
¿Sólo Dios puede? 109

abarca todas y cada una de nuestras historias personales, se cons­


truye a base de contingencias y de necesidades, combino, para
expresar su interdependencia, ambos conceptos en un solo térmi­
no: contingencia-necesidad, que quiere decir: coyuntura de sucesos que
impele a un curso de acción determinado a raíz de las restricciones impues­
tas por las condiciones previas. En El 18 de brumario, Karl Marx lo
expresó mejor en una cita que se ha hecho clásica: «Los hombres
hacen su propia historia, pero no la hacen como quieren; no la
hacen en las circunstancias elegidas por ellos mismos, sino en las
circunstancias con que se encuentran, y que el pasado les otorga y
transmite directamente»16.
Clonar el entorno de Hitler requeriría no sólo reproducir las
circunstancias transmitidas por la Europa de las décadas de 1910 y
1920, ente ellas la Viena de finales del siglo xix, el Múnich impe­
rial, la Gran Guerra, que Hitler fuera gaseado en las trincheras y
sufriera una ceguera temporal, su posterior recuperación en el
hospital en el que formuló muchas de sus ideas sobre los judíos, el
torbellino político de 1918 y 1919 -que influyó en su ideología-,
los años de artista muerto de hambre y neófito de la política trans­
curridos entre cervecerías y cafeterías, y la incipiente formación
del partido nazi, con todas sus disputas y traiciones internas antes
de la llegada al poder. ¿Dónde sino en un guión de Hollywood
podría reproducirse esa secuencia con el detalle suficiente para
obtener a la misma persona?
Por examinar un solo acontecimiento crucial, recordemos la
llegada de Hitler al poder: Ron Rosenbaum demuestra «lo preca­
rio y contingente que fue la consecuencia final, hasta qué punto la
fatídica decisión de Hindenburg de entregar la cancillería a Hider
fue producto de factores impredecibles del azar y la personalidad,
de rumores y accidentes, y no el producto inevitable de abstraccio­
nes históricas»17. O remontémonos a la caprichosa infancia del
Führer, que fue el primer hijo que tuvo su madre (o, para ser exac­
tos, el primero que sobrevivió), la cual lo mimó y lo favoreció en
detrimento de dos hermanos mayores de un matrimonio anterior
de su padre; no obstante, como esos hermanos le llevaban bastan­
110 Las fronteras de la ciencia

tes años, Hitler no tardaría en convertirse en el primogénito con


tres hermanos pequeños. ¿Qué quiere decir esto?
Según los estudios de Frank Sulloway sobre la importancia del
orden de nacimiento entre hermanos, la personalidad -también
en los casos de las personas de más carácter- está extraordinaria­
mente determinada por la dinámica familiar: «Normalmente, las
ideologías conservadoras son propias de los primogénitos. Entre
los conservadores, los primogénitos gravitan hacia las ideologías
más estritas, como el fascismo»18. El tortuoso camino de Hitler
-primogénito, conservador, autoritario- hasta convertirse en un
ideólogo del fascismo es muy contingente y complejo. ¿De verdad
es posible reproducirlo? Parece improbable. O, remontándonos
otra generación: tenemos la confusa genealogía de Alois Hitler,
con su madre, María Shicklgruber, y su misterioso padre, que pudo
incluso ser judío. Sería necesario clonar también a la entregada
madre de Hitler, a su severo padre, para lo cual habría que clonar
también a los padres de éstos y el entorno en que crecieron y su
cultura, etcétera. Reunamos todos los ingredientes y obtendremos
a una persona única, ni más ni menos importante que cualquiera
de nosotros. Adelante, clonemos un millar de Hitlers, me apuesto
todo el dinero de Las Vegas a que ninguno de ellos llegaría a ser un
nuevo Führer de Alemania, capaz de impulsar otro régimen mili­
tar y político tan monstruoso como el nazi.
El mito de jugar a ser Dios
Aun así, por polémico que pueda parecer, si lo comparamos
con otros dilemas éticos, incluso el asunto de los fundamentos
genéticos o medioambientales de la identidad ocupa un segundo o
tercer lugar en la jerarquía de temores del ciudadano. El miedo
principal es el de la manipulación científica del genoma humano.
En la primera conferencia que concedió tras hacerse pública la clo­
nación de Dolly, fue este peligro precisamente el que con mayor
rotundidad expresó el presidente Clinton: «Son muchos los deta­
lles de la clonación que todavía desconocemos, pero hay algo que
sí sabemos: todo descubrimiento relacionado con la creación del
¿Sólo Dios puede? 111

hombre no afecta sólo a la investigación científica, sino también a


la moral y el espíritu»19. De hecho, antes incluso de que el Comité
Nacional de Bioética remitiera su informe a la Casa Blanca, Bill
Clinton prohibió la financiación con fondos públicos de toda
investigación relacionada con la clonación de seres humanos y soli­
citó al sector privado la misma medida. El mismo año, cuando
Richard Seed, el físico rebelde de Chicago, anunció su intención
de convertirse en el primer ser humano clonado, Clinton organizó
otra conferencia de prensa e instó al Congreso a prohibir la clona­
ción de seres humanos (y no sólo su financiación con fondos públi­
cos) antes de que Richard Seed pudiera llevar a cabo la suya: «Per­
sonalmente creo que la clonación humana plantea dilemas muy
profundos relacionados con nuestros preciados conceptos de fe y
humanidad»20.
¿Qué tienen la espiritualidad y la fe que ver con todo esto? A
juzgar por la encuesta realizada por Time y por la CNN que ya
hemos mencionado, mucho. El 74 por ciento de los encuestados
contestó afirmativamente a la pregunta: «¿La clonación de seres
humanos va contra la voluntad de Dios?»21. ¿Cómo puede nadie
pretender saber cuál es la voluntad de Dios? Por lo que dice la
Biblia, naturalmente, pero ni siquiera la Biblia deja claro qué es
justo y moralmente correcto, así que los dirigentes religiosos no se
ponen de acuerdo a la hora de responder a los interrogantes que
suscitan la clonación y la ingeniería genética. Tras pasar la criba a
un corpus considerable de bibliografía religiosa sobre el tema,
parece que la mayor objeción es que, en palabras de Albert Morac-
zewski (que se hace eco de la instrucción Donum Vitae, que el papa
pronunció en 1987), la clonación «pondría en peligro la identidad
única y personal del clon (o clones) y también la de la persona
cuyo genoma se duplique». Los gemelos no cuentan porque nin­
guno de ellos es «el origen ni el hacedor del otro», explicó este teó­
logo católico, según la idea de que crear a otro es algo que única­
mente Dios puede hacer .22 El 6 de marzo de 1997, el Comité de
Vida Cristiana de la Convención Baptista del Sur aprobó una reso­
lución para instar al Congreso a «ilegalizar la clonación humana» y
112 Las fronteras de la ciencia

apeló «a todas las naciones del mundo» a hacer un «esfuerzo por


evitar la clonación de seres humanos». Por último (sólo por hacer
gala de diversidad ecuménica), el judío Fred Rosner, especialista
en bioética, escribió que se puede considerar que la clonación
constituye «una intromisión en los dominios del Creador»23.
Así pues, el debate se reduce a lo siguiente: miedo a que la cien­
cia se introduzca indebidamente en el territorio de la religión. Es,
en realidad, un tema que nos ronda desde hace décadas, desde
Who Should Play God ?: The Artificial Creation of Life and What it Means
far theFuture of the Human Race [¿Quién puede jugar a ser Dios? La
creación artificial de vida y lo que significa para el futuro de la
especie humana], de Ted Howard y Jeremy Rifkin24, publicado en
1977, hasta Playing God?: Genetic Determinism and Human Freedom
[¿Jugar a ser Dios? Deterninismo genético y libertad humana], que
en 1997 publicó Ted Peters25, aparte del confuso conglomerado de
admoniciones divinas que siguió al revuelo de la pobre Dolly. El
mensaje está claro: la ciencia no puede ir tan lejos. Desde el edito­
rial de Newsweek, Kenneth Woodward, uno de los redactores más
importantes de la revista, sugirió: «Tal vez la lección que podemos
extraer del asunto Dolly es que la sociedad debería reconsiderar su
casual deslizamiento hacia el dominio de la vida humana. ¿De ver­
dad queremos jugar a ser Dios?»25. Una tira cómica del famoso
dibujante Paul Conrad publicada en las páginas editoriales del dia­
rio Los Angeles Times captaba perfectamente el ánimo de la nación:
en un remedo del fresco de Miguel Angel sobre la creación del
hombre que adorna la Capilla Sixtina, se veía a dos hombres clona­
dos tocándose por los índices. La leyenda decía: «Científicos que
juegan a ser Dios»27.
¿Qué tiene que ver Dios con todo esto? En nuestra cultura,
mucho. Sin embargo, la mayoría de las personas mezclan inade­
cuadamente ciencia y religión -empresas cuyos métodos y objeti­
vos no podrían ser más dispares- y, por tanto, o bien se manifiestan
exageradamente ofendidas por lo que, a su parecer, constituye una
intromisión excesiva de la religión en la ciencia o bien se sienten
innecesariamente amenazadas por la presunta intrusión de la cien­
¿Sólo Dios puede? 113

cia en la religión. Recordemos la escena culminante de la película


Ultimátum a la Tierra (1951), el clásico de ciencia ficción dirigido
por Robert Wise. El alienígena del espacio Klaatu (interpretado
por Michael Rennie y que en esta evidente alegoría de la vida de
Jesucristo responde al terráqueo nombre de señor Carpenter, «car­
pintero») muere asesinado por una agencia del gobierno especiali­
zada en sembrar el terror y luego resucita gracias a una descarga
eléctrica de Gort, su robot. Asombrada ante el poder de la tecnolo­
gía alienígena -y tras pronunciar la que se ha convertido en la frase
más memorable del cine de ciencia ficción: «Gort, Klaatu barada
nikto»-, el personaje que interpreta Patricia Neal, inspirado en

Figura 6. La película Ultimátum, a la Tierra (1951) gira en torno a los límites de la


ciencia. El Comité Breen, órgano censor de la propia industria del cine, declaró
que «sólo Dios» puede resucitar a los muertos.
114 Las fronteras de la ciencia

María Magdalena, pregunta si, en el futuro, la ciencia tendrá con­


trol sobre la vida y la muerte. Klaatu le asegura que ese poder sólo
pertenece al «Espíritu Todopoderoso» y que la prolongación de la
vida sólo actúa «durante un período limitado» cuya duración
«nadie sabe». Muy revelador. En el guión original de Edmund
North, Gort resucita a Klaatu para que viva eternamente, pero el
Comité Breen (órgano de censura cinematográfica creado por la
propia industria) comunicó a los productores: «Eso es algo que
sólo Dios puede hacer».
El prometeico interés por limitar el conocimiento es propio no
sólo de la ciencia ficción, sino de la ciencia real. Por cada Icaro
mítico que voló cerca del Sol, hay varios científicos a quienes en la
vida real cortaron las alas por atreverse a llevar las fronteras dema­
siado lejos. ¿Control de natalidad? Sólo Dios puede. ¿Inseminación
artificial? Sólo Dios puede. ¿Prolongación de la vida? Sólo Dios
puede. ¿Eutanasia? Sólo Dios puede.
No debería sorprendernos, por tanto, que cuando, desautori­
zando las iniciativas del presidente Clinton, un comité de asesores
del gobierno británico recomendó la legalización de la investiga­
ción de la clonación de tejidos y órganos humanos con fines tera­
péuticos, encontrara la fiera oposición de grupos religiosos y secu­
lares. ¿Clonación? Sólo Dios puede.
¿Y qué recomendaba precisamente el Comité de Genética
Humana? Por las sombrías y funestas muestras de condena que sus
consejos suscitaron se diría que sugería un plan para cultivar
miembros humanos de adultos clonados al estilo de la película
Coma, de Robin Cook. Todo lo contrario. Sus recomendaciones no
podían ser más juiciosas: «Creemos que, en la presente etapa, no
sería conveniente promulgar una legislación restrictiva de la inves­
tigación con tales técnicas, que podría redundar en grandes bene­
ficios para personas gravemente enfermas»28.
Para los tecnófobos que se oponen a todo acceso al territorio
del conocimiento prohibido (mientras personalmente se benefi­
cian de los avances médicos que curan sus dolencias), estas incur­
siones cautelosas en el mundo futuro equivalen a caer en un aver­
¿Sólo Dios puede? 115

no científico donde sufriremos los picotazos de los buitres por toda


la eternidad. Pero retrocedamos un momento. ¿A qué tenemos
miedo? La histeria colectiva y el pánico moral que inspira la clona­
ción no son más que el rechazo que históricamente siempre han
manifestado todas las comunidades a las nuevas tecnologías, unido
a la angustia adicional que suscitan los avances médicos que vuelan
demasiado cerca del sol de la religión. En la década de 1940, cuan­
do empezó a practicarse por primera vez, los críticos de la insemi­
nación artificial la equipararon al adulterio. «Sólo Dios puede»,
dijeron los fundamentalistas religiosos. «Sólo la Naturaleza
puede», protestaron los fundamentalistas seculares.
En realidad, la naturaleza ya clona seres humanos. Los llama­
mos gemelos. ¿Por qué no claman los moralistas por una legisla­
ción contra la existencia de gemelos? Porque se da de forma natu­
ral y, según la ley del fundamentalismo, «Sólo Dios/la Naturaleza
puede».
¡Tonterías! La mayoría estamos vivos gracias a las tecnologías
médicas y a los hábitos higiénicos, que han duplicado la esperanza
de vida en el siglo xx. ¿Qué tienen de divino o natural un trasplan­
te de corazón, una Operación de triple bypass, las vacunas o los tra­
tamientos con radiación? ¿Qué tienen de divino o natural el con­
trol de natalidad, la fecundación in vitro, la transferencia de
embriones y otras técnicas relacionadas con la natalidad? Absoluta­
mente nada, pero aceptamos estos y otros avances porque nos
benefician y, lo que es más importante, porque nos hemos acos­
tumbrado a ellos.
¿Por qué no poner fin a las prohibiciones a la investigación en
clonación -también de seres humanos- y ver qué ocurre? Haga­
mos el experimento social y analicemos los datos. La hipótesis nula
afirma que nada malo le sucederá a la humanidad. Los conserva­
dores dicen que los resultados experimentales rebatirán esta hipó­
tesis; los progresistas aseguran que no. La única forma de averi­
guarlo es realizando el experimento. En la zona fronteriza que
separa ciencia y pseudociencia, el mejor método para determinar a
qué categoría difusa pertenece una afirmación o hipótesis es
116 Las fronteras de la ciencia

ponerla a prueba. ¿Por qué no hacer lo mismo con la clonación?


La mayoría de las espantosas perspectivas que plantean los moralis­
tas ya las aborda la ley: un clon, al igual que un gemelo, es un ser
humano y la ley prohíbe cultivar los tejidos o los órganos de un
gemelo; un clon, la igual que un gemelo, no es menos persona que
cualquier otro ser humano. Incluso con un gen orna idéntico, una
historia contingente y única garantiza una identidad única. En
cualquier caso, la clonación se va a producir tanto si está prohibida
como si no, de manera que ¿por qué no vagar por el lado de la
libertad y permitir que los científicos exploren libremente todas las
posibilidades? No se trata de jugar a ser Dios, sino de ser fiel a la
ciencia.
En 1818, en su novela Frankenstein, o el moderno Prometeo, Mary
Shelley hizo la siguiente advertencia: «Sumamente espantosos se­
rían los efectos de un esfuerzo humano por remedar el espléndido
mecanismo del Creador del mundo»29. Los censores se tomaron
sus palabras muy a pecho en el montaje definitivo de la versión
cinematográfica de la novela, que en 1931 dirigió James Whale y
protagonizó Boris Karloff. En la fascinante escena del laboratorio
en que el monstruo cobra vida, el doctor Frankenstein brama:
«Está vivo. Está vivo. En el nombre de Dios...»; y sus labios siguen
moviéndose pero sin emitir ningún sonido. Los censores suprimie­
ron el resto de la frase, las palabras prohibidas que han atemoriza­
do a todas las sociedades desde la de la antigua Grecia hasta la de
los modernos Estados Unidos: «Ahora sé lo que se siente al ser
Dios».
Los científicos no quieren ser Dios, sólo quieren resolver los
problemas de la ciencia. Sólo ellos pueden. Permitamos que lo
hagan.
¿Sólo Dios puede? 117

I MADE HIMI. . . I MADE HIM


WITH MY OWN HANDS! I
... and I gav. hirn
.r .r y -
rhing a man cauld Kov»
. . , «xc.pt a loull
. . . Mra wtld, wmird wtw-
d n W lola of lh . man
who moda a monitor
and wat contunwd by
his own cnraKon . . .
. . . a craahira doomtd
to aimtet» havoc . . .
wMwut contdsMa . , .
wMiotri pity . . . with-
out r . m o r i . . . .
wHhovt lov. I
You hoto it . . . fair H
, . . yrt it wrlngi your
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CARI LAEMMLE
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AUNIVERSAlSUPCKAITKACTtON

Figura 7. Frankenstein, el más paradigmático de los científicos locos. En la pelícu­


la que dirigió James Whale en 1931, el monstruo, interpretado por Boris Karloff,
encama todos nuestros temores a que los científicos se extralimiten.
4 Sangre, sudor y pánico
Las diferencias raciales y lo que de verdad significan

En Ensayo sobre el hombre, el poeta y ensayista inglés Alexander Pope


elucidó los riesgos de especular sobre las causas últimas que se
derivan de los acontecimientos inmediatos:
En vano el sabio, con mirada retrospectiva,
del aparente qué concluiría el porqué,
del hecho inferiría la causa y demostraría
que lo que por azar ocurrió fue lo que nos propusimos que
[ocurriera.
Tenía muy presentes estos perspicaces versos de Pope cuando la
triste y lluviosa mañana del domingo 5 de marzo del año 2000
empecé a escribir este libro y, al mismo tiempo, observaba cruzar la
línea de meta a los atletas de elite que participaban en la maratón
de Los Angeles, un puñado de los 23.000 guerreros de fin de sema­
na que aquel día desafiaban a los elementos. Aunque yo había
corrido la maratón de Los Ángeles y en cierta ocasión, en el triat-
lón Ironman de Hawai, otra tras nadar cuatro kilómetros a mar
abierto y recorrer ciento ochenta kilómetros en bicicleta, no
habría dedicado a los resultados la menor atención de no haber
sido porque, a raíz de la lectura de cierto libro que acababa de ter­
minar, que los cinco primeros clasificados compartieran determi­
nada característica no me pasó desapercibido. Esta fue la clasifica­
ción: 1) Benson Mutisya Mbithi, 2:11:55; 2) MarkYatich, 2:16:43;
3) Peter Ndirangu Nairobi, 2:17:42; 4) Simón Bor, 2:20:12; y 5)
Christopher Cheiboiboch, 2:20:41'.
En la maratón de ese año, los tiempos de los primeros clasifica­
dos no fueron lo más destacable: estaban muy por debajo del
récord del mundo y de otros récords (muy comprensible, conside­
120 Las fronteras de la ciencia

rando en qué condiciones climatológicas corrieron). Lo sorpren­


dente era que todos procedían de Kenia. ¿Coincidencia? No es
probable. ¿Significativo? Para algunos, sí; para otros, no; para la
ciencia, tal vez. Ese era el tema del controvertido libro que yo aca­
baba de leer: Taboo: Why Black AthletesDomínate Sports and Why We're
Afraid to Talk About It [Tabú: por qué los atletas negros dominan el
deporte y por qué nos da miedo hablar de ello], de Jon Entine2.
No pienso mirar para otro lado y fingir que no era consciente
de la polémica que rodeaba la afirmación de que los negros son
mejores atletas que los blancos porque se crían de una forma espe­
cial y porque su raza guarda mayor conexión con el surgimiento en
África de la especie humana. He sido atleta y aficionado al deporte
toda la vida y recuerdo la vitriólica reacción que desataron los
extemporáneos comentarios del periodista deportivo Jimmy Sny-
der, El Griego, en un restaurante a propósito de la crianza de los
esclavos negros, que, según él, había potenciado su superioridad
física (nada menos que en el Día de Martin Luther King y con las
cámaras de televisión presentes): «El negro es mejor atleta porque
ha sido criado para que lo sea. Mire, en los días del tráfico de escla­
vos, los propietarios escogían a las negras más fuertes y hacían que
las fecundaran para que sus hijos también fueran muy fuertes. Ahí
empezó todo». Los negros, explicaba Snyder, podían «saltar más
alto y correr más deprisa» porque «tienen los muslos más largos y
son más grandes»3.
Incluso vi el tristemente célebre programa Nightline de 1987
(que se proponía celebrar que el jugador negro Jackie Robinson
hubiera hecho añicos la barrera del color en el béisbol) en el que
Ted Koppel preguntó a Al Campanis, directivo del equipo de béis­
bol de Los Angeles Dodgers, por qué entre los altos cargos directi­
vos no había ningún negro. Campanis respondió que los negros tal
vez no tuvieran necesidad de ocupar esos cargos. «¿Cree de verdad
lo que está diciendo?», insistió Koppel. «Bueno, no quiero decir
que les pase a todos -objetó Campanis-, pero desde luego hay muy
pocos en determinadas áreas. ¿Cuántos quarterbachs negros hay?
¿Cuántos pitchers negros hay?» Tras continuar con su folklórica lee-
Sangre, sudor y pánico 121

ción sobre fisiología del deporte, Campanis señaló que en la nata­


ción de élite no hay ningún negro «porque no tienen flotabili­
dad»4. Los blancos tienen capacidad para flotar, los negros para
hundirse.
Gracias a los esfuerzos de Al Campanis salió a la luz la opinión
de muchos blancos sobre los negros, que, aunque generalizada
incluso entre personas que no se consideraban racistas, hasta ese
momento nadie había expresado con claridad. «Yo nunca he
dicho que los negros no sean inteligentes, pero es posible que no
quieran ocupar cargos de responsabilidad -prosiguió Campanis-.
Sé que han querido ser directivos y que muchos de ellos lo han
sido, pero son atletas sobresalientes, Dios les ha dado un gran
talento y son personas maravillosas. Tienen el don de poseer una
gran musculatura y varias cosas más. Son veloces, por eso hay bas­
tantes jugadores de béisbol negros en las Grandes Ligas.»5 Los
negros son rápidos y listos en las bases, pero lentos y torpes en los
consejos de administración.
Como John Hoberman, catedrático de la Universidad de Texas,
explicó en su libro Darwin’s Athletes [Atletas de Darwin] (1988)6,
hay muchos negros que suscriben en parte esta tesis. Calvin Hill,
jugador afroamericano de los Dallas Cowboys, un equipo de fútbol
americano, opina: «En las plantaciones, un negro fuerte se empa­
rejaba con una negra fuerte. A los negros se les permitía procrear
por sus cualidades físicas»7. Bemie Casey, también afroamericano,
un jugador de los San Francisco 49ers, explicaba: «Pensemos en
todo lo que los esclavos africanos se vieron obligados a soportar en
este país sólo para sobrevivir. Los atletas negros somos sus descen­
dientes»8. Incluso el progresista adalid del determinismo cultural,
Jesse Jackson, en manifestaciones realizadas en 1977 al programa
de la cadena CBS 60 Minutes sobre sus planes para escolares
negros, argumentó a favor de la tesis de que la herencia es más
importante que el entorno (en respuesta a la explicación de los
sociólogos del hecho de que los negros obtuvieran peores califica­
ciones académicas que los blancos): «Si nosotros [los negros]
podemos correr más rápido, saltar más alto yjugar mejor al balón-
122 Las fronteras de la ciencia

cesto [que los blancos] con las mismas dietas inapropiadas»...


entonces no hay excusa.9 Ya era hora, sostenía Jackson, de que los
negros empezasen a vivir según su potencial.
Con estos comentarios tanto de blancos como de negros, es
comprensible que, como afirma Harry Edwards, especialista en
sociología del deporte de la Universidad de Berkeley, algunos
negros se sitúen tan rotundamente, y con frecuencia tan errónea­
mente, en el extremo opuesto del determinismo del entorno. El 8
de marzo de 2000, invité a mi programa de radio a Jon Entine,
John Hoberman y Harry Edwards. Edwards argumentó que la
única razón de que los negros dominen la liga de baloncesto orga­
nizada por la NBA, a pesar de que los blancos tienen oportunida­
des más que sobradas de llegar a la cima, es que en nuestra época
el «estilo negro» de juego es más popular que el «estilo blanco»,
que dominaba en la década de 1950, pero que ningún «estilo» era
superior al otro en modo alguno. Larry Mantle y yo, los dos presen­
tadores del programa y entusiastas seguidores del equipo de Los
Angeles Lakers, nos dirigimos una mirada cómplice, como dicien­
do que, por supuesto, eso era una soberana tontería .10
En algún punto entre el absoluto determinismo del entorno
que defiende Harry Edwards y el radical determinismo biológico
de Al Campanis se encuentra la verdad de la causa y el significado
de las diferencias entre blancos y negros en el deporte. No obstan­
te, el episodio protagonizado por Campanis resulta muy ilustrativo
porque sus comentarios no son los propios de un fanático intole­
rante y rabioso. Al contrario, es directivo de un equipo profesional
y durante décadas ha convivido y entablado amistad con algunos
de los más grandes jugadores de béisbol negros del siglo xx; sus
palabras, por tanto, son emblemáticas de uná actitud compartida
por buen número, quizá por la mayoría, de profesionales y aficio­
nados al deporte con suficientes conocimientos para especular,
desde cierto darwinismo social, sobre la razón de que los negros
dominen en ciertas disciplinas y no otras, y sobre lo que esta cir­
cunstancia nos revela acerca de la condición humana.
Pero ¿qué significa que los negros dominen en algunos depor­
Sangre, sudor y pánico 123

tes y escaseen en los puestos directivos? La respuesta depende de lo


que se quiera saber. Yo no tengo la intención de apuntarme a la
teoría ni para rebatirla. Al contrario, en este ámbito de investiga­
ción, semejante cuestión suscita nuevas cuestiones e interrogantes
y alcanzar conclusiones demasiado rotundas y ambiciosas sería, en
el mejor de los casos, muy problemático. La investigación de las
diferencias raciales es una ciencia fronteriza: una gran parte de
este estudio en particular es ciencia en su sentido más puro, pero
la mayoría de las teorías especulativas sobre las causas y sus explica­
ciones son mera pseudociencia. En mi opinión, pues, este ámbito
en su conjunto pertenece a los márgenes de la ciencia. Todavía
queda mucha labor de investigación y es necesario liberar los datos
de la gran carga ideológica que ahora soportan.
De lo particular a lo general: ¿es verdad que el deporte está domi­
nado por atletas negros?
Si el lector es estadounidense y aficionado al baloncesto, al fút­
bol americano o al atletismo, las diferencias entre blancos y negros
le parecerán evidentes y reales. Tendría que estar ciego para no ver
el abismo en alguno*de los múltiples canales que emiten deportes
las veinticuatro horas del día. Los kenianos dominan en la mara­
tón, pero es muy improbable que veamos a alguno de ellos en la
línea de salida de los cien metros. Por otro lado, los negros origina­
rios del Africa occidental dominan en esta prueba, pero es muy
raro que, al menos en los próximos años, veamos a alguno de ellos
llevarse a casa el automóvil valorado en 35.000 dólares con que se
premia al ganador de la maratón de Los Angeles. Y podríamos
tener que esperar mucho más para ver a un blanco en el podio.
Como Jon Entine documenta exhaustivamente en su libro, en
estos momentos «todos los récords del mundo de pruebas de atle­
tismo masculinas están en poder de algún corredor de ascenden­
cia africana», y da la impresión de que el dominio en algunas dis­
tancias en concreto está determinado por el origen ancestral del
atleta: los corredores originarios del Africa occidental reinan en las
pruebas de entre 100 y 400 metros, los que provienen del norte y
124 Las fronteras de la ciencia

de la parte oriental de África se imponen en todas las carreras


entre 800 metros y los cuarenta y dos y pico kilómetros de la mara­
tón .11
Pero mi primera objeción es la facilidad con la que se pasa de la
constatación de que los kenianos dominan en la maratón o los atle­
tas del África occidental en los cien metros a afirmar, como reza el
subtítulo del libro de Entine, que «los adetas negros dominan en el
deporte». Comprendo el deseo del editor de economizar palabras
en la portada y de maximizar las ventas (en realidad, el texto de
Taboo está convenientemente lleno de matices y salvedades), pero,
simple y llanamente, el hecho es que los atletas negros no dominan
en todos los deportes. No dominan en el patinaje de velocidad, ni
en el artístico, ni en hockey sobre hielo, gimnasia, natación, saltos
de trampolín, tiro con arco, esquí alpino, esquí de fondo, las biat­
lon, triatlón, ping pong, tenis, golf, lucha libre, rugby, remo, pira-
güismo, halterofilia, automovilismo, motociclismo, etcétera.
En mi propio deporte, el ciclismo, que conozco bien porque
durante diez años competí en pruebas ultramaratonianas (entre
trescientos y cinco mil kilómetros)12, casi no participan negros.
¿Dónde están todos esos esprínters negros originarios del África
occidental que podrían dominar el ciclismo en pista? ¿Dónde
están todos esos kenianos en las carreras de larga distancia o en las
ultramaratones? Escasean en todas partes. En realidad, en más de
un siglo de ciclismo profesional, sólo ha existido un campeón
negro indiscutible: Marshall W. Taylor, «El Alcalde»; y su reinado se
remonta a ¡hace más de un siglo! Empezó a competir en 1896 y al
cabo de tres años se había convertido en el segundo atleta negro,
en todas las disciplinas deportivas, que conseguía un campeonato
mundial, y eso en un momento en que el ciclismo era tan popular
como el béisbol y el boxeo. Teniendo en cuenta que había muy
pocos coches y el avión no se había inventado todavía, los ciclistas
eran los seres humanos más rápidos sobre la faz de la Tierra, y reci­
bían, por tanto, lucrativos premios y bastante más de quince minu­
tos de fama. Taylor fue el primer atleta negro que formó parte de
un equipo, el primero que gozó de patrocinio comercial y el pri­
Sangre, sudor y pánico 125

mero que consiguió varios récords mundiales, incluido el presti­


gioso récord de la milla. Participó en diversas pruebas internacio­
nales y en Francia todavía le consideran uno de los grandes esprín-
ters de todos los tiempos. El hecho de que en Estados Unidos sea
completamente desconocido fuera de los círculos ciclistas nos
revela la influencia del entorno cultural en el deporte .13
Según la teoría de Jon Entine y otros, no habría motivo para que
los negros no dominaran en el ciclismo, pues la exigencia física de
este deporte es muy similar a la del atletismo. Ya no hay barreras
raciales, como atestigua la amplia gama de colores y nacionalida­
des que hoy caracteriza a los pelotones de Europa y América. El

Marshall W. Taylor, «El Alcalde».


126 Las fronteras de la ciencia

Figura 8. Marshall W. Taylor, «El Alcalde», el ciclista negro más grande de todos
los tiempos, dominó su deporte entre 1899 y 1910. ¿Qué fue de los grandes ciclis­
tas negros? Emigraron a deportes donde eran bien recibidos. Pocos hombres
habrían soportado el racismo como Taylor, ni con tanta nobleza: «A pesar de la
acritud cruel de que he sido objeto por parte de los ciclistas blancos, sus amigos y
simpatizantes, no les guardo ningún rencor. La vida es demasiado corta para que
el corazón de un hombre albergue acritud. Como el difunto Booker T. Washing­
ton, el gran educador negro, tan bellamente expresó: “No permitiré que ningún
hombre empequeñezca mi alma y me rebaje consiguiendo que lo odie”».
Cortesía de Andrew Ritchie, Majar Taylor: The Extraordinary Career of a Cham­
pion Bicycle Racer [Alcalde Taylor, la extraordinaria vida dé un campeón ciclista],
Johns Hopkins University Press.
Sangre, sudor y pánico 127

doctor Ed Burke, fisiólogo del deporte de la Universidad de Colo­


rado en Boulder, apunta a una razón evidente: «No hay dinero ni
publicidad ni programas de apoyo. ¿Por qué iban los atletas ameri­
canos más dotados, a quienes se les ofrecen oportunidades tan
lucrativas en otros deportes, a optar por el ciclismo?»14. En Europa,
Los padres de las clases trabajadoras introducen a sus hijos en este
deporte a edad muy temprana, cuando pueden beneficiarse de las
ayudas de que disfruta el ciclismo infantil yjuvenil, antes de que,
posteriormente, se conviertan en profesionales y entren definitiva­
mente a formar parte de las clases medias. Pero en Europa no hay
tantos negros y Estados Unidos no cuentan con la misma estructu­
ra social. En resumen: en el ciclismo, lo social está por encima de
lo biológico.
(Después de «Alcalde» Taylor, muchos citan al esprínter negro
Nelson Vails, que ganó la medalla de plata de ciclismo en pista en
los juegos olímpicos de 1984. Pero no se puede comparar a ambos
campeones, porque Alemania Oriental, cuyos ciclistas dominaban
en este deporte en la década de 1980 y habían vencido de forma
aplastante a Vails y a Mark Gorski, ganador de la medalla de oro,
en los campeonatos mundiales del año anterior, boicoteó los jue­
gos de 1984. Después de Vails, Scott Berryman se convirtió en cam­
peón nacional de esprint, y Gideon Massie, un muchacho de dieci­
nueve años, ganó el Campeonato del Mundo Júnior de ciclismo en
pista. Ha habido otros casos aislados -Shaums March, campeón de
descenso en pruebas de bicicleta de montaña, yJohs Weir, profe­
sional del ciclismo de ruta-, que sólo sirven para llamar nuestra
atención sobre la escasez de ciclistas negros.)
¿Dominarían los negros en el ciclismo ceteris paribus? El proble­
ma es que los demás factores nunca son equiparables, así que resul­
ta imposible afirmarlo si el hecho no se produce. No hay motivos,
en virtud de los argumentos que planteajon Entine, para pensar
que no sería así, porque, por exigencia física, el ciclismo en pista
no es tan distinto del atletismo y el ciclismo en ruta no difiere tanto
de la maratón. Pero, sencillamente, no lo sabemos y, por tanto, de
poco sirve especular. Para empezar, la suposición ceteris paribus
128 Las fronteras de la ciencia

nunca se sostiene en el prolijo mundo real, de modo que todo el


asunto de la raza y los deportes está sembrado de complicaciones y
es excepcionalmente difícil afirmar con certeza científica lo que
esas diferencias significan en realidad.
Sesgo de retrospectiva: ¿es la evolución culpable de que los negros
sean mejores atletas que los blancos?
Es posible que Tiger Woods sea el mejor golfista de todos los
tiempos. Aunque no es un negro «puro», la mayoría, y especial­
mente la comunidad negra, así lo cree; por tanto, bien podría ocu­
rrir que su ejemplo motivase que otros negros iniciaran la práctica
del golf. Si eso ocurriera, ¿lo haría en tal escala que los negros aca­
basen dominando en el golf como dominan en el fútbol america­
no y el baloncesto? ¿Cuáles serían las causas de ese hipotético
dominio? ¿La imitación de un modelo unida a un impulso cultu­
ral? ¿O llegaríamos a oír que los negros están más capacitados para
triunfar en el golf porque la naturaleza les ha dotado mejor para
practicar el swing y divisar objetos en movimiento y que ambas
cosas se deben a que su linaje se remonta a Africa, patria originaria
de la humanidad, al Entorno de Adaptación Evolutiva (nombre
que la psicología evolucionista da al Pleistoceno, una de las etapas
de la evolución humana)?
En psicología cognitiva se habla de sesgo de retrospectiva (o sesgo
del historiador), que constituye una de las falacias del pensamien­
to. Este sesgo consiste en que, independientemente de cuáles sean
las consecuencias finales de nuestros actos, los seres humanos ten­
demos a mirar en retrospectiva para justificar tales consecuencias
mediante un conjunto de variables causales que, presumiblemen­
te, resultan aplicables a cualquier situación .15 En retrospectiva es
fácil elaborar condiciones plausibles que nos permitan explicar las
consecuencias; es decir, reacomodamos el resultado y somos igual­
mente diestros en encontrar razones para justificar que tal resulta­
do fue inevitable y que no podía ser de otra forma.
Consideremos ahora el baloncesto profesional estadounidense.
Ahora que se ha convertido en un deporte dominado por negros
Sangre, sudor y pánico 129

resulta tentador recurrir a especulaciones de tipo darwinista y


sugerir que la naturaleza ha dotado a los negros con mayor capaci­
dad para la carrera, el salto, el regate, el giro, el tiempo de perma­
nencia en el aire, y todas las características relevantes en el balon­
cesto moderno. Estaríamos en tal caso a un paso de sugerir, como
Jon Entine y Vince Sarich, antropólogo de la Universidad de Cali­
fornia en Berkeley,16 que el origen de esas capacidades naturales
está en que, a diferencia de los primeros seres humanos que sur­
gieron en Africa, donde se hicieron bípedos, los que pertenecían a
las poblaciones que emigraron a otras zonas del globo fueron per­
diendo sus características puras para adaptarse a otros entornos
-por ejemplo: los habitantes de climas fríos desarrollaron torsos
más cortos y fornidos (regla de Bergmann) y piernas y brazos más
cortos (regla de Alien) - y, a raíz de ello, disminuyó su capacidad
para correr y saltar. Los negros africanos, sin embargo, están más
próximos al Entorno de Adaptación Evolutiva, de modo que sus
capacidades genéticas no están diluidas; son, por tanto, más puros.
(En el caso del baloncesto, sin embargo, yo señalaría el notable
abanico de tonalidades de piel que uno puede advertir en las can­
chas. Admito que las razas podrían ser conjuntos difusos cuyas
fronteras están desdibujadas, pero el interior de los conjuntos
representa un tipo que, al menos provisionalmente, puede corres­
ponderse con la etiqueta «blanco» o «negro». Sin embargo, el paso
de las diferencias de grupo racial en una cancha de baloncesto a
las diferencias evolutivas en el Pleistoceno es muy significativo y es
ahí donde interviene el sesgo de retrospectiva.)
Pero remontémonos en el tiempo, pensemos en los tiempos en
que los judíos dominaban el baloncesto y veamos qué tipo de argu­
mentos se esgrimieron para explicar su superioridad «natural» en
este deporte. En las décadas de 1920,1930 y 1940, el baloncesto
era un deporte propio de los inmigrantes de clase alta que vivían
en las ciudades de la Costa Este y en el que dominaba el grupo étni­
co más oprimido de aquella época: los judíos. Al igual que harían
los negros décadas después, los judíos participaban en deportes
donde eran bien recibidos. Como Jon Entine relata tan maravillo-
130 Las fronteras de la ciencia

sámente en Taboo, cuenta Harry Sitwack, gran jugador de la Asocia­


ción Hebrea del Sur de Filadelfia (SPHA, en sus siglas en inglés):
«Losjudíos nunca jugaron al béisbol ni al fútbol americano, depor­
tes ya muy saturados. Todos losjudíos jugaban al baloncesto. De los
postes de teléfono colgaba una cesta de baloncesto y todos los
niños judíos soñaban conjugar en la SPHA»17. La razón es eviden­
te, ¿verdad? Las tendencias culturales y las oportunidades socioeco­
nómicas que formaban un bucle de retroalimentación autocatalíti-
co (autogenerador) motivaron que fueran cada vez más los judíos
que se iban integrando en este deporte hasta llegar a sobresalir.
Pues no. Como Jon Entine demuestra, según los científicos de la
época, los judíos estaban dotados de cualidades que les conferían
una natural superioridad:
Los autores [de la época] opinaban que los judíos estaban genética
y culturalmente constituidos para hacer frente a los esfuerzos y resis­
tencia que requería el juego de la canasta. Sugerían que contaban
con ventaja porque los hombres de menor estatura guardan mejor
el equilibrio y son más ágiles con los pies. Creían también que te­
nían una vista más aguda, lo cual, por supuesto, contradecía el este­
reotipo de que padecían miopía y tenían que llevar gafes. Y se decía
que eran más listos. «Sospecho que la razón de que el baloncesto
atraiga tanto a los hebreos, con un pasado oriental tan evidente
-escribió Paul Gallico, redactor de deportes del New YorkDaily News y
uno de los periodistas deportivos más influyentes de la década de
1930- es que este deporte valora por encima de todo una mente viva
y maquinadora, astucia y rapidez, capacidad de fintar, de engañar, y,
en general, ser listo, espabilado.»18
Sangre, sudor y pánico 131

Figura 9. Este cartel de la época refleja el dominio que sobre el baloncesto ejer­
cieron los judíos en la década de 1930. Subraya el «hecho» de que ese deporte
requiere «una mente viva y maquinadora, astucia y rapidez, capacidad de fintar,
de engañar, y, en general, ser listo, espabilado», rasgos propios de los judíos.
*■
A finales de la década de 1940, los judíos se integraron en otros
deportes y profesiones y, como advierte Jon Entine: «La antorcha
del atletismo urbano pasó a manos de los inmigrantes recientes, en
su mayoría negros procedentes de las agonizantes plantaciones del
sur [...]. No pasaría mucho tiempo antes de que el estereotipo del
judío de “mente viva” se viera sustituido por el de la “capacidad
natura] de los negros para el atletismo”»19. Si hoy fueran los judíos
quienes dominaran el baloncesto y no los negros, ¿qué modelos
explicativos se estarían elaborando en virtud del sesgo de retros­
pectiva? Si dentro de treinta años son los asiáticos los que contro­
lan el deporte de la canasta, ¿ofreceremos un motivo igual de plau­
sible de su «natural» predominio?
¿Significa eso que, en realidad, los negros no son mejores que
los blancos para el baloncesto? No. Yo me quedaría de piedra si
132 Las fronteras de la ciencia

resultase que el dominio del «estilo negro» al que estamos asistien­


do se debiera a motivos exclusivamente culturales, pero por culpa
del sesgo de retrospectiva no puedo estar seguro de que no nos este­
mos engañando.
El sesgo de confirmación: ¿por qué las diferencias entre blancos y
negros nos interesan tanto?
¿Por qué, parece razonable preguntar, nos interesan tanto las
diferencias entre blancos y negros en el deporte? ¿Por qué no nos
fijamos en las diferencias entre asiáticos y caucásicos? ¿Por qué
nadie ha escrito un libro titulado ¿Por qué los asiáticos dominan en el
pingpong y nos da miedo hablar de ello? La razón es obvia: porque a
nadie le importa que los asiáticos sean los amos del ping pong.
Estamos en Estados Unidos y en Estados Unidos lo que nos impor­
ta son las diferencias entre blancos y negros. Para que el lector se
haga una idea: en el Egipto del siglo I a. C. nadie se preguntó si
Cleopatra era negra o blanca, sin embargo, en Estados Unidos del
siglo xx sí nos hemos hecho esta pregunta .20
El sesgo de confirmación consiste en tender a buscar datos que res­
palden nuestras creencias y a pasar por alto las pruebas que po­
drían refutarlas.21 Es algo que todos hacemos. Cuando un progre­
sista lee un periódico comprueba que los codiciosos republicanos
están intentando manipular el sistema para que los ricos sean toda­
vía más ricos. Cuando los conservadores leen el mismo periódico
constatan que los progresistas más firmes roban a los ricos sus dóla­
res, que con tanto esfuerzo han ganado, para pagar la asistencia
social de los yonquis. El contexto lo es todo y el sesgo de confirmación
dificulta que consideremos con objetividad nuestras propias creen­
cias.
En efecto, en el ámbito deportivo hay diferencias entre blancos
y negros y es posible que se deban a razones físicas reales, pero,
como hemos advertido anteriormente, la inmensa mayoría de los
deportes no están dominados por negros. ¿Por qué no prestamos
atención a este hecho? Porque no nos interesa o porque no apoya
nuestra idea preconcebida de la importancia de las diferencias
Sangre, sudor y pánico 133

raciales entre negros y blancos. De los cientos de deportes popula­


res que actualmente se juegan en todo el mundo, los negros sólo
dominan tres: el baloncesto, el fútbol americano y el atletismo. Y ya
está. Es esta circunstancia la que arma tanto revuelo. ¿Por qué nos
centramos en esos tres deportes? Porque vivimos en Estados Uni­
dos, donde los asuntos raciales, y esos tres deportes, son promi­
nentes.
No afirmo que sea científicamente insostenible o moralmente
reprobable centrarse en esas diferencias, pero me gustaría saber
por qué esas diferencias en particular son tan importantes para
algunas personas. Ya, pero ¿no hay gente a la que le gusta más el
pudín de chocolate y otra que se pirria por la tapioca? Sí, pero no
es lo mismo. Sospecho que el sesgo de confirmación dirige nuestra
atención a los detalles que con mayor probabilidad respaldan
nuestras creencias previas sobre las diferencias raciales.
Consideremos el ejemplo que da Vince Sarich en el artículo
que publicó en el especial de Skeptic sobre la diferencia racial en el
deporte. Sarich cita la selección de granos de maíz por su alto con­
tenido oleico como ejemplo de la forma en que «la variabilidad
genética subyacente « o se ágota». Para Sarich, esta circunstancia
favorece su argumento de que en un período breve de tiempo se
pueden seleccionar genomas para realizar cambios espectaculares
de los rasgos fenotípicos, como ha sucedido con «la triplicación
del tamaño del cerebro humano en los dos últimos millones de
años». Y señala que en tan sólo cuatro mil millones de años los pue­
blos polinesios emigraron del extremo oriental de Nueva Guinea,
donde vivían en pequeñas poblaciones, a islas desperdigadas por
todo el Pacífico desde Nueva Zelanda en el sur hasta Hawai en el
norte y la isla de Pascua en el este. «Lo cual significa que tuvieron
que atravesar miles de millas de océano en noches de un frío géli­
do y en embarcaciones de remos donde la fortaleza física podía
constituir una ventaja, lo cual, aparentemente, pudo traducirse en
una selección natural de los cuerpos de mayor tamaño (regla de
Bergmann) y, por extensión, de organismos con torsos proporcio­
nalmente más grandes»22.
134 Las fronteras de la ciencia

Pero para establecer una comparación genética, ¿no hay mejor


ejemplo que el maíz? Recurramos a un mamífero, a un mamífero
corredor: los caballos purasangre de carreras. En este ámbito nos
topamos con una prueba que contradice la tesis de Vince Sarich,
porque es evidente que, a pesar de los atentos esfuerzos de los cria­
dores de caballos, que gastan millones de dólares para lograr un
potro que pueda rebajar uno o dos segundos la marca de sus com­
petidores, la variabilidad genética subyacente de los purasangre
desapareció hace tiempo. El Derby de Kentucky es la carrera de
caballos más prestigiosa del mundo y se corre desde 1875. (Por
cierto, aquel año trece de los quince jockeys eran negros. De
hecho, los jockeys negros vencieron en la mitad de las treinta pri­
meras ediciones del Derby.) La primera prueba se celebró sobre
una distancia de 2,4 kilómetros, que el ganador cubrió en 2,37
minutos. En 1896 la distancia fue rebajada a la actual, 2 kilómetros,
y ganó la carrera Ben Brush, con un tiempo de 2,07 minutos.
Como pone de manifiesto la tabla siguiente, en la que figuran los
tiempos de los ganadores del Derby de Kentucky a intervalos de
cinco años, desde 1950 los caballos no logran bajar de los dos
minutos.23
1900 Lieutenant Gibson 2,06
1905 Agile 2 ,1 0
1910 Donau 2,06
1915 Regret 2,05
1920 Paul Jones 2,09
1925 Flying Ebony 2,07
1930 Gallant Fox 2,07
1935 Omaha 2,07
1940 Gallahadion 2,05
1945 Hoop Júnior 2,07
1950 Middle Ground 2,0 1
1955 Swaps 2,0 1
1960 Ventian Way 2,02
1965 Lucky Debonair 2 ,0 1
Sangre, sudor y pánico 135

1970 Dust Commander 2,03


1975 Foolish Pleasure 2,02
1980 Genuine Risk 2,02
1985 Spend a Buck 2,00
1990 Unbridled 2,02
1995 Thunder Gulch 2,02

El mejor caballo de carreras de todos los tiempos, Secretariat, es el


único purasangre que rebajó la barrera de los dos minutos, ganan­
do la prueba en 1,59,2. Si esto no es un ejemplo de techo de varia­
bilidad genética, no imagino qué pueda serlo.
Asimismo, ¿cómo sabemos que los polinesios son seleccionados
por la amplitud de sus torsos, es decir, por medio de la regla de
Bergmann para los climas fríos o por algún otro factor de selección
para los remeros más fuertes? Es imposible saberlo y no lo sabe­
mos. No tenemos ni la menor idea de por qué los polinesios tienen
el torso muy ancho. No es una historia sencilla. Sarich podría tener
razón, quién sabe, yo desde luego no puedo dar ninguna respues­
ta. Y, en realidad, él tampoco. Es posible que los polinesios inicia­
sen una carrera de apnas (o, en este caso, de brazos) evolutiva en
la que la selección no tuviera nada que ver ni con la facilidad para
remar ni con las frías temperaturas de Nueva Guinea y que esa
carrera les condujese a desarrollar cuerpos con torsos de mayor
tamaño, y que los hombres y mujeres con esta característica tuvie­
ran más probabilidades de llegar a Hawai. O tal vez existieran pre­
siones que desembocaron en una selección sexual según la cual,
por determinada razón cultural, las mujeres llegaron a preferir a
los hombres de brazos fuertes y ancho pecho hasta que entre las
tribus polinesias sobrevivieron sobre todo hombres con estos ras­
gos; y luego, más tarde, fueron ellos los que mejor se adaptaron a
una larga travesía en embarcación de remos. Pero también es posi­
ble que la selección de los hombres con torsos amplios se produje­
ra de manera accidental (exadaptados) en el momento en que el
conjunto de las tribus polinesias necesitaron o prefirieron no pre­
cisamente la anchura del torso, sino otro rasgo vinculado genética­
136 Las fronteras de la ciencia

mente a él (pleiotropía) ,24Y también es posible que, por imposicio­


nes culturales, porque al mismo tiempo tenían que cargar con sus
bebés y con forraje para alimentarse, las mujeres polinesias necesi­
tasen brazos y torsos más fuertes y esto condujo a que todos los
polinesios tuvieran la mitad superior del cuerpo más musculosa.
O... o... o...
¿Sangre o sudor? £1 debate naturaleza-ambiente en el deporte
En mitad de la edición de 1985 de la prueba ciclista interconti­
nental sin paradas Race Across America, atravesaba yo Arkansas
cuando las cámaras del programa de la ABC Wide World of Sports se
pusieron a mi lado para preguntarme cómo me sentaba ir en ter­
cer lugar, muy destacado del pelotón pero demasiado lejos de los
líderes de la prueba. Respondí: «Tendría que haber escogido mejo­
res padres».
Estaba citando al renombrado fisiólogo del deporte Per-Olof
Astrand, que en un simposio de 1967 declaró: «Estoy convencido
de que todo aquel que tenga la intención de ganar una medalla
olímpica tiene que escoger a sus padres con mucho cuidado»25. En
ese momento me arrepentí de haberlo repetido porque no quería
faltarles al respeto a mis padres, que siempre me han apoyado.
Pero mi autoevaluación fue correcta, porque yo había hecho cuan­
to estaba en mi mano para ganar la carrera -más de ochocientos
kilómetros de entrenamiento a la semana, una dieta muy estricta,
entrenamiento con pesas, entrenadores y terapias con masaje,
etcétera-, tenía sólo un 4,5 por ciento de grasa en el cuerpo y, a los
treinta y un años, era más fuerte y rápido de lo que había sido o vol­
vería a ser en mi vida. Y no obstante era evidente que no ganaría la
carrera. ¿Por qué? Porque, a pesar de mejorar al máximo mi
ambiente, la capacidad física de mi organismo había tocado techo
y no era suficiente para alcanzar a los dos corredores que iban por
delante de mí.
Esta pequeña anécdota ilustra a la perfección el genuino inte­
rés de la fisiología del deporte por la influencia del entorno y la
herencia en la capacidad atlética. Por ejemplo, en 1971V. Klissou-
Sangre, sudor y pánico 137

ras, especialista en fisiología del ejercicio, afirmaba que entre un


81 y un 8 6 por ciento de la capacidad aeróbica, que mide el volu­
men máximo de oxígeno, depende de los genes. En 1973 este
investigador confirmó sus primeros hallazgos en otro estudio que
demostraba que sólo entre el 20 y el 30 por ciento de las diferen­
cias de capacidad aeróbica se pueden atribuir al entorno, es decir,
al entrenamiento .26
Randy Ice, fisiólogo del deporte y responsable de los análisis
realizados a los ciclistas de Race Across America en las últimas die­
ciocho ediciones de la carrera, calcula que la genética determina
entre un 60 y un 70 por ciento de las diferencias de capacidad
anaeróbica de los ciclistas.27 Otros calculan porcentajes similares
para el umbral anaeróbico, la carga de trabajo físico, la relación
entre fibras de contracción lenta y fibras de contracción rápida de
los músculos, la frecuencia cardíaca máxima y otros muchos pará­
metros fisiológicos que determinan el rendimiento atlético. Dicho
de otra manera, las diferencias entre el farolillo rojo del pelotón y
Eddy Merckx (el mejor ciclista de todos los tiempos) se deben
sobre todo a la biología.
Ahora bien, dejemos claro que ni Vince Sarich, nijon Entine por
un lado, ni -esperemos- Harry Edwards por otro, afirman que la
genética o el entorno determinan por completo la capacidad adéti-
ca. Evidentemente, se produce una combinación de ambas cosas. La
discusión está en los porcentajes y en las pruebas que los justifican, y
en la posibilidad de que las diferencias tengan un origen evolutivo.
Lo que me sorprendió al leer el libro de Jon Entine y el artículo de
Sarich -lo más interesante que se ha escrito a favor del argumento
evolutivo- fue la escasez de pruebas irrefutables y su patente necesi­
dad de hacer deducciones y grandes saltos lógicos.
Aunque la publicidad ha insistido en que la obra de Entine se
propone polemizar sobre la postura que defiende la herencia por
encima del entorno, el autor confiesa que incluso en el más claro
de sus ejemplos paradigmáticos, el de los corredores de maratón
kenianos, no se puede asegurar que sean «grandes adetas de larga
distancia por una ventaja genética o porque vivir a gran altitud y
138 Las fronteras de la ciencia

tener esa forma de vida sean como un programa de entrenamiento


de por vida». Es el dilema del huevo y la gallina, admite Entine:
«¿Transformó la altitud los pulmones de los corredores kenianos o
fue una predisposición genética inducida por la altitud? ¿Se debe a
la naturaleza, al entorno [...] o a ambas cosas?»28.
A ambas cosas, pero demostrar en qué porcentaje incide cada
una es complicado. «La mayoría de las teorías, incluida la genética,
cotejan las pruebas circunstanciales con el sentido común, la cien­
cia conocida y el transcurso de la historia -explica Entine-. Que los
científicos todavía no puedan identificar qué cromosomas contri­
buyen a qué capacidades atléticas no significa que los genes no
desempeñen un papel definitivo.»29 Es evidente, pero el verdadero
debate no está en el si, sino en el cómo y en el cuánto. Es a la hora
de responder estos dos interrogantes donde la ciencia es débil y
nuestros prejuicios fuertes.
En su artículo, Vince Sarich compara también distintas medidas
morfológicas que diferencian las razas en que se divide nuestra espe­
cie con las de otros primates, y sostiene que, como muchos rasgos
morfológicos varían ampliamente tanto dentro de la especie como
en la comparación con otras especies, no sería sorprendente encon­
trar diferencias igualmente espectaculares de capacidad atlética den­
tro de la propia especie humana .30 Pero esta argumentación carece
de lógica. Dando por supuesto que los datos son precisos y que las
medidas del cráneo y del rostro varían entre los grupos raciales
humanos tanto o incluso más de lo que varían entre chimpancés y
gorilas y entre las distintas familias de chimpancés y las distintas fami­
lias de gorilas, ¿qué conclusiones podremos extraer? ¿Qué tiene eso
que ver con la capacidad atlética? ¿Qué tienen que ver las diferencias
craneales y faciales entre grupos de humanos y primates con la dis­
tinta capacidad atlética de los humanos? ¿No es posible que determi­
nados rasgos varíen más que otros? Claro que es posible. Saltar de un
conjunto de características (rasgos faciales) a otro (capacidad para la
carrera) es una forma de razonar especiosa. Asimismo, en el acto de
correr se pueden conjugar un conjunto de variables de codificación
genética mucho más complicadas que las que intervienen en las
Sangre, sudor y pánico 139

características del cráneo y los rasgos faciales. La habilidad de correr


depende de muchas variables: qué relación de cantidad guardan las
fibras de contracción lenta y las fibras de contracción rápida de los
músculos, el volumen máximo de oxígeno (el grado de eficiencia
del paso del oxígeno de los pulmones a la sangre), la capacidad pul­
monar, al frecuencia cardíaca máxima, el umbral anaeróbico (el
cual determina qué nivel de trabajo muscular se puede resistir), las
medidas de fuerza y resistencia, etcétera.31 ¿Sabemos que todo esto
está codificado en una cohorte de genes de tamaño similar a la que
contiene los códigos de los rasgos faciales y craneales? Le hice esta
pregunta a Vince Sarich y me respondió:
Desde luego, ni yo ni ningún biólogo que conozca podríamos salir
en antena y sostener que, desde un punto de vista genético, correr
es mucho más complejo (es decir, que en ello intervienen muchas
más variables genéticas) que los rasgos faciales o la estructura cra­
neal, o al contrario. No tenemos pistas ni en un sentido ni en otro.
Tengo la impresión de que a usted le gustaría contar con apodera­
dos fisiológicos y estructurales de la capacidad de correr, es decir,
con características cuya variación esté relacionada con la variación
en la capacidad de correr. A mí también me gustaría, pero, si es evi­
dente que esas características tienen que existir, también lo es que
no sabemos gran cosa de ellas. Queda mucho para que podamos
predecir la capacidad de correr a partir de datos fenotípicos o geno-
típicos y pedirlos es, en efecto, poner Fin a la discusión negando
que, en este momento, haya gran cosa que debatir «desde un punto
de vista científico».
En lugar de llevarme las manos a la cabeza o de quedarme cruza­
do de brazos, lo que defiendo en mi artículo es que hay que volver al
punto de partida, observar los niveles de variación interpoblacional
(«racial») de los rasgos de los que tenemos datos y comparar las
diferencias de la capacidad para correr en ese contexto. Se parece
mucho a lo que hizo Darwin cuando observó las variaciones de dis­
tintas especies de animales domésticos e infirió de ellas cómo pudie­
ron producirse los cambios a escala geológica.32
140 Las fronteras de la ciencia

De acuerdo. Yo no sé y Vince Sarich tampoco. Nadie sabe. Pero,


estoy de acuerdo, eso no quiere decir que haya que tirar la toalla.
Sin duda, las diferencias entre blancos y negros en algunos depor­
tes están muy influidas por la genética y podrían ser de origen evo­
lutivo. Pero demostraresa suposición es otra historia. Como lo es,
para ser justos, demostrar que la incidencia del entorno es total­
mente determinante. Por ejemplo, en mi programa de radio,
Harry Edwards argumentó que los kenianos se preparan con tena­
cidad: todos los días se levantan a las cinco de la mañana y salen a
correr por montañas de gran altitud. Pero aquí intervienen de
nuevo los sesgos de retrospectiva y de confirmación, porque estudiamos
al ganador de una carrera para descubrir los componentes de la
fórmula de la victoria y prescindimos de todos los demás deportis­
tas que también se levantan a las cinco de la mañana (¡ay, qué
penoso recuerdo!) pero no consiguen ganar el oro y de otros gana­
dores que no se levantan hasta las ocho y se limitan a trotar un rato
por los prados. Sólo con entrenamiento no se llega a la victoria,
pero sólo con genética tampoco. Para ser un campeón se necesitan
ambas cosas.
Dueño de mi destino
Todos somos producto de una historia evolutiva y tenemos un
linaje biológico. Modificando la ocurrencia de Per-Olof Astrand: lo
cierto es que la selección natural ha escogido muy cuidadosamente
a nuestros padres. Pero somos lo que somos porque nuestra consti­
tución biológica interacciona con el entorno. En la teoría podemos
separar una cosa de otra gracias al estudio de los gemelos y a la
genética del comportamiento; en la práctica no. Incluso los caca­
reados porcentajes estadísticos que se esgrimen para describir las
influencias relativas del entorno y la herencia resultan válidos para
poblaciones numerosas, pero no para individuos. Ni siquiera el
conocimiento completo de una persona nos permite predecir su
futuro, porque las leyes que dan pie a las predicciones se basan en
poblaciones numerosas.
Sangre, sudor y pánico 141
Techo potencial

Atleta A
Atleta B

Figura 10. El atleta A puede ser biológicamente superior al atleta B, pero varia­
bles del entorno como el asesoramiento, la dieta, el entrenamiento y la voluntad
de vencer pueden hacer que B derrote a A siempre. Somos libres de elegir las
condiciones del entorno óptimas que nos permitan alcanzar nuestro máximo
potencial biológico.

El elemento clave es la gama (teposibilidades. La genética conductual


la llama gama de reacción genética y está constituida por los paráme­
tros biológicos dentro de los cuales pueden tener efecto las condi­
ciones medioambientales. Todos tenemos un límite biológico: por
ejemplo, el tiempo mínimo en que podemos recorrer en bicicleta
una distancia de cuarenta kilómetros o cubrir diez kilómetros
corriendo. Entre el límite mínimo y el máximo hay toda una gama
de tiempos que están determinados por nuestro rendimiento. En
la Figura 10, el atleta A goza de una gama de reacción genética más
alta que el atleta B, pero ambas gamas se superponen, y es ahí
donde pueden incidir factores del entorno como la nutrición, el
entrenamiento, el asesoramiento y la voluntad. A puede estar más
«dotado» que B, pero eso no significa que siempre lo venza, ni
siquiera que llegue a vencerlo una sola vez. Si B maximiza su rendi­
miento y A sólo alcanza el 50 por ciento de su potencial, la ventaja
genética no se traduce en victoria. Que el talento dependa exclusiva­
mente de la herencia no implica que el éxito dependa exclusivamente del
talento.
¿Por qué ciertos atletas negros dominan en algunos deportes?
142 Las fronteras de la ciencia

Por el mismo motivo por el que ciertos atletas blancos dominan en


otros y ciertos atletas asiáticos dominan en otros distintos, por una
combinación de factores biológicos e influencias culturales. No
sabemos cómo separar ambas variables, pero contamos con indi­
cios razonables. ¿Qué significan las diferencias? Por mi parte, res­
pondo que, en realidad, se produce una consiliencia de ambas
posiciones: tenemos libertad para seleccionar las condiciones del entorno
óptimas que nos permitan elevamos hasta nuestro máximo potencial bioló­
gico.
En ese sentido, en el deporte, el éxito se mide no sólo por com­
paración con el rendimiento de otros deportistas, sino con relación
al techo de nuestras capacidades. Triunfar es hacerlo lo mejor posi­
ble en función de la cota más alta de nuestra gama de posibilida­
des. Vencer no sólo es cruzar el primero la línea de meta, sino cru­
zarla en el menor tiempo posible dentro de nuestra gama de
reacción genética. William Ernest Henley lo expresó a la perfec­
ción en Invktus, un poema emocionante:
En la noche que me cubre,
negra como la pez de polo a polo,
doy gracias, sean los dioses lo que sean,
por mi alma inexpugnable.
Da igual lo recta que sea la puerta,
cuán cargado de castigos esté el inventario,
soy el dueño de mi destino,
el capitán de mi alma.
5 La paradoja del paradigma
El equilibrio puntuado y la naturaleza de la ciencia revolucionaria

Cayeron los propietarios, hombres codiciosos arrastrados por su esperan­


za de beneficios.
Pero seca tu incipiente lágrima, que tenían cuantiosos seguros.
W. S. G il b e r t , ‘TheBab’Ballads, «Etiquette»
Stephen Jay Gould puede encontrar significado y metáforas en los
más singulares rincones literarios, así que, ¿por qué no recurrir al
consejo y consuelo de uno de sus autores de ópera favoritos para
explicar el comportamiento de esos ambiciosos propietarios de
ideas científicas que en un principio cayeron en el descrédito y
luego fueron exonerados por la compañía aseguradora de la ver­
dad? Ahora bien, ¿cómo saber hoy quién será vilipendiado o vene­
rado mañana? Tras citar errores garrafales como el de lord Kelvin,
quien «demostró» ei>cierto artículo que los aviones no podrían
volar porque son más pesados que el aire, a los aficionados a lo
paranormal les gusta decir: «Muchos se rieron de los hermanos
Wright». A lo cual los escépticos aficionados a la frivolidad y los gol­
pes de efecto podrían responder: «Ytodos se rieron con los herma­
nos Marx».
La cuestión es que las referencias históricas concretas a teorías
errónamente descartadas no pueden erigirse en principios genera­
les aplicables a todos los casos de desaire intelectual. Todo ejemplo
de rechazo se explica por las particulares contingencias históricas
que lo motivaron. Negar la historia no equivale a reivindicar el
futuro. Por cada Colón, Copémico y Galileo que tuvo razón, hay
un millar de Vielikovski (teoría de los mundos en colisión), Von
Daniken (astronautas de la Antigüedad) y Newman (máquinas en
perpetuo movimiento) que estaban equivocados.
Por eso a los científicos y a los escépticos se les ponen los pelos
144 Las fronteras de la ciencia

de punta cuando oyen adjetivos como «revolucionario» y «trascen­


dental» o expresiones como «cambio de paradigma», que tan pró­
digamente emplean presuntos pioneros. Sin embargo, invertir el
análisis únicamente porque algunos artistas del engaño y la pirueta
(y también algunos pensadores honrados) afirmen que el nuevo
paradigma no es correcto no significa que todas las ideas nuevas
corran la misma suerte que los planetas en colisión, los astronautas
de la Antigüedad y la maquinaria en movimiento perpetuo. Hay
que examinar todas las afirmaciones, todos los credos.
En 1992, la revista Skeptic celebró el 150e aniversario del primer
trabajo de Charles Darwin sobre selección natural y el 20e aniversa­
rio del primer artículo de Niles Eldredge y Stephen Jay Gould
sobre el equilibrio puntuado, considerando que se trataba de dos
paradigmas distintos. Pocos negarían la idea de que la teoría de la
evolución por selección natural de Darwin dio pie a un nuevo para­
digma, pero muchos contemplan con escepticismo la posibilidad
de que la teoría del equilibrio puntuado merezca el mismo estatus.
Teniendo en cuenta que el darwinismo está vivo y muy sano, a
comienzos del siglo xxi el mero hecho de considerar la cuestión
parece paradójico. El darwinismo desplazó al creacionismo, pero
ninguna teoría lo ha sustituido, por lo que no puede haberse pro­
ducido otro cambio de paradigma.
Es lo que yo llamo la paradoja delparadigma. Se trata de una falsa
dicotomía creada en parte por nuestra suposición de que sólo un
paradigma puede regir un ámbito científico en una época determi­
nada y de que los paradigmas sólo pueden reemplazarse uno a
otro pero no evolucionar (ni coexistir dentro del mismo campo de
conocimiento). Yo sostengo, en cambio, que en estos momentos,
aunque el amplio paradigma darwiniano sigue dominando la
interpretación de la historia biológica, coexiste con un paradigma
subsidiario, el del equilibrio puntuado, y que los dos han modifica­
do los paradigmas imperantes anteriormente (si bien la teoría dar-
winiana es de mayor alcance que la teoría de Eldredge y Gould), y
coexisten ahora pacíficamente compartiendo métodos y modelos
que se solapan. La paradoja del paradigma desaparece cuando
La paradoja del paradigma 145

definimos con precisión semántica ciencia, paradigma y cambio de


paradigma, y evitamos la falacia «o esto o aquello» (o de la falsa
alternativa), cuando nos damos cuenta de que la teoría del equili­
brio puntuado es un paradigma dentro del paradigma mayor de la
teoría darwiniana.
La ciencia de los paradigmas
La ciencia es una forma concreta de razonar y de actuar común
a la mayoría de los miembros de un grupo científico, una herra­
mienta para comprender los datos del pasado y del presente.
Dicho de manera más formal, la ciencia es un conjunto de métodos
cognitivos y conductuales que se propone describir e interpretar losfenóme­
nos observados o inferidos pasados opresentes y cuyo objetivo consiste en ela­
borar un corpus comprobable de conocimiento susceptible de ser confirmado
o refutado. Entre los métodos cognitivos se encuentran las corazona­
das, las suposiciones, las ideas, las hipótesis, las teorías y los paradig­
mas; entre los métodos conductuales, la investigación, la recopila­
ción y organización de datos, la colaboración y comunicación con
otros científicos, los experimentos, el cotejo de hallazgos, el análi­
sis estadístico, la preparación de manuscritos, la presentación de
conferencias y la publicación de artículos y libros.
En ciencia existen dos grandes metodologías: la experimental y
la histórica. La ciencia experimental (física, genética, psicología
experimental) es eso en que la mayoría piensa cuando imagina a
unos científicos experimentando con un acelerador de partículas,
con las moscas de la fruta o con ratas de laboratorio. Las ciencias
históricas (cosmología, paleontología, arqueología) no son menos
rigurosas en sus métodos conductuales y cognitivos a la hora de
describir e interpretar los fenómenos del pasado y comparten la
misma meta de las experimentales: ambas se proponen acumular
un corpus de conocimientos comprobables sujetos a confirmación
o refutación. Por desgracia, el mundo académico y la opinión
pública han establecido un orden jerárquico que se articula en dos
direcciones ortogonales: ( 1 ) las ciencias experimentales son supe­
riores a las históricas, (2 ) las ciencias físicas son superiores a las bio­
146 Las fronteras de la ciencia

lógicas, que a su vez son superiores a las ciencias sociales, y dentro


de ambos grupos existe un ránking que va de las ciencias más puras
a las que lo son menos (la física experimental ocupa el lugar más
alto y las ciencias sociales el más bajo), de modo que nuestra per­
cepción de la forma en que se hace ciencia está distorsionada. En
cuanto superemos lo que en familia se conoce como «envidia de
los físicos», más profunda será nuestra comprensión de la naturale­
za de la empresa científica.
Un elemento común a las ciencias experimentales y las históri­
cas, así como a las ciencias físicas, biológicas y sociales, es que todas
operan dentro de paradigmas concretos. En 1962, Thomas Kuhn
definió estos paradigmas concretos por primera vez. Según él, son
formas de pensamiento que definen la «ciencia normal» de una
época, están fundados en «hallazgos científicos pasados [...] y una
comunidad científica en particular los reconoce por un tiempo
como base de su práctica»1. El concepto de paradigma de Kuhn es
el más extendido tanto entre la elite como en los círculos más
populistas (incluso los expertos en motivación -por populistas que
puedan ser- hablan de cambio de paradigma). No obstante,
muchos lo han criticado porque en innumerables ocasiones Kuhn
lo emplea sin concreción semántica .2 En 1977, el propio Kuhn
amplió su significado y se refirió a «todos los compromisos compar­
tidos por un grupo, todos los componentes de lo que ahora deseo
llamar la matriz disciplinaria», pero ni siquiera con esto dio una
idea muy cabal de lo que quería decir.3
Por esta falta de claridad y basándome en la definición de cien­
cia que he citado, yo defino paradigma como el(los) marco(s) compar­
tido^) por la mayoría de los miembros de una comunidad científica para
describir e interpretarfenómenos observados o inferidos pasados o presentes,
y que tiene(n) por meta la elaboración de un corpus verificable de conoci­
mientos susceptible de ser confirmado o refutado. Incluyo la opción singu­
lar/plural y el modificador «compartido por la mayoría» para per­
mitir que paradigmas enfrentados coexistan, compitan y, a veces,
sustituyan a los paradigmas antiguos, y para demostrar que un
paradigma o unos paradigmas pueden existir incluso cuando
La paradoja del paradigma 147

todos los científicos del ámbito al que corresponde no lo (los)


aceptan. De hecho, el filósofo Michael Ruse identifica cuatro usos
de «paradigma» en su intento de responder a la pregunta: «¿Es la
teoría del equilibrio puntuado un nuevo paradigma?»4. Son los
siguientes:
1) Sociológico: se centra en «un grupo de personas que se reú­
nen, tienen la sensación de compartir el mismo punto de vista
(tanto si en verdad lo comparten como si no) y, hasta cierto punto,
guardan las distancias con otros científicos».
2) Psicológico: las personas que comparten un paradigma ven,
literalmente y en sentido figurado, el mundo de forma distinta a
las personas que se encuentran al margen de ese paradigma. Se
puede establecer una analogía con lo que sucede con el experi­
mento de percepción de figuras reversibles: por ejemplo, en la
conocida ilustración mujer anciana/mujer joven, la percepción de
la primera impide la percepción de la segunda, y viceversa.
3) Epistemológico: «la forma que uno tiene de hacer ciencia está
ligada al paradigma», porque las técnicas de investigación, los pro­
blemas y las soluciones vienen determinados por hipótesis, mode­
los, teorías y leyes. *
4) Ontológico: en el sentido más profundo, «lo que existe depen­
de fundamentalmente del paradigma. En un sentido literal, para
Joseph Priestley el oxígeno no existía. [...] Antoine Lavoisier no
sólo creía en la existencia del oxígeno, sino que para él era una
realidad que el oxígeno existía».
Según mi definición de paradigma, el marco cognitivo compar­
tido de la interpretación de los fenómenos observados o inferidos
se puede aplicar en los sentidos sociológico, psicológico y episte­
mológico. Emplearla en un sentido plenamente ontológico, sin
embargo, conllevaría la arriesgada conclusión de que todos los
paradigmas son igualmente buenos porque no es necesario remitir
a ningún elemento externo para corroborarlos. La lectura de
posos de café y las previsiones económicas, la interpretación de
hígados de oveja y los mapas meteorológicos, la astrología y la
astronomía, sirven por igual para explicar la realidad si uno acepta
148 Las fronteras de la ciencia

plenamente el sentido ontológico de paradigma. Pero lo cierto es


que no todos los paradigmas son igualmente válidos para com­
prender, predecir o llevar un control de la naturaleza. Por difícil
que sea para economistas y meteorólogos comprender, predecir o
llevar un control de la economía y del tiempo, su actividad da
muchos más frutos que la lectura de posos de café e hígados de
oveja.
El otro elemento de la ciencia que la diferencia de los demás
paradigmas y que nos permite resolver la paradoja del paradigma
es que tiene una naturaleza autocorrectora que opera, según la dis­
ciplina de que se trate, igual que la selección natural opera en la
naturaleza. La ciencia, como la naturaleza, conserva las ganancias
o aciertos y erradica las pérdidas o errores. Al igual que ninguna
especie nueva parte de cero, cuando cambia un paradigma (es
decir, en las revoluciones científicas) los científicos no abandonan
necesariamente la totalidad del paradigma anterior. Por el contra­
rio, lo que ese paradigma tiene de útil se conserva, sólo que se le
añaden rasgos nuevos y se ofrecen nuevas interpretaciones. Es lo
mismo que sucede con los organismos, que retienen la estructura
básica mientras cambian otros elementos. Por tanto, yo defino un
cambio de paradigma como un nuevo marco cognitivo, compartido por una
minoría en las primeras etapas y por una mayoría en las etapas posteriores,
que cambia significativamente la descripción e interpretación de losfenóme­
nos observados o inferidos pasados o presentes, y que tiene por meta la elabo­
ración de un corpus verificable de conocimientos susceptible de ser confirma­
do o refutado.
Como el propio Einstein observó sobre el nuevo paradigma de
la relatividad (que se añadía a la física newtoniana sin sustituirla):
Crear una teoría nueva no es como destruir un viejo establo para eri­
gir un rascacielos en su lugar. Se parece más a escalar una montaña
cuando se alcanzan vistas nuevas y más amplias y se descubren rela­
ciones inesperadas entre el punto de partida y su rico entorno. Pero
el punto de partida continúa existiendo y lo podemos divisar, aun­
que parece más pequeño y forma una pequeña parte del panorama
La paradoja del paradigma 149

que se abre a nuestros ojos, más ancho ahora tras haber vencido los
obstáculos de nuestra arriesgada ascensión.5
El cambio de un paradigma a otro puede indicar una mejora en la
comprensión de las causas, la predicción de acontecimientos o la
alteración del entorno. Es, en realidad, el intento de redefinir y
mejorar un paradigma vigente lo que en última instancia puede
conducir a su desaparición o a que acabe coexistiendo con otro
paradigma. Esto se produce cuando los datos que el paradigma
antiguo no podía explicar encajan en el nuevo paradigma (asimis­
mo, los datos que sí explicaba se pueden reinterpretar).
La ciencia permite tanto el crecimiento acumulativo como el
cambio de paradigma. Es lo que se llama progreso científico, que defi­
no como el crecimiento acumulativo del sistema de conocimiento a lo largo
del tiempo, según el cual y basándose en la confirmación o refutación de
conocimientos comprobables, los elementos útiles se conservan y los inútiles
se abandonan.
£1 paradigma del equilibrio puntuado
Sobre los paradigmas se pueden plantear cuestiones de mayor
calado: ¿por qué cambian? ¿Quién tiene mayor responsabilidad en
el cambio? Thomas Kuhn responde así: «En general, los hombres
que inventan un nuevo paradigma o bien son muyjóvenes, o bien
son neófitos en el campo de investigación cuyo paradigma trans­
forman»6. Es una reelaboración de la famosa ocurrencia de Max
Planck: «Las innovaciones científicas importantes rara vez se abren
paso gradualmente, ganando a los adversarios para su causa y con­
virtiéndolos a la nueva idea. Ocurre más bien que los adversarios
van muriendo gradualmente y que las nuevas generaciones se
familiarizan con la idea desde un principio»7. En su libro de 1996,
Rebeldes de nacimiento, el sociólogo Frank Sulloway ofrece pruebas
históricas y experimentales de la relación entre edad y buena aco­
gida de las ideas radicales, y vincula receptividad con juventud
(véase el capítulo 6 para un comentario más completo)8.
En 1972 dos jóvenes neófitos en paleontología y en biología
150 Las fronteras de la ciencia

evolutiva, Niels Eldredge y Stephen Jay Gould, expusieron la teoría


del equilibrio puntuado. Proponían un modelo de cambio evoluti­
vo no lineal: períodos prolongados de equilibrio puntuados por
cambios «súbitos», en términos geológicos. En apariencia, esta pro­
puesta contrasta acusadamente con el modelo de cambio lineal y
gradual de la teoría de Darwin: transformaciones lentas y paulati­
nas (y tan minúsculas que no se pueden observar) que, transcurri­
do el tiempo necesario, pueden dar lugar a un cambio significati­
vo. Algunos, pues, pueden considerar que este desafío al modelo
darwiniano constituye un cambio de paradigma. Michael Ruse
opina que la teoría del equilibrio puntuado es un nuevo paradig­
ma «en lo que se refiere al aspecto sociológico», pero le niega
expresamente la condición de paradigma en los niveles psicológi­
co, epistemológico y ontológico.9 Ya veremos.
Fue Tom Schopf quien dio alas a la teoría del equilibrio puntua­
do cuando, en 1971, organizó un simposio que se proponía inte­
grar la biología evolutiva y la paleontología. El objetivo consistía en
aplicar las modernas teorías de cambio biológico a la historia de la
vida. Eldredge lo había hecho con anterioridad en un artículo que
en 1971 publicó en la prestigiosa revista Evolution y que llevaba por
título «The Allopatric Model and Philogeny in Paleozoic Inverte-
brates» [El modelo alopátrico y la filogenia en los invertebrados
del Paleozoico]10. Poco después, Schopf le instó a colaborar con
Gould en un artículo que en 1972 aparecería en el volumen Modeh
in Paleobiology [Modelos de paleobiología], del que el propio
Schopf era editor. El artículo se titulaba «Punctuated Equilibria:
An Altemative to Phyletic Gradualism» [Equilibrio puntuado: una
alternativa al gradualismo filético]11. Gould explicaba que él había
acuñado el término, pero que las ideas le correspondían «sobre
todo a Niles» y que, mayormente, él había hecho las veces «de caja
de resonancia y de eventual escriba»12. En pocas palabras, soste­
nían que el modelo de cambio lineal de Darwin no daba cuenta de
la evidente falta de especies de transición en la historia fósil. El pro­
pio Darwin era muy consciente de esta circunstancia y así lo expre­
só en El origen de las especies: «¿Por qué razón, entonces, no están
La paradoja del paradigma 151

cada uno de los estratos y formaciones geológicas llenos de esos


eslabones intermedios? La geología no revela ningún tipo de cade­
na orgánica gradual sutil; y esto, quizá, sea la objeción más impor­
tante que pueda hacerse a mi teoría»13.
Desde la publicación de El origen de las especies, la ausencia de for­
mas de transición irrita a los paleontólogos y a los especialistas en
biología evolutiva. Ambos colectivos tienden a soslayar la dificultad
y la despachan como si se tratase de un accidente de la imperfecta
historia fósil. (De hecho, considerando la probabilidad excepcio­
nalmente baja de que un animal muerto escape de las fauces y estó­
magos de los carroñeros y de los consumidores de detritus, llegue a
fosilizarse y posteriormente regrese a la superficie por medio de
fuerzas geológicas y contingencias que permitan su descubrimien­
to millones de años después, este argumento resulta muy razona­
ble. Lo sorprendente es que muchos fósiles hayan completado este
proceso.) Eldredge y Gould, sin embargo, consideran que las lagu­
nas de la historia fósil no constituyen pruebas perdidas de gradua-
lismo, sino pruebas fehacientes de «puntuación». Las especies per­
manecen estables durante tanto tiempo que, mientras dura su
estabilidad y en téripinos comparativos, dejan muchos fósiles. El
paso de una especie a otra, sin embargo, se produce con relativa
rapidez (siempre, por supuesto, a escala geológica), en «una
pequeña subpoblación de la forma ancestral» y «en una zona aisla­
da de la periferia», por lo cual apenas quedan fósiles. Es decir, con­
cluyen estos autores, «las lagunas de la historia fósil son expresio­
nes de una realidad, dan fe de la forma en que ocurre la evolución,
no son fragmentos de un testimonio incompleto»14.
La teoría del equilibrio puntuado es sobre todo la aplicación de
la teoría de la especiación alopátrica de Emest Mayr a la historia de
la vida. La teoría de Mayr afirma que, en la mayoría de los casos, de
las especies vivas surge una nueva especie cuando un grupo peque­
ño (la población «fundadora») se desgaja y se aísla geográficamen­
te (y por tanto reproductivamente) del grupo ancestral. En tanto
sigue siendo pequeño y permanece apartado, dentro de este
nuevo grupo fundador (el «aislado periférico») los cambios se pue­
152 Las fronteras de la ciencia

den suceder rápidamente (las grandes poblaciones tienden a con­


servar la homogeneidad genética). Las alteraciones que modifican
la especie se producen a tanta velocidad que quedan muy pocos
fósiles que den fe de ellas, pero en cuanto se ha producido el paso
a la nueva especie, el fenotipo se conserva durante un período con­
siderable, en poblaciones relativamente grandes y que dejan abun­
dantes y bien conservados fósiles (véase la Figura 11). Millones de
años después, el proceso se manifiesta en una historia fósil que
atestigua principalmente los períodos de equilibrio. Las fases pun­
tuales de cambio sucedieron en lo que se corresponde con las lagu­
nas del registro fósil.
Eldredge y Gould afirman en su primer artículo que «la idea del
equilibrio puntuado refleja una imagen preconcebida en la misma
medida que la del gradualismo filático», y que su interpretación
está tan condicionada por sus prejuicios «como lo pueden estar las
afirmaciones de los defensores del gradualismo filético». Existe, sin
embargo, cierto sentido de progreso del paradigma cuando advier­
ten que «el panorama de equilibrios puntuados es más acorde con
el proceso de diferenciación de las especies de la teoría evolutiva
moderna»15. No se trata de que ahora podamos pasar por alto las
lagunas de la historia fósil, sino de considerar que son datos reales.
Por tanto, el gradual «árbol de la vida» que Darwin dibuja en El ori­
gen de las especies parece chocar con el modelo de equilibrio puntua­
do de Eldredge y Gould. Si la teoría del equilibrio puntuado consti­
tuye un paradigma, nos encontraríamos ante un cambio de
paradigma y, por tanto, nos veríamos obligados a aceptar la para­
doja del paradigma y a elegir entre dos modelos de cambio evoluti­
vo.
En palabras de Gould, la teoría «armó un gran revuelo que
todavía no ha cesado, pero que ahora avanza en direcciones más
productivas»16. En un principio, afirma Gould, los paleontólogos
no repararon en la relación con la teoría de especiación alopátri-
ca porque «no habían estudiado la teoría evolutiva [...] o no la
habían aplicado a la historia geológica». La biología evolutiva
«tampoco se percató de la relación, sobre todo porque sus espe-
La paradoja del paradigma 153

TIEMPO

Figura 11. ¿Paradigmas opuestos o complementarios? A. El modelo gradual: las


especies cambian sus características paulatinamente a lo largo del tiempo (de
Moore et al., 1952). B. El modelo del equilibrio puntuado: las especies permane­
cen estables y se producen cambios bruscos (a escala geológica) que dan pie a
nuevas especies (de Eldredge y Gould, 1972).
154 Las fronteras de la ciencia

cialistas no piensan a escala geológica»17. Aunque hoy goza de


mayor aceptación, la teoría del equilibrio puntuado recibió críti­
cas rotundas por buenas y malas razones. Entre estas últimas, por
ejemplo, está la de «malinterpretar su contenido básico»; asociar­
la con los creacionistas, que la desdibujan para utilizarla contra
Darwin y el conjunto de la teoría evolucionista; «y esto me resulta
difícil decirlo, pero no podemos olvidarlo: algunos compañeros
permitieron que los celos nublaran su buen juicio»18. Natural­
mente, el azote de la crítica pudo deberse también a que Eldredge
y Gould estuvieran equivocados, pero tengo la impresión de que
hay algo más. Dejando aparte la veracidad de la teoría, la paradoja
del paradigma ha forzado a los observadores a juzgar que es total­
mente acertada o totalmente equivocada, cuando resulta evidente
que, aplicado a los casos concretos, se pueden observar en ella
matices difusos de acierto y error. De hecho, Michael Ruse señala
que Eldredge y Gould «han polarizado a los defensores de la evo­
lución de tal forma que la teoría del equilibrio puntuado ha llega­
do a adquirir propiedades paradigmáticas a escala social»19. ¿Por
qué puede un paradigma dar pie a una polarización de opinio­
nes? Por esta paradoja no resuelta.
Por supuesto, no podemos juzgar un libro por la personalidad
de su autor. Como Gould confiesa: «Nadie es menos indicado que
su autor para explicar la génesis de una teoría»20. Lo ideal es pre­
guntar a un estudiante nacido dos generaciones después que los
autores. Yo encontré ese ideal en el paleontólogo Donald Prothe-
ro, científico de fama mundial del Occidental College, que en
1973 era alumno de segundo curso y a quien, en la asignatura de
paleontología, le correspondió leer el manual Principies of Paleonlo-
logy, de Steven Raup y David Stanley, centrado en las dificultades
teóricas de la interpretación de fósiles. ¿Es la teoría del equilibrio
puntuado un paradigma? ¿Daba pie a un cambio de paradigma?
Aplicando mi definición de ambos conceptos, podemos dividir
esta cuestión en varias partes.
1. ¿Ha dado pie el equilibrio puntuado a un nuevo mano cognitivo ?Sí
y no. Sin duda, afirma Donald Prothero: según él, antes de la apari­
La paradoja del paradigma 155

ción de la teoría del equilibrio puntuado, «prácticamente todos los


manuales de paleontología de la época no eran más que simples
compendios de fósiles. En las reuniones de la Sociedad Paleontoló­
gica de la convención de la Sociedad Geológica de Estados Unidos
abundaban por encima de todo los documentos descriptivos». Tras
la introducción de la nueva idea, proliferaron las revistas teóricas,
las publicaciones antiguas pasaron de centrarse en la descripción a
interesarse por la teoría, y los congresos de paleontología se llena­
ron de «ponencias pródigas en aparato teórico»21.
No, asegura Ernst Mayr, que deja claro que él «fue el primer
autor que desarrolló un modelo detallado de la conexión entre
diferenciación de especies, escalas evolutivas y macroevolución» y
que, por tanto, encuentra curioso «que los paleontólogos no pres­
taran la más mínima atención a la teoría hasta que Eldredge y
Gould la sacaron a la luz»22. Mayr recuerda que en 1954 era «plena­
mente consciente de las consecuencias de mi teoría a escala macro-
evolutiva»; y afirma, citándose a sí mismo, que ya entonces declaró
que «en las poblaciones periféricas aisladas en rápida evolución
puede encontrarse el origen de muchas novedades evolutivas. Su
aislamiento y su tamaño comparativamente pequeño podría expli­
car la evolución rápida y las lagunas de la historia fósil, fenómenos
que hasta la fecha dejan perplejos a los paleontólogos»23. En 1999,
en una entrevista (tenía 95 años y conservaba un vigor notable) me
aclaró a quién corresponde realmente la autoría del paradigma
del equilibrio puntuado:
Publiqué esa teoría en un artículo de 1954 y la relacioné claramente
con la paleontología. Darwin sostenía que la historia fósil es muy
incompleta porque algunas especies fosilizan mejor que otras. Sin
embargo, a partir de mis investigaciones en las islas de los mares del
Sur, deduje que elaborar la historia genética de poblaciones peque­
ñas y aisladas es mucho más fácil porque, al ser tan reducidas, las
especies nuevas surgen en menos pasos. Las poblaciones pequeñas y
aisladas que experimentan cambios muy rápidos no aparecen en la
historia fósil. Esencialmente, mi tesis consistía en que, en el seno de
156 Las fronteras de la ciencia

las poblaciones fundadoras, los cambios graduales se correspondían


con las lagunas de la historia fósil.24
Señalé a Mayr que Eldredge y Gould habían reconocido sus méri­
tos y citado varias veces su libro de 1963, Animal Species andEvolu-
tion. Repuso: «Gould fue mi ayudante en Harvard a lo largo de tres
años en los que expuse mi teoría varias veces, así que conocía mi
teoría a la perfección; y también la conocía Eldredge. De hecho,
en su artículo de 1971, Eldredge afirmaba que la autoría me
correspondía a mí. Pero ha pasado el tiempo y ya nadie se acuer­
da»25.
¿Ya nadie se acuerda? Todos los profesionales con los que he
hablado de la teoría del equilibrio puntuado admiten este hecho y
recuerdan el artículo que Niles Eldredge publicó en 1971 en Evolu-
tion. Sin embargo, como afirma Donald Prothero, fue el artículo
que Eldredge y Gould publicaron conjuntamente en 1972 el que
«ha centrado toda la polémica». Incluso Mayr admite: «Tanto si
aceptamos mi teoría como si la rechazamos o modificamos de
forma importante, de lo que no cabe la menor duda es de que ha
tenido una influencia enorme en la biología evolutiva y en la pa­
leontología»26.
Este hallazgo histórico nos aporta nuevas pruebas de la natura­
leza social y psicológica de los paradigmas. Hay muchos motivos
para que entre el artículo de Mayr (1954) y el de Eldredge y Gould
(1972) transcurriera un lapso de dieciocho años y todos tienen que
ver con el perfeccionamiento, en fechas recientes, de la moderna
síntesis de la biología evolutiva y, desde un punto de vista sociológi­
co, con las personas que defendían la teoría. En una empresa cien­
tífica pura e inmaculada no tendría importancia quién es el autor
de un descubrimiento, ni cuándo ni cómo lo hace público. Pero la
ciencia no es el proceso objetivo que nos gustaría y estos factores
son importantes.
2. ¿Ha sido la teoría del equilibrio puntuado compartida por una mino­
ría en sus primeras etapas y por la mayoría en las posteriores? He nuevo, la
respuesta es sí y no. Donald Prothero dice que sí y que los «jóvenes
La paradoja del paradigma 157

inconformistas» que limaron las fauces paleontológicas de la teoría


«son ahora hombres de mediana edad» y «enorme influencia que
dominan en la profesión»27. Daniel Dennett, Richard Dawkins y
Michael Ruse, filósofo, zoólogoy filósofo respectivamente, asegu­
ran que no .28 Dennett llama a Gould «el chico que gritó “¡Que
viene el lobo!”» y lo tacha de «revolucionario fracasado» y «refuta-
dor del darwinismo ortodoxo»29. Dawkins afirma que la teoría del
equilibrio puntuado es «una tempestad en un vaso de agua» y
«mala ciencia poética» y dice que Gould menosprecia injustamen­
te las diferencias entre gradualismo rápido y salto macromutacio-
nal, que «dependen de mecanismos totalmente distintos y tienen
consecuencias radicalmente diferentes para la revisión de la teoría
darwiniana»30.
Dawkins tiene razón, pero en el artículo original de 1972 de
Eldredge y Gould, el equilibrio puntuado no era más que una des­
cripción de gradualismo rápido que en la historia fósil aparece en
forma de lagunas. Naturalmente, un cuarto de siglo después, la
teoría del equilibrio puntuado ha experimentado una evolución
que es obra de los aytores pero, sobre todo, de la opinión pública.
(Mi ejemplo favorito proviene de un episodio de Expediente X
donde la escéptica Scully intenta explicar a su crédulo compañero
Mulder que la explicación racional de la súbita mutación de un
hombre al que devora el cáncer ¡no puede ser otra que el equili­
brio puntuado!) Michael Ruse opina que una de las razones de la
confusión sobre este punto es que la teoría ha atravesado tres fases:
de una descripción de la historia fósil novedosa pero modesta en la
década de 1970, a una teoría evolutiva nueva y radical en la década
de 1980, para, finalmente, regresar a un nivel más humilde dentro
de un modelo jerárquico de varios niveles donde figuran el gra­
dualismo y la puntuación .31 (Tengo que señalar también que nin­
guno de los críticos más ruidosos de la teoría -Dennett, Dawkins y
Ruse- son paleontólogos. Si la teoría es de aplicación limitada, no
tendría que sorprendernos que no recurran a ella abiertamente
quienes trabajan fuera de sus límites.)
Michael Ruse quiso hacer un análisis cuantitativo de los textos
158 Las fronteras de la ciencia

de Gould pasándolos por el filtro del índice de Citas Científicas


[Science Citation Index] y llegó a la conclusión de que, fuera de la
comunidad paleontológica, «prácticamente nadie (ni siquiera los
evolucionistas) basa sus investigaciones en la teoría del equilibrio
puntuado de Gould»32. La crítica interpretación de Ruse, sin
embargo, no se corresponde con los datos. Ruse empieza hacien­
do recuento del número de veces que Gould cita la teoría en sus
trabajos más importantes sobre equilibrio puntuado, entre ellos,
el artículo original de 1972; el artículo de 1977 «Punctuated
Equilibria: The Tempo and Mode of Evolution Reconsidered»
[Equilibrios puntuados: el tempo y el modo de la evolución a exa­
men]; y el artículo de 1982 «The Meaning of Punctuated Equili-
brium and Its Role in Validating a Hierarchical Approach to
Macroevolution» [El significado del equilibrio puntuado y su
función como validador de una perspectiva jerárquica de la
macroevolución] (los dos primeros los escribió en colaboración
con Niles Eldredge). Entre 1972 y 1994 la cifra total de citas
asciende a 1.311, que, como el propio Ruse admite, es muy «res­
petable». ¿Respetable? ¿Comparada con qué? Pues con las veces
que la teoría aparece citada en los cuatro libros de Edward O.
Wilson: The Theory of Island Biogeography [La teoría de la biogeo-
grafía insular], The Insect Societies [Las sociedades insecto], Socio-
biology [Sociobiología] y On Human Nature [De la naturaleza
humana]. De la comparación, Ruse deduce que «da la impresión
de que la teoría del equilibrio puntuado no pertenece a la misma
categoría que la biogeografía insular de MacArthur y Wilson o a
la sociobiología de este último». Ruse reseña también las citas de
la obra de Gould en los artículos aparecidos en dos publicaciones
científicas de gran relevancia: Paleobiology y Evolution. Entre 1975
y 1994, en Paleobiology «el 35 por ciento [de los artículos] hacían
referencia a Gould, pero sólo el 13 por ciento al equilibrio pun­
tuado y únicamente un 4 por ciento de forma favorable». En Evo­
lution, en el mismo período, «el 9,8 por ciento [de lo publicado]
aludía a Gould, pero sólo el 2,1 por ciento al equilibrio puntuado
y un exiguo 0,4 por ciento favorablemente». Ruse extrae la
La paradoj a del paradigma 159

siguiente conclusión: «Como media, el evolucionista no trabaja


mejor con Gould que sin él»33.
¿Qué nos dice este análisis de lo que estamos planteando, de la
posibilidad de que la teoría del equilibrio puntuado suponga un
cambio de paradigma? En primer lugar, aplaudo el intento de
Michael Ruse de cuantificar una valoración subjetiva, esfuerzo
prácticamente desconocido en la profesión de historiador. Pero
¿esjusta su comparación? ¿Ha tenido en cuenta todas las variables
que podrían explicar las diferencias? No. ¿Ha establecido un
punto de referencia desde donde comparar la teoría del equilibrio
puntuado con otras revoluciones científicas? No. Comparar la fre­
cuencia con que se citan artículos científicos y libros de ciencia está
fuera de lugar porque, con pocas excepciones, casi siempre los
libros tienen mayor influencia que los artículos. Y comparar una
teoría de ámbito restringido como la del equilibrio puntuado con
la biogeografía y especialmente con la sociobiología, que son disci­
plinas muy amplias, no resulta aceptable. El equilibrio puntuado se
aplica únicamente a la historia fósil y tiene interés sobre todo para
los paleontólogos. La biogeografía no sólo estudia la historia fósil,
sino las especies actuales y los procesos de formación de todas las
especies, y abarca los estudios llevados a cabo por zoólogos, botáni­
cos, ecologistas, estudiosos del entorno y biólogos de campo. Ade­
más, la sociobiología estudia a todos los animales sociales, desde
hormigas a seres humanos y resulta de interés para todo aquel que
investiga el comportamiento humano o animal, o lo que es lo
mismo, para la mayoría de quienes trabajan tanto en ciencias socia­
les como biológicas, por no hablar del público en general, fascina­
do con todo lo que tiene que ver con la genética. Asimismo, según
Prothero, los paleontólogos apenas leen Evolution, porque está
esencialmente orientada a la biología molecular, la genética, la
genética de la población y otras disciplinas biológicas que tienen
poco o nada que ver con el equilibrio puntuado o con los objetos
de estudio habituales de la profesión paleontológica. Por último,
¿qué significa que determinado asunto aparezca citado con una
frecuencia del 13 por ciento (Paleobiology) o del 2,1 por ciento
160 Las fronteras de la ciencia

(Evolution) ? ¿Comparado con qué? Es posible que otras teorías sólo


aparezcan mencionadas en Paleobiology un 6 por ciento, o tal vez un
25 por ciento. Sin comparar no hay forma de saber si los porcenta­
jes de menciones de la teoría del equilibrio puntuado de Gould
son altos o bajos. Además, ¿no debería incluir este análisis las veces
en que aparece citado Niles Eldredge, ya que, al fin y al cabo, fue el
autor del documento original? ¿Por qué en esta polémica casi todo
el mundo le deja fuera? ¿Tal vez porque Stephen Jay Gould es más
célebre y más visible y los objetivos más visibles son los más fáciles
de atacar, sobre todo a distancia?
3. ¿Ha cambiado significativamente la teoría del equilibriopuntuado la
descripción e interpretación de losfenómenos observados o inferidos? Éste es
el elemento más importante de la definición sociológica de para­
digma, pero en este punto de la historia sólo podemos ofrecer una
respuesta provisional. Desde luego, Prothero cree que sí y la mayo­
ría de sus colegas paleontólogos coinciden con él. En mi opinión,
la cifra que ofrece Michael Ruse -el 13 por ciento de todos los artí­
culos publicados en Paleobiology hacen referencia al equilibrio pun­
tuado- parece más que respetable; parece, en realidad, bastante
elevada considerando que muchos de los artículos que publica esa
revista no tendrían por qué citar la teoría en ningún momento.
Pero, insisto, sin un estudio formal de los paleontólogos profesio­
nales y una comparación cuantitativa con otros paradigmas o revo­
luciones científicas, sin un punto de partida claro y definiciones
operativas preestablecidas de los criterios que se están juzgando,
no hay forma de saber si ese 13 por ciento es un porcentaje elevado
o no.
4. En tanto que paradigma nuevo, ¿ha mejorado el equilibrio puntua­
do el corpus de conocimientos susceptible de ser confirmado o refutado? Es
decir, dejando aparte sus elementos cognitivos, su aceptación o
rechazo por parte de la historia y los cambios de opinión que se
puedan producir, ¿constituye el equilibrio puntuado un modelo
adecuado de la naturaleza? Una vez más nos vemos obligados a la
más evasiva de las respuestas: depende. Tras su exhaustiva investi­
gación de la bibliografía empírica, Donald Prothero extrae la
La paradoja del paradigma 161

siguiente conclusión: «Entre los microscópicos protistas<da la


impresión de que el gradualismo prevalece», pero «existe un
consenso generalizado de que entre organismos más complejos
ocurre lo contrario»34. De cientos de estudios, alguno realizado
por él, de «todos los mamíferos con una historia fósil razonable­
mente completa de las cuencas del eoceno-oligoceno de las Big
Badlands de Dakota del Sur y de zonas parecidas de Wyoming y
Nebraska», Prothero extrae la conclusión de que «ninguno de los
mamíferos de las Badlands evolucionó prácticamente nada en
millones de años, y tampoco se produjeron divisiones bruscas en
otras especies»35 (véase la Figura 12). Mi propio estudio informal
entre paleontólogos especialistas en biología evolutiva en nume­
rosos congresos me lleva a afirmar que la teoría del equilibrio
puntuado se aplica a algunos linajes fósiles y a otros no. Describe
con precisión algunos procesos evolutivos concretos, pero no es
universal.

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. con cónchasete ^rai^tanaña conchas de pequeño tamaño ^

CORRIENTES PERENNES EÓUCO

EOCENO OUGOCENO

Figura 12. Modelos evolutivos de la transición del eoceno al oligoceno (hace


unos 33 o 34 millones de años) según estudios estratigráficos realizados cerca de
Douglas, Wyoming. En la parte de arriba aparece la escala temporal de polaridad
162 Las fronteras de la ciencia
magnética. En medio están las series de especies y familias que vivieron a lo
largo del cambio climático; la mayoría de ellas muestran un prolongado estatis­
mo seguido de una rápida división en otras especies o de la extinción. Los demás
mamíferos (aquí no aparecen) no cambian en este período. En la parte de abajo
figuran los indicadores climáticos que, de forma independiente, demuestran que
en aquel período se produjo un enfriamiento importante del clima que, por otra
parte, la historia fósil de la mayoría de los mamíferos no registra.

Debo subrayar de nuevo que la mayoría de los ataques al modelo


del equilibrio puntuado vienen de fuera de los círculos paleontoló­
gicos. Las comunidades de conocimiento comparten un conjunto
de intereses y métodos comunes muy aplicables a sus miembros y a
la actividad que desarrollan, pero que se adecúan mucho peor a
otras comunidades. Por supuesto, éstas pueden, y así lo hacen,
tomar prestado de otras disciplinas lo que crean conveniente, pero
es muy probable que los modelos que adoptan temporalmente
carezcan para ellas del atractivo universal que tienen para la comu­
nidad en que se originaron. Este es el motivo de que parezca que el
equilibrio puntuado, modelo que describe la historia fósil, sea más
útil a quien está especializado en esta historia.
Aun así, resulta muy provechoso escuchar las críticas que pro­
vienen de otros ámbitos, porque pueden aportar perspectivas
novedosas. Viene al caso el ejemplo de Kenneth Miller, especialista
en biología celular de la Universidad de Brown, quien en su
espléndido libro Finding Darwin ’s God [Encontrando al Dios de
Darwin] se pregunta si no se habrá armado demasiado revuelo en
torno a una definición difusa y fluida de la escala temporal que está
en cuestión .36 Es posible, sugiere, que el equilibrio puntuado y el
gradualismo sean modelos idénticos que operan en escalas tempo­
rales distintas. Recuperemos la fuente original de la metáfora del
árbol de la vida con sus muchas ramas de especiación: El origen de
las especies de Charles Darwin (Figura 13). ¿Qué dijo Darwin acerca
de la naturaleza gradual o puntuada del árbol de la vida? Miller
recoge la siguiente cita de El origen de las especies:. «Pero he de seña­
lar aquí que supongo que el proceso no siempre se desarrolla tan
regularmente como podría deducirse del diagrama, por mucho
La paradoja del paradigma 163

que éste parezca algo irregular, ni se produce de forma continua;


es muchísimo más probable que cada especie se conserve inaltera­
da durante períodos prolongados y que luego experimente alguna
modificación»37. Parece que Darwin está diciendo que las especies
se mantienen estables durante largos intervalos de tiempo y que
más tarde experimentan una rápida división en otras especies.
Miller deduce lo siguiente: «Si alguna persona se asoma esporádi­
camente a los debates sobre la evolución y llega a la conclusión de
que la polémica entre gradualismo y equilibrio puntuado era un
poquito artificial, no podríamos por menos de perdonarla. Porque
era un poquito artificial»38.
¿De verdad? No tan deprisa. Miller extrae la cita de Darwin de
la sexta edición de El origen de las especies. En la primera edición, la
frase termina en «por mucho que éste parezca algo irregular», lo
demás, incluida la importante aclaración «que cada especie se
conserve inalterada durante períodos prolongados y que luego
experimente alguna modificación», fue añadido posteriormente.
¿Por qué? Porque, aunque Darwin había descubierto la forma en
que se produce la evolución -por selección natural-, todavía no
había determinado su ritmo. Y ésa es la diferencia entre el árbol de
la vida de Darwin y la iconografía del equilibrio puntuado. Darwin
no nos dice con qué rapidez avanza el proceso de modificación ni,
lo cual es más importante, qué es este proceso. No podía. En su
época aún no estaba claro cómo cambiaban las poblaciones su
morfología y comportamiento y se transformaban en otras espe­
cies (con independencia de que lo hicieran rápida o lentamente);
no estaba claro si de una población numerosa se pasaba a otra
población numerosa (paripátricamente) o si de una población
numerosa se pasaba a una población escasa (alopátricamente
mediante el efecto introducido por el fundador) que, a continua­
ción y tras convertirse en una nueva especie, volvía a desarrollar
una población numerosa. En realidad, esta incógnita continúa
suscitando un gran interés no sólo entre los paleontólogos sino
entre los zoólogos, botánicos, biogeógrafos y ecologistas. De lo
que Darwin sí se dio cuenta, ya en la primera edición de El origen
164 Las fronteras de la ciencia

de las especies, es de que existe una amplia gama de ritmos evo­


lutivos:
Los distintos géneros y clases de especies no han cambiado al mismo
ritmo ni en el mismo grado. [...] Parece que los seres terrestres cam­
bian más deprisa que los marinos. [...] Yo creo que no existe una ley
fija de desarrollo en virtud de la cual todos los habitantes de un terri­
torio cambien bruscamente o simultáneamente o en idéntico
grado. El proceso de modificación debe de ser extraordinariamente
lento. La variabilidad de cada especie es bastante independiente de
la de las demás.39

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Figura 13. El árbol de la vida de Darwin según aparece en El origen de las especies.
La paradoja del paradigma 165

Darwin nunca explicó a qué podía deberse esa diferencia de velo­


cidad en el cambio evolutivo. En realidad, lo que Mayr, Eldredge y
Gould presentaron como elemento nuevo y que iba más allá de las
afirmaciones de Darwin en El origen de las especies es un mecanismo,
el de la especiación alopátrica, aplicado a la historia fósil. Es lo que
convierte la teoría del equilibrio puntuado en un nuevo paradig­
ma que no sustituye sino que completa las teorías de Darwin y el
gradualismo darwiniano.
Es cierto que el equilibrio puntuado constituye un nuevo para­
digma (al menos en los círculos paleontológicos), pero ¿por qué
ha sido objeto de tanta atención? El tema preocupa a Kenneth
Miller, que no quiere ofrecer ningún nuevo blanco a los creacionis-
tas, que han encontrado en el equilibrio puntuado una de sus teo­
rías favoritas para derribar la fortaleza de las ideas darwinianas.
Dejando, sin embargo, aparte a los creacionistas, parece razonable
preguntarse por qué el artículo que Ernest Mayr publicó en 1954
no dio pie a un cambio de paradigma. La respuesta corta es: por­
que Mayr no era el hombre idóneo. En aquel entonces, tenía cin­
cuenta años, es decir, no era el «joven inconformista» que hacía
falta para liderar una revolución paleontológica. La respuesta larga
hay que buscarla en el hombre que enarbola la bandera del equili­
brio puntuado: Stephen Jay Gould, posiblemente, el defensor más
eminente de la evolución de los últimos treinta años (le apodan el
«Evolucionista Laureado» de Estados Unidos). Tal vez la idea origi­
nal fuera de Ernst Mayr, o tal vez corresponda a Niles Eldredge,
como el propio Gould ha admitido, pero el de éste es el más céle­
bre de cuantos nombres se asocian a la teoría. Por mucho que el
carácter social de la ciencia nos disguste, lo cierto es que, a veces,
qué se dice importa menos que quién lo dice. Hasta sus críticos
admiten que nadie habla de la teoría más a menudo y con mayor
elocuencia que Gould. A menudo, él mismo afirma que no es más
que un artesano y niega el adjetivo «erudito», pero uno sospecha
que lo hace por falsa modestia de caballero. Sus artículos mensua­
les en Natural History abarcaban todo el espectro intelectual y aun­
que encontraban cohesión en algún centro temático, es en los
166 Las fronteras de la ciencia

márgenes donde la reputación de Gould creció mucho más allá de


las fronteras de la ciencia, acarreando para él una sobreabundan­
cia pareja en crédito y crítica.
Sin duda, Cari Sagan sufrió también las consecuencias de las
dos caras de Jano. Sus hallazgos son comparables a los de Stephen
Jay Gould. Gould iguala a Sagan en todas las categorías. Ambos,
por ejemplo, han sido galardonados con los premios National
Magazine (Gould por su columna «This View of Life» [Esta visión
de la vida]), National Book (El pulgar del panda), National Book
Critics Circle {La falsa medida del hombre), Phi Beta Kappa Book
(Dientes de gallina, dedos de caballo) y han sido finalistas del Pulitzer,
Gould por La vida maravillosa, circunstancia que el autor aprove­
chó para hacer gala de su habitual sorna: «He estado cerca, pero,
como suele decirse, me he quedado sin el puro»40. Cuando escribo
estas líneas, ha sido nombrado doctor honoris causa de no menos
de cuarenta y cuatro universidades, ha publicado 593 artículos
científicos (cuarenta y cinco en Science y Nature) y ha escrito veinte
libros (sólo en tres de ellos ha compartido autoría). Sesenta y seis
becas de investigación, medallas y premios importantes corrobo­
ran la profundidad y alcance de su actividad en ciencia y humani­
dades: miembro de la AAAS (Asociación Americana para el Avance
de la Ciencia), beca Genius de la Fundación MacArthur, Científico
del Año para la revista Discover, Humanista Laureado por la Acade­
mia de Humanismo, Medalla de Plata de la Sociedad Zoológica de
Londres, premio Escéptico del Año de la Sociedad de Escépticos,
Medalla de Edimburgo de esa ciudad, premio Britannica y la
Medalla de Oro por difusión del conocimiento, entre otros. A esos
premios se han añadido invitaciones suficientes para llenar el
calendario y acumular un prodigioso número de kilómetros de
avión gratis. Y a quienes no podía acomodar en su apretada agen­
da, Gould les enviaba la siguiente carta, escrita con el añejo estilo
gouldiano, cerebral pero directo:
No puedo sino apelar a su indulgencia y pedirle que comprenda
una asimetría que opera cruelmente (puesto que produce tensión e
La paradoja del paradigma 167

incomprensión), pero que conduce a un ineluctable (y sin embargo


lamentable) resultado. La asimetría: usted quiere una hora o dos,
quizá un día, de mi tiempo, no mucho comparado con el que usted
cree que yo podría proporcionar (exagerado, sospecho, pero no me
esforzaré por desilusionarle). Desde ese punto de vista, yo debería
acceder: no hacerlo sólo podría ser insensibilidad o falta de amabili­
dad por mi parte. Pero ahora trate de comprender mi lado de la asi­
metría: de media recibo (le prometo que no estoy exagerando) dos
invitaciones para viajar y pronunciar una conferencia al día, unos
veinticinco manuscritos al mes -manuscritos que no he solicitado y
que me solicitan que comente-, unas veinte peticiones de cartas de
recomendación también al mes, unos quince libros con la petición
de que escriba la contracubierta [...]. No soy más que un frágil ser
humano con pesadas cargas familiares, salud incierta y un abrasador
deseo (jamás disminuye) de escribir e investigar mi propio material.
Por tanto, sencillamente, no puedo hacer lo que usted me pide.
Sólo puedo suplicarle que lo comprenda y manifestarle mi más sin­
cera gratitud por pensar en mí.

(Debo confesar queche sido el receptor de esta carta a raíz de una


solicitud realizada con juvenil ignorancia de la forma en que fun­
ciona el mundo.)
Las cifras de Gould se pueden equiparar a las de Edward O. Wil-
son, Jared Diamond y Ernst Mayr (las diferencias entre ellos son
mínimas). Y, sin embargo, sostengo que tantos galardones y reco­
nocimiento público comparten una inevitable poda y empobreci­
miento de las complejidades del proceso científico y de las sutilezas
de situar los méritos y las críticas donde corresponde y en la medi­
da que corresponde. Es mucho más sencillo decir, o escribir, «la
teoría del equilibrio puntuado de Gould» que «la teoría del equili­
brio puntuado que planteó por vez primera Ernst Mayr en 1954,
sacó de nuevo a la luz pública Niles Eldredge en 1971 y en 1972
consolidaron el propio Eldredge y Stephen Jay Gould»...
Lo que el futuro depare a la teoría del equilibrio puntuado no
lo sabemos; su recorrido hasta la fecha, sin embargo, nos enseña
168 Las fronteras de la ciencia

que las teorías y los paradigmas son de naturaleza social y que el


márketing de una idea es cuando menos tan importante como su
autoría (aunque es de esperar que, en última instancia, los dos se
rindan a la evidencia). Gould no ha llegado a ser considerado uno
de los científicos y ensayistas más respetados del mundo por ser
coautor de un artículo sobre el equilibrio puntuado. Eso sólo es
parte de la historia. Por lo demás, es su reputación la que ha pro-
mocionado la teoría y no al contrario. La razón de que, en caso de
haberlo, el cambio de paradigma se produjera en 1972 en lugar de
en 1954 o 1971 es, sobre todo, porque fue Gould quie« apretó el
gatillo.
¿Por qué, podríamos preguntamos, fue Gould quien lideró este
cambio de paradigma? Una de las maneras de llegar al fondo de la
cuestión es examinar su personalidad. Como veremos en la segun­
da parte del presente libro, los rasgos de personalidad inciden en
la receptividad o resistencia que las ideas revolucionarias encuen­
tran en su camino. Frank Sulloway, científico social de la Universi­
dad de Berkeley, ha elaborado un modelo para evaluar la relación
entre personalidad y ortodoxia/herejía (lo describimos con deta­
lle en el próximo capítulo). Por nuestra parte, para comprobar su
hipótesis pedimos a ocho colegas de Gould que hicieran el Inven­
tario de los Cinco Factores de Personalidad, también llamado «los
Cinco Grandes», que representa los cinco rasgos dominantes que
mejor explican la personalidad. Son los siguientes: concienzudo, cor­
dial, abierto a la experiencia, extrovertido y neurótico (vulnerabilidad al
estrés y al dolor). Con tal fin, hicimos que los sujetos del experi­
mento completasen una encuesta con cuarenta parejas de adjeti­
vos valorados del 1 al 9. Por ejemplo:
StephenJay Gould me parece:
- Testarudo/resuelto 1 2 3 4 5 6 7 8 9 conformista/sumiso
- Nada tradicional 1 2 3 4 5 6 7 8 9 tradicional
- Tranquilo 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Enérgico/dinámico
- Rara vez está triste/abatido 1 2 3 4 5 6 7 8 9 A menudo está triste/aba­
tido
La paradoja del paradigma 169

- Reflexivo 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Impulsivo/apresurado
- Modesto 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Arrogante
Frank Sulloway y yo correlacionamos las respuestas de los ocho
sujetos a las cuarenta parejas de adjetivos y extrajimos un índice de
fiabilidad del 0,92, cifra extraordinariamente alta que nos permite
afirmar que nos hemos hecho una idea cabal de la personalidad de
este revolucionario de la ciencia. Ofrecemos los resultados en un
gráfico en puntos porcentuales tras comparar los datos de Gould
con los de las cien mil personas que Sulloway ya almacenaba en su
base de datos.
Gould obtiene una puntuación excepcionalmente alta en dispo­
sición a la experiencia, que es un rasgo de personalidad clave en el
desarrollo de un revolucionario. Pero no todas las ideas radicales
son iguales, así que ayuda ser concienzudo, para saber distinguir lo
valioso de lo inútil. Y Gould es también excepcionalmente concien­
zuda, lo cual contribuye a que en él se concite esa tensión esencial
entre ortodoxia y herejía de que habla Thomas Kuhn: hallar el
equilibrio entre estar lo bastante libre de prejuicios para reconocer
el valor de ideas nuevas, pero no ser tan crédulo como para respe­
tar por igual las que son valiosas y las que carecen de valor. Abunda
en ese equilibrio la baja puntuación de Gould en cordialidad: se
trata de un intelectual exigente que sufre a los tontos de mala
gana, una cualidad esencial cuando uno forma parte de un mundo
en el que proliferan las disputas y la mayoría de las ideas son equi­
vocadas, pocas aceptables y tan sólo un puñado constituyen revolu­
ciones legítimas. Gould tiene un perfil de personalidad que se
presta a liderar revoluciones científicas sin dejarse arrastrar por lo
que, finalmente, podría resultar una revolución fallida. Da la
impresión de que el equilibrio puntuado es, por el contrario, una
revolución triunfante y estos datos nos ayudan a comprender por
qué ha sido Stephen Jay Gould quien la ha encabezado.
170 Las fronteras de la rienda

LA PERSONALIDAD DE STEPHEN JAY GOULD


Datos de los cinco rasgos de personalidad más Importantes

percentil 96 ~ concienzudo

percentil 79 ~ extrovertido

percentil 25 ~ neurótico

En mi opinión, el equilibrio puntuado es una teoría mejorada para


explicar la historia fósil y, por tanto, satisface los criterios necesa­
rios para ser una ciencia progresiva. Es decir, según el crecimiento
acumulativo del gradualismo darwiniano, los rasgos útiles se con­
servan y los inútiles se descartan, basándose en la confirmación o el
rechazo de conocimientos comprobables. Pero el equilibrio pun­
tuado no sustituye al gradualismo darwiniano: sólo lo modifica con
el fin de describir e interpretar con mayor precisión algunos capí­
tulos de la historia fósil. El equilibrio puntuado puede proponer
muchas cosas, pero desde luego no un nuevo mecanismo para
interpretar el cambio evolutivo. Es, en cambio, una nueva descrip­
ción. Considerarlo de tal forma nos ayuda a resolver la paradoja
del paradigma. Su condición de paradigma nuevo se limita a este
nivel: se trata de una contribución nada trivial a la ciencia, pero no
equivale en importancia al paradigma darwiniano.
La paradoja del paradigma 171

£1 paradigma darwiniano
A diferencia de la mayoría de los grandes personajes, que,
sometidos a un estudio histórico exhaustivo, pierden su aire fabu­
loso, cuanto más sabemos de Charles Darwin mayor altura cobra su
figura. Hoy existe todavía una «industria Darwin», de tamaño con­
siderable y en constante crecimiento, que constituye uno de los
mayores corpus de bibliografía de la historia de la ciencia. El Pro­
yecto Correspondencia de los Archivos Darwin de la Biblioteca de
la Universidad de Cambridge, que promete seguir incólume otro
par de décadas, da fe del enorme interés que despierta el «sabio de
Down» en la comunidad histórica.41 El director de dicho proyecto,
Frederick Burkhardt, me ha informado de que, empezando por
1859, contaremos con un volumen de correspondencia de Darwin
por año entre esa fecha y 1882. El conjunto completo, que quedará
concluido en algún momento del siglo xxi, alcanzará ¡treinta volú­
menes!
En 1985, David Kohn publicó The Darwininan Heritage [El patri­
monio darwiniano], un exhaustivo manual de 1.138 páginas que
evalúa el estado de la industria Darwin al cumplirse un siglo de la
muerte del naturalista. La bibliografía, de ochenta páginas, contie­
ne 3.200 entradas de obras del propio Darwin. Kohn inicia su obra
con una introducción que, muy apropiadamente, titula «A High
Regard for Darwin» [Una gran consideración por Darwin] y en la
que declara: «Lo que caracteriza a la comunidad actual es su creen­
cia en la importancia de Darwin. La alta consideración por Darwin
es su principio central»42.
Tres tendencias históricas contribuyen al renacimiento darwi­
niano: 1) cambios producidos en la historia de la ciencia a princi­
pios de la década de 1960 en virtud de los cuales a los científicos se
les empezó a contextualizar dentro de su cultura; 2) cambios en el
estudio de la biología, especialmente la fructífera aplicación del
darwinismo tras su síntesis moderna; y 3) cambios en la cultura en
general que propiciaron que la educación diera mayor importan­
cia a las ciencias físicas y biológicas: la reintroducción de Darwin y
de la teoría evolutiva funcionó como respuesta a los ataques de los
172 Las fronteras de la ciencia

creacionistas en particular y al miedo al Sputnik en general. Por


todo ello, Darwin emerge como un héroe de mayores proporcio­
nes de las que tuvo en vida o en el siglo posterior a su muerte en
1882. Esta imagen heroica y mítica alimenta la industria Darwin y
continúa respaldando el paradigma darwiniano.
1. La evolución de la historiografía darwiniana. La contextualización
de Darwin por parte de los profesionales de la historia de la ciencia
lo ha elevado a un plano muy alto y, al mismo tiempo, le ha/otorga­
do el lugar que le corresponde dentro de nuestra cultura. Este pro­
ceso, sin embargo, ha requerido tres décadas para consolidarse y la
celebración de sendas efemérides en 1959 (centenario de la publi­
cación de El origen de las especies) y 1982 (centenario del fallecimien­
to de Darwin).
La primera fase despegó lentamente y con considerables malen­
tendidos, porque antes a Darwin se le tenía habitualmente por un
científico de primera línea, pero por un pensador de segunda.43
Jacques Barzun, por ejemplo, decía de él que era un «gran recopi­
lador de datos», pero un «pobre uncidor de ideas, un hombre que
no pertenece al grupo de los grandes pensadores»44. Gertrude
Himmelfarb afirma que Darwin era «intelectualmente limitado y
culturalmente insensible»45. Esta denigración de Darwin hasta el
extremo de reducirlo a una figura circunstancial y prácticamente
casual dio pie a diversas reacciones que le elevaron a un estatus al
que por su obra le habría resultado difícil llegar. Por ejemplo, en
The Triumph of the Darwinian Method [El triunfo del método darwi­
niano] , libro que tuvo una gran acogida, Michael Ghiselin se revela
tan triunfal como exagerado, y se convierte en acusada antítesis de
Himmelfarb y Barzun: «En 1859 se inició la que finalmente acaba­
ría siendo la mayor revolución de la historia del pensamiento»46.
La visión de Ghiselin es tan generosa que acaba formulando pre­
guntas excluyentes como «¿Era Darwin sólo un naturalista y un
buen observador o un teórico de primera línea?», que obligan al
lector a concluir lo segundo, puesto que resulta evidente que no
era sólo lo primero.
La paradoja del paradigma 173

Esta comprensible reacción es la consecuencia de dos formas


de prejuicio histórico que han afectado al desarrollo de los estu­
dios darwinianos: uno es el enfoque whig de la historiografía, que
consiste en ordenar en secuencia lineal caracterizaciones interesa­
das inclinándose siempre por las que favorecen el objeto del estu­
dio; el otro se esfuerza en juzgar el valor de las ideas del pasado a la
luz de modelos de entendimiento actuales. En el caso de Ghiselin,
imponer modelos filosóficos del siglo xx a un caso del siglo xix
deriva en el encasillamiento y reorganización de la obra de un pen­
sador en categorías de significado que corresponden a la moderni­
dad. En esta tergiversación incurre precisamente cuando llega a la
conclusión de que Darwin aplicaba el moderno método hipotéti-
co-deductivo, que, de nuevo, plantea al lector una alternativa
excluyente: «Esta declaración de confianza en el poder del moder­
no método científico hipotético-deductivo para revelarnos el pasa­
do contrasta acusadamente con el punto de vista de los “inducti­
vos”, que creen que hay que aceptar los hechos “tal como son”»47.
Una vez más nos vemos obligados a concluir que o bien Darwin era
un inductivo puro, algo que sabemos que es imposible (porque
nadie practica cientia en un vacío cultural), o bien que era un
«adelantado a su tiempo» y un pensador hipotético-deductivo.
Ghiselin, naturalmente, opta por lo segundo y concluye: «El cor-
pus de la bibliografía darwiniana constituye un sistema unitario de
ideas interconectadas»48; Triumph termina con una declaración
aún más tajante que la que figura en su introducción: «Queramos
o no, la época pertenece a Darwin»49.
El propio Darwin confunde a los historiadores en este punto.
En su Autobiografía afirma haber «trabajado según los auténticos
principios de Bacon»: «sin ninguna teoría, recogí los datos al por
mayor». Por sus primeros cuadernos, los que recogen sus estudios
de la década de 1830 sobre transmutación, el hombre, la mente y
la moral, por no mencionar elaboraciones teóricas previas sobre
los arrecifes de coral mientras viajaba a bordo del Beagle, es eviden­
te que en efecto trabajaba según auténticos principios baconianos.
Libre e inteligentemente especuló y teorizó sobre gran número de
174 Las fronteras de la ciencia

temas importantes que hasta mucho después no serían sometidos a


su verificación o rechazo empíricos. En una carta enviada a Henry
Fawcett el 18 de septiembre de 1861, en respuesta a una polémica
sobre si los geólogos debían limitarse a recoger muestras de roca y
clasificarlas o si también tenían que teorizar sobre su origen y desa­
rrollo, Darwin hizo la siguiente declaración, que refleja su trabajo
científico con mayor honradez: «Hace unos treinta años se decía
que los geólogos tenían que limitarse a observar, sin teorizar, y
recuerdo bien que alguien dijo que, si seguíamos así, los hombres
que bajan a la gravera acabarían contando las piedras y describien­
do sus colores. Qué raro se me hace que existan personas que no se
dan cuenta de que, si se quiere que valga para algo, toda observa­
ción tiene que ser a favor o en contra de algún punto de vista»50.
Cuando, en la década de 1980, maduró la industria Darwin,
especialmente en las obras de profesionales de historia de la cien­
cia diestros en el arte de la contextualización, se hizo patente que
el desarrollo intelectual e ideológico de Charles Darwin era mucho
más complejo (y tenía menos coherencia lineal) de lo que sus pri­
meras obras revelaban.51 Para ser fieles a la verdad, sin embargo,
preciso es decir que la historia de la ciencia ha experimentado
cambios muy considerables desde 1959. Hemos aprendido a equili­
brar historia anacrónica e historia diacrónica (el estudio del pasa­
do desde la perspectiva del presente o del transcurso del tiempo).
También hemos encontrado un funcional término medio entre la
historia interna y externa de la ciencia (quienes ven la ciencia
como un progreso firme e inevitable hacia la verdad y quienes con­
sideran que es una tradición cultural ligeramente distinta del mito
y la religión). Robert Richards, historiador de la ciencia, da en el
clavo al situarse entre la postura interna y la externa y señalar que:
«las ideas encuentran su vinculación histórica sólo cuando las filtra
un pensamiento arraigado en la carne, un pensamiento guiado
por causas lógicas, el apoyo de las pruebas y todo el legado de dile­
mas y conceptos científicos, pero también por emociones, senti­
mientos religiosos, actitudes clasistas e, incluso, actitudes edípi-
cas»52. El holandés R. Hooykaas, otro historiador de la ciencia, cree
La paradoja del paradigma 175

también que la medida justa del anacronismo y el diacronismo se


alcanza cuando el historiador es capaz de encontrar el equilibrio
entre las dos:
Para juzgar con equidad, el historiador tiene que aproximarse al
pensamiento, observación y experimento de los antepasados con
comprensión y disponer de una imaginación lo bastante poderosa
para «olvidar» lo que ha llegado a saberse después del período que
está estudiando. Al mismo tiempo, debe ser capaz de cotejar los
puntos de vista del pasado con los actuales, a fin de que el lector
moderno entienda el caso y a fin de que la historia sea algo realmen­
te vivo, de mayor interés que el que pueda suscitar el mero estudio
de lo antiguo.53
Con Darwin damos por fin con un equilibrio entre desarrollo inte­
lectual y contexto cultural, entre lo que Darwin puso en marcha y
lo que su cultura creó.
2. La evolución de la biología darwinista. En la ciencia biológica, la
importancia de buena parte de la obra darwinista en general y de
la selección natural y sexual en particular ha aumentado significati­
vamente desde que, a mediados del siglo xx, es decir, un siglo des­
pués de la publicación de El origen de las especies, llegara a comple­
tarse su síntesis moderna. En la década de 1950, Darwin y el
darwinismo surgieron con más fuerza que nunca. Hemos, por así
decirlo, «redescubierto» a Darwin porque lo necesitamos.
Dentro de la industria Darwin, esta necesidad contribuye a
explicar el éxito del libro de Michael Ghiselin. Pero, a medida que
este ámbito del conocimiento científico maduraba, las interpreta­
ciones internas se veían contrarrestadas por obras históricamente
más precisas sobre la influencia de Darwin en sus coetáneos. De
hecho, sería difícil encontrar una visión que se oponga más tajan­
temente a la de Ghiselin (sin volver a la rama Barzun/Himmel-
farb) que la de Peter Bowler en The Non-Darwinian Revolution [La
revolución no darwiniana]. Por ejemplo, donde Ghiselin afirma
que «El origen de las especies [...] tuvo un efecto inmediato y supuso
176 Las fronteras de la ciencia

un cambio de perspectiva cataclísmico, pues puso en tela de juicio


ideas que hasta entonces parecían esenciales para la concepción
que el hombre tenía del universo»54, Bowler responde que «com­
parativamente, las partes de las teorías de Darwin que hoy la biolo­
gía reconoce como importantes tuvieron pocas consecuencias en
el pensamiento imperante a finales del siglo xix»55. Para Bowler,
rechazar el creacionismo y el esencialismo fue revolución, pero no
darwinista, porque no fue una revolución evolucionista^, sino del
desarrollo:
Sugiero que es poco razonable creer que una teoría que no consi­
guió impresionar a los científicos de la época pudo en cambio
desencadenar una gran revolución cultural. Uno se inclina a sospe­
char que, una vez que aceptamos este punto, la interpretación tradi­
cional de la revolución darwinista es un mito basado en una imagen
distorsionada de la incidencia de Darwin tanto en la ciencia como
en el nacimiento del pensamiento moderno.56
Son estos prejuicios los que han influido en la obra histórica de
biólogos como Ghiselin y, en especial, de Ernst Mayr, cuyas obras
Gmwth ofBiological Thought [Crecimiento del pensamiento biológi­
co]57 y Torward a New Phihsophy ofBiology [Hacia una nueva filosofía
de la biología]58son, a pesar de las afirmaciones en sentido contra­
rio, descaradamente anacrónicas y están escritas desde la postura
interna de la filosofía de la ciencia. Mayr afirma, por ejemplo, que
«existe darwinismo, pero no newtonismo, planckismo, einsteinis-
mo o heisenbergismo», y que, en razón de «su excepcional estatus
[...] sería difícil refutar la afirmación de que la revolución darwi-
niana fue la mayor de todas las revoluciones intelectuales de la his­
toria de la humanidad»59. Parece complicado superar tanta alaban­
za, pero el propio Mayr va más allá cuando analiza a Darwin, el
hombre. Charles Darwin era «brillante», «audaz» y un «observa­
dor», «teórico de la filosofía» y «experimentador» tan agudo que,
«hasta la fecha, el mundo ha sido testigo de semejante combina­
ción una sola vez, lo cual da fe de la singular grandeza de Dar-
La paradoja del paradigma 177

win»60. Además, e increíblemente, Mayr se atreve, para perplejidad


del historiador, con la siguiente declaración: «La mayoría de los
estudiantes de historia de las ideas creen que la revolución darwi-
niana fue la más fundamental de todas las revoluciones intelectua­
les de la historia de la humanidad. Si revoluciones como las que
iniciaron Copérnico, Newton, Lavoisier o Einstein afectaron a una
rama particular de la ciencia, la revolución darwinista afectó a
todos los hombres pensantes»61.
A mí me sorprende que un hombre del calado y la cultura de
Emst Mayr, cuyo Growth ofBiological Thought devoré con entusiasmo
cuando daba mis primeros pasos en el estudio de la historia de la
ciencia, pueda caer en una afirmación históricamente tan inge­
nua. El decano de los historiadores de la ciencia actuales, J. B.
Cohén, por ejemplo, hace una importante distinción entre revolu­
ciones científicas y revoluciones ideológicas, y demuestra que las
revoluciones de Copérnico, Newton, Lavoisier y Einstein cruzaron
con creces los confines de su particular disciplina científica.62Asi­
mismo, la historiadora Margaret Jacob no sólo ha recurrido al tér­
mino «newtonismo», sino que aporta una oportuna descripción de
su repercusión en erconjunto de la cultura europea en el siglo pos­
terior a la muerte de Newton y demuestra que fue mucho más allá
de los límites de las ciencias físicas (extendiéndose, por ejemplo, al
ámbito social de las teorías económicas y sociológicas).63
Es importante destacar, sin embargo, que no es necesario restar­
le méritos a Darwin para defender a otros científicos y revoluciones
y para clarificar cuáles fueron sus efectos relativos. Independiente­
mente de los demás gigantes sobre cuyos hombros descansamos,
nuestro respeto a Darwin ha aumentado a la par que han evolucio­
nado la biología evolucionista y la historia de esta disciplina, dando
pie a una visión más amplia y clara de la naturaleza y de la naturale­
za de la ciencia.
3. La evolución de la cultura darwinista. En la década de 1920, la
presunta degeneración de la fibra moral de Estados Unidos se vin­
culó cada vez más con la teoría de la evolución de Darwin. «Derra­
mar veneno en las gargantas de nuestros hijos no sería nada com­
178 Las fronteras de la ciencia

parado con la condenación que sufren sus almas con la enseñanza


de la evolución», proclamó en 1923 T. T. Martín, uno de los segui­
dores de William Jennings Bryan, un orador fundamentalista.64
Los fundamentalistas unieron sus fuerzas para acabar con la dege­
neración moral extirpando el cáncer desde su raíz: la enseñanza de
la teoría de la evolución de Darwin en los colegios públicos. Flori­
da aprobó una ley antievolución en 1923. Dos años más tarde, Ten-
nessee promulgó la Ley Butler, que impedía a «los profesares de
todas las universidades, escuelas normales y otras instituciones de
enseñanza públicas del estado [...] enseñar cualquier teoría que
niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal y como la
enseña la Biblia y que enseñe en su lugar que el hombre desciende
de un orden inferior de animales»65.
Que la Asociación de Libertades Civiles recusara la ley dio pie al
famoso proceso de Scopes, que se saldó con la presunta victoria
«moral» de los señores Scopes, Darrow y Mencken, que dirigieron
la atención del país a la cuestión de si la ley podía regular el conoci­
miento y la «verdad» científica. Las consecuencias, sin embargo,
fueron las contrarias a lo que cuenta la leyenda. El proceso generó
tal polémica, que los editores de libros de texto y lasjuntas estatales
de educación terminaron, por puro nerviosismo, expurgando de
los manuales tanto la teoría de la evolución como al propio Dar­
win. Después de comparar los textos de antes y después de la
expurgación, Judith Grabiner y Peter Miller llegaron a la siguiente
conclusión: «A tenor del contenido de los libros de biología de
enseñanza secundaria rechazados a partir del proceso de Scopes,
los evolucionistas de finales de la década de 1920, que creían haber
vencido en el foro de la opinión pública, salieron de hecho derro­
tados en su campo de batalla original: la enseñanza de la evolución
en los institutos»66. Basta una rápida ojeada al índice de contenidos
y los de nombres y temas de los libros de la época para comprobar
que «Darwin» y «evolución» habían desaparecido del mapa.
Normalmente, las tendencias históricas de esa naturaleza no
cambian de la noche a la mañana, pero este caso fue la excepción:
todo dio un vuelco la noche del 4 de octubre de 1957, día en que la
La paradoja del paradigma 179

Unión Soviética lanzó al espacio al Sputnik I, y que marcó el inicio


de la Guerra Fría en el espacio y de la carrera científica y espacial.
Ante el pánico promovido por el Sputnik, los máximos responsa­
bles de educación de la ciencia en Estados Unidos reintradujeron
la teoría de la evolución y a Darwin en el programa de los institu­
tos. En 1961, el Estudio del Programa de Estudios de Ciencias Bio­
lógicas de la Fundación Nacional de Ciencias publicó sus directri­
ces para la enseñanza de la biología, que a partir de entonces tenía
que incluir a Darwin y sus teorías.
En resumen, hacía falta un ídolo de la ciencia y Darwin daba el
perfil. Las invectivas de los creacionistas y, en las décadas de 1970 y
1980, su petición de contar con «el mismo tiempo» de docencia en
los programas de estudios sólo sirvieron para realizar la reputación
del naturalista, al tiempo que la comunidad científica salía a defen­
der a su homólogo casi en pleno.67 La polémica en torno a la rela­
ción justa entre ciencia y religión se centra en dos frentes: la cos­
mología y los orígenes y evolución del universo, y la biología
evolucionista y los orígenes y evolución de la vida (y, en especial, la
de los humanos). Por tanto, además de su resurrección a manos de
la historia de la ciencia y la biología evolucionista, Darwin ha resu­
citado como el icono cultural del segundo frente de esta gran polé­
mica. Pero, si Copémico, Galileo, Newton y Einstein -líderes revo­
lucionarios del primer frente- apenas han merecido mención
alguna por parte de los creacionistas y otros adversarios de la cien­
cia, Darwin se erige, desde su punto de vista, en símbolo de todos
los errores de la ciencia moderna.
La santidad secular de Darwin
En medio de toda esta interacción entre historia, biología y cul­
tura, Darwin constituye una figura central y el darwinismo una
ideología esencial. En su reseña de la biografía Darwin, de Adrián
Desmond yjames Moore, el historiador de la ciencia James Rogers
observó: «Darwin lleva camino de obtener la santidad secular por
segunda vez»68. De hecho, ningún otro paradigma de las ciencias
biológicas se acerca a su repercusión o importancia. Hay un com­
180 Las fronteras de la ciencia

ponente psicológico en la identificación de un paradigma -tanto si


se está a favor como en contra- con un solo individuo: los historia­
dores de la ciencia han creado una industria Darwin; los biólogos
son darwinistas o neodarwinistas; los creacionistas son no darwinis-
tas o antidarwinistas; los críticos preguntan: «¿YDarwin? ¿Se equi­
vocaba?»; o: «¿Y Darwin? ¿Lo entendió él?». Hasta Alfred^Vallace
dijo que él era más darwinista que el propio Darwin. Con su econo­
mía, el pensamiento clasifica, categoriza y encasilla personas e
ideas. El proceso lo simplifica cuando se trata de una persona, de
un solo nombre que es modificado con el sufijo o el prefijo apro­
piados.
Sin embargo, el fenómeno es mucho más que un entramado
neural. En la fabricación de héroes y mitos hay otro factor que
forma parte de nuestro deseo de alcanzar un gran reconocimien­
to. Tanto si esto se hace indirectamente por medio de héroes y
mitos heroicos como si se recurre a estas figuras como modelos a
imitar, la consecuencia es la misma. «Ni siquiera ten em os q u e
arriesgamos solos a la aventura, porque los héroes de todas las épo­
cas han recorrido el camino antes que nosotros -explica el mitólo-
gojoseph Campbell-, Basta con que sigamos el hilo del camino del
héroe.» Un héroe es producto del talento y de la oportunidad. El
alcance de su influencia depende del coraje y la ambición. «Un
héroe -dice Campbell- es alguien que ha entregado su vida a algo
mayor que uno mismo.»69
En su histórica búsqueda de El héroe de las mil caras, Joseph
Campbell ha encontrado un tema común a todos los mitos del
héroe en un viaje que se corresponde con la secuencia partida-ini-
ciación-regreso, en la que el héroe «emprende la aventura desde el
mundo de lo corriente hasta la región del prodigio y lo sobrenatu­
ral; allí encuentra fuerzas fabulosas y logra una victoria decisiva; y
regresa de su misteriosa aventura con el poder de ofrecer ayuda a
su compañero, el hombre»70. Campbell refuerza su modelo con
ejemplos de la literatura mítica, como la historia de Prometeo, que
robó el fuego a los dioses y bajó a la Tierra para entregárselo a los
hombres, o la de Jasón, que navegó a través de las Rocas Cianeas y
La paradoja del paradigma 181

sobrevivió a muchos peligros para arrebatarle el Vellocino de Oro


al dragón guardián y regresar a su hogar para ocupar, en el trono,
el lugar que le correspondía.
La vida y la trayectoria profesional de Darwin se acomodan al
esquema del mito del héroe, aunque los azares y caprichos de la
vida real se diferencian enormemente de las narraciones heroicas
clásicas en cada etapa de su viaje y los progresos realizados, y tam­
bién en la transición entre una etapa y la siguiente. La partida de
Darwin, por ejemplo, empezó con la muerte de su madre cuando
él tenía ocho años, continuó cuando se mudó a Edimburgo para
estudiar Medicina con dieciséis años, se reforzó en Cambridge con
sus estudios de historia natural con el profesor John Henslow, y
concluyó con la circunnavegación del globo en el Beagle, una trave­
sía de cinco años en la que «cualquier idea de convertirme en
ministro de la Iglesia o médico u otra cosa que no fuese científico
murió de muerte natural». Más tarde escribiría: «Con diferencia,
[aquel viaje fue] el acontecimiento más importante de mi vida»71.
Con el viaje del Beagle, Darwin empezó a distanciarse del crea­
cionismo y emprendió su iniciación en el paradigma totalmente
nuevo de las ideas evolucionistas. «Cuando comparo estas islas
entre sí -observó en las Galápagos-, cuyos propietarios son un con­
junto muy escaso de animales, y sus arrendatarios estas aves [sin­
sontes] , ligeramente distintos en estructura y ocupando el mismo
lugar en la Naturaleza, tengo que sospechar que no son más que
variedades. Si existe la más mínima base para semejantes comenta­
rios, merecería la pena estudiar la zoología del archipiélago, por­
que estos hechos socavarían la estabilidad de la especie»72. La
etapa de iniciación se completó a finales de la década de 1830 y
principios de la de 1840, cuando le pareció «que siguiendo el
ejemplo de Charles Lyell en geología y recopilando todos los datos
que apoyan de alguna forma la variación de los animales y las plan­
tas domesticados o silvestres, alguna luz podría ilustrar esta idea»73.
En el curso de la década siguiente, ese método le llevó a compren­
der que «no dudamos en pensar que satélites, planetas, soles, el
universo o, mejor dicho, sistemas enteros del universo, están
182 Las fronteras de la ciencia

gobernados por leyes y, sin embargo, queremos creer que el insec­


to más pequeño fue creado de pronto y mediante un acto espe­
cial»74. A Darwin le parecía absurdo. Las leyes de la naturaleza se
aplican, opinaba, en todas partes o en ninguna. A lo largo de vein­
te años hizo precisamente eso, constatar leyes y principios hasta en
el último rincón del mundo natural de las plantas y los animales y
hasta encontrar las pruebas que necesitaba para respaldar su audaz
teoría sobre el origen de las especies.
La etapa del regresoy de ayuda a la humanidad, sin embargo, se
retrasó dos décadas por varias y fascinantes razones que Desmond
y Moore han sacado a la luz. El motivo cultural subyacente es que
Iglesia y Estado tachaban de blasfema la teoría de la evolución y
Darwin no tuvo estómago para desatar una polémica. Más impor­
tante fue, en cambio, que necesitase la aceptación de sus pares.
Ante la publicación en 1844 de The Vestiges of Creation [Los vestigios
de la creación] por un autor anónimo (Robert Chambers) y la pos­
terior arremetida de la comunidad científica por acientífico y exce­
sivo en sus especulaciones, Darwin retrasó la publicación de sus tra­
baos hasta haber reunido datos suficientes para nublar la vista del
más exigente de los empíricos. Además, su amigo y colega Joseph
Hooker, en una crítica a De l’espece dans les corps organisés, del botáni­
co francés Fredéric Gérard, había afirmado que ningún científico
debía «examinar el asunto de las especies sin describir minuciosa­
mente muchas de ellas»75. Darwin se tomó la indirecta de su amigo
muy en serio y se pasó ocho años estudiando los percebes. Este pro­
ceso dilatorio fue elevado a principio. En los últimos años de su
vida, dirigió la siguiente admonición a su hijo George, que estaba
preparando una crítica del acto de la oración: «Es para mí doctrina
que, para un autor joven, es de la mayor importancia que publique
sólo lo que es muy bueno y nuevo, para que el lector confíe en él y
lea lo que escribe. [...] recuerda que un enemigo podría pregun­
tar: ¿quién es ese hombre y qué edad tiene y en qué se ha especiali­
zado para ofrecer al mundo su opinión sobre materias tan profun­
das? Podrías desoír fácilmente este comentario [...] pero mi
consejo es: pausa, pausa, pausa»76.
La paradoja del paradigma 183

Así pues, el regreso de Darwin comienza con la publicación de El


origen de las especies en 1859 y se prolonga hasta su muerte en 1882.
El último párrafo de El origen demuestra hasta qué punto Darwin
era un hombre de miras amplias. En vista de que la frase práctica­
mente no cambió desde su inscripción autógrafa original en el
«boceto» que hizo de su teoría en 1842, sabemos que, desde hacía
tiempo, Darwin se había entregado a algo mayor que él: «Hay
grandeza en esta visión de la vida, con sus distintos poderes, que en
un principio alentaron unas pocas formas o una sola; y así, mien­
tras este planeta ha girado según la ley fija de la gravedad, de un
comienzo tan sencillo múltiples, bellas y maravillosas formas han
sido, son y evolucionan»77.
Se produce un cambio de paradigma cuando las personas
empiezan a ver el mundo entero o un asunto particular con una
luz enteramente nueva, metáfora que Darwin volvió a utilizar en El
origen de las especies («Gran luz se derramará...»). En el caso de Dar­
win la transformación fue súbita y espectacular. A favor o en contra
de la teoría, fueron Darwin y el darwinismo los que catapultaron el
cambio. Aunque Thomas Huxley («el perro de Darwin») procla­
mó que El origen eradla herramienta para la extensión del reino
del conocimiento más potente que haya conocido la mano del
hombre desde los Principia de Newton», Charles Lyell, amigo ínti­
mo de Darwin, tardó nueve años en respaldar plenamente la teoría
y cuando lo hizo apostó por una versión modificada que introdu­
cía un diseño providencial en el que se inspiraba todo el plan. Si
Ernst Haeckel («el Darwin alemán») difundió la evolución en Ale­
mania y si Asa Grey («el Huxley americano») secundó la teoría de
Darwin en Estados Unidos, el astrónomo John Hershel definió la
selección natural como «la ley del caos». El geólogo y clérigo angli­
cano Adam Sedgwick proclamó que la selección natural era un
escándalo moral y escribió la siguiente y bárbara arenga en una
carta personal al propio Darwin:
La naturaleza tiene una parte moral o metafísica amén de una parte
física. El hombre que lo niega se hunde en el fango de la locura.
184 Las fronteras de la ciencia

Usted ha pasado por alto este vínculo; y, si no me equivoco, en uno o


dos casos, ha hecho cuanto está en su mano por romperlo. Si fuera
posible romperlo (que, gracias a Dios, no lo es), la humanidad, en
mi opinión, sufriría un daño que podría embrutecerla y sumir a la
especie humana en un nivel de degradación más bajo aún de éste
en que ha caído desde que los registros escritos nos cuentan su his­
toria.78
Tan inmediata fue la repercusión de Darwin que, trece meses des­
pués de la primera edición de El origen de las especies, Henry Fawcett
publicó «APopular Exposition», en Macmillan’sMagazine, donde
observaba:
Ninguna obra científica publicada en este siglo ha despertado tanta
curiosidad como el tratado del señor Darwin. En el momento pre­
sente, ha dividido a la comunidad científica en dos grandes grupos
enfrentados. Actualmente, darwinista y antídarwinista son emble­
mas de partidos científicos enfrentados.79
La frase podría haberse escrito un siglo después y seguiría tenien­
do sentido, lo cual indica que el darwiniano fue y es uno de los
paradigmas más profundos del pensamiento humano.
Segunda parte
Pobladores de la frontera

Normalmente los individuos que emprenden revoluciones radica­


les necesitan gran determinación, coraje e independencia intelec­
tual. Por desgracia, su forma de pensar disidente suele condenar­
los, por su audacia, al ostracismo, al ridículo y al tormento. Al igual
que Charles Darwin, quien dijo que anunciar su creencia en la evo­
lución era como «confesar un asesinato», los heterodoxos casi
siempre han sufrido por sus aspiraciones revolucionarias. No todos
los pensadores libres han triunfado y no todos tenían razón, pero
es sorprendente comprobar cuántos comparten un vínculo pro­
fundo y poderoso. En la mayoría de los casos, nacieron para rebe­
larse.
F r a n k S u llo w a y , último párrafo d e Rebeldes de nacimiento, 1997
6 El día en que la Tierra se movió
La herejía de Copémico y la teoría de Frank Sulloway

Los sistemas científicos nuevos y revolucionarios suelen encontrar oposi­


ción: casi nadie los recibe con los brazos abiertos porque los científicos
que ya han triunfado tienen un interés intelectual, social e incluso econó­
mico en mantener el statu quo.
J. B. Cohén, Revolución en la ciencia, 1988
En 1601 Tycho Brahe, el observador astronómico más prolífico del siglo
xvii, unió fuerzas con Johannes Kepler, el mayor teórico de la astrono­
mía de la época. El picaro Brahe, noble danés con el cargo de matemá­
tico imperial en la corte del emperador del Sacro Imperio Romano,
invertía muchísimo tiempo y energía en la compilación de una base de
datos astronómicos notablemente exhaustiva. En la isla de Hveen cons­
truyó un observatorio, Uraniborg, que dirigió con regio esplendor a lo
largo de veinte años. En las paredes del observatorio construyó grandes
cuadrantes para medir las altitudes celestiales y llevó el arte de la obser­
vación astronómica a las más altas cotas de precisión (y todo sin la ayuda
de un telescopio). Pero los datos no bastaban para explicar el funciona­
miento del cosmos. Después de pasar algún tiempo con Brahe, Kepler,
pensador brillante que respaldaba el nuevo y radical modelo heliocén­
trico con que Copémico interpretaba el universo, observó: «Le falta un
arquitecto que aproveche tantos conocimientos»1.
El extravagante y llamativo Brahe, quien, al parecer, pasaba casi
tanto tiempo en la cervecería como en el observatorio, murió pre­
maturamente y no pudo ver la aplicación práctica del trabajo de su
vida. «No dejéis que me lleve la impresión de que he vivido en
vano», fueron sus últimas y premonitorias palabras. «Si Dios ha
querido enviarnos a un observador de la talla de Tycho -repuso
Kepler-, es para que hagamos uso de él.»2
188 Las fronteras de la ciencia

El filósofo de la ciencia Karl Popper señaló en cierta ocasión: «La


ciencia es competitiva, una colisión de ideas y observaciones»3. Por
extraña que fuera, la colaboración entre Brahe y Kepler supone una
transición en la evolución del pensamiento que marcó para la cien­
cia un rumbo del que desde entonces rara vez se ha desviado: el
rumbo de la simbiosis entre teoría y datos. El contacto de las ideas de
Kepler con las observaciones de Brahe, seguido del apoyo experi­
mental de Galileo y de la unificación matemática de Newton de este
nuevo «sistema del mundo», fusionó las fragmentadas ideas de la
comunidad científica de la época y sirvió de base para un modelo
completo que entendía que el Sol es el centro del sistema solar. Esta
visión, descrita por Nicolás Copémico por primera vez en su opúscu­
lo postumo De revolutionibus orbium coelestium [De las revoluciones de
las esferas celestiales], publicado en 1543, promovió una revolución
intelectual de proporciones épicas. Pero ¿por qué, a los sesenta años
de su edición, continuaban Brahe y Kepler esforzándose en hilvanar
una cosmología factible? ¿Por qué Brahe elaboró un modelo de
compromiso según el cual los planetas orbitaban alrededor del Sol
pero todo el sistema orbitaba en torno a la Tierra (véase la Figura
17)? ¿Por qué Martín Lutero y otros religiosos, y también algunos
monarcas, condenaron el sistema heliocéntrico de Copérnico? En
definitiva, ¿por qué tardó el heliocentrismo siglo y medio en encon­
trar una aceptación que, finalmente, sólo fue relativa?
Copérnico impulsó uno de los cambios más monumentales de
la historia de nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos,
una transformación que no sólo afectó a la forma en que vemos
salir y ponerse el sol todos los días (en realidad, hasta estas expre­
siones están ancladas en una perspectiva egocéntrica del cosmos).
Copérnico sacó a la humanidad de su complacencia egocéntrica,
de una armonía cognitiva que era resultado de percibirse a sí
misma en el centro o casi en el centro del universo. Con el astróno­
mo polaco se inició el declive de la visión medieval del mundo, una
imagen omnicomprensiva que vinculaba todos los aspectos del cos­
mos, el mundo y los acontecimientos de la vida humana. Este fue
uno de los motivos de que la teoría se topara con una resistencia
El día en que la Tierra se movió 189

considerable y de que tuvieran que pasar varias generaciones para


que fuera aceptada. Un análisis psicológico de la oposición normal
a los paradigmas nuevos y a la ciencia herética y la comprensión
histórica de la mentalidad medieval nos ayudarán a entender la
razón de que la doctrina de Copérnico tardase tanto tiempo en
integrarse en el saber establecido. Fue Copérnico quien puso en
marcha la revolución copemicana, pero fueron Kepler, Giordano
Bruno, Galileo y Newton quienes avivaron su llama. Quizá por ello,
sería más preciso decir que el acontecimiento no se produjo en el
siglo xvi, sino en el xvn. Este ejemplo paradigmático de las reper­
cusiones históricas y psicológicas de un paradigma nuevo refleja la
reacción normal que las ideas revolucionarias han suscitado en la
mayoría de las disciplinas científicas a lo largo de la historia. Cons­
tituye la ilustración clásica de cómo una ciencia fronteriza y heréti­
ca hace su transición al territorio de la ciencia normal, aceptada.
Inmunidad ideológica y ciencia herética
Karl Popper afirmó que paradigmas de la magnitud e influencia
del de Copérnico son algo más que meras revoluciones científicas. Se
trata de revolucione»'ideológicas. Para Popper, una revolución científi­
ca es «la refutación racional de una teoría científica establecida y su
sustitución por otra», mientras que en una revolución ideológica
intervienen también «procesos de “atrincheramiento social” o, tal
vez, de “aceptación social” de ciertas ideologías»4. Una revolución
científica modifica la ciencia, pero no necesariamente la cultura.
Cuando está basada en la ciencia, una revolución ideológica modifi­
ca la ciencia y también la cultura en que se produce.
Son estas revoluciones las que encuentran mayor resistencia,
sencillamente porque tienen implicaciones ideológicas. Jay Snel-
son ha identificado la causa de tal resistencia en lo que ha denomi­
nado sistema inmunitaño ideológica «Los adultos cultos, inteligentes
y con éxito rara vez modifican sus presupuestos más fundamenta­
les»5. Según este sociólogo, cuanto mayores son los conocimientos
que ha acumulado y más fundadas sus teorías, mayor es la confian­
za de un individuo en su propia forma de pensar. La consecuencia,
190 Las fronteras de la ciencia

sin embargo, es que levanta un muro de «inmunidad» frente a las


ideas que no corroboran las suyas. Al igual que el sistema inmunita-
rio biológico, que protege el organismo combatiendo bacterias y
virus extraños, este sistema actúa contra la aceptación de ideas
revolucionarias en el organismo del saber establecido.
Los historiadores de la ciencia llaman a este fenómeno «proble­
ma de Planck», en honor al físico Max Planck, que fue el primero
que lo formuló. Ya lo conocemos, pero oigámoslo otra vez: «Las
innovaciones científicas importantes rara vez se abren paso gra­
dualmente, ganando a los adversarios para su causa y convirtiéndo­
los a la nueva idea. Ocurre más bien que esos adversarios van
muriendo gradualmente y que las nuevas generaciones se familia­
rizan con la idea desde un principio»6. Los científicos sociales tam­
bién están muy familiarizados con este obstáculo y así lo expresa el
psicólogo experimental E. G. Boring: «No se sabe qué ocurriría
con la ciencia si sus grandes hombres no fallecieran. Lo que sí
sabemos es que losjóvenes continúan la obra de sus mayores sin las
limitaciones ni la inercia del pasado, que esos jóvenes piensan, tra­
bajan y escriben con mayor sencillez y más directamente, y que,
por tanto, a partir de una ciencia antigua crean otra nueva que,
paulatinamente, también va acumulando inercia»7. El especialista
en biología evolutiva Emst Mayr ha sido testigo del mismo fenóme­
no en su propio campo de estudio y coincide con Snelson: «Me
atrevo a afirmar que la resistencia de un científico a una teoría
novedosa se basa casi invariablemente en motivos ideológicos y no
en razones lógicas ni objeciones racionales a las pruebas en que esa
teoría se fundamenta»8. Mayr cree que la inmunidad ideológica es
una de las razones de que quienes pudieron «anticiparse» a Dar­
win y a Wallace se inhibieran: «Un número considerable de auto­
res llegó a la misma conclusión antes que Darwin y, sin embargo,
las figuras principales de la zoología, la botánica y la geología conti­
nuaron oponiéndose a la teoría de la evolución». Mayr incide en
que, en realidad, fueron los pensadores más cultos, inteligentes y
de mayor éxito quienes «perdieron» su oportunidad: «Lyell, Bent-
ham, Hooker, Sedgwick y Wollaston en Inglaterra y sus equivalen­
El día en que la Tierra se movió 191

tes en Francia y Alemania eran científicos extraordinariamente


inteligentes y muy formados, por lo que no se puede atribuir su
resistencia ni a la estupidez ni a la ignorancia»9.
A cierto nivel, dentro de la empresa científica, la inmunidad ideo­
lógica se elabora a propósito, como un medio de mantener el statu
quo el tiempo suficiente para comprobar la validez de los postulados
novedosos. I. B. Cohén, patriarca de la historia de la ciencia, explicó
qué ocurriría si la ciencia no fuera conservadora: «Si la ciencia aco­
giera con los brazos abiertos todas las ideas revolucionarias, se desen­
cadenaría el caos. La rígida y brutal insistencia en la demostración
que forma parte de la resistencia al cambio es, en realidad, uno de
los fundamentos de su fuerza y estabilidad. Sencillamente, muchas
revoluciones que se intentaron o propusieron no pasaron la prue­
ba»10. La historia está llena de crónicas protagonizadas por solitarios
y sufridos científicos que se esfuerzan con denuedo ante la incom­
prensión o franca oposición de sus colegas y padecen la animadver­
sión de las autoridades de su especialidad y de otras. Pero ¿puede en
verdad el revolucionario esperar que los expertos de su campo de
estudio acepten sin cuestionarla cualquier idea nueva sin que haya
pasado el tiempo necesario para su imprescindible verificación? Al
final, la historia premia a quienes tienen razón, al menos provisional­
mente. Los cambios se producen. Lentamente, el universo geocén­
trico ptolemaico fue perdiendo terreno ante el sistema heliocéntrico
de Copémico. Pero ¿por qué el cambio tardó tanto? ¿Qué factores
psicológicos intervienen en este proceso de resistencia?
Psicología de la resistencia
Un primaveral día de mayo de 1995, nada más acomodarse en
su despacho para una de esas sesiones de análisis de datos y cálculo
de cifras que tan fatigosas resultan para la vista y que esta vez se
prolongaría hasta bien entrada la noche, Frank Sulloway, científico
social del MIT, abrió una carta de la FNC (Fundación Nacional de
Ciencias). La remitía el panel de Historia y Filosofía del Programa
de Ciencias, y llevaba el título siguiente: «Recomendación del
Panel sobre la solicitud de beca SBR-9512062». Sulloway llevaba
192 Las fronteras de la ciencia

mucho tiempo esperándola porque, aparte de que de la universi­


dad no cobraba ningún salario, su cuenta bancaria estaba cada día
más cerca de los números rojos. El mundo brutalmente competiti­
vo de las becas ya es bastante estresante cuando uno tiene un pues­
to de trabajo estable, por lo que resulta casi insoportable cuando
nuestro sustento depende de él.
Sulloway tituló así su solicitud: «Comprobación de teorías de
cambio científico». ¿Qué quería comprobar? La hipótesis de Max
Planck sobre la relación entre edad y receptividad a las ideas novedo­
sas. Todos podríamos citar alguna anécdota que refrende la opinión
de Planck de que, en ciencia, los cambios sólo se producen cuando
los científicos más veteranos fallecen, pero ¿y las excepciones? ¿Y
esos científicos mayores que sí se decantan por las novedades? Nadie
se había molestado jamás en intentar falsar la hipótesis de Planck.
Concretamente, Sulloway proponía aplicar métodos estadísticos
para evaluar la receptividad a las innovaciones. El panel de la FNC
rechazó su petición de plano. ¿Estudiar hipótesis históricas? ¿Recu­
rrir a la ciencia para analizar la historia? ¿Se trataba de una broma?
El panel comunicó su resolución sin dejar lugar a dudas:
Uno de los asuntos que con mayor interés han debatido los miembros
de este panel ha sido el punto de vista que el Investigador Principal
adopta sobre la historia. Muchos opinamos que aplicar los principios
del análisis estadístico estricto a la historia es ingenuo, inapropiado,
incluso peculiar. ¿Se puede razonablemente sostener que las generali­
zaciones históricas deben analizarse con estadísticas y no por medio
de un examen pormenorizado de las fuentes? Algunos miembros del
panel señalaron que daba la impresión de que el Investigador Princi­
pal se retrotraía a esa creencia del siglo xix según la cual la historia es
una ciencia que podría desvelar ciertas leyes. Los miembros del panel
nos oponemos a una visión tan estrecha de la historia.11
Sulloway se quedó de piedra. ¿Cómo podía ocurrírsele a un comité
formado por científicos que recurrir a la estadística para comprobar
una hipótesis es «ingenuo, inapropiado, incluso peculiar»? En segui­
El día en que la Tierra se movió 193

da, sin embargo, recordó que el panel de la FNC no está integrado


por científicos, sino por historiadores y filósofos. «Además de que se
trata de una respuesta muy extraña si pensamos que proviene de la
Fundación Nacional de Ciencia, donde se supone que el principal
criterio de evaluación ha de ser el del “mérito científico” -recuerda
Sulloway con consternación-, las críticas del panel confunden un
método de investigación (la comprobación de hipótesis) con una
teoría de la historia. La comprobación es lo que convierte un deter­
minado enfoque en científico, no el particular punto de vista al que
está asociado». Para subrayar esta circunstancia, Sulloway señalaba
que, en puridad, «incluso la afirmación de que la historia se puede
estudiar con los parámetros de la ciencia sólo se puede evaluar por
medio de la comprobación de hipótesis»12.
Frank Sulloway siguió investigando, comprobando la hipótesis
que hemos mencionado y otras más; y en 1990 había publicado un
artículo titulado «Orthodoxy and Innovation on Science» [Ortodo­
xia e innovación en ciencia], y en 1996 pulicaria un libro pionero,
Rebeldes de nacimiento [la edición española es de 1997], que llevaba
por subtítulo «Orden de nacimiento, dinámica familiar y vida creati­
va». Para verificar la hipótesis de Planck, Sulloway llevó a cabo un
estudio correlativo multivariante que examinaba la tendencia a
aceptar o rechazar una nueva teoría científica basándose en varia­
bles como «fecha de conversión a la nueva teoría, edad, sexo, nacio­
nalidad, clase socioeconómica, número de hermanos, grado de con­
tacto previo con los líderes de la nueva teoría, actitud religiosa y
política, campos de especialización científica, premios y honores
previos, tres medidas independientes de eminencia, denominación
religiosa, conflictos con los padres, viajes, títulos académicos, hándi-
caps físicos y edad de los padres en el momento del nacimiento».
Aplicando múltiples modelos de regresión para estas variables,
Sulloway descubrió, lo cual resulta sorprendente, que «el orden de
nacimiento es el indicador más seguro para evaluar la receptividad a
las ideas nuevas»13. Aunque la edad también tiene su incidencia, de
todas las variables estudiadas por Sulloway, el orden de nacimiento
es el indicador más relevante de «la actitud favorable a la innovación
194 Las fronteras de la ciencia

científica [...] en 2.784 participantes en 28 polémicas científicas muy


diversas a lo largo de los últimos cuatro siglos»14.
Sulloway se puso en contacto con más de cien historiadores de la
ciencia y les pidió que valorasen «la postura de los científicos que parti­
ciparon en las mencionadas polémicas», entre ellas las derivadas de la
revolución copernicana y otras veintisiete dentro del período com­
prendido entre 1543 y 1967 (véase la Figura 14 para una enumeración
parcial). Descubrió que sólo el 34 por ciento de los primogénitos apo­
yaban las ideas novedosas, mientras que entre los no primogénitos ese
parámetro se elevaba hasta el 64 por ciento. A través de un método de
significancia estadística, se deduce que la tendencia de los hijos meno­
res a aceptar teorías innovadoras tiene un nivel de significancia de
0,0001, lo cual quiere decir que «la probabilidad de que esa tendencia
ocurra por azar es prácticamente nula» (más concretamente, la proba­
bilidad de que se deba al azar es de uno entre diez mil). Desde un
punto de vista histórico, esto indica que «los no primogénitos son quie­
nes en mayor número han introducido y respaldado las grandes trans­
formaciones conceptuales pese a las protestas de sus colegas primogé­
nitos. Incluso cuando, ocasionalmente, el introductor de una teoría
nueva es el hijo mayor -como Newton, Einstein y Lavoisier-, quienes se
opusieron a esa teoría eran, en su gran mayoría, primogénitos. Por su
parte, los conversos son sobre todo no primogénitos»15. El porcentaje
de hijos únicos -que en este asunto constituyen, por así decirlo, un
«grupo de control»- que respaldan ideas radicales está en un punto
medio entre el de los primogénitos y el de los no primogénitos.
La Figura 14 nos permite comparar distintas polémicas científicas y
comprobar que la revolución copernicana anterior a Galileo es la pri­
mera en magnitud que relaciona el orden de nacimiento con la toma
de postura a favor o en contra de la nueva teoría (con una correlación
de 0,51), y que fue más controvertida aún que la polémica teoría de la
relatividad de Einstein y la teoría de la evolución darwiniana, que tan
revolucionaria fue en la cultura de su época. Es también interesante ver
cómo, después de Galileo, los científicos respaldaron en mayor medida
la revolución copernicana, por lo cual las generaciones posteriores se
fueron acostumbrando a la nueva idea y a que las fuerzas del radicalis­
El día en que la Tierra se movió 195

mo ganaran terreno a los conservadores. Esta conclusión se ve reforza­


da por los datos que recoge la Figura 15, que muestra la distinta reper­
cusión de la herética teoría de Copémico antes y después de Galileo.
Antes de Galileo, las implicaciones religiosas y políticas de un universo
centrado en el Sol pesaban demasiado para que la balanza se inclinase
del lado de las pruebas empíricas. Después de Galileo, el tiempo y el
telescopio contribuyeron a atenuar las objeciones ideológicas.

Polém ica Aúos Correla­ % d e pri­ % de no pri-


ción de m ogénitos m o g é n ito s
apoyo

Revolución copem icana 1543-1609 0,51 22% 74%


(antes de Galileo)
Revolución copem icana 1610-1649 -0,07 62% 54%
(después de Galileo) *
Teoría de la relatividad 1905-1927 0,47 30% 76%
Frenología 1799-1840 0,42 39% 83%
Teoría cuántica 1905-1911 0,40 43% 82%
Revolución darwiniana 1859-1870 0,40 20% 61%
Teoría de la geología 1788-1829 0,38 0% 35%
terrestre de H utton
T eoría de la circulación 1628-1653 0,37 57% 100%
sanguínea de Harvey
Principio de indeterm inación 1918-1927 0,34 36% 70%
de la física
Deriva d e los continentes 1912-1967 0,30 36% 68%
Semmelweis y teoría de 1842-1862 0,24 50% 75%
la fiebre puerperal
Listeria y antisepsia 1867-1880 0,21 50% 73%
Revolución new toniana 1687-1750 0,19 60% 79%

*Adviértase el distinto apoyo que recibió esta teoría antes y después de Galileo.
Véase el texto.

Figura 14. Psicología de la resistencia en la historia de la ciencia.


En 28 polémicas científicas desde Copérnico (1543) hasta la deriva de los
continentes (1967) el orden de nacimiento se ha revelado el indicador de predic­
ción más fiable de la resistencia o apoyo que han encontrado las ideas nuevas o
«heréticas», un fenómeno que se repite a lo largo de toda la historia de la ciencia.
196 Las fronteras de la ciencia
Las polémicas aparecen en orden de magnitud descendente según la correlación
entre el orden de nacimiento y la postura favorable o contraria a cada teoría. El
«porcentaje de primogénitos» que respalda la teoría novedosa se refiere á todos
los primogénitos de la muestra de estudio, y el «porcentaje de no primogénitos»
a todos los no primogénitos. Esto permite establecer una relación directa entre
una nueva teoría y el índice de apoyo que recibe de primogénitos y no primogé­
nitos, puesto que dicho índice está corregido por el hecho de que en el conjunto
de la población hay más no primogénitos que primogénitos. (Cortesía de Sullo­
way, 1996.)

No todas las teorías científicas son igualmente radicales, por


supuesto, y Frank Sulloway, teniendo esto en cuenta, descubrió la
correlación entre no ser primogénito y la «radicalidad o liberali­
dad» de la polémica. Advirtió que los no primogénitos «tienen
también tendencia a inclinarse por una visión estadística o proba-
bilística del mundo (la selección natural de Darwin y la mecánica
cuántica, por ejemplo) frente a otras perspectivas que priman la
predictibilidad». También se dio cuenta de que las teorías nuevas
que los primogénitos aceptan suelen ser bastante conservadoras,
«teorías que, normalmente, confirman el statu quo social, religioso
y político, y hacen hincapié en la jerarquía, el orden y la posibili­
dad de una certidumbre científica total»16. En la Figura 16, Sullo­
way refleja la relación entre el orden de nacimiento y el contexto
ideológico en que se desarrolla la polémica -que va de conserva­
dor a radical-, y vemos que fueron sobre todo no primogénitos
quienes defendieron la teoría copernicana, considerada muy ra­
dical.
La correlación entre el orden de nacimiento y la aceptación de
teorías científicas novedosas es muy poderosa, pero ¿por qué los
hijos no primogénitos son más liberales y receptivos a los cambios
ideológicos y los primogénitos son más conservadores y se dejan
influir más por la autoridad? ¿Cuál es la relación entre el orden de
nacimiento y la personalidad? Existe la posibilidad de que los pri­
mogénitos, precisamente por su condición, sean objeto de mayor
atención por parte sus padres que el resto de sus hermanos, quie­
nes suelen gozar de mayor libertad y están menos expuestos a la
El día en que la Tierra se movió 197

Año

Figura 15. Cambios que experim enta el apoyo a la herética teoría de Co-
pém ico. El distinto respaldo que recibió la revolución copemicana antes
y después de que, en 1610, Galileo anunciara sus observaciones telescópi­
cas. Antes de Galileo, las consecuencias ideológicas (es decir, religiosas y
políticas) del sistema copernicano eran demasiado importantes para
ceder ante las pruebas científicas. Después de Galileo, el tiempo y las
rotundas pruebas empíricas contribuyeron a atenuar las objeciones ideo­
lógicas. (Cortesía de Sulloway, 1996.)

obediencia a la autoridad y al adoctrinamiento en la mentalidad


que la sustenta. En general, los primogénitos tienen más responsa­
bilidades, incluido el cuidado de sus hermanos pequeños. Los
pequeños, en cambio, están algo más apartados de la autoridad
paterna y, por tanto, tienen menor inclinación a obedecer y hacer
suyas las creencias de la autoridad superior.
198 Las fronteras de la ciencia

wo o{/) 0,6
í í Revoluciones técnicas
# Revoluciones radicales

II 0,4
•ss.
A
■ Innovaciones polémicas
Teorías conservadoras

8 2
0,2

0,0
2 m
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- 0,2

Q “■
•8—

-0,4 -0,50 -0,25 0,00 0,25 0,50 0,75


Teorías conservadoras Teorías radicales
Tendencia de la mentalidad social

Figura 16. Inmunidad ideológica en la historia de la ciencia. Clasificación que


compara 25 polémicas científicas conservadoras y radicales con el orden de naci­
miento de los individuos que las defienden. Como puede verse, existe una rela­
ción directa entre el orden de nacimiento y el cariz ideológico de la polémica. La
correlación entre ambas magnitudes se sitúa en un notable 0,77, significante al
nivel 0,0001. Prácticamente no hay ninguna idea radical que haya sido expuesta
por un primogénito y ninguna idea conservadora expuesta por un no primogéni­
to. Los primogénitos tienen tendencia a aceptar únicamente las teorías nuevas
más conservadoras; los no primogénitos respaldan teorías científicas de tenden­
cia radical o herética. (Cortesía de Sulloway, 1996.)

Naturalmente, Frank Sulloway no está sugiriendo que el orden de


nacimiento sea el único valor que determina la receptividad ideo­
lógica a ideas radicalmente nuevas. En realidad señala: «Se plantea
la hipótesis de que el orden de nacimiento sea relevante en las
influencias psicológicamente formativas que se producen en el
seno de la familia»17. Podríamos considerar que el orden de naci­
miento es una variable que predispone la situación donde inter­
£1 día en que la Tierra se movió 199

vendrán otras muchas variables, como la edad, el sexo, la clase


social, etcétera, que influyen en la receptividad a las innovaciones y
en la defensa de la ortodoxia. Al examinar otras variables y su inte­
racción con el orden de nacimiento y la inmunidad ideológica,
Sulloway ha revelado que «la magnitud general de los efectos del
orden de nacimiento está estrechamente vinculada a las implica­
ciones ideológicas de las polémicas científicas»18.
La psicología de la resistencia a Copémico
Que después de las observaciones de Galileo la teoría copemi-
cana empezara a contar con el favor de los primogénitos nos indica
que ya no era tan herética como al principio. Esta circunstancia
obedece sobre todo al paso del tiempo -los científicos se habían
acostumbrado a la idea- y a la influencia de las observaciones cien­
tíficas que respaldaban la teoría. Como Sulloway advierte en apoyo
de Planck y de Snelson, «el paso del tiempo es un factor crucial
para disipar los efectos del orden de nacimiento»19. En la revolu­
ción copernicana, la relación entre orden de nacimiento, conse­
cuencias ideológicas, pruebas científicas y paso del tiempo fue
compleja. Merece, pues, la pena examinar brevemente la vida de
sus grandes protagonistas.
Nicolás Copémico (1473-1543) fue el menor de cuatro herma­
nos, pero el más conservador de los revolucionarios del panteón
de herejes de la ciencia de Sulloway, con una probabilidad de enca­
bezar una revolución de 0,72. Apodado «Tímido Cañón» por sus
biógrafos (Arthur Koestler), a la edad de 70 años y encontrándose
en su lecho de muerte, accedió finalmente a que su amigo y colega
Georg Joachim Rheticus, que tampoco era primogénito, publicase
De revolutimibus. Su «timidez» no es trivial, porque Sulloway ha des­
cubierto que la introversión (o «timidez») disminuye las inclinacio­
nes radicales de los hijos no primogénitos. «A raíz de la relación
entre orden de nacimiento y temperamento radical -explica el
sociólogo-, no es infrecuente que los no primogénitos tímidos,
especialmente si son los benjamines, sean “tímidos revoluciona­
rios”.»2o Copémico fue uno de ellos. Su desafío a Ptolomeo fue
200 Las fronteras de la ciencia

lento y meditado y se produjo tras muchos años de estudio. Estaba


al tanto de otras teorías heliocéntricas y en 1514 hizo circular priva­
damente un breve manuscrito titulado De hypothesibus motuum coe-
lestium a se constitutis comentariolus (Comentario de las teorías del
movimiento de los objetos celestiales según su situación). Aunque
en este Comentariolus figuraban ya los elementos esenciales de la
teoría de la Tierra en movimiento que más tarde expondría en De
revolutionibus, jamás llegó a publicarse. En 1533 ofreció en Roma
una serie de conferencias que merecieron la aprobación del papa
Clemente VII. Tres años más tarde recibió una oferta formal de
publicación, pero siguió vacilando. Finalmente, en 1540, Rheticus
le convenció y se cree que recibió el primer ejemplar de su obra en
el lecho de muerte. Aunque por sus actos más parece un conserva­
dor primogénito, como más tarde veremos, Copérnico era cons­
ciente de la radicalidad de su teoría y de que no sería bien acogida.
Tycho Brahe (1546-1601) ocupaba el segundo lugar entre sus
hermanos, pero se convirtió en el primero por la más extraña de
las contingencias históricas. Otto Brahe, su padre, gobernador del
castillo de Helsingborg, tenía un hermano sin hijos llamado Joer-
gen a quien había prometido darle un hijo de su propia familia.
Por un guiño cromosómico del destino, la esposa de Otto tuvo dos
niños gemelos, de manera que los dos hermanos pudieron dispo­
ner de heredero. Pero el destino (y la biología) se rige por miste­
riosos designios. Uno de los gemelos murió y el superviviente,
Tycho, fue secuestrado porJoergen cuando Otto incumplió su pro­
mesa. Tycho se convirtió en el primogénito de un acaudalado vice­
almirante y terrateniente del que al poco tiempo heredó todas sus
riquezas, porque Joergen murió al rescatar a su rey (Femando II),
que se había caído a un río. Según el modelo de Sulloway, estos
sucesos tuvieron como consecuencia que «la probabilidad de que
Tycho defendiera teorías novedosas descendiese del 52 al 44 por
ciento»21.
No cabe duda de que Tycho tenía valor e inteligencia para con­
vertirse en el observador astronómico más agudo de su época y
para diseñar un sagaz sistema que, según I. B. Cohén, sólo falla
El día en que la Tierra se movió 201

cuando se tiene en cuenta el paralaje de las estrellas (el cambio del


fondo estelar según la posición del observador), que no era posi­
ble advertir en su época.22 Sin embargo, Tycho no fue un revolu­
cionario, ni desde un punto de vista científico ni desde el psicológi­
co. Científicamente, Tycho rechazaba el sistema heliocéntrico de
Copérnico y propuso en su lugar el que aparece en la Figura 17,
que, aunque único y efectivo, es incorrecto. Y si, a diferencia de los
primogénitos, que desean una cosmología predecible y ordenada,
los astrónomos no primogénitos suelen decantarse por una visión
probabilística del mundo, Tycho, a quien las circunstancias convir­
tieron en primogénito, responde perfectamente a la teoría de
Sulloway. Arthur Koestler observa que un eclipse parcial de sol, en
absoluto espectacular, constituyó una gran revelación para Tycho
por «la predictibilidad de los acontecimientos astronómicos, en
contraste total con la imprevisibilidad de la vida de un niño entre
los temperamentales Brahe». Esta actitud, afirma el autor, «es con­
traria a la de Copérnico y a la de Kepler. Tycho no tenía un interés
especulativo por las cosas, sino pasión por la observación exacta»23.
El caso de Johannes Kepler (1571-1630) resulta igualmente
revelador. Aunque fue primogénito, según el modelo de Sulloway
tuvo un 65 por ciento de probabilidades de defender ideas heréti­
cas especialmente por su niñez ostensiblemente radical entre fre­
cuentes trifulcas de sus padres, víctimas de un matrimonio desgra­
ciado (las disputas entre progenitores motivan que los
primogénitos, que se identifican mucho con ellos, tengan una acti­
tud más parecida a la de sus hermanos). El padre de Kepler pasó
lejos de su hogar la mayor parte de su vida, luchando en Holanda a
favor del bando católico, para consternación de su familia, protes­
tante. Posteriormente, su madre, de quien el propio Kepler decía
que era «cotilla y pendenciera, de muy mal carácter»24, fue juzgada
por brujería y el astrónomo tuvo que acudir en su defensa para sal­
varle la vida. Cuando era niño, Kepler recibió la educación propia
de un futuro revolucionario, porque asistió a un seminario protes­
tante que instruía a los pequeños en la lucha contra el catolicismo.
A los dieciséis años, inició su formación universitaria en Tubinga y
202 Las fronteras de la ciencia

Figura 17. Tres visiones opuestas del cosmos. Arriba: el universo geocén-
trico/geostático aristotélico-ptolemaico, según aparece en Cosmographia, de Pie-
tro Apiano. Centro: el modelo heliocéntrico copernicano de De revolutimibus
orbium coelestium (1543). Abajo: el modelo de compromiso de Tycho Brahe, en el
cual el Sol, que arrastra consigo a los planetas, se desplaza alrededor de la Tierra,
que continúa ocupando el centro del sistema.
El día en que la Tierra se movió 203

tuvo la fortuna de contar con un profesor que creía en el sistema


copernicano. Brahe leyó su primera gran obra, Misterium cosmo-
graphicum, y se quedó tan impresionado que en 1600 le invitó a
unirse a su equipo de investigación. Al año siguiente, a la muerte
de Brahe, Kepler heredó el cargo de matemático imperial. No
tardó en rebatir el sistema de su maestro y en elaborar uno propio,
que finalmente desembocó en un sistema copernicano refinado y
mejorado con la introducción de un elemento fundamental: la
órbita elíptica de los planetas.
La historia de Galileo Galilei (1564-1640), científico herético, es
bien conocida. Al igual que Kepler, Galileo era el mayor de sus her­
manos, pero, debido a los efectos interactivos de la extraversión de
su carácter, el conflicto con su madre y un padre progresista, su
probabilidad de respaldar ideas heréticas era de un 60 por ciento.
Su padre, por ejemplo, fue un músico radical que sentía un gran
desprecio por la autoridad. «Tengo para mí -escribió Vincenzo
Galilei- que quienes intentan demostrar una afirmación guiándo­
se únicamente por el peso de la autoridad actúan de una forma
muy absurda.»25 Muchos años más tarde, Galileo refrendaría la
opinión de su padre: «A mi parecer, en la discusión de los asuntos
de la naturaleza no deberíamos empezar por la autoridad de las
Escrituras, sino con experimentos sensatos y las necesarias demos­
traciones». Galileo no sólo aceptó el sistema de Copérnico, sino
que lo hizo de una forma que suscitaría las iras de la Iglesia. Cuan­
to más público era su apoyo a la teoría de Copérnico como repre­
sentación de la realidad (y no sólo como nuevo sistema matemáti­
co), más nerviosos se ponían los prelados. El 5 de marzo de 1616,
inquieto ante la posibilidad de que las ideas de Copérnico perjudi­
casen al catolicismo en su batalla contra la ideología protestante, el
cardenal Roberto Bellarmino decretó que la nueva teoría era «falsa
y errónea» y De revolutionibus pasó a formar parte del Indice de libros
prohibidos. Tras un período de contención, en febrero de 1632 Gali­
leo estalla finalmente y publica Diálogo sobre los dos principales siste­
mas del mundo. El libro constituye una herramienta magistral. Está
escrito a modo de diálogo entre dos personas, la primera, partida-
204 Las fronteras de la ciencia

ría del sistema ptolemaico, la segunda, del copemicano. El defen­


sor de Ptolomeo se llama Simplicio y Galileo lo retrata como un
tonto irracional: el diálogo se articula como un ataque sistemático
al conjunto de la física y la cosmología aristotélicas. La obra fue
prohibida en el mes de agosto y Galileo tuvo que presentarse ante
el tribunal de la Inquisición de Roma el mes de febrero posterior.
Aunque lo obligaron a desdecirse (tras lo cual recibió un saludable
castigo «para beneficio espiritual de antiguos herejes que han
regresado a la fe»), se dice que, tras terminar su retractación, mas­
culló con actitud verdaderamente revolucionaria: Eppursi muove.
¿Fue en verdad Copémico un científico herético?
Los historiadores de la ciencia difieren sobre la influencia relati­
va de la revolución copernicana en la cultura europea de la Baja
Edad Media y en los inicios de la época moderna. A. C. Crombie
defiende una interpretación conservadora porque «la revolución
copernicana sólo consistió en relacionar el movimiento cotidiano
de los cuerpos celestes con la rotación de la Tierra sobre su eje y el
desplazamiento anual de los planetas con la revolución de la Tierra
alrededor del Sol, y en desarrollar, mediante los viejos recursos de
excéntricos y epiciclos, las consecuencias astronómicas de estos
postulados»26. Por su parte, Thomas Kuhn señala que el sistema
copernicano no sólo supuso la revisión «de los conceptos funda­
mentales de la astronomía», sino que dio pie a «muchas novedades
y a líneas de investigación inmensamente fructíferas, pues desveló
múltiples fenómenos naturales previamente insospechados y reve­
ló un orden en campos de experiencia que hasta entonces, regidos
por la cosmovisión de la Antigüedad, habían sido inasequibles a los
hombres»27. Más profundo todavía en la consideración de su
impacto, Kuhn equiparó el sistema copemicano a una «revolución
de las ideas, una transformación de la concepción del universo y de
su relación con el hombre»28.
I. B. Cohén, sin embargo, pone en tela de juicio la existencia de
una revolución «copernicana» científica o ideológica cuando seña­
la que, «en su época, ni las obras ni las doctrinas de Copérnico se
El día en que la Tierra se movió 205

tradujeron en un cambio inmediato y radical de los fundamentos


aceptados de la teoría astronómica y sólo afectaron mínimamente
a la práctica de los astrónomos»29. Cohén fecha la aceptación de la
nueva teoría «unos cincuenta o setenta y cinco años después de la
publicación del tratado de Copérnico» y concluye, erróneamente,
que la idea de «una revolución copemicana en la ciencia contradi­
ce todas las pruebas y es una invención de historiadores posterio­
res»30. Tras una exhaustiva revisión, sigue afirmando que, entre
1543 y 1600, la bibliografía astronómica «no muestra ningún signo
de revolución», y que, en caso de que la hubiera, «se produjo en el
siglo xvn y no en el siglo xvi». Después de rastrear el término
«revolución» en los textos científicos del período (y palabras o con­
ceptos relacionados con él en referencia a Copérnico), llega a la
siguiente conclusión: «Muchos autores científicos del siglo x v h no
dieron gran relevancia a Copérnico, lo cual es otra indicación de
que no hubo revolución copemicana»31.
El retraso al que alude Cohén se debe, en parte, al hecho de
que el sistema copernicano no era superior desde un punto de
vista astronómico al sistema que se proponía sustituir: el modelo
geocéntrico de Ptolomeo. Si la Tierra está en movimiento, ¿por
qué las balas de cañón alcanzan la misma distancia cuando se dis­
paran en dirección este que cuando se disparan en dirección
oeste? Si la Tierra se mueve, ¿por qué Brahe, el mejor observador
astronómico de la época, fue incapaz de percibir el paralaje este­
lar? Para eso se necesitaba una nueva física, que más tarde propor­
cionó Galileo, y una nueva heurística, la aportada por Kepler. Poco
importaba, no obstante, porque el sistema ptolemaico también
adolecía de muchos errores. En realidad, el 70 por ciento de los
hijos no primogénitos se convirtieron al sistema copernicano antes
de que Galileo realizase sus observaciones telescópicas. Para los
pensadores radicales, las pruebas científicas eran suficientemente
fiables para desterrar a Ptolomeo, pero las consecuencias ideológi­
cas resultaban escandalosas. Frank Sulloway calcula que, en reali­
dad, al menos en un 70 por ciento, la razón de que el sistema
copernicano tardase tanto en ser aceptado fue ideológica.32 La
206 Las fronteras de la ciencia

revolución que Copérnico puso en marcha no sólo fue científica,


sino también ideológica, como indica que su influencia se demora­
se tanto, porque la aceptación de las revoluciones ideológicas es
mucho más lenta que la de las revoluciones científicas. Para com­
prender por qué, debemos retrotraernos al siglo xvi y revisar,
siquiera someramente, la cosmovisión que imperaba en el Medie­
vo. Sin hacemos idea de lo que pudo significar, resulta difícil com­
prender el impacto de la teoría copernicana o las repercusiones
que debió de tener en los ciudadanos y la cultura de la época.
Remontémonos, por tanto, al crepúsculo de la imaginación para
ver el mundo como lo veían nuestros ancestros.
La cosmovisión del Medievo
En el siglo xvi, los habitantes de Europa veían el mundo según
la concepción aristotélico-ptolemaica, es decir, como un universo
fijo, finito, pequeño y cerrado que tenía a la Tierra en su centro; el
cosmos era, así pues, cognoscible y sus lugares más lejanos estaban
al alcance del hombre.
Aristóteles sentó las bases de esta cosmología, que posterior­
mente fue modificada por Apolonio de Perga en el siglo m a. C.,
desarrollada por Hiparco de Rodas en el siglo n a. C. y completada
por Ptolomeo de Alejandría en ese mismo siglo: «Si hemos de con­
siderar a continuación la posición de la Tierra, las apariencias
observadas con respecto a ella sólo pueden entenderse si la coloca­
mos en el centro de los cielos como esfera central -concluye Ptolo­
meo en Almagesto-. Todo el orden observado de los crecimientos y
decrecimientos del día y la noche se sumiría en la más profunda
confusión si la Tierra no estuviera en el centro». El sistema aristoté-
lico-ptolemaico estuvo vigente muchos siglos sin apenas modifica­
ciones. Por ejemplo, en el siglo vn, Veda el Venerable ofreció en
De natura rerum una descripción naturalista de terremotos, truenos
y otros fenómenos en la que hablaba de la forma esférica de la Tie­
rra, del orden de los siete planetas y de sus órbitas alrededor de la
Tierra, y de la forma esférica del cielo. En una obra del siglo xn
atribuida a Wallace de Conches, el autor observaba: «La Tierra está
El día en que la Tierra se movió 207

en el centro, igual que la yema del huevo, rodeada de agua, como


la clara por la yema, alrededor del agua está el aire, como la piel
alrededor de la clara, y finalmente hay fuego, que se corresponde­
ría con la cáscara». En el mismo siglo, Pedro Lombardo, obispo de
París, confirmaba en su Libri sentebtiarum la naturaleza esférica de
los cielos, la jerarquía de los ángeles que residen en ellos, divididos
en nueve órdenes, y el orden descendente de las esferas, desde las
estrellas fijas hasta la Tierra, situada en el centro y en cuyo centro, a
su vez, está el infierno.33
La Figura 18 ilustra este universo medieval. La Tierra ocupaba
el centro y estaba fija. Todos los demás objetos del cielo se movían
alrededor de ella, incluidas las nueve esferas de cristal sólido y
transparente en las que la Luna, el Sol, los planetas y las inmóviles
estrellas estaban engastados. Eran las esferas las que rotaban, no
los cuerpos celestes. La Luna, el Sol, los planetas y las estrellas se
desplazaban sobre su respectiva esfera de cristal rotatoria. Ya que
en este sistema la Tierra era estacionaria (y no rotaba con el día), y
sin embargo el Sol y las estrellas reaparecían todos los días, todas
las esferas, incluida la esfera de las estrellas fijas (las estrellas tam­
bién estaban incrustadas en una esfera), tenían que experimentar
una traslación diaria independiente. La novena esfera, Primum
Mobile, controlaba el cosmos e impulsaba a las demás. Dios residía
justo al otro lado, en el paraíso y con los ángeles. En este modelo,
Dios movía todas las esferas y la Primum Mobile por mediación de
una Inteligencia residente, un tipo de ángel que cuidaba de cada esfe­
ra. Además, para dar cuenta de las «irregularidades» del movi­
miento planetario, a veces era necesario asociar determinado pla­
neta a cuatro o cinco esferas. De hecho, Aristóteles necesitó
cincuenta y cuatro esferas para explicar los movimientos de los
siete planetas.
El espacio que separaba la Tierra de la esfera de la Luna era el
punto divisorio crítico entre la región sublunar o terrestre y la zona
supralunar o celestial. Todo cuanto había bajo la esfera de la Luna
estaba compuesto por los cuatro elementos «ordinarios» de la
materia: tierra, agua, aire y fuego. Por encima de la esfera de la
208 Las fronteras de la ciencia

Luna, el agregado estaba compuesto de un elemento material más


«perfecto»: el éter. Los cuatro elementos ordinarios compartían
una característica inherente: la búsqueda de su «lugar apropiado»
en el universo. Por ejemplo, por ser el más «humilde» de los ele­
mentos (y también el más pesado), la tierra reposaba en el centro
del mundo, mientras que el agua, más ligera que la tierra, reposaba
encima de ella. El aire y el fuego, más ligeros, descansaban sobre el
agua.
Si pudieran actuar por su cuenta, los cuatro elementos también
se dividirían en esferas similares a las esferas cristalinas del mundo
celestial. Esta división, sin embargo, no se producía porque la esfe­
ra de la Luna rotaba, removiendo el fuego, que a su vez agitaba el
aire, que perturbaba el agua, etcétera. Cerca de la esfera de la
Luna, la atmósfera que llena la zona sublunar se puede incendiar
(fuego), y es esta circunstancia la que explica las lluvias de cometas
y meteoros. La interacción de los cuatro elementos produce trans­
formaciones de todo tipo y es la base de todo cambio. Así pues,
todos los movimientos terrestres dependen en última instancia de
las fuerzas celestiales, que a su vez dependen de la Primum Mobile,
que dirige el propio Dios. Lajerarquía de la Iglesia católica y roma­
na constituía el reflejo perfecto de esta estructura aristotélica,
desde el más humilde párroco hasta el papa. Estaba dividida en
nueve niveles, que se correspondían con los nueve niveles de los
sacramentos, todos los cuales se correspondían a su vez con las
nueve esferas de cristal.34
La Divina comedia, de Dante, publicada en 1307 (véase Figura 19)
es una representación emblemática de esta cosmovisión, pues
Dante era un erudito y había estudiado el sistema aristotélico-pto-
lemaico. En su poema, el cosmos es una serie de esferas que empie­
zan en el Infierno, que está en el centro, y alcanzan hasta el último
rincón del Cielo. En tomo a las pendientes del Infierno, los lugares
de castigo están rodeados de círculos de diámetro gradualmente
decreciente según la gravedad de los pecados cometidos. Natural­
mente, Lucifer mora en el centro mismo. El Purgatorio también es
El día en que la Tierra se movió 209

Figura 18. Imagen medieval del cosmos. Un rey medieval que representa a Adas
sostiene sobre los hombros una representación tridimensional del cosmos geo­
céntrico. En el centro están los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego),
rodeados por las esferas planetarias, el «Firmamento cristalino» y el zodiaco. La
«Primum Mobile», o motor fundamental, dirige el movimiento de todo el con­
junto. (De William Cunningham, The Cosmographical Glasse, 1559.)
210 Las fronteras de la ciencia

esférico y se eleva desde el océano, frente a Jerusalén, ombligo de


la tierra firme. Una vez que se llega al anillo superior del Purgato­
rio, se puede pasar a las esferas celestiales de la Luna, Mercurio,
Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno. La octava esfera es la de las
estrellas fijas, la novena, la Primum Mobile, y la décima, el Empíreo,
la morada de Dios.
Como la influencia de Dios depende de la proximidad, cuanto
más cerca de él se encuentra la esfera, más «puro» es el cuerpo
celestial. La Tierra es el objeto más alejado y, por tanto, el más
corruptible. En su espléndido librito The Elizabethan World Picture
[La imagen del mundo isabelina], E. M. Tillyard describe este con-
tinuum de lo terrestre a lo celestial en el que lo más elevado es lo
más puro: «A mayor distancia de la Tierra y menor del cielo, más
pura y brillante era la atmósfera. Y, al contrario, la propia Tierra
era basta y pesada, y lo era tanto más cuanto más cerca se estaba de
su centro. Lejos de ser un lugar digno, dentro del sistema ptole­
maico, la Tierra era el pozo negro del universo, el repositorio de
sus más groseras heces»35. El objetivo, por tanto, era elevarse por
encima de este «repositorio de desechos» y alcanzar el cielo y a
Dios, como decía John Milton en El paraíso perdido: «Bien has ense­
ñado el camino que podría orientar Nuestro conocimiento, y esta­
blecido la escalera de la Naturaleza desde el centro de la circunfe­
rencia, desde donde, contemplando la creación, paso a paso
podemos ascender hasta Dios»36.
En el que probablemente sea el mejor artículo sobre esta cosmo-
visión, James Daly ofrecía la siguiente síntesis: «Desde Dios hasta el
más minúsculo insecto o grano de arena, cada eslabón de la cadena
tiene su particular virtud y reclama su importancia, la lección que
puede enseñar a los distintos componentes de la escala social». ¿Y
qué lugar ocupaba el hombre en esta estructura? «Su posición clave
en la cadena del ser, su función como vínculo entre lo más elevado y
lo más bajo, lo incorpóreo y lo corpóreo, los ángeles y los animales,
significaba que el universo entero giraba en torno a él.»37 Esta idea
del mundo estaba históricamente relacionada con la Antigüedad,
cuyos conocimientos y sabiduría se consideraban casi divinos. La reli-
El día en que la Tierra se movió 211

Figura 19. Cosmos de Dante, siglo xiv. Esta cosmovisión surgió a raíz del intento de
sintetizar la antigua ciencia griega con la doctrina eclesiástica del siglo xn. En este
cosmos aristotélico-ptolemaico, la Tierra es un globo estacionario situado en el cen­
tro del universo y rodeado por nueve esferas translúcidas y rotatorias. Entre la Tie­
rra y la Luna se encuentra la zona sublunar. Más allá está la zona supralunar, que cons­
ta de ocho esferas en las que se encuentran la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte,
Júpiter, Saturno y las estrellas fijas. La novena esfera es la Primurn Mobik, o motor
fundamental de todo el mecanismo. Más allá de esta esfera se encuentra el paraíso,
donde habitan Dios y los ángeles. (De la Divina comedia, de Dante Aligheri.)
212 Las fronteras de la ciencia

gión había sido revelada en las Escrituras, la geometría euclidiana y


la cosmología de Aristóteles y Ptolomeo. Y, dado que ninguna incóg­
nita podía tener más de una sola respuesta y los hombres de la Anti­
güedad ya la habían resuelto, la cosmovisión era completa. Si apare­
cían anomalías en el sistema, la culpa era de los escribas y sus errores,
no de la sabiduría de la Antigüedad.
Macrocosmos y microcosmos
La estabilidad de este sistema se vería más adelante reforzada por
la interacción entre las fuerzas celestiales y las terrenales. Dentro de
este universo herméticamente cerrado había interrelaciones, o
correspondencias, entre las esferas cristalinas, la Tierra y el hombre.
En virtud de tales correspondencias, correlaciones o vínculos, el sis­
tema entero estaba bien trabado y era interdependiente. Las corres­
pondencias -obra de tradiciones mágicas como el neoplatonismo y
el hermetismo renacentistas- vinculaban un nivel con el siguiente.

_________ ÓRDENES DEL UNIVERSO


CELESTIAL MINERAL PLANTAS/VEGETALES ANIMAL SOCIAL CORAZÓN
SOL ORO TRIGO/CEREAL LEÓN REY SOL

ASIMISMO:
El ORO se corresponde con el SOL, que se corresponde con el CORAZÓN

La PLATA se corresponde con la LUNA, que se corresponde con el CEREBRO

El MERCURIO se corresponde con MERCURIO, que se corresponde con las GÓNADAS

Figura 20. Órdenes del Universo.


El día en que la Tierra se movió 213

La jerarquía discurría generalmente del macrocosmos al microcos­


mos. Por ejemplo, dado que formaban anillos sublunares concéntri­
cos (que, no obstante, se entremezclaban) en tomo a la Tierra, situa­
da en el centro del sistema, los cuatro elementos -tierra, agua, aire y
fuego- dictaban, en conjunción con las fuerzas que regían las estre­
llas (y que estudiaban los astrólogos), la vida cotidiana, la salud y el
destino de nuestros ancestros medievales. En la Figura 20 podemos
ver los «órdenes del universo» y hasta qué punto era importante,
dentro de esta cosmovisión, la estructuración científica. En este para­
digma, existía correspondencia entre los cuerpos celestes, los ele­
mentos químicos, la flora y la fauna, y las partes del cuerpo.
En este sistema de órdenes, todos los anillos concéntricos, -o
esferas cristalinas- del cosmos tienen su vínculo correspondiente
con un elemento, un mineral, un vegetal, un animal y una parte del
organismo. El color «amarillento» del Sol se corresponde con el
tono similar del oro, el trigo, la melena del león y la corona del rey.
De hecho, se decía que los reyes tenían ojos fieros porque el color
del fuego semejaba el del oro. Del reyjacobo I de Inglaterra se dijo
que «su integridad se correspondía con la blancura de su atuendo;
su pureza, con el oro de su corona; su firmeza y lucidez, con las pie­
dras preciosas que lo adornaban; y su afecto, con el color rojizo de su
corazón»38. Las personas que padecían un trastorno mental eran
«lunáticas» porque estaban influidas por la Luna, que tenía un color
«plateado». También la medicina estaba regida por el sistema. El
mercurio, por ejemplo, se empleaba para tratar la sífilis. Las aleacio­
nes de oro y otros metales servían para curar las enfermedades del
corazón.39 La química médica de Paracelso se basaba en las conexio­
nes entre los agentes minerales y las dolencias de la salud, y su objeti­
vo era encontrar los agentes causales concretos de determinados
trastornos.40Evidentemente, dentro de este paradigma la influencia
dominante de las estrellas convirtió la astrología en una disciplina de
gran importancia. Según este modelo, los elementos químicos no se
percibían de la misma forma que hoy. Para el iatroquímico (persona
que aplica los conocimientos de la química a la práctica médica) del
siglo xvi, los elementos estaban definidos por sus efectos en el
214 Las fronteras de la ciencia

mundo sublunar, y particularmente en el organismo, que, además,


estaba en conjunción con las estrellas y Dios. Los cuatro elementos
se caracterizaban por una composición de cuatro características:
calor, frío, humedad y sequedad:41
Tierra: fría y seca
Agua: fría y húmeda
Aire: caliente y húmedo
Fuego: caliente y seco
La salud dependía del buen equilibrio entre los elementos, mientras
que la enfermedad era señal de su desequilibrio. La tarea del médi­
co consistía en «afinar el cuerpo» equilibrando sus elementos. Los
cuatro humores también se correspondían con los cuatro elementos
y sus características. El hígado convertía el alimento en cuatro sus­
tancias líquidas llamadas humores, que eran para el cuerpo humano
lo que los cuatro elementos para el cuerpo terrestre.
Por tanto, la personalidad podía explicarse en función de la com­
binación de los elementos y de los humores, como vemos en la Figu­
ra 21. De la distinta relación cuantitativa de los cuatro humores den­
tro del organismo dependían las diferentes personalidades. Por
ejemplo, una persona con demasiada tierra era fría y seca, y, por
tanto, melancólica. También existían otros tipos de corresponden­
cia, como la que vinculaba la anatomía humana con los cuerpos
celestiales: «Al igual que los objetos más nobles del cielo son los que
a mayor altura se encuentran, la parte más noble del hombre, la
cabeza, es la que más alta está; y de igual modo que el Sol ocupa el
lugar central entre los planetas, dándoles luz y vigor, el corazón se
sitúa en mitad de los miembros del hombre»42. Además, el organis­
mo humano se corresponde con la tierra, como sir Walter Raleigh
describió en su History ofthe World [Historia del mundo] (1614):
Su sangre, que se dispersaba a través de las ramas de las venas por
todo el cuerpo, puede compararse a las aguas que llevan los arroyos
y los ríos por toda la Tierra, su aliento al aire [•••] el vello del cuerpo
El día en que la Tierra se movió 215

del hombre a la hierba que cubre la faz y la piel de la Tierra. El Sol


es el fundamento de todo calor y de todo tiempo, y todo con la
misma sabiduría con que el corazón de un hombre es el fundamen­
to, por el valor que hay en él, de todo calor natural.43

ELEMENTO RASGOS DE PERSONALIDAD INFLUENCIA HUMOR


/ SEC O ----------------- violento, temerario, taimado------------- MARTE \
FUEGO -e -----------------------------------------------------------------------------------------------------------COLÉRICO
y CALIENTE — como el sanguíneo, menos afortunado — SOL '
AIRE — ¿ ----------------------------------- apuesto, feliz, afortunado--------- JÚPITER — SANGUÍNEO
HÚMEDO----------------------------- lujurioso------------------------ VENUS \
AGUA \ FLEMÁTICO
\ f r í o ------------------------------- frágil, cobarde---------------------- LUNA '
TIERRA 4r------------------------ desafortunado, infeliz, sombrío------- SATURNO - MELANCÓLICO
^ SECO

Figura 21. Clasificación medieval de la personalidad. Los rasgos de personalidad


se corresponden con los elementos, los planetas y los humores.

Puesto que todos los elementos guardan cierta relación, para la


mentalidad medieval las creaciones vivas de Dios eran eslabones de
una «cadena del ser» que iba de los objetos inanimados a los seres
vivos y de los seres vivos a formas de vida más complejas, según ilus­
traron Robert Fludd en 1617 y Tobias Schutz en 1654 (véanse las
Figuras 22 y 23) .En Of the Laws ofEcclesiastical Potíty [De las leyes de
la política eclesiástica] (1594), Richard Hooker dibujó esos eslabo­
nes, desde las piedras hasta los ángeles, sobre un ancho lienzo, y
añadió juicios comparativos:
216 Las fronteras de la ciencia

Figura 22. Correspondencias entre los objetos celestiales y terrenales. Entre el


macrocosmos (celestial/supralunar) y el microcosmos (terrenal/sublunar) hay
correspondencias. Las líneas que nacen en los signos del zodíaco muestran la rela­
ción entre los órganos y las partes del organismo humano y las esferas que los regu­
lan. De Ultriusque cosmi maioris sálica et minoris metaphyska (1617), de Robert Fludd.
El día en que la Tierra se movió 217

Figura 23. Microcosmos y macrocosmos. Arriba: el hombre, en tanto que microcos­


mos, está vinculado a las esferas del macrocosmos, representadas por una mujer, y
al creador; y todos están conectados por las cadenas de la naturaleza. A la izquierda
aparece Hermes y a la derecha Paracelso, dos alquimistas. Los cuatro diagramas
describen los tres principios (derecha) y los cuatro elementos (izquierda). De Har­
mónica Macmcosmi CumMicmcosmi (1654), de Tobías Schutz. Abajo: detalle de un sis­
tema de correspondencias similar elaborado por Robert Fludd (1617).
218 Las fronteras de la ciencia

Las piedras pueden ser de inferior condición, pero exceden a la clase


que está por encima de ellas, la de las plantas, en resistencia y perdura­
bilidad. Aunque carecen de juicio, las plantas destacan en la facultad
de asimilar el alimento. Las bestias son más fuertes que el hombre en
deseos y fuerza física. El hombre supera a los ángeles en su poder de
aprendizaje, porque su propia imperfección necesita ese poder, mien­
tras que los ángeles, en tanto que seres perfectos, ya han adquirido
todos los conocimientos que son capaces de atesorar. Presumiblemen­
te, los ángeles exceden al propio Dios en la facultad de adoración,
porque la perfección y la infinitud nada tienen que adorar.
Cuerpos celestes, cuerpos humanos y cuerpo político
Fueron los griegos quienes comenzaron la elaboración de esta
cosmovisión y fueron ellos quienes llegaron a la conclusión de que,
puesto que las esferas se movían y el movimiento implica vibración,
la vibración de las esferas se traduce en música, en una especie de
música cósmica audible para las almas que se encuentran en sinto­
nía con el cosmos. Al reyjacobo I, por ejemplo, le aseguraron que
la Tierra y las esferas cantaban God Save the King. Pero «Apartémo­
nos sólo un grado, desafinemos esa cuerda,/y, ay, cuánta disonan­
cia se producirá»44. Al igual que el cuerpo físico podía estar «desafi­
nado», el cuerpo político era susceptible de sufrir males similares.
Milton opinaba, por ejemplo, que la Commonwealth estaba «más
divina y armoniosamente entonada» que Roma o Esparta, porque
su gobierno conservaba un equilibrio más perfecto.45Así como el
médico afinaba el cuerpo físico equilibrando sus elementos, el
soberano afinaba el organismo político. «El rey bien podía decir de
sí mismo que era esposo de la isla entera y cabeza del cuerpo insu­
lar», afirma Daly. En este sentido, el rey era la «inteligencia residen­
te» del cuerpo político. En A Christian Familiar Comfort, John Nor-
den comparó el Estado con las esferas celestiales y a la reina Isabel
con la Primum Mobile.46 Thomas Hobbes vincula el cuerpo político
y el cuerpo humano en el siguiente y clásico párrafo de su gran
obra, Leviatán:
El día en que la Tierra se movió 219

Con oficio ha sido creado ese gran Leviatán llamado comunidad de


los pueblos o Estado, que no es sino un hombre artificial, aunque de
mayor estatura y tamaño que el natural, para cuya protección y
defensa ha surgido. En él la soberanía es un alma artificial que otor­
ga vida y movimiento al conjunto del cuerpo. Los bienes y riquezas
de todos sus miembros particulares constituyen su fuerza. La seguri­
dad del pueblo, su vocación.47
Una Tierra en movimiento y una estructura cosmológica centrada
en el Sol ponían en tela de juicio la mentalidad política de la
época, según la cual la monarquía dependía de que la Tierra ocu­
pase el centro del universo. El sistema aristotélico-ptolemaico era
finito y cerrado. En él, los hombres estaban cerca del centro y Dios
al otro lado, rigiendo el cosmos. Asimismo, el cuerpo político, o
Estado, se comparaba con el motor fundamental y gestionaba la
nación, ocupando el rey, representante electo de Dios, el centro
del sistema. La perturbación de la armonía cósmica podría tradu­
cirse en la perturbación de la armonía política.
Al remover la Tierra, el monarca corría el riesgo de quedar
desarraigado. Afirmar que la Tierra está en movimiento podía
poner patas arriba el conjunto del sistema político y la mayoría de
los elementos fundamentales de aquella cultura.
£1 mundo al revés
En la cosmovisión medieval, todos los aspectos de la vida huma­
na, desde los sublimes conceptos de Dios e inmortalidad hasta los
detalles más mundanos de la vida cotidiana, se interpretaban en el
marco de un universo geocéntrico. Modificar este punto de vista
equivalía a socavar el conjunto de la superestructura de la vida del
hombre. Si la Tierra se movía, ¿qué ocurría con la estabilidad? Si la
Tierra se movía, ¿qué certidumbre podía quedar? Si la Tierra se
movía, ¿podrían Aristóteles, Ptolomeo y otras autoridades de la
Antigüedad haberse equivocado también en otras materias? Si la
Tierra se movía, ¿cuál era el significado último de la existencia
humana?
220 Las fronteras de la ciencia

Hombres de luces como Martín Lutero advirtieron de inmedia­


to las posibles consecuencias: «Dicen que un nuevo astrólogo quie­
re demostrar que la Tierra se mueve y que es ella la que se desplaza
en lugar de que lo hagan el cielo, el Sol y la Luna; que ocurre, en
realidad, lo mismo que si alguien que viaja en carruaje o en barco
afirmase que está quieto y en reposo mientras que la tierra y los
árboles caminan y se mueven. Ese tonto quiere poner patas arriba
el oficio entero de la astronomía. Sin embargo, como las Sagradas
Escrituras nos dicen, José ordenó detenerse al Sol y no a la Tie­
rra»48. La Homilía de la obediencia, de la cual a continuación recojo
unos párrafos, data de 1547. Dice lo que, en la época, cualquier
feligrés de Europa podía oír desde los púlpitos. La jerarquía y el
orden del cosmos impregnan las palabras del sermón:
Dios Todopoderoso ha creado y nombrado todas las cosas del cielo y
de la tierra y de las aguas con un orden excelente y perfecto. En el
cielo, ha designado distintas y diversas órdenes y niveles de ángeles y
arcángeles. En la tierra, ha designado reyes y príncipes y otros
gobernantes de inferior condición, y todo ello en un orden bueno y
necesario.
Además, son evidentes las consecuencias de la ruptura del orden
medieval:
Porque donde no hay orden, impera el abuso, el libertinaje camal,
la depravación, el pecado y la confusión propios de Babilonia.
Derroquemos a reyes y príncipes, depongamos a los gobernantes,
magistrados, a los jueces y demás cargos del orden de Dios, y no
habrá hombre que monte a caballo o recorra los caminos que no
esté desnudo, no habrá hombre que duerma en su propia casa o en
su cama y no sea asesinado, no habrá hombre que conserve a su
mujer, a sus hijos, sus posesiones, todas las cosas pertenecerán a
todos y al mal le seguirán la necesidad, las privaciones y la destruc­
ción.49
El día en que la Tierra se movió 221

Richard Hooker lamentó las consecuencias que para el hombre


tendría el cosmos inestable que se derivaría de una Tierra en movi­
miento:
Si la naturaleza interrumpiera su curso y dejara de observar sus pro­
pias leyes [y] perdiera las cualidades que ahora posee [...] si las esfe­
ras celestiales olvidasen sus acostumbrados movimientos [...] si la
Luna se apartase de su trillado sendero, ¿qué sería del hombre, a
quien todas estas cosas ahora sirven?50
En Troiloy Cresida (acto I, escena 3), tras su descripción del orden
celestial, Shakespeare refiere con claridad las consecuencias de
una perturbación de la armonía cósmica:
Pero, cuando los planetas,
en malvada confusión y en desorden vaguen,
¿qué plagas y portentos, qué motines,
qué furia del mar, conmoción de la tierra,
tumulto de los vientos, pánicos, cambios, horrores,
escindirán, rasgarán, quebrarán y descoyuntarán
la Unidad y la matrimonial calma de los estados
en su actual conciliación? Ay, cuando tiembla el orden,
que es la escala a todos los designios elevados,
¡la empresa está enferma!
En el sistema copernicano Dios ya no ocupaba un lugar al margen
de las estrellas fijas, observando, vigilante, la Tierra, que se encon­
traba en el centro. Con el tiempo y con pensadores como Giorda-
no Bruno, fue posible concebir un universo infinito y la posibilidad
de infinitos mundos.
La ideología herética de Copérnico
Ajuzgar por la documentación histórica se diría que Copémico
nunca pretendió que sus investigaciones dieran pie a una revolu­
ción científica o ideológica. Al contrario, más bien parece que con­
222 Las fronteras de la ciencia

sideraba su obra únicamente una mejora del sistema ptolemaico.


Conservó el uso de epiciclos y creyó, como Ptolomeo, que los cuer­
pos celestiales, aunque se desplazaban alrededor del Sol, estaban
engastados en esferas cristalinas. En realidad, la representación del
universo de De revolutionibus era muy similar a la del Almagesto de
Ptolomeo.51 Procediendo en un principio con toda cautela, Copér-
nico creía que el movimiento de la Tierra era
una idea absurda. Y, sin embargo, yo sabía que a mi predecesor se le
había concedido la libertad de imaginar todo tipo de círculos ficticios
para rescatar todo tipo de fenómenos celestiales. Yo, por tanto, creía
que a mí, de modo similar, me otorgarían el derecho a experimentar,
a probar si, asignando determinado movimiento a la Tierra, llegaría a
ser capaz de encontrar demostraciones de la revolución de las esferas
celestiales más sólidas de las que dejaron mis predecesores.52
De hecho, Copérnico emplazó al Sol en el centro de su sistema,
pero mantuvo las propiedades, poder y dignidad, que en la Edad
Media se le adscribían: «En este hermoso templo, ¿quién querría
prender esta lámpara [el Sol] en un lugar mejor que donde pueda
iluminar todo al mismo tiempo? Por eso hay personas que, no sin
acierto, lo llaman lámpara del mundo; otras, inteligencia; otras,
regidor. En realidad y puesto que se diría que reside en un trono
real, el Sol gobierna la familia de las estrellas en revolución»53. Ade­
más, Rosen54 ha demostrado que, de hecho, las «órbitas» de Copér­
nico son «esferas» en las que los planetas, o «estrellas errantes»,
siguen firmemente incrustados, como en el sistema ptolemaico.55
A pesar de estas cautelas y de asegurar que no tenía otro propó­
sito que descubrir «demostraciones» convincentes de las revolucio­
nes celestiales, Copérnico creía que el sistema heliocéntrico era
real y su obra, afirma el historiador de la ciencia Richard Olson, no
«carecía de consecuencias filosóficas». Por lo demás, sus lectores
no fueron «capaces de leerla sin darse cuenta de que, si era acepta­
da, acabaría prácticamente con el conjunto de la filosofía y la cos­
mología tradicionales e, indirectamente, refutaría las argumenta-
El día en que la Tierra se movió 223

dones que sostenían esquemas omnicomprensivos como los aso­


ciados con las correspondencias entre el microcosmos y el macro­
cosmos»56. Finalmente resultó que los métodos de cálculo de
Copérnico no arrojaron unos resultados más concordantes con las
observaciones del cosmos que los de Ptolomeo. De hecho, se vio
obligado a añadir epiciclos y epiciclos sobre epiciclos a fin de que
sus cálculos alcanzasen un nivel de precisión aceptable. En reali­
dad, al comparar estos cálculos, Owen Gingerich ha descubierto
que «el sistema copemicano era ligeramente más complicado que
el ptolomeico», al que se proponía sustituir.57
Por razones tanto científicas como ideológicas, el sistema coper-
nicano tardó mucho en ser aceptado. Edward Rosen ha demostra­
do que, cuando, en 1541, Rheticus intentó convencer a los rectores
de la Universidad de Wittenberg de que publicaran la obra de
Copérnico, denegaron su petición «por motivos ideológicos pre­
viamente manifestados por Lutero y Melanchthon, que eran las
figuras más importantes de la ciudad. De ahí que Rheticus tuviera
que abandonar la Universidad de Wittenberg para buscar empleo
en otro lugar y una imprenta que quisiera publicar las Revolucio­
nes»58. Robert Wesman ha estudiado la difusión de la teoría coper-
nicanay no ha podido encontrar, entre 1543 y 1600, «más de diez
pensadores que suscribieran las tesis principales de la teoría helio­
céntrica. Teniendo en cuenta que el libro de Copérnico obtuvo
una amplia difusión y fue muy debatido en esa época, parece apro­
piado calificar esta reacción inicial de conservadora, aunque, cier­
tamente, no de reaccionaria». La mayoría no rechazó a Copérnico:
más bien, y como convenía, se quedó con «aquellas partes de la
teoría que no estaban basadas en el movimiento de la Tierra».
Resulta interesante también que Westman sostenga que quienes
mejor acogieron las afirmaciones de Copérnico no fueron los cien­
tíficos que desempeñaban el papel de astrónomos dentro de las
instituciones más tradicionales, sino quienes «se comprometieron
activamente en la reformulación de ese papel al margen de dichas
instituciones»59.
Si la obra de Copérnico no fue muy difundida y tampoco consti­
224 Las fronteras de la ciencia

tuía un m étodo de cálculo astronómico mejor que el que ya existía,


¿por qué dio pie a una revolución? La mayoría com prendía las
consecuencias del desafío a un sistema geocéntrico a pesar de la
nota de descargo «Al lector» que Andreaus Osiander colocó al
principio de De revolutionibus declarando que la obra no se propo­
nía convencer a nadie de que sus postulados eran ciertos, sino,
m eram ente, de que aportaban «una base de cálculo correcta».
Richard O lson ha señalado que «la mayoría de los lectores no
pudieron dejar de advertir que la obra de Copém ico negaba [...] el
presupuesto fundamental de un orden espacial jerárquico del cos­
mos desde la esfera divina, la más elevada, hasta la esfera terrenal,
la más baja». Por ese motivo «a la mayor audiencia potencial de la
obra de Copérnico, la clase de los astrólogos m édicos, le pareció
que semejante teoría era incompatible con sus creencias más fun­
damentales; y, naturalmente, la rechazaron»60.
En última instancia, el ataque inicial de Copém ico a la cosmovi­
sión medieval, al que siguieron las salvas de Bruno, Kepler, Galileo
y Newton, la destruyó y acabó también con las correspondencias
que de ella se derivaban. Los detalles del cosmos y de la Tierra
empezaron a observarse y estudiarse en sí mismos y no como partes
de un todo que existía para provecho del hombre y por propósito
de Dios. Se produjo una transformación: de la naturaleza cualitati­
va del mundo se pasó a una naturaleza cuantitativa. La revolución
copernicana fue el auténtico comienzo del pensamiento sistemáti­
co y de la filosofía mecanicista que dieron lugar al m étodo científi­
co. Dentro de la nueva cosmovisión ya no era necesario aprender
las viejas lecciones morales. De igual m odo que Marte dejó de ser
más noble que Venus, el león ya no era más digno que la serpiente.
Las zonas sublunares no eran mejores que los reinos supralunares,
el corazón no era superior al bazo. Al igual que la astronomía, la
física y la química se volvieron cuantitativas, y lo mismo sucedió
con otros campos de estudio. Las relaciones cualitativas entre esfe­
ras y elem entos dieron paso a relaciones cuantitativas entre las
matemáticas y el mundo empírico.
La religión, la política, la economía, la literatura, el arte, la cien­
El día en que la Tierra se movió 225

cia, la medicina y todos los aspectos de la vida humana habían esta­


do gobernados por el sistema geocéntrico y dependían por com­
pleto de su estabilidad. Si la de Copérnico hubiera sido única­
mente una revolución científica, podría haber conseguido una
aceptación más rápida y mayor en cuanto los físicos y matemáticos
de la nueva generación se hubieran asentado en los cargos más
importantes. El hecho de que De revolutionibus no fuera incluida en
el Indice de libros prohibidos hasta 1616 es otra prueba de que la teoría
de Copérnico constituyó una revolución ideológica. Y por culpa de
la resistencia inmunitaria que suscita un desafío ideológico de
tanta envergadura, tuvieron que pasar varias generaciones antes de
que el sistema copernicano llegara a ser generalmente aceptado.
El día en que la Tierra se movió llegó a constituir una nueva época
y una nueva forma de pensar, cambió la cosmovisión y el modelo
egocéntrico medieval y provinciano por un universo infinito en
constante expansión e ininterrumpido cambio, un universo muy
posiblemente sin fronteras ni final.
7 Una personalidad herética
Alfred Russel Wallace y la frontera entre ciencia y pseudociencia

Sería muy difícil encontrar en los anales de la ciencia un individuo


más afable (y también más discutido) que el británico Alfred Russel
Wallace, naturalista y codescubridor de la teoría de la selección natu­
ral. Si uno llega a conocerlo bien gracias a una lectura exhaustiva de
sus libros, artículos, manuscritos y cartas (cosa que yo tuve oportuni­
dad de hacer pues Wallace fue el tema de mi tesis doctoral), no puede
sino sentir simpatía por él. Por ejemplo, recordando la generosidad
de que había sido objeto siendo un joven científico por parte de las
figuras más importantes de la ciencia de su época (Lyell, Darwin, Hoo
ker, Huxley), cuando tuvo ocasión, devolvió el favor a la generación de
incipientes naturalistas que empezaba a sucederle. Su amigo James
Marchant, editor de su correspondencia, afirmó: «AWallace le encan­
taba dedicar tiempo y esfuerzos a ayudar ajóvenes que empezaban su
vida, especialmente si querían convertirse en naturalistas. Les enviaba
cartas para asesorarles, les aconsejaba qué país les convenía visitar y les
daba minuciosas instrucciones prácticas para vivir saludablemente y
por sus propios medios. Anteponía las necesidades de esosjóvenes a
las de científicos mejor situados y pedía ayuda para ellos»1. En 1913, a
su muerte, el profesor E. B. Poulton escribió en la revista Nature: «El
principal secreto de su magnetismo residía en una inmensa y desinte­
resada solidaridad. Quienes no conocieron a Wallace podrían pensar
que esa noble generosidad que siempre constituirá un ejemplo para el
mundo era algo especial, inspirada por el ilustre hombre con quien le
pusieron en contacto [Charles Darwin]. Sería un gran error. La acti­
tud de Wallace fue característica [...] hasta el final de su vida»2.
Los humildes orígenes de Wallace y su trayectoria de hombre
hecho a sí mismo podrían contribuir en parte a explicar su genero­
sidad y amabilidad (en el capítulo 11 el lector podrá encontrar un
esbozo biográfico). Comprendía las dificultades de la mayoría y
228 Las fronteras de la ciencia

era capaz de identificarse con sus desvelos. Además, sus circunstan­


cias foijaron una personalidad con tendencia al aislamiento y un
pensamiento independiente, dos cualidades idóneas para la creati­
vidad y la ruptura del paradigma establecido (por ejemplo, el des­
cubrimiento de la selección natural), pero también propicias a la
credulidad ante las teorías más inauditas (por ejemplo, el espiritis­
mo), especialmente cuando la ciencia no da cuenta de las anoma­
lías de la naturaleza y de la humanidad. Incapaz de explicar desde
un punto evolutivo el significado de facultades humanas como el
razonamiento matemático, la apreciación estética y la sensibilidad
espiritual, por ejemplo, Wallace llegó a la conclusión de que tenía
que existir una inteligencia superior que guiaba y mejoraba la
mano selectiva de la naturaleza (véase capítulo 8). Este es el motivo
de que Darwin lo calificara de «herético».
Como veremos, sin embargo, la visión herética que Wallace tenía
de la mente humana no era más que una más en el marco de una
concepción del mundo propia de un científico herético inclinado a
una independencia extrema de pensamiento y a la disidencia. Dese­
aba (y tenía capacidad científica para ello) verificar todas y cada una
de las teorías de lo normal y lo paranormal. Si le parecía que deter­
minada hipótesis se sostenía en pruebas suficientes, estaba dispuesto
a cualquier cosa por prestarle su credibilidad y apoyo. Y cuando las
pruebas no respaldaban una teoría, manifestaba un rechazo tan con­
tundente como el de cualquiera de sus colegas escépticos. Esta ten­
dencia nunca fue tan evidente como cuando aceptó el espiritismo
(que en su opinión, se sostenía en pruebas sustanciales) y lo defen­
dió con todas sus energías científicas y literarias al tiempo que, simul­
táneamente, emprendía contra quienes defendían que la Tierra era
plana una batalla que se prolongaría más de quince años y le causa­
ría una gran ansiedad y consternación. Wallace es un caso paradig­
mático de la tensión esencial que en ciencia ha de existir entre el
conservadurismo y la aceptación de ideas nuevas. Generalmente se
ponía del lado de lo segundo y prefería nadar y correr el riesgo de
no estar en lo cierto a guardar la ropa y perderse una posible revolu­
ción conceptual. Tomaba decisiones intelectuales basándose en su
Una personalidad herética 229

propia idea de las fronteras y metodologías de la ciencia. Por supues­


to, nadie es puramente objetivo en estas materias, porque la perso­
nalidad puede desempeñar un papel fundamental a la hora de
modelar la receptividad a las ideas novedosas y las preferencias que
intervienen en el trazado de esas fronteras. Por todo ello, la vida y la
personalidad de Alfred Russel Wallace constituyen un ejemplo
emblemático del conflicto de los límites en la ciencia.
En su estudio de Wallace de 1964, Wilma George ofrece la siguien­
te justificación: «Nadie ha intentado estudiar a Alfred Russel Wallace
el hombre, ni investigar las razones psicológicas de que fuera al
mismo tiempo espiritista y el fundador de la zoogeografía»3. Yo he
puesto remedio a esta situación y en el presente capítulo me gustaría
examinar la personalidad de Wallace para ver de qué forma están
relacionados sus aparentemente disparatados intereses intelectuales,
su credo científico y su fe en el espiritismo. No me propongo, sin
embargo, perpetrar un análisis «psicohistórico» en el sentido freudia-
no del término, puesto que no creo que exista ninguna prueba sus­
tancial de la validez de la mayoría de las afirmaciones basadas en el
psicoanálisis que aparecen en una gran parte de la bibliografía de los
estudios psicobiográficos. Voy a ofrecer, en cambio, una descripción y
un análisis general de los hechos de la vida de Wallace, sin excesiva
especulación sobre las cogniciones internas y los estados mentales. Se
trata más bien de un enfoque conductual de la personalidad, si bien
caracterizaré la forma de ser de Wallace como personalidad herética.
La personalidad herética
Herético es quien «sostiene sobre determinado asunto opiniones
que difieren de las generalmente aceptadas o de las que sostiene la
autoridad» y personalidad es «un conjunto singular de rasgos»,
teniendo en cuenta que «un rasgo es una característica diferenciable
y relativamente duradera que distingue a un individuo de otros»4.
Personalidad, sin embargo, puede ser un concepto difuso. En defini­
tiva, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de personalidad, o de
rasgo de personalidad? El psicólogo J. Guilford, por ejemplo, ha
señalado: «No hace falta conocer toda la voluminosa bibliografía
230 Las fronteras de la ciencia

sobre la personalidad para darse cuenta de que las formas de tratar


el asunto son asombrosamente variadas. Incluso se podría llegar a la
conclusión de que, en este tema, hay tanta confusión que se roza el
caos». No obstante y antes de damos su definición de personalidad,
Guilford nos recuerda «un axioma con el que todo el mundo parece
estar de acuerdo: toda personalidad es única». Singularidad significa
diferencia con los demás (y «similitud en algunos aspectos»), es
decir, «diferencias individuales», de lo cual Guilford extrae la
siguiente conclusión: «La personalidad de un individuo es su singu­
lar conjunto de rasgos». Ahora bien ¿qué es un rasgo? «Un rasgo es
una característica diferenciable y relativamente duradera en virtud
de la cual un individuo se distingue de otros.»5
Basándonos en este análisis, podríamos componer una nueva (y
modificada) definición de personalidad: Cmjunto singular de rasgos rela­
tivamente estables por los cuales un individuo es similarpero diferente de los
demás. Por tanto, un científico herético o, mejor dicho, una personalidad
herética sería el conjunto singular de rasgos relativamente establespor los cuales
un individuo manifiesta sobre un tema cualquiera opiniones que difieren de las
generalmente aceptadas o de las que sostiene la autoridad. En otras palabras,
un áerúífico heréticocon una personalidad herética es un individuo distinto
de los demás por su tendencia a aceptar y apoyar ideas que se conside­
ran heréticas, aunque similar a quienes también sostienen semejantes
tendencias antiautoritarias y radicales. Estamos presuponiendo que, al
ser «relativamente estables», esos rasgos no son «estados» temporales
ni circunstancias del entorno y que su alteración modifica la personali­
dad. Como en otros tipos de personalidad, la herética suele manifestar­
se en la mayoría de las situaciones con independencia del entorno y a
lo largo de la mayor parte de la vida. Esta circunstancia coincide a la
perfección con Wallace, cuya opinión sobre los más diversos temas
solía disentir de la que sostenía la autoridad.
La teoría de rasgos más popular hoy es el llamado Modelo de
Cinco Factores o, simplemente, «Cinco Grandes»: 1) extraversión (con­
ducta gregaria, asertividad, búsqueda de lo emocionante); 2) cor­
dialidad (confianza, altruismo, modestia); 3) ser concienzudo (com­
petencia, orden, responsabilidad); 4) neuroticismo (ansiedad, ira,
Una personalidad herética 231

abatimiento); y 5) disposición a la experiencia (fantasía, sentimientos,


valores).6Al evaluar la personalidad de Alfred Russel Wallace, el
científico social Frank Sulloway y yo recurrimos a una escala de
nueve grados ideada y ensayada para el Modelo de Cinco Factores
en cuarenta pares de adjetivos. Por ejemplo:
Considero que Alfred Russel Wallace era:
Poco cumplidor 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Cumplidor
Confiado 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Suspicaz
Interesado en el arte 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Nada interesado en el arte
Solitario 1 2 3 4 5 6 7 8 9 gregario
Tímido 1 2 3 4 5 6 7 8 9 extrovertido
Prefiere la novedad/variedad 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Prefiere la rutina
Ambicioso/muy trabajador 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Despreocupado/perezoso
Duro 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Sentimental
Estableciendo correlaciones entre los pares de adjetivos y comparán­
dolas con una base de datos de más de cien mil personas que Sulloway
ha confeccionado en su laboratorio de la Universidad de California en
Berkeley, el perfil de personalidad de Wallace sería el siguiente:

PERSONALIDAD DE ALFRED RUSSEL WALLACE


Datos de los cinco rasgos de personalidad más Importantes

percentil 77 ~ concienzudo

percentii 99 ~ dispuesto a la experiencia

percentil 73 ~ extrovertido

percentil 6 ~ neurótico
232 Las fronteras de la ciencia

Los tres primeros son los rasgos fundamentales: ser concienzudo,


cordial y dispuesto a la experiencia. Cari Sagan, por ejemplo, tam­
bién era muy concienzudo y muy abierto a la experiencia, aunque
poco cordial. Cari no soportaba a los tontos, al contrario que
Wallace, como expresa su percentil excepcionalmente alto en cor­
dialidad, el 99 nada menos. Los ingredientes de personalidad clave
para mantener el equilibrio de un buen científico entre la disposi­
ción a aceptar ideas novedosas y la incredulidad son la capacidad
de ser concienzudo y la cordialidad. Wallace era menos concienzu­
do que Sagan (aunque bastante más que la población en general),
pero cordial en exceso: se mostraba demasiado conciliador con
todos aquellos que defendían ideas marginales. Le costaba discri­
minar entre hechos y ficción, entre realidad y fantasía, y se esforza­
ba demasiado por complacer, mientras que sus colegas más drásti­
cos no tenían inconveniente en llamar bobada a una bobada.
Wallace empezó a interesarse por las ideas heréticas siendo muy
joven. Investigó, por ejemplo, la frenología y estudió problemas
biológicos controvertidos como la mutabilidad de las especies. De
su actitud, sin embargo, no puede decirse que coqueteara con
ideas marginales por tener una cabeza joven y poco disciplinada.
Hacia la mitad de su vida y tras descubrir junto con Darwin la inno­
vadora (y en aquel tiempo herética) teoría del origen de las espe­
cies por medio de la selección natural, empezó a experimentar con
el espiritismo y con creencias polémicas. Si Wallace es un ejemplo
de personalidad genuinamente herética es porque, en virtud de
un conjunto singular de rasgos relativamente permanentes mantu­
vo, sobre muy diversos temas y a lo largo de toda su vida, opiniones
que divergían de las suscritas por la autoridad. Los dos incidentes
que describo a continuación, acaecidos a edad ya bastante avanza­
da, son buenos ejemplos de una personalidad herética en acción.
La Tierra es plana: una apuesta
En enero de 1870, Alfred Wallace leyó el siguiente anuncio en
la revista Scientific Opinión:
Una personalidad herética 233

El abajo firmante desea depositar de 50 a 500 libras esterlinas y reta


a todos los filósofos, teólogos y profesores de ciencia del Reino
Unido que deseen apostar la misma suma a demostrar que el
mundo es redondo y gira basándose en las Escrituras, la razón o los
hechos. Admitirá que ha perdido el depósito si su adversario es
capaz de mostrar, para satisfacción de cualquier árbitro inteligente,
una línea férrea, un río, un canal o un lago convexos.7
El abajo firmante era John Hampden, a quien el libro Earth Not a
Globe [La Tierra no es un globo], de Samuel Birley Rowbotham,
había convencido de que la Tierra es inamovible y plana, el Polo
Norte su centro y el Sol órbita a una distancia muy calentita, de tos­
tadora: a unos mil quinientos kilómetros sobre la faz del planeta.
La obra tachaba todas las pruebas de la esfericidad de la Tierra,
como la sombra redonda que aparece sobre la Luna durante los
eclipses, de propaganda científica fabricada por fieles copernica-
nos. (Quienes defienden que la Tierra es plana, explican que su
sombra es redonda porque, amén de plana, la Tierra es en efecto
redonda, pero como un plato, no como una esfera. Asimismo, las
personas que siguen respaldando esta idea afirman que las imáge­
nes tomadas por satélite son fotografías de la cara superior de ese
plano redondo.)
Hampden adoptó la causa de la Tierra plana con entusiasmo y
proselitismo. Obtuvo permiso de Rowbotham para publicar un
extracto panfletario de su libro, que imprimió William Carpenter,
el cual, como Hampden presintió, acabaría formando parte de la
historia que estamos relatando por otros motivos. El anuncio no
tardó en seguir a la publicación y, por desgracia para Wallace, el
reto era demasiado tentador. Poco después, Wallace se vería
envuelto en un incidente que, según más tarde afirmó, le costaría
«quince años de preocupaciones, litigios y persecuciones constan­
tes, con una pérdida final de varios centenares de libras esterlinas».
Por lo demás, Wallace confesó que toda la culpa era suya: «Y todo
ocurrió por mi culpa y por ignorancia: ignorancia del hecho tan
bien conocido por el difunto profesor De Morgan de que a los
234 Las fronteras de la ciencia

“paradojistas”, como él los llamaba, no se los puede convencer, y


culpa por consentir en recibir dinero mediante una especie de
apuesta». Más tarde, Wallace admitió que se trataba del «incidente
más lamentable» de su vida.8
Una vez con ganas de responder al desafío (y sin una libra en el
bolsillo), Wallace escribió a su amigo Charles Lyell, el renombrado
geólogo, y le pidió su opinión. Lyell respondió: «Sin duda. Puede
que, si reciben una lección, esos estúpidos dejen de insistir»9.
Hampden propuso como escenario de la prueba el Canal Viejo de
Bedford, en Norfolk, porque tenía un tramo muy recto que se
extendía a lo largo de diez kilómetros entre dos puentes. Wallace
accedió y propuso a John Henry Walsh, director de la revista Field,
como árbitro principal de la apuesta. A Hampden le pareció bien
que Walsh actuase como árbitro y testigo, sin que ello fuera óbice
para que ambos apostantes acudieran con otro árbitro particular.
Acompañó a Wallace un tal doctor Coulcher, «cirujano y astróno­
mo aficionado». Hampden se presentó nada menos que con
William Carpenter, el impresor de su panfleto. Walsh custodiaba el
dinero destinado al ganador.
La mañana del 5 de marzo de 1870, Wallace colocó tres objetos
-un telescopio, un disco y una banda negra- en el tramo designa­
do del Canal Viejo de Bedford, a 130 kilómetros al norte de Lon­
dres. «Si la superficie del agua se correspondía con una línea per­
fectamente recta a lo largo de los diez kilómetros [del tramo]»,
decía Wallace, como los tres objetos estaban situados exactamente
a la misma altura del agua, por el telescopio se vería el disco a la
misma altura de la banda negra; mientras que, si la superficie del
agua era convexa, el disco se vería bastante por encima de la banda
negra, lo cual tenía forzosamente que obedecer a la consabida
forma del planeta.
Como vemos en el diagrama de la Figura 24, el experimento de
Wallace «demostraba que la curvatura se correspondía con bastan­
te precisión con las dimensiones conocidas de la Tierra». Sin
embargo, Hampden se negó a mirar siquiera por el telescopio,
delegando la comprobación en su árbitro personal, William Car-
Una personalidad herética 235

£3 1 .

Del informe del doctor Coulcher. «Firmado po r el señor Carpenter»


El «Estudio de nivel de Bedford». Bocetos de los dos árbitros.
Copiado del Fídd del 26 de m arzo de 1870.

Dos vistas del telescopio que son una ilustración exacta de los bocetos hechos p o r el árbitro
del señor H am pden y que el doctor C oulcher com probó que eran correctas. La prim era
desde el puente de Welney, la segunda, desde el Puente Viejo de Bedford.

Figura 24. La Tierra no es plana. Para los defensores de que la Tierra es plana, la
prueba ideada por Wallace en el Viejo Canal de Bedford no demostraba nada.
236 Las fronteras de la ciencia

penter, el cual, según afirmó, vio que «los tres objetos estaban en
línea recta y que la Tierra era plana, pero se negó a admitir que la
imagen del gran telescopio demostrase nada». Por su parte, Walsh,
el árbitro oficial, declaró ganador de la apuesta a Wallace y publicó
lo sucedido en el número de Field del 26 de marzo de 1870. Walla­
ce obtuvo una merecida victoria. Por lo demás, necesitaba el dine­
ro desesperadamente (toda la vida anduvo escaso de fondos y en
busca de trabajo). Hampden, no obstante, escribió a Walsh sin tar­
danza «para exigir que le devolvieran el dinero aduciendo que la
decisión era injusta y que el veredicto de la apuesta debió de bene­
ficiarlo»10. Según Wallace, en esos m om entos, las leyes inglesas
«invalidaban el resultado de cualquier apuesta». Decían así: «El
perdedor puede reclamar su dinero al depositario de la apuesta si
éste no lo ha entregado ya al ganador. De lo cual se deduce que, si
un perdedor reclama inmediatamente su dinero al depositario, la
ley defenderá su reclamación sobre la base de que se trata de su
dinero»11.
Para Wallace, perder las 500 libras pactadas (el sueldo anual de
un trabajador) y recién ganadas fue, en realidad, la m enor de las
contrariedades. Hampden se convirtió en un incordio de por vida
y redactó una serie de cartas ofensivas a los presidentes y secreta­
rios de las sociedades científicas de las que su adversario era miem­
bro. La siguiente la dirigió al presidente de la Real Sociedad Geo­
gráfica el 23 y el 26 de octubre de 1871:
Si insiste en m antener en su lista de m iem bros a un ladrón y estafa­
d or convicto, el tal A. R. Wallace, de Barking, m e veré obligado a
entender que su Sociedad está compuesta principalm ente por cana­
llas sin principios que le pagan una comisión estipulada por sus frau­
des y se aseguran la confianza de los ingenuos gracias a su relación
con asociaciones presuntam ente respetables.
A pesar de las fanfarronadas de toda la prensa inglesa, J. H.
Walsh, de la Field, y A. R. Wallace [...]son un par de granujas y estafa­
dores y lo seguirán siendo por m ucho que sus insolentes partidarios
sean duros como las baldosas de las casas. Le ruego que les inform e
Una personalidad herética 237

de que [...] las denuncias no cesarán hasta que todas las sociedades
a las que pertenezcan semejantes personas acaben en la ruina.12

No contento con difamarlo en público, Hampden escribió la


siguiente y cáustica carta a su esposa, Annie, que Wallace conservó
con idea de denunciarlo:
Señora, si el m alvado ladrón que tiene p o r m arido aparece algún
día estam pado contra una valla con todos los huesos rotos y la cabe­
za hecha papilla, ya sabrá usted por qué. Dígale de mi parte que es
un ladrón em bustero y malvado y que tan seguro com o se llama
Wallace que no m orirá en su cama. Tiene que ser usted muy desgra­
ciada y muy m iserable para vivir con un delincuente convicto. No
crea y no le deje creer a él que he term inado con este asunto.

No era ningún farol. Hampden, en efecto, no había terminado


con el asunto. Wallace contraatacó con una demanda por calum­
nias. Hampden fue detenido y encarcelado en varias ocasiones,
pero a lo largo de quince años no dejó de atormentarlo con cartas,
artículos, panfletos y similares. A Wallace le llegó a preocupar algo
más que su reputación, como indica en una carta que el 17 de
mayo de 1871 envió a R. MacLachlau:
Devuelvo las cartas de H am pden. Lo he dem andado por calumnias,
pero no piensa declarar y dice que está arruinado y que no piensa
pagar un penique. Com o este hom bre está m edio loco, no quiero
acusarlo de ningún delito, se pondría furioso, así que supongo que
seguirá escribiendo interm inables torrentes de ofensas hasta el día
de su muerte.

Y, en efecto, así fue. El 24 de octubre de 1871 Hampden consiguió


incluso que sus partidarios en la Real Sociedad Geográfica leyeran
una petición pública en la que, entre otras cosas, se afirmaba: «El
señor Hampden ha insistido con urgencia en la investigación libre
y exhaustiva de los hechos y el otro bando ha sido igualmente insis­
238 Las fronteras de la ciencia

tente en su resistencia y oposición a todo tipo de pruebas prácticas,


porque podrían alterar en algún sentido la decisión verbal del
señor Walsh».
Wallace, finalmente, no perdió las 500 libras, pero «los dos plei­
tos, los cuatro procesos por calumnias, los pagos y las costas del
acuerdo, superaban considerablemente las 500 libras [...] además,
yo corrí con todos los gastos de la semana de experimentos y sufrí
entre quince y veinte años de persecución ininterrumpida, castigo
suficientemente severo para lo que en su momento no reconocí
como un lapsus ético»13. Por supuesto, lo que diferenciaba a Walla-
ce de Hampden era que el primero estaba más dispuesto que el
segundo a que las pruebas dirimieran los interrogantes que plan­
tea la naturaleza. A pesar de su cientificismo, sin embargo, Wallace
respondió a Hampden como ninguno de sus colegas más conserva­
dores -Darwin y Lyell- habría hecho. Wallace se vio impelido por
su forma de ser a responder al reto de Hampden. Su reacción es
típica de las personalidades heréticas. Los rasgos de personalidad
suelen imponerse con independencia de las circunstancias. Lleva­
do por su fascinación por las ideas de corte radical, Wallace tenía
que luchar por la causa sin tener en cuenta las consecuencias, que
fueron sustanciales.
Leonainie, en busca del poema perdido de Edgar Alian Poe
Rebuscando en las estanterías de la biblioteca Honnold de Cla-
remont Colleges en mi investigación sobre Wallace, me sorprendió
encontrar -en la sección dedicada a Edgar Alian Poe- una publica­
ción titulada Edgar Alian Poe: A Series ofSeventeen Letters Conceming
Poe’s Scientific Erudition in Eureka and His Authorship of Leonainie
[Edgar Alian Poe: Serie de diecisiete cartas en tomo a la erudición
científica de Poe en Eureka y su autoría de Leonainie\. El autor de
esta pequeña monografía (dieciocho páginas) no era otro que
Alfred Russel Wallace, quien, entre el 29 de octubre de 1903 y el 23
de marzo de 1904, escribió quince cartas (y dos extractos que jamás
echó al correo) a un tal señor Emest Marriott. El asunto en cues­
tión -el descubrimiento de un poema de Poe presuntamente escri­
Una personalidad herética 239

to «en la posada de Wayside como pago de una noche de aloja­


miento y una cena»- es emblemático de la vivida imaginación de
Wallace y de su predisposición a extraer conclusiones aun con
pruebas muy escasas.14
Los hechos, al menos tal como yo he conseguido reconstruirlos,
sucedieron así: en tomo a 1893, exactamente siete años después de
su viaje por América, Wallace recibió de su hermano, que vivía en
California, una carta que incluía un poema, Leonainie, escrito al
parecer por Edgar Alian Poe. Wallace, no obstante, estaba «ocupa­
do en otras cosas» y «no investigó de dónde habrá sacado [su her­
mano] el poema; dio por hecho que lo había copiado de algún
periódico»15. Diez años más tarde, el 3 de noviembre de 1903,
Wallace escribía a Emest Marriott (no sabemos por qué a él, dejan­
do aparte la circunstancia de que era abogado) para pedirle confir­
mación: «Supongo que estará de acuerdo conmigo en que se trata
de unajoya con todas las características del genio de Poe». Tam­
bién hacía una peculiar referencia a los últimos poemas de Poe,
Las calles de Baltimore y Adiós a la Tierra, que creía escritos después de
la muerte del poeta «por mediación de otro cerebro», y añadía
que, si, en su opinión, eran «mejores y más profundos y grandiosos
que ningún otro poema escrito en su vida terrenal», carecían, sin
embargo, de «la música exquisita y el ritmo de sus obras más cono­
cidas»16.
Con el entusiasmo que siempre demostraba en todos los asun­
tos heterodoxos, Wallace se zambulló en el estudio de la obra de
Poe, obsesionado con averiguar si, en efecto, Leonainie era un
poema perdido y también el último (al menos en estemundo). Una
semana más tarde le decía a Marriott: «Desde que te escribí
hablándote de Leonainie lo he leído muchas veces y aprendido de
memoria, y, comparándolo con los demás poemas de Poe, tengo
para mí que, en muchos aspectos, es el más perfecto de todos. Su
ritmo es exquisito y la forma del verso distinta -no recuerdo otra
igual- por los tercetos con rima doble en cada verso. Avanza con
expresiones sencillas, naturales, enérgicas y su último verso es, a mi
parecer, el más hermoso de todos los de sus poemas». Wallace vol­
240 Las fronteras de la ciencia

vió a copiar el poema para Marriott en la carta que le dirigió el día


2 de noviembre:
Leonainie

Leonainie la llamaron los ángeles y, atrapando la luz


de las risueñas estrellas, la enmarcaron en su blanca sonrisa,
y confeccionaron sus cabellos con la oscura medianoche, y sus ojos con
[radiante
luz de luna, y hasta mí la trajeron una noche solemne.
Una noche solemne de verano en que mi apagado corazón
floreció para acogerla como una rosa abierta.
Todos los presentimientos que me inquietaban olvidé con la dicha,
mentirosa dicha que, tras acariciarme, me envolvió y me echó en brazos de
[la condenación.
Habló sólo el suave ceceo en la boca del ángel,
pero yo, atento, oí el susurro: «Aquí abajo sólo cantan canciones
que puedan afligir, cuentan cuentos para engañarte,
por eso Leonainie tiene que dejarte mientras su amor esjoven».
Entonces Dios sonrió, y llegó la mañana, inmaculada y suprema;
la gloria del Cielo parecía adornar la tierra con su afecto,
todos los corazones menos el mío parecían bendecidos con la voz de la
[oración y se elevaron
cuando mi Leonainie se separó de mí flotando, como un sueño.
Cuando Marriott aceptó sin mayor reparo (así se aseguraba sus
simpatías) la idea de Wallace -quien, por su parte, estaba totalmen­
te convencido- de que Poe había escrito algunos poemas desde «el
otro lado», Wallace escribió: «Su carta sobre “Poemas de la vida
interior” me complace muchísimo porque demuestra que está
usted dispuesto a creer. Le envío por tanto, y le ruego que lo acep­
te, un ejemplar de mi librito Miracles and Modem Spiritualism [Mila­
gros y espiritismo moderno]». Las inclinaciones espiritistas de
Wallace son patentes en ésta y en la siguiente carta, del 19 de
diciembre de 1903:
Una personalidad herética 241

Esto nos enseña que éstos están, en mi opinión, a la altura de los


poemas que escribió en vida. Adiós a la Tierra es a tal extremo uno de
mis favoritos que me lo sé de memoria y lo utilizo como opiáceo
cuando estoy desvelado. Contiene en verdad la esencia de las ense­
ñanzas del espiritismo moderno y versos como «Donde la dorada
línea del deber/yace como un camino vivo» alcanzan una nota
superior a la de cualquiera de sus poemas terrenales.
Sin apenas pruebas para seguir con sus teorías, el primer día de
1904, Wallace advierte que sigue necesitando un lugar y un motivo
para el poema: «Creo que Poe jamás estuvo en California, pero me
alegraría que llegase a constatarse que, poco antes de su muerte,
viajó a alguna parte y que lo hizo sin un penique, circunstancia que
podría haber dado pie a que pagara su alojamiento y su cena con
un poema»17. Sin que la falta de pruebas lo inquiete lo más míni­
mo, Wallace hace gala de su habitual impaciencia por publicar
cualquier hallazgo nuevo y emocionante y escribe a Marriott
diciéndole: «Creo que sé cuándo se encumbró Leonainie y se lo voy
a enviar con unos comentarios preliminares al director de Fort-
nightly. Creo que su publicación puede llevarnos hasta su origen,
posiblemente en Estados Unidos»18. Cada día más envalentonado,
el 10 de enero anuncia que van a publicar el poema y añade:
«teniendo en cuenta todas las circunstancias [...] he llegado a la
conclusión de que esta composición fue lo último que Poe escri­
bió, probablemente pocos días antes de su muerte»19.
Cinco días más tarde se persona en la imprenta con el poema y,
como de costumbre, se ve envuelto en un lío. Al parecer, alguien
afirma que la composición es una falsificación, obra de un tal
James Whitcomb Riley, pero Wallace devuelve la acusación y pide
las pruebas que no se ha exigido a sí mismo: «Hasta que no tenga­
mos la presunta prueba de que Riley es el autor de Leonainie, es a mi
parecer harto probable que haya sido él quien lo ha encontrado y, a
sugerencia de un amigo, lo haya utilizado para aumentar su repu­
tación» (8 de febrero). Pero entonces recibe una carta (que copia
en su misiva del mismo día a Marriott) en la que un tal señor Law
242 Las fronteras de la ciencia

afirma que el perpetrador del fraude es el propio Riley, a quien


unos amigos han embaucado diciéndole que, si demostraba que
era capaz de escribir como Poe, alcanzaría la fama suficiente para
consolidarse como poeta de primera categoría. Así pues, conjetura
Wallace, Riley escribe Leonainie, lo hace público y, «cuando ha
superado el examen de los críticos de Poe y todos lo dan por genui­
no si no por canónico, demuestra que el autor del poema es él.
Consigue con ello llamar la atención sobre su propia obra y desde
entonces no le faltan ni pudín ni elogios»20.
El 15 de febrero, vuelve a recibir malas noticias, esta vez del
«bibliotecario de la Biblioteca de Londres», quien «se ha hecho
con un ejemplar de Armazindy, de Riley, que incluye Leonainiey que
me han enviado. Los editores afirman que en ese volumen “figu­
ran algunas de las últimas y mejores composiciones del señor Riley,
incluidas ‘Armazindy’ y el famoso poema de Poe”». A pesar de las
pruebas abrumadoras de que Leonainie era un fraude bien perpe­
trado, Wallace es incapaz de desdecirse. El resto de la carta consiste
en una crítica al conjunto de la poesía de Riley: Riley no tiene
talento suficiente para escribir Leonainie y lo que en realidad ha
sucedido es que Riley ha descubierto el poema de Poe y luego ha fin­
gido ser su autor. El 1 de marzo, obsesionado aún, escribe a
Marriott: «He revisado los cuatro volúmenes de la obra de Riley y
no puedo encontrar el menor indicio de que sea capaz de escribir
algo como Leonainie, por muchos defectos que éste tenga». A conti­
nuación emprende un análisis en el que compara verso por verso
el poema con otras composiciones de Riley y extrae su conclusión
definitiva: «Cuanto más pienso en este asunto, más convencido
estoy de que no compuso el poema. Me parece a mí que se hizo
con el poema de la forma en que a mí me ha llegado u otra pareci­
da y que, para que no dijeran que lo había copiado tal cual, intro­
dujo algunos cambios a fin de que se pareciera más a los que él
escribe, y que modificó la disposición de los versos y del contenido
para que los lectores pudieran tomarlo por una mala imitación de
Poe»21.
Este incidente retrata a la perfección la herética personalidad
Una personalidad herética 243

de Wallace, sus ganas de investigar afirmaciones singulares, su aná­


lisis exhaustivo y casi obsesivo de un tema, su deseo de comprome­
terse aun a falta de pruebas sustanciales y su determinación a afe­
rrarse a su postura original aunque luego aparezcan pruebas
refutatorias (sacando provecho hasta de estas mismas pruebas).
Cuando tiene razón, como en su descubrimiento de la selección
natural, los rasgos de personalidad de Wallace trabajan en su favor;
cuando no la tiene, como, probablemente, en el caso de Leonainky
en sus investigaciones sobre espiritismo, merece la burla y el escar­
nio de científicos, escépticos y otras personalidades conservadoras.
£1 «anticuerpo»
De sus cartas uno extrae la impresión de que Wallace se sentía
un marginado -una especie de rebelde-, incluso entre sus colegas
más cercanos. Rechazó muchos nombramientos honorarios y sólo
de mala gana, y después de que sir W. T. Thiselton-Dyer lo invitase
por tercera vez, aceptó convertirse en miembro de la Sociedad
Real. Tras recibir la Orden del Mérito en 1908, el mayor honor que
se le concedió, escribió al señor Fisher, su mejor amigo:
¿No es horrible? ¡Ahora dos más! Creo que son muy pocos los que
han recibido los tres honores ¡en seis meses! Nunca me creí digno
de la medalla Copley, y mucho menos de la Orden del Mérito, ni de
que se la dieran a un radical ardiente, a un defensor de la nacionali­
zación de la tierra, a un socialista, antimilitarista, etc., etc., etc. ¡Es
tan asombroso como incomprensible!22
Por el tono de su correspondencia parece obvio que era conscien­
te de su autonomía en materias que sus colegas científicos más
conservadores no se dignaban considerar, y que estaba orgulloso
de ella. En la carta que el 4 de noviembre de 1905 escribió a Ra-
phael Meldola después de ver que las reseñas de su My Life [Mi
vida] se hacían eco de su «pasajero» interés por el espiritismo y
otros asuntos en los márgenes de la ciencia, recordaba: «Ayer
merecí una nota de cierta extensión en una publicación llamada
244 Las fronteras de la ciencia

Reuiews [...] dice así: “Porque en muchos temas, el señor Wallace es


un anticuerpo. Está en contra de la vacunación, en contra de la
educación pública, en contra de las leyes sobre la propiedad, etcé­
tera. Para compensar, está a favor del espiritismo y la frenología, así
que lleva como una carga un peso muerto de falacias y fantasías tan
grande que no sé cómo puede flotar”». Un científico más conserva­
dor habría palidecido ante semejante caracterización, pero no uno
de personalidad herética. Tres días después, Wallace se jactó de su
nuevo título ante su amigo Fisher:
En general y con pocas excepciones, las reseñas hacen justicia a las
modas. Review ha inventado un término para mí: soy un «anticuer­
po»; pero la de Outlook es la más sustanciosa: soy el único hombre
que cree en el espiritismo y la frenología, que está en contra de la
vacunación y que opina que la Tierra es el centro del universo; el
único hombre cuya vida merece la pena escribirse. A continuación
señalan algunas cosas en las que soy capaz de creer y que los demás
tienen por falacias, y me compara ¡con sir I. Newton cuando escribe
sobre los profetas! Pero, por supuesto, pone por las nubes mis traba­
jos en biología; en eso soy un sabio, en todo lo demás soy una espe­
cie de idiota débil y babeante. ¡Es verdaderamente delicioso!23
La condición de «anticuerpo» elevó algunas veces a Wallace a la
grandeza, otras lo llevó a un callejón sin salida. Fue en algunas dis­
ciplinas un observador sin parangón, y en otras estaba práctica­
mente ciego.
Orden de nacimiento y ciencia herética
Tras examinar a Alfred Wallace como personalidad herética,
podría ser constructivo considerar los orígenes y el desarrollo de
este tipo de personalidad en todos los científicos heréticos a lo
largo de toda la historia de la ciencia. Como vimos en el capítulo 6,
en un artículo publicado en 1990, «Orthodoxy and Innovation in
Science» [Ortodoxia e innovación en ciencia], y en su libro de
1996 Rebeldes de nacimiento, el historiador y científico social Frank
Una personalidad herética 245

Sulloway comprobó y confirmó la importancia de una serie de fac­


tores en el desarrollo de las personalidades caracterizadas por el
afán de investigación y, en el fondo, de aceptación de ideas heréti­
cas. Pero Frank Sulloway no se ha detenido en la investigación de
los revolucionarios copemicanos: ha estudiado veintiocho polémi­
cas y revoluciones científicas de los últimos cuatrocientos años y ha
descubierto que la probabilidad de que un no primogénito acepte
una idea revolucionaria es 3,1 veces mayor de que la acepte un pri­
mogénito; para las revoluciones radicales, la probabilidad asciende
a 4,7.
Sulloway también ha valorado, por ejemplo, la actitud de más
de trescientos científicos ante la revolución darwinista entre 1859 y
1870. Los criterios para aceptar o rechazar el darwinismo se basa­
ban en tres premisas: «1) que ha habido evolución; 2) que la selec­
ción natural es un factor importante (pero no exclusivo) de la evo­
lución; y 3) que todos los seres humanos descienden de animales
inferiores sin intervención sobrenatural». Si uno acepta las tres, es
un darwinista. Los resultados de esta particular polémica eran
coherentes con los del modelo general: el 83 por ciento de los dar-
winistas no eran primogénitos y el 55 por ciento de los no darwinis-
tas sí lo eran, lo cual se traduce en una diferencia estadística de
p<0,0001. Entre quienes rechazaron la teoría de la evolución por
selección natural de Darwin se encontraban Louis Agassiz, Charles
Lyell, John Herschel y William Whewell, que eran primogénitos, y
entre sus principales defensores estaban Joseph Hooker, Thomas
Henry Huxley, Ernst Haeckel y, por supuesto, Charles Darwin y
Alfred Russel Wallace, que no lo eran.24
Como hemos visto también, manejando más de un millón de
datos (que también confirman el efecto de Revoluciones no cientí­
ficas como la francesa y la americana), Sulloway ha descubierto
que el grado de radicalismo de la nueva teoría también guarda
relación con el orden de nacimiento. Los hijos no primogénitos
prefieren concepciones del mundo basadas en probabilidades y
estadísticas, como la teoría de la selección natural de Darwin y
Wallace, frente a cosmovisiones más mecánicas y predecibles por
246 Las fronteras de la ciencia

las que optan los primogénitos. Por último, Sulloway ha revalado,


como ya sabemos, que cuando un primogénito acepta una teoría
nueva, es raro que ésta se encuentre entre las más innovadoras.
Louis Agassiz, por ejemplo, se opuso a Darwin (el modelo de Sullo­
way predice un 98,5 por ciento de probabilidades de que así lo
hiciera), pero apoyó la teoría de las glaciaciones, lo cual se explica
porque, en comparación con las implicaciones ideológicas de las
teorías darwinistas, la teoría de la glaciación es muy conservadora y
además estuvo vinculada con las teorías ya aceptadas del catastrofis­
mo y el creacionismo. La teoría de la evolución por medio de la
selección natural, en cambio, no consolidaba el statu quo de nin­
guna institución social y, por tanto, resultaba especialmente atracti­
va para radicales no primogénitos como Alfred Wallace.
La psicología del desarrollo ha corroborado los estudios de
Sulloway sobre la general identificación de los primogénitos con
sus padres y, a través de ellos, con otras figuras de autoridad. J. S.
Tumer y D. B. Helms, por ejemplo, afirman que «los primogénitos
se convierten en el centro de atención de sus padres y monopoli­
zan su tiempo. Los padres de los primogénitos no sólo suelen ser
más jóvenes y tener más ganas de estar con sus hijos, sino que en
efecto pasan mucho rato charlando con ellos y compartiendo sus
actividades. Esto suele reforzar los vínculos entre ellos»25. Evidente­
mente, mayor atención conlleva más premios y castigos, lo cual
refuerza su característica obediencia a la autoridad y la aceptación
de la «forma correcta» de pensar. R. Adams y B. Phillips26 por un
lado yj. S. Kidwell27 por otro señalan que, a causa del exceso de
atención que reciben, los primogénitos se esfuerzan más que sus
hermanos por conseguir la aprobación de sus padres. Gregory
Markus ha descubierto que tienen tendencia á sufrir más ansiedad,
ser más dependientes y más conformistas.28 En un experimento
con interacciones entre madre e hijo realizado con veinte primo­
génitos, veinte hermanos menores y veinte hijos únicos (de cuatro
años todos ellos), I. Hilton descubrió que los primogénitos eran
notablemente más dependientes y pedían más veces ayuda o con­
suelo a sus madres que los hermanos menores o los hijos únicos.29
Una personalidad herética 247

Además, la probabilidad de que la madre de un primogénito inter­


venga significativamente en la tarea de su hijo (hacer un puzle) es
mayor que en la madre de hijos menores e hijos únicos. Por últi­
mo, H. B. Nisbet30 ha demostrado la probabilidad de que los hijos
menores participen más que sus hermanos mayores en deportes
relativamente peligrosos, ligados a la adopción de riesgos y, por
tanto, se abonen con más frecuencia al pensamiento «herético»31.
Sin la menor duda, el estudio histórico de Frank Sulloway, el
más exhaustivo sobre las consecuencias del orden del nacimiento,
proporcionará a los psicólogos datos suficientes para confirmar o
refutar varias teorías psicológicas sobre desarrollo y personalidad.
El orden de nacimiento es un factor subrogado de otras variables
que tienen gran influencia como la edad, el sexo y la clase socioe­
conómica, que a su vez tienen mucho que ver con la receptividad a
las ideas novedosas. Por ejemplo, aunque «la clase social no ejerce
la menor influencia directa en la aceptación de ideas científicas
nuevas», Sulloway ha descubierto que «sólo a través de una triple
interacción con el orden de nacimiento y la pérdida de los padres
desempeña un papel sutil pero significativo en la actitud ante las
innovaciones científicas»32.
Esto no debería sorprendernos y es también la razón de que
lleve tantas páginas insistiendo en este asunto. Alfred Wallace no
fue el mayor de sus hermanos, sino el octavo de nueve. Pertenecía
a la clase media-baja (según el sistema de clasificación de Sulloway)
y lo separaron de sus padres a los catorce años el efecto de interac­
ción triple que genera el mayor apoyo a las teorías científicas radi­
cales. Según el modelo multivariado de Sulloway, con doce indica­
dores y sus efectos interactivos, «existía un 99,5 por ciento de
probabilidades de que Wallace defendiera la teoría de la selección
natural»33.
Wallace procedía de una familia de clase trabajadora, sólo había
recibido educación oficial siete años (lo cual está relacionado con
el adoctrinamiento en ideas tradicionales y conservadoras) y su
padre se arruinó cuando él no tenía más que trece, a raíz de lo cual
se mudó a vivir primero con su hermano John y luego con su her­
248 Las fronteras de la ciencia

mano William. Posteriormente, Wallace visitó la casa de sus padres


muy rara vez y, cuando completó su viaje de cuatro años por el
Amazonas, a los veintinueve años, su padre ya había muerto. Según
el análisis de Sulloway, casi podría decirse que Wallace estaba desti­
nado a ser un científico radical porque tenía una personalidad
herética. Y hubo otros factores que también contribuyeron. Sullo­
way lo explica del siguiente modo:
En mi modelo multivariado figura, por supuesto, dentro del grupo
de los no primogénitos, con las personas más liberales en política y
religión. En 1859, con treinta y seis años, es decir, relativamente
joven, ya estaba familiarizado con las ideas de Darwin. De éste se
diferenciaba, sobre todo, porque era mucho más radical en política.
Darwin entra dentro de la tercera categoría por sus ideas políticas y
religiosas, porque era laborista y deísta (con un promedio de 3,6 en
mi escala de cinco puntos), mientras que Wallace era, claramente,
radical y deísta (alrededor de 4,4) ,34
En el modelo de rasgos de personalidad de Cinco Factor , >rden
de nacimiento incide sobre todo en la apertura a la experiencia, y en
esto, Wallace y Darwin empatan, entre 2.458 científicos, en el tercer
lugar, y figuran en un mismo grupo de diez por cantidad de viajes,
número de intereses y postura en las discusiones científicas.
La tentación de la ciencia herética
Un último componente psicológico de la personalidad herética
de Wallace es lo que el filósofo Paul Kurtz llama «tentación de lo
trascendente», concepto que aclara ampliamente en su libro de
1986 The Transcendental Temptation. Esta variable cognitiva afecta a
todas las personas que han considerado en profundidad el propó­
sito último de nuestra existencia. La tentación, dice Kurtz, «acecha
en el fondo del corazón humano. Está siempre presente, tienta a
los humanos con el atractivo de realidades trascendentales subvir­
tiendo el poder de su inteligencia crítica e inclinándolos a aceptar
sistemas míticos infundados y sin demostrar»35.
Una personalidad herética 249

Más concretamente, Kurtz argumenta que los mitos, las religiones


y la creencia en los fenómenos paranormales nos tientan más allá del
pensamiento racional, crítico y científico por la sencilla razón de que
tocan un elemento esencial y sagrado de nuestro interior que tiene
que ver con la vida y la inmortalidad. «Es un sentimiento tan profundo
que ha inspirado las grandes religiones y los credos paranormales del
pasado y del presente e incita de tal modo a hombres y mujeres que,
por sensatos que sean, acaban tragándose mitos evidentemente falsos
y los repiten constantemente como si fueran artículos de fe.»36 ¿Qué
impulsa la tentación? Kurtz opina que la imaginación creativa:
En el corazón humano se libra una batalla constante entre las imá­
genes de nuestras ficciones y la verdad real. Elaboramos imágenes
ideales de carácter poético, artístico y religioso de lo que podría
haber sucedido en el pasado o podrá suceder en el futuro. Hay una
tensión constante entre el científico y el poeta, el filósofo y el artista,
el pragmático y el visionario. Científico, filósofo y pragmático de­
sean interpretar el universo y comprender cómo es realmente; a los
demás los inspira lo que podría ser. Los científicos desean poner a
prueba sus elaboraciones hipotéticas; los soñadores viven para ellas.
Con demasiada frecuencia, la gente ansia fe y convicción, no cono­
cimiento verificado. Llevada por las alas de la imaginación, la creen­
cia se eleva muy por encima de la verdad.37
Si la psicología experimental puede enseñarnos alguna lección es
la de que, entre los seres humanos, las diferencias individuales son
norma. Todas las conductas y creencias tienen un margen de varia­
bilidad. No todo el mundo se ve igualmente tentado por la trascen­
dencia y nadie tiene la misma capacidad que otro para superar la
tentación. Los diversos credos trascendentes tientan mucho más a
las personalidades heréticas, que, asimismo, están menos dispues­
tas a analizarlos con el mismo escrutinio crítico con que pueden
examinar otros sistemas de creencias.
Es verdad que Wallace estaba convencido de que su creencia en
el espiritismo se apoyaba en pruebas científicas, pero, tras leer su
250 Las fronteras de la ciencia

abundante correspondencia y escritos sobre el tema, cabe extraer


la conclusión de que estaba dominado por la tentación de lo tras­
cendente, que era en él demasiado poderosa para poder vencerla.
Como en su enconada disputa con los defensores de la planitud de
la Tierra y su insistencia con el presunto último poema de Poe, los
rasgos de personalidad que lo inclinaban a la radicalidad eran
mucho más fuertes que las precauciones que pudiera inspirarle su
estado de ánimo. Recordemos una carta que escribió en 1894, a la
muerte de Francés, su querida hermana:
La muerte nos permite como ninguna otra cosa percibir el misterio
del universo. El otoño pasado perdí a mi hermana, el único familiar
con quien he estado hasta el último momento. En ese instante me
parecía poco natural e increíble que ese ser vivo que, con su especial
manera de ser, conocía desde hacía tanto tiempo, hubiera abando­
nado su cuerpo. Y todavía menos natural me parecía que (como
ahora tantos creen) hubiera dejado de existir por completo para
convertirse en nada. A pesar de mi fe en el espiritismo y de todos mis
conocimientos sobre él, en ocasiones tengo dudas, restos de mi ori­
ginal y arraigado escepticismo; pero mi razón acude en apoyo de la
videncia y del espiritismo y me dice que tiene que existir un más allá
para todos nosotros.38
En la obra de Wallace, este tipo de comentarios son la norma, no
la excepción. Por lo demás, en su tentación de lo trascendente,
Wallace recibió, a lo largo de muchos años y en todo el mundo, un
gran apoyo de lectores legos y colegas científicos. En su corres­
pondencia hay una carta que, desde Las Cruces, Nuevo México, le
envió el profesor Theo D. A. Cockerell, quien ya le había escrito
en numerosas ocasiones sobre temas biológicos. El 24 de septiem­
bre de 1893 Cockerell le hablaba de la muerte de su esposa al dar
a luz:
Normalmente, cuando un hombre se refiere a su «otra mitad», no
es más que una forma de hablar, pero lo cierto es que me siento
Una personalidad herética 251

como si me hubieran arrancado mi otra mitad y no sé qué sentido


tiene que esta mitad siga trabajando hasta que vuelva a unirse con la
otra. Cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que existen
muchas razones para la esperanza y para creer que, en realidad, la
presente separación sólo es provisional. Estoy seguro de que estará
usted de acuerdo conmigo. En todos los sentidos, la perspectiva
debería alegrarme, pero me resulta imposible contentarme con la
filosofía e ignorar el presente, que es bastante duro. No conozco a
mucha gente con una idea clara de la inmortalidad. A mí me parece
un axioma, como la infinitud del tiempo y el espacio; aunque en
ambos casos, la idea elude nuestra capacidad mental.39
Wallace respondió con la sensibilidad que normalmente demostra­
ba con quienes se interesaban por asuntos ultramundanos. Al
hacerlo añadía todo el peso de la credibilidad científica a la tenta­
ción de lo trascendente. Si en su época hubo muchas personalida­
des heréticas a quienes los ciudadanos podían recurrir y consultar
a propósito de tales materias, Wallace fue, entre ellas, de las más
importantes por su envergadura científica.
Las personalidades heréticas -se trate de científicos o no-
deben ser más cautelosas que la mayoría, porque, si su audacia
puede depararles hallazgos extraordinarios en algunos campos,
puede también derivar en temeridad y llevarles a la decepción y el
desastre en otros. Las personalidades heréticas, tan presentes en
las pseudociencias, tienen que atemperar sus creencias con cierta
cautela. Los escépticos, que tanto abundan en la ciencia, necesitan
que alguna audacia modere su escepticismo. Cuando un herético
se encuentra con un escéptico surge un científico creativo.
8 Un científico entre espiritistas
Cómo cruzar la frontera entre ciencia y pseudociencia

Los historiadores tenemos una tarea muy poco habitual entre los
buscadores de la verdad. Con objeto de introducimos en la mente
de nuestros predecesores y comprender su forma de pensar, debe­
mos olvidar cuanto sabemos, porque juzgarlos a la luz de nuestros
propios criterios sería injusto: ellos no sabían lo que nosotros sabe­
mos. Por otro lado, a fin de espigar las lecciones del pasado para
comprender qué ideas eran callejones sin salida y cuáles conduje­
ron a la cosmovisión moderna, debemos recordar qué sabemos y
confrontar las ideas de antes con las nuestras, para que la historia,
aparte de amena, sea útil. Es complicado mantener el equilibrio,
especialmente al desplazarse por las zonas fronterizas de la ciencia:
lo que hoy es pseudociencia, para otra época podría ser ciencia.
Las investigaciones que en el terreno del espiritismo que en el siglo
xix realizó nuestro ya conocido y renombrado naturalista británi­
co Alfred Russel Wallace, más famoso por su descubrimiento (a la
par que Darwin) de la selección natural, constituyen un caso para­
digmático.
Wallace merece nuestra atención no sólo porque fue sincero y
apasionado (muchas personas lo son, pero eso no las convierte en
buenos investigadores), sino porque se le considera uno de los
grandes científicos de su época. ¿Cómo, a través de una serie de
investigaciones (y no a través de creencias religiosas o espirituales
aisladas), llega un científico eminente a aceptar ideas supracientífi-
cas o sobrenaturales? La respuesta no es mera curiosidad científi­
ca. Existe un poderoso movimiento social impulsado principal­
mente por la Fundación Templeton cuyos intentos de verificar con
pruebas fehacientes algunas creencias como la existencia de Dios,
la eficacia de la oración para curar o la relación entre la culpa, el
perdón y el bienestar, traspasan clara y rotundamente los límites
254 Las fronteras de la ciencia

entre ciencia y religión. En el mismo sentido, en La física de la


inmortalidad, publicado en 1994, Frank Tipler afirma que «la física
moderna requiere del principio de Dios». Con ello Tipler quiere
decir que la existencia de vida inteligente es una condición necesa­
ria de las leyes que estructuran el universo. Y una vez que la vida
inteligente se ha formado, su resurrección -la inmortalidad- es
inevitable. Tipler concluye: «La ciencia actual nos dice cómo llegar
al Cielo»1. Si la forma de hacer ciencia de Tipler es moderna, su
argumento no lo es. Se trata del argumento de Wallace de la nece­
sidad de una inteligencia superior con los ropajes de la física
moderna. Si examinamos el desarrollo de las ideas de Wallace en el
contexto de su cultura, tal vez podamos comprender de qué forma
los científicos de entonces y los de ahora coquetean con la pseudo-
ciencia y, en ocasiones, cruzan el límite y se zambullen en ella.
La herejía de Wallace
El primer anuncio de la herejía científica de Wallace sobre la
evolución del hombre y de la mente, en la que tanto influyeron sus
experiencias con el movimiento espiritista, se puede fechar en el
número de abril de 1869 de la Quarterly Review, en el que publicó
una reseña de la décima edición de Elementos de geología, de Charles
Lyell. Para Wallace, el inconveniente de la teoría de la evolución
consistía en que la selección natural no podía explicar el tamaño
excepcionalmente grande del cerebro humano:
El cerebro de los salvajes más inferiores y, por lo que sabemos, del
hombre prehistórico tiene un órgano [...] algo menor en tamaño y
complejidad al de los tipos superiores. [...] Pero las necesidades
mentales de los salvajes inferiores, como los nativos de Australia y de
las Andamán, sólo están ligeramente por encima de las de muchos
animales. De modo que ¿cómo pudo un órgano desarrollarse más
allá de las necesidades de quien lo poseía? La selección natural sólo
pudo dotar al salvaje con un cerebro ligeramente superior al de un
simio, pero lo cierto es que posee uno ligeramente inferior al de un
miembro medio de nuestras sociedades avanzadas.2
Un científico entre espiritistas 255

Puesto que la selección natural era la única fuerza que conocía


para esclarecer la evolución y comoquiera que decidió que no
podía ofrecer una explicación convincente de la existencia del
cerebro humano, Wallace llegaba a la siguiente conclusión: «Una
Inteligencia Dominante ha vigilado la acción de esas leyes, gober­
nando las variaciones y determinando su acumulación para, final­
mente, dar lugar a una organización lo bastante perfecta para per­
mitir el desarrollo indefinido de nuestra naturaleza mental y moral
e incluso para contribuir a él»3.
El argumento de Wallace era sólido y coherente. La selección
natural no elige los órganos que serán necesarios en el futuro,
opera en el aquí y ahora de los organismos. La utilidad o inutilidad
(e incluso su carácter peijudicial) de determinada estructura o
función sólo incumbe al ahora del organismo. La naturaleza no
sabía que algún día necesitaríamos un cerebro de gran tamaño
para observar el cielo o resolver complejos problemas matemáti­
cos, se limitó a elegir entre nuestros ancestros a los que eran más
capaces de sobrevivir en su entorno. Pero, dado que en efecto
poseemos habilidad suficiente para desarrollar funciones mentales
tan elevadas, es evidente que la selección natural no pudo ser la
causante de un cerebro lo bastante grande para tal fin. Sólo una
«Inteligencia Dominante» pudo modelarnos con antelación, lo
cual constituye una explicación racional, aunque no natural, del
fenómeno.4
Lyell apoyó la nueva postura de Wallace y el 28 de abril de 1869
escribió una carta a Darwin para decirle: «Me acojo más bien a la
sugerencia de Wallace de que tiene que existir una Voluntad
Suprema y Poderosa que tal vez no renuncie a su facultad de inter­
vención y guíe las fuerzas y leyes de la naturaleza»5. Lyell fue un
importante aliado de Wallace y reforzó su confianza en su decisión
de abandonar el bando darwinista. Como es natural, Darwin no
adoptó una actitud tan conciliadora. Anticipando la reacción de su
amigo, Wallace escribió a Darwin el 24 de marzo de 1869 para
transmitirle la siguiente advertencia: «En mi artículo de próxima
publicación en la Quarterly aventuro porprimera vez ciertas limitado-
256 Las fronteras de la ciencia

nes del poder de la selección natural». Sabiendo cómo sería recibi­


da esta nueva evolución científica e ideológica, Wallace proseguía:
«Me temo que a Huxley y tal vez a usted les parecerán débiles y
poco filosóficas. Deseo, simplemente, que usted sepa que en modo
alguno las expongo para complacer a los lectores de la Quarterly
-sin duda no pensará usted que lo hago por eso-, sino que con
ellas manifiesto una convicción profunda basada en pruebas a las
que no aludo en el artículo, pero que son para mí completamente
irrefutables»6.
Darwin respondió el 27 de marzo: «Siento una enorme curiosi­
dad por leer la Quarterly. espero que no haya usted asesinado del
todo a su propio hijo, que es también el mío»7. Tras leer el artículo,
la reacción de Darwin fue predecible y comprensiblemente brusca.
En el margen de su ejemplar de la publicación, junto al párrafo
sobre la inadecuación de la selección natural para dotar a los
humanos con un cerebro de gran tamaño (que he citado anterior­
mente), escribió con trazo firme «NO», lo subrayó tres veces y aña­
dió un sinfín de exclamaciones. Luego escribió a Lyell para decirle
que le había «decepcionado terriblemente» Wallace, y a éste le
remitió personalmente sus protestas: «Si no me hubiera avisado,
habría pensado que sus comentarios pertenecen a otra persona.
Como usted esperaba, disiento gravemente de su postura, y lo
lamento mucho. No veo la necesidad de introducir una causa adi­
cional o de contenido aproximado para explicar al Hombre»8.
Varios meses más tarde, el 26 de enero de 1870, con una insinua­
ción poco sutil de amigo y mentor desilusionado, Darwin se lamen­
taba así: «Lloro por el Hombre: escribe usted como un naturalista
metamorfoseado (en la dirección de los retrógrados); ¡usted,
autor del mejor artículo aparecido nunca en la Anthropological
Review! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Su triste amigo, C. Darwin»9.
La reacción de Wallace a la decepción de Darwin fue inmediata
y comprensiva: «Puedo entender su reacción a mis “acientíficas”
opiniones sobre el Hombre, porque hace pocos años yo también
las habría considerado igualmente impropias e inoportunas».
Aparte de su escepticismo sobre la capacidad de la selección natu­
Un científico entre espiritistas 257

ral para esclarecer el problema del cerebro humano y otros rasgos,


Wallace se apartaba ahora de Darwin para transitar por un camino
del cual sólo podía ofrecer ciertas insinuaciones: «Mi opinión ha
cambiado únicamente tras considerar una serie de fenómenos físi­
cos y mentales notables que ahora tengo oportunidad de verificar
plenamente y que demuestran la existencia de fuerzas e influen­
cias que la ciencia todavía no ha reconocido»10.
Wallace, en todo momento un científico herético deseoso de
explorar todos los aspectos del misterioso mundo que lo rodea, se
había visto cautivado y atrapado por el renacimiento del espiritis­
mo que llevaba ya veinte años causando estragos en el Reino
Unido y Estados Unidos. Previendo una respuesta poco entusiasta,
convocó a los aliados que podían corroborar sus hallazgos y le
pidió a Darwin que no lo llamara todavía loco: «A usted, lo sé, todo
esto le parecerá una especie de alucinación mental, pero, gracias a
mi comunicación personal con ellos, puedo asegurarle que Robert
Chambers, el doctor Norris de Birmingham, el conocido fisiólogo,
y C. D. Varley, el célebre especialista en electricidad, que lleva
investigando este tema varios años, coinciden conmigo tanto en los
hechos como en las consecuencias principales que cabe inferir de
ellos. Espero que suspenda su juicio por un tiempo, al menos hasta
que aparezcan síntomas que corroboren nuestra locura»11.
Explicaciones heréticas
¿Por qué Wallace renunció a su propia interpretación naturalis­
ta en favor de la intervención sobrenatural cuando tuvo que ocu­
parse de los orígenes y evolución del cerebro? Al fin y al cabo, se
trataba de un reconocido defensor del darwinismo, de la persona
que en cierta ocasión había dicho: «Algunos de mis críticos afir­
man que en este asunto soy más darwinista que el propio Darwin;
admito que no se equivocan»12. ¿Cómo puede alguien más darwi­
nista que Darwin apartarse de su doctrina?
El biólogo evolutivo Stephen Jay Gould ofrece la siguiente
explicación: «En la mayoría de las crónicas históricas Wallace apa­
rece como un hombre de menor estatura que Darwin por una (o
258 Las fronteras de la ciencia

más) de estas tres razones, asociadas a su postura sobre los orígenes


del intelecto humano: por simple cobardía; por incapacidad para
trascender las limitaciones de la cultura y el punto de vista tradicio­
nal sobre la singularidad del hombre, y por incoherencia, porque
defendió la selección natural con rotundidad (en el debate sobre
la selección sexual) y luego la abandonó en el momento decisivo».
Aunque la suya es una explicación monocausal, el propio Gould
confiesa: «Yo no puedo analizar la psique de Wallace y no quiero
extenderme sobre sus motivos profundos para aferrarse al abismo
insalvable entre el intelecto humano y el comportamiento de los
simples animales»; en cambio, se propone valorar «la lógica de la
argumentación [de Wallace] y admitir que la explicación tradicio­
nal no sólo es incorrecta, sino escrupulosamente retrospectiva».
Gould defiende enérgicamente que la hiperselección es el único
agente del cambio de actitud: «Wallace no abandonó la selección
natural en el umbral humano. Más bien fue su visión peculiarmen­
te rígida de la selección natural la que le llevó, con bastante inco­
herencia, a rechazarla para el cerebro humano. Su postura nunca
varió: la selección natural es la única causa de los grandes cambios
evolutivos»13. Por su parte, Malcolm Jay Kotder, historiador de la
ciencia, opina que «la creencia en el espiritismo de Wallace fue el
origen de sus dudas sobre la posibilidad de que la selección natural
ofreciese una explicación exhaustiva del ser humano». En reali­
dad, Kottler tiene buenas razones y pruebas históricas para llegar a
tal conclusión. En la carta que envió a Darwin y que hemos citado
anteriormente, el propio Wallace asegura que su opinión sobre la
evolución del hombre y del cerebro ha cambiado «únicamente»
tras considerar una «serie de fenómenos físicos y mentales nota­
bles». Por tanto, concluye Kotüer: «Algo ocurrió entre 1864 y 1869
que le hizo cambiar de opinión: el acontecimiento crucial, su con­
versión al espiritismo»14.
Pero una sola cita no esclarece del todo un cambio ideológico,
por mucho que pertenezca al propio ideólogo. Cuando estudia­
mos a Wallace en su conjunto, nos percatamos de que atribuir su
transformación enteramente a su creencia en el espiritismo es
Un científico entre espiritistas 259

demasiado limitado. Es evidente que el fenómeno desempeña un


papel muy significativo en su forma de pensar, pero hubo también
otros factores relevantes. Dentro del corpus de su obra y especial­
mente en su correspondencia, se hace patente que el hiperselec-
cionismo de Wallace era mucho más que una merajustificación de
su creencia en el espiritismo. Wallace creía firmemente en el meca­
nismo de la hiperselección, que le parecía poderoso y muy sólido;
en él se fundaba su cosmovisión, lo cual fue motivo de diversas dis­
cusiones científicas. El historiador Joel Schwartz, por ejemplo,
disiente de Kottler y sostiene: «A partir de 1865, las opiniones reli­
giosas de Wallace fueron la causa de que el abismo que lo separaba
de Darwin fuese cada vez mayor»15. Schwartz ofrece pruebas de
que el interés de Wallace por el espiritismo precedió en varios años
a sus artículos sobre la evolución del hombre. Por ejemplo, en una
entrevista que le hizo W. B. Northrop y que fue publicada en 1913
en Outlook, Wallace explicaba los orígenes de este interés:
Cuando regresé del extranjero [del archipiélago malayo], había
leído mucho sobre espiritismo y, como a la mayoría, me parecía un
fraude y un delirio. Corría el año 1862. Por esa misma época conocí
a la señora Marshall, una médium célebre en Londres, y tras asistir a
varias de sus reuniones y estudiar todo el asunto con amplitud de
miras y toda la aplicación científica de que fui capaz, llegué a la con­
clusión de que el espiritismo es genuino. Sin embargo, no me dejé
arrastrar por el entusiasmo, esperé tres años e hice un examen rigu­
roso del fenómeno. Sólo entonces y gracias a las pruebas llegué al
convencimiento de que el espiritismo es en efecto auténtico.16
Curiosamente, a raíz de este pasaje, Schwartz llega a la conclusión de
que «Wallace era receptivo al espiritismo porque éste llenaba el
vacío religioso de su vida. Wallace no pertenecía a ninguna iglesia
organizada y es muy probable que, antes de su conversión en 1865,
fuera agnóstico. A partir de 1865 su actitud cambió: el espiritismo
dejó de ser un fenómeno que habría que investigar y se convirtió en
su religión»17. Por desgracia, Schwartz no define lo que entiende por
260 Las fronteras de la ciencia

«religión» o qué cree que entendía Wallace. Luego conjetura sobre


las razones que lo apartaron «del punto de vista darwinista sobre el
origen del hombre»: «su incapacidad para tender un puente entre
su credo moral y sus creencias científicas», motivada por «su desen­
canto con la vida en la Inglaterra victoriana y con las respuestas que a
modo de explicación del mundo ofrecía la comunidad científica».
En definitiva, que Wallace rompiera con Darwin «expresaba tam­
bién su deseo de encontrar un mundo nuevo y mejor, al que su teo­
ría de la evolución podía llevar y el mecanismo darwinista no»18.
Es cierto que la cosmovisión evolutiva de Wallace tenía un
alcance mucho mayor y acogía mejor la posibilidad de la interven­
ción sobrenatural que la de Darwin, pero que se apartase de la teo­
ría darwinista se debe a razones mucho más complejas que la desi­
lusión con su cultura o una necesidad religiosa personal. La
cosmovisión de Wallace era científica y naturalista hasta la médula
y en ella la selección natural era la fuerza impulsora de todo cam­
bio evolutivo. En todo caso, estaba demasiado comprometido con el
cientificismo y el naturalismo, y no se permitía apenas espacio para
las ambigüedades del conocimiento o las anomalías de la naturale­
za. Deseaba, llevado por un impulso, hallar una explicación para
todo, y ahí debe buscarse la raíz del conflicto, así como la explica­
ción de que tomase una senda alternativa a la de Darwin.
Lo natural y lo sobrenatural
Wallace expuso con claridad y firmeza su cosmovisión científica
en un artículo de 1870 titulado «The Limits of Natural Selection as
Applied to Man» [Los límites de la selección natural aplicada al
hombre], en el que reconocía la naturaleza herética de su teoría al
propugnar un motor que está más allá de lo que conoce la ciencia:
«Debo confesar que esta teoría tiene la desventaja de que requiere
la intervención de una inteligencia individual bien definida. [...]
Implica, por tanto, que las grandes leyes que gobiernan el universo
material fueron insuficientes para dar este fruto»19.
Wallace se proponía a continuación argumentar la necesidad
lógica de la existencia de una inteligencia superior y citaba el dis­
Un científico entre espiritistas 261

curso que el profesor John Tyndall pronunció en 1868 en Norwich


en calidad de presidente del Departamento de Física de la Asocia­
ción Británica. Tyndall planteaba el clásico dilema de la diferencia
entre mente y cerebro: «¿Cómo conectan estos procesos físicos con
los hechos de la conciencia? El abismo entre estos dos fenómenos
sigue siendo intelectualmente insalvable»20. Wallace partía de una
posición materialista: un conjunto de moléculas, por mucho que
esté estructurado en niveles «de cada vez mayor complejidad y aun­
que se lleve hasta una extensión infinita, no puede, de sí mismo,
derivar la menor tendencia a originar conciencia». La conciencia,
sostenía, no es un fenómeno cuantitativo, sino cualitativo. No se
puede generar espontáneamente por acumulación de moléculas,
como si pudiera nacer al alcanzarse determinada masa crítica:
Si un elemento material o la combinación de un millar de elemen­
tos materiales de una molécula son igualmente inconscientes, es
imposible que la mera adición de uno, dos o mil elementos materia­
les distintos para formar una molécula más compleja pueda, en
modo alguno, dar pie a una existencia consciente. Es un dilema sin
solución: o toda materia es consciente o la conciencia es, o pertene­
ce a, algo distinto de la materia, en cuyo caso su presencia en formas
materiales es una prueba de la existencia de seres conscientes fuera
de lo que llamamos materia e independientes de ella.21
Lo que plantea Wallace resulta fundamental: ¿cómo ir de cero a
uno, de la ausencia de conciencia hasta un mínimo de conciencia,
por pequeño que sea? «No podemos concebir una transición gra­
dual de la ausencia absoluta de conciencia a la conciencia -sostie­
ne Wallace-, porque la sensación más rudimentaria de conciencia
de sí está infinitamente alejada del absoluto [...] de la materia
inconsciente.» Además, no existe ninguna fuerza natural conocida
(«gravitación, cohesión, repulsión, calor, electricidad, etcétera»)
capaz de explicar nuestro libre albedrío; ha de existir, por tanto,
otra fuerza que lo haga.22 Sin esa fuerza sobrenatural, o lo que es lo
mismo, si sólo existieran las fuerzas naturales conocidas, «se anula
262 Las fronteras de La ciencia

la posibilidad de cierta libertad de elección, y es inconcebible


cómo o por qué surgió cierta conciencia o voluntad aparente en
organismos tan puramente automáticos». En definitiva, concluía
Wallace, «no parece improbable que todas las fuerzas sean fuerza
de voluntad y, por tanto, que el conjunto del universo no sólo
dependa de ella, sino que en realidad sea la VOLUNTAD de inteli­
gencias superiores o de una Inteligencia Suprema»23.
Evidentemente, Wallace defiende la existencia de lo sobrenatu­
ral desde la postura propia de un naturalista, pero lo hace median­
te lo que considera coherente desde un punto de vista lógico y
racional desde una perspectiva científica. En ningún lugar de su
artículo defiende el espiritismo, la religión o Dios, ni alude a ellos.
En su opinión, sus métodos eran puramente científicos y sus con­
clusiones basadas en argumentos exclusivamente racionales: «Nor­
malmente se afirma que estas especulaciones rebasan los límites de
la ciencia, pero, a mi parecer, se trata de deducciones de los hechos
de la ciencia, más legítimas que las que consisten en reducir el uni­
verso entero [...] a materia concebida y definida de tal forma que
resulta filosóficamente inconcebible»24.
Wallace opina que la ciencia moderna por fin ha demostrado la
antigua creencia filosófica en la existencia de una espiritualidad
humana singular: «La filosofía ha demostrado hace mucho nuestra
incapacidad para probar la existencia de materia tal y como la con­
cebimos habitualmente, pero admite la demostración en cada uno
de nosotros de nuestra existencia espiritual, consciente de sí. La
ciencia desemboca en el mismo resultado. La coincidencia entre
ambas disciplinas debería inspiramos confianza en la combinación
de sus enseñanzas»25.
Dos décadas más tarde, el matrimonio entre lo filosófico y lo
científico había fortalecido sus lazos. En su obra Darwinism, publi­
cada en 1889, Wallace incluye el razonamiento matemático y la
capacidad artística entre los «frutos del intelecto humano que no
tienen una incidencia inmediata en la supervivencia del individuo
o de la tribu, ni en el éxito de las naciones en su lucha por la supre­
macía o por la existencia»26. Como en el artículo de 1870, no hace
Un científico entre espiritistas 263

la menor referencia al espiritismo, la frenología o cualquier otro


fenómeno paranormal, pues estas disciplinas no constituían más
que una parte de una cosmovisión científica mucho mayor derivada
del análisis lógico. Para él, su variada experiencia en la investiga­
ción de fenómenos espiritistas constituía la prueba de una cosmo­
visión científica de más envergadura. La selección natural y el para­
digma darwiniano encajaban a la perfección con su idea de que el
hombre evolucionó hacia un estado superior de desarrollo físico,
intelectual y espiritual:
La teoría darwinista [...] no sólo no se opone a la fe en la naturaleza
espiritual del hombre, sino que la respalda de forma decidida.
Demuestra cómo, regido por la ley de la selección natural, ha podi­
do desarrollarse el organismo humano a partir del organismo pro­
pio de un animal inferior; pero también nos enseña que poseemos
facultades intelectuales y morales que no han podido desarrollarse
de esa manera, sino que debieron tener otro origen, y para este ori­
gen sólo podemos encontrar una buena causa en el desconocido
universo del Espíritu.27
A partir de entonces, Wallace dedicó su vida a desarrollar los deta­
lles de este cientificismo global que abarcaba tantos y tan distintos
asuntos y controversias. A pesar de su prolongado interés por el
espiritismo, se tenía por un «científico escéptico», pero, evidente­
mente, tenía una visión de la ciencia más amplia que la mayoría de
sus coetáneos, para quienes la física era la reina de las ciencias.
Para él, sin embargo, este punto de vista era restrictivo: «Existen
campos de la ciencia en los que no existe tal secuencia regular de
causas y efectos y ningún poder de predicción», escribió en 1885
contestando a las críticas que suscitaron sus conclusiones. «Incluso
en el dominio de la física, tenemos la ciencia de la meteorología,
en la que la secuencia de efectos no es precisa; y, cuando se trata de
los fenómenos más complejos de la vida, raramente podemos pre­
decir los resultados y continuamente nos vemos enfrentados a pro­
blemas insolubles; y, sin embargo, nadie sostiene que la meteorolo­
264 Las fronteras de la ciencia

gía y la biología no son ciencias, y mucho menos que no se encuen­


tran en armonía con la ciencia o se oponen a ella.» Si ciencias con­
solidadas como la meteorología y la biología carecen de «uniformi­
dad» y son incapaces de predecir «lo que ocurrirá en todas las
circunstancias», el estudio del espiritismo no está solo.28
Durante más de medio siglo, intentó Wallace conciliar su visión
de la ciencia, su firme idea de la vigencia de la ley natural, su pro­
pia teoría de la evolución y su fe en la existencia de espíritus. Como
veremos, en el contexto de su cultura y personalidad, no era tan
descabellado.
El contexto cultural
El resurgimiento del interés por el espiritismo y la frenología en
la segunda mitad del siglo xix, que manifestaron tanto la opinión
pública como la comunidad científica, contribuiría a la polémica
creada por Wallace en torno a los límites de la selección natural
aplicada al dominio cognitivo. Combinando su pensamiento teleo-
lógico con los fenómenos espirituales que observaba, Wallace com­
prendió que el propósito último de la naturaleza era el desarrollo
del espíritu, final de un proceso evolutivo inmensurablemente
largo.
El desembarco de la frenología en Europa precedió el del espi­
ritismo en unos veinte años. En la década de 1790 la introdujo en
el continente el médico Franz Joseph Gall y cobró impulso en la
década de 1820. La frenología se basa en unos pocos principios
elementales: la mente es un agregado de procesos localizados en
zonas concretas del cerebro (para Gall, un compuesto de treinta y
siete facultades, inclinaciones y sentimientos independientes, cada
uno de ellos con su propia área cerebral); cuanto mayor es la zona,
más potente es el proceso mental específico. Puesto que el cráneo
de un niño es elástico y maleable, pero sometido a un proceso de
osificación (endurecimiento), cuando éste se produce, sobre el
cerebro se van formando «bultos» o «valles» que indican las facul­
tades mentales del individuo. Johann Gaspar Spurzheim, primer
protegido de Gall, introdujo la idea de que ciertos rasgos de la per­
Un científico entre espiritistas 265

sonalidad y de las inclinaciones morales, como la propensión al


mal, eran producto del desequilibrio de nuestras facultades. Si con
la frenología Gall quiso desarrollar una ciencia de la mente, Spurz-
heim tenía la esperanza de ampliar sus horizontes más allá del indi­
viduo para acceder al ámbito de lo social y lo político. Este enfoque
atrajo el interés del abogado escocés George Combe hacia el movi­
miento frenológico, que, transcurrido el tiempo, dio pie a la obra
pionera que leyó Wallace.
El historiador Roger Cooter ha señalado que, hasta 1820, la fre­
nología fue víctima de críticas acérrimas de la opinión pública y de
la clase intelectual, pero que entre 1820 y 1840 experimentó un
gran florecimiento, apoyada por radicales contrarios a toda forma
de autoridad establecida. Con el tiempo encontró partidarios
entre la burguesía, mientras sus creadores se esforzaban en subra­
yar la cualidad empírica y cuantificable de sus presupuestos (por
medio de una amplia gama de aparatos inventados por Rube Gold-
berg que se colocaban en la cabeza del cliente y daban a la práctica
todo el aspecto de una «ciencia seria»). «En lo que respecta a la fre­
nología -observa Cooter-, es en verdad notable que hombres de
tan superior inteligencia dieran a tamaña sandez la menor credibi­
lidad. Por un tiempo, cautivó a todo el país y particularmente a sus
clases altas, pero no es, en modo alguno, el único ejemplo de la
credulidad de la opinión pública y la profesión médica».29
A partir de 1840, sin embargo, la credibilidad de la frenología
entre la comunidad científica fue decayendo, aunque continuó
siendo muy popular entre la clase trabajadora y especialmente
entre sus sectores más radicales, que es donde se situaba Wallace.
En 1844 este naturalista de clase trabajadora tuvo conocimiento de
la existencia de la frenología al leer un libro titulado Constitution of
Man Considered in Relation to Extemal Objects [Constitución del hom­
bre considerada en relación con los objetos externos], publicado
en 1839 y escrito por George Combe, célebre abogado escocés,
que también fue frenólogo, fundador de la Sociedad Frenológica
de Edimburgo y discípulo ideológico de Spurzheim. Combe con­
virtió la frenología de este último en una filosofía natural de la
266 Las fronteras de la ciencia

mente para explicar la emoción y el sufrimiento humanos en el


contexto de las leyes naturales que rigen el pensamiento.
Wallace, a quien siempre gustó especular en materia social y
política en busca de grandes causas subyacentes, adoptó de inme­
diato la filosofía de Combe. Tras vincular frenología e hipnotis­
mo, a mediados de la década de 1840 emprendió una búsqueda
«experimental» que ya no abandonaría: la de la base científica de
tales fenómenos. Cuenta, por ejemplo, el siguiente «experimen­
to»: «Encontrándose mi paciente en trance, yo a su lado y el
busto [un cráneo frenológico] en la mesa, a espaldas de él, toqué
sucesivamente varios órganos cuya posición era fácil de determi­
nar. Transcurridos unos segundos, el paciente empezó a cambiar
de actitud y de expresión, en consonancia con el órgano excita­
do. En la mayoría de los casos el efecto era inconfundible y supe­
rior al que el más depurado actor podría prestar a un personaje
que manifestara la misma pasión o emoción»30. En realidad, la fe
de Wallace en las premisas de la frenología nunca se mitigó y en
su vejez todavía presumía con orgullo de la lectura frenológica
que de su propio cráneo hicieron los mismos individuos (E. T.
Hicks yj. Q. Rumball) que midieron la cabeza de Herbert Spen-
cer (el defensor del darwinismo social, que acuñó la expresión
«supervivencia del más apto» y uno de los ídolos intelectuales de
Wallace).
La resurrección del espiritismo empezó en Estados Unidos a
mediados del siglo xix y se difundió a través del Atlántico hasta lle­
gar al Reino Unido y a la Europa continental. El historiador Henri
Ellenberger ha escrito una historia de esta «psicología dinámica»
en la que fecha sus comienzos en torno a 1850, época en que apa­
recen documentadas por primera vez las palabras «telepatía» y
«médium». Las sesiones de espiritismo se propagaron rápidamen­
te por las ciudades mientras los médiums anunciaban diversas
habilidades como la capacidad de comunicarse con los muertos,
leer el pasado y predecir el futuro, y propiciar fenómenos extraños
como aparición de fantasmas y ruido de pisadas.31 La opinión
pública, muy crédula, se vio de inmediato arrastrada por el entu­
Un científico entre espiritistas 267

siasmo y la excitación que rodeaban aquellas prácticas místicas


especialmente cuando empezaron a recibir cumplidos de respeta­
bles miembros de la comunidad científica, a veces de las más eleva­
das jerarquías.
Aunque nos disguste la idea de que las verdades, y en particular
las verdades científicas, pueden verse influenciadas por quien las
expresa tanto como por las pruebas que las sustentan, lo cierto es
que quién se es y a quién se conoce tiene a veces tanta relevancia
como la consistencia de la argumentación o la calidad de las prue­
bas. La integridad, la fiabilidad, la reputación y la fama, la perte­
nencia a determinados círculos y a determinadas instituciones con­
fluyen a la hora de determinar la validez de un teórico y, por tanto,
de sus teorías. (Cuando Einstein hablaba, la gente le escuchaba
dijera lo que dijera. En la cultura popular, las opiniones de Eins­
tein sobre la guerra y la paz, la religión y otros temas sociales se
citan mucho más que sus declaraciones científicas.) Una verdad
tan cierta en tiempos de Wallace como lo es hoy.32
Una parte importante del segmento más ceñudo y conservador
de la comunidad científica se interesó por el espiritismo durante
un tiempo del mismo modo que se había interesado por la frenolo­
gía. En 1882 se fundó en Londres la Sociedad para la Investigación
de la Telepatía y la Videncia, cuyos afiliados pertenecían sobre
todo a la Universidad de Cambridge y entre quienes se encontra­
ban científicos de tanto renombre como los físicos sir William
Crookes, lord Raleigh y sir Oliver Lodge, el célebre especialista en
eugenesia (y primo de Darwin) Francis Galton, el matemático
Augustus De Morgan, el naturalista St. George Mivart, el fisiólogo
Charles Richet y los psicólogos Frederic Myers y G. T. Fechner. Al
contrario de lo que un escéptico podría esperar de un científico
eminente, el objetivo de la Sociedad no consistía, en palabras del
historiador Ian Hacking, «en poner en tela de juicio la validez de
tales afirmaciones, sino en obtener una explicación científica,
naturalista, de fenómenos que de antemano daban por supuesto
que eran reales»33. No es de extrañar que con frecuencia encontra­
sen lo que andaban buscando y, por tanto, que el credo espiritista
268 Las fronteras de la ciencia

adquiriera condición de verdad una vez sancionado por tan desta­


cados buscadores de la verdad.
Como miembro de dicha sociedad, Wallace se encontraba en el
epicentro del movimiento espiritista. Al igual que otros afiliados,
en cuanto se convenció de la validez de las alegaciones, buscó nue­
vas verificaciones y una explicación, y lo que es más importante, se
esforzó por encontrar una causa natural más profunda. En 1866
publicó una monografía de 57 páginas con el siguiente y muy deci­
monónico título: The Scientific Aspects of the Supematural: Indicating
the Desirabkness of an ExperimentalEnquiry by Men ofScience into deAlle-
gedPowers of Clairvoyants and Médiums [Aspectos científicos de lo
sobrenatural: con una indicación sobre la conveniencia de una
investigación experimental realizada por hombres de ciencia de
los presuntos poderes de videntes y médiums]. En ella y tras confir­
mar la naturaleza social de la ciencia, explicaba:
Un somero estudio de la bibliografía sobre este asunto, que es ya
muy extensa, revela el dato asombroso de que el resurgimiento del
llamado sobrenaturalismo no se limita a los ignorantes o supersticio­
sos, ni a las clases más bajas de la sociedad. Por el contrario, es entre
las clases media y alta donde el fenómeno encuentra la mayor pro­
porción de seguidores, y entre los convencidos de que hechos que
siempre se han tenido por milagros son reales hay diversas figuras
de la literatura, la ciencia y las profesiones liberales, gente que siem­
pre ha tenido y seguirá teniendo una gran personalidad, a la que no
se le puede imputar falsedad, engaño o superchería, y que nunca
han manifestado indicios de demencia.34
Fantasmas, espíritus y médiums
El interés de Wallace por el espiritismo -que reforzaría su teoría
de la hiperselección- en la década de 1860 fue sólo el resurgir de
una curiosidad despertada treinta años antes. En julio de 1865, el
interés de Wallace se renovó tras asistir a una sesión de espiritismo
en casa de un amigo. La mesa se movió y vibró y se oyeron unos
golpes. En noviembre de 1866 empezó a experimentar en su pro­
Un científico entre espiritistas 269

pia casa con la señorita Nicho], una médium muy conocida. Con
cierta ingenuidad, Wallace afirma en uno de sus textos: «[inicié la
investigación] sin el menor prejuicio [mc] , no guiado por miedos
ni esperanzas, porque sabía que mis creencias no podían afectar a
la realidad»35. Sin embargo, la levitación de la corpulenta señorita
Nichol y el nacimiento de flores frescas en mitad del invierno le
convencieron de que era necesario continuar investigando.
A diferencia de tantos otros que, impulsados por motivaciones
religiosas, han pretendido confirmar la existencia de un mundo
espiritual, Wallace iba en busca de una explicación natural de lo
sobrenatural. De hecho, The Scientific Aspects of the Supematural es
un denodado intento de demostrar que los fenómenos sobrenatu­
rales «no son en realidad milagrosos porque supongan una altera­
ción de las leyes de la naturaleza. Si yo entendiera los milagros en
tal sentido, los repudiaría tan tajantemente como el más acérrimo
de los escépticos»36. En un típico rasgo de científico minucioso,
Wallace empezaba su análisis de los milagros apelando al escéptico
David Hume: «Hume opinaba que, por generalizado que fuese,
ningún testimonio es demostración suficiente de un milagro» por­
que, «en general, un milagro es por definición una violación o sus­
pensión de una ley de la naturaleza» y «las leyes de la naturaleza
constituyen la más acabada expresión de las experiencias acumula­
das de la especie humana»37. Pero entonces, si los acontecimientos
relacionados con el mundo de los espíritus que estudiaba Wallace
no eran milagros, ¿qué eran? Según él: «El supuesto milagro tiene
que deberse a alguna ley de la naturaleza que aún desconoce­
mos»38. Que seamos incapaces de comprender o explicar tales
hechos no significa que carezcan de causa o que su causa sea mila­
grosa. Lo que pasa es que hay que descubrirla: «Hace un siglo
nadie habría creído que era posible enviar un telegrama, que
ahora puede recorrer cinco mil kilómetros, o hacer una fotografía,
que tan sólo requiere cinco segundos, y sólo los ignorantes y los
supersticiosos que creen en los milagros habría dado crédito a los
testimonios»39. Por consiguiente, concluye Wallace, «es posible
que existan seres inteligentes capaces de intervenir en la materia
270 Las fronteras de la ciencia

aunque nuestros sentidos sean incognoscibles, al menos de forma


directa»40.
Esos seres inteligentes, sin embargo, no guardan la menor rela­
ción con la divina Providencia ni tienen que ver con «hechos de la
Divinidad». En un interesante giro a la argumentación esgrimida
para explicar los milagros (la existencia de Dios), Wallace sostiene
que, en realidad, «normalmente, esos hechos son de tal naturaleza
que ninguna cabeza cultivada puede ni por un momento imputar­
los a un ser supremo e infinito. Muy pocos si es que alguno de esos
supuestos milagros son dignos de un Dios»41. Los fenómenos natu­
rales se explican por causas naturales. Wallace no era esquizoide y
no defendía al mismo tiempo la lógica y el absurdo, la ciencia y la
aciencia. El científico sólo podía explicar el espiritismo por medios
científicos, «mediante la observación directa y la experimenta­
ción», como cualquier empírico. Había que seguir los datos allí
donde condujeran:
Así pues, si mi argumento tiene algún peso, da la impresión de que
no existe contradicción, nada realmente inconcebible en la idea de
que existan inteligencias directamente incognoscibles para nuestros
sentidos y sin embargo capaces de actuar de manera más o menos
poderosa sobre la materia. Ojalá se encuentren pruebas en el futuro
y deje de haber motivos para que los filósofos más escépticos se nie­
guen a aceptarlas. Se trata, sencillamente, de investigar y comprobar
tales asuntos igual que otros de la ciencia. Habría que reunir prue­
bas y examinarlas. Habría que comparar los resultados de la investi­
gación de distintos observadores.42
Eso es precisamente lo que hizo Wallace en los cuarenta años
siguientes, emprender un estudio sistemático del espiritismo con
experimentos como el que, en una carta a un amigo, él mismo des­
cribe:
La sesión se celebró la pasada noche y con bastante éxito. La
médium es una muchacha de corta estatura y muy vivaz. Se sienta en
Un científico entre espiritistas 271

un armario vacío que consta de marco y puertas y ocupa un hueco al


lado de la chimenea de un pequeño comedor del sótano. Lo exami­
namos y comprobamos que es totalmente imposible esconder en él
ni una hoja de papel. La señorita Cooke se encierra con una silla y
una cinta larga en este armario sobre cuya puerta hay una abertura
cuadrada de unos treinta centímetros de lado. Al cabo de unos
minutos oímos el susurro de Katie y poco después nos piden que
abramos la puerta y comprobamos que la médium está bien atada.
Encontramos, en efecto, sus manos atadas, tiene la cinta enrollada
tres veces en cada muñeca y anudada con fuerza. Las manos están
muyjuntas y la cinta pasa por detrás y está bien sujeta al respaldo de
la silla. Precintamos todos los nudos con un sello privado de mi
amigo y volvemos a cerrar la puerta. Encima de la mesa, una lámpa­
ra de gas está encendida toda la tarde, tapada por una pantalla para
que la abertura cuadrada de encima de la puerta del armario quede
en sombra hasta que nos den permiso para iluminarla. Todos los
objetos y personas que hay en la habitación están bien visibles en
todo momento. Aparece entonces un rostro en la abertura del
armario, pero en sombras y sin rasgos definidos. Al cabo de un rato,
otro rostro muy distinto con un tocado blanco parecido a un tur­
bante; un rostro atractivo con un considerable parecido al de la
médium, pero más pálido, mayor, más redondo y de más edad; sin
duda, otra cara, pero parecida. Entonces nos ordenan que libere­
mos a la médium. Abro la puerta y la encuentro inclinada hacia
delante, con la cabeza en las rodillas y, al parecer, sumida en un pro­
fundo sueño o en estado del trance, del cual la despiertan un roce y
unas palabras. A continuación examinamos la cinta y los nudos;
todo está como lo dejamos; los sellos, sin tocar.43
Ver es creer
La activa implicación de Wallace en el movimiento espiritista es
posterior a su teoría de la selección natural (1858), pero anterior a
su artículo de 1868 «Limitation of Natural Selection Applied to
Man». Esta secuencia temporal es importante para comprender
por qué camino llega un naturalista (metodológico y biológico) a
272 Las fronteras de la ciencia

creer en lo sobrenatural. Wallace se acercó al estudio del espiritis­


mo con su habitual entusiasmo analítico. Asistió a su primera
sesión en 1865. En 1866 ya había publicado el folleto The Scientific
Aspects of the Supematuraly en 1875 escribió un libro titulado Mira-
cles and Modem Spiritualism [Milagros y espiritismo moderno].
Envió el primero a Thomas Huxley, el incansable defensor de Dar­
win, quien confesó que no podía «encontrar interés en el tema»
(más tarde diría que las manifestaciones de los espíritus podían al
menos reducir el número de suicidios: «Mejor vivir de barrendero
que morir y tener que soltar bobadas para una “médium” de a gui­
nea la sesión»44). Al igual que Charles Darwin, siguió siendo un
escéptico. Asistió a una sesión y escribió: «Que Dios tenga piedad
de nosotros si hemos de creer en semejantes patrañas»45.
Sin embargo, Robert Chambers, autor de Vestiges of the Natural
History of Creation [Vestigios de la historia natural de la creación],
encontró el libro «muy gratificante» y escribió a Wallace: «Sé desde
hace muchos años que esos fenómenos son reales»; y: «Creo que el
término “sobrenatural” es un gran error. Basta con ampliar nues­
tro concepto de lo natural y todo cobra sentido»46. De hecho, inspi­
rado por Wallace, Chambers revisó una edición posterior de Vesti-
ges para dar cabida a los fenómenos espiritistas.
Wallace no era el único fascinado por lo paranormal y acumuló
lo que a su entender constituían pruebas empíricas. Una de las
más peculiares se la proporcionó su propia hermana, Francés
Sims. La descubrí en los archivos de la Universidad de Oxford. En
el frontispicio de un ejemplar de The Scientific Aspects ofthe Supema-
tural figuraba el siguiente texto manuscrito de Francés (Figura 25):
Este libro fue escrito por mi Hermano Alfred y lo tenía con otros 24
encima de mi mesa. Llevaban allí cuatro días y no había tenido tiem­
po de desprenderme de ellos. Una mañana, después de un rato sen­
tada a la mesa escribiendo, salí de la habitación unos minutos y,
cuando volví, el paquete de los libros estaba abierto y éstos esparci­
dos por las mesas y las sillas y por todas partes. Llamé de inmediato a
mi amiga la médium y se lo conté. Ella me dijo que escribiera qué
Un científico entre espiritistas 273

podía significar aquello, aunque ya me lo imaginaba: hay que distri­


buirlos y no arrinconarlos donde nadie los puede leer. Sí, sí, con
unos golpecitos, luego, también con golpecitos, esta frase: «Uno
para mi Hermana Francés. Lo he señalado». Al oír esto, abrí uno de
los libros (el que tenía en la mesa), lo hojeé y no tardé en encontrar
marcas hechas con lápiz rojo. Entonces te pregunté si podías hacer
lo mismo con el libro cerrado, si podías escribir mi nombre en este
libro mientras lo tenía en la mano. Transcurridos unos minutos,
abrí el libro y encontré escrito «Francés Wallace». Entonces te pedí,
querido Espíritu, que escribieras mi nombre de casada. Cerré el
libro y pasados dos minutos volví a abrirlo. Y estaba escrito: «Francés
Sims».
Diciembre de 1866, FS

Una posible explicación de esta curiosa anécdota es que Francés (u


otra persona) se había propuesto perpetrar un engaño y empezó
por escribir su nombre en el volumen, tal vez para dar mayor reso­
nancia o credibilidad a la publicación de la obra de su hermano. Los
nombres que aparecen en la parte superior de la página y los del
texto están escritos con letra muy similar, pero esto no basta para
concluir que esa explicación sea acertada. También es posible que la
«médium» amiga de Francés urdiera un truco para reforzar la fe de
Francés y/o Alfred, aunque el relato no aclara dónde se encontraba
la médium cuando se produjo el suceso. Quizá estuviera en otra
habitación y, en el momento en que Francés salió «unos minutos»,
perpetrara el engaño. Pero en tal caso, ¿cómo pudo escribir los nom­
bres cuando el libro estaba en manos de Francés? Es algo que, por
supuesto, nunca sabremos. Lo que sí sabemos es que los magos tie­
nen técnicas para trucos similares, así que parece razonable suponer
que alguien les tomó el pelo a los dos hermanos.
Finalmente, la gira de conferencias de Wallace por Estados Uni­
dos fue un nuevo campo de pruebas para la autenticidad y el origen
natural de los fenómenos espiritistas. Su diario del viaje está repleto
de entradas que, con la mayor laxitud y despreocupación, mezclan
la recogida de plantas, la investigación zoológica, las conferencias y
274 Las fronteras de la ciencia

Figura 25. En el frontispicio de un ejemplar de The Sdentific Aspects ofthe Superna-


tural, de Alfred Wallace, propiedad de su hermana Francés, aparece esta inscrip­
ción de su puño y letra que describe un suceso paranormal que la convenció de
que su hermano tenía razón al afirmar la realidad de los fenómenos espiritistas.
Un científico entre espiritistas 275

las sesiones de espiritismo, y todo ello, a veces, en un mismo día. La


Figura 26 recoge la entrada del sábado 18 de diciembre de 1886.
Wallace dibuja la sala donde se realiza la sesión indicando en qué
lugar se sienta (con sus iniciales: «AW»), el armario donde se encie­
rra la médium y las puertas correderas, que él mismo marca «discre­
tamente con un lápiz» (luego encuentra las marcas intactas). Se
trata del Wallace de siempre, del hombre de ciencia enfrascado en
un experimento riguroso, con testigos que corroboren lo sucedido y
mecanismos de control para evitar fraudes:
Biblioteca y museo. Visita a Williams y Mclntyre. Tarde en la sesión
de la señora Ross. Notable. Examino con atención la estancia y las
salas de abajo [...] [diagrama] Debajo del armario está el homo y en
el techo, tuberías de aire caliente y frío cubiertas de telarañas. Las
paredes están enteladas hasta el techo [...] los muros son muy sóli­
dos. El armario tiene una cortina que cae unos setenta centímetros
desde del techo. La puerta a la estancia contigua está cerrada con
llave y las lámparas de gas que alumbran esa habitación son perfec­
tas para garantizar la autenticidad de la sesión. Diez asistentes: el
señor y la señora Ross. Fenómenos de lo más impresionante.
1. Una mujer de blanco sale con la señora Ross, de negro, y un hom­
bre se acerca al centro de la sala.
2. Aparecen tres mujeres de blanco y de distinta estatura. Se detie­
nen a dos o tres metros del armario.
3. Sale un hombre en quien un caballero reconoce a su hijo.
4. Sale un indio alto con mocasines blancos, baila y dice algo. Agita
las manos hacia mí y los demás. Manos fuertes y bastas.
5. Una mujer con un bebé a la entrada del armario. Me levanto y
noto el rostro del bebé, su nariz y el pelo, y le doy un beso. Un bebé
vivo y de piel suave como no he visto otra igual. Otras damas y caba­
lleros coinciden en la impresión.

Vencido por los hechos


La fe de Wallace en la autenticidad del espiritismo reforzó su
276 Las fronteras de la ciencia

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Figura 26. Dibujo de Wallace en el diario del viaje que realizó por Estados Uni­
dos. Está fechado el 18 de diciembre de 1886. El codescubridor de la selección
natural asistió a una sesión de espiritismo en la que ataron a la médium para que
no pudiera hacer ningún truco (eso pensaba Wallace). El se sentó cerca de la
puerta («AW») para evitar otros engaños. A pesar de tales precauciones, aparecie­
ron unas figuras femeninas vestidas de blanco y un hombre en quien un caballe­
ro reconoció a su hijo. También un indio alto con mocasines blancos.

idea de que la selección natural no era una buena explicación del


origen de la mente humana. En un artículo publicado en 1874 en
la Fortnightly Reuiew, «A Defence of Modem Spiritualism» [Defensa
del espiritismo moderno], sostenía que el hombre no sólo es un
ser físico, sino «una dualidad con una forma espiritual organiza­
da»47. En una carta que el 22 de febrero de 1889 dirigió a E. B.
Poulton, decía (con indicios de duda, como corresponde a una
actitud científica):
Yo (creo que) .seque hay inteligencias no humanas, que hay vientes
que no guardan relación con el cerebro físico, que, por tanto, existe
un mundo espiritual Esto no es, para mí, mera creencia, sino conocí-
Un científico entre espiritistas 277

miento fundado en una prolongada observación de los hechos, y


creo que tal conocimiento debe modificar mi visipn del origen y la
naturaleza de las facultades humanas.48
En el artículo sobre espiritismo de la Chambers’Encyclopaedia, Walla­
ce dice que se trata de «una ciencia basada solamente en los
hechos y no es ni especulativa ni fantasiosa. A partir de hechos y
nada más que hechos, abierta a la totalidad del mundo mediante
un sistema de mediación muy amplio y probablemente ilimitado,
elabora una psicología sustancial sobre la base de la inducción lógi­
ca más estricta»49. El espiritismo de Wallace está rigurosamente
delimitado por su visión científica del mundo, como demuestran
la cita anterior y el siguiente pasaje autobiográfico de On Miracles
and Modem Spiritualism:
Hasta que adquirí conocimiento de los hechos del espiritismo, yo era
filosóficamente escéptico y me regocijaba en las obras de Voltaire,
Strauss y Cari Vogt y era también un admirador ferviente (y aún lo
soy) de Herbert Spencer. Era un materialista tan convencido y seguro
de su credo que no podía encontrar en mi pensamiento lugar para la
idea de la existencia espiritual ni para ningún otro ente del universo
distinto de la materia y de la fuerza. La realidad, sin embargo, es tozu­
da. Al principio picó mi curiosidad algún fenómeno modesto e inex­
plicable que se produjo en el seno de la familia de un amigo y, por mi
deseo de conocimiento y amor a la verdad, sentí la obligación de con­
tinuar investigando. Los hechos llegaron a esclarecerse cada vez más y
eran cada día más ciertos, variados y distintos a todas las enseñanzas
de la ciencia moderna, a todos los temas sobre los que especula la filo­
sofía moderna. Los hechos me vencieron.50
La fe de Wallace en lo sobrenatural tuvo una serie de agentes cau­
sales que ejercieron su influncia a lo largo del tiempo, entre ellos la
pertenencia de su familia a la clase trabajadora; el hecho de ser
autodidacta (y, por tanto, libre de la presión de adaptarse al statu
quo); su asistencia a institutos de mecánica (una especie de escue­
278 Las fronteras de la ciencia

las nocturnas para adultos), donde circulaban ideas marginales y


heréticas; sus coqueteos con el hipnotismo y sus lecturas juveniles
sobre frenología; el descubrimiento de la teoría de la selección
natural, radical en aquellos momentos, y la fama y seguridad cientí­
fica que esto le deparó y que le permitió llevar su teoría al extremo
postulando la idea de la hiperselección -lo cual le obligaría a bus­
car en la naturaleza un propósito para todo-; su experiencia perso­
nal con médiums y su asistencia a sesiones de espiritismo -que le
convenció de la existencia real de un mundo espiritual-; la necesi­
dad de incorporar esas experiencias a su cosmovisión científica y el
salto final de lo natural a lo sobrenatural cuando sus conocimien­
tos científicos no fueron suficientes para explicar mediante las
leyes de la naturaleza lo que daba por cierto. Las observaciones
que posteriormente llevó a cabo, por tanto, sólo sirvieron para con­
firmar la validez de ideas ya consolidadas, lo cual le condujo a nue­
vas observaciones y éstas a otras, y así sucesivamente. Las variables
que influían en el desarrollo de sus ideas no sólo interactuaban
entre sí con una potencia que iba variando con el tiempo, sino que
se integraban en un bucle de retroalimentación: las ideas incidían
en la cultura y modificaban las variables, que a su vez modificaban
las ideas, que luego alteraban las variables, etcétera. Hasta el fin de
sus días, Wallace mantendría una posición fronteriza entre lo natu­
ral y lo sobrenatural y nunca dejaría de creer que en ambos territo­
rios respetaba los estrictos principios de la ciencia.
Tercera parte
Historias de la frontera

Admito que es mucho más difícil comprender la historia del hom­


bre que comprender los problemas que plantean las distintas disci­
plinas científicas, donde la historia carece de importancia y hay
pocas variables individuales enjuego. No obstante, son diversos los
campos donde se han elaborado metodologías diversas para anali­
zar los problemas históricos. Como consecuencia de ello, en gene­
ral se considera que la historia de los dinosaurios, las nebulosas y
los glaciares pertenece al campo de los estudios científicos y no de
los humanísticos. Soy por tanto optimista y considero que el estu­
dio histórico de las sociedades humanas se puede abordar tan cien­
tíficamente como el de los dinosaurios y con el mismo provecho
para la sociedad actual, y que gracias a él sabremos qué dio forma
al mundo moderno y qué dará forma a nuestro futuro.
J a r e d D iam o n d , ú ltim o p á rra fo d e Armas, gérmenes y acero: la
sociedad humana y sus destinos (1997)
9 El mito del pueblo perfecto
Por qué es siempre más apetitosa la fruta en el siglo ajeno

Hace mucho, mucho tiempo, en una época muy, muy lejana vivían
unas personas que coexistían con la naturaleza en equilibrio y
armonía, de la Madre Tierra cogían sólo lo que necesitaban y, una
vez cogido, le devolvían cuanto de provecho quedaba. Las mujeres
y los hombres convivían en igualdad y no había guerras ni conflic­
tos. Todos vivían felices y su vida era próspera y larga. Los hombres
eran apuestos y musculosos, organizaban expediciones de caza
bien coordinadas y volvían a casa con el alimento necesario para
mantener a la familia. Las mujeres, de piel bronceada y desnudos
senos, llevaban a sus hijos en brazos y recolectaban bayas y frutos
secos que complementaban con las piezas obtenidas en la caza. Los
niños jugaban en los riachuelos cercanos y soñaban con el día en
que también ellos serían mayores y cumplirían su destino, el desti­
no del pueblo perfecto.
Mas luego llegó el malvado imperio, el de los varones europeos
blancos aquejados de diversas enfermedades: imperialismo, indus­
trialismo, capitalismo, cientificismo y otros «ismos» derivados de la
codicia, la despreocupación y el cortoplacismo propios de la espe­
cie humana. Esos hombres empezaron a explotar el entorno, los
ríos se contaminaron, la polución corrompió el aire y, expulsada
de sus tierras, la gente guapa fue esclavizada o, simplemente, asesi­
nada.
A esta tragedia, sin embargo, se le podría dar la vuelta si volviéra­
mos a vivir de la tierra y cultivásemos únicamente los alimentos nece­
sarios, consumiendo sólo lo suficiente para sobrevivir. Si tal cosa ocu­
rriera, todos nos amaríamos los unos a los otros y amaríamos
también a nuestra Madre Tierra, que cuida de nosotros, como suce­
día hace mucho, mucho tiempo, en una época muy, muy lejana.
282 Las fronteras de la ciencia

La creación de mitos medioambientales


Son varios los mitos que se acumulan en este cuento de hadas
que no ha contado nadie en particular pero que se ha elaborado a
partir de muchas fuentes hasta constituir uno de los mitos (litera­
rios) de nuestro tiempo. Estos mitos beben de la abundante fuente
de las sagas de la edad de oro y tienen una larga y honorable histo­
ria. Los griegos creían que vivían en la Edad de Hierro, pero que
antes había existido una Edad de Oro. Los judíos y los cristianos,
por supuesto, creen en la existencia de esa edad de oro previa a la
caída del Jardín del Edén. Los eruditos medievales contemplaban
con nostalgia los bíblicos días de Moisés y los profetas, mientras
que los humanistas del Renacimiento se esforzaban en recuperar
el saber clásico y completar el círculo que los uniría con los grie­
gos. Incluso Newt Gingrich, ex presidente de la Cámara de Repre­
sentantes de Estados Unidos, elaboró su propia versión del mito: el
20 de mayo de 1995 declaró al Boston Globe que ha habido «largos
períodos en la historia de Estados Unidos en los que no eran fre­
cuentes ni las violaciones, ni los asesinatos, ni los atracos».
Conocí lo que yo llamo el mito del pueblo perfecto en un semi­
nario para estudiantes de posgrado que impartían un antropólogo
y un historiador a finales de la década de 1980, época en que tanto
la antropología como la historia eran «deconstruidas» por críticos
literarios autodenominados posmodernos y por teóricos de lo
social. Esperando la modalidad de antropología que estaba en
boga en la década de 1970, momento en que yo estudié esta disci­
plina -costumbres, ritos y creencias de los pueblos indígenas de
todo el mundo antes de la era industrial-, me quedé primero de
piedra y al poco consternado con la lectura de libros como The
Devil and Commodity Fetishism in South America [El diablo y el fetichis­
mo del comercio en Sudamérica], de Michael Taussig, que tiene
capítulos como «Fetichismo y deconstrucción dialéctica» y «El dia­
blo en la cosmogénesis del capitalismo»1. No entendí el texto hasta
que el antropólogo declaró que tenía una interpretación marxista
de la historia, que veía el pasado desde el punto de vista de la lucha
de clases y la explotación económica (los pueblos hermosos vivían
El mito del pueblo perfecto 283

antes del capitalismo). Tras su estudio antropológico de los pue­


blos indígenas de Sudamérica, Taussig declara:
La obra de Marx contrapone estratégicamente las categorías objeti­
vas y la autoaceptación, culturalmente ingenua, del mundo cosifica-
do que propone el capitalismo, un mundo en que los bienes, es
decir, las mercancías, y los propios objetos no son sólo cosas en sí
mismas, sino determinantes de las relaciones humanas recíprocas
que los forman. Leído de esta manera, la mercancía tiempo-trabajo
y el propio valor se convierten en categorías no sólo históricamente
relativas, sino en construcciones (y engaños) sociales de la realidad.
La crítica de la economía política exige la deconstrucción de esa
realidad y la crítica de ese engaño.2
Algo tan claro para mí como las aguas del río Negro. Del comenta­
rio que mis profesores hicieron del libro (no pude terminarlo, así
de simple) colegí que los pueblos indígenas vivían en una armonía
relativa con el entorno hasta que llegó ya-sabes-quién. Por suerte y
para equilibrar el debate, el seminario sugería algún que otro libro
como Changes in the Land: Indians, Colonists, and the Ecology of New
England [Cambios en la tierra: indios, colonos y la ecología de
Nueva Inglaterra], en el que William Cronon reformula el mito del
pueblo perfecto y nos da algunas razones para resistir la tentación:
Resulta tentador creer que cuando los europeos llegaron al Nuevo
Mundo se encontraron con la Tierra Virgen y el Bosque Primigenio,
un entorno natural que llevaba eones existiendo sin la influencia de
la mano del hombre. [...] Los indios llevaban miles de años viviendo
en el continente y habían modificado considerablemente el entor­
no para sus fines. [...] No se trataba de elegir entre dos paisajes, uno
modificado por el hombre y otro inmaculado, sino entre dos formas
humanas de vivir, entre dos formas de pertenecer a un ecosistema.
[...] Todos los grupos humanos modifican conscientemente su
entorno de un modo u otro -casi podría decirse que, junto con el
lenguaje, esta circunstancia constituye el rasgo esencial que distin­
284 Las fronteras de la ciencia

gue a los humanos de otros animales- y la mejor medida de la esta­


bilidad ecológica de una cultura bien podría ser con qué éxito los
cambios operados sobre el entorno le permiten conservar su capaci­
dad de reproducción.3
A principios de la década de 1990, siendo parte del equipo del
Occidental College que impartía cursos de estudios culturales,
conocí otras dos versiones del mito del pueblo perfecto, en ellas la
culpa del cambio se remontaba todavía más en el tiempo y en el
espacio y recaía en otros factores. En TheDeath ofNature: Women,
Ecology and the Scientific Revolution [La muerte de la naturaleza:
mujer, ecología y revolución científica], Carolyn Merchant apunta­
ba con su dedo acusador a la ciencia: «Entre los siglos xvi y xvn, la
imagen de un cosmos orgánico con una Tierra viva de género
femenino dio paso a una visión mecanicista del mundo que
reconstruyó la naturaleza como ente muerto y pasivo que los
humanos tenían que dominar y controlar»4. El modelo orgánico
precientífico de la naturaleza, afirma Merchant, era como una
madre nutriente, «una hembra benéfica y amable que satisface las
necesidades de la humanidad en un universo ordenado y planea­
do»5. Pero los malditos varones europeos blancos destruyeron
tamaño organicismo y con él destruyeron también el igualitarismo.
Pronto se instauraron las jerarquías, el patriarcado, el comercialis­
mo, el imperialismo, la explotación y la degradación del medioam-
biente. Para evitar el desastre, concluye Carolyn Merchant, habría
que adoptar una nueva forma de vida: «Descentralización, formas
de organización no jerárquicas, reciclado de residuos, estilos de
vida más simples con tecnologías “blandas” menos contaminantes
y un sistema económico basado en la mano de obra intensiva y no
en el capitalismo intensivo, posibilidades que sólo ahora empiezan
a ser explotadas»6.
En El cáliz y la espada, Riane Eisler se remonta trece mil años
para encontrar otro hombre del saco y en lugar de al maldito
varón europeo blanco descubre al maldito varón de todos los colo­
res. Antes de la aparición del maldito varón de todos los colores
El mito del pueblo perfecto 285

hubo en la tierra «un largo período de paz y prosperidad en el que


se produjo una gran evolución social, tecnológica y cultural;
muchos miles de años en que las tecnologías básicas sobre las que
está construida la civilización crearon sociedades que no eran
jerárquicas ni estaban dominadas por varones autoritarios y violen­
tos»7. A medida que la caza, la pesca y la recolección del Paleolítico
fueron reemplazadas por las granjas del Neolítico, este «modelo
asociativo» de igualdad de sexos fue cediendo al «modelo del
dominador» con el que llegaron las guerras, la explotación, la
esclavitud y otras catástrofes parecidas. La solución, afirma Eisler,
consiste en volver al modelo asociativo igualitario, en el que «no
sólo se producirá un reparto más equitativo de la riqueza material,
sino que este reparto constituirá la base de un orden económico
donde amasar propiedades como forma de protección frente a los
demás y de control, se verá como lo que es: una forma de enferme­
dad o aberración»8. El mito del pueblo perfecto en todo su esplen­
dor. Pero ¿por qué?
La fruta parece más apetitosa en el siglo del vecino por la
misma razón de siempre: la tendencia del hombre a desear lo que
no tiene, que en este caso se ve reforzada por una comparación dis­
torsionada e injusta del pasado con la realidad (con todas sus
imperfecciones) en que ahora vivimos. El mito del pueblo perfec­
to no es más que una manifestación de la psicología de la fruta más
apetitosa del huerto ajeno, pero nos resulta especialmente atracti­
vo debido a la conjunción de dos circunstancias históricas: 1 ) sabe­
mos más de nuestro pasado que ninguna otra sociedad de la histo­
ria y, gracias a los medios de comunicación de masas y a las
tecnologías visuales, podemos imaginar ese pasado -o, al menos,
fantasear sobre él- como el hombre no había podido hacer nunca;
2 ) esta forma de fantasear sobre la historia ha sido exagerada por
dos circunstancias: la superpoblación y la polución del medioam-
biente que imperan en nuestra época. Dicho de otra manera, la
presión que sufre el entorno natural es ahora mayor que en el
pasado, pero el pasado no fue un idílico Edén.
286 Las fronteras de la ciencia

La frontera medioambiental y el mito del pueblo perfecto


Valorar las reivindicaciones medioambientales no es fácil: según
mi método de clasificación, algunas pertenecen al firme terreno
de la ciencia o bien al pantanoso territorio de la pseudociencia,
pero también hay otras en una zona fronteriza intermedia. Esto se
debe a que, si bien tenemos a nuestra disposición muchos y varia­
dos datos precisos, las interpretaciones y conclusiones que se pue­
den deducir de tales datos suelen estar cargadas con un gran baga­
je ideológico y político, especialmente cuando de lo que se
descubra dependen decisiones políticas que potencialmente pue­
den afectar a industrias multimillonarias. Es necesario resolver el
problema de los límites, encontrar un equilibrio entre las diversas
opiniones de los expertos. Los científicos de izquierdas sostienen
que los datos indican la existencia de calentamiento global causa­
do por el hombre y recomiendan severas restricciones a la indus­
tria. Los científicos de derechas aportan sus propios datos (que
suelen coincidir con los de los científicos de izquierdas) y de ellos
extraen conclusiones totalmente opuestas y las consecuentes reco­
mendaciones políticas. ¿Qué vamos a pensar quienes no somos
expertos en la materia? A falta de científicos sin inclinaciones polí­
ticas, necesitamos un debate público y abierto del que extraer la
conclusión más razonable o que nos sirva para arrastrar a ambos
extremos hasta una posición intermedia.
Si a los demagogos y los defensores de ciertos intereses comer­
ciales tal vez les interese desacreditar el mito del pueblo perfecto
para zanjar toda discusión acerca de las presiones que sobre el
medioambiente ejerce la moderna sociedad industrial y su impac­
to en las culturas y los pueblos indígenas, ciertamente debo decir
que ése no es mi propósito. Al contrario, pretendo examinar las
pruebas antropológicas e históricas que desacreditan el mito para
demostrar a continuación que aferrarse al él a la vista de las prue­
bas que existen en su contra es un obstáculo para la solución de los
dilemas medioambientales y sociales a los que nos enfrentamos.
En su fascinante estudio del año 1996, Bobbi Low, experto en
ecología de la Universidad de Michigan, se basó en los datos de la
El mito del pueblo perfecto 287

Muestra Estándar Intercultural (recopilación de datos de 186 cul­


turas del mundo elaborada en la Universidad de Yale por George
Murdock y Douglas White; constituye una referencia esencial de
los estudios interculturales) para comprobar empíricamente la
propuesta de resolver los problemas ecológicos volviendo a respe­
tar (en lugar de explotar) la naturaleza (que es el mensaje del mito
del pueblo perfecto) y optando por los valores de grupo, que son
más a largo plazo (en lugar de los valores individuales, que son a
corto plazo)9. Su estudio de 186 sociedades de cazadores-pescado-
res-recolectores en todo el mundo demuestra que la relación de
esas sociedades con el entorno se caracteriza por limitaciones eco­
lógicas y no por actitudes (como prohibiciones sagradas) y que el
impacto relativamente escaso que tienen sobre el entorno es el
resultado de una densidad de población muy baja, una tecnología
ineficiente y la falta de mercados ventajosos, y no de un esfuerzo
consciente de conservación del entorno. También demuestra que
el 32 por ciento de las sociedades dedicadas a la pesca, la caza y la
recolección no sólo no preservaba su entorno, sino que incidían
de forma grave en su degradación.
En su libro de 1996, War Befare Civilization: The Myth of the Peaceful
Savage [Guerra previa a la civilización: el mito del buen salvaje], el
antropólogo de la Universidad de Illinois Lawrence Keeley examina
uno de los elementos del mito del pueblo perfecto: que en la prehis­
toria las guerras eran poco frecuentes, incruentas y poco más que un
deporte ritualizado.10 Tras analizar un buen número de sociedades
primitivas y otras civilizadas, Keeley revela que la guerra prehistórica
era, en virtud de las densidades de población y de la tecnología béli­
ca de la época, al menos tan frecuente (comparando los años de paz
y los años de guerra), mortífera (comparando el porcentaje de
muertos en cada conflicto) y cruel (comparando la matanza y muti­
lación de mujeres y niños no combatientes) como la guerra moder­
na. En una fosa común de Dakota del Sur, por ejemplo, se encontra­
ron los restos mutilados de quinientos hombres, mujeres y niños a
quienes habían arrancado el cabello, y eso cincuenta años antes de
que Colón saliera de puerto.
288 Las fronteras de la ciencia

En su libro Sick Societies: Challenging the Myth ofPrimitive Harmony


[Sociedades enfermas: el mito de la armonía primitiva puesto a
prueba], Robert Edgerton, antropólogo de la Universidad de Cali­
fornia en Los Angeles, examina vestigios antropológicos dejados
por pueblos preindustriales y encuentra pruebas claras de adicción
a plantas alucinógenas, malos tratos a mujeres y niños, mutilacio­
nes, explotación económica del grupo por parte de los líderes polí­
ticos, suicidios y enfermedades mentales.11
En Demonic Males: Apes and the Origins ofHuman Violence [Varo­
nes demoníacos: los simios y el origen de la violencia humana], el
antropólogo Richard Wrangham (coautor de la obra junto con
Dale Peterson), traza el origen del patriarcado y de la violencia a
través de las culturas y de la historia y se remonta millones de años,
hasta nuestros ancestros homínidos previos a la Revolución neolíti­
ca.12
Por último, el especialista en biología evolutiva Jared Diamond
reconstruye las pautas históricas más importantes de los últimos
trece mil años en Armas, gérmenes y acero, obra que obtuvo el premio
Pulitzer en 1997, y demuestra que las diferencias relativas en la evo­
lución de tecnologías y actitudes dañinas para la naturaleza depen­
dían de las divergencias biogeográfícas entre los distintos entor­
nos .13 Los pueblos que vivían entre plantas y animales domésticos
fueron capaces de desarrollar nuevas técnicas de producción de
alimentos cuando su población excedió la capacidad de su entor­
no y de los métodos de caza y recolección tradicionales. La caza, la
pesca y la recolección alteran el entorno, pero no tanto como el
pastoreo, la cría de animales y la agricultura; y los pequeños grupos
de población del Pleistoceno explotaban su entorno, pero no
tanto como los grandes grupos de agricultores del Neolítico.
Desde el punto de vista de la explotación y la destrucción medio­
ambiental, la única diferencia entre nosotros y nuestros antepasa­
dos es nuestra enorme población y la eficacia de nuestras tecnolo­
gías. El «buen salvaje» de Rousseau no tiene nada de bueno. Si se
le dan las plantas, los animales y los medios (y la necesidad a causa
de la presión demográfica) para explotar su entorno, lo explotará;
£1 mito del pueblo perfecto 289

de hecho, quienes se encontraron en esa particular coyuntura de


elementos lo hicieron.
En otras palabras, siglos antes y en continentes libres de las
modernas economías y tecnologías, y mucho antes de la llegada
del maldito varón europeo blanco, los humanos modificaron su
medio ambiente. Como veremos más adelante, el pueblo perfecto
transformó ricos ecosistemas en desiertos (en el sudoeste de Amé­
rica) , precipitó la extinción de decenas de especies importantes
(en América del Norte y Nueva Zelanda) e incluso cometió suici­
dios en masa (en la isla de Pascua y probablemente en el Machu
Picchu).
El pueblo perfecto sólo existe en el mito. Los humanos no
somos ni perfectos ni imperfectos. Los humanos nos limitamos a hacer
lo que hacen todas las especies para sobrevivir, sólo que lo hacemos con una
pequeña modificación: no es el entorno el que nos configura por medio de la
selección natural, somos nosotros los que configuramos nuestro entorno por
medio de la selección humana. Como es algo que llevamos haciendo
millones de años, la solución no consiste en seleccionar menos,
sino en hacer una selección de mayor calidad basándonos en la
ciencia más completa y en la mejor tecnología de que disponga­
mos. Desmitificar el mito del pueblo perfecto es un buen punto de
partida.
La supervivencia ecológica
La historia empieza hace dos o tres millones de años cuando los
antiguos homínidos de la garganta de Olduvai, en Africa oriental,
empezaron a sacar esquirlas a las piedras para convertirlas en
herramientas. Los restos arqueológicos revelan un revoltijo de
huesos de grandes mamíferos esparcidos entre cientos de herra­
mientas de piedra que probablemente fueron abandonadas des­
pués de ser utilizadas (en otras palabras, nuestros ancestros homí­
nidos tiraban la basura en cualquier sitio). No por otra razón Mary
y Louis Leaky, sus descubridores, bautizaron a este homínido con
el nombre de homo habilis, «hombre hábil»14.
Hace alrededor de un millón de años, el homo erectus sumó el
290 Las fronteras de la ciencia

fuego a las técnicas de que ya disponía el hombre y hace entre


medio millón y cien mil años el homo neanderthalmsis y el homo hei-
delbergensis fabricaban armas arrojadizas con afiladas puntas de fle­
cha, vivían en cavernas y contaban con juegos de herramientas
muy elaboradas. Al parecer, muchas especies de homínidos vivie­
ron simultáneamente, pero el grado de incidencia de los cambios
tecnológicos en la especiación es algo que sólo podemos suponer.
Es posible que la selección natural ya estuviera en marcha dentro
de una especie de bucle de retroalimentación autocatalítico.
En algún momento hace treinta y cinco mil o treinta mil años,
los neandertales se extinguieron (por motivos que los paleoantro-
pólogos han debatido hasta la saciedad) y prosperó el hombre de
cromañón. Para entonces, los utensilios eran complejos y variados,
ya había prendas de vestir, el arte adornaba las cavernas, había
viviendas con estructura de hueso y madera, el lenguaje permitía
una comunicación sofisticada y humanos anatómicamente moder­
nos empezaban a rodearse de una tosca pero eficaz tecnología.15 El
ritmo del cambio tecnológico, unido a la selección humana y la
alteración del medio ambiente, supuso un nuevo salto cualitativo,
un salto que, de hecho, podría explicar la desaparición de los
neandertales y el triunfo de los cromañones.
Entre treinta y cinco mil y trece mil años antes de nuestra era los
humanos se habían diseminado por casi todas las regiones de la tie­
rra y vivían de la caza, la pesca y la recolección. Unos eran nómadas
y otros sedentarios. Pequeños grupos se convirtieran en grandes
tribus, un cambio que otorgó valor a la propiedad, acrecentó la
complejidad de las normas de conducta y dio pie a un aumento de
población. Entonces, hacia finales de la última glaciación, hace
trece mil años más o menos, en diversos lugares del planeta la pre­
sión demográfica aumentó de tal modo que la caza, la pesca y la
recolección dejaron de ser suficientes para alimentar a la pobla­
ción. Entonces surgió el Neolítico, la revolución agrícola. El paso
simultáneo a la agricultura no fue un accidente y, al parecer, tam­
poco fue la invención de un solo pueblo que luego otros imitaran.
La agricultura surgió en tantos y tan distantes lugares que la expan­
El mito del pueblo perfecto 291

sión no puede ser la causa del cambio. El cultivo de cereales y la


domesticación de mamíferos de gran tamaño aportaron las calo­
rías necesarias para el sustento de poblaciones más numerosas. Es
decir, la sobrepoblación impulsó otro salto cualitativo en la historia
de la selección natural y la modificación del entorno .16
Se consolidó un bucle de retroalimentación autocatalítico (que
se genera a sí mismo): una compleja interacción entre los huma­
nos y la naturaleza que dura ya trece mil años y que aceleró espec­
tacularmente el ritmo del cambio, muy por encima del que podía
derivarse de las herramientas de piedra, el empleo del fuego o la
obtención del alimento por medio de la caza, la pesca y la recolec­
ción. En todas partes, pueblos de todos los colores, razas y culturas
modificaron el medio ambiente a fin de satisfacer sus necesidades.
Y, a su vez, el medio ambiente, modificado, cambió las formas de
supervivencia de los humanos: algunos continuaron destruyendo
su ecosistema, otros emigraron, algunos se extinguieron .17 Hacia el
primer año de la Era Común (hace dos mil años) la tierra estaba
llena de seres humanos que vivían en una de las cinco condiciones
descritas en la Figura 27: 1) agricultura estratificada compleja; 2)
agricultura de campesinos sencilla; 3) pastoreo nómada; 4) caza,
pesca y recolección no especializadas; y 5) caza, pesca y recolección
especializadas.
Desde las primeras civilizaciones de Babilonia, Ur, Mesopota-
mia y el valle del Indo, hasta las de Egipto, Grecia y Roma y el con­
junto de la época moderna, la mayor parte de la población tenía
una forma de vida similar: más del noventa por ciento era campesi­
na. Empleaban el trueque o formas de dinero muy básicas. Una
pequeña élite tenía acceso a bienes y servicios, pero la gran mayo­
ría no .18
Aun nivel elemental, esos granjeros neolíticos se enfrentaban al
mismo problema que sus ancestros paleolíticos y, para el caso, al
mismo que ahora nuestra civilización tiene que resolver. Yo lo
llamo problema de ecosupervivencia: puesto que los humanos necesita­
mos productos del entorno para sobrevivir, ¿cómo podemos satisfacer nues­
tras necesidades sin destruir el entorno y precipitar nuestra propia extin­
292 Las fronteras de la ciencia

ción ?En otras palabras, ¿cómo puede proseguir la selección huma­


na sin que seleccionemos nuestra propia destrucción?
El trueque
Uno de los inconvenientes de desmontar el mito del pueblo
perfecto es que la alternativa parece implicar que la civilización
supone un progreso universal en la evolución cultural. Si ellos no
eran el pueblo perfecto, entonces debemos serlo nosotros. Pero no
tiene por qué ser necesariamente así. Uno de los misterios que
todavía tienen que resolver arqueólogos e historiadores del entor­
no es por qué nuestros ancestros pasaron de la caza y la recolec­
ción a la agricultura. En la década de 1960, científicos como Jacob
Bronowski consideraban que en ese momento se dio el primer
gran paso en el «ascenso del hombre»19. En realidad, si nos remiti­
mos únicamente a la salud y longevidad, los habitantes del Paleolí­
tico eran más altos y de constitución más fuerte, estaban mejor ali­
mentados, vivían más y tenían más tiempo libre que cualquier
humano que haya vivido en el período comprendido entre hace
trece mil años y comienzos del siglo xx. Hace trece mil años, los
hombres tenían una estatura media de 1,75 m y las mujeres de
1,65. Hace seis mil años, la estatura media había descendido espec­
tacularmente y los hombres medían una media de 1,57 m y las
mujeres 1,52. Hasta el siglo xx no volvió el ser humano a acercarse
a la estatura de aquellos tiempos remotos, y lo cierto es que todavía
no la ha alcanzado .20 Los estudios de las sociedades de cazadores-
recolectores modernas demuestran también que tienen más tiem­
po libre que los granjeros neolíticos (o que ningún granjero o cam­
pesino hasta la Revolución industrial). Los bosquimanos del
Kalahari, por ejemplo, dedican entre doce y diecinueve horas a la
semana a recoger alimento y a producirlo, con un consumo diario
medio de 2.140 calorías y 93 gramos de proteínas, que es superior a
la dieta diaria recomendada por el Departamento de Alimentación
y Medicamentos de Estados Unidos.21
Así pues, si la caza, la pesca y la recolección eran tan estupen­
das, ¿por qué empezaron los humanos a cultivar la tierra? Requiere
El mito del pueblo perfecto

Figura 27. Hace dos mil años, la agricultura desplazaba paulatinamente a la caza, la pesca y la
recolección y el ritmo del cambio medioambiental se aceleró. También están indicados los
primeros centros de producción de alimentos. (Adaptado de Roberts, 1989, p. 121.)
293
294 Las fronteras de la ciencia

más horas de trabajo, produce dependencia de una zona más


pequeña donde se encuentra un suministro de alimentos más fia­
ble y conduce a poblaciones mucho mayores en las que las enfer­
medades se extienden más rápidamente .22 Para empezar, en
muchas partes del mundo la Revolución neolítica fue en realidad
una evolución. Según Esther Boserup, «al parecer, la antigua Meso-
potamia tardó más de cuatro mil años en pasar de la primitiva pro­
ducción de alimentos a la agricultura intensiva y de regadío, y
Europa tardó todavía más en pasar de la introducción del barbe­
cho al comienzo del cultivo anual, que no se produjo hasta hace
pocos siglos»23. Aun así, en el largo período histórico de los últimos
cien mil años algo ocurrió a principios del Neolítico que merece
una explicación.
El arqueólogo Kent Flannery concluye a partir de sus excavacio­
nes en una aldea de Mesopotamia de diez mil años de antigüedad
que los humanos inventaron la agricultura no para mejorar la dieta o
la estabilidad de sus fuentes de alimentación (algo que en realidad no
sucedió), sino para incrementar la producción del entorno debido a
la necesidad de alimentar a poblaciones más numerosas. Los peque­
ños núcleos de población habían crecido y el ecosistema en que esta­
ban integrados ya no tenía capacidad para alimentarlos, así que se
hizo necesario cultivar la tierra a fin de producir las calorías suficien­
tes para la supervivienda.24 En su libro La crisis alimentaria de la prehis­
toria: la superpoblación y los orígenes de la agricultura, Mark Cohén sostie­
ne que en aquel momento el planeta había alcanzado su límite de
población según la capacidad de producción de la tecnología pale­
olítica.2'5 Pero se puede decir esto mismo con distintas palabras: el
pueblo perfecto superpobló y explotó su entorno hasta el punto
de verse obligado a recurrir a la tecnología para salvarse. O como
Alfred Crosby ha expresado con tanto acierto: «No por primera vez
en la historia de la especie, el homo sapiens se vio en la tesitura de ser
célibe o astuto. Como era de esperar, la especie optó por lo segun­
do»26. La evolución neolítica fue, sencillamente, la respuesta de la
selección humana a un problema de ecosupervivencia. Que el
trueque mereciese la pena o no resulta irrelevante. Era lo único
El mito del pueblo perfecto 295

que se podía hacer para sobrevivir. Y hoy nos enfrentamos a la


misma situación.
Ecocidio
La historia del medioambiente es el estudio de los efectos de las
grandes fuerzas naturales y de sucesos ecológicos contingentes
sobre la historia humana, de la forma en que las acciones del hom­
bre han alterado el entorno y de cómo interactúan ambas fuer­
zas.27 No es una historia de clarines y trompetas -guerras y política,
reyes y generales-, de las causas próximas de la historia, sino el estu­
dio de las corrientes y mareas donde flotamos, como pecios, sobre
el mar del cambio histórico, el relato de las causas últimas de la his­
toria (véase la Figura 30).
La reconstrucción de la historia del entorno del hombre revela
que el ascenso y la caída de las civilizaciones, que antes se atribuían
a «grandes hombres» o a «luchas de clases», fueron más a menudo
el producto de la explotación o destrucción del hábitat humano.
En cada uno de los cuatro ejemplos geográficos que a continua­
ción voy a exponer encontramos una forma de suicidio ecológico
-o ecocidio- en que no se supo resolver el Problema de Ecosupervi-
vencia: los humanos fueron incapaces de satisfacer las necesidades
demográficas sin destruir el entorno y fueron, por tanto, los res­
ponsables de su propia extinción. Las cuatro situaciones no sólo
demuestran que el mito del pueblo perfecto no se corresponde
con la realidad, sino que también son un indicio de lo que podría
aguardarnos si no atajamos el crecimiento de la población mun­
dial y si no encontramos una solución a la selección humana.
1. Nueva Zelanda. No hay pueblo que pueda encarnar mejor el
mito del pueblo perfecto que el polinesio, al menos tal como lo
hemos visto en el cine, en un Edén de veranos interminables y
amor eterno. Los historiadores, sin embargo, pintan un retrato
muy distinto. Cuando, los europeos llegaron a Nueva Zelanda en
el siglo xix, el único mamífero nativo era el murciélago. Pero
encontraron huesos y cáscaras de huevo de las grandes aves moa,
ya extinguidas. Por las plumas y los esqueletos que aún quedan
296 Las fronteras de la ciencia

sabemos que las aves moa eran parecidas a los avestruces y se divi­
dían en una decena de especies distintas: tenían como mínimo un
metro de altura y veinte kilos de peso pero podían alcanzar tres
metros y pesar más de doscientos kilos. Se conservan algunas
mollejas de aves moa que contienen polen y hojas de docenas de
especies vegetales, lo cual nos da una pista de cuál era el medio
ambiente de Nueva Zelanda. Por si esto fuera poco, las excavacio­
nes arqueológicas realizadas en la Polinesia revelan que el ecocidio
había empezado antes de la llegada del maldito hombre blanco .28
Se cree que las aves moa evolucionaron hasta perder la capaci­
dad de volar gracias a un entorno en el que, durante millones de
años, no existieron predadores. Su súbita extinción en el momen­
to en que llegaron los primeros polinesios -los maoríes- nos ofrece
ciertos indicios. Aunque muchos biólogos han sugerido que la
causa de la extinción fue un cambio en el clima o que la caza por
parte de los maoríes fue la gota que colmó el vaso en un entorno
que ya experimentaba un cambio drástico, Jared Diamond da en el
clavo cuando nos revela que la extinción se produjo en un período
en que Nueva Zelanda disfrutaba del mejor clima de su historia .29
Habría sido mucho más lógico pensar como detonante la extin­
ción en la glaciación precedente. Por otro lado, los huesos de ave
de los yacimientos maoríes que han sido datados con carbono 14
indican que todas las especies de aves moa abundaban todavía
cuando desembarcaron los maoríes alrededor del año 1000 d. C.
En el año 1200 d. C., es decir, seis siglos antes de la llegada de los
europeos, no quedaba ninguna. ¿Qué pasó?
Los arqueólogos han descubierto yacimientos maoríes con un
número de entre cien mil y quinientos mil esqueletos de aves moa,
una cifra diez veces superior a la de animales de esa especie vivos
en un momento determinado. En otras palabras, los maoríes mata­
ron aves moa a lo largo de varias generaciones hasta que acabaron
con todas.30 ¿Cómo consiguieron hacerlo con tanta facilidad?
Como Darwin y los hambrientos marineros que pasaron por las
Galápagos descubrieron, los animales que evolucionan en un
entorno sin grandes predadores no suelen temer a los predadores
El mito del pueblo perfecto 297

re c ié n lle g a d o s, n i s iq u ie ra a lo s h u m a n o s . D a la im p re s ió n d e q u e
las av es m o a f u e r o n p a r a lo s m a o ríe s lo q u e lo s b ú fa lo s p a r a lo s
c a z a d o re s a rm a d o s a m e ric a n o s: b la n c o s fáciles. E l p u e b lo p e rfe c to
d e los m a o ríe s e x te rm in ó , p u e s, u n o d e sus m a y o re s re c u rso s.
2. La América nativa. Cuando hace unos veinte mil años (las esti­
maciones varían considerablemente) unos humanos anatómica­
mente modernos cruzaron el estrecho de Bering desde Asia para
introducirse en América, encontraron una tierra llena de grandes
mamíferos: mamuts y mastodontes, osos perezosos de hasta tres
toneladas, gliptodontes (bestia parecida al armadillo) de una tone-
leda, castores como osos de grandes y carnosos felinos de afilados
dientes, por no mencionar a leones, guepardos, camellos, caballos
y otros grandes mamíferos nativos de América. Y ahora, todos se
han extinguido, ¿por qué?
C. A. Reed ha sugerido que esas especies fueron incapaces de
adaptarse al período de rápido cambio climático de finales de la últi­
ma glaciación.31 Pero la temperatura del planeta ascendía, no des­
cendía, lo cual significa que, a medida que los glaciares retrocedían,
había más nichos que llenar y no menos; además, los procesos de
extinción de especies comparables que se produjeron al término de
glaciaciones previas no habían alcanzado esas dimensiones. Paul
Martin y Richard Klein han apuntado a los enormes yacimientos de
«matanza» donde entre un número ingente de huesos se han
encontrado puntas de lanza clavadas en la caja torácica de mamuts,
bisontes, mastodontes, tapires, camellos, caballos, osos y otros ani­
males, restos, evidentemente, de múltiples especies que los humanos
habían cazado hasta hacerlas desaparecer.32 Como eran mamíferos
que se habían adaptado tan bien al calor como al frío, es improbable
que el clima fuera la causa de su extinción. Con un juicio muy equili­
brado, G. S. Krantz sostiene que el clima y la caza pudieron interve­
nir conjuntamente en la extinción completa de muchas especies y
explica que los cazadores humanos también pudieron ocupar el
nicho dejado por los carnívoros que mataban, y en el proceso ame­
nazaban el nicho de herbívoros como el ahora extinto oso perezoso
del monte Shasta de Estados Unidos.33 De un modo u otro -debido
298 Las fronteras de la ciencia

únicamente a la caza o también con la intervención del clima-, el


pueblo perfecto nativo americano fue la causa última: sin la acción
de estos astutos cazadores es muy probable que la extinción masiva
de algunas especies nunca se hubiera producido.
Los arqueólogos están descubriendo también que los indígenas
americanos no fueron menos destructivos con sus recursos botáni­
cos. Cuando los varones europeos blancos llegaron al sudoeste de
América encontraron gigantescas viviendas de varias plantas, los
llamados «pueblos», en mitad de desiertos deshabitados. Como
muchos viajeros, cuando visité por primera vez esos «pueblos» en
Arizona, Colorado y Nuevo México, no pude dejar de preguntar­
me cómo se las habían arreglado los anasazi (término navajo que
significa «los antiguos») para sobrevivir en tan desolados parajes.
Pueblo Bonito, en el cañón del Chaco, Nuevo México (Figura 28),
es uno de los ejemplos más impresionantes. En él se puede encon­
trar un entramado de viviendas en forma de «D» que originalmen­
te tenía cinco plantas de altura, 220 metros de largo, 105 metros de
ancho y contaba con no menos de 650 habitáculos donde vivían
millares de personas en medio de un desierto seco, árido y sin
árboles. ¿De qué vivía aquella gente en semejante lugar?
La construcciones de Pueblo Bonito empezaron a edificarse
hacia el año 900 de nuestra era, pero su ocupación se prolongó
apenas doscientos años. ¿Por qué? Los bienintencionados guías
afirman que porque una sequía expulsó a los anasazi. David
Muench concluye dramáticamente su obra asegurando que los
anasazi «eran un pueblo que huía -no sabemos exactamente de
qué- y que abandonó aquellas tierras como los gitanos, con escasas
posesiones sobre sus espaldas y una herencia cultural de un millar
de años en la cabeza»34. Hoy, sin embargo, tenemos ya una idea
precisa del motivo de su huida: de un ecocidio impulsado por ellos
mismos. Los arqueólogos calculan que los anasazi necesitaron más
de doscientas mil vigas de madera de más de cinco metros para sos­
tener los tejados de las viviendas de Pueblo Bonito. Los paleobotá-
nicos Julio Betancourt y Thomas Van Devender, a partir de los
depósitos fecales del cañón del Chaco, identificaron la fauna de la
El mito del pueblo perfecto 299

Figura 28. Pueblo Bonito, en el cañón del Chaco, en Nuevo México, es una mues­
tra de la magnífica y monumental arquitectura de los anas azi, «los antiguos», de
América del Norte. Hoy, estos vestigios urbanos se erigen en medio de un desier­
to seco y árido. ¿Qué les pasó a «los antiguos»? Al parecer cometieron un ecoci-
dio y fueron incapaces de resolver su problema de ecosupervivencia.
300 Las fronteras de la ciencia

región antes, durante y después de la ocupación anasazi.35 La data-


ción con carbono 14 de polen y restos de plantas revela que cuan­
do los anasazi llegaron al cañón del Chaco existía allí un espeso
bosque de enebros y, cerca, un bosque de pinos ponderosa. Esto
explica de dónde salió la madera para edificar la ciudad. A medida
que la población iba creciendo, los anasazi iban deforestando la
zona y destruyendo el entorno, con lo que dieron origen al desier­
to que hoy conocemos. Después de acabar con su entorno más
próximo, construyeron una extensa red de caminos para llegar a
zonas boscosas más lejanas. Hasta que no quedaron más árboles
que cortar. Además, construyeron elaborados sistemas de irriga­
ción para canalizar el agua hacia el fondo de los valles, pero la
deforestación erosionó tanto el terreno que el nivel freático quedó
por debíyo del nivel de los campos de cultivo, de modo que la irri­
gación se hizo imposible. Entonces llegó la sequía, los anasazi fue­
ron incapaces de hacer frente a sus efectos y su civilización se
derrumbó. El ecocidio fue la consecuencia directa de su fracaso a
la hora de resolver su problema de ecosupervivencia.
3. Machu Picchu. Lo más cerca que he estado en mi vida de tener
una experiencia mística fue en el viaje que en 1986 hice a Machu
Picchu, la llamada «ciudad perdida de los incas» de los Andes, en
la región central de Perú. Está situada a tres mil metros de altitud
en un estrecho valle encajonado entre dos picos, a ochenta kilóme­
tros al nordeste de Cuzco, que es, a cuatro mil metros, la ciudad
más alta del mundo. En llegar de la segunda a la primera se tardan
cuatro horas y media en tren (o varios días a pie) y luego hay que
subir por un sinuoso camino de tierra hasta una pequeña meseta
que cuelga del borde de un acantilado. Las nubes se acumulan en
torno a las cumbres cercanas y, cuando el anochecer desciende
sobre las inhóspitas ruinas y surge la niebla, casi es posible sentir la
presencia de las personas que en otro tiempo labraron su vida en
ese magnífico pero duro entorno.
(La experiencia fue más intensa aún porque el grupo terrorista
Sendero Luminoso había organizado en aquellos días un gran
motín carcelario para liberar a los camaradas presos. El conflicto se
El mito del pueblo perfecto 301

Figura 29. Machu Picchu, la «ciudad perdida» de los incas. ¿Qué les ocurrió a los
más de mil habitantes de esta remota ciudad de los Andes? Nadie lo sabe. Es uno
de los grandes misterios de la historia. Es posible que la población superase la
capacidad de sustento de tan reducido ecosistema y los incas, incapaces de resol­
ver su problema de ecosupervivencia, se vieran obligados a abandonarla. Adviér­
tanse las extraordinarias limitaciones de las terrazas de cultivo que se acumulan
en los abruptos riscos que rodean la ciudad. (Adviértanse también los fieles de la
Nueva Era que, vestidos de blanco y entonando mantras, celebran la «convergen­
cia armónica» de las energías de la Tierra que, según ellos, se producía ese día.)
302 Las fronteras de la ciencia

saldó con una gran cantidad de muertos. El comandante de los mili­


tares peruanos convenció a los terroristas de que se rindieran y luego
mató a más de cincuenta. Sendero Luminoso reaccionó volando el
tren que iba a Machu Picchu un día después de que yo lo hubiera
tomado. El ejército patrulló por Cuzco y rodeó el aeropuerto. Tuve
que sobornar a un funcionario para que permitiera subir al avión
para el que ya tenía billete. A esta experiencia se sumó que seguido­
res de la Nueva Era creían que aquel verano se produciría una «con­
vergencia armónica» y, por tanto, sejuntaron en Machu Picchu, for­
maron círculos y cantaron mantras. Yo descubrí con gran pasmo y
demasiado tarde que no tenía reserva en el agradable Machu Picchu
Hotel, situado en la cima de las montaña, sino en el corrugado hotel
Machu Picchu, con tejado de aluminio, junto al río Urubamba, al
lado de la estación. Mi mujer y yo fuimos rescatados por una maestra
de escuela con retinitis pigmentosa que nos ofreció una cama en su
casa a cambio de la ayudáramos a llegar a la cima del abrupto y trai­
cionero pico Huayna Picchu, situado junto a Machu Picchu, desde el
cual hicimos la fotografía de la Figura 29.)
No es de extrañar que Hiram Bingham, arqueólogo de la Uni­
versidad de Yale, tardara tanto en localizar las ruinas en 1911. Pasó
décadas intentando determinar si se trataba de la famosa última
ciudadela donde se refugiaron los jefes incas en el siglo xvi -Vilca-
bamba- y, con la oposición de un buen número de arqueólogos,
llegó a la conclusión de que en efecto lo era. Al parecer, sin embar­
go, no lo es. Entonces ¿qué era Machu Picchu y qué les ocurrió a
las personas que allí vivían?
Lo que Hiram Bingham descubrió fue una ciudad de trece kiló­
metros cuadrados con un templo, una ciudadela, unas cien vivien­
das y terrazas de cultivo unidas por más de tres mil escalones y un
elaborado sistema de riego excavado en el granito para lo que da la
impresión de ser una forma de agricultura extraordinariamente
limitada.36 Los incas no tenían animales: ni caballos, ni cerdos, ni
gallinas, ni ovejas, y la mayoría de la carne que comían provenía de
animales de pequeño tamaño como cobayas, conejos y palomas.
Las llamas eran sobre todo bestias de carga y suministraban lana,
El mito del pueblo perfecto 303

pero no proteínas. Los incas, por tanto, dependían sobre todo de


la agricultura, pero no cultivaban trigo ni otros cereales, ni olivos,
arroz o vides, y apenas unas pocas verduras. El maíz y las patatas
eran su fuente principal de calorías, y probablemente el principal
cultivo de las terrazas .37 Curiosamente, de los 173 esqueletos
encontrados en la ciudad, 150 son de mujer (otras fuentes afirman
que son 135 esqueletos en total y 102 de mujer) ,38 En todo caso,
independientemente del número exacto, es muy improbable que
los pobladores de Machu Picchu fueran víctimas de una guerra a
causa de las defensas orográficas. Los españoles no tuvieron noti­
cia de la ciudad y el arqueólogo Paul Fejos cree que no era necesa­
ria defensa alguna, puesto que es muy probable que se tratara de
una ciudad sagrada y no de un enclave militar.39
Según J. Hemming, Machu Picchu no fue un último refugio,
sino una ciudad antigua que floreció en el momento cumbre del
imperio inca .40 Si es así, aunque éste es un extremo que suscita
gran polémica, ¿qué les ocurrió a sus habitantes? A la luz de lo que
hemos visto que ocurrió en todo el planeta y particularmente en
lugares con recursos agrícolas y animales limitados, parece razona­
ble considerar la posibilidad de que las extraordinarias limitacio­
nes de la ciudad para ofrecer sustento se vieron superadas por las
presiones demográficas y del entorno y que la población Se viera
obligada a abandonarla.
4. Isla de Pascua. En 1722 el navegante holandés Jakob Rogge-
veen llegó a la tierra más aislada del planeta, una isla situada a casi
cuatro mil kilómetros de Chile, a seis mil quinientos kilómetros al
este de Nueva Zelanda y a dos mil de la isla más cercana (Pitcaim,
el desolado islote donde se refugiaron los marinos amotinados de
la Bounty). Al poner pie en tierra el domingo de Pascua del citado
año (de ahí el nombre del lugar), Roggeveen encontró cientos de
estatuas de hasta 85 toneladas de peso y hasta doce metros de altu­
ra. Al parecer, esas estatuas habían sido talladas en canteras de pie­
dra volcánica, transportadas a lo largo de varios kilómetros y colo­
cadas en su posición erecta sin ayuda de metal, ruedas o animales.
Curiosamente, muchas se hallaban todavía inacabadas en el lugar
304 Las fronteras de la ciencia

donde las tallaban: parece como si los canteros hubieran salido


corriendo en mitad de su trabajo.
¿Cómo y por qué tallaron y emplazaron los antiguos polinesios las
estatuas y, lo que es más importante, qué fue de ellos? Los isleños
actuales explicaron a Thor Heyerdahl que sus ancestros habían
transportado con troncos las estatuas y utilizado palancas para erigir­
las.41 La reconstrucción de la historia de los antiguos habitantes de la
isla de Pascua a partir de restos botánicos y arqueológicos parece
indicar que allá por el año 400 de nuestra era, es decir, poco antes de
la caída de Roma, unos polinesios llegados del oeste descubrieron
una isla cubierta de un denso bosque de palmeras que paulatina y
sistemáticamente procedieron a talar con el fin de adecuar la isla
para el cultivo y también para hacer canoas con los troncos y aprove­
char éstos para transportar las estatuas desde la cantera hasta su des­
tino definitivo.42 Entre los años 1100 y 1650 de nuestra era, la pobla­
ción llegó a ser de siete mil habitantes, que vivíanVn los escasos
doscientos cincuenta kilómetros cuadrados de la isl4. Los isleños
habían llegado a tallar más de un millar de estatuas, 324 de las cuales
habían podido transportar y emplazar en su sitio. Cuando Rogge-
veen desembarcó en Pascua, los bosques estaban arrasados y no que­
daba un solo árbol en pie. ¿Qué había ocurrido?
En su libro, que tenía el provocativo título de EasterIsland, Earth
Island [Isla de Pascua, isla de la Tierra], el arqueólogo Paul Bahn y el
ecologista John Flenley concluyen que los isleños cometieron un
ecocidio. «En nuestra opinión, la isla de Pascua es un microcosmos
que ofrece un modelo de lo ocurrido en el conjunto del planeta.»43
La deforestación inicial condujo a un aumento de población, pero
éste causó una erosión masiva que empobreció las cosechas. Es posi­
ble que los humanos y las ratas (introducidas inicialmente como ali­
mento) comieran los frutos de las palmeras, lo cual impidió la rege­
neración de los bosques. Sin palmeras y sin frutos, las ratas asaltaron
los nidos mientras los humemos se alimentaban tanto de los huevos
como de las aves. La falta de troncos para construir embarcaciones
se tiadujo en una disminución de la pesca, y de ahí, junto con la
escasez de terreno, el hambre, las luchas intestinas y el canibalismo.
El mito del pueblo perfecto 305

Llegados a ese punto, la dase guerrera se hizo con el poder, empezó


a fabricar puntas de lanza en grandes cantidades y la basura empezó
a proliferar. Los isleños derrotados fueron esclavizados o masacrados
y algunos incluso devorados. A falta de troncos y sogas no tenía senti­
do tallar más estatuas ni terminar las que estaban empezadas. El
culto estatuario perdió su atractivo, los clanes derribaron las estatuas
de sus rivales y la población descendió brutalmente, al punto de que
en 1722 la isla sólo tenía un puñado de habitantes.44
La lección es evidente y especialmente perturbadora si tenemos
en cuenta que en una isla de 16 por 18 por 2 1 kilómetros era imposi­
ble que los nativos no fueran conscientes de que, con la destrucción
de las últimas, las palmeras desaparecerían para siempre. Los nativos
tenían que saber que talar esos últimos árboles significaba acabar
con su recurso más importante, pero no hicieron nada para evitarlo.
Los isleños de Pascua no eran el pueblo perfecto, pero tampoco
eran peores que los malditos varones blancos. Da la impresión de
que lo que sucedió en Pascua es un problema muy humano. ¿Fue la
isla de Pascua un microcosmos de la isla de la Tierra?
¿Qué vamos a hacer?
En los sistemas físicos, biológicos y humanos, el cambio es inevi­
table, y la historia lo documenta. Los seres humanos llevamos
millones de años modificando nuestro entorno. La primera talla
de un utensilio de piedra o una lanza de madera fue el primer paso
al cambio ecológico por selección humana. Vivir de la caza, la
pesca y la recolección cuando la población aumentaba no hacía
sino incrementar la presión sobre el entorno y la alteración de
éste. A lo largo de decenas de millones de años, los humanos han
sido responsables de la extinción de un gran número de especies y
la civilización ha acelerado más aún el ritmo del cambio. En los últi­
mos diez mil años, pueblos de todas las razas y lugares han modifi­
cado su medio ambiente de forma significativa.
Los humanos han conseguido cambiar su entorno con propósi­
tos productivos que han conducido a un mayor nivel de vida y a
una forma de vivir más rica y diversa. También lo hemos cambiado
306 Las fronteras de la ciencia

con el afán de destruir, lo cual ha propiciado la extinción no sólo


de especies completas, sino de pueblos enteros. No se puede dete­
ner el cambio sin detener la historia, porque el cambio es la historia.
Y, como han demostrado las teorías del caos y la complejidad,
pequeños cambios en un primer momento de la secuencia históri­
ca pueden impulsar cambios enormes al cabo de los siglos. De la
acumulación de contingencias peculiares surgen necesidades que
hacen que el cambio sea irreversible45. En cuanto se excava el canal
del cambio, resulta casi imposible saltarse el talud para saltar a otro
canal. La cuestión es: ¿qué tipo de cambio resultará de las acciones
humanas? ¿En qué dirección se producirá? (Véase la Figura 30.)
En cuanto a nuestro futuro, es muy difícil legislar el cambio his­
tórico a causa de la imposibilidad de determinar las acciones legis­
lativas. ¿Qué cambio permitimos y cuál prohibimos? Teniendo en
cuenta que todos los actos del hombre modifican el entorno, en
cuanto empezamos a prohibir los cambios, ¿dónde parar? Eviden­
temente, la mayoría no deseamos que la humanidad regrese a los
tiempos de la caza, la pesca y la recolección, y además nuestro
entorno no podría ofrecer sustento a la población en esas condi­
ciones. Somos animales, es cierto, pero somos animales quepiensan.
Todo artilugio de la tecnología modifica el entorno, desde los úti­
les de piedra a las centrales nucleares. En cuanto nos lanzamos por
la pendiente de los cambios tecnológicos, no hay vuelta atrás. Sin
embargo, podemos avanzar con un nuevo rumbo.
Una solución a los problemas medioambientales sería recurrir
más a la ciencia y la tecnología y aplicarlas a resolver las dificultades
creadas por ciencias y tecnologías más antiguas. Dadas mis inclina­
ciones liberales, me resisto a apoyar la intervención de los gobier­
nos. El mercado libre ha sido causa de muchos desaguisados, pero
también puede ofrecer soluciones, bastaría con que se le permitie­
se actuar de una forma verdaderamente libre. Sin embargo, dada
mi formación histórica y científica, me temo que un mercado libre
y sin restricciones podría desembocar en un ecocidio planetario,
en una isla de Pascua a gran escala. Es posible que confiar plena­
mente en el mercado libre sea demasiado arriesgado.
El mito del pueblo perfecto 307

C A U S A S ULTIM A S

HISTORIA DEL MEDIO AMBIENTE HISTORIA HUMANA

CAMBIOS DEL MEDIO AMBIENTE ^ T S m i m H * ^ 111 -------------Bu c l e S ' " ~ c a m b io s


DEPENDIENTES D a CLIMA CUUURA1£S

figura 30. Veintidós mil años de cambios en el medio ambiente. El tiempo corre
de arriba abajo; se destacan dos grandes saltos: el Neolítico y la Era Común. Las
alteraciones medioambientales a raíz del clima forman parte de la historia del
medio ambiente y constituyen la causa más profunda del cambio. Las modifica­
ciones inducidas por el hombre forman parte de la historia del medio ambiente y
de la historia humana. Ésta, en un bucle de retroalimentación con las transfor­
maciones culturales, es la causa superficial del cambio. (Adaptado de Roberts,
1989, p. 183.)
308 Las fronteras de la ciencia

¿Corremos el riesgo de imitar a nuestros ancestros y su incapaci­


dad para resolver su ecosupervivencia? Existen pruebas fehacientes
de que la superpoblación, la polución, el calentamiento global, el
agujero de la capa de ozono, la contaminación química y muchos
más factores amenazan nuestra supervivencia. Pero también hay
pruebas de sobra de que podemos adaptarnos y resolver nuestras
dificultades. Todavía no estamos condenados irremisiblemente.
Pero tenemos que estar prevenidos. Si hay que legislar el cambio,
hay que basarse en los conocimientos científicos más completos de
que dispongamos. Pero en el terreno de la ecología, que es la más
política de todas las disciplinas científicas, la política lo ha contami­
nado todo. Necesitamos más datos. Y es muy posible que un autén­
tico «buen uso» de los fondos estatales sería destinarlos a una
mejor ciencia del medioambiente, para poder determinar con un
elevado nivel de fiabilidad qué, dónde y cuándo es necesario legis­
lar. ¿Nos va a ocurrir como a los últimos habitantes de la isla de Pas­
cua? ¿Nos vamos a quedar mirando la última palmera de la Tierra
limitándonos a decir: «Vamos a cortar esa maldita cosa, a la mierda
con el futuro»? ¿O vamos a aprender las lecciones de la historia y a
encontrar una solución a nuestro propio problema de ecosupervi­
vencia? Entre nosotros y aquellos que no pudieron encontrar una
solución hay una diferencia: nosotros somos los primeros en ser
conscientes de las consecuencias de nuestros actos y estamos a
tiempo de hacer algo para cambiarlas. La pregunta es: ¿qué vamos
a hacer?
10 £1 mito de Amadeus
Mozarty el mito del genio milagroso

Antes de seguir leyendo, intente el lector contestar estas preguntas:


hay una palabra de tres letras que todos los licenciados universita­
rios deletrean mal, ¿cuál es? Nuestro equipo de baloncesto favorito
ganó el último partido de la liga por 73 a 49 pero ninguno de los
jugadores del equipo anotó un solo^puñto, ¿cómo puede ser? En
cierta ciudad de Estados Unidos hubo una vez un hombre que fue
al altar con veinte mujeres y, aunque no era mormón, no violó nin­
guna ley, ¿cómo es posible?
Si ha respondido M-A-L a la primera pregunta, que su equipo
de baloncesto favorito es un equipo femenino y que el hombre de
la tercera pregunta es el cura, es probable que haya usted experi­
mentado lo que se llama la reacción interior «ajá», que suele tener­
se cuando se resuelve un problema. Es una de las teorías del genio,
que la respuesta se presenta de forma inesperada en la mente
genial, como si las mismísimas musas hubieran obrado el milagro.
Einstein dio con la teoría de la relatividad al soñar que cabalgaba
un rayo de luz; Kekulé descubrió la estructura del anillo de bence­
no cuando soñó con una serpiente que se mordía la cola; Darwin
se convirtió en evolucionista nada más pisar las islas Galápagos;
Wallace descubrió la selección natural en un brote fértil de malaria
en el archipiélago malayo; por miedo a una muerte prematura,
Évariste Galois esbozó toda su teoría matemática de grupos la
noche antes de batirse en duelo por una mujer; Newton concibe la
gravitación universal cuando una manzana le cae en la cabeza;
Coleridge redacta su brillante poema Kublai Kan la tarde en que se
encuentra en un estado alterado de conciencia inducido por el
opio; y, tal vez el más célebre de todos los genios, Mozart compone
sinfonías perfectas al primer intento y sin correcciones, adiciones o
tachaduras.
310 Las fronteras de la ciencia

El único inconveniente de estas anécdotas sobre el carácter


milagroso del genio es que ninguna es cierta. El genio creativo no
funciona así. Es lo que yo llamo «mito de Amadeus», forjado a par­
tir del retrato de Mozart como misterioso y milagroso genio musi­
cal que Peter Shaffer y Milos Forman trazaron en la película Ama­
deus. El mito de Amadeus es la creencia de que las creaciones geniales y
originales seproducen por medio de misteriosos milagros mentales reservados
a una minoría. Su linaje es antiguo, se remonta a los griegos, que
creían en las musas, diosas que alentaban la creatividad en ciertos
individuos y les inspiraban el genio. En mis estudios de posgrado,
tuve un profesor, Harry Liebersohn, que en el primer curso de his­
toria nos dijo que la mayoría seríamos como Beethoven, es decir,
que escribiríamos un borrador tras otro hasta conseguir lo que
queríamos, y no como Mozart, para quien el primer borrador era
ya la obra definitiva. El mito de Amadeus persiste porque ofrece
una explicación sencilla y una historia atractiva, lo que no haría un
modelo más complejo y matizado. Y, aunque resulte anecdótico, lo
normal es que cuando leemos sobre un genio en acción, o incluso
somos testigos de su creación, rara vez reparamos en los titubean­
tes pasos que tuvo que dar para pasar de ser un aficionado neófito
a un refinado profesional.
Pero lo cierto es que no existen pruebas científicas ni históricas
que sustenten el mito de Amadeus. Los estudios de psicología cog­
nitiva no corroboran que exista una diferencia cualitativa entre los
genios y las demás personas. La credibilidad de las anécdotas se
tambalea en cuanto los detalles históricos llenan las lagunas de la
defectuosa memoria y de la crónica selectiva. Porque las lagunas de
nuestros conocimientos históricos y científicos se llenan de mitos.
La solución «ajá» es la excepción, no la norma. O, cuando menos,
el ajá es el último eslabón de una larguísima cadena de razona­
mientos: la habitación oscura se va iluminando lentamente gracias
al alba creciente del saber y no de pronto y por la acción de un
ingenioso interruptor.
Fijémonos en el siguiente rompecabezas: Cuando la música cesó,
la muchacha murió... Se trata de averiguar lo que esta frase quiere
El mito de Amadeus 311

decir mediante preguntas que sólo se puedan responder con un


«sí» o con un «no». La mayoría de la gente tarda entre 30 y 45
minutos en resolver el problema. La solución es que la muchacha
es una funambulista ciega que ejecuta su número en un circo. Nor­
malmente sabe que ha llegado al final de la cuerda porque la músi­
ca se detiene, momento en el cual apoya el pie en la plataforma.
Pero el asesino interrumpe la música antes de tiempo y la chica cae
al vacío. Este rompecabezas circulaba por los colegios mayores de
la Universidad de Pepperdine, donde yo estudiaba psicología; allí
realicé un estudio informal sobre el tiempo y las estrategias menta­
les que dedicaban los estudiantes. La mayoría empezaban hacien­
do preguntas que intentaban desvelar las incógnitas directamente.
Cuando el intento fracasaba, organizaban sus preguntas por cate­
gorías: profesión, lugar, número de personas presentes en la esce­
na, relación entre la música y lo que hacía la chica, estado de salud
de ésta, etcétera. Cuando las categorías más generales encuentran
respuesta, las preguntas se centran en los detalles y la solución
empieza a vislumbrarse. ¿Problemas de salud? La chica es ciega.
¿Profesión? Trabaja en un circo. ¿Qué hace? Es funambulista. El
«ajá» final no se pronuncia hasta que todas las piezas del rompeca­
bezas están en su sitio y se descubre la relación entre la música, la
muchacha y su muerte.
Parece que este proceso continuo, paso a paso, de resolución de
incógnitas (opuesto al procero discontinuo, a saltos, que tendría
más que ver con el mito de Amadeus) es la forma de proceder de
todos los seres humanos, zoquetes y genios incluidos. La diferencia
está más en la cantidad de poder mental que en la calidad. Es decir,
un genio no es tan cualitativamente distinto de los demás, no tiene
ningún módulo cerebral extra, no pone en marcha un proceso
cognitivo que los demás no pongan; pero sí es cuantitativamente
diferente: es más rápido, más eficiente, tiene una memoria siste­
mática y refinada, se concentra y, sobre todo, acumula años de
práctica y dedicación invisibles para todos menos para los que lo
rodean. Con esto no pretendo negar la existencia de algo que
podría razonablemente llamarse genio. Como una gran obra de
312 Las fronteras de la ciencia

arte, puede resultar difícil definirlo, pero, cuando estamos en su


presencia, lo reconocemos. Einstein, Newton, Darwin y Mozart
eran genios. Pero ¿tenían algo que los demás no tenemos o, sim­
plemente, más de lo que los demás también tenemos? Las pruebas
de la historia y de las ciencias cognitivas nos llevan a concluir que
se produce más lo segundo que lo primero. Otra forma de verlo es
que los genios tienen mucho más de lo que los demás también
tenemos, lo emplean con mucha mayor eficiencia y lo hacen, ade­
más, en un entorno cultural que los aprecia y permite su expre­
sión. Por tanto, podemos definir el genio del siguiente modo: un
genio es una persona con una diferencia cuantitativa de capacidad tan
grande que parece cualitativamente distinta. Es decir, genio es aquel
individuo tan sumamente capaz que parece completamente distin­
to de los demás. El mito de Amadeus se crea porque la forma de
operar de un genio nos resulta un misterio, y la deconstrucción de
este mito nos ayuda a comprender mejor el funcionamiento de la
ciencia y los científicos en particular y del pensamiento y los pensa­
dores en general. Cobrar conciencia de la forma en que se desarro­
llan los procesos científicos y del pensamiento nos permite avanzar
en nuestra exploración de la diferencia entre ciencia, ciencia fron­
teriza y lo que no es ciencia, porque para transitar de un nivel a
otro a menudo es necesaria una chispa de genio creativo, una
forma novedosa de reflexionar sobre un asunto conflictivo.
La ciencia del genio
Un buen lugar para empezar el análisis científico del genio es el
libro de Robert Weisberg Creativity: Genius and OtherMyths [Creati­
vidad: el genio y otros mitos], publicado en 1986.1Weisberg aduce
pruebas científicas encontradas recientemente en el campo de la
psicología cognitiva que confirman que la creatividad y el genio se
definen exclusivamente por una diferencia cuantitativa. En con­
creto, menciona estudios que demuestran que los patrones de pen­
samiento y los procesos cognitívos de los grandes maestros del ajedrez
no son distintos de los de los jugadores normales. Intuitivamente
damos por sentado que los maestros del ajedrez anticipan más
El mito de Amadeus 313

movimientos que los demás jugadores, pero el psicólogo Adriaan


DeGroot ha descubierto que ocurre precisamente lo contrario: los
maestros estudian menos movimientos, pero los que estudian son
los más relevantes.2 Pero ¿cómo los seleccionan? Al término de una
partida y después de un movimiento clave que confundió a los
expertos, que predijeron su derrota, al gran maestro Bobby Fisher
le preguntaron: «¿Cómo pudo prever que ese movimiento en apa­
riencia desastroso le daría la victoria? ¿Qué pensó?». Fisher repuso:
«No lo sé. Simplemente intuí que estaba bien ».3
La anécdota de Fisher constituye un ejemplo magnífico del
carácter misterioso del proceso cognitivo del genio, que es lo que
da pie al mito de Amadeus. La realidad es mucho más prosaica.
Los psicólogos William Chase y Herbert Simón calculan que los
grandes jugadores de ajedrez llegan a familiarizarse con unas cin­
cuenta mil posiciones en las que intervienen cuatro o cinco piezas
y que a partir de ellas meditan qué jugadas tienen que realizar en
la mayoría de las partidas .4 A primera vista, estas cifras parecen
milagrosamente elevadas, pero resulta más fácil entender qué ocu­
rre si tenemos en cuenta que en el curso de diez años de intensa
dedicación, un jugador puede llegar a acumular unas veinticinco
mil horas de juego. A dos jugadas por hora, una persona puede
adquirir los conocimientos y la habilidad necesaria para convertir­
se en maestro del ajedrez. No tiene nada de milagroso. Tras diez
años de práctica cualquier persona puede alcanzar de forma natu­
ral y en cualquier campo tantas horas de práctica. Cuando era muy
joven formé parte de un club de ajedrez y, al menos durante algu­
nos meses, jugaba de cuatro a cinco horas diarias (y entonces
empezó la temporada de béisbol; para el muchacho que aspira a
convertirse en un gran maestro, sin embargo, la temporada de aje­
drez dura el año entero). Un día visitó el club un maestro y jugó
contra quince de nosotros en partidas simultáneas: las ganó todas.
No estaba con cada uno más de dos segundos por jugada, era
como si ya conociera todas las posiciones de antemano. Entonces
me pareció una especie de genio, ahora sé cómo lo hacía. Por
supuesto, la diferencia entre un jugador mediano y un maestro y
314 Las fronteras de la ciencia

entre un maestro y un campeón estriba en el punto en que la dife­


rencia cuantitativa llega a ser tan amplia que, de facto, se convierte
en diferencia cualitativa: Bobby Fisher es totalmente distinto a los
demás.
Descubrí nuevas pruebas para este análisis cuantitativo del
genio cuando estaba trabajando en Mathemagics, libro que escribí
en colaboración con Arthur Benjamín ,5 que es capaz de hacer
cálculos complicados a una velocidad asombrosa. El subtítulo de
esta obra es revelador: «Cómo parecer un genio sin proponérselo
siquiera». Cuando se observa a Art practicar su magia matemática
parece un genio dotado de un don especial, un doble de Rainman
a quien los números le caen del cielo. Pero Art no nació con ese
don: lo aprendió a lo largo de muchos años de práctica, porque se
divierte haciendo cálculos mentales desde que era muy pequeño.
Cuando resuelve una multiplicación de dos números de cinco
cifras, la respuesta aparece como por encanto. Pero cuando expli­
ca cómo lo hace te das cuenta de que no hace nada que la mayoría
no pudiéramos hacer si le dedicáramos bastante práctica. Es decir,
si sabemos la tabla de multiplicar y practicamos (y practicamos y
practicamos) las técnicas del libro de Art, podríamos llegar a domi­
nar su arte. Art se ha convertido en un Otro matemático -lo llaman
«matemágico»- por la rapidez y adaptabilidad que ha ido adqui­
riendo con los años. Prácticamente ningún problema que se le
pueda plantear encierra para él sorpresa alguna. Puede elegir cual­
quier número de tres, cuatro o cinco cifras y reducirlo a una simple
multiplicación. Aplica un sistema mnemotécnico que convierte
números en palabras, lo cual le permite almacenarlos en su memo­
ria mientras resuelve un nuevo problema, luego, en un'nuevo paso
del problema anterior, vuelve a convertir las palabras en números.
Es algo que ha hecho con tanta frecuencia que el proceso de con­
versión se ha convertido en una segunda naturaleza.
Mientras escribíamos nuestro libro, le servía como conejillo de
indias, para comprobar si efectivamente podía enseñar su magia
matemática a un relativo neófito. Yo llevaba más de diez años sin
practicar las matemáticas en serio (en realidad, a lo que yo estaba
El mito de Amadeus 315

acostumbrado era a la estadística, que guarda muy poca relación


con lo que hace Art), por lo que era buen sujeto para su experi­
mento. Estaba un poco preocupado, porque fallar no sólo me abo­
chornaría, sino que significaría que nuestro libro era una pérdida
de tiempo y Art era en efecto un mago matemático, un Amadeus
de los números. Por fortuna para el sistema de Art (y para mi ego),
llegué a dominar las técnicas que me enseñó hasta el punto de ser
capaz de elevar al cuadrado números de tres cifras, para lo cual me
valía de diversas argucias mentales (una de las favoritas de Art con­
siste en redondear las cifras para simplificar y luego, al final, sumar
o sustraer la diferencia. Por ejemplo, para elevar al cuadrado 108,
Art pensaría en 100 y en 116, multiplicaría 100 x 116, que es una
operación sencilla cuyo resultado es 11.600, luego añadiría el cua­
drado del número redondeado, es decir, 64 (8 x 8 = 64), y obten­
dría el total: 11,664. Fácil, ¿no?) Y durante un par de meses pedí a
varias personas que desafiaran mi capacidad de cálculo matemáti­
co. Más tarde, con el libro ya publicado y enfrascado ya en otros
proyectos, alguien me pidió que resolviera un problema muy senci­
llo y no pude hacerlo. Sin práctica constante, nuestra capacidad se
desvanece como la niebla, lo cual constituye una prueba más de
que la fugaz naturaleza del genio matemático depende esencial­
mente de algoritmos que una práctica constante perfecciona.
Dean Keith Simonton, psicólogo cognitivo, ha realizado investi­
gaciones sobre el genio, la creatividad y el liderazgo 6 que han
abierto nuevas perspectivas de la naturaleza de este rasgo humano
tan esquivo. Sus conclusiones se exponen en su darwinista libro de
1999 Origins of Genius [Los orígenes del genio], 1999.7 Simonton
sostiene que el genio creativo se comprende mejor cuando se pien­
sa en el proceso darwinista de variación y selección. Al igual que la
naturaleza produce un inmenso conjunto de variedades sobre el
que actúa la selección natural hasta favorecer las que más se ade­
cúan a la supervivencia y al éxito reproductivo, los genios creativos
generan una inmensa variedad de ideas de las que seleccionan sólo
las que tienen más posibilidades de sobrevivir y reproducirse.
Linus Pauling, genio de la ciencia galardonado en dos ocasiones
316 Las fronteras de la ciencia

con el premio Nobel, afirma que uno tiene que «tener muchas
ideas y descartar las malas. [...] No se tienen buenas ideas si no se
tienen muchas y una especie de principio de selección»8. Para
Simonton, que en esto parece remedar a Forrest Gump, genio es el
que hace genialidades: «un individuo a quien se le reconoce el
mérito de tener ideas creativas o creaciones que han dejado una
huella profunda en una disciplina intelectual o estética en particu­
lar. En otras palabras, el genio creativo adquiere eminencia cuan­
do lega a la posteridad un gran corpus de contribuciones tan origi­
nales como adaptativas. De hecho, los estudios empíricos han
demostrado repetidamente que el factor de predicción más pode­
roso de la eminencia de una persona dentro de una disciplina
creativa es el número de creaciones influyentes que ha dado al
mundo»9.
En ciencia, por ejemplo, el factor de predicción más seguro
para saber a quién le van a conceder el Nobel es la cantidad de
citas en las publicaciones científicas. Asimismo, advierte Simonton,
Shakespeare es un genio literario no sólo porque escribiera bien,
sino porque «probablemente sólo la Biblia se encuentra en más
hogares de personas de habla inglesa que el volumen de sus obras
completas». Y en la música, a propósito de mi tesis, Simonton seña­
la: «A Mozart se le considera un genio musical mayor que Tartini
en parte porque en el repertorio clásico es treinta veces más fre­
cuente encontrar su música que la del músico italiano. De hecho,
casi una quinta parte de la música clásica que se ha interpretado en
la época moderna es obra de sólo tres compositores: Bach, Mozart
y Beethoven»10.
Fui testigo de un ejemplo espléndido de este proceso de varia­
ción-selección mientras llevaba a cabo un análisis del contenido
del currículum vitae de un científico eminente para un proyecto
de investigación sobre Cari Sagan y las llamadas biografías cuantita­
tivas. Al examinar los currículos de Cari Sagan, Stephen Jay Gould
y Jared Diamond, centenares de ensayos, artículos, reseñas y
comentarios de todos ellos me revelaron cómo crearon sus gran­
des obras. Por ejemplo, al leer Armas, gérmenes y acero, un libro de
El mito de Amadeus 317

Jared Diamond que ganó el premio Pulitzer, uno se queda boquia­


bierto ante la amplitud de visión y la profundidad de esta obra
excepcional. A partir de los hallazgos de ciencias como la paleoan-
tropología, la arqueología, la historia, la historia de la tecnología,
la antropología, la sociología, la lingüística, la biogeografía, la zoo­
logía, la botánica, la biología evolutiva, la psicología evolutiva y la
sociobiología, Diamond crea sintéticamente una teoría nueva y
radical sobre el origen y el desarrollo de la civilización. Resulta difí­
cil creer que una sola persona, aunque se trate de un genio, sea
capaz de escribir un libro así... hasta que uno repasa su currículum.
La mayor parte de los capítulos de Armas, gérmenes y acero aparecie­
ron previamente en forma de artículo, opúsculo u otro tipo de
documento en boletines y revistas como Nature, Natural History, Dis-
coveru otras. Gracias a una notable variedad de artículos, Diamond
no sólo afinó y refino su pensamiento y su escritura sobre los temas
tan distintos que trata en su libro, sino que fue seleccionando de
entre sus propios trabajos aquellos que mayores probabilidades
tenían de sobrevivir y reproducirse en el mercado de las ideas.
Genio es el que hace genialidades, y Diamond las ha hecho, pero a
través de un esforzado método de trabajo darwinista y no mediante
milagrosas meditaciones mozartianas.
Naturalmente, sin embargo, la cantidad no basta para convertir­
le a uno en un genio. La calidad, de la cantidad es importante. Y la
forma en que el genio y el mercado definen el proceso de selec­
ción para la expresión de ese genio determina qué creaciones
sobreviven y cuáles desaparecen. Pero ¿cómo llega uno a producir
una suma elevada de productos de calidad, que es lo que constitu­
ye el genio?
Robert y Michele Root-Bernstein han establecido «las trece
herramientas de pensamiento de las personas más creativas del
mundo» en su libro Sparhs of Genius [Chispas de genio ] . 11 Empie­
zan con la experiencia «ajá» de la genetista Barbara McClintock
cuando comprendió súbitamente por qué un campo de maíz en
particular generaba sólo un tercio de polen estéril cuando normal­
mente tendría que haber generado la mitad. Después de retirarse
318 Las fronteras de la ciencia

a la cima de una colina y dedicar media hora a la reflexión contem­


plativa, de pronto «di un salto y me puse a correr. En la parte supe­
rior del campo (todos los que me acompañaban estaban en la infe­
rior) exclamé: “¡Eureka, ya lo tengo! ¡Ya sé la respuesta! ¡Ya sé qué
es ese treinta por ciento de esterilidad!”». Cuando más tarde le
pedí que me explicara cómo había dado con la solución, contestó:
«Cuando de pronto ves el problema, algo ocurre y das con la res­
puesta... antes de que la puedas expresar con palabras. Todo suce­
de a un nivel subconsciente. Es algo que me ha ocurrido muchas
veces y sé cuándo me lo tengo que tomar en serio. De pronto estoy
completamente segura. No lo digo, no tengo que contárselo a
nadie. Pero estoy segura de que es así» .12 McClintock dice que este
proceso es como tener una «sensación organísmica».
Pero ¿en qué consiste este entendimiento súbito, esta intuición
de una respuesta, esta «sensación»? Lucidez, intuición y sensación
son palabras que describen un proceso de pensamiento del que
todavía sabemos poco. El psicólogo James Greeno ha demostrado
que respetamos más a las personas que parecen resolver proble­
mas porque tengan «verdadera capacidad para resolver un proble­
ma» que porque tienen «meros conocimientos».13 Una gran parte
de este respeto, sin embargo, se debe a que el observador es verda­
deramente incapaz de identificar los «meros» conocimientos al
que recurre el «verdadero» solventador de problemas. Greeno afir­
ma que los expertos son más capaces de resolver problemas que los
neófitos no tanto por una capacidad innata (del genio de su
mente), sino porque tienen más conocimientos y experiencia. De
nuevo, las interminables horas de práctica invalidan la idea del
genio iluminado.
Simonton resume las investigaciones sobre la llamada «cogni­
ción intuitiva» en cinco puntos: 1 ) «la mente humana puede forjar­
se una inmensa cantidad de expectativas sin ninguna conciencia
de en qué se basan esas expectativas»; 2 ) «las asociaciones incons­
cientes pueden influir enormemente en el curso del pensamiento
en ausencia de intervención consciente»; 3) «el material incons­
ciente de la mente se almacena a menudo de múltiples formas,
£1 mito de Amadeus 319

entre ellas algunas muy singulares cuando no ilógicas»; 4) «las ope­


raciones mentales inconscientes pueden ser particularmente útiles
para solucionar problemas que pueden requerir una intuición
creativa»; y 5) «los procesos mentales inconscientes pueden inclu­
so ir asociados a estados “de sensación de saber” comparables a los
injustificados “presentimientos” de los que con tanta frecuencia
hablan las personas creativas» .14
Uno de los aspectos más llamativos del mito de Amadeus es el
misterio que rodea a quienes parecen completamente distintos.
No prestar atención a operaciones mentales que se realizan paso a
paso ni a los conocimientos que se acumulan año a año suscita sor­
presa y asombro. Sin embargo, en cuanto sabemos cómo funciona
el proceso, el misterio se desvanece y el genio se vuelve humano,
una persona cuantitativa y no cualitativamente distinta. A medida
que la ciencia cognitiva va ahondando en los procesos mentales
del genio creativo, el velo del misterio va cayendo y entonces des­
cubrimos un funcionamiento interno que no es muy distinto del
de los demás. Esta es una de las razones de que los magos no quie­
ran revelar sus secretos y de que jamás repitan el mismo truco ante
el mismo público. Sin misterio no hay magia. La magia también
prueba que el mito de Amadeus es falaz. Los magos profesionales
son tan diestros en su arte que parecen casi divinos. Es como si
tuvieran un don milagroso y no una habilidad adquirida. Sin
embargo, tras conocer a varios magos de talla mundial como Penn
y Teller, Jamy Ian Swiss, Banachek y Randi, me percaté de que el
don de la magia sólo se manifiesta tras incontables horas de prácti­
ca y en la mayoría de los casos ya a muy corta edad. No es raro en la
mayoría de los magos profesionales que, como en casi todas las
profesiones, dediquen a practicar treinta o cuarenta horas semana­
les, además de las que ya les dedican durante los espectáculos, que,
para los profesionales en activo, pueden ser entre 150 y 300 al año.
¿Cómo se llega al Camegie Hall? La respuesta es muy manida pero
cierta y destruye el mito de Amadeus: a base de práctica, práctica y
más práctica.
Hasta la fecha ningún estudio en psicología cognitiva y de la
320 Las fronteras de la ciencia

personalidad ha encontrado el menor rasgo en el cerebro, la


mente o la persona del genio que los demás no poseamos también.
¿Significa esto que el genio no se diferencia en nada de las perso­
nas corrientes? Por supuesto que no. Las diferencias son enormes,
pero cuanüficables. El otro aspecto del mito de Amadeus es que,
como todos tenemos las cualidades para ser un genio, serlo es cues­
tión de grado y, por tanto, la propia capacidad se puede mejorar y
sólo está limitada por la configuración genética y las influencias del
entorno. Podemos alcanzar el techo de nuestra capacidad imitan­
do lo que hacen algunos genios. El científico de lo social Frank
Sulloway ha identificado en la personalidad de Charles Darwin tres
características que acentuaban su genio creativo: 1 ) respetaba la
opinión de los demás pero estaba dispuesto a desafiar a la autori­
dad (Darwin comprendía íntimamente la teoría de la creación
especial, pero la desbancó con su propia teoría de la evolución por
selección natural); 2 ) prestaba una atención muy especial a las
pruebas negativas (en El origen de las especies incluyó un capítulo
titulado «Dificultades de la teoría», de ahí que sus adversarios rara
vez pudieran plantarle cara presentándole alguna debilidad que él
no hubiera considerado ya y, por supuesto, solucionado); y 3)
aprovechó con generosidad el trabajo de otros (su corresponden­
cia reúne más de catorce mil cartas, la mayoría de ellas con largas
discusiones y secuencias pregunta-respuesta sobre diversos dilemas
científicos). Darwin se pasó la vida haciéndose preguntas, apren­
diendo siempre, y tenía confianza suficiente para formular ideas
originales pero con la indispensable modestia para reconocer su
falibilidad. Sulloway nos explica por qué esta combinación de ras­
gos es tan especial:
Implícita en estos tres aspectos cualitativos del genio de Darwin esta­
ba su capacidad para resistir un grado desacostumbrado de lo que
Thomas Kuhn ha llamado «tensión esencial», tan necesaria en la
investigación científica de calado. Esta tensión requiere disposición
a confiar en la autoridad (y, por tanto, a dejarse guiar por las teorías
imperantes en la época) y, simultáneamente y siempre que sea nece­
El mito de Amadeus 321

sario, capacidad de decantarse por la ciencia revolucionaria. Nor­


malmente es la comunidad científica en su conjunto la que desplie­
ga esa tensión esencial entre tradición y cambio, porque la mayoría
de las personas se inclinan por una o por otra modalidad de pensa­
miento. Lo que resulta relativamente raro en la historia de la ciencia
es encontrar esas cualidades contradictorias combinadas de tal
manera en un solo individuo.15
Pero, naturalmente, seguir la metodología de Darwin no garantiza
a nadie la conversión en genio creativo. Como Sulloway demuestra
en su libro Rebeldes de nacimiento, la creatividad, la buena disposi­
ción a las ideas novedosas y la capacidad para encontrar la tensión
esencial entre conservadurismo y radicalismo se ven mitigadas por
el desarrollo de la personalidad, que a su vez está conformada por
una combinación de genética, dinámica familiar, influencia de
amigos y colegas y fuerzas culturales.
No obstante, a partir de esta investigación del genio, podemos
tomar ciertas iniciativas para cultivar eljardín de nuestra creatividad:
-Ser sensibles a las cuestiones importantes que aún hay que
resolver en determinada disciplina del conocimiento y no
prestar atención a las que son irrelevantes o insolubles.
-Adquirir todos los conocimientos posibles sobre una
determinada materia y si se trata de una actividad: practicar,
practicar y practicar.
-Respetar los conocimientos y a los expertos en la materia,
pero poner en tela de juicio sin temor todo y a todos. Las
vacas sagradas no existen.
-Buscar formas nuevas de resolver problemas viejos e
intentar lo que nadie ha hecho. Tener ideas originales. No
temer al ridículo. Escuchar a nuestros críticos, pero sin dejar
que dicten nuestro pensamiento.
-Comunicar las ideas nuevas a otros especialistas en la dis­
ciplina. Aislado, el intelecto se muere. Las viejas ideas se confi­
guran en ideas nuevas gracias a la estimulación externa.
322 Las fronteras de la ciencia

Generar cientos de productos creativos para disponer de


una extensa variedad y de ahí seleccionar los que más proba­
bilidades tienen de sobrevivir y reproducirse .16
¿Se puede aprender a ser un genio? No exactamente. Es cierto que
se puede aprender a ser más creativo, a trabajar con más ahínco, a
acumular conocimientos sobre una materia determinada y a imitar
el proceder de los genios conocidos, pero sería ingenuo no admitir
las limitaciones inherentes que nos imponen la naturaleza y la cul­
tura. Existe una gran diferencia entre alcanzar el techo personal y
tocar los límites del saber y los logros del hombre. Sólo en los indi­
viduos más singulares, los genios, las limitaciones personales coin­
ciden con las de la humanidad en su conjunto. Es decir, el método
de los genios puede ser ordinario, pero sus resultados son especta­
culares. Es posible que la diferencia entre Mozart y Salieri sólo
fuera cuantitativa, pero ¡menuda diferencia!
La historia del genio
Las pruebas históricas que aporta la vida de los genios pueden
ser tan importantes como las investigaciones de laboratorio, por­
que la historia documenta sus hechos. Como constituyen casos
ejemplares de genio, vamos a examinar ahora la vida de creación
de Einstein, Kekulé, Darwin y Wallace, Galois, Coleridge, Newton y,
por supuesto, Mozart: quitemos los velos que cubren el mito de
Amadeus y veamos lo que guarda en su interior.
Einstein. Posiblemente la historia del momento «syá» más famosa
de Einstein es la de aquel sueño en que se vid cabalgando un rayo
de luz. Pero es importante darse cuenta de que no todo el mundo
puede tener un sueño así, ni un sueño así puede inspirarle la crea­
ción de un nuevo modelo del universo. El 14 de diciembre de 1922
Einstein dio una conferencia en la Universidad de Kioto titulada
«Cómo creé la teoría de la relatividad»17. En ella contaba paso a
paso su proceso deductivo y de resolución paulatina de problemas,
que nada tuvo que ver con el estereotipo de la bombilla que de
El mito de Amadeus 323

pronto se enciende. «No es fácil hablar de cómo di con la idea de


la teoría de la relatividad», recordaba, porque «sus ideas surgían de
muchos elementos complejos y ocultos y las consecuencias de cada
una de ellas eran muy distintas según la etapa de desarrollo de la
teoría». Y se retrotr^yo diecisiete años para confesar: «No puedo
decir exactamente de dónde salió esa idea en particular», aunque
estaba «seguro de que ya se encontraba en el problema de las pro­
piedades ópticas de los cuerpos en movimiento». Buscando prue­
bas experimentales de la propagación de la luz a través del éter,
conoció «los extraños resultados del experimento de Michelson.
No tardé en llegar a la conclusión de que nuestra idea del movi­
miento de la Tierra con respecto al éter es incorrecta. Ese fue el
primer camino que me condujo a la teoría especial de la relativi­
dad»18.
A continuación, Einstein contó que había leído la monografía
de Lorentz de 1895 sobre electrodinámica pero que se quedó per­
plejo al comprobar que los electrones se mueven dentro de un
marco de referencia que también está en movimiento: «El concep­
to de invarianza de la velocidad de la luz [...] contradice la norma
de la suma de velocidades de la mecánica». ¿Dio de pronto con la
solución? No. «Estuve casi un año intentando modificar en vano la
idea de Lorentz con la esperanza de resolver este problema.» Al
cabo de un año visitó en Berna a su amigo Michele Besso:
Discutimos todos los aspectos y entonces, de pronto, comprendí
dónde estaba la clave. Al día siguiente volví a ver a mi amigo y, sin
saludarlo siquiera, le dije: «Gracias a ti he resuelto el problema». Mi
solución consistía en un análisis del concepto de tiempo. El tiempo
no se puede definir de forma absoluta y existe una relación insepa­
rable entre tiempo y velocidad de señal. Con el nuevo concepto
pude solventar todas las dificultades por primera vez. Al cabo de
cinco semanas, terminé la teoría de la relatividad especial.19
Adviértase que el momento «¿yá» únicamente sobrevino tras un pro­
longado e intensivo período de trabajo. El descubrimiento de la teo­
324 Las fronteras de la ciencia

ría general de la relatividad discurrió por un camino muy similar.


Aunque Einstein afirma que la idea se le ocurrió «de pronto», si
seguimos leyendo nos damos cuenta de que, en realidad, no fue así.
En primer lugar dice: «Estaba sentado en una silla de la Oficina de
Patentes de Berna. De pronto, me asaltó una idea: “Cuando un hom­
bre cae el vacío, no siente su peso”. Me quedé estupefacto. Este sen­
cillo experimento mental me causó una honda impresión y me con­
dujo a la teoría de la gravedad». Un hombre que cae al vacío no
siente su peso porque en su marco de referencia hay un nuevo
campo gravitatorio que anula la gravedad de la Tierra. Pero luego
confiesa Einstein que tardó «otros ocho años» en dar con «la solu­
ción definitiva y que a lo largo de esos ocho años sólo fue obtenien­
do «respuestas parciales al problema»20. En otras palabras, hubo
continuidad, no discontinuidad; más de Beethoven que de Mozart.
Kekulé. Con el descubrimiento de anillo del benceno por parte de
Friedrich August von Kekulé advertimos una vez más que la histo­
ria y la mitohistoria del genio no coinciden. Kekulé relató así su ya
famoso sueño:
Coloqué el sillón frente al fuego y eché una cabezada. Los átomos
empezaron a bailotear de nuevo ante mis ojos. Esta vez los grupos
más pequeños estaban modestamente en un segundo plano. El ojo
de mi mente, agudizada su capacidad por la repetición de esta clase
de visiones, pudo distinguir estructuras más grandes de múltiples
formas: largas líneas, a veces estrechamente ligadas; y todas retor­
ciéndose, contorsionándose, como serpientes. Pero ¡mira! ¿Qué es
eso? Una de las serpientes se muerde la cola y la forma gira, burlona,
ante mis ojos. Como sorprendido por un rayo, me despierto. Hay
que aprender a soñar, caballeros.21
Esta descripción tiene dos inconvenientes. En primer lugar, en la tra­
ducción del alemán puede haberse perdido algo. En alemán, Keku­
lé emplea la palabra HaJbschlajque significa «cabezada», pero que,
en rigor, bien podría traducirse como «medio dormido». El de
El mito de Amadeus 325

Kekulé puede por tanto ser más un caso de ensueño, de soñar des­
pierto, en que uno se pierde en sus pensamientos, pero no se queda
dormido y sueña. Y al decir «sueño», Kekulé bien puede referirse a
una forma de pensar, como en «Sueño con ganar el premio Nobel».
En realidad, en la frase que sigue a la cita que acabo de reproducir,
Kekulé aconseja a su público que «nadie conozca sus sueños antes
de haberlos comprendido cuando estamos despiertos». Por supues­
to, resolver un problema a base de trabajo resulta mucho menos
romántico que hacerlo inspirado por un sueño.
En segundo lugar, la referencia a la imagen de la serpiente que
se muerde la cola se deriva de su descripción de un movimiento de
retorcimiento, de torsión, semejante al de una serpiente, lo cual
quiere decir que, está hablando en sentido figurado, que establece
una analogía con algo conocido para explicar algo desconocido,
recurso que todos utilizamos en nuestras explicaciones: el sistema
solar es como un reloj gigante, la memoria es como un holograma.
La metáfora y la analogía son muy útiles para resolver problemas,
pero pueden nublar nuestra forma de entender el funcionamiento
de la mente creativa y no tienen nada de milagroso.
Darwin y Wallace. Frank Sulloway ha hecho añicos el mito de que
Darwin descubrió la evolución en las Galápagos al demostrar de
forma concluyente que, aun habiendo completado su travesía de
cinco años en el Beagle, no se decantó por la teoría de la evolución
en detrimento del creacionismo hasta que regresó a Inglaterra, y
sólo a través de un lento proceso. Es cierto que advirtió las diferen­
cias entre las aves y las tortugas en las distintas islas del archipiélago
de las Galápagos, pero en ese momento no se percató de la impor­
tancia de esa variación geográfica y tuvo que recurrir a las notas y
muestras de personas que le acompañaban, entre ellos Robert Fitz-
Roy, capitán del Beagle y abanderado del creacionismo. La conver­
sión se produjo de forma gradual, no súbitamente. Sulloway la
explica así: «Al contrario de lo que dice la leyenda, no parece que
los pinzones de Darwin inspirasen sus primeras consideraciones
teóricas sobre la evolución, ni siquiera cuando, finalmente, en
326 Las fronteras de la ciencia

1837, se convirtió en evolucionista. Muy al contrario, fueron sus


ideas sobre la evolución las que le permitieron comprender, en
retrospectiva, el complejo caso de los pinzones»22. Que el hallazgo
de Darwin no se corresponda, como Frank Sulloway ha demostra­
do, con el mito de Amadeus le sirve a Stephen Jay Gould para
extraer una lección sobre lo que significa ser un genio. Gould com­
para el mito con la historia real de Darwin:
La primera versión confirma el punto de vista empírico y romántico
de que el genio lo es por su capacidad de observar la naturaleza con
ojos desprovistos de los prejuicios que rodean la cultura y los presu­
puestos filosóficos. Esta imagen, la de un puro e inmaculado res­
plandor, ha alimentado la mayoría de las leyendas de la historia de
la ciencia y ofrece una visión falsa del proceso científico, lo cual es
muy grave. Los seres humanos no pueden abstraerse de sus prejui­
cios y observar la naturaleza «con pureza». Darwin se comportó
como un creacionista activo a lo largo de la travesía del Beagle. La
creatividad no es una ruta para huir de nuestra cultura, sino una
manera única de aprovechar las oportunidades que ésta nos brinda
combinada con una forma inteligente de sortear sus limitaciones.23
El caso del descubrimiento por parte de Alfred Russel Wallace del
mecanismo de la evolución también está envuelto en el mito y el
misterio. A los cuarenta años del acontecimiento, Wallace recorda­
ría que en 1858, encontrándose en el archipiélago malayo, sufrió
un brote de malaria que le produjo una fiebre muy alta y que, en
pleno ataque «algo» le recordó «el ensayo de Malthus Sobre la pobla­
ción y los “controles positivos” que, según éste aducía, mantenían a
todas las poblaciones de salvajes en cifras prácticamente estaciona­
rias». Y proseguía:
Se me ocurrió entonces que esos controles también debieron de
darse entre los animales, y que atajaron la subida de las cifras de
población. Mientras pensaba vagamente cómo afectaría eso a las dis­
tintas especies, se me ocurrió de pronto la idea de la supervivencia del
El mito de Amadeus 327

más apto; es decir, que los animales que no superaban esos controles
tenían que ser, en conjunto, inferiores a los que sí los superaban. Y
entonces, considerando las variaciones que continuamente se pro­
ducen en toda nueva generación de animales o plantas y los cam­
bios también continuos del clima, la alimentación y los enemigos de
la especie, el método de modificación concreta se me apareció con
claridad y en dos horas eufóricas esbocé los puntos principales de la
teoría.24
La memoria, sin embargo, es selectiva y puede inducir a error. Esa
es la razón de que los historiadores desconfíen de las fuentes auto­
biográficas y de las reconstrucciones que en momentos tardíos de
la vida se hacen de acontecimientos anteriores. «Supervivencia del
más apto» es una expresión acuñada por Herbert Spencer en
1861. Asimismo, en 1858 Wallace ya había pasado cuatro años en la
jungla amazónica y otros cuatro en el archipiélago malayo, y entre­
tanto había considerado la relación de la transformación de las
especies con sus distintas variedades geográficas. El «momento ajá»
sólo se produjo tras muchos años de meticulosa recogida de datos
y reflexión exhaustiva del problema. (Véase el capítulo 11 para los
detalles del codescubrimiento por parte de Wallace y Darwin de la
selección natural.)
Galois. La trágica historia del matemático francés Evariste Galois
(1812-1832), que murió a la edad de veinte años en un duelo por
una «infame coqueta», es legendaria en los anales de la historia de
la matemática. Estudiante brillante y precoz, Galois sentó las bases
de una rama de las matemáticas llamada teoría de grupos. La
leyenda cuenta que escribió su teoría la noche antes del duelo en
que murió porque anticipaba su muerte y deseaba dejar su legado
a la comunidad matemática. El 30 de mayo de 1832, horas antes de
su muerte, Galois escribía a su amigo Auguste Chevalier: «He
hecho nuevos descubrimientos. El primero atañe a la teoría de las
ecuaciones, el segundo a las funciones integrales». Después le
pedía: «Solicita una declaración pública ajacobi o a Gauss y que
328 Las fronteras de la ciencia

den su opinión, no sobre la verdad sino sobre la importancia de


estos teoremas. Espero que después haya hombres a quienes les
parezca rentable arreglar este lío»25.
Sin embargo y como ya hemos visto, la leyenda romántica y la
verdad histórica no siempre coinciden. Lo que Galois escribió la
noche antes de su muerte fueron cambios y correcciones previos a
su publicación a artículos que la Academia de Ciencias ya había
aceptado con bastante anterioridad. Además, Galois había presen­
tado los primeros artículos sobre el tema tres años antes del duelo,
¡cuando sólo tenía diecisiete años! Después se enfrascaría en políti­
ca, sería detenido, pasaría un tiempo en prisión y, finalmente, se
vería envuelto en la pelea por una mujer que desembocaría en su
muerte. Consciente de su precocidad, señaló: «He hecho investiga­
ciones que detendrán las de eruditos». Y, en efecto, durante más de
un siglo así fue, pero las investigaciones cristalizaron transcurridos
unos años. Galois no se vio, como dice la leyenda, súbitamente ins­
pirado a las puertas de la muerte.
Coleridge. El genio artístico puede parecer muy distinto al científi­
co, pero ambos inspiran los mismos temas mitológicos, y la historia
de cómo escribió Samuel Taylor Coleridge su poema Kublai Kan
constituye un ejemplo clásico del mito de Amadeus. Dice la leyenda
que cierto día que Coleridge se encontró «indispuesto» y tras tomar
la pertinente y prescrita dosis de dos gramos de opio, se sentó en un
sillón a leer Purchas’s Pilgrimagey se quedó dormido. Purchas’s trata
de lugares exóticos e incluye un pasaje en el que puede leerse: «Aquí
ordenó Kublai Kan contruir un palacio y un jardín majestuoso. Por
esa razón, cercaron veinte kilómetros de terreno fértil con un
muro»26. Luego, recuerda Coleridge, se quedó dormido y se le ocu­
rrió el poema, suceso que el poeta describe en tercera persona:
El autor quedó sumido por espacio de unas tres horas en un profun­
do sueño, al menos en sus sentidos externos; en ese tiempo cobró
tan vivida confianza que compuso cuando menos doscientos o tres­
cientos versos, si en verdad se puede llamar componer a que las imá­
El mito de Amadeus 329

genes suijan ante uno como objetos, con una creación paralela de
expresiones concurrentes, sin la menor sensación o conciencia de
esfuerzo. Al despertar le pareció tener un recuerdo nítido de todo,
y, tras coger pluma, tinta y papel, escribió al instante y con entusias­
mo los versos que aquí quedan preservados. En ese momento y por
desgracia le visitó por un asunto de negocios cierta persona de Por-
lock y le retuvo durante más de una hora. Al regresar a su habitación
encontró, con no pequeña sorpresa y para su mortificación, que, si
bien todavía retenía un vago y tenue recuerdo del sentido general
de su visión, con la excepción de ocho o diez versos e imágenes, el
resto se había desvanecido como se desvanecen los reflejos sobre la
superficie del agua al tirar una piedra, y en este caso, ay, sin que
luego volviera a restablecerse,27
Antes de discutir la autenticidad de los recuerdos del poeta, exami­
nemos su declaración. En primer lugar, aunque Coleridge afirma
que se quedó dormido, no dice que soñara; dice, en cambio, que
cobró una «vivida confianza», por mucho que no sepamos a qué se
refiere. Además, cuando dice «que las imágenes suijan ante uno
como objetos, con una creación paralela de expresiones concu­
rrentes», ¿se refiere a imágenes confusas, a versos concretos o a
ambas cosas? Al despertar escribe lo que recuerda, pero ¿crea
entonces poesía a partir de imágenes o sigue, esencialmente, el
dictado de su mente inconsciente? Tampoco esto queda claro.
¿No sería razonable pensar que unas imágenes vagas pueden
inspirar un poema? Una vez más, recordemos lo que Coleridge
leyó en Purchas’sPilgrimage: «Aquí ordenó Rublai Kan construir un
palacio y un jardín majestuoso. Por esa razón, cercaron veinte kiló­
metros de terreno fértil con un muro». Al quedarse dormido, apa­
rece la imagen en su mente: un proceso normal de incorporación
de estímulos externos a los sueños, como cuando soñamos con
una canción y nos despertamos y nos damos cuenta de que está
sonando en la radio. Coleridge despierta, recuerda las imágenes y
escribe:
330 Las fronteras de la ciencia

En Xanadú ordenó erigir Kublai Kan


un majestuoso palacio del placer,
donde corría Alfeo, el río sagrado,
por cavernas para el hombre inmensurables
hasta un mar en que no daba el sol.
Por dos veces diez kilómetros de fértil tierra
fueron de muros y torres rodeadas,
y allí bosques tan antiguos como los montes
en tomo a verdes prados soleados.
¿Pudieron los versos aparecérsele en sueños palabra por palabra al
poeta, el cual horas más tarde los recordaría a la perfección y se
limitaría entonces a ponerlos sobre papel? Por lo que sabemos de
la memoria y del sueño, parece improbable. Además, según Eliza-
beth Schneider, se ha descubierto otra versión del poema ligera­
mente distinta de la versión definitiva y que, por sus características,
parece escrita con anterioridad. Si es así, si esta versión fue escrita
antes del sueño, la historia de éste es pura invención. Si fue escrita
después, entonces Coleridge no soñó el poema en su forma defini­
tiva, lo cual atenúa la importancia del sueño. Por otra parte,
Schneider opina que el sueño de Coleridge fue más bien «una
especie de ensoñación» y que no lo indujo el opio, que no tiene
tales efectos en los procesos mentales. Sería, por tanto, más bien
un soñar despierto. Por último, Elizabeth Schneider cree que Cole­
ridge tenía fama de ser muy dado a la exageración y las falsedades,
sobre todo cuando hablaba de su obra .28
Coleridge consideraba que Kublai Kan era un poema incompleto
y, según Schneider, podría haber fracasado en su tentativa de termi­
narlo. Si, por otro lado, lo que conocemos forma parte de un todo
perdido para siempre en la mente del poeta, se trataría entonces de
un fragmento rodeado de misterio y cobraría en tal caso mayor signi­
ficado. Pero ¿por qué iba Coleridge, o para el caso cualquier otro, a
querer inventarse el origen de su propia obra? Una razón, y bien
poderosa, es que el mito de Amadeus eleva al individuo a la categoría
de genio. El misterio que envuelve nuestras ideas y creaciones origi­
El mito de Amadeus 331

nales nos remite a las musas, las diosas de la inspiración, y, por tanto,
uno adquiere cierta condición divina.
Newton. Todo el mundo conoce la historia de Newton y la manza­
na. La mayoría de los estudiantes de física han oído por lo menos
una tosca versión del annus mirabilisde Newton en 1665 y 1666,
cuando consiguió evitar la peste que asolaba Londres y regresó a su
casa de Woolsthorpe, donde pudo reflexionar y gestar sus ideas
más brillantes. El mito del año milagroso proviene, lo cual no es de
extrañar, del propio Newton, y la mayoría de los escritores poste­
riores citan su descripción manuscrita:
A principios del año 1665 descubrí el método de aproximación de
series y la norma para reducir cualquier potencia de cualquier bino­
mio a una serie. En el mes de mayo del mismo año descubrí el méto­
do de tangentes de Gregory y Slusius, y en noviembre di con el
método directo de fluxiones. En enero del año siguiente formulé la
teoría de los colores y en mayo el método inverso de fluxiones. Y ese
mismo año empecé a pensar que la gravedad se extendía a la órbita
de la Luna y (habiendo averiguado cómo calcular la fuerza con la
que [un] globo que gira en el interior de una esfera presiona la
superficie de la esfera) a partir de la ley de Kepler, la que afirma que
el período orbital de los planetas está en proporción sesquialterada
a la distancia desde el centro de su órbita, deduje que las fuerzas que
mantienen a los planetas en su órbita deben ser proporcionales al
cuadrado de su distancia desde el centro sobre el cual orbitan, y, por
tanto, comparé la fuerza necesaria para que la Luna se mantenga en
su órbita con la fuerza de la gravedad en la superficie de la Tierra y
hallé la respuesta muy pronto. Todo esto sucedió en los dos años de
la peste: 1665-1666. Porque en aquellos días yo era la figura princi­
pal de la época en invención, matemáticas y filosofía, y lo era más
entonces de lo que luego he podido volver a ser.29
Mucho se ha escrito sobre este pasaje, pero no hay que olvidar que
fue escrito cincuenta años después de los acontecimientos, y ya
332 Las fronteras de la ciencia

hemos visto con cuánta facilidad un creador puede alterar el


recuerdo de su creación. Lo que en realidad ocurrió fue que, inte­
lectualmente, Newton ya había partido de Cambridge «más de un
año antes de que la peste lo expulsara físicamente», según afirma
Richard Westfall, biógrafo del científico, que ha demostrado de
forma concluyente que en la primavera de 1665, antes de la peste,
Newton ya había dado pasos fundamentales en el cálculo matemá­
tico y que además escribió dos importantes documentos en mayo
de 1666, tras su regreso. «Si centramos la atención en los docu­
mentos que dan fe de sus estudios, la peste y Woolsthorpe ceden
en importancia en comparación con la línea continua que sigue la
evolución de Newton.» En realidad, sostiene Westfall, «cuando
1666 toca a su fin, Newton no ha obtenido todavía los hallazgos
que lo han inmortalizado, ni en matemáticas, ni en mecánica, ni
en óptica. Lo que sí había hecho en estas tres disciplinas era sentar
las bases, en algún caso con mayor amplitud que en otros, sobre las
cuales erigir sus teorías con fiabilidad, pero hacia finales de 1666
todavía no había terminado nada y ni siquiera estaba cerca de
hacerlo»30.
Una lección fundamental se extrae de la historia contextual de
la ciencia. En palabras de Westfall: «Lejos de rebajar la talla de
Newton, esta consideración la eleva, porque en lugar de contamos
una leyenda de divinas revelaciones, sitúa sus hallazgos dentro de
un drama de lucha y esfuerzo»31. El propio Newton evocaba la
metáfora de la habitación que se va iluminando poco a poco desde
arriba cuando dijo: «Pienso en él constantemente y espero “a que
los primeros amaneceres se abran lentamente a una luz plena y
clara”»32.
A una escala mayor, la historia de Newton nos recuerda la defi­
nición de genio como individuo tan cuantitativamente diferente
que llegó, de hecho, a serlo también cualitativamente, por mucho
que comparta rasgos con los demás. El propio Westfall, brillante
erudito e historiador de renombre, inicia su biografía de Newton
con una observación muy ilustrativa:
El mito de Amadeus 333

Cuanto más estudio a Newton, más se aleja de mí. He tenido el privi­


legio de conocer a varios hombres brillantes, hombres a los que sin
vacilación considero mis superiores intelectuales. Pero nunca he
conocido a nadie con quien no deseara compararme: siempre me
ha parecido razonable decir que yo era la mitad de capaz que esa
persona en cuestión, o una tercera parte, o una cuarta, pero, en
todos los casos, una fracción finita. El resultado final de mi estudio
de Newton ha servido para convencerme de que con él no hay com­
paración posible. Se ha convertido para mí en algo completamente
ajeno, perteneciente a ese pequeño grupo de genios supremos que
han dado forma a las categorías del intelecto humano, un hombre
no reducible a los criterios por los que comprendemos a nuestros
semejantes.33
El genio, tan distante y, por tanto, tan apartado de nosotros, parece
completamente Otro y, en consecuencia, se convierte en un miste­
rio que invoca a las divinas musas.
Mozart. Y por último llegamos al propio Amadeus, el mito que
mejor caracteriza este tema. Al comienzo de Amadeus, la película
de Peter Shaffer y Milos Forman, un ajado y decrépito Antonio
Salieri ingresado en una institución mental pregunta a un sacerdo­
te: «¿Sabe usted quién soy?». El cura responde: «Eso poco importa.
Todos los hombres son iguales a los ojos de Dios». Con sonrisa con­
trariada, Salieri responde: «¿De verdad?», sabiendo que no lo son.
Para Salieri, Mozart era un vehículo de la divina providencia. «Me
parecía estar oyendo la voz de Dios.» Una idea que se confirma en
la escena en que ve por primera vez algunas partituras compuestas
por Mozart que le ha entregado Constanza, la mujer del joven
compositor, sin otro propósito que conseguirle un empleo a su
marido. Salieri no da crédito a lo que ve. «Eran las primeras y las
únicas partituras, pero no tenían correcciones. Ni una sola. Se
había limitado a poner por escrito música que ya había compuesto
en su cabeza, página tras página, como si estuviera copiando al dic­
tado.» Para reforzar el mito, Salieri, en medio de su estupor, arroja
334 Las fronteras de la ciencia

al vuelo las partituras de Mozart. «¿No son buenas?», pregunta


Constanza. «Son milagrosas», responde él con voz ahogada.
¿Lo es? ¿Qué sabemos en realidad del genio compositor de
Mozart? Lo cierto es que su música es, en todos los sentidos, magní­
fica y genial. Pero ¿cómo componía? Un pasaje del propio Mozart
citado hasta la saciedad resulta revelador:
Cuando me siento bien y estoy de buen humor o cuando salgo a dar
un paseo en coche de caballos o a pie después de una buena comi­
da, o por la noche, cuando no puedo dormir, las ideas se acumulan
en mi cabeza con la mayor facilidad imaginable. ¿Cuándo y cómo
surgen? No lo sé y no es cosa mía. Las que me gustan las retengo y
tarareo; al menos eso es lo que otros dicen que hago. En cuanto
tengo un tema, surge una nueva melodía relacionada con la prime­
ra y según las necesidades del conjunto de la composición.34
Aunque muchos autores afirman que Mozart Componía obras
completas sin preparación previa ni revisiones posteriores, lo cier­
to es que los cuadernos del compositor están llenos de composicio­
nes fragmentarias que fueron revisadas o sobre las que volvió tiem­
po después. Algunas no las terminó nunca. Además, Mozart
admite que no tiene ni idea de de dónde provienen sus pensa­
mientos musicales o cómo se construyen. Sólo reconoce cuáles le
gustan, cuáles refuerza tarareándolos y cuáles prefiere descartar. Se
trata de una buena descripción del modelo darwinista de Simon-
ton: variedad y selección. Tararear las melodías antes de pasarlas a
papel es practicarlas y, asimismo, editarlas. Cualquier músico con
buen oído y buena memoria puede componer con facilidad piezas
enteras en su cabeza, haciendo modificaciones a medida que se le
ocurren para luego pasarlo todo a una partitura; aquí tenemos el
milagroso «dictado» musical. De hecho, uno de mis compañeros
del Occidental College, el profesor de música Richard Grayson,
ofrece todos los años una interpretación improvisada en la que
solicita un tema musical a los miembros del público y luego él lo
interpreta en distintos estilos. Por ejemplo, cierto año tocó la sinto­
El mito de Amadeus 335

nía de Barrio Sésamo en varios estilos, ¡barroco incluido! Grayson


aceptaba cuatro o cinco sugerencias (muchas de las cuales no
conocía, como el tema de Star Trek, que el alumno que lo pidió
tuvo que tararearle o silbarle para darle una idea de su estructura
musical), se pasea por el escenario un minuto más o menos y luego
se sienta al piano y se queda mirando las teclas unos treinta segun­
dos. Es obvio que está interpretando los temas en su cabeza. Des­
pués toca una pieza entera -sin errores, sin trascripciones- como si
saliera directamente de su cabeza.
El quid de la cuestión es que cómo componía Mozart no era (y no
es) fuera de lo común. Es el qué de sus composiciones lo que le con­
vierte en genio. Debemos recordar también que, siendo niño prodi­
gio y por influencia de su entusiasta padre, Mozart estuvo en contacto
con la música y con la teoría musical desde su más tierna infancia.
Aunque Leopold Mozart dijo que su hijo era «el milagro que Dios per­
mitió nacer en Salzburgo», el hecho es que no dejó espacio para la
intercesión divina o del azar. Leopold, que también era compositor,
tenía aljoven Amadeus componiendo minuetos a los seis años, una
sinfonía a los nueve, su primer oratorio a los once, y a los doce su pri­
mera ópera. Cuando Salieri conoció a Mozart, eljoven ya había escrito
centenares de obras y la composición se había convertido en su segun­
da naturaleza.35El musicólogo R. Baker estima que aproximadamente
el 80 por ciento de las melodías de Mozart aparecen también en las
composiciones de sus coetáneos, porque, al parecer, la práctica de
tomar prestadas composiciones de otros no era infrecuente en la
época.36 Por último, John Hayes ha aportado pruebas relevantes de
que el aprendizaje desempeña un papel muy importante en la compo­
sición y tras un estudio de la obra de Mozart ha llegado a la conclusión
de que sus primeras obras eran de inferior calidad que las últimas,
basándose para establecer la calidad de unas y otras en el número de
grabaciones que se han hecho de ellas (es decir, cuánto interés des­
pierta una obra en particular) .37Como Mozart fue muy conocido en
toda Europa desde muy pronto, su fama nunca dejó de ser constante
(en tanto que variable experimental). Por lo tanto, concluye Hayes,
Mozart también tuvo que practicar y aprender.
336 Las fronteras de la ciencia

Refuerza esta conclusión el siguiente extracto de una carta que


Leopold Mozart escribió a su hijo el 16 de febrero de 1778, cuando
Wolfgang tenía veintidós años. Resulta muy ilustrativa de la intensi­
dad y concentración con que el joven Mozart practicaba su oficio, y
profética de su trágica muerte a los treinta y nueve años: «En tu
infancia yjuventud eras más serio que infantil y cuando te sentabas
al clave o estabas absorto en alguna música, nadie se atrevía a
hacerte la menor broma. Porque hasta tu expresión era tan solem­
ne que, observando el temprano florecimiento de tu talento y tu
siempre grave y reflexiva carita, muchas personas de entendimien­
to de distintos países dudaban tristemente que tu vida fuera a ser
larga»38.
¿Era Mozart un genio? Por supuesto, pero no por el mito de
Amadeus, sino porque era realmente mucho mejor compositor
que la mayoría, porque trabajaba mucho más y porque desde muy
pronto pareció, en su época y en la nuestra, completamente distin­
to, un genio.
11 Pacto entre caballeros
La ciencia y la gran disputa sobre quién descubrió primero
la selección natural

Cuando, en la primavera de 1862, el naturalista británico Alfred


Russel Wallace regresó a Inglaterra después de ocho años en las
selvas del archipiélago malayo, se jactaba de poseer una casi increí­
ble colección de 125.660 especímenes, entre ellos 330 mamíferos,
100 reptiles, 8.050 aves, 7.500 conchas, 13.100 mariposas, 83.200
escarabajos y 13.400 «insectos de otro tipo». Además de reunir ani­
males para su colección, Wallace deseaba también organizar con la
aparentemente infinita diversidad de los seres de la naturaleza un
rompecabezas para resolver, en tanto que científico de la historia,
lo que su amigo y colega Charles Darwin llamaba «el misterio de
los misterios»: el origen de las especies. Fue esta combinación de
aptitud para la observación y penetrante profundidad teórica la
que distinguiría a Wallace de la mayoría de sus contemporáneos y
la que le llevaría a descubrir la naturaleza mudable de las especies y
la interdependencia de los organismos y su situación geográfica.
Wallace constituye un ejemplo de práctica de la ciencia en su
mejor versión: mezcla de proceso y producto en una forma de arte
que sir Peter Medawar ha llamado «el arte de hacer solubles pro­
blemas difíciles ideando medios para tratarlos»1.
La historia de cómo Charles Darwin y Alfred Russel Wallace des­
cubrieron el mecanismo de la evolución demuestra que, con fre­
cuencia, la ciencia progresa a raíz de la interacción entre tenden­
cias históricas estables y afortunados fogonazos de intuición. Como
Thomas Kuhn y otros han demostrado, la historia de la ciencia no
es una asíntota de progreso hacia la Verdad ni un constante retirar
el velo que cubre la Realidad. Consiste más bien en prolongados
períodos de un statu quo paradigmático ocasionalmente interrum­
pidos por modificaciones de la cosmovisión generalizada, lo cual
da origen a una forma nueva y distinta de interpretar la naturaleza.
338 Las fronteras de la ciencia

Los detalles de un determinado acontecimiento histórico, sin


embargo, no siempre se corresponden con el concepto universal
de Kuhn, puesto que todos son singulares, únicos (de hecho, Emst
Mayr y otros sostienen que el modelo general de cambios científi­
cos de Kuhn apenas encaja en ninguna ciencia en particular) .2 Por
la naturaleza contingente de la historia, no hay dos paradigmas o
dos cambios de paradigma iguales. La historia del descubrimiento
de la selección natural que de forma independiente llevaron a
cabo Darwin y Wallace y la solución de la disputa que luego se enta­
blaría por quién fue el primero ejemplifica a la perfección el fun­
cionamiento del proceso científico, la forma en que una idea pasa
de ser ciencia herética a ser ciencia normal y la naturaleza interacti­
va de contingencia y necesidad en la historia.
Un adelantado del escepticismo
Conocemos bien la vida de Charles Darwin, que está muy docu­
mentada y nos han descrito incontables biografías narrativas. La
vida de Alfred Russel Wallace permanece a la sombra de Darwin y,
por tanto, no la conocemos tan bien. Para comprender las genera­
lidades de la ciencia y la historia debemos estudiar las particulari­
dades: por esta razón deseo dedicarle unas páginas a Wallace, por­
que (como hemos visto en los capítulos 7 y 8) su vida fue notable, y
lo sería mucho más al cruzarse con la de otros gigantes intelectua­
les de su época, en especial y sobre todo Darwin.
Alfred Russel Wallace nació en Usk, Monmouthshire, país de
Gales, y era el octavo vástago de una familia de clase trabajadora
devota de la Iglesia anglicana. Aunque su padre trabzyó de apren­
diz de notario (preparando textos legales) y por una breve tempo­
rada ganó la muy respetable suma de quinientas libras al año, sus
infructuosos proyectos empresariales dejaron a la familia en una
difícil situación económica. Wallace recordaría: «Todos tuvimos
que echar mano de nuestros recursos para abrirnos paso en la
vida»3. El apenas gozó de siete años de educación formal, en una
escuela de primaria llamada Hertford, experiencia a la que siem­
pre otorgaría muy poco valor, pero que no permitió que determi­
Pacto entre caballeros 339

nase su formación: exploró el mundo natural por sus propios


medios. Más tarde recordaría cómo por entonces empezó a «sentir
la influencia de la naturaleza y a querer saber más de las diversas
flores, árboles y arbustos que diariamente veía»4.
Cuando tenía trece años, su familia se arruinó. El «pequeño
sajón» de ojos azules, pelo castaño y uno noventa de estatura tuvo
que marcharse a Londres a vivir y a trabajar con John, uno de sus her­
manos mayores, que era aprendiz de albañil. Empezaría a madurar
intelectualmente las tardes que pasaría con su hermano «en lo que
por aquel entonces llamaban un “Salón de Ciencia”, [...] en realidad,
una especie de club o instituto de mecánica para trabajadores de des­
tacado intelecto y especialmente para los seguidores de Robert
Owen, fundador del movimiento socialista en Inglaterra»5. Los insti­
tutos de mecánica fundados en Londres y Glasgow el año de naci­
miento de Wallace estaban hechos a medida de los adultos de clase
trabajadora de insaciable hambre intelectual, como Wallace. En ellos
hay que buscar el origen de una vida dedicada a la ciencia, la ciencia
fronteriza y la pseudociencia. Sus inclinaciones religiosas y filosóficas
y sus teorías político-económicas proceden asimismo de tales institu­
tos, donde se congregaban toda suerte de radicales, herejes y defen­
sores de credos marginales. «Allí asistimos a alguna conferencia
sobre las doctrinas [socialistas] de Owen, o sobre los principios del
secularismo, o agnosticismo, como ahora se le llama.» La explora­
ción intelectual no conoce límites y fue entonces cuando Wallace
conoció también «los argumentos de los escépticos y leyó, entre otros
libros, Age ofReason [Edad de la razón], de Thomas Paine»6.
La participación de Wallace en los institutos de mecánica es
emblemática de una clase creciente sin dinero ni educación for­
mal pero con la determinación de desempeñar algún oficio rela­
cionado con la ciencia o la tecnología. La prensa científica de la
época reflejaba esta nueva «República de la Ciencia» en la que
cualquiera podía convertirse en científico (es triste decirlo, pero se
abrieron nuevas posibilidades sólo para científicos, es decir, para
hombres y no para mujeres), añadiendo un ladrillo acá y una pie­
dra allá en el edificio común del saber y la verdad. Los aficionados
340 Las fronteras de la ciencia

ya podían participar en la inmaculada dicha del conocimiento,


que previamente monopolizaba una elite. La formación de la clase
trabajadora era radicalmente distinta de la de muchos colegas pos­
teriores de Wallace, como Darwin y Lyell, que gozaron de una edu­
cación privilegiada, y ejercería una gran influencia en el desarrollo
de sus ideas, en particular, de las que divergían de estos dos pensa­
dores. En el amanecer de su carrera, por ejemplo, una precoz incli­
nación por la astronomía se combinó, en el libro Man ’s Place in the
Universe [El lugar del hombre en el universo]7, con su interés por la
evolución de la vida, que ya no le abandonaría. Anticipando los
argumentos del «diseño inteligente» que los creacionistas esgrimi­
rían un siglo después, Wallace sostenía que sólo la existencia de
una inteligencia superior podía dar cuenta de la complejidad y el
delicado equilibrio que imperan en el cosmos. Muchos de los pri­
meros intereses de Wallace, que luego irían cristalizando a lo largo
de toda su vida, se incubaron en aquellas sociedades e institutos.
De aquella época de exploración científica diría que fue «el
punto de inflexión» de su vida. Sin embargo, a medida que se iba
enriqueciendo intelectualmente, se iba empobreciendo económica­
mente. En 1843 murió su padre y su familia se dispersó. Al año
siguiente solicitó y obtuvo un puesto de profesor en el colegio uni­
versitario Reverendo Abraham Hill de Leicester, donde conocería al
que no tardaría en convertirse en famoso entomólogo Henry Walter
Bates. Hombres de modestos ingresos, Bates y Wallace se entendie­
ron al instante y llegaron a trabar una estrecha amistad que culmina­
ría en una empresa conjunta en Sudamérica. Gracias a Bates, Walla­
ce comprendió la importancia de la diversidad en la naturaleza y
conoció en particular la abundancia de insectos de su ámbito local:
¡unas diez mil variedades en un círculo de poco menos de veinte
kilómetros de radio! Wallace añadió descubrimientos bibliográficos
a los entomológicos, entre ellos el Viaje delBeagle, de Darwin, y, según
sus propias palabras, «tal vez el libro más importante» que leyó, el
Ensayo sobre la población, de Malthus, «cuyos principios básicos [...] me
acompañan como una posesión permanente»8.
Como la mayoría de los naturalistas, Wallace leyó Vestiges ofthe
Pacto entre caballeros 341

Natural History of Creation [Vestigios de la historia natural de la crea­


ción] , de Robert Chambers, y le intrigó mucho su hipótesis: «Bajo
una ley a la que se subordina la producción de tipos semejantes,
del tipo más simple y primitivo nace el que se encuentra por enci­
ma de él, del cual surge a su vez el tipo superior siguiente, y así
hasta llegar al más alto, siempre con avances muy pequeños en
todos los casos». Lo más alto del escalafón lo ocupa, por supuesto,
el hombre, a quien ha colocado en ese lugar la «Providencia»9.
Chambers no era un materialista puro; inequívocamente declara­
ba: «Dios creó a los seres animados y también el teatro terráqueo
de su ser. Existen pruebas tan contundentes y está tan universal­
mente aceptado que siempre lo doy y daré por hecho»10. Una idea
que arraigó en el pensamiento de Wallace.
Las opiniones religiosas de Wallace en esos primeros años, que
casi brillan por su ausencia en sus posteriores incursiones en el espi­
ritismo, eran ya muy poco tradicionales. «La poca fe religiosa que
pudiera tener -recordaría- desapareció bajo la influencia del escep­
ticismo filosófico o científico.» Mientras vivía con sus hermanos, y en
particular con William, «aunque de religión apenas se hablaba, lo
impregnaba todo el espíritu del escepticismo, o del libre pensamien­
to, como por entonces se llamaba», que fortaleció sus dudas «sobre
la verdad o el valor de las acostumbradas enseñanzas religiosas
corrientes»11. El escepticismo de Wallace provenía de dos fuentes: 1)
sus experiencias en los institutos de mecánica y su lectura del socialis­
ta Robert Owen, que le indujeron a creer que «la única religión ver­
dadera es la que predica el servicio a la humanidad y la fraternidad
de los hombres»; y 2) su compromiso con la ciencia, que supuso el
certificado de defunción de sus ya débiles creencias religiosas. «Ade­
más de estas influencias, la creciente afición a varias ramas de la cien­
cia física y mi amor también en aumento por la naturaleza me lleva­
ron a una defección cada vez mayor de la observancia de las
doctrinas y de la práctica de la religión ortodoxa, hasta tal punto que
al llegar a la edad adulta no tenía creencias religiosas, la religión ni
me importaba ni me preocupaba. Lo que mejor podría definir mi
actitud es ese término moderno: “agnóstico”»12.
342 Las fronteras de la ciencia

La evolución de un hereje
En 1847, en una visita a Londres para cerrar un negocio de su
hermano, Wallace visitó la sala de entomología del Museo Natural
de Historia. Quedó tan impresionado que le propuso a Bates que
organizaran una expedición conjunta al Amazonas para, en pala­
bras de Bates, «recoger pruebas, como el señor Wallace me expre­
só en una de sus cartas, “con vistas a resolver la incógnita del origen
de las especies”, tema sobre el cual habíamos conversado y mante­
nido correspondencia»13.
El 20 de abril de 1848 Bates y Wallace, éste con veinticinco años,
zarparon de Inglaterra. Wallace llevaba los ahorros de su vida, cien
libras esterlinas, e imaginaba que le bastarían hasta que pudiera
empezar a vender a los coleccionistas de Inglaterra los especíme­
nes amazónicos que esperaba encontrar. Y así fue. El primer carga­
mento que desembocó en un puerto inglés estaba compuesto por
cuatrocientas mariposas, cuatrocientos cincuenta escarabajos y mil
trescientos insectos de diversos tipos. La recompensa pecuniaria
no tardó en llegar y la expedición recibió el primero de sus múlti­
ples impulsos financieros. En 1850 Wallace y Bates se habían inter­
nado más de mil quinientos kilómetros por el curso del Amazonas
y el 26 de marzo se separaron: Bates se fue a explorar el Solimoens,
o Alto Amazonas, Wallace el río Negro y el Uaupes, desconocido. A
Wallace se unió entonces su hermano Herbert y, entre sus diversas
actividades, «practicaron la hipnosis» con algunos nativos predis­
puestos; Wallace había aprendido esta habilidad de Spencer Hall
en Leicester en 1844 (y le sería muy útil en sus posteriores odiseas
en el mundo del espiritismo).
Algún tiempo después sería víctima de la malaria y otras enferme­
dades. Así pues, en el verano de 1852 se dispuso a volver a Inglaterra.
Pero la verdadera aventura estaba a punto de comenzar. Wallace
contaría a los lectores de Zoologist los dramáticos acontecimientos
que se produjeron en la travesía de regreso.14 El 6 de agosto a las
nueve de la mañana vieron «humo saliendo por las escotillas». El
barco se incendiaba y «el humo era cada vez más espeso y asfixiante y
no tardó en invadir el camarote, del que fue muy difícil rescatar las
Pacto entre caballeros 343

cosas estrictamente necesarias»15. Entre «las cosas estrictamente


necesarias» estaban sus notas, diarios y colecciones. Hacia el medio­
día, las llamas se habían extendido a la cubierta y la tripulación trató
como pudo de echar al agua los botes salvavidas, que, «después de
tanto tiempo expuestos al sol, habían encogido, por lo que hicieron
falta todos nuestros esfuerzos para evitar que se llenaran de agua»16.
A la mañana siguiente lograron izar una pequeña vela y pusieron
rumbo a las Bermudas, que se encontraba a más de mil kilómetros.
Al cabo de diez días fueron rescatados por elJordeson, que se dirigía a
Londres procedente de Cuba, pero en este barco, una vez doblada
su dotación, empezó a escasear la comida y el agua. Por último, al
cabo de ochenta días de navegar por océano abierto, arribaron a
puerto. Wallace consiguió salvar su «reloj, los dibujos de peces y una
parte de las notas y diarios». Lo trágico fue que «la mayoría de los
diarios, las notas sobre las costumbres de los animales y los dibujos
sobre la transformación de los insectos se perdieron», sin contar diez
especies de tortugas de río, cien especies de peces del río Negro,
esqueletos y pieles de un oso hormiguero y un cowfish (Manatus), y
monos, loros, guacamayos y otras aves, vivos todos ellos y «perdidos
de forma irreparable»17.
A pesar del desastre, Wallace y Bates pudieron presumir de una
notable colección compuesta por 14.712 especies de insectos, aves,
reptiles y otros especímenes variados, entre ellos unos ocho mil vis­
tos en Inglaterra o en Europa. No hay forma de saber con cuánta
antelación habría descubierto Wallace el mecanismo de transfor­
mación de las especies si hubiera conservado todas sus notas y
especímenes. Por otro lado, es posible que en tal caso le hubiera
faltado motivación para viajar al archipiélago malayo, donde hizo
su auténtico descubrimiento. En la vida pueden darse tantas con­
tingencias que predecir lo que podría suceder en el futuro (o lo
que podría ocurrir si las contingencias hubieran sido otras) es
extraordinariamente difícil. En cualquier caso, el viaje al Amazo­
nas es muy representativo de la vida de Wallace, tan pródiga en
ciencia herética, aventuras e ilimitadas especulaciones.
344 Las fronteras de la ciencia

Una coincidencia asombrosa


A los treinta y un años, Wallace zarpó con rumbo al archipiéla­
go malayo, donde invirtió ocho años en intensas observaciones y
reflexiones. En 1855 visitó Sarawak, región del noroeste de Bor­
neo, donde en catorce días recogió especímenes de 320 especies
distintas de escarabajos (muchas de esas especies todavía llevan su
nombre, como Ectatorphinus wallaceiy Cryiophalpus wallaceí).Y, lo
que es más importante, fue allí donde Wallace formuló la «Ley de
Sarawak», que publicó en un artículo titulado «On the Law Which
Has Regulated the Introduction of New Species» [De la ley que ha
regulado la introducción de nuevas especies]. Con una serie de
argumentos basados en pruebas geográficas y geológicas, Wallace
llegaba a la siguiente conclusión: «Cuando empieza a existir, toda espe­
cie coincide en el tiempo y en el espacio con una especiepreexistente de la que
es estrecha aliada».18El artículo apareció en TheAnnals andMagazine
ofNatural History en septiembre de 1855. Charles Darwin lo leyó y
le dijo a Wallace que coincida con él «en casi todo»..
En este período de ambiciosa recolección, catalogación y sínte­
sis, Wallace sobrevivió a duras penas. Estuvo a menudo débil y
enfermo, pasó hambre y conoció la pobreza. A principios de 1858
se embarcó rumbo a Ternate y Gilolo, en las Molucas, donde,
según le dijo a Bates, tal vez se encontrara «la más perfecta térra
incógnita del entomólogo»: «Creo que pasaré aquí dos o tres años,
porque es el centro de una región muy interesante y casi descono­
cida»19. Una noche, presa de los temblores y delirios ocasionados
por la malaria y temiendo por su vida, se le ocurrió que la muerte
no se cebaba por igual en los individuos de todas las especies.
Tenía que darse en la naturaleza, en virtud de diversas característi­
cas, una selección a favor o en contra de determinados especíme­
nes. Esa misma noche, Wallace «esbozó un borrador en un papel»
y en dos noches redactó su teoría completa en un pequeño ensayo
titulado «On the Tendency of Varieties to Depart Indefinitely from
the Original Type» [De la tendencia de las variedades a separarse
infinitamente del tipo original]. Se lo envió sin dilación «al señor
Darwin, en el primer correo», que, al parecer, fue el 9 de de marzo
Pacto entre caballeros 345

de 1858. Probablemente Darwin lo recibió el 18 de junio. Trataba


un tema muy familiar para él: «Hay en la naturaleza un principio
general que motivará que muchas variedades sobrevivan a la espe­
cie matriz y den pie a variaciones sucesivas que se van diferencian­
do más y más del tipo original»20. Darwin se quedó atónito. «Nunca
vi una coincidencia tan asombrosa -confesaría a Lyell en una carta
346 Las fronteras de la ciencia

fechada el día 18 (presumiblemente, también de junio)-. Si Walla­


ce hubiera tenido delante el esbozo de mi manuscrito de 1842, ¡no
habría hecho un mejor resumen! Algunas de sus expresiones son
idénticas al título de algunos capítulos de mi libro»21. En su reu­
nión del 1 de julio, la Sociedad de Linneo rindió honores a Darwin
y Wallace por su descubrimiento.
Cuestión de prioridades
El misterio de quién descubrió y describió primero el mecanis­
mo de la selección natural ha quedado sin resolver principalmente
por dos razones: 1) la carta y el artículo que Wallace envió a Darwin

figura 32. Sala de reuniones de la Sociedad de Linneo.


Pacto entre caballeros 347

en la primavera de 1858 han desaparecido, lo cual imposibilita la


solución empírica; y 2) el pugnaz juego de la suma cero (ganar-
perder), que es el modelo de las sociedades científicas para estable­
cer la autoría original, no reconoce la naturaleza interactiva y
social del proceso científico.
La mayoría de biólogos e historiadores dan por sentado que Walla­
ce es el codescubridor de la selección natural, pero algunos se plan­
tean si habría incluso que conceder mayor mérito a Wallace. En su
obra A Delkate Arrangement [Un arreglo delicado], publicada en 1980,
el periodista Amold Brackman hace una emotiva reivindicación de
Wallace.22Brackman sugiere que, estando Darwin al corriente (aun­
que no por indicación suya), Charles Lyell yjoseph Hooker conspira­
ron para beneficiarlo restando méritos a Wallace; más concretamente
afirma que Darwin recibió la carta y el artículo de Wallace antes de la
fecha citada, 18 de junio de 1858, y que pudo aprovechar el período
intermedio para rellenar las lagunas de su teoría gracias al ensayo de
su corresponsal y luego fingir inquietud ante el paralelismo de éste.
Por supuesto, ateniéndonos a los motivos resulta imposible probar
esta hipótesis, pero la secuencia cronológica puede analizarse.
La prueba asociativa más sólida con que contamos es la carta
que Wallace envió a Frederick Bates, el hermano pequeño de
Henry Walter, el naturalista que le acompañó en sus correrías por
el Amazonas. Al parecer, la carta fue enviada el mismo día, el 9 de
marzo (los barcos correo no salían todos los días) y llegó a Londres
el 3 de junio. Matasellada en fecha inequívoca (no llevaba sobre,
por lo que la dirección y el matasellos figuran en la propia misiva),
se encuentra en posesión del nieto de Wallace, Alfred John Russel
Wallace, que la pone a disposición de quien desee estudiarla. En
ella, Wallace le cuenta a Bates la aparente incoherencia de la muy
diversa coloración de los insectos de Malaya y señala: «Hechos
como éste llevan intrigándome mucho tiempo, pero últimamente
he elaborado una teoría que los explica de forma natural»2s. Esa
teoría que «últimamente» había desarrollado es la que figura en el
ensayo enviado a Darwin, que junto con la carta de presentación
que lo acompañaba ha desaparecido trágicamente.
348 Las fronteras de la ciencia

¿Delicado arreglo o pacto entre caballeros?


Leonard, el hijo de Thomas Huxley, calificó la situación de Walla­
ce de «arreglo delicado»24. Arnold Brackman sostiene que, como
Darwin llevaba veinte años trabajando en su teoría y como gozaba de
una posición consolidada y reconocida en la comunidad científica,
cuando apareció un joven naturalista aficionado como Wallace que
podía desbancarlo, Lyell y Hooker tomaron la determinación de que,
si Darwin no se llevaba la parte del león, nadie daría por buena la teo­
ría de Wallace. El «delicado arreglo» consistió, según Brackman, en
lo siguiente: Wallace no formaba parte de la comunidad científica tra­
dicional (por su origen proletario y su falta de formación universita­
ria) y, como hasta esa fecha la mayor parte de su vida profesional se
había desarrollado fuera de Inglaterra, la elite intelectual que rodea­
ba a Darwin juzgó necesario organizar una conspiración para restar
valor a su contribución. Wallace, con mentalidad de clase trabajado­
ra, se remitió a su superior. Brackman lo explica así:
Por atroz que sea toda conspiración, quienes participan en ella, en
especial si triunfa, suelen elaborar una argumentación plausible para
embellecerla. «No creo que Wallace pueda pensar que actúo injusta­
mente al permitir que Hooker y tú hagáis lo que os parezca mejor»,
escribió Darwin a Lyell. El mensaje era claro: Lyell y Hooker cargaban
con la responsabilidad histórica del encubrimiento. Darwin no «per­
mitió» que Lyell y Hooker actuasen con independencia. En este caso
se muestra impotente: informa a sus poderosos amigos de su inmi­
nente condena, apunta sutilmente a una solución, deja que sus ami­
gos arreglen el lío por medios dudosos, y acepta la solución... afirman­
do, por supuesto, que toda la responsabilidad es de ellos.25
Sin duda el asunto Darwin-Wallace era «delicado». Cada vez que se
plantea una cuestión de autoría científica -y en este caso respecto a
una de las cinco o seis ideas más importantes de la civilización occi­
dental-, la situación no puede por menos de ser delicada. No obs­
tante, el respeto y la deferencia que Darwin y Wallace se profesa­
ban mutuamente aporta pruebas de que, aunque el arreglo pudo
Pacto entre caballeros 349

ser delicado, los dos hombres lo aceptaron como dos caballeros.


En una carta fechada el 25 de enero de 1859, por ejemplo, Darwin
escribía a su colega:
Les debo indirectamente mucho a usted y a ellos [a Lyell y Hooker]
porque casi aseguraría que finalmente se habría demostrado que
Lyell tenía razón y que yo nunca habría completado mi mayor obra,
porque, por culpa de mi pobre salud, hasta hacer un resumen me
ha resultado muy difícil. A todo el mundo que conozco su artículo
le parece muy interesante y está muy bien escrito. Deja mis fragmen­
tos (escritos en 1839, ¡hace ahora veinte años!), que a modo de dis­
culpa afirmo que jamás pretendí que se publicaran, relegados a la
sombra.26
Wallace fue igualmente generoso a la hora de reconocer el mérito
de Darwin, como demuestra el siguiente pasaje de una carta del 29
de mayo de 1864:
Está usted siempre tan dispuesto a apreciar el trabajo de otros y
especialmente a sobrevalorar mis desordenadas iniciativas que los
muy amables y halagadores comentarios que ha hecho sobre mi artí­
culo no pueden por menos de sorprenderme. Sin embargo, me ale­
gro de que haya hecho usted algunas observaciones críticas y lamen­
to que su estado de salud no le permita más, si bien por ello me
permito dirigirle algunas palabras a modo de explicación.27
Darwin: ¿sorpresa o disgusto?
Lo más asombroso es la aparente sorpresa Darwin al recibir el
ensayo de Wallace. Un pasaje de una carta de Wallace a Darwin en
la que éste puso fecha de 27 de septiembre de 1857 demuestra cla­
ramente que el autor de la misiva continuaba con los trabajos
sobre el origen de las especies que había comenzado con la publi­
cación de su artículo de 1855 («On the Law Which Has Regulated
the Introduction of New Species»). En él, Wallace expresa su
decepción ante la falta de respuesta de Darwin: «mi idea del orden
350 Las fronteras de la ciencia

de sucesión de las especies concordaba con la suya, porque había


empezado a sentirme algo defraudado por el hecho de que mi
ensayo no hubiera levantado polémica ni suscitado alguna oposi­
ción. La declaración e ilustración de la teoría en dicho ensayo sólo
es, por descontado, previa al intento de encontrar alguna prueba
concreta de ella. Para lograrlo he pensado ya en un proyecto que
tengo escrito al menos en parte, pero para llevarlo a término se
requiere mucho [fragmento suprimido] y recogida de muestras,
labor que espero [fragmento suprimido] »28.
Parece evidente por este párrafo -a pesar de haber sido someti­
do deliberadamente a labor de tijera- que lo único que pudo sor­
prender a Darwin fue la rapidez con que Wallace encontró la pro­
metida «prueba concreta» de la teoría que, de hecho, corría pareja
con la suya y acabó por tomar cuerpo en el ensayo enviado a Down
House en la primavera de 1858. (El recorte deliberado de cartas,
manuscritos, notas y otros tipos de correspondencia era el deshilva­
nado método de Darwin para organizar sus proyectos de publica­
ción más importantes. Cuando uno solicita sus manuscritos y docu­
mentos originales en la Cambridge Library, por ejemplo, recibe
una caja llena de recortes, fragmentos, sobres garabateados y notas
de todo tipo. Darwin hacía acopio de ellas y las etiquetaba según
fuente de procedencia, fecha de recepción, capítulo al que perte­
necerían, etcétera. El fragmento de la carta de Wallace que hemos
citado se corresponde con este proceder.) Pero uno se pregunta
en qué proyecto, del que ya tenía escrita una parte, estaba trabajan­
do Wallace, ya que el ensayo de 1858 lo escribió en dos noches a
finales de febrero, es decir, cinco meses después de su carta a Dar­
win. ¿Cambió el descubrimiento hecho en pleno delirio febril las
ideas que estaba desarrollando en su proyecto de 1857? Si no fue
así, ¿qué fue del manuscrito? Y, si fue así, ¿por qué no amplió su
ensayo de 1858 hasta convertirlo en un libro? En una carta escrita a
Bates entre ambas fechas, el 4 de enero de 1858, Wallace comenta
lo que parece ser el mismo «proyecto» o «trabajo» y tal vez nos
ofrezca una respuesta:
Pacto entre caballeros 351

Me temo que a quienes no han reflexionado mucho sobre esta


materia, mi texto sobre la sucesión de las especies [la «ley de Sara-
wak» de 1855] no les parezca tan claro como a usted. Ese texto sólo
es, por supuesto, un anuncio de mi teoría, no su desarrollo. Tengo
preparado el proyecto y he escrito partes de una obra extensa que
trata el tema desde todos los ángulos y formas con el propósito de
demostrar lo que en el citado texto sólo he apuntado. Me ha com­
placido mucho una carta de Darwin en la que me dice que está de
acuerdo en «casi todo» lo que dice el artículo. En la actualidad prepa­
ra la publicación de su gran obra sobre Especies y variedades, para la
que lleva veinte años recogiendo información. Puede que así me
ahorre a mí el trabajo de escribir la segunda parte de mi hipótesis,
porque es muy posible que demuestre que en la naturaleza no exis­
te diferencia entre el origen de las especies y variedades, o puede
que me complique las cosas si llega a otra conclusión, pero, a todos
los efectos, no me quedará otra que trabajar a partir de sus datos.
Sus colecciones y las mías aportarán material muy valioso para ilus­
trar y demostrar la posibilidad de que nuestra hipótesis sea aplicable
a escala universal.29
Por fin se nos presenta una posibilidad plausible. Tras años de
observación y recogida de muestras, Wallace elaboró una hipótesis
«Sobre la ley que ha regulado la introducción de nuevas especies»
(la «ley de Sarawak», de 1855). A falta de otras pruebas sobre la
existencia de un mecanismo que impulse el cambio evolutivo, y
con la sensación de que la mayor parte de la comunidad científica
hacía caso omiso de su artículo, Wallace continuó haciendo acopio
de muestras dentro de un anonimato relativo, si bien sin renunciar
en ningún momento a su propósito inicial de comprender el ori­
gen de las especies. Sabía que Darwin llevaba veinte años trabajan­
do en ello y que estaba escribiendo su «gran libro sobre las espe­
cies» (cuyo título iba a ser «Selección natural» y no, como después
sería, «El origen de las especies»). Wallace, cuya obra no podía ser
bien acogida por la comunidad científica (ni desde el punto de
vista logístico, por sus viajes, ni desde el punto de vista estrictamen­
352 Las fronteras de la ciencia

te científico, por sus investigaciones), decidió sentarse a esperar


qué escribía Darwin. Si éste tenía éxito (es decir, si coincidía con
sus propios argumentos), él no tendría que repetir lo que ya había
dicho («Puede que así me ahorre a mí el trabajo de escribir la
segunda parte de mi hipótesis»). Si Darwin no tenía éxito («puede
que me complique las cosas si llega a otra conclusión»), podría
replicarle basándose en su propia teoría y datos. Parece claro que
El origen de las especies de Darwin cumplió con el primer requisito,
porque Wallace no escribió su propio «gran libro sobre las espe­
cies» hasta publicar Darwinism [Darwinismo] (1889), cuyo título
revela bien a las claras su postura sobre la cuestión de la autoría.
El recorte del 27 de septiembre de 1857 indica, en todo caso,
que Darwin no debió de sentirse sorprendido sino más bien algo
disgustado, porque Lyell ya le había advertido de que tenía que
publicar. La respuesta de Darwin indica su reticencia a publicar
únicamente por anticiparse a Wallace, aunque al mismo tiempo
declara su temor a quedarse atrás. El 3 de mayo de 1856, escribe a
Lyell: «Odio la idea de ponerme a escribir únicamente para ser el
primero, pero lo cierto es que me molestaría mucho que alguien
publicase mi doctrina antes que yo»30. Apremiado por Wallace en
1858, Darwin halló una solución a su aparente dilema (el de publi­
car sólo para que nadie se le adelantase o arriesgarse a quedar rele­
gado) escribiendo un libro que estaba a medio camino entre el
opúsculo y la obra magna, El origen de las especies.
Lo que nunca sabremos
Al no contar con la prueba principal de este misterio histórico,
sólo podemos especular sobre lo que ocurrió en Down. Las prue­
bas no confirman la interpretación extrema, es decir, que hubo
conspiración y encubrimiento. Si, para ser el primero, Darwin esta­
ba dispuesto a manipular (o a permitir que otros manipulasen) la
publicación de los textos, o peor, a plagiar de Wallace ciertas ideas
(como la de la divergencia de las especies), ¿por qué dar noticia
del artículo de Wallace y mandarlo a la editorial para que lo publi­
case? ¿Por qué no aprovechar lo que le hacía falta o, si el texto de
Pacto entre caballeros 353

Wallace no añadía nada nuevo a su teoría, destruirlo junto con la


carta de presentación y culpar de la pérdida a un ineficaz servicio
postal, a que se le había traspapelado o poner cualquier otra excu­
sa? Si Darwin hubiera sido capaz de la conducta conspiratoria, los
delicados amaños y el plagio de que algunos le acusan, ¿no habría
sido capaz una persona tan artera y tramposa de planear también
la completa eliminación del texto de Wallace?
Sin duda ese período crítico de la primavera y el verano de 1858
está rodeado de confusión. En el epílogo de su obra, What Really
Happened at Down House? [¿Qué ocurrió en realidad en Down
House] y tras reunir las piezas del rompecabezas, John Langdon
Brooks llega a una sabia conclusión: «La respuesta más sencilla es:
nadie lo sabe»31. Pero a continuación procede «a esbozar una
reconstrucción alternativa» en la que llega a la conclusión de que
la carta de Darwin a Lyell fechada «en Down el día 18», que la
mayoría entiende que es del 18 de junio, probablemente sea del
«18 de mayo de 1858»; sin embargo, añade: «Darwin no la envió en
esa fecha. Es muy probable que, tras darle muchas vueltas, volviera
a estudiar el manuscrito de Temate y, tras revisar el texto de 1855
de Wallace, escribiera el material [sobre la divergencia] y lo inser­
tase en el texto de su capítulo sobre la “Selección natural”»32.
El análisis que posteriormente hace Brooks de varias cartas y
manuscritos escritos tras el incidente se basa en la presunción de
que Darwin recibió el texto y la carta de Wallace el 18 de mayo.
Pero es un análisis incoherente. Previamente, en otro pasaje, Brooks
ha afirmado que «las pruebas indican que Darwin debió de recibir
el manuscrito de Wallace en una de las dos siguientes fechas de
mayo: el 18, lo cual dejaría a Darwin veinticinco días para terminar
los folios [sobre la divergencia] hacia el 12 de junio [el día en que
anotó en el manuscrito sus ideas sobre divergencia]; o el 28 o 29 de
mayo, lo cual le habría dejado apenas dos semanas. De todos
modos hay que admitir que, guiada por la desesperación, la pluma
debió de volar»33. Pero la pluma también vuela guiada por las teorí­
as conspiratorias, y tal vez demasiado alto. Primero Brooks sitúa la
recepción del ensayo y la carta de Wallace el día 18 de mayo o el 28
354 Las fronteras de la ciencia

o 29, y luego dice que cree que la carta a Lyell «del 18 desde Down»
que anuncia la llegada de los textos de Wallace fue, en efecto, escri­
ta el 18, lo cual deja fuera la opción de los días 28 y 29 de mayo.
Peor aún, Brooks da por sentado que la carta de Wallace a Bates
que llegó a Londres (lleva matasellos de esa fecha) el 3 de junio iba
en el mismo lote que la carta y el ensayo que Wallace envió a Dar­
win. Lo cual no es un hecho demostrado, sino una inferencia. Pero
si fuera cierto anularía las dos fechas de mayo y, presuponiendo
que Darwin no mintió en la carta a Lyell en la que fechaba la recep­
ción del material de Wallace el mismo día (el 18), el mes de recep­
ción debió de serjunio y no mayo.
H. L. McKinney, biógrafo de Wallace, también incurre en algu­
nas incoherencias. En primer lugar, llega a la conclusión de que,
entre Malaya y Londres, el correo solía tardar diez semanas y, por
tanto, de que «diez semanas desde el 9 de marzo, fecha del envío,
se cumplen exactamente el 18 de mayo, un mes s*ntes de que Dar­
win admitiera haberla recibido». McKinney señala a continuación
la carta de Wallace que Bates recibió el 3 de junio y extrae la
siguiente conclusión: «Es razonable suponer que el envío de Walla­
ce a Darwin llegó en la misma fecha y le fue entregado a Darwin en
Down House el 3 de junio de 1858, el mismo día que la carta para
Bates llegó a Leicester». McKinney explica el espacio de tiempo
comprendido entre el 18 de mayo y el 3 de junio del siguiente
modo: «Teniendo en cuenta los habituales retrasos en tales asun­
tos, podemos conceder cierto margen, si bien un mes parece un
tiempo excesivo»34. De acuerdo, pero entonces ¿por qué no pensar
en «retrasos» y «conceder cierto margen» a la carta enviada a
Bates? ¿Y qué hizo Darwin en todo ese tiempo con el manuscrito
de Wallace? McKinney zanja sabiamente la discusión con «una
serie de interrogantes», pero luego insinúa que Darwin pudo lle­
nar en ese tiempo las lagunas «sobre la divergencia en su versión
larga de El origen, que dio por concluida el 12 de junio»35.
¿En qué quedamos? O la carta a Bates es una prueba condenato­
ria o no lo es. Tanto Brooks como McKinney tienen que decantarse
por una u otra posibilidad. No pueden afirmar que la carta de Walla-
Pacto entre caballeros 355

ce a Bates es una prueba de que Darwin recibió el material de Walla­


ce el 3 de junio y luego decir que escribió a Lyell para darle la noticia
de la llegada de esos materiales el 18 de mayo (como hace Brooks),
o que la carta de Darwin se retrasó y la de Bates no (como hace
McKinney). En ambos casos, para acusar a uno de los mayores cientí­
ficos de cometer uno de los crímenes más abyectos de la historia de
la ciencia, en uno de los aspectos más importantes de su teoría, uno
debería tener pruebas irrefutables.36A los escépticos modernos nos
gusta decir que las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas
extraordinarias. Las afirmaciones que aquí recogemos sobre Darwin
son ciertamente extraordinarias, pero las pruebas no.
Por otra parte, en los documentos depositados en la Sociedad
de Linneo, Darwin no incluyó materiales desarrollados en 1858 y
sí, en cambio, una carta para Asa Gray, el científico estadouniden­
se, escrita en septiembre de 1857. Si Darwin plagió el concepto de
divergencia de Wallace, ¿por qué remitir esta versión más antigua?
¿Ypor qué la divergencia aparecía en el índice de Natural Selection
en marzo de 1857? ¿Y cómo pudo explicarle la divergencia a Asa
Gray casi un año antes del texto de Wallace?
En 1858 Darwin estaba totalmente inmerso en la escritura de
una ingente obra, de varios volúmenes, titulada Natural Selection.
Planeaba terminarla en varios años y, sin presiones externas para
su publicación, no tenía ninguna prisa. Había sido testigo de la
caída de otros teóricos que habían publicado prematuramente
(Chambers, con Vestiges, era el más eminente) y no quería ser vícti­
ma de las mismas críticas. Pero, en 1858, la carta y el texto de Walla­
ce, tanto si llegaron en mayo como si lo hicieron en junio, lo cam­
biaron todo. Darwin se vio obligado a publicar una «versión corta»
(490 páginas) de su libro al año siguiente -con el título de El origen
de las especies-, A no ser que, milagrosamente, aparezca la carta de
Wallace, nunca sabremos qué ocurrió realmente. La conclusión
más lógica es que, ateniéndose a las circunstancias de la época, el
delicado arreglo fuera gestionado con la mayor caballerosidad. No
hubo, probablemente, una relación de suma cero, sino del modelo
suma positiva no nula.
356 Las fronteras de la ciencia

El modelo suma cero


En 1947, el matemático John von Neumann publicó Theory of
Gomes and Economic Behavior [Teoría de juegos y conducta econó­
mica] , obra en la que describía el modelo suma cero: las ganancias
de un jugador implican pérdidas en el otro y cuanto más gana uno
más pierde el otro.37 Si yo gano seisjuegos de tenis, mi adversario
pierde seis juegos: la suma de los resultados de ambos es igual a
cero (6 -6 = 0). Sin embargo, este modelo ganancia-pérdida no
describe la naturaleza interdependiente, a veces cooperativa y
siempre social del proceso científico. Que Wallace fue el primero
en describir el mecanismo de la selección natural y que debería
recibir por ello el reconocimiento que merece no tiene por qué ir
en detrimento de Darwin. En El gen egoísta, Richard Dawkins38 se
refiere a este tipo de relaciones simbióticas -que Robert Trivers
denomina «altruismo recíproco»39-, que, al parecer, son comunes
a plantas, animales y, por supuesto, a la interacción humana. Para
describir estas relaciones recíprocas, Dawkins recurre al dilema del
prisionero (DP), un juego desarrollado por Robert Axelrod y
William Hamilton40 en que a dos prisioneros se les plantean diver­
sas opciones: 1) pueden cooperar y conseguir una pena de prisión
breve para ambos; 2) si uno no quiere cooperar y el otro sí, el pri­
mero queda en libertad y el segundo tiene que pasar mucho tiem­
po en la cárcel; o 3) ninguno de los dos coopera, en cuyo caso
ambos son condenados a penas de prisión largas. Cuando este
juego se repite varias o muchas veces, la mayoría de los jugadores
optan por la cooperación, puesto que, a largo plazo, esta estrategia
conduce «a lo mejor para la mayoría». A corto plazo, es decir, cuan­
do se juegan pocas partidas o una sola partida de prueba, la defec­
ción es lo normal. Pero, con el tiempo, losjugadores que no coope­
ran acaban perdiendo. Dawkins demuestra que para los animales y
para los humanos, quienes adoptan el modelo suma cero acaban
perdiendo.
El modelo suma cero explica la mayoría de las disputas por el
crédito de los descubrimientos científicos porque presupone que
un científico sólo puede ganar si otros científicos pierden. Es evi­
Pacto entre caballeros 357

dente que para Newton y sus partidarios, el descubridor de la ley


de la gravedad tenía que ser el primero en inventar el cálculo dife­
rencial y haberlo hecho a costa de Leibniz, y viceversa, lo cual con­
dujo a siglos de disputas y amargos desacuerdos. Asimismo, para
algunos, la victoria de Darwin es la derrota de Wallace y viceversa.
Por eso en la mayoría de semejantes polémicas es tan difícil obser­
var los datos con objetividad, distinguir la información de la retóri­
ca. Los historiadores se ponen a la defensiva y nos obligan a adop­
tar una postura belicosa o aquiescente. Pero el antagonismo entre
especialistas e historiadores podría atenuarse con una simple
renuncia al modelo suma cero. Es evidente que Darwin, y especial­
mente Wallace, rechazaron el modelo suma cero, porque se die­
ron cuenta de que cooperando obtendrían mayores ganancias.
Consideremos ahora un episodio de su intercambio epistolar. La
primera carta que ahora nos interesa data del 6 de abril de 1859 y
la escribió Darwin a Wallace. Revela a un hombre que presenta sus
mayores respetos a un triunfal compañero en el juego de la coope­
ración científica:
No imagina usted cuánto admiro su espíritu, la forma en que se ha
tomado todo lo que se ha hecho para equiparar y fijar nuestros tex­
tos. En realidad, le había escrito una carta en la que le decía que me
veo incapaz de publicar nada antes de que lo haya hecho usted. No
he enviado esa carta al correo cuando he recibido una de Lyell y
Hooker urgiéndome a que les mande unos manuscritos y a que les
dé permiso para que actúen como crean justo y honorable para
usted y para mí. Y eso he hecho.41
Wallace respondió con una dosis igualmente generosa de recono­
cimiento en este pasaje de una carta del 29 de mayo de 1864:
En cuanto a la propia teoría de la selección natural, siempre man­
tendré que es suya y nada más que suya. Usted ha concretado deta­
lles en los que yo no había pensado, años antes de que yo tuviera la
misma intuición en esta materia, y el artículo que le envié nunca
358 Las fronteras de la ciencia

habría convencido a nadie o sólo habría pasado por una especula­


ción ingeniosa, mientras que su libro ha revolucionado el estudio de
la historia natural y conquistado a los mejores hombres de la presen­
te época.42
(Es interesante advertir que no sólo Alfred Wallace, sino también
su nieto John estaban y están satisfechos con el resultado del asun­
to de la atribución histórica. Tras una prolongada conversación,
John Wallace me dijo: «No puedo entender a qué viene tanto albo­
roto. Mi abuelo se quedó muy satisfecho con el arreglo, nosotros
no queremos llamarla “teoría de la selección natural de Wallace”,
pero muchos seguidores de Darwin se ponen a la defensiva». No
cabe duda de esto último, y es comprensible, porque algunos
defensores de Wallace se han acogido al modelo suma cero, para
aumentar sus méritos a costa de quitárselos a Darwin. A su vez, los
especialistas en Darwin adoptan el modelo suma cero a la defensi­
va, como si tuvieran la sensación de que todo lo que gane Wallace
lo pierde Darwin.)
El modelo suma positiva no nula
El modelo suma positiva no nula -cuando uno gana el otro tam­
bién- reconoce la naturaleza contingente, cooperativa e interde-
pendiente de los descubrimientos científicos. Darwin y Wallace
obtuvieron beneficios de los beneficios que obtenía cada uno.
Ambos fueron ganadores en el juego de entender el origen de las
especies. Una «reflexiva» carta que Darwin escribió en 1870 a
Wallace demuestra la especial naturaleza cooperativa -si tú ganas,
yo gano, y viceversa- de su relación: «Espero que usted sienta tanta
satisfacción como yo -y muy pocas cosas de mi vida me han resulta­
do más satisfactorias- por no haber tenido nunca celos el uno del
otro, aunque en cierto sentido hayamos sido rivales». De la forma
más caballerosa, Wallace siempre se dirigía cortésmente a Darwin
en la gran mayoría de las cartas que escribió, y Darwin le respondía
con la misma cortesía. «Me complace sobremanera la nota que de
su parte he recibido esta mañana», reza el comienzo, en el tono
Pacto entre caballeros

DARWINISM
ah s if o s m o s o r tb x

THEORY OF NATURAL SELECTION


WITH SOMI Of lis APPLICATIONS

BY

ALFRED RUSSEL WALLACE


u l b „ r.L * ., t n ,

WtTH h PORTRAIT O r TH E AUTHOR. MAP AND IlLUSTKATION»

loníon
MACMILLAN AND 00.
AtfD H B » TOBE

1889

Jtt rlfU t m tncd

Figura 33. Portada de Darwimsm, de Alfred Russel Wallace.


360 Las fronteras de la ciencia

habitual, de una carta de Wallace. «Espero que se haya restablecido


por completo de sus dolencias», «confío sinceramente en que su
pequeño esté en estos momentos convaleciente», etcétera.43 Dar­
win y Wallace sacaron provecho el uno del otro y de sus respectivas
ideas para su mutuo beneficio. Y el mundo de la ciencia mejoró
gracias a esta relación.
Otro inconveniente del modelo suma cero es la presunción de
que las ideas cuya autoría se discute son idénticas, de lo cual cabría
deducir que sólo una persona puede ser la primera en hacer un
descubrimiento. Pero las leyes sobre la naturaleza son producto
tanto del descubrimiento como de la descripción de un fenómeno. Dos
personas pueden hacer el mismo descubrimiento, pero no la
misma descripción. Es lo que ocurrió con Darwin y Wallace: sus
teorías de la evolución por medio de la selección natural son simi­
lares y complementarias, pero no idénticas. A través de sus múlti­
ples cartas, documentos y libros, se estimularon el uno al otro en
conocimientos y teorías, y ambos obtuvieron beneficios netos, lo
cual los convierte en genuinos codescubridores.
La documentación histórica, sin embargo, ha tenido distintas
lecturas, empezando por la valoración de los documentos que con­
juntamente presentaron ambos científicos el 1 de julio de 1858 en
la Sociedad de Linneo, que valoró más el extracto de Darwin de
1844 y su carta a Asa Gray de 1857 que el ensayo que Wallace escri­
bió en 1858. Si nos atenemos exclusivamente a la cronología, la
valoración es correcta (y también lo es alfabéticamente, pues era
en ese orden como figuraban sus nombres). En cualquier caso, lo
cierto es que Darwin se ha convertido en una figura consagrada y
Wallace ha caído en el olvido. Esta realidad histórica, por supuesto,
no se debe a la valoración que se les hizo en la reunión de la Socie­
dad de Linneo. De hecho, según razonó Thomas Bell, presidente
de dicha sociedad, a propósito de las actividades que se llevaron a
cabo aquel año, en 1858 no ocurrió nada significativo: «El año que
acaba de terminar [...] no ha estado caracterizado por ninguno de
esos descubrimientos espectaculares que, por así decirlo, antaño
revolucionaron el departamento científico del que dependen»44.
Pacto entre caballeros 361

Evidentemente, ni Bell ni sus colegas se percataron del significado


de la teoría de la selección natural en el momento de su presenta­
ción. La fama y la importancia de Darwin se consolidaron a lo
largo de muchas décadas de sólido trabajo científico, no gracias a
un «delicado arreglo» o a una prioridad ilícita que lo situó por
encima de Wallace. Además, dejando aparte que luego declararía
que su artículo fue impreso sin su conocimiento y, «por supuesto,
sin ninguna corrección de pruebas», Wallace estuvo encantado de
recibir por fin el reconocimiento de la comunidad científica, que
desde hacía tantos años deseaba. Como el 6 de octubre de 1858 le
indicó a su madre, encontrándose todavía en el archipiélago mala­
yo, había recibido «unas cartas del señor Darwin y del doctor Hoo-
ker, dos de los naturalistas más eminentes de Inglaterra», lo cual le
había complacido «enormemente». Desde el archipiélago había
enviado «al señor Darwin un ensayo sobre un tema» sobre el que
en esos momentos estaba escribiendo «una gran obra». El señor
Darwin se lo había enseñado al doctor Hooker y a sir C. Lyell,
«quienes lo tuvieron en tan alta consideración que de inmediato lo
leyeron ante la Sociedad de Linneo». Eso le aseguraba «el conoci­
miento y la ayuda de esos hombres eminentes» a su regreso a Ingla­
terra.45
Consideremos la posición de Wallace en la época. Tenía treinta
y cinco años y era relativamente desconocido, porque su única
obra teórica -el artículo de 1855 sobre la «ley de Sarawak»- había
pasado mayormente inadvertido (al menos, eso creía él). Llevaba
cuatro años lejos de Inglaterra y del centro de las actividades cientí­
ficas y estaba, a todos los efectos, dando sus primeros pasos en cues­
tiones teóricas de peso. Darwin, en cambio, tenía cuarenta y nueve
años, era muy conocido en los círculos científicos y había compar­
tido sus ideas con los científicos más importantes de Inglaterra.
Wallace no se sentía como un perdedor porque no lo era. Un ensa­
yo escrito en dos noches y enviado oportunamente a la personali­
dad indicada le permitió ingresar en los círculos científicos más
influyentes y en la historia -y que su nombre quedara asociado al
de Darwin- para siempre. Quien crea que aún así salió perdiendo
362 Las fronteras de la ciencia

debería reconsiderar las circunstancias a la luz del modelo suma


positiva no nula. Si de la cooperación Darwin obtuvo ciertos bene­
ficios, Wallace también.
Recordemos también cómo recibió y reseñó Wallace El origen de
las especies. Al cabo de apenas siete meses de la publicación de la
obra, es decir, el 1 de septiembre de 1860, le escribió a su amigo
George Silk: «Lo he leído cinco o seis veces y cada vez con mayor
admiración. Son los Principia de la historia natural. Perdurará igual
que los Principia de Newton»46. Silk, por otra parte, no era una per­
sona a quien Wallace necesitase impresionar con falso orgullo. La
comparación continúa: «Los efectos más intrincados de la ley de la
gravedad, la mutua perturbación de todos los cuerpos del sistema
solar son simplicidades comparados con las intrincadas relaciones
y la complicada lucha que ha determinado qué formas de vida han
de existir y en qué proporción. El señor Darwin ha dado al mundo
una ciencia nueva y, en mi opinión, su nombre debería situarse por
encima de todos los filósofos de la Antigüedad y de la época
moderna. ¡¡¡El poder de la admiración no puede ser mayor!!!»47.
El modelo suma positiva no nula y el carácter de la historia
Es posible que Wallace comprendiera mejor que la mayoría el
modelo suma positiva no nula de la interacción científica y que nos
dejase un ejemplo brillante de esta interpretación en un artículo
titulado «The Origin of the Theory of Natural Selection» [El ori­
gen de la teoría de la selección natural], publicado en The Popular
Science Monthly después de haber sido honrado con la medalla Dar-
win-Wallace de la Sociedad de Linneo de Londres con motivo del
quincuagésimo aniversario de la lectura conjunta de sus textos el 1
de julio de 1858. La celebración de 1908 renovó el interés por
reconstruir los acontecimientos que condujeron a la teoría de la
selección natural, y en la prensa popular particularmente se produ­
jo una gran confusión. Wallace se daba cuenta de que lo ocurrido
en los años previos a los acontecimientos de 1858 había dado pie a
muchos malentendidos. Un análisis de su artículo sobre esta cir­
cunstancia no sólo respalda su aceptación del modelo suma positi­
Pacto entre caballeros 363

va no nula, sino que nos ofrece una visión lúcida del carácter inter-
dependiente del progreso científico en particular y de los cambios
históricos en general.
En ese artículo se puede comprobar cuán generoso fue al ceder
la mayor parte del mérito a Darwin (a quien llama «mi laureado
amigo y maestro»), sin dejar, al mismo tiempo, de destacar lo que
había hecho y lo que no. El documento también hace gala de la
obligada modestia en la recepción de tales honores: el autor reco­
mienda, por ejemplo, repartir los méritos «en función del tiempo
que cada uno hemos dedicado al asunto [...] es decir, veinte años
frente a una semana»48.
Wallace descubrió y describió la selección natural en el curso de
una semana de finales de febrero de 1858, pero los cuatro años
que pasó en la selva tropical amazónica y los ocho en el archipiéla­
go malayo apenas representan una semana frente a los veinte años
que Darwin dedicó a la teoría (en realidad, Darwin hizo un viaje de
cinco años y los dos de Wallace suman doce). Es cierto, sin embar­
go, que si Darwin hubiera publicado sus trabajos «a los diez, a los
quince o incluso a los dieciocho» y no a los veinte años de iniciar su
cuaderno (1838), Wallace no habría participado en el hallazgo y se
habría considerado a Darwin «el único e indiscutible descubridor
de la “selección natural”»49. El hecho, sin embargo, es que Darwin
esperó veinte años y probablemente habría esperado más si Walla­
ce no hubiera facilitado su estallido productivo.
Asimismo, para el historiador moderno interesado en el papel
histórico relativo de la contingencia (un acontecimiento inespera­
do) y la necesidad (fuerzas y tendencias que impelen a llevar a
cabo ciertas acciones), resulta interesante advertir que Wallace es
muy consciente de la función de las fuerzas históricas en la apari­
ción de los descubrimientos científicos. Por ejemplo, después de
aclarar primero que Darwin y él descubrieron de forma indepen­
diente y no simultánea la selección natural («a Darwin se le ocurrió
la idea en octubre de 1938, casi veinte años antes que a mí, que la
tuve en febrero de 1858»), admite el papel de lo contingente en la
ciencia: «Fue un momento de singular buena suerte que me per-
364 Las fronteras de la ciencia

mitió compartir hasta cierto punto el descubrimiento»50. Y segui­


damente expone de qué forma diversas contingencias en la vida de
ambos hombres condujeron al necesario hallazgo de la selección
natural: «Encontramos una curiosa serie de correspondencias, en
lo intelectual y en el entorno, que nos llevaron [...] a elaborar una
teoría idéntica». Por ejemplo:
Pacto entre caballeros 365

1. Ser «apasionados cazadores de escarabajos, grupo de orga­


nismos que impresiona mucho al coleccionista por su núme­
ro casi infinito de variedades específicas, por las innumerables
modificaciones de su estructura, forma, color y marcas super­
ficiales que distinguen a unos de otros, y por las múltiples for­
mas que tienen de adaptarse a diversos entornos».
2. Sentir «un gran interés por la diversidad de los seres
vivos [...] que, según pronto se descubre, difieren de mis
características».
3. Un «interés superficial y casi infantil por la apariencia
exterior de los seres vivos, el cual, aunque a veces se menos­
precia por acientífico, se reveló el único que habría de condu­
cimos a una solución del problema de las especies».
4. Ambos «tenían un mente especulativa y pensaban cons­
tantemente en el “por qué” y en el “cómo” de tanta y tan
maravillosa diversidad natural».
5. «Entonces, un poco después (y ambos de una forma casi
accidental), nos convertimos en videros, coleccionistas y
observadores, y recorrimos algunas de las regiones más ricas e
interesantes de la Tierra» (la circunnavegación de la Tierra
de Darwin a lo largo de cinco años y los doce años de viaje de
Wallace, cuatro en el Amazonas y ocho en el archipiélago
malayo). «Y a partir de entonces aumentó nuestro interés en
el gran misterio de cómo llegaron a existir las especies.»
6. Los dos hombres experimentaron, en sus viajes y en su
hogar, «muchos momentos de soledad», que, «en el período
más impresionable» de su vida, les procuraron «tiempo de sobra
para reflexionar sobre los fenómenos» que observaban a diario.
7. Los dos leyeron atentamente Elementos de geología de
Lyell y Sobre la población de Malthus, este último «en el período
crítico en que nuestra cabeza almacenaba un reciente y consi­
derable Corpus de observaciones y reflexiones personales
sobre el problema que aún no habían podido resolver» y que
actuaron sobre ambos como «la fricción sobre el fósforo espe­
cialmente preparado, produciendo ese resplandor de lucidez
366 Las fronteras de la ciencia

que nos conduciría de inmediato a la simple pero universal


ley de la “supervivencia del más apto”»51.
Todas estas contingencias crearon necesidades (en palabras de
Wallace «la combinación de ciertas facultades mentales con las
condiciones externas») que los guiaron a ambos por recorridos
paralelos y cada vez más profundos hasta que finalmente se cruza­
ron en la primavera de 1858. La tensión histórica entre lo que
podría y lo que tiene que ser -entre la contingencia y la necesidad-
desde el punto de vista de un Wallace octogenario que reflexiona
acerca de toda una vida dedicada a la ciencia, explica por qué fue­
ron Darwin y él los que primero y «en un muy mal segundo» cruza­
ron la meta de la «carrera realmente olímpica» en pos del mecanis­
mo del cambio evolutivo, y por qué no fueron quienes dieron este
paso «biólogos filósofos, de BufFon y Erasmo, Darwin a Richard
Owen y Robert Chambers». Para Wallace, la explicación es muy
simple. Esos «grandes pensadores y trabajadores de la biología»
transitaban por rutas distintas en distintos momentos, y por ello les
fue imposible «dar al gran problema una solución que en realidad
es muy simple». La explicación acertada de un proceso histórico
requiere un saludable equilibrio de lo interno y lo externo, de pen­
samiento individual y cultura colectiva, o «la combinación de facul­
tades mentales y condiciones externas que nos llevaron a Darwin y
a mí a una concepción idéntica»52.
Por último, Wallace aplica su modelo al panorama más amplio
del desarrollo general de las ideas y llega a la conclusión de que
«nadie merece ni elogios ni culpas por las ideas que se le ocurren,
sino sólo por los actos que de ellas se derivan». Nuestro autor no
está sugiriendo que los caprichos y azares de nuestra vida y pensa­
mientos nos llevan por cierto camino a conclusiones a las que sólo
se puede llegar por ese camino en particular. Wallace, que recorrió
con Darwin caminos prácticamente paralelos durante un tiempo
(más tarde divergieron en otros asuntos), reconoce el papel de las
contingencias y necesidades históricas en la escala mayor del des­
cubrimiento de ideas científicas: «Nos vienen... apenas sabemos
Pacto entre caballeros 367

cómo o cuándo y una vez que han tomado posesión de nosotros no


podemos ni rechazarlas ni cambiarlas a voluntad». También consi­
dera el papel todavía mayor de la libertad humana en las tenden­
cias históricas y señala que no es en el desarrollo de las ideas sino
en «los actos que son consecuencia de nuestras ideas» donde los
individuos tienen más que decir dentro de su contexto histórico.
Vislumbramos aquí al hombre corriente y muy trabajador que hizo
un descubrimiento nada corriente: «Sólo a través de la reflexión y
el trabayo pacientes se adoptan y utilizan, si son buenas y ciertas, las
ideas nuevas; mientras que, si no son ciertas o no se presentan al
mundo de la forma adecuada, son rechazadas y olvidadas»58. Tal es
la naturaleza de la ciencia y la historia.

CHARLES DARWIN
a n d ALFRED RUSSELWALLACE
M A D E T H E FIRST C O M M U N IC A T IO N
O FTH EIR V IE W SO N
THE ORÍGIN OF SPECIES
BY NATURAL SELECTION
AT A MEETING O FTH E L1NNEAN SOCIETY
1STJULY1858 1ST JULY 1908

Figura 35. Facsímil de la placa que conmemora el 50a aniversario de la lectura


conjunta de los documentos de Darwin y Wallace en la Sociedad de Linneo de
Londres.
12 El gran fraude del hueso
Piltdown y el carácter autocorrector de la ciencia

En las ciencias físicas, el descubrimiento de datos nuevos establece


una senda razonablemente recta y despejada que conduce al
apoyo a una teoría o el rechazo de otra (donde el criterio de falsa-
bilidad de Karl Popper se aplica tan bien). Existe una correspon­
dencia prácticamente biunívoca entre teoría y realidad. Los pro­
blemas que hay que resolver, aunque difíciles, no son ni mucho
menos tan complejos como los de las ciencias biológicas y, en espe­
cial, los de las ciencias sociales (donde el criterio de falsabilidad y
las definiciones operativas de las variables medidas se confunden
en difusas complejidades). Cuando estas ciencias chocan con los
prejuicios nacionalistas y racistas, como en la polémica sobre el
cociente intelectual de las distintas razas, o con las inclinaciones
religiosas, como ocurre en la oposición entre evolución y creacio­
nismo, las emociones se disparan, la falta de objetividad oscurece
las teorías y los científicos y sus críticos intercambian salvas de acu­
saciones teñidas de prejuicios. Parece entonces que la ciencia se
aleja una enormidad de lo que la realidad es.
Por poner un ejemplo de una polémica científica que se inició
en 1859 y todavía no ha terminado, la teoría de la evolución conti­
núa removiendo emociones en personas que no sabrían cuál es la
diferencia entre un póngido y un homínido (pero si alguien les
ilustrara se decantarían sin dudarlo por el segundo). Cuando, en
1987, los creacionistas fueron derrotados en el Tribunal Supremo y
este órgano prohibió que los maestros de Luisiana enseñasen la lla­
mada ciencia de la creación en los colegios públicos, dio la impre­
sión de que ese movimiento social tan peculiarmente estadouni­
dense escuchaba su sentencia de muerte, algo que ya debió
suceder en el proceso de Scopes del año 1925.1Y cuando el papa
Juan Pablo II publicó en 1996 una encíclica que reprobaba la teo­
370 Las fronteras de la ciencia

ría de la creación y admitía que la evolución era «más que una teo­
ría» (en el sentido más popular, es decir, que era algo más que una
hipótesis y algo menos que una ley), pareció que nuestros dilemas
habían terminado y que tanto en religión como en política podían
entonarse ya loas a la teoría de Darwin.2 Pero entonces, en 1999, el
estado de Kansas declaró opcional la enseñanza de la evolución en
los colegios públicos, una decisión en nada ajena a la revitalización
del intento de vincular ciencia y religión patrocinado por la Funda­
ción Templeton, asociado a su vez con el auge del creacionismo del
«diseño inteligente» y de argumentos de apariencia tan sofisticada
como el de la «irreductible complejidad». Se diría, pues, que la
noticia de la muerte del creacionismo era prematura y que la hege­
monía de la ciencia sufría un ataque en todos los frentes.3
Incluso en el seno de los círculos puramente científicos es polé­
mica la teoría de la evolución. No se cuestiona el hecho de la evolu­
ción, por supuesto, sino cómo se produjo. ¿Evolucionó la vida de
forma gradual o a impulsos puntuales?4 ¿Evolucionó la vida de for­
mas más simples a más complejas a raíz de las tendencias progresi­
vas que dictan las leyes de la naturaleza o se hizo cada vez más com­
pleja porque, sencillamente, es imposible que recupere la
simplicidad del momento en que surgió?5 ¿Evolucionaron todas las
razas en un mismo lugar y luego se extendieron por todo el
mundo (la hipótesis del origen africano) o los diversos grupos
humanos siguieron recorridos evolutivos particulares tras instalar­
se zonas diferentes (la hipótesis «del candelabro»)?6 ¿Evolucionó
el cerebro hasta alcanzar su tamaño actual como resultado del
desarrollo del organismo o el cambio dependió del entorno
social?7 ¿Se debe el tamaño del cerebro sobre todo a factores de
selección o a algún accidente de la naturaleza?8Y un interrogante
todavía más controvertido: ¿reflejan las diferencias de cociente
intelectual entre las razas diferencias del proceso evolutivo (y por
tanto genético) de esas razas, que evolucionaron en entornos dis­
pares, o prejuicios culturales modernos?9
Hoy estos y muchos otros mitos y misterios rodean la evolución
humana al igual que a principios del siglo xx, cuando la ciencia
El gran fraude del hueso 371

estaba todavía en su infancia. No cabe duda de que, a principios


del siglo xxi, la mayoría de estos problemas están a punto de resol­
verse, pero otros ocuparán su lugar. De hecho, en su espléndido
libro Narratives ofHuman Evolution [Relatos de la evolución huma­
na] , la antropóloga Misia Landau demuestra que las teorías cientí­
ficas, y especialmente las que se proponen explicar la evolución
humana, son narraciones, cuentos, que, como todos los cuentos, se
ven enormemente influidos por la época y la cultura del narra­
dor.10Aunque ese narrador sea un científico y su cuento esté salpi­
cado de pruebas científicas, los datos nunca hablan por sí solos y
hay que interpretar las pruebas por medio de teorías e hipótesis a
las que a su vez dan forma factores no científicos. Landau analiza
las teorías evolutivas como si fueran cuentos y, como erudita exper­
ta en narrativa, las deconstruye en las partes que las componen:
«Todo relato paleoantropológico se propone responder a la pre­
gunta: ¿qué ocurrió realmente en la evolución humana? En gene­
ral, los paleoantropólogos hablan de cuatro hitos principales: el
descenso de los árboles (la terrestralidad); el desarrollo de la pos­
tura erguida (bipedismo); el desarrollo del cerebro, la inteligencia
y el lenguaje (encefalización); y el desarrollo de la tecnología, la
moral y la sociedad (civilización). Aunque todas las teorías de la
evolución humana los tienen en cuenta, estos hitos no siempre
aparecen en el mismo orden. Ni tienen tampoco la misma relevan­
cia»11. ¿Fue el bipedismo lo que dio pie al empleo de herramientas,
que a su vez impulsó el aumento del tamaño del cerebro? ¿O fue el
uso de herramientas lo que dio pie al bipedismo y luego al aumen­
to del cerebro? ¿Eran los primeros homínidos cazadores por enci­
ma de todo: el hombre como simio asesino, belicoso por naturale­
za? ¿O eran sobre todo recolectores: el hombre como vegetariano,
pacifista y amante de la naturaleza? Y, lo que es más importante,
¿cambia el relato para responder a las pruebas empíricas o cambia
la interpretación de los cambios por influjo del relato que es más
popular? Se trata de una cuestión grave para la filosofía de la cien­
cia: ¿hasta qué punto orienta la teoría las observaciones de la cien­
cia? Al parecer, bastante. El método científico de búsqueda expre­
372 Las fronteras de la ciencia

sa de pruebas para falsar nuestras creencias más arraigadas no


surge de modo natural, pero contar cuentos al servicio de una teo­
ría científica sí, y quizás no haya mejor ejemplo de ello que el des­
cubrimiento del hombre de Piltdown, que varias décadas después
se reveló que no era más que un engaño. Constituye una amarga y
dura lección sobre las realidades de la ciencia.
Los anales de la teoría evolucionista guardan un misterio dura­
dero y sin resolver que hasta hoy ha llevado a muchos autores a
interrogarse, en el mejor estilo de la literatura especulativa, quién
fue el culpable y qué es el fraude de Piltdown: el hallazgo de un
conjunto de huesos de antiguos homínidos en Inglaterra que fina­
mente resultó ser obra de un astuto falsificador. No hay mejor
ejemplo de cómo las fuerzas culturales, las expectativas psicológi­
cas y el poder de las creencias pueden conducir hasta a los científi­
cos evolucionistas más cultos e inteligentes -en este caso, los de la
primera mitad del siglo xx- a un engaño que duraría décadas.
Para un cronista reciente, John Walsh, el de Piltdown fue «el frau­
de científico del siglo»12. Sin embargo, a pesar de que asegura que
tiene una solución que ofrecer, como en el caso de JFK, la idea de
Walsh de que sólo hubo un perpetrador arrancará carcajadas entre
los Oliver Stone de este misterio. La razón es muy sencilla. No hay
pistola humeante, y las teorías especulativas serán criticadas mien­
tras queden personas inteligentes e imaginativas interesadas por el
caso. La lista es larga e incluye los libros The Piltdown Forgery [La fal­
sificación de Piltdown] (1955), dej. S. Weiner, The Piltdown Men
[Los hombres de Piltdown] (1972), de Ronald Millar, The Piltdown
Inquest [La investigación de Piltdown] (1986), de Charles Blinder-
man, y Piltdown: A Scientific Forgery [Piltdown, una falsificación cien­
tífica] (1990), de Frank Spencer, por citar sólo unos pocos.13 En el
medio siglo transcurrido desde que el fraude salió a la luz se han
escrito centenares de artículos y ensayos. ¿Por qué se ha convertido
Piltdown en un mito duradero y por qué el caso no está cerrado
todavía?
Como narración, el descubrimiento de Piltdown -un cerebro
grande sobre una mandíbula de simio- respondía a las expectati­
El gran fraude del hueso 373

vas científicas y culturales de la época porque respaldaba conve­


nientemente la teoría imperante (entiéndase: la «esperanza»
imperante) de que los humanos desarrollaron primero el cerebro
y después rasgos como el bipedismo y el empleo de herramientas.
Al fin y al cabo, fue nuestra singular capacidad para el pensamien­
to abstracto, para tramar, organizar y comunicar ideas complejas la
que nos permitió, según afirma este modelo de progreso, dar el
gran salto adelante de la evolución y superar a nuestros ancestros
simios. Es posible que los organismos de éstos fueran similares,
pero no sus cerebros. Lo que nos diferenciaría de ellos fue una
encefalización excepcional. Además, puesto que a principios del
siglo xx se creía que la raza más avanzada (la blanca) habitaba las
regiones septentrionales del planeta (Europa y Asia), probable­
mente también los fósiles de nuestros antepasados se encontrasen
en esas regiones y, desde luego, no en Africa. (Esta creencia preva­
lecía a pesar de las especulaciones en sentido contrario de Darwin,
éste creía lógicamente que, como en Africa residían los grandes
simios, nuestros primos evolutivos, tenía que ser también el lugar
donde se hallaran los fósiles de nuestros ancestros. Medio siglo des­
pués, Louis Leaky demostraría que tenía razón y otro medio siglo
de hallazgos ha respaldado la teoría de nuestro origen africano.)
De hecho, en Alemania se encontró un cofre del tesoro fósil con el
hallazgo de los impresionantes yacimientos del valle de Neander,
que da nombre al más famoso de todos nuestros antepasados. De
Francia provienen nuestros más recientes y avanzados parientes,
los cromañones, aficionados a las pinturas rupestres y que ya se ata­
viaban con vestimenta yjoyas y contaban con un complejo conjun­
to de herramientas que les permitió desarrollar lo que genuina-
mente puede llamarse cultura. También se descubrieron otros
fósiles en Holanda, Bélgica y en zonas dispersas de la llanura y del
sureste asiáticos, algunos muy significativos como los de Pekín (el
hombre de Pekín) yjava (el hombre de Java).
Parecía que todo el mundo cobraba alguna pieza en la gran
cacería de fósiles humanos... todo el mundo menos los ingleses.
¿Era posible que, en su evolución, el ser humano no hubiera holla­
374 Las fronteras de la ciencia

do el suelo de Inglaterra? ¿Acaso los ingleses no eran más que un


pueblo de emigrantes llegado del continente, un agua residual de
la evolución humana? Claro que si llegara a encontrarse en las islas
un antiguo homínido... Y qué gran golpe de efecto si resultase que,
a diferencia de lo encontrado en muchos otros lugares, ese homí­
nido tuviera un cerebro evidentemente humano sobre elementos
de primate más primitivos, por ejemplo, una mandíbula. Busca y
encontrarás, inventa y ya vendrán, reza el dicho. En 1912 los ingle­
ses encontraron lo que buscaban.
El 15 de febrero Charles Dawson, un abogado que dedicaba todo
su tiempo libre a la arqueología, su mayor afición, enseñó al renom­
brado conservador del departamento de geología del Museo Británi­
co de Historia Natural, Arthur Smith Woodward, varios fragmentos
de un cráneo de lo que parecía un antiguo homínido. Dawson le
contó a Smith Woodward que en 1908 unos obreros lo habían descu­
bierto en una gravera de Piltdown, Sussex, y que lo habían roto acci­
dentalmente con el pico. Los fragmentos parecían de un cráneo
moderno, grueso y de gran tamaño, pero habían aparecido en un
estrato profundo, lo cual demostraba su gran antigüedad. El 2 de
junio de 1912 Smith Woodward, Dawson y un joven paleontólogo y
curajesuita llamado Pierre Teilhard de Chardin (que más tarde se
convertiría en el mundialmente famoso autor de La aparición del
hombre, libro en que se propuso demostrar científicamente la natura­
leza espiritual de la humanidad) bajaron a la gravera para proseguir
la excavación. Y allí Dawson encontró un nuevo tesoro: la mandíbula
inferior del cráneo, con dos molares, de estructura simiesca pero,
por la forma en que estaba desgastado, probablemente humano.
Tras nuevas excavaciones se descubrieron herramientas de piedra,
huesos astillados y dentaduras fósiles que situaban al homínido muy
lejos en la historia de la evolución. El 5 de diciembre de 1912, en
Nature, la publicación científica más respetada del Reino Unido, apa­
recía una breve noticia sobre el hallazgo:
El señor Charles Dawson ha descubierto restos de un cráneo y una
mandíbula humanos, que al parecer pertenecen al primer Pleistoce-
El gran fraude del hueso 375

no, en una gravera de la cuenca del río Ouse, al norte de Lewes, Sus-
sex. El espécimen ha suscitado un enorme interés por la precisión
con la que, según se afirma, ha sido establecida su edad geológica.

El 18 de diciembre de 1912 y bajo los auspicios y respaldo de Smith


Woodward, Dawson hizo público su gran hallazgo en una reunión
de la Sociedad Geológica de Londres. Algunos escépticos manifes­
taron sus dudas, pero una de las piezas cruciales del hallazgo, que
podría haber resuelto sus dudas, la mandíbula, se había quebrado
misteriosamente (y, como parece, muy convenientemente) justo
por los sitios que impedían la resolución del enigma. En su núme­
ro del 19 de diciembre de 1912, Nature llevó a su cima la excitación
que ya suscitaba el tema al declarar que se trataba del hallazgo más
singular de la historia de la paleontología británica: «El cráneo y la
mandíbula de un fósil humano que el señor Charles Dawson y el
doctor Arthur Smith han presentado en la Sociedad Geológica
constituyen el descubrimiento más importante de este tipo que
hasta la fecha se haya hecho en Inglaterra. El espécimen ha sido
hallado en circunstancias que no parecen ofrecer dudas sobre su
edad geológica y muestra unos rasgos que por sí solos resultan sufi­
cientes para confirmar su gran antigüedad». Los autores prosiguen
explicando la importancia del espécimen: «Al menos un tipo de
hombre muy inferior y con la frente amplia existía por tanto en
Europa occidental mucho antes de que el neandertal, de frente
estrecha, se extendiera ampliamente por la región. En consecuen­
cia, el doctor Smith Woodward se inclina por la teoría de que la
raza neandertal era un vástago degenerado de los primeros hom­
bres y muy probablemente se extinguiera, mientras que el hombre
moderno puede provenir directamente del hombre primitivo de
cuya existencia el cráneo de Piltdown constituye la primera prue­
ba».
Los titulares no tardaron en llegar. El 19 de diciembre, el perió­
dico londinense The Times anunciaba:
376 Las fronteras de la ciencia

C R Á N E O P A L E O L ÍT IC O
PR IM E R A PR U E B A D E N U E V O T IP O H U M A N O

Y The New York Times no tardaba en seguir su ejemplo, indicando las


claves teóricas más profundas relacionadas con el hallazgo:
E L C R Á N E O P A L E O L ÍT IC O E S U N E SL A B Ó N P E R D ID O
E L H O M B R E T E N ÍA R A Z Ó N A N T E S Q U E H A B LA
LA D E M O S T R A C IÓ N D E LA T E O R ÍA D E D A R W IN

El Hastings and St. Leonards Observer, un diario de provincias, rendía


en su edición del 15 de febrero de 1913 el siguiente tributo poético
a Piltdown, que extrae todas las consecuencias morales del heroico
descubrimiento de Dawson:
Y ahora de mi cuento la moraleja:
nosotros, los sencillos seres humanos,
en este valle de gozos y temores
nuestra breve vida pasamos,
y, ay, qué pronto desaparecemos.
Por azar dentro de mil años,
tal vez alguien descubra nuestro cráneo.
Nuestros miedos, esperanzas, aspiraciones,
analizar podrá, en un futuro día,
algún geólogo de aguda inteligencia,
que sostendrá en su mano nuestra mandíbula [...]
Dawson, estamos en deuda contigo
y esperamos que sigas excavando,
en tu búsqueda geológica,
nuestro genealógico árbol.
Ese verano el paleontólogo Pierre Teilhard de Chardin, que estaba
complentando sus estudios de teología en un seminario jesuíta
muy convenientemente cerca de Piltdown (lo cual, para algunos,
resulta sospechoso), encontró un diente canino inferior simiesco,
El gran fraude del hueso 377
pero, por la forma en que estaba desgastado, probablemente
humano. El verano siguiente, a medida que las grandes naciones
de Europa se precipitaban a la guerra total, Dawson añadió al teso­
ro un fémur de elefante fosilizado y lo que parecía ser una herra­
mienta de piedra bastante avanzada. En 1915, en otra gravera situa­
da a poco más de tres kilómetros de Piltdown, descubrió otros dos
fragmentos de cráneos de homínido al lado de otro diente similar
al de hallazgos anteriores. Ya no cabía duda sobre la autenticidad e
importancia de la colección de fósiles y, en efecto, durante cuatro
décadas nadie la impugnó. Los humanos habían evolucionado no
sólo en Europa y Asia, sino también en Inglaterra, y aquellos anti­
guos homínidos habían desarrollado primero un cerebro de gran
tamaño y luego los demás rasgos humanos, según demostraban los
fósiles de Piltdown, en apoyo de la idea de una evolución siempre
en progreso: cerebro grande -*-bipedismo empleo de herramien­
tas. El renombrado anatomista Grafton Elliot Smith resumió este
camino en su libro de 192V TheEvolution ofMan [La evolución del
hombre]:
El cerebro alcanzó lo que puede llamarse su carácter humano cuan­
do la mandíbula y el rostro, y sin duda también el cuerpo, conserva­
ban todavía gran parte de la tosquedad de los ancestros simios del
hombre. En otras palabras, al principio el hombre, en apariencia y
constitución, sólo era un simio con un cerebro de gran tamaño. La
importancia del cráneo de Piltdown reside en que aporta una con­
firmación tangible de esas suposiciones.14
El mundo científico recibió con éxtasis el nuevo hallazgo porque
confirmaba lo que siempre había creído sobre la evolución humana:
nuestro cerebro, de gran tamaño, nos elevaba por encima de nues­
tros ancestros simios. Y, además, el antepasado fósil que lo demostra­
ba era inglés nada menos, detalle en absoluto trivial en unos años en
que, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, imperaba el patrio-
terismo y Francia y Alemania ya habían hallado ciertos fósiles que
daban fe de su papel en el encumbramiento de la humanidad a par­
tir del detritus. Demasiado bonito para ser cierto.
378 Las fronteras de la ciencia

Por desgracia para quienes permitieron que su escepticismo


cediese ante las expectativas culturales (aunque hubo algunos escép­
ticos, se vieron superados por luminarias como Arthur Keith), era,
en efecto, demasiado bonito para ser cierto. En 1953, los científicos
Kenneth Oakley.J. S. Weinery W. E. le Gros Clark anunciaron que
las nuevas técnicas de datación habían demostrado que el cráneo de
Piltdown era moderno, como también lo era la mandíbula de oran­
gután que lo acompañaba, y que ambos elementos habían sido lima­
dos, astillados y ensuciados para parecer antiguos. Los útiles de pie­
dra habían sido fabricados con herramientas modernas, los dientes
fósiles pertenecían a animales de la zona y todo había sido colocado
cuidadosamente en la gravera de Piltdown. No era más que un frau­
de, ¡que nadie había descubierto en cuarenta años!
Y ahora empieza el misterio. ¿Quién lo hizo? Si un fraude así
hubiera ocurrido en la década de 1960, Oliver Stone lo habría con­
vertido en un éxito de taquilla. Los conspiradores han ideado una
infinita variedad de combinaciones, y en la mayoría de ellas Daw-
son (como su homólogo Lee Harvey Oswald en JFK) desempeña
todo tipo de papeles, primo, cómplice o director de orquesta. No
hay menos de veinte candidatos, entre ellos (además de Dawson)
Pierre Teilhard de Chardin, el profesor Arthur Smith Woodward,
el anatomista de Oxford sir Arthur Keith, el zoólogo y conservador
del Museo de Historia Natural de Londres Martin Hinton, el ana­
tomista e historiador sir Grafton Elliot Smith, el geólogo de Oxford
W. J. Solías, el coleccionista aficionado Lewis Abbott e incluso
(para añadir mayor interés al ya interesante misterio) el célebre
creador de Sherlock Holmes, sir Arthur Conan Doyle, que vivía
cerca de Piltdown y visitó el yacimiento al menos en una ocasión.
El primer libro que se ocupó del fraude con amplitud, The Pilt­
down Forgery, escrito por J. S. Weiner y publicado en 1955, llegaba a
la conclusión de que Dawson actuó en solitario o, al menos, fue la
figura clave de la trama. En una de las acusaciones más atenuadas
de la historia, Weiner afirma (por si acaso, con una doble nega­
ción) : «Hemos visto cuán extrañamente difícil se nos hace disociar
a Charles Dawson de los sospechosos episodios de la historia de
El gran fraude del hueso 379

Piltdown. Hemos intentado aportar interpretaciones exculpatorias


de su participación en los sucesos. Lo que, sin embargo, cabe
deducir es que no es posible afirmar que Dawson no pudo ser su
perpetrador». Sí exculpa, en cambio, a las víctimas del fraude: «Es
preciso afirmar, sin embargo, para exonerar a aquellos que creye­
ron que los fragmentos de Piltdown pertenecían a un solo indivi­
duo, o a quienes, habiendo examinado los especímenes originales,
consideraron que la mandíbula y el canino eran de un fósil de
simio o bien creyeron (de forma tácita o expresa) que el enigma
no se podía resolver con las pruebas de que se disponía, que la fal­
sificación de la mandíbula y del canino es tan extraordinariamente
hábil y que el fraude perpetrado parece obedecer a tal carencia de
escrúpulos y motivación que no encuentran parangón en la histo­
ria de los descubrimientos paleontológicos»15.
En 1972, en un volumen con título de vocación plural, The Pilt­
down Men, Ronald Millar se refería a la participación del anatomis­
ta Grafton Elliot Smith basándose en pruebas circunstanciales
(estuvo envuelto en una polémica similar a propósito de un cráneo
hallado en Australia, su tierra natal) y en su teoría de que el
aumento del tamaño del cerebro había visto uno de los hitos inicia­
les del curso de la evolución humana. En cualquier caso, la mayo­
ría de los biólogos evolutivos apoyaban esta hipótesis y Smith no
llegó a Inglaterra hasta 1915 o 1916, así que no pudo intervenir en
la preparación y colocación del cráneo. En The Piltdown Inquest
(1986), Charles Blinderman apuntaba al coleccionista y científico
aficionado W. J. Lewis-Abbott, porque éste afirmaba que había sido
el primero en llevar a Dawson a la gravera de Piltdown. Blinder­
man reproduce una carta que E H. Edmunds, miembro del Museo
y Departamento de Estudios Geológicos, dirigió a uno de los culpa­
bles del fraude, Kenneth Oakley, en la que implicaba a Kenneth-
Abbott: «En la zona conocí a un joyero que tenía una tienda en
Hastings, un tal W. J. Lewis-Abbott, cuyo nombre no era desconoci­
do en el mundo de la geología de hace cuarenta años. El personal­
mente me dijo que había trabajado con Dawson en el cráneo de
Piltdown y que guardó el cráneo en su casa seis meses antes de que
380 Las fronteras de la ciencia

lo viera Smith Woodward; me dijo también que lo tuvo en un baño


de bicromato a fin de endurecerlo. Tengo motivos de sobra para
creer que todos estos hechos son ciertos»16. Blinderman recaba
también la opinión de Weiner: «Tengo material sobre Abbott que,
a mi juicio, hace que sea difícil incriminarle»1,7. En realidad, Daw-
son nunca dijo quién le llevó a la gravera, por lo que volvemos a
quedarnos únicamente con pruebas circunstanciales, que nunca
son suficientes para llevar a alguien ante un tribunal.
En 1979 un artículo del paleontólogo de Harvard Stephen Jay
Gould publicado en Natural History levantó un gran revuelo18 (des­
pués le seguirían otros dos en 1980 y 1981).19 Gould se unía a la
teoría de la conspiración apuntando esta vez a Pierre Teilhard de
Chardin (no fue el primero: ya el gran antropólogo Louis Leaky
había empezado un libro sobre la intervención de Teilhard en el
fraude de Piltdown, pero falleció antes de terminarlo). Gould
recordaba que Teilhard era un paleoantropólogo de sólida forma­
ción profesional, con una considerable experiencia de campo,
muy interesado en el debate de la evolución humana y que estuvo
presente en los yacimientos cuando se produjeron muchos hallaz­
gos en el momento de los mismos: él encontró el diente de una
mandíbula inferior el 30 de agosto de 1913. Cuando, en 1953, el
fraude salió a la luz, Teilhard era ya un anciano y una de las pocas
personas del equipo original de Piltdown que seguían con vida.
Gould señala diversos errores e incoherencias -fechas y lugares
que se confunden- en cartas que Teilhard dirigió a Kenneth
Oakley, errores que pueden deberse a la «frágil memoria de un
hombre de edad»; le parece, no obstante, más que curioso que,
tras la conmoción inicial, Teilhard corriera un tupido velo y «Pilt­
down no volviera a merecer una sola frase en ninguno de los libros
que publicó», que fueron muchos.20
Quizá Teilhard, volcado en otros estudios, perdiera el interés,
pero hacia el final de su vida escribió una carta a Oakley en la que
decía que Piltdown era «uno de mis primeros y más brillantes
recuerdos paleontológicos». Su participación posterior en el hallaz­
go del hombre de Pekín dio pie a múltiples artículos. Siendo el de
El gran fraude del hueso 381

Piltdown un descubrimiento tan particular como el de Pekín y tan


idóneo como respaldo de su espiritual y progresiva teoría de la evo­
lución (en la que el desarrollo precoz de un cerebro de gran tamaño
desempeña una función crucial), no nos queda otro remedio que
interesamos por el papel de Teilhard en el fraude. ¿Cuál fue la causa
de su silencio? Es posible que supiera que se trataba de un engaño (y
es posible también que estuviera en el ajo), pero, cuando el hallazgo
se convirtió en uno de los hitos de la ciencia de la evolución, pensa­
ría que era ya demasiado tarde para echarse atrás. Mejor cerrar la
boca y esperar a que alguien destapara el fraude antes de que causa­
ra demasiado daño. Los años, sin embargo, se convirtieron en déca­
das, trayectorias profesionales empezaron a erigirse (y más tarde a
derruirse) sobre aquel único hito y ya había demasiadas cosas en
juego. Por ejemplo, cuando Teilhard visitó a Oakley tras desvelarse el
fraude, estuvo visiblemente incómodo al hablar del tema, pasó apre­
suradamente por el lugar donde se exponía el cráneo, y le dijo que
el asunto era muy delicado. Gould ofrece la siguiente explicación:
«Su incomodidad podía deberse a que se sentía culpable por no
haberse atrevido a decir la verdad mientras hombres a quienes que­
ría y respetaba hacían el ridículo en parte a causa de él»21.
Teilhard de Chardin es un candidato tentador, pero tras estu­
diar detenidamente las pruebas Blinderman llega a la siguiente
conclusión: «En realidad, no creo que haya más pruebas de que
Teilhard sufriera por haber colaborado en el fraude o de que paga­
ra su deuda porque fuera él quien lo perpetró»22.John Walsh, el
último autor que ha elaborado una teoría sobre Piltdown, descarta
también a Teilhard, y con él, a los demás. El caso está cerrado, afir­
ma. Dawson actuó solo. ¿Sus pruebas? Dawson tenía los medios y el
móvil: una ambición desmesurada por hacerse un nombre en el
ámbito científico; además, ya había falsificado antigüedades previa­
mente. Walsh documenta detalladamente la larga crónica de
hallazgos cuestionables de Dawson, entre ellos una herradura
romana que fechó antes de que tal objeto existiera, una embarca­
ción antigua construida con no tan antigua madera, unos falsos
ladrillos de la Britania romana que intentó pasar por auténticos y
382 Las fronteras de la ciencia

algunos otros. Dawson, varias veces acusado de plagio en su carre­


ra, tenía conocimientos y habilidad suficientes para preparar por sí
solo el fraude de Piltdown. Además, sostiene Walsh, aparte de las
dudas razonables, no existen pruebas para condenar a nadie más,
y, como cierto abogado pintoresco declaró hace algunos años en
otro «juicio del siglo», si las pruebas no enejan, hay que absolver.
Es un argumento justo y razonable. Si nos encontrásemos ante
un tribunal de justicia (especialmente en Los Angeles), todos los
acusados quedarían absueltos sin cargos. Walsh hasta exculpa a Mar­
tin A. C. Hinton, conservador que trabajó para Smith Woodward en
el Museo Británico de Historia Natural y a quien el paleontólogo
Brian Gardiner, del King’s College, dedicó un artículo en el número
del 23 de mayo de 1996 de la revista Nature. Según Gardiner, Hinton
urdió el fraude para vengarse de sujefe, quien, al parecer, se negaba
a pagarle su salario cuando le correspondía. Gardiner había recibido
un baúl encontrado veinte años antes que presuntamente había per­
tenecido a Hinton y estaba lleno de fósiles, dientes y otros restos simi­
lares a los descubiertos en Piltdown, así como una mezcla de produc­
tos químicos empleados para mancharlos. «Pude demostrar que las
manchas de los dientes y las del baúl eran las mismas que las de Pilt­
down», dice Gardiner. Según él, Hinton había manchado los objetos
de Piltdown para Dawson, sabía qué quería encontrar Dawson y lo
colocó en su sitio para que Dawson, una víctima más, se lo enseñara
todo a Smith Woodward para dejarlo en ridículo. Dicho de otro
modo, Dawson no fue el autor del timo sino un bobo.
¿Quién perpetró el fraude de Piltdown? Quién sabe. Al igual
que con el asesinato de Kennedy, la teoría del autor único es más
limpia y sencilla que la de una complicada conspiración, pero la
historia demuestra que a veces hay conspiraciones, así que a priori
no podemos descartarlas. Walsh acumula pruebas contra Dawson,
pero Gardiner afirma que «éste era demasiado ignorante, un viejo
abogado rural». Los abogados pueden ser muchas cosas, incluido
el blanco de todos los chistes, pero no suelen ser unos ignorantes.
Como no encontremos una pistola humeante que incrimine a uno
o a más hombres, el misterio de Piltdown no tiene visos de resolver­
El gran fraude del hueso 383

se. Aunque no tengo particular interés en declarar quién creo que


lo hizo (o, como le gusta decir a mi compañero y amigo Frank
Miele, «no tengo vela en ese entierro»), si los delitos científicos se
resolvieran en los tribunales y me convocaran como jurado, yo
absolvería a todo el mundo menos a Dawson.
Hipótesis aparte, Piltdown nos ofrece dos lecciones muy valiosas
sobre el carácter de la ciencia:
1. La ciencia no está exenta de sesgos. En 1978 Duane T. Gish, presi­
dente del Instituto para la Investigación de la Creación, afirmó: «El
éxito del fraude monumental de Piltdown sirvió para demostrar
que, como todo el mundo, los científicos tienden a encontrar lo
que están buscando»23. Muy cierto, sin duda, pero ésa es precisa­
mente la razón de que la ciencia esté concebida para autocorregir-
se. Integra métodos para detectar no sólo los fraudes, sino sesgos
conscientes e inconscientes. Es lo que la diferencia de otros siste­
mas de conocimiento y otras disciplinas intelectuales. En realidad,
si no fuera por este mecanismo autocorrector, no habría alcanzado
notables progresos en sus quinientos años de historia. En realidad,
su mayor debilidad es su mayor fortaleza.
2. La ciencia es autocorrectora. Es importante destacar que, como en
otros fraudes y errores científicos, en el asunto de Piltdown fueron
científicos quienes desvelaron el engaño y fue la ciencia la que corri-
gió el error y lo aprovechó para avanzar en nuevas y mejores investiga­
ciones. Sin embargo, los creacionistas señalan, felices, todos los desli­
ces y estafes (véase la Figura 36 en la que la nota sobre Piltdown dice:
«Resulta que la mandíbula pertenecía a un simio moderno») como
prueba de que la ciencia nunca cuenta la historia como ocurrió (lo
que «ocurrió» lo definen las Escrituras o, al menos, la particular y
estrecha interpretación que a las Escrituras dan los cristianos funda-
mentalistas). El doctor Gary Parker, miembro del Instituto de Investi­
gación de la Creación de Santee, California, lo expresa a la perfección:
El hombre de Piltdown responde, al menos, a una pregunta que
muchas veces nos hacemos: «¿Pueden equivocarse prácticamente
todos los científicos en un asunto tan importante como el origen del
384 Las fronteras de la ciencia

hombre?». La respuesta, categórica, es: «Sí, y no sería la primera


vez». Sobre Piltdown se escribieron más de quinientas tesis doctora­
les y ninguna consiguió desvelar el engaño. En justicia y con toda la
razón, cualquier estudiante se puede preguntar en qué se habrán
convertido «los hechos que demuestran la evolución» dentro de
cuarenta años.24

HOMBRE DE HEIDELBERG HOMBRE DE NEBRASKA. HOMBRE DE PILTDOWN HOMBRE DE PEKIN


Reconstruido a partir de una Reconstruido científicamen- Resulta que la mandíbula per- Quinientos mil años de
m andíbula que muchos tienen te a partir de un diente. Más tenecía a un simio moderno. antigüedad. Ha desa­
por bastante humana. tarde averiguaron que perte­ parecido todo vestigio.
necía a un cerdo ya extinto.

HOMBRE DE NEANDERTAL HOMBRE DE NUEVA GUINEA HOMBRE DE CROMAÑÓN HOMBRE MODERNO


En el Congreso Internacional de Se rem onta a 1970... Esta espe- Uno de los primeros fósiles Este genio cree que veni-
Geologíade 1958 el doctorA.J. cié ha sido hallada en una encontrados y uno de los más m osdeunmono.
E. Cove dijo que su examen región del norte de Australia. estudiados. Seméjante en físico «Pretendiendo ser sabios,
demostraba que el famoso esque- y capacidad cerebral al hombre se volvieron tontos», Ko-
leto del neandertal encontrado moderno... así que, ¿dónde está manos, 1-22.
en Francia hace más de cincuen- la diferencia?
ta años pertenecía a un viejo con
artritis.

Figura 36. La paleoantropología desde el punto de vista de los creacionistas: Pilt­


down aparece como un fraude más en la larga cadena del fraude de la evolución.
El gran fraude del hueso 385

Dejando aparte que fueron los evolucionistas y no los creacionistas


quienes denunciaron el fraude de Piltdown, el fallo fundamental
de esta argumentación es que la teoría de la evolución no ha sido
demostrada sólo por medio de un fósil, ni siquiera por medio de
un conjunto de fósiles. Sabemos que la evolución se produjo gra­
cias a lo que William Whewell, filósofo de la ciencia británico del
siglo xix, llamó «consiliencia de inducciones», que también puede
llamarse, y así queda mejor expresado, convergencia de pruebas.
No se trata de que la teoría de la evolución se apoye en la existen­
cia de más o menos fósiles (el número total es irrelevante), sino de
que esos fósiles, junto con las pruebas que aportan la genética, la
bioquímica, la anatomía, la fisiología, la zoología, la botánica, la
geología y muchas otras ciencias independientes entre sí, conver­
gen en la misma conclusión. En realidad, existen tantas cadenas de
pruebas que apoyan la evolución que aunque hoy salieran a la luz
una docena de fraudes como el de Piltdown la teoría no se tamba­
learía ni un centímetro. Para eso habría que postular otra teoría y
otro mecanismo que explicaran mejor los datos y las pruebas exis­
tentes. Además es importante añadir que la teoría «porque es obra
de Dios» no es comprobable y, por tanto, no es científica.
En cualquier caso, Piltdown es un doloroso recordatorio de que
la inteligencia y la educación no constituyen ningún profiláctico
contra el fraude y la charlatanería. En Piltdown, algunos de los
científicos más respetados y condecorados del mundo fueron
engañados por un estafador aficionado. Piltdown demuestra que
los humanos somos animales inclinados a encontrar modelos
causa-efecto, aficionados a los cuentos, las historias, y que busca­
mos pautas que encajen en una narración con sentido. En cuanto
encontramos una pauta causa-efecto y desarrollamos una historia
que la ilustre, buscamos pruebas adicionales que la confirmen y
hacemos caso omiso de los hechos que la refutan (como las pistas
de que se trata de un fraude). Esto es prueba, a su vez, del sesgo de
confirmación, uno de los modelos explicativos más poderosos que
ha elaborado la psicología cognitiva en su estudio de los fallos del
pensamiento crítico, ante los cuales, como Piltdown demuestra, ni
386 Las fronteras de la ciencia

siquiera los científicos más aptos y reputados son inmunes. Una


cosa es preguntarse por qué cree la gente en cosas raras y otra muy
distinta, y a cierto nivel mucho más importante, comprender por
qué la gente lista cree en cosas raras. Una respuesta es que el motor
de creencias que impulsa nuestras percepciones es tan poderoso
que, con muy raras excepciones, resulta casi imposible abstraerse
de la cultura a la que pertenecemos, aligerar el peso del bagaje de
creencias de la comunidad de creyentes donde vivimos, y filtrar el
conocimiento por el motor de creencias con el fin de observar las
pruebas como lo que realmente son: verdad o fraude.
Notas

Introducción: líneas borrosas y conjuntos difusos


1. Citado de la bibliografía del Instituto Occidental de Visión Remota.
2. Ibíd.
S. Schnabel, 1997.
4. Las anécdotas y las citas pertenecen a la sobrecubierta y al material de
promoción que aparece en las primeras páginas del libro.
5. Citado en Schnabel, 1997, p. 368.
6. Ibíd., p. 340.
7. Brown, p. 1999, p. 172.
8. Ibíd., p. 200.
9. Ibíd., p. 216.
10. Citado a partir de la bibliografía del Instituto Occidental de Visión
Remota.
11. Citado a partir de la bibliografía del Instituto Occidental de Visión
Remota. Las mayúsculas son del original.
12. Citado en Blomberg, 1994, p. 36.
13. Citado en Lippard, 1994, p. 31.
14. Veáse también Larue, 1994.
15. Véase una descripción y un debate sobre este tema en Futuyma, 1989.
16. Kosko, 1993,1999.
17. Shermer y Grobman, 2000, capítulo 10.
18. Sagan, 1996.
19. Kevles, 1999.
20. Gold, 1999.
21. Taubes, 1993.
22. Park, 2000.
23. Véase el comentario sobre las indemnizaciones y las motivaciones
políticas en Shermer y Grobman, 2000.
24. Para ejemplos de estas teorías véanse Hancock, 1995,1999; Wilson,
388 Las fronteras de la ciencia

1996.
25. Véanse Fagan, 1996, y Lambert, 1997, sobre el desempeño profesional
de la arqueología, y Feder, 1999, para un debate sobre el mal uso de la
arqueología.
26. Nickerson, 1998.
27. El defensor más ruidoso de la fusión fría es Gene Mallove, editor fun­
dador de la revista Infinite Energy. Mallowe, que apareció en mi progra­
ma de radio para debatir con Robert Park, es un incansable cruzado
de lo que considera patentes injusticias morales contra el pueblo esta­
dounidense por negar esas fuentes de energía.
28. Cuatro análisis imparciales y exhaustivos del fenómeno ovni y de las
abducciones extraterrestres son los de Sagan, 1996, Matheson, 1998,
Bartholomew y Howard, 1998, y en especial Achenbach, 1999, quien
no sólo estudia el movimiento de los ovnis y de abducción extraterres­
tre, sino que establece diferencias muy importantes entre éste y el pro­
grama SETI, la NASA y otras organizaciones científicas con objetivos
similares pero métodos radicalmente distintos.
29. Para el último y más exhaustivo análisis del movimiento creacionista
véase Pennock, 1999.
30. Miller, 1999, demuestra la vacuidad de las teorías creacionistas sobre
el origen de la vida.
31. Véase el número especial de Skeptic dedicado a los escépticos del virus
VIH, vol. 3, n.fi 2, citado en Harris, 1995.
32. Para una perspectiva muy escéptica sobre la hipnosis véase Baker,
1990 y 1992. La historia más académica y exhaustiva de la hipnosis es
la de Gauld, 1992.
33. Hilgard, 1968.
34. Hilgard, 1977.
1. £1 filtro del saber
1. En Campbell, 1992, p. 18.
2. Dyson, 1997, pp. 20-21.
3. Ibíd.
4. Un relato exhaustivo y en primera persona de su papel en el desastre
del Challenger la relata Feynman en « WhatDo You Cañe What OtherPeopk
Notas 389

Think?»: Further Adventures of a Curious Character [¿Qué más te da lo


que piensen los demás?: Nuevas aventuras de un tipo curioso]. Un
apéndice recoge el informe que Feynman remitió a la NASA.
5. Ibíd., p. 237.
6. Ibíd.
2. Teorías del todo
1. Publicado originalmente en el número del invierno de 1950-1951 de la
Antioch Reviewy reimpreso en Science: Good, Bad, and Bogus, pp. 3-14,
que incluye un postscriptum.
2. He tenido años y años en mi estantería la edición en rústica de Fads
and Fallacies in the Ñame of Science. Para las citas de este capítulo quería
hacerme con un ejemplar de la primera edición de 1952, y lo pude
comprar en la red por el modesto precio de 35 dólares.
3. Del postscriptum de la edición reimpresa de «The Hermit Scientist»,
en Science, Good, Bad, and Bogus, p. 12.
4. Gardner, 1952, p. 8.
5. Gardner, 1950, de la edición reimpresa de 1981, p. 11.
6. Ibíd.
7. Gardner, 1952, p. 3.
8. Ibíd., p. 4.
9. Ibíd., p. 6.
10. Ibíd., p. 242.
11. Ibíd., pp. 7-8.
12. Ibíd.
13. Ibíd., p. 8.
14. Ibíd., p. 9.
15. Ibíd., pp. 12-13.
16. Ibíd., p. 15.
17. Citado en Simons, 1993, p. 3, la colección original publicada de estas
cartas, que se vende en el Museo de Tecnología Jurásica de Los Ange­
les, California.
18. Ibíd., 105.
390 Las fronteras de la ciencia

3. ¿Sólo Dios puede?


1.Wilmut, 1996.
2. Informe del Comité Nacional de Bioética, I.
3. Informe del Comité Nacional de Bioética, 1997. Clonación de seres huma­
nos: informe y recomendaciones, Rockville, Maryland.
4. Ibíd., p. 2.
5. McGoodwin, 1997, p. I.
6. Ibíd., p. 2.
7. Kluger, 1997, p. 67.
8. Véase Shermer, 1998, BU y Dixon, 1998, BU.
9. Véase la entrevista con Richard Seed de Frank Miele en Skeptic, Miele,
1999.
10. Véase, por ejemplo, Rantala y Milgram, 1999; Humber y Almeder,
1998; Kassy Wilson, 1998; Kitcher, 1996; y Kolata, 1998.
11. Citado en Kluger, 1997, p. 70.
12. Segal, 1999.
13. Ibíd., p. 314.
14. Citado en Peters, 1997.
15. Shermer, 1993a, 1997.
16. Marx, 1852, p. 594.
17. Rosenbaum, 1998.
18. Sulloway, 1996, p. 286.
19. En Humber y Almeder, 1998, p. 4.
20. En Kluger, 1997, p. 71.
21. Ibíd., p. 69.
22. Citado en el informe de la NBAC (Comité Nacional de Bioética de los
Estados Unidos).
23. En Rantala y Milgram, 1999, p. 157.
24. Howard y Rifkin, 1977.
25. Peters, 1997.
26. Woodward, 1997, p. 60.
27. Los Angeles Times, 28 de diciembre de 1998, BII.
28. En Rantala y Milgram, 1999, p. 210.
29. En Shelley, 1965, p. 205.
Notas 391

4. Sangre, ¡sudor y pánico


1. LosAngeles Times, 6 de marzo de 2000, sección D.
2. Entine, 2000.
3. Leonard Shapiro, «”Jimmy the Greek” Snyder Says Blacks are “Bred”
for Sports», Washington Post, 16 de enero de 1988, A10.
4. Transcripción de Nightlim citada en Entine, 2000, pp. 233-234.
5. Citado en Newham, 1988. Véase también Goldstein, 1998.
6. Hoberman, 1998.
7. Citado en Kane, 1971.
8. Citado en Almond, 1988.
9. La cita de Jackson pertenece a una transcripción de la emisión del pro­
grama efectuada por el propio autor.
10. En la KPCC, situada en el campus del Pasadena City College, puede
conseguirse una cinta de la entrevista.
11. Entine, 2000, capítulo 5, «Nature’s Experiment: The “Kenyan Mira-
ele”», pp. 43-67.
12. Véase Shermer, 1985,1987,1993.
13. Ritchie, 1988.
14. Correspondencia personal.
15. Véase Halpern, 1996, para un comentario de este y de otros sesgos
cognitivos.
16. Véase Sarich, 2000, Entine, 2000, Hoberman, 2000, que han apareci­
do en Skeptic, vol. 8, n.fi 1, integrados en un número especial sobre la
raza y el deporte. El artículo de Sarich respalda la tesis de Entine, el de
Entine es un extracto de su libro y el de Hoberman es muy crítico con
el libro de Entine.
17. Véase el comentario en Entine, 2000, capítulo 15, «The “Scheming,
Flashy Trickiness” ofJews», pp. 198-203.
18. Ibíd.
19. Ibíd.
20. Para un comentario de esta y de otras formas de afrocentrismo y de
revisionismo histórico véase Skeptic, vol. 2. N.s 4.
21. Véase Nickerson, 1998.
22. Sarich, 2000.
23. Los datos completos están disponibles en www.kentuckyderby.com
392 Las fronteras de la ciencia

24. Para un comentario sobre la exadaptación véase Gould y Vrba, 1982.


25. Astrand y Rodahl, 1977.
26. Citado en Astrand y Rodahl, 1977; véase también Sleamaker, 1989;
Gross, 1986; Burke, 1986.
27. Correspondencia personal.
28. Entine, 2000, p. 267.
29. Para una discusión pormenorizada de este asunto véase el capítulo 19
del libro de Entine, «Winning the Genetic Lottery», pp. 246-271.
30. Sarich, 2000.
31. Véase Astrand y Rodahl, 1977.
32. Correspondencia personal.
5. La paradoja del paradigma
1. Kuhn, 1962, p. 10.
2. Lakatos y Musgrave, 1970.
3. Kuhn, 1977, p. 319.
4. El ensayo de Ruse aparece reimpreso en Somit y Peterson, 1992.
5. Citado en Weaver, 1987, v. ii, p. 133.
6. Kuhn, 1962, p. 90.
7. Planck, 1936, p. 97.
8. Sulloway, 1996.
9. Ruse, 1992.
10. Eldredge, 1971.
11. Eldredge y Gould, 1972.
12. Gould, 1991, p. 14.
13. Darwin, 1859, p. 280.
14. Eldredge y Gould, 1972,205.
15. Ibíd, 207-208.
16. Gould, 1991, p. 16.
17. Ibíd.
18. Ibíd.
19. Ruse, 1992, p. 146.
20. Gould, 1991, p. 16.
21. Prothero, 1992, p. 40.
22. Mayr, 1992, p. 25.
Notas 393

23. Mayr, 1954, p. 179.


24. Shermer y Sulloway, 2000, p. 79.
25. Ibíd.
26. Mayr, 1992, p. 24.
27. Prothero, 1992, p. 42.
28. Dennett, 1995, Dawkins, 1998; Ruse, 1999.
29. Dennett, 1995, pp. 262-310.
30. Dawkins, 1998, p. 197.
31. Ruse, 1996.
32. Ruse, 1999, p. 50.
33. Ibíd., 150-152.
34. Prothero, 1992, p. 43.
35.Ibíd.
36. Miller, 1999.
37. Darwin, 1871, p. 119-120.
38. Miller, 1999, p. 115.
39. Darwin, 1859, pp. 113-114.
40. En el currículum vitae de Gould.
41. Burkhardt y Smith, 1985-1999.
42. Kohn, 1985, pp. 1-2.
43. Montagu, 1952.
44. Barzun, 1958, p. 25.
45. Himmelfarb, 1959, p. 127.
46. Ghiselin, 1969, p. 1.
47. Ibíd., p. 4.
48. Ibíd., p. 12.
49. Ibíd., p. 243.
50. Citado en Burckhardt y Smith, 1985-1999.
51. Véase, por ejemplo, Vorzimmer, 1970; Hull, 1973; Glick, 1974; Ruse,
1975; Schweber, 1979; Greene, 1981; Bowler, 1983; y los relatos biográ­
ficos de Bowlby, 1990, y Desmond y Moore, 1991.
52. Richards, 1987, p. 46.
53. Hooykaas, 1970, p. 45.
54. Ghiselin, 1969, p. 1.
55. Bowler, 1988, p. ix.
394 Las fronteras de la ciencia

56. Ibíd., pp. 3-4.


57. Mayr, 1982.
58. Mayr, 1988.
59. Mayr, 1982, p. 161.
60. Ibíd., p. 183.
61. Mayr, 1988, p. 182.
62. Cohén, 1985.
63. Jacob, 1976, pp. 172-174.
64. En Cowen, 1986, p. 8.
65. En Gould, 1983, p. 264.
66. Grabiner y Miller, 1974.
67. Véase Gilkey, 1981, y Shermer, 1991b o 1997 para más detalles.
68. Rogers, 1992, p. 86.
69. Campbell, 1988, p. 123.
70. Campbell, 1949, p. 30.
71.EnDesmondyMoore, 1991, pp. 181-185.
72. Ibíd., p. 186.
73. Ibíd., p. 218.
74. Ibíd.
75. Ibíd., p. 341.
76. Ibíd., p. 603.
77. Darwin, 1859, p. 490.
78. En F. Darwin, 1887, pp. 44-45.
79. En Hull, 1973, p. 277.

6. £1 día en que se movió la Tierra


1. Koesüer, 1959,69.
2. Véase Koesüer, 1959; Toulmin y Goodfield, 1961; y Beer y Beer, 1975,
para estas citas y los detalles sobre esta relación científica.
3. Popper, 1975, pp. 72-75.
4. Ibíd.
5. Snelson, 1993, p. 44.
6. Planck, 1936, p. 97.
7. Boring, 1950, p. 399.
Notas 395

8. Ibíd.
9. Mayr, 1982, p. 835.
10. Cohén, 1985, p. 35.
11. Citado en Sulloway, 1996, p. 539.
12. Ibíd.
13. Sulloway, 1990, p. 15.
14. Ibíd., p. 1.
15. Ibíd., p. 6.
16. Ibíd., p. 10.
17. Ibíd., p. 12.
18. Ibíd., p. 8.
19. Ibíd., p. 7.
20. Sulloway, 1996, p. 154.
21. Ibíd., p. 178.
22. Cohén, 1985.
23. Koestíer, 1959, p. 284.
24. Ibíd, p. 285.
25. Ibíd, p. 286.
26. Crombie, 1979, pp. 176-177.
27. Kuhn, 1957, p. 264.
28. Ibíd.
29. Cohén, 1985, p. 106.
30. Ibíd.
31. Ibíd., pp. 123-124.
32. Correspondencia personal.
33. Para una crónica detallada de esta secuencia desde Aristóteles a
Copémico, véase Munitz, 1957.
34. Para un resumen completo de este sistema, véanse Tillyard, 1944;
Koestler, 1959, pp. 51-79; Cohén, 1960, pp. 24-52; y Olson, 1982, pp.
138-141.
35. Tillyard, 1944, pp. 19-33.
36. Ibíd., p. 125.
37. Daly, 1979, p. 5.
38. Daly, p. 9.
39. Olson, 1982, pp..238-241.
396 Las fronteras de la ciencia

40. Cohén, 1985, pp. 183-187.


41. Tillyard, 1944, p. 25.
42. Ibíd., p. 25.
43. Ibíd., p. 85.
44. Daly, pp. 12-13.
45. Milton, 1948-1952, p. 408.
46. Tillyard, 1944, pp. 82-83.
47. Hobbes, 1651, p. 47.
48. Prowe, 1883, p. 232. Véase también Masón, 1952, para la relación
entre la Reforma protestante y la cosmología copemicana.
49. En Olson, 1991.
50. Hooker, 1594, p. 104.
51. Para la defensa de estas declaraciones véase Palter, 1970; Neugebauer,
1975; Rosen, 197; y Gingerich, 1973.
52. Copémico, 1978, p. 9.
53. Ibíd., 11.
54. Rosen, 1971.
55. Para un desarrollo de la teoría de Copémico, véase Duhem, 1969;
Gingerich, 1975b; y Swerdlow y Neugebauer, 1984.
56. Olson, 1982, pp. 253-254.
57. Gingerich, 1975a, pp. 85-93.
58. Rosen, 1973, p. 433.
59. Westman, 1980, pp. 106-107.
60. Olson, 1982, pp. 253-254.
7. Una personalidad herética
1. Marchant, 1916, p. 451.
2. Citado en Marchant, 1916, p. 451.
3. George, 1964, p. x.
4. Oxford EnglishDictionary, \ol. I, p. 1.294.
5. Guilford, 1959, pp. 5-6.
6. Para consultar comentarios y datos del modelo de personalidad de
Cinco Factores véanse Digman, 1990; Costa y McRae, 1992; Goldberg,
1993.
7. Documentos de los archivos de la Sociedad Real, sin más referencias
Notas 397

que el nombre de Wallace.


8. Wallace, 1908b, pp. 361-372.
9. Ibíd.
10. Ibíd.
11. Citado en Wallace, 1908, pp. 368-369.
12. Carta de la Colección Entomológica Hope, del Museo de la Universi­
dad de Oxford, sin más referencias que el nombre de Wallace.
13. En Wallace, 1908, p. 372.
14. Poe, 1966, p. 5.
15. Ibíd., p. 6.
16. Ibíd., p. 7.
17. Ibíd., p. 8.
18. Ibíd., p. 9.
19. Ibíd., p. 10.
20. Ibíd.
21. Ibíd., p. 11.
22. En Marchant, 1916, p. 447.
23. Carta de la Colección Entomológica Hope, del Museo de la Universi­
dad de Oxford, sin más referencias que el nombre de Wallace.
24. Sullovvay, 1996.
25. Tumer y Helms, 1987, p. 175.
26. Adams y Phillips, 1972.
27. Kidwell, 1981.
28. Markus, 1981.
29. Hilton, 1967.
30. Nisbet, 1968.
31. Véase también Bank y Kahn, 1982; Dunn y Kendrick, 1982; Koch,
1956; Sutton-Smith y Rosenberg, 1970.
32. Sulloway, 1990, p. 19.
33. Ibíd.
34. Correspondencia personal, 25 de enero de 1991.
35. Kurtz, 1986, p. 477.
36. Ibíd., p. 417.
37. Ibíd., p. 459.
38. Biblioteca Británica, Departamento de Manuscritos, volumen catalo-
398 Las fronteras de la ciencia

gado n.9 46436, folio n.fi 299.


39. Ibíd.
8. Un científico entre espiritistas
1. Tipler, 1994, p. 3.
2. Wallace, 1869, pp. 391-392.
3. Ibíd.
4. Ibíd., p. 394.
5. Lyell, 1881, v. ii, p. 442.
6. En Marchant, 1916, p. 197.
7. Ibíd.
8. Ibíd., p. 199.
9. Ibíd., p. 206.
10. Ibíd.
11. Ibíd., 200.
12. Ibíd., p. 450.
13. Gould, 1980, p. 23.
14. Kotder, 1974, p. 145.
15. Schwartz, 1984, p. 285.
16. Wallace, 1913, p. 621.
17. Schwartz, 1984, p. 285.
18. Ibíd., 288.
19. Wallace, 1870, p. 204.
20. Ibíd., p. 206.
21. Ibíd., p. 209.
22. Ibíd., p. 212.
23. Ibíd., p. 210.
24. Ibíd.
25. Ibíd., p. 213.
26. Wallace, 1889, p.469.
27. Ibíd., p. 478.
28. Wallace, 1885, p. 9.
29. Cooter, 1984, p. 17.
30. Wallace, 1908, p. 126.
31. Ellenberger, 1970, p. 84.
Notas 399

32. Véase Shapin, 1994, una excelente interpretación de la historia social


de la ciencia.
33. Hacking, 1988, pp. 435-437.
34. Wallace, 1866, p. 10.
35. En Marchant, 1916, p. 422.
36. Ibíd., iii.
37. Ibíd., 1.
38. Ibíd., p. 2.
39. Ibíd., p. 3.
40. Ibíd., p. 4.
41. Ibíd., p. 7.
42. Ibíd., p.9.
43. En Marchant, 1916, p. 423.
44. Huxley, 1900,1, pp. 419-420.
45. F. Danvin, 1887, v. II, pp. 364-465.
46. Wallace, 1908, pp. 336-337.
47. Wallace, 1874, pp. 630-657.
48. Carta de la Colección Entomológica Hope, del Museo de la Universi­
dad de Oxford, sin más referencias que el nombre de Wallace.
49. Chambers’Encyclopaedia, 1892, v. IX, pp. 645-649.
50. Wallace, 1875, vii-viii.
9. El mito del pueblo perfecto
1. Taussig, 1980.
2. Ibíd., p. 229.
3. Cronon, 1983, pp. 12-13.
4. Merchant, 1980, p. xvi.
5. Ibíd., p. 2.
6. Ibíd., p. 295.
7. Eisler, 1987, p. xvi.
8. Ibíd., p. 295.
9. Low, 1996; para la Muestra Estándar Intercultural véase Murdock y
White, 1969.
10. Keeley, 1996.
11. Edgerton, 1992.
400 Las fronteras de la ciencia

12. Wrangham y Peterson, 1996.


13. Diamond, 1997.
14. Leakyy Lewin, 1992.
15. Tattersall, 1995.
16. Roberts, 1989.
17. Crosby, 1986.
18. Gellner, 1988.
19. Bronowski, 1973.
20. Diamond, 1997.
21. Bosemp, 1988, p. 31.
22. Crosby, 1994.
23. Boserup, 1988, p. 29.
24. Flannery, 1969.
25. Cohén, 1977.
26. Crosby, 1986, p. 20.
27. Worster, 1988.
28. Crosby, 1986.
29. Diamond, 1992.
30. Cassels, 1984.
31. Reed, 1970.
32. Martin y Klein, 1984.
33. Krantz, 1970.
34. Muenchy Pille, 1974,161.
35. Betancourty Van Devender, 1981.
36. Bingham, 1948.
37. Hemming, 1970.
38. Ibíd.
39. Fejos, 1944.
40. Hemming, 1981.
41. Heyerdahl, 1958.
42. Bellwood, 1987.
43. Bahn y Flenley, 1992, p. 213.
44. Flenley y King, 1984.
45. Shermer, 1993,1997.
Notas 401

10. El mito de Amadeus


1. Weisberg, 1986.
2. DeGroot, 1966.
3. En Hardison, 1988, p. 176.
4. Chase y Simón, 1973.
5. Benjamín y Shermer, 1991.
6. Simonton, 1984,1988,1994.
7. Simonton, 1999.
8. Citado en Simonton, 1999, p. 28.
9. Ibíd.
10. Ibíd., p. 6.
11. Root-Bemstein y Root-Bemstein, 1999.
12. Ibíd., p. 2.
13. Greeno, 1980.
14. Simonton, 1999, pp. 47-48.
15. Sulloway, 1991, p. 32.
16. La lista la he elaborado yo mismo tras leer numerosos libros sobre la
creatividad y el genio.
17. Einstein, 1982.
18. Ibíd.
19. Ibíd.
20. Ibíd.
21. En Rothenberg, 1979.
22. Sulloway, 1982.
23. Gould, 1985.
24. Wallace, 1908.
25. En Rothman, 1982.
26. Schneider, 1953.
27. Ibíd.
28. Ibíd.
29. En Westfall, 1980.
30. Ibíd.
31. Ibíd.
32. Ibíd.
33. Ibíd.
402 Las fronteras de la ciencia

34. En Baker, 1982.


35. Gay, 1999.
36. Baker, 1982.
37. Hays, 1981.
38. Tumer, 1938.
11. Pacto entre caballeros
1. Medawar, 1984, pp. 2-3.
2. Mayr, 1982,1988.
3. Wallace, 1908, p. 8.
4. Ibíd., p. 61.
5. Ibíd., p. 45.
6. Ibíd.
7. Wallace, 1903.
8. Wallace, 1908a, pp. 123-124.
9. Ibíd., p. 222.
10. Ibíd., p. 152.
11. Ibíd., p. 227.
12. Ibíd., p. 228. El término «agnóstico» fue acuñado en 1869 por Tho-
mas Huxley, que quería distinguirse con él de los teístas y los gnósti­
cos, que estaban seguros de la existencia de Dios. Huxley no estaba
seguro y creía que la pregunta sobre la existencia de Dios era insolu-
ble, que es lo que quería decir con el nuevo término.
13. Bates, 1863.
14. Zoologist, 19 de octubre de 1852,3641-3643.
15.Ibíd.
16. Ibíd.
17. Ibíd.
18. The Annals y Magazine ofNatural History, septiembre de 1855, p. 195, la
cursiva es del original.
19. En Marchant, 1916, p. 56.
20. Wallace, 1895, p. 23.
21. La correspondencia entre Darwin y Wallace sobre la cuestión que aquí
comentamos ha sido reimpresa en The Correspondence of Charles Darwin,
vol. 7,1858-1859. Cambridge University Press.
Notas 403

22. Brackman, 1980.


23. AJRW, 1. p. 40. Se trata de la colección particular de los dos nietos de
Wallace, Alfred John Russel Wallace y Richard Russel Wallace. Las car­
tas son designadas con un número que se corresponde con un catálo­
go de la colección.
24. En Marchant, 1916, p. 65.
25. Brackman, 1980, p. 78.
26. En Marchant, 1916, pp. 111-112.
27. Ibíd., pp. 128-129.
28. DAR, 47:145 (Darwin Archives, Cambridge University Library, catálo­
go y número).
29. A|RW, 1. 41. La cursiva es del original.
30. F. Darwin, 1887, p. 68.
31. Brooks, 1984, p. 258.
32. Ibíd., pp. 261-263.
33. Ibíd., p. 257.
34. McKinney, 1972, p. 139.
35. Ibíd., p. 141.
36. Véase Beddall, 1968 y 1988 para una historia detallada del desarrollo
del pensamiento de Wallace.
37. Von Neumann, 1947.
38. Dawkins, 1976.
39. Trivers, 1971.
40. Axelrod y Hamilton, 1981.
41. Marchant, 1916, p. 113.
42. Ibíd., p. 131.
43. DAR: 106,107.
44. Bell, 1859, pp. viii-ix.
45. Marchant, 1916, p. 57.
46. AJRW, 1.46.
47. Ibíd.
48. RES, p. 397 (Real Sociedad Entomológica. Sin referencias. El número
designa la página del artículo.)
49. Ibíd.
50. Ibíd., pp. 396-397.
404 Las fronteras de la ciencia

51. Ibíd., pp. 39&400, la enumeración es un añadido.


52. Ibíd., p. 399.
53. Ibíd., p. 400.
12. El gran fraude del hueso
1. Véase Shermer, 1997, para una crónica completa del proceso al crea­
cionismo seguido en Luisiana.
2. Véase Gould, 1997, 1999; Ruse, 1997; Scott, 1997; Shermer, 1999, para
comentarios sobre la declaración del papa sobre la evolución.
3. Véase el brillante análisis de Robert Pennock sobre el nuevo creacionis­
mo en Tower of Babel: The Evidence Against the New Creationism [Torre de
Babel: la prueba contra el nuevo creacionismo], que aporta nuevas
formulaciones de los argumentos creacionistas y una historia social
del movimiento.
4. Es el debate sobre el gradualismo frente al equilibrio puntuado.
5. Compárense, por ejemplo, La grandeza de la vida, de Stephen Jay Gould,
donde sostiene que la vida tenía que alargarse y hacerse más compleja
simplemente porque tenía que alejarse de un principio de duración y
complejidad mínimas, y Nmizero, de Robert Wright, que afirma que la
vida se alarga y se hace más compleja aunque esté muy lejos de ese
principio de duración y complejidad mínimas.
6. Para una buena discusión, acompañada por las mejores fotografías de
fósiles de homínidos que jamás se hayan presentado al público en
general, véase Johanson y Edgar, 1996. Véase Tatrersal, 1995, para una
crónica erudita pero amena. El mejor manual sobre la evolución
humana es Klein, 1999.
7. La gran mayoría sostiene que el aumento de tamaño del cerebro huma­
no es consecuencia de los cambios del entorno físico. Los psicólogos
evolutivos, sin embargo, defienden la función del entorno social.
Véanse, por ejemplo, Pinker, 1997; Stanford, 1999; Boehm, 1999;Jolly,
1999; Leakey y Lewin, 1992; Leakey, 1994; Dawkins, 1996. Un estudio
fascinante de la relación entre el hecho de acicalarse, el cotilleo, el
lenguaje y el cerebro es Dunbar, 1996. Y, por supuesto, la obra clásica
en este campo es Trivers, 1985.
8. Una vez más, la mayoría de los biólogos evolutivos creen que la evolu-
Notas 405

ción del cerebro debió deberse por entero a factores de selección,


pero Gould, 1989, demuestra que las contingencias también pudieron
incidir.
9. Veáse el número especial de la revista Skeptic dedicado al debate sobre
la raza y el cociente intelectual en vol. 3, n.e 3.
10. Landau, 1991. Landau sigue el modelo narrativo de Propp, 1928.
Véase también Shermer, 1999, capítulo 7, «The Storytelling Animal»,
para una consideración sobre la evolución de la inclinación a contar
historias.
11. Ibíd.
12. Walsh, 1996.
13. Weiner, 1955; Millar, 1972; Blinderman, 1986; Spencer, 1990.
14. Smith, 1927.
15. Weiner, 1955.
16. Citado en Blinderman, 1986, p. 193; carta original en el Museo Britá­
nico de Historia Natural, fechada el 24 de noviembre de 1953.
17. Citado en Blinderman, 1986, p. 193. Carta fechada el 14 de mayo de
1981.
18. Gould, 1979.
19. Gould, 1980,1981.
20. Gould, 1979.
21. Ibíd.
22. Blinderman, 1986, p. 142.
23. En Gish, 1978.
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Indice analítico y onomástico
A

A ChristianFamiliar Comfort (John Nor- Betancourt, Julio, 298


den), 218 Big Bang, 40
aciencia, 30, 4145, 51, 52, 270 Bingham, Hiram, 302
agricultura, transición a la, 290-292, biología darwinista, 175
294, 293 (ilustración) Blinderman, Charles, 372, 379-381
Almagesto(Ptolomeo), 206, 222 Boring, E. G., 190
Amadeus (Milos Forman) ,310,333 Boserup, Esther, 294
Amadeus, mito de, definición, 310 Bowler, Peter, 175-176
América nativa como ejemplo de ecoci- Brackman, Amold, 347-348
dio, 297-300 Brahe, Tycho, 187-188, 203, 205; diná­
anasazi, destrucción del entorno, 298- mica familiar, 200-201; modifica­
300 ción del sistema solar (ilustración),
Aparicióndelhombre, La (Pierre Teilhard 202
de Chardin), 374 Bronowski, Jacob, 59, 292
Apolonio de Perga, 206 Brooks, John Langdon, 353-355
Armas, gérmenes y acero (Jared Dia­ Brown, Courtney, 14-15
mond), 279, 288, 316-317 Burke, doctor Edward, 127
Asociación Hebrea del Sur de Filadel- Burkhardt, Frederick, 171
fia, 130 Cálizy laespada, El (Riane Eisler), 284
Astrand, Per-Olof, 136,140 Campanis, Al, 120
autoría en ciencia, en general, 155, Campbell,Joseph, 120-122
156,166, 168, 360; entre Darwin y Carpenter, William, 233-234
Wallace, 347-348, 352 Carr, Wayne, 11-12,15-17,19-20,22-23
Casey, Bemie, 121
Bahn, Paul, 304 Cassini (sondaespacial), 74
Baker, R., 335 Cayce, Edgar, 83
BaltimoreAffair, The (Daniel Kevles), 35 cazadores-recolectores, 287, 292; mapa
Baltimore, David, 35 de forma de vida hace dos mil
Banachek, como genio creativo, 319 años, 293
Barzun.Jacques, 172,175 Chaco, cañón del, 298-300
Bates, Frederick, 347 Challenger(transbordador espacial), 76
Bates, Henry Walter, 340, 342-343, 347, Chambers, Robert, 182, 257, 272, 341,
350,354-355 355, 366
Bell, Thomas, 360-361 Changes in theLand (William Cronon),
Benjamin, Arthur, 56,314 283
430 Las fronteras de la ciencia
Chase, William, 313 clonación, encuesta de Time/CNN de
Chopra, Deepak, 68-69 actitudes frente a la, 104, 111; y el
CIA, 12-13, 65 determinismo genético, 105-107; y
ciclismo, ausencia de corredores el mito de jugar a ser Dios, 105,
negros en el, 124-125,127 110-116; y el mito de la identidad
ciencia: anacronismo contra diacronis- de personalidades, 105; y Hitler,
mo, 175; como narración, 372-373; 102,108-110; y las actitudes religio­
el fraude de Piltdown y sus leccio­ sas, 111-112
nes sobre el carácter de la, 383-384; Cloning Human Beings (informe), 102
interpretación externa contra Cockerell, Theo D. A., 250
interpretación interna en, 174; Cohén, I. B, y la revolución copemica-
Kuhn y la, 146; metodología, 145, na, 204, 177, 187, 191, 200-201; y
229; naturaleza competitiva de la, los cambios de la ciencia, 204-205
188; naturaleza Darwinista.de la, Cohén, Mark, 294
129,175, 180; naturaleza progresi­Coleridge, Samuel Taylor, 309, 322,
va de la, 170; la prioridad en, 361; 328-330
resistencia al cambio de la, 191; Coma (Robín Cook) ,114
Sulloway sobre la radicalidad de la, Combe, George, 265-266
196; véanse también ciencia fronteri­ Comité de Genética Humana, 114
za, ciencia normal, pseudociencia Comité Nacional de Bioética, 101-102,
ciencia experimental, definición de, 104,111
143 Consejo de Genética Responsable, 102,
ciencia fronteriza: definición, 41- 44, 105
45; problemas para los historiado­ conservadurismo, véase ortodoxia
res, 253; ciencia del entorno como consiliencia de inducciones, 385
ejemplo de, 286-289; Piltdown, la Ccmstitution of Man Considered in Relation
lección del fraude del hombre to Externa! Objects (George Combe),
como, 384-386 265
ciencia normal, definición de, 41-45,146 Cook, Robin, 114
ciencias históricas: definición, 145; Cooter, Roger, 265
como práctica, 192-193; según Copémico, Nicolás, 83,143,187; diná­
Jared Diamond, 279 mica familiar, 199; ilustración del
Cienciología, Iglesia de la, 81 sistema solar, 202; naturaleza revo­
científicos eremitas, 84,98 lucionaria, 177, 188-189, 203-206;
Cinco Factores (también «Cinco Gran­ psicología de lá resistencia, 199,
des»), modelo de personalidad de 196 (ilustración)
los, 168; y Gould, 168-170; y Walla­ Cosmic Explorers (Courtney Brown), 15-
ce, 231-232 16
Clinton, Bill, y la clonación, 101-102, Cosmic Voyage (Courtney Brown), 14
110 cosmovisión medieval, 189, 207-209,
Comité Nacional de Bioética, 101-102, 213, 215, 219-220, 223-225; Cosmo-
104,110-111,114 graphical Glasse (ilustración), 209;
índice analítico y onomástico 431
de la personalidad (ilustración), tuado, 157; y la teoría de juegos,
215; correspondencia macrocos­ 356
mos/ microcosmos (ilustración), Dawson, Charles, 374-383
216, 217 De natura rerum (Veda el Venerable),
creacionismo, 84, 144, 181, 246, 325, 206
369-370; ataques a Darwin, 176; y el Derevolutionibus orbiumcoelestium (Co­
fraude del hombre de Piltdown pémico), 188, 202
(ilustración), 394 Death of Nature, The (Carolyn Mer-
Creativity: Genius and Other Myths chant), 284
(Robert Weisberg), 312 debate genético, en tomo en la clona­
crisis alimentaria de la prehistoria, La ción, 103-104, 112. en los deportes,
(Mark Cohén), 294 138
Crombie, A. C., y la revolución coper- DeepHatBimphm, The(Thomas Gold), 36
nicana, 204 DeGroot, Adriaan, 313
Cronon, William, 283 DelicateArrangement, A (Arnold Brack-
cultura darwinista, 177 man), 347
Demonic Males: Apes and the Origins of
Daly,James, 210,218 Human Violence (Richard Wrang-
Dames, Ed, 12 ham), 288
Dante y la Divina Comedia, 208; el cos­ Dennett, Daniel, y el equilibrio puntua­
mos de (ilustración), 211 do, 157
Darwin, Charles, 172-184 passim; auto­ Denying History (Michael Shermer y
ría del descubrimiento de la selec­ Alex Grobman), 33
ción natural en relación con Walla- Derby de Kentucky, 134
ce, 338, 346-355; como genio Devil and Commodity Fetishism in South
creativo, 173, 176, 312, 320-327; America, The(Michel Taussing), 282
como héroe histórico, 172, 181; Diálogosobrelosdosprincipalessistemasdel
como revolucionario, 173-174; mundo (Galileo Galilei), 203 Dia­
reacción a la herejía de Wallace, mond, Jared, 167, 279, 288, 296,
228; viaje del Beagle, 173,181,325- 316-317
326; vida como mito, 179-181; y la Diana de Gales, princesa, 61
Medalla Darwin-Wallace (ilustra­ Dianética, 79,81,84
ción), 364 dilema del prisionero, 356
Darwin (Adrián Desmond y James Divina Comedia, veáseDante
Moore), 179 Dixon, Patrick, 104
Darwin’s Athletes (John Hoberman), Doyle, Arthur Conan, 378
121 Drudge, Matt, 64
Danuinian Heritage, The (David Kohn), Dudley, Underwood, 91
171-172 Dyson, Freeman, 75
Darwinism (Alfred Russel Wallace),
262,352; portada (ilustración) 359 Earth Not a Globe (Samuel Birley Row-
Dawkins, Richard, y el equilibrio pun­ botham), 233
432 Las fronteras de la ciencia
Easter Island, Earth Island (Paul Bahn), Fawcett, Henry, 174,184
304 Fejos, Paul, 303
ecocidio, 295-296, 298-300, 304, 306 Feynman, Richard, 76-78; retrato (ilus­
Edgerton, Robert, 288 tración) , 78
Edwards, Harry, 122,137,140 filtro del saber, definición, 63
Egyptian Air, vuelo 990,94-95 FindingDarwin’s God (Kenneth Miller),
Einstein, Albert, 83, 89-90, 148, 177, 162
179,194, 267; sobre los cambios en Fisher, Bobby, 313-314
ciencia, 86, 88; como genio creati­ Física de la inmortalidad, La (Frank
vo, 309,312,322-324 Tipler), 254
Eisler, Riane, 284-285 Flannery, Kent, 294
Eldredge, Niles, 144, 150, 156, 158, Fleischman, Martin, 36
160,165,167 Flenley,John, 304
Elementos de geología (Charles Lyell), Fludd, Robert, ilustraciones de, 216-
254, 365 217
Ellenberger, Henri, 266 Forman, Milos, 310,333
energía nuclear, seguridad de la, 74-75 Fort, Charles (fortianos), 83
Ensayo sobre la población (Thomas Malt- Fox Family Channel (canal de TV), 24,
hus), 326,340,365 27-29
Entine,Jon, 120,122-127,129-131,137- Frankenstein (Mary Shelley), 116, 117
138 (ilustración)
Entorno de Adaptación Evolutiva, 128- frenología, 232, 244, 263-267, 278
129 fusión fría, 36,38
EntwinedLives (Nancy Segal), 106-107 Galileo, dinámica familiar, 203; efectos
equilibrio puntuado, como paradigma, en la revolución copemicana, 189,
53,144-145,147,149-170,153 (ilus­ 194- 195, 197, 199; papel en el
tración) desarrollo de la ciencia experimen­
espiritismo, historia del, 264-267, inte­ tal, 188,205
rés de Wallace por el, 228-229, 232, Gall, Franzjoseph, 264-265
240- 244, 249-250, 257-259, 263, Gallico, Paul, 130
275-278; y selección natural, 253, Galois, Évariste, como genio creativo,
268,276 (dibujo de Wallace) 309,322,327-328
ExpedienteX(señe de TV), 30,157 gama de reacción genética, 141
Exploring the Unknown (programa de Gardiner, Brian, 382
TV), 24,27-30,45 Gardner, Martín, 53, 79-87, 98; sobre
Extra! (programa de laNBC), 70-71 los lunáticos, 85
Gauvin, Fem, 13
Fads and Fallacies in the Ñame of Science Geller, Uri, 12
(Martin Gardner), 79 Gen egoísta, El (Richard Dawkins), 356
falsabilidad, como criterio de demarca­ genio, ciencia del, 312; definición, 322;
ción entre ciencia y aciencia, 369 ejemplos históricos de genio, 309,
Faurisson, Robert, 39 312; pasos para mejorar la creativi-
índice analítico y onomástico 433
dad del genio, 320; y capacidad Hill, Calvin, 121
matemática, 91, 309,314, 327, 332; Himmelfarb, Gertrude, 172,175
y el mito de Amadeus, 310-312; y el Hiparco de Rodas, 206
momento «ajá», 309-311, 317, 322, hipnosis, 45-51,67,342
323, 327 historia del medioambiente, 295,
George, Wilma, 229 307(ilustración)
Ghiselin, Michael, 172-173,175-176 History of the World (Walter Raleigh),
Gingerich, Owen, 223 214
Gish, Duane T., 383 Hoagland, Richard, 94
Giza (pirámide), veáse pirámides de Hoberman.John, 121,122
Egipto Hobbes, Thomas, 218
Gold, Thomas, 36,143 Holocausto, negación del, 33, 35, 37-
Gorski, Mark, 127 38,40
Gould, Stephen Jay, 56; personalidad, hombre de Java, 373
168-170; sobre el fraude del hom­ hombre de Pekín, 373, 380-381, 384
bre de Piltdown, 380-381; sobre las (ilustración)
visiones predarwinistas de la selec­ hombre de Piltdown, fraude del, 55,
ción natural, 144; sobre Wallace, 378-382; lecciones sobre el carácter
258; y el genio, 326 de la ciencia, 372,375,383-385
Grabiner.Judith, 178 Homilía de la obediencia, 220
gradualismo filático, 150,152,157 honradez en la investigación científica,
Gray, Asa, 355, 360 39,174
Grayson, Richard, 334-335 Hooker,Joseph, 182,227,245,347-349,
Grobman, Alex, 33 357,361
Gros Clark, le, W. E., 378 Hooker, Richard, 215, 221
Growth of Biological Thought (Emst Hooykaas, R., 174
Mayr), 176-177 Hubbard, L. Ron, 81
Guilford, J., y la personalidad, 230 Hume, David, y los milagros, 269
Huxley, Thomas, 183, 227, 245, 256,
Haeckel, Emst, 183,245 272,348
Hampden, John, 233-238 Hyman, Ray, y la visión remota, 13
Hayes,John, 355
Hemming, J., 303 Ice, Randy, 137
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herejía, equilibrio con la ortodoxia, In the Ñame of Science (Martin Gardner),
169; y Alfred Wallace como ejem­ 53, 79-81, 84; portada (ilustración),
plo paradigmático, 254 82
Héroe de las mil caras, El (Joseph Camp­ Incredible Discovery of Noah’s Ark, The
bell), 180 (documental), 25-26
Herschel, John, 245 índice de libros prohibidos, 203, 225
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Hilgard, Emst, 45-47 111
434 Las fronteras de la ciencia
Instituto Occidental de Visión Remota, Ruras, Gina, 47
11 Kurtz, Paul, 248-249
«Invictus» (William Ernest Henley),
142 Landau, Misia, 371
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Leonainie (poema de Poe), 238-243
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JournalofHistoricalReview, 39 Ley Buder, 178
JPL (Jet Propulsión Laboratory [Labo­ «Ley de Sarawak», 344, 351, 361
ratorio de Propulsión a Chorro]), Lieberman, 108
74, Liebersohn, Harry, 14
judíos, dominio del baloncesto esta­ Limits of Natural Selection as Applied
dounidense, 129-131,131 (ilustra­ to Man», «The (Alfred Wallace),
ción) 260
Kant, Immanuel, 52 Locura de las masas, La (Charles Mac-
Keeley, Lawrence, 287 kay), 80
Keith, Arthur, 378 lógica aristotélica, 30, 32
Kekulé, Friedrich August, como genio lógica difusa, 30-33,41
creativo, 309,322,324-325 Low, Bobbi, 286
Kepler, Johannes, 187-189, 197, 201- Lutero, Martín, sobre Copémico, 188,
203,205, 224, 331 220,223
Kevles, Daniel, 35, 56 Lyell, Charles, 181, 183,191, 227, 234,
«kit de detección de límites» (o de 238, 245, 254-256, 340, 345, 347-
estupideces), 33-34,41, 45 349,352-355,357,361,365
Klein, Richard, 297
Klinefelter, síndrome de, 31 MI5, MI6,61
Klissouras, V., 136-137 Machu Picchu, 289, 300-303, 301 (ilus­
Koestler, Arthur, 199, 201 tración)
Kohn, David, 171 Mackay, Charles, 80
Korzybski, Alfred, 83 Malthus, Thomas, 326,340,365
Kosko, Bart, 31-32 Man’s Place in the JJnwerse (Alfred R.
Kottler, Malcolm Jay, sobre la herejía Wallace), 340
de Wallace, 258-259 Mantle, Larry, 122
Krantz, G. S., 297 maoríes, extinción de las aves moa,
Kreskin, 45 295-297
KublaiKan (Coleridge), como obra de Mapes, James, 45, 48-51
un genio creativo, 309, 328-330 maratón de Los Angeles, 119,123
Knhn, Thomas, tensión esencial en cien­ Martin, Paul, 297
cia, 169, 320; y el concepto de cam­ Martin, T.T., 178
bio de paradigma, 146,149,338; y la Marx, Groucho, 84
revolución copemicana, 204 Marx, Karl, sobre la historia, 109, 283
índice analítico y onomástico 435
Massie, Gideon, 127 mundoy sus demonios, El (Cari Sagan),
Mathemagics (A. Benjamin y M. Sher­ 33
mer), 314 Mundosdelfuturo (Freeman Dyson), 75
Mathematical Cranks (Underwood Dud- Museo de TecnologíaJurásica, 87
ley), 91 MyLife (Alfred R. Wallace), 243
Mayr, Emst, sobre los paradigmas, 338;
y el equilibrio puntuado, 151-152, Narratives of Human Evolution (Misia
155- 156; y la especiación alopátri- Landau), 371
ca, 151; y la resistencia a las nuevas NASA, 74, 76-78
ideas, 189-192; y la revolución dar- negros y blancos, diferencias en los
winista, 175-176 deportes, véaseraya y deportes
McClintock, Barbara, 317-318 Newton, Isaac, 86, 92, 177, 179, 183,
McKinney, H. L, 354-355 188, 189, 194, 224, 244, 309, 357,
McMoneagle.Joe, 12 362; como genio creativo, 312, 331-
Medawar, Peter, y la ciencia, 337 333
medicina alternativa, 67, 69,83 Nightline (programa de TV), 63; y la
Meldola, Raphael, 243 visión remota, 11-12; y las diferen­
Mencken, H. L., 83,178 cias raciales en el deporte, 120-121
Mengele, doctor Josef, 108 niños delBrasil, Los (Franklin J. Schaff-
Merchant, Carolyn, 284 ner), 107
Merckx, Eddy, 137 No OneMayEverHave theSameKnowled-
microcosmos/macrocosmos, corres­ geAgain (exposición), 87
pondencias medievales, 213, 223, Non-Darwinian Revolution, The (Peter
216-217 (ilustraciones) Bowler), 175
Millar, Ronald, 372,379 Norden,John, 218
Miller, Kenneth, sobre el equilibrio Nueva Zelanda como ejemplo de eco-
puntuado, 162-163,165 cidio, 289,295-296
Miller, Peter, 178 Numervlogy (Underwood Dudley), 91
Milton,John, 210, 218
Misterium Cosmographicum (Tycho Oakley, Kenneth, 378-381
Brahe), 203 «observador oculto» (en la hipnosis),
Mito de Amadeus, véaseAmadeus 45-47,49-51
mito del pueblo perfecto», «el, 55 Of the Lams of Ecclesiastical Polity
mito de la edad de oro, 282 (Richard Hooker), 215
mitos hopi, 95-98 Olson, Richard, 222,224
modelo suma cero, 356-358,360 On Miracles and Modem Spiritualism
modelo suma positiva no nula, 355, (Alfred R. Wallace), 240, 272, 277
358,362 Origen de las especies, El (Charles Dar­
Mozart, Wolfgang Amadeus, 79, 322, win), 150-151, 163-165 passim,
324; como genio creativo, 309-310, como obra de un genio creativo,
312,316,322,333-336 320; el árbol de la vida (ilustracio­
Muench, David, 298 nes), 152, 164; historiografía, 172-
436 Las fronteras de la ciencia
177; influencia de Wallace, 351- Planck, Max, 149, 199; «problema de
355 Planck», 190-193
Origins of Genius (Dean Keith Simon- Playing God, Genetic Determinism and
ton), 315 HumanFveedom(Ted Peters), 112
ortodoxia, en ciencia, 30, 193, 199, pleiotropía, 136
244; equilibrio con la herejía, 24, Poe, Edgar Alian, 238-239
52, 54, 85, 168-169; y Wallace, 239, polinesios, destrucción de las aves de
348 moa, 295-297; y la selección por
Osiander, Andreaus, 224 tamaño, 133
OtherSide, The(programa de TV), 27 Pons, Stanley, 36
ovnis, 39, 82; comparación con el pro­ Popper, Karl, 188; falsabilidad, 369;
grama de la SETI, 388 sobre las revoluciones científicas,
189
paradigma, definición, 145-146; muta­ ¿Porquécreemosen cosasraras?(Michael
bilidad, 148; tipos, 147,153 (ilustra­ Shermer), 24, 28, 32
ción) premio Nobel y genio, 316
paradigma darwiniano, 144, 171-172; prioridad en ciencia entre Darwin y
como revolución, 182-183; como Wallace, 346-347
no-revolución, 175; y las conse­ problema de ecosupervivencia, 291,
cuencias del orden de nacimiento, 294-295, 299, 300,301,308
244-245 problema de los límites, definición del,
Paraísoperdido, El (John Milton), 210, 30
218 Prothero, Don, y el equilibrio puntua­
Park, Robert, 37 do, 154,156,159-161
Pascua, isla de, 133,289,303-306,308 pseudociencia, definición, 24
Penn y Teller, como genios creativos, psicología de la resistencia en la histo­
319 ria de la ciencia (ilustración), 196
personalidad, definición de, 229-231 Ptolomeo, 199,204,205, 206, 212, 219,
personalidad herética, consecuencias 222,223
del orden de nacimiento en la, 245- Pueblo Bonito, 298, 299 (ilustración)
246; definición, 229-230; y la tenta- Purchas’s Pilgrimage (S. T. Coleridge),
.ción de lo trascendente, 248 328
Pileggi, Mitch, 30 Puthoff, Hal, 12
Piltdown: A Scientific Forgery (Frank
Spencer), 372 QuarterlyReview, The, 254-256
PiltdownForgery, The(J. S. Wemer), 372, ¿Quién teme a Virginia Woolf? (Edward
378 Albee), 61,63
PütdownInquest, The (Charles Blinder-
man), 372,379 Race Across America, 31,47,136,137
PikdmmMen, The(Ronald Millar), 372,379 Raleigh, sir Walter, 214,267
pirámides de Egipto, 20, 25, 96-97; Randi,James, 70-74,89,319
plano(ilustración), 97 raza y deportes, 128-129,138; diferen-
índice analítico y onomástico 437
cias evolutivas entre negros y blan­ Sedgwick, Adam, 183,191
cos, 120-121,123-124,128-129; y el Seed, Richard, 105,111
ciclismo, 124-127; y el determinis- Segal, Nancy, 106-107
mo biología/entorno, 121-122, selección natural y evolución humana,
129-130 14,175, 245-246, 254-256, 260;
Real Sociedad Geográfica, 236,237 e hiperselección, 258-259, 268, 278
Rebeldesdenacimiento (Frank Sulloway), sesgo de confirmación, definición, 37;
149,185,193,244,321 en ciencia, 132, 383; en ciencias de
Reed, C. A., 297 la raza, 131,132
regla de Alien, 129 sesgo de retrospectiva, 128, 129, 132,
regla de Bergmann, 129,133,135 140
revolución agrícola, 290-294 SETI (Search for Extraterrestrial Inte-
revolución de la ciencia, 54 lligence [Búsqueda de vida inteli­
Revolución neolítica, 288, 294 gente extraterrestre]), 43, 388
Richards, Robert, 174 Shaffer, Peter, 310, 333
Rifkin,Jeremy, 106,112 Shakespeare, 80, 221; como genio, 316
Riley,James Whitcomb, 241-242 Shapiro, Harold, 101-102,107
Rogers, James, 179 SickSocieties(Robert Edgerton), 288
Roggeveen.Jakob, 303 Sida, escépticos del, 40-41,65
Root-Bemstein, Michele, 317 Simón, Herbert, 313
Root-Bemstein, Robert, 317 Simonton, Dean Keith, 315-316,318,334
Rosen, Edward, 222, 223 Sims, Francés (nacida Wallace), 250; y
Rosenbaum, Ron, 109 el espiritismo de Wallace, 272-274,
Rosner, Fred, 112 274 (ilustración)
Rowbotham, Samuel Birley, 233 síndrome de Klinefelter, véase.Klinefelter
Ruse, Michael; sobre el equilibrio pun­ Sitwack, Harry, 130
tuado, 150,154,157-160; y los para­ Skeptic (revista), 24, 27, 28, 56, 57, 80,
digmas, 147 87,88,91,95,133,144
Smith, Grafton Elliot, 377,378,379
Sagan, Cari, 33,166,232,316 Smith Woodward, Arthur, 374-375,
Salieri, Antonio, 322,333, 335 378,380
Sarich, Vince, 129,133-135,137-140 Snelson, Jay Stuart y la resistencia a las
Schnabel.Jim, 12 ideas nuevas, 189-190,199
Schneider, Elizabeth, 330 Snyder,JimmyEl Griego, 120
Schopf, Tom, 150 Sociedad de Escépticos, 27-28,56,166
Schutz, Tobías, 217 (ilustración) Sociedad de Linneo, 346, 355, 360-361,
Schwartz, Joel, y la herejía de Wallace, 362; sala de reuniones (ilustra­
259 ción), 346; placa conmemorativa
ScientificAspectsoftheSupematural, The (ilustración), 367
(Alfred R. Wallace), 268-269, 272; Sociedad para la Investigación de la
cubierta (ilustración), 274 Telepatía y la Videncia, 267
Scopes, proceso de, 178,369 Spencer, Frank, 372
438 Las fronteras de la ciencia
Spencer, Hebert, 266, 277, 327 Trivers, Robert, 356
Spurzheim, Johann Gaspar, 264-265 Triumph of the Darwinian Method, The
Sputnik, 172; impacto en la enseñanza (Michael Ghiselin), 172,173
de la ciencia, 179 Troiloy Crésida(Shakespeare), 221
Sulloway, Frank: la Fundación Nacio­
nal de Ciencias le niega una beca, Ultimátum a la Tierra (Robert Wise),
191-192; modelo del orden de naci­ 113
miento y clonación de Hitler, 108-
110,193,199; sobre el genio creati­ Vails, Nelson, 127
vo de Darwin, 320-321; sobre el Van Devender, Thomas, 298
viaje del Beaglede Darwin, 325-326; Van Praagh, James, 93-94
sobre historia de la ciencia, 196- Velikovsky, Immanuel, 81,83
198; y la personalidad de S. J. Vestiges oftheNaturalHistory of Creation
Gould, 168-170; y la personalidad (Robert Chambers), 182, 272, 340-
de Wallace, 231-232, 247-248; y la 341,355
radicalidad, 196, 245 Viaje del Beagle, El (Charles Darwin),
suma cero, véasemodelo suma cero 340
suma positiva no nula, véase modelo VIH, véasesida
suma positiva no nula visión remota, 11-24, 33; 18 (ilustra­
Sun Pictures, 26 ción)
Visión Remota Científica (SRV), 15
Taboo(Jon Entine), 120,124,130 Von Neumann, John, 356
Targ, Russell, 12
Taubes, Gary, 37 Wallace, Alfred John Russel (nieto),
Taussig, Michael, 282-283 347,358
Taylor, Marshall W., el Alcalde, 124- Wallace, Alfred Russel, 227-278, 337-
125,127; 125,126 (ilustraciones) 367 passim; biografía, 247-248, 338-
Teilhard de Chardin, Pierre, 374, 376, 340
378,380,381 como genio creativo, 229-232, 251;
teoría de la relatividad, 86, 148, 194, como hereje, 251; cuestión de prio­
309,322-324 ridad sobre Darwin,346-355; desa­
teorías del todo, 89-98 fío a quienes defienden que la Tie­
Theory of Gantes and Economic Behavior rra es plana, 233-236, 235
(John von Neumann), 356 (ilustración); retrato, 345; herejía
Thiselton-Dyer, sir W. T., 243 sobre la selección natural, 254-257;
Thompson, Richard, 47, 52 influencia de Robert Owen, 339,
Tillyard, E. M., 210 341; límites de la selección natural,
Tipler, Frank, 254 260-261; relación con Darwin, 348-
TowardaNewPhilosophyofBiofogy (Emst 353, 357-358, 360; sobre el poema
Mayr), 176 perdido de Poe, 238-243; sobre
Transcendental Temptation, The (Paul Hume, 69, sobre la existencia de
Kurtz), 176 vida después de la muerte, 250;
Indice analítico y onomástico 439
sobre la importancia de El origen de
las especies, 362; y el escepticismo
religioso, 250, 256, 338, 341, 378; y
el espiritismo, 228, 229, 232, 240-
241, 243-244,249-250,253,257-
259, 263, 268-278, 276 (ilustra­
ción); y la medalla Darwin-Wallace
(ilustración), 364; viaje al Amazo­
nas, 248, 342-343, 347, 365; viaje al
archipiélago malayo, 259, 309, 326-
327,337,343-344,361,363,365
Wallace, John, 247, 339
Walsh, John, 372, 381-382
Walsh, John Henry, 234, 236,238
War Befan Civilization (Lawrence Kee-
ley), 287
Weber, Mark, 39
Weiner, J. S„ 372,378,380
Weisberg, Robert, 312
Westfall, Richard, sobre el genio creati­
vo de Newton, 332
Westman, Robert, 312
Whale, James, 116,117 (ilustración)
Whewell, William, 245,385
whig, la historia desde el punto de
vista, 173
Who Should Play God? (T. Howard yj.
Rifkin), 112
Whole Life Expo, 67
Wide World of Sports (programa de TV),
48,136
Wilmut, Ian, 101
Wilson, Edward. O., 158,167
Wise, Robert, 113
Woods, Tiger, 128
Woodward, Kenneth, 112
Wrangham, Richard, 288
Yuen, doctor Kam, 70-74
T ít u l o s e n A l b a T r a y e c t o s

Serie s u p e r v i v e n c ia s
■Alicia, la historia de mi vida, Alicia A pplem an-Jurm an
• Viaje al silencio, Sara Maitland
• Diario de un lobo. Pasajes del mar Blanco, M ariusz W ilk
• Si un árbol cae. Conversaciones en tomo a la guerra
de los Balcanes, Isabel Núñez

Serie LECTURAS
•Juego sucio. Fútbol y crimen organizado, Declan Hill
• Placebo. El triunfo de la mente sobre la materia en la medicina moderna,
Dyian Evans
• La Honorable Sociedad. La mafia siciliana y sus orígenes, Norman Lewis
• Muchos mundos era uno. La búsqueda de otros universos, Alex Vilenldn

Serie v id a s Y l e t r a s
• El mundo formidable de Franz Kafka. Ensayo biográfico, Louis Begley
- Cambio de rumbo. Crónica de una vida, Klaus Mann

Serie a c o n t r a t ie m p o
■Moonwalk, Michael Jackson
• Un viaje de miles de kilómetros. Mi autobiografía, Lang Lang
• Michael Jackson. La magia y la locura, la historia completa,
J. Randy Taraborrelli
• Mi música, mi vida, Ravi Shankar
• Miles. La autobiografía, Miles Davis y Quincy Troupe

Imágenes de cubierta: La paleoantropología desde el punto de


vista de los creacionistas. Modelos cosmológicos de Petrus
Apianus, Copémico y Tycho Brahe.

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