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por Marcelo René Walter

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UNO

-¿Vos creés?
La voz sorprendió a Gonzalo, como sacándolo de un sueño.
Giró la cabeza, y a su izquierda estaba una joven de cuerpo
de veintitantos y mirada indescifrable.
-¿Cómo?
-Si vos creés...
-¿En qué?

Gonzalo se levantó agitado esa mañana. La imagen todavía


lo perseguía. El toro, muerto a su lado, lo miraba sin ver.
Un cielo sucio y gris lo revolcaba. Una espesa bruma lo ro-
deaba y no sabía dónde estaba. Y el olor. Jamás sintió tal
fetidez en sueños. Jamás, según adivinó después. Ni siquie-
ra en estado de vigilia. Como fiera presta a devorarlo, la
niebla lo acechaba, agazapada. La luz irreal de un sol que
ni siquiera adivinaba hacía más aterradora la escena. Y el
toro. Y el olor. Y la niebla. Y la no-luz. Y el toro otra
vez. La muerte, el miedo y la desesperación. Nadie se muere
en sueños, uno se despierta antes. Agradeció la lógica

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abriendo bien grande los ojos y respirando una bocanada
única. Encendió un cigarrillo. No le gustaba fumar por la
mañana pero la ocasión lo ameritaba. Apagó el reloj antes
de que suene. Los pasos de la muerte se alejaban, la niebla
se esfumaba con el humo. Secó su sudor frío. El ritmo de su
respiración se iba componiendo, los latidos volvían a la
normalidad.
Se levantó dispuesto a borrar con un baño caliente el
olor que aún le subía por la piel. Eran las cinco de la ma-
ñana. Estuvo un largo rato bajo la ducha respirando profun-
damente. Hicieron falta varios cientos de litros de agua
para que se despejara lo suficiente como para atreverse a
salir. Se vistió y lentamente hizo las valijas.

Era una mañana de otoño, y comenzó con el cielo total-


mente despejado. A medida que el día avanzaba, tipo diez,
cuando el ferry apenas estaba saliendo del puerto, comenzó
a soplar el viento hacia la ciudad, y era como si desde
allí, desde las entrañas mismas de Buenos Aires, alguien
hubiese llamado a las nubes a comer, acumulándose, amonto-
nadas, en el centro mismo de la ciudad.
Gonzalo había llegado temprano a la cita. Al comprar el
pasaje, la empleada que lo había atendido en la agencia de
viajes le había aclarado: ¨debe presentarse una hora antes
para el embarque¨ , con tono mecánico, como quien repite por
centésima vez una frase aprendida de memoria. Él, inquieto,
había llegado noventa minutos antes de zarpar. No deseaba
permanecer más de lo necesario en su casa. Recordó el olor.
Un escalofrío recorrió su espalda. Trató de pensar en otra
cosa. Recordó dónde iba. Era su primer viaje al Uruguay, su
primera salida del país. ¨Es una tontera, cruzás el charco
y ya estás allá, de Capital a Colonia son apenas cincuenta

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kilómetros¨ le habían dicho sus amigos. Mientras el ferry
se alejaba y las nubes se amontonaban por su bocado, la
niebla iba envolviendo toda la costa. Otra vez el recuerdo.
Otra vez el toro. La mirada.
Se había quedado en la cubierta de atrás con la maso-
quista sensación de pérdida que pensaba le iba a producir
el alejarse, así, viendo escapársele de entre sus dedos,
cada vez más chiquito, todo lo que le era cotidiano. Trata-
ba de ver de lejos y reconocer alguna cosa, pero era in-
útil. Nada le era familiar a la distancia. Se dio vuelta,
dispuesto a sacar su equipo de mate, y miró hacia arriba.
El ferry todavía le estaba ganando la carrera a las nubes y
hacia arriba se veía el cie lo celeste.
Adelante pudo ver la bandera del barco. Una bandera
argentina que parecía empeñarse en quebrar el viento, tenaz
y empecinadamente. ¡La bandera argentina! Casi se la veía
romperse detrás, haciendo fuerza para cruzar, ella sola, el
río. Miró una vez –solo una- hacia arriba, sólo hacia arri-
ba. El cielo y nada más. Sin vaivenes, el tiempo parecía
estar detenido. Sólo las nubes –las últimas, las rezagadas-
, parecían ir hacia atrás. Lo demás, calma, nada, quietud
absoluta. Con una especie de principio de pánico, bajó la
vista. El ferry seguía moviéndose hacia delante por el
charco. ¡El charco! Sabía que eso era todavía el Río de la
Plata, pero no se imaginaba que el mar, incluso el océano,
fueran más grandes. Preparó los mates. Tomó un par cansina-
mente, y giró sobre su silla para volver a contemplar el
horizonte que se iba. Ya todo estaba más lejos, nublado y
gris. Lo sorprendió por su costado derecho –babor o estri-
bor, no sabía cuál era cuál-, un carguero que iba hacia
Buenos Aires. El ferry se bam boleó un poco por las olas.
Miró hacia su izquierda y pudo ver cómo a su vez el ferry

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dejaba su estela, su firma en el río. Se alejaba... ¿cuán-
to? ¿Doscientos, trescientos metros? Difícil saberlo. Minu-
tos después que el carguero pasase, las huellas dejadas por
su quilla permanecían, ondulantes, negándose a morir. Y se
expandían. Más allá de las boyas incluso, imprudentes. Miró
bien hacia abajo, en el centro de popa –esa sí sabía que
era la parte de atrás del barco-, donde adivinaba estaban
las hélices, y vio lo que esperaba: un remolino empederni-
do, como queriendo sacarse de encima tanta agua. Pero más
atrás, en ese surco que araron las hélices, que se mantenía
y no se expandía como las otras huellas, nada. Calma abso-
luta. Se generaba como un sendero que inv itaba a transitar-
lo, de tan lisito. Como si las aguas, de tanto esfuerzo al
pasar por les hélices, se quedaran dormidas después, fati-
gadas. O, quien sabe, les habían tocado su personalidad in-
trovert ida, calma por fuera y bulliciosa por dentro, allá
abajo.. .
-¿Vos creés?
La voz sorprendió a Gonzalo, como sacándolo de un sueño.
Giró la cabeza, y a su izquierda estaba una joven de cuerpo
de veintitantos y mirada indescifrable.
-¿Cómo?
-Si vos creés...
-¿En qué?
La joven bajó la vista. Parecía decepcionada. Empezó a
girar su cuerpo tan, pero tan lentamente, que a Gonzalo le
dio la impresión de que estaba dándole una segunda oportu-
nidad.
-¡Esperá!
No hubo respuesta. Era como si no hubiese escuchado, a
pesar de que Gonzalo creyó gritar con todas sus fuerzas. La
joven ya le daba la espalda, y comenzaba a dar los primeros

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pasos para alejarse para siempre de su vida.
-¡Sí, creo! –se oyó decir.
Ella se dio vuelta. La mirada era la misma, pero se le
notaba una sonrisa en los ojos. Se acercó , mucho más rápido
de lo que se había alejado antes. Cuando estuvo a su lado,
fueron sus labios los que sonrieron. Acercó su mano derecha
a las mejillas de él y lo acarició tiernamente. Giró su ca-
beza hacia el río, apoyó sus dos brazos en la baranda y así
se quedó por un largo rato. Gonzalo la miraba, cada vez más
intrigado, sin atreverse a decir palabra. Sólo mirarla.
Adivinando. No era hermosa, pero había algo en ella que no
podía descifrar. Misterio. Todo lo que pudo recordar des-
pués de ese primer encuentro con Lila es que su cara refle-
jaba paz. Sus largos cabellos castaños más allá de los hom-
bros se desbocaban con el viento, soltándose traviesamente
hacia su cara, y ni una sola vez hizo el ademán de retirár-
selos. Su piel blanca se le asemejaba a Gonzalo casi tan
blanca como una hoja de papel y lamentó en ese momento no
estar tomando notas sino mentales de todo lo que estaba
viendo antes para compararla con las hojas de su cuaderno.
Ella aceptó bien este no tan sutil interrogatorio mudo, mas
no dijo nada. Gonzalo finalmente dejó de mirarla. Dejó el
termo y el mate –que aún tenía en sus manos- en la silla,
volvió a ponerse al lado de ella –esta vez mirando hacia
atrás, hacia ese Buenos Aires que ahora apenas se adivina-
ba- y su mano izquierda tomó la derecha de ella. La sintió
cálida. Así se qu edaron por un tiempo que Gonzalo no pudo
precisar, pero le extrañó después comprobar que fue menos
de una hora, lo que faltaba para arribar a Colonia.
La sacudida del ferry, acomodándose para entrar al puer-
to, lo despertó por segunda vez del ensueño.
-Llegamos –dijo.

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-¿Acaso alguna vez nos habíamos ido?
Gonzalo la miró. Sorprendido, extrañado y profundamente
intrigado.
-¿Quién sos? –se animó a preguntar.
-Soy Lila, Gonzalo. Te estaba esperando.

Al bajar del ferry, Gonzalo tenía la sensación de que un


nuevo mundo se abría ante él para ser descubierto. Se en-
contraba en el principio de un nuevo camino.
A sus veintiséis años, con una carrera de sociología sin
terminar –le faltaban cinco materias para recibirse-, tra-
bajaba de consultor laboral en la empresa del padre de uno
de sus amigos, no tenía novia y deseaba que alguna vez el
mundo fuera diferente. Le gustaba toda la música, vivía so-
lo y rara vez trasnochaba. Estaba contento con mucho de su
present e y estaba decidido a inte ntar cambiar aquello que
le molestaba. Pero eso era antes. Ahora, todo lo anterior
carecía de sentido.
Cuando pisó suelo uruguayo le pidieron que muestre leve-
mente el equipaje y Lila, que no tenía ninguno, pasó de
largo el con trol. Gonzalo se detuvo a admirar su paso segu-
ro y elegante. Ella lo esperaba fuera de las oficinas.
Mientras camin aban, a cielo descubierto a la salida del
puerto, era como si Gonzalo flotara, como si no sintiera
los pies. Recordó luego que mucho antes, cuando planificaba
este viaje, había pensado en cuál sería su primera sensa-
ción luego del desembarco: se imaginaba qué pensaría, qué
le pasaría por la cabeza, qué cosas vería primero, qué que-
rría guardar como tesoro en su memoria. Lo único que recor-
daría de su arribo sería la sensación de levedad, de ingra-
videz y la imperiosa necesidad de estallar en un sinnúmero
de preguntas que peleaban por salir de su confundido y a su

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vez asombrado cerebro. No sabía qué preguntar primero...
¡Era tanto lo que pasaba por su mente en esos momentos! Só-
lo sabía que quería estar con ella, y eso suavizaba todas
las dudas que tenía, le hacía más leve la insoportable ne-
cesidad de saber, de querer entender.
-¿Quién sos? –fueron las primeras palabras que se orde-
naron para salir en forma conexa desde el fondo de su men-
te.
-Soy Lila, ya te lo dije.
-Pero ¿qué sos?
Lila se frenó. Giró hacia él. Rodeó su cuello con ambos
brazos:
-Soy tu destino –susurró.
Lila lo soltó y siguieron caminando. Al fin, Gonzalo se
animó a hablar nuevamente.
-¿Por qué a mí?
-Porque eras vos. Desde el momento que te vi lo supe.
-¿Y cómo sabías mi nombre?
-El nombre de una persona es parte de su imagen, así co-
mo muchas otras cosas. Si aprendemos a mirar, sabremos mu-
cho de las personas, incluso mucho más que su nombre. Es a
mirar a lo que debemos acostumbrarnos. A ser más fisonomis-
tas.
-¿Y qué más descubriste al verme?
-Que sos de Capricornio, que naciste los primeros días
de enero, que sos búfalo de agua en el horóscopo chino.
Además, te molestan las injusticias y estás abierto a nue-
vas experiencias, entre algunas otras cosas.
-¿Todo eso con sólo mirarme?
-Soy buena fisonomista –rió Lila.
Ya salían del puerto. Gonzalo sólo la seguía.
-¿Ya estuviste antes en Colonia? –preguntó él.

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-Sí. La última vez, hace mucho tiempo.
-¿De dónde sos?
-Nací en Bahía Blanca. Pero me crié en muchos lugares.
Mis padres se mudaban constantemente.
-¿Por trabajo?
-Algo así.
-¿Adónde vamos, Lila?
-A buscar respuestas...
Apenas cruzaron unas viejas vías en desuso, se toparon
con varias personas que les ofrecían hospedaje. Lila escu-
chaba amablemente a cada uno, y sin contestar tomaba los
volantes que les ofrecían y seguía adelante. Atravesaron
algunas calles que a Gonzalo se le antojaron como las de un
viejo barrio, tal vez San Telmo, y allí nomás desembocaron
en una avenida. Eso lo decepcionó un poco. Esperaba ver a
Colonia como en las fotos, una ciudad de callecitas hechas
por el tiempo, pero más vieja, mucho más vieja que la que
hasta ahora habían visto. Se le ocurrió pensar que tal vez
este barrio viejo había crecido alrededor de aquella otra
Colonia.
-¿No vamos hacia la parte más vieja de la ciudad?
-No. Todavía no –respondió Lila-. ¿Qué te parece si pri-
mero comemos algo?
-Excelente idea.
Dieron vuelta por la avenida hacia la izquierda y Gonza-
lo divisó, hacia delante, el río, que también vio al cruzar
la primera calle perpendicular al mirar hacia la derecha.
-Qué increíble. Tenemos río por todos lados.
-Es que el río sabe dónde aparecer para impactar a quien
lo mire. Es, en todo caso, uno de los fenómenos de este
paisaje. Todos conocen su papel y lo cumplen a la perfec-
ción, para que nada de sentone. Hasta el río.

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Lila se sentó frente a una mesa que estaba en la vereda,
en un pequeño local de comidas. Gonzalo se sentó delante de
ella.
-¿Querés comer de verdad algo uruguayo? –preguntó Lila,
mientras se acercaba el muchacho para tomarles el pedido.
Gonzalo asintió.
-Traenos dos húngaras al pan y una cerveza.
El mozo asintió, dio media vuelta y se fue. Gonzalo la
miró extrañado.
-Espero que no tenga que arrepentirme de haberte dejado
elegir.
-No te preocupes, te va a gustar. Además –rió-, para co-
mer las mismas milanesas con papas fritas te hubieras que-
dado en Buenos Aires...
Gonzalo la miró sorprendido.
-¿Cómo supiste?
-Ya te dije. Soy muy observadora...
-¿Y por qué por más que te miro no te puedo descifrar?
Tengo millones de preguntas que hacerte y no sé por dónde
empezar...
-Todo a su tiempo, Gonzalo. El tiempo para comer es el
tiempo para distenderse. Después llega el tiempo de preocu-
parse... –por un segundo, una nube gris cubrió sus ojos co-
lor almendra. Agitó una mano frente a su cara, como espan-
tándola - Pero no por ahora.
-¿Es que hay motivos para preocuparse luego?
Poco a poco, la nube que había erspantado Lila de sus
ojos pareció comenzar a cubrir el cielo. En ese momento
llegó la comida.
Gonzalo levantó la vista, queriendo adivinar qué traía
el mozo en el plato, y antes que pudiera hacerlo ya estaban
servidos. Miró con un dejo de desconfianza y no entendió lo

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que veía. Interrogó a Lila con la mirada, y ésta comenzó a
reir.
-No hace falta que busques la respuesta de antemano para
todo. Ya es hora que comiences a ver las cosas por vos mis-
mo...
Gonzalo agarró el pan y lo mordió, intrigado, pero no le
supo mal. La húngara resultó ser una especie de choripan
pero un poco más picante, de sabor agradable. Siguió co-
miendo, más relajado.
-¿No te dije que te iba a gustar?
Comieron en silencio el resto del almuerzo. Había comen-
zado a garuar, por lo que Gonzalo se cobijó un poco en la
sombrilla que cubría la mesa. La lluvia cesó casi en el
instante en que terminaron de comer, listos para partir.
-¿Estamos lejos de la parte vieja? –insistió nuevamente
Gonzalo.
-Según. Para que te vayas acostumbrando, aquí hay que
preguntar por la ¨Ciudad Vieja¨, y según es según a quién
le preguntes.
-¿Qué –bromeó Gonzalo-, según quién me conteste la
¨Ciudad Vieja¨ se aleja?
-No, pero según quién te conteste puede pensar que está
lejos o no. Acá en Colonia todo es chiquitito, así que te
podés encontrar conque alguien de por aquí te diga que tres
cuadras es algo que está cerca, y si algo está lejos tal
vez pueda estar a ocho cuadras nada más. A propósito...
¿Vos sos de caminar mucho?
-¿O sea, que no todas las cosas podés averiguarlas sien-
do tan buena fisonomista? Me alegro. Eso deja un poco de
lugar para el misterio...
-¿Te gusta hacerte el misterioso?
-No siempre, pero cuando te encontrás con alguien que

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cree saberlo todo de uno empieza a sonar como una bendi-
ción. Y la respuesta a tu pregunta es que sí, me gusta ca-
minar, investigar, meterme en lugares raros...
-Eso lo vamos a hacer, no te preocupes...
-No pienso perdérmelo por nada del...
Mientras caminaban, se iban acercando a la Ciudad Vieja,
cosa que en un primer momento Gonzalo ni notó. La incursión
fue totalmente imprevista. En un momento estaban en la mis-
ma avenida, con los mismos locales que podían estar perfec-
tamente en Lavalle o Florida, en pleno corazón de Buenos
Aires, y al momento siguiente se les aparece, al frente, el
omnipresente río, y a la izquierda, la Ciudad Vieja. Gonza-
lo no pudo menos que quedarse callado. Detuvo su marcha.
Habían llegado adonde él quería estar. Y ahora estaba allí
con Lila. Se quedó mudo, inmóvil, durante unos largos se-
gundos.
-Todo es perfecto –alcanzó a murmurar poco después.

Se internaron en la Ciudad Vieja como quien entra a una


Iglesia, en silencio absoluto. Lila observaba cada tanto de
reojo a Gonzalo, y éste, a su vez, no daba respuestas. Sólo
miraba. Era como estar en un sueño. Se sentía atraído por
esas calles, por cada pedacito de piedra, por cada rincón,
como si esperase que cada lugar le relate su historia. Mu-
chos de estos lugares ya los había visto en fotografías, y
era como sentir que estaba en el lugar donde debía estar,
en un entorno largamente añorado, entrañable e inexplica-
blemente querido.
Recorrieron las callecitas empedradas con lajas puestas
de forma irregular y, a cada paso, Gonzalo se detenía bre-
vemente, como saboreando ese contacto. Dejaron la costa y
pusieron rumbo a las entrañas de este pequeño lugar del

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mundo, tan pequeño y tan cercano que daba la sensación de
escapárseles entre los dedos, para disfrutarlo y degustarlo
como a un buen vino. Por fin llegaron a la puerta de la
ciudad. Gonzalo repasaba me ntalmente lo que conocía de
ella: la puerta o el portón del campo se inauguró en 1745
durante el período del gobernador portugués Vasconce llos.
Si bien hoy estaba restaurada, con los muros hacia los cos-
tados –el que da hacia la playa sobre todo, ya que el otro
fue seccionado a fin de que no pierda continuidad la ciu-
dad-, le da la magnificencia que sin dudas tuvo en sus años
de esplendor. Ima ginarse una puerta es poco compara ndo la
realidad: tal vez la mejor analogía sería la de decir que
habría que imaginarse una entrada a un ca stillo, con foso y
todo. Grandes goznes y bisagras sosteniéndola desde su ba-
se, con inmensas cadenas reteniéndola desde el extremo su-
perior. En la actualidad estaba abierta, como dando la
bienvenida desde ambos extremos del valle que alguna vez
debió ser y ahora era un conglomerado de casas que se aso-
maba desde el lado exterior y un viaje en el tiempo hacia
trescientos años atrás desde el interior.
Gonzalo acarició la puerta y pareció estremecerse, como
si años de secretos escondidos se deslizaran por sus dedos,
y fue allí que recordó –si bien nunca se lo había sacado de
su mente- la presencia de Lila junto a él. Sin dejar de to-
car la puerta con la mano derecha, acarició la mejilla de
Lila con la mano izquierda. Finalmente, dejó la puerta,
abrazó a la muchacha y le dio un profundo beso en la boca.
Cuando se separaron, Lila lo miró a los ojos, le tomó ambas
mejillas con sus manos y rió límpida, cristalinamente.
-¡Ay, Gonzalo! Vamos a hacer muchas cosas juntos vos y
yo.
Volvieron a abrazarse profundamente. Volvieron a caminar

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agarrados de la mano, como si el mundo dependiera de esas
manos juntas, sobre lo que sería el ¨foso¨ de ese puente
levadizo del castillo imaginario, y se quedaron mirando am-
bos lados desde la baranda del puente, la mirada de Gonzalo
perdida entre tanto para ver, el corazón perdido entre tan-
to para sentir.
-Y pensar –exclamó, por fin él- que lo del lado de allá,
o sea, el afuera del muro, en un tiempo fue salvaje.
-Pero no te olvides que, anteriormente, lo de adentro
también fue salvaje, y no había, como todavía permanece
hoy, esta división en el medio, porque hubiera sido ridícu-
la, hubiera sido una división en el medio de la nada –y
aquí Lila cambió de tono, más nostálgico, más triste-.
Siento como una cosa rara con este muro, como si tal vez
tuviésemos la posibilidad de confrontar ambos mundos leja-
nos, y que esos mundos hubieran convergido en este presen-
te, donde aún siguen siendo dos mundos. Sí. El avance del
mundo globalizado parece haber hecho más fuertes aún las
diferencias territoriales. Es como en la Argentina, donde
ganaron los federales para aplicar las leyes más unitarias
que los mismos unitarios se hubieran imaginado.
Gonzalo se sentó en el puente, abrumado. Era como una
bofetada apocalíptica la que le había dado Lila a su visión
perfecta de esta maravilla. Miró a Lila a los ojos, inten-
tando adivinar qué se escondía detrás de esa mirada. Inten-
tó ver más allá de su aspecto de post -adolescente común y
corriente, que no hubiese llamado la atención en ningún lu-
gar de aquellos que él solía frecuentar y, sin embargo, mi-
rándola, cada vez se parecía menos a la imagen de por sí
desconcertante que se estaba formando de ella en su cabeza.
-¿Me vas a decir quién sos de una vez, Lila? –se animó
por fin a preguntar.

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Lila bajó la cabeza, que hasta ese momento contemplaba
con la misma tristeza el muro, el puente, la Ciudad Vieja
más allá y, más acá, las casas comunes de este lado de
afuera de los muros, y poco a poco comenzó a hablar, como
para sí.
-Es difícil ver más allá de lo que las cosas parecen de-
jarnos. Es difícil dejar de lado aquello que alguna vez
fue, también. Sin embargo, los pequeños triunfos de la es-
cala que llamamos raza humana se deben confrontar con aque-
llos otros puntos oscuros que necesitan ser expuestos a la
luz, para ver la totalidad de las cosas. ¿Seremos justos
con la historia si no podemos ponernos en su carne para re-
latarla? ¿Qué nos espera a los seres humanos si todo lo que
nos contamos de generación en generación fuera acaso una
mentira? El pecado de la carne no es el que todos piensan,
Gonzalo. El pecado de la carne es no sobreponerse a una vi-
sión parcial de esa carne anterior, que sufrió y sangró por
todas las maravillas que hoy conocemos por historia -Lila
respiró profundamente antes de continuar, esta vez mirándo-
lo-. Somos lo que alguna vez fuimos, Gonzalo. Si no lo po-
demos ver así, nada de lo que hagamos será lo suficiente-
mente importante como para poder perdurar en el tiempo. Si
finalmente lo que somos no será, mejor es que deambulemos
erráticos, ignorantes del destino final de las cosas. Yo
soy solamente alguien que no se conforma con esa visión del
mundo.
-¿Pero qué hacés acá, por qué conmigo, qué buscas?
-Tengo unos asuntos pendientes aquí en Colonia, y espe-
raba que vos me ayudaras a terminarlos. Por lo demás, yo sé
que este viaje significa mucho para vos, así que si deseás
seguir por tu cuenta, en el momento en el que lo decidas,
estás en libertad de hacerlo.

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-¿Pero de qué hablás, Lila?
Fue lo primero que salió de los labios de Gonzalo. Hasta
ese momento, lo perfecto de la situación había sido la pre-
sencia de ella en todo este viaje. La idea de separarse no
se le había cruzado por su mente ni por un segundo, es más,
ahora que había sido Lila la que lo planteó, el sólo pensar
en seguir solo este viaje lo convertía en un páramo infec-
to, en algo sin sentido. Quería gritar que no, que estaba
dispuesto a seguirla hasta el fin del mundo si eso era pre-
ciso, que lo mágico de todo este viaje comenzó con ella,
pero las palabras hicieron huelga en su boca. Sólo balbucía
que no, que no. Se incorporó y la abrazó muy fuerte, como
para que no se le escape, y luego de unos instantes Lila se
separó y lo tomó por los hombros, mirándolo fijamente a los
ojos, con mirada escrutadora. Finalmente rió y volvió a
abrazarlo fuertemente.
-Entonces está dicho –le susurró al oído-. Seguimos jun-
tos en esto. Hasta el fin. Tenía que dejar la puerta abier-
ta para que te arrepintieras de seguir conmigo, aunque para
serte franca, yo tampoco podría seguir sin vos.
-Creo que ya te amo, Lila.
-Yo hace rato que sé que te amo, Gonzalo.

Se sentaron en unas piedras que encontraron por ahí.


Gonzalo temblaba. Lila se apresuró a buscar agua caliente
para unos mates. El cielo volvía a reaccionar, como si al-
guna vez hubiese sido fuego, más el aire y el viento. Des-
pejó rápidamente. Los minutos que pasó solo le parecieron
interminables a Gonzalo, que estaba empezando a asustarse
de veras de ese frío intenso que había comenzado como un
pequeño ¨chucho¨. Se tocó la frente y la notó fría. Descar-
tó la fiebre. Miró al resto de la gente - ¨turistas como yo

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–pensó-. No. Turistas. Pero no como yo¨-. Todos estaban en
mangas de camisa o en musculosas a pesar de los primeros
aires de mayo. ¨Ellos están tan locos también. Yo tengo ex-
cesivo frío y ellos tienen demasiado calor¨. A lo lejos –
menos de una cuadra-, volvía Lila con el termo en las ma-
nos. Su cara parecía otra vez la que Gonzalo recordaba de
la primera vez que la vio, allá, hace como tres siglos, en
el ferry. Otra vez límpida, otra vez transparente. No que-
daban rastros de la mirada sombría de hacía un rato. Por
momentos, conforme los rayos del sol se cruzaban con su
cuerpo, parecían atravesarla, renovándola y haciéndola eté-
rea hasta tal punto que Gonzalo se sobresaltó con la sensa-
ción de que podría haber desaparecido en la nube, convir-
tiéndose apenas en energía, dejándolo a él sin su materia,
solo. Pero al descubrir que emergía victoriosa de ese baño
de sol, el corazón le latía más deprisa, sabiéndola más
cerca. Estos momentos le hicieron más llevadero el inusual
frío intenso que estaba sintiendo.
-Es demasiado raro este frío que tengo.
-Es normal. Te está afectando.
-¿Un nuevo acertijo, Lila? ¿Cuándo me lo vas a contar
todo?
-Está bien. Tenés ese derecho. Mientras tomamos estos
mates te voy a contar todo lo que deba ser contado.
Prepararon los mates, y Gonzalo temblaba de ansiedad y
de frío. Mientras Lila cebaba el primero comenzó a develar
los misterios de este viaje.
-¿Vos creés en las razones del destino, Gonzalo? Yo sí.
Creo en la causalidad y en los efectos que cada causa pro-
duce. Creo que es necesario dar para tener el privilegio de
recibir y creo que todo lo que alguna vez fue dado debe ser
devuelto. Sé que sos vos quien debe estar hoy aquí conmigo,

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y sé que soy yo la que debe hacer este viaje con vos.
-¿Por eso la pregunta con la que te presentaste?
-Sí. ¿Te acordás que te dije que mis padres se mudaban
mucho? Eso me fue dando una visión muy rara de la realidad.
Tenía mucho tiempo para observar las diferentes raíces de
los distintos lugares y fui desarrollando un instinto de la
historia. Creo que se lo debo también a mis viejos.
-¿A qué se dedican ellos?
-Eran observadores.
-¿Observadores?
-Sí. Un trabajo no muy solicitado dentro de la Comuni-
dad, porque exige demasiado sacrificios. Pero ellos eran
muy buenos en su tarea.
-¿Eran? ¿Comunidad?
-Eran. Murieron el año pasado en un incidente que por
ahora no viene al caso. La Comunidad a la que me refiero es
una comunidad, como decirlo, distinta a otras. La Comunidad
de los Testigos del Tiempo.
-¿Una secta?
-Una comunidad científica. Mis padres eran los integran-
tes de una comunidad secreta que ya casi se ha quedado sin
miembros activos. Todos los otros que conozco son muy vie-
jos para realizar las actividades que exigen esfuerzos. Por
eso, en e ste momento, la Comunidad no tiene observadores.
-Pero sigo sin entender...
-Vamos poco a poco, Gonzalo. La Comunidad de los Testi-
gos del Tiempo podría ser considerada como el intento más
antiguo y más desarrollado para reunir en una misma activi-
dad a cie ntíficos, pensadores, religiosos, maestros de las
artes oscuras, filósofos y demás artes y ciencias que ten-
gan como objeto al hombre. Las primeras reuniones registra-
das datan de hace cientos de años, y en un principio tenían

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sólo como objetivo el estudio y el análisis de la evolución
del ser humano. Conforme pasaron los años, la Comunidad co-
menzó a analizar algunos patrones respecto de la conducta
de la gente, y llegó a la conclusión de que hay otras fuer-
zas más poderosas en danza ante cada capítulo histórico que
determinan el comportamiento humano. Según pasaban las co-
sas, llegaron a la conclusión de que TODO tenía que ver,
desde el más insignificante acto, ha sta el más importante
de la historia de la humanidad, con la simple pero a veces
oculta lucha del mal contra el bien.
-¿Pero este lucha no ha sido ya analizada por otros fi-
lósofos en la historia?
-Sí. Pero no se había llegado a nada concluyente. El de-
sarrollo de toda la teoría es muy complejo, pero por ahora
te puedo decir que hay pruebas. El bien y el mal continua-
mente están en conflicto y, por lo que descubrieron mis pa-
dres en su último viaje, te puedo afirmar que hay hasta lu-
gares físicos donde cada uno de ellos se ha manifestado.
-¿El bien y el mal se han manifestado? ¿Cómo?
-¿No te pasó alguna vez que entrás a algún lugar y te
sentís incómodo, como con ganas de escapar? ¿O en otros,
donde existe una notoria sensación de paz? La Comunidad
llegó a la conclusión de que esto es producido porque en
algunos lugares el bien o el mal se manifiestan más que en
otros, incluso más allá de las pe rsonas que se encuentran
allí, aunque siempre hay un correlato: normalmente, quienes
están ahí suelen caernos bien o mal, según el caso.
-Pero eso es una cuestión de onda con el lugar, no es
una manifestación total de bien o mal.
-No. Pero hay lugares paradigmáticos. La manifestación,
tanto del mal como del bien, tiene que ver con algo que va
más allá de los sentidos. Es una sensación irracional, ani-

19
mal. Tiene que ver con algo atemporal, insólitamente perci-
bido. Se siente casi a nivel piel y es tan fuerte que tras-
pasa incluso el grado de sensibilidad puramente humano.
-¿Cómo es eso?
-Imaginate una película romántica. Según el grado de
sensibilidad, quien la mira puede llorar con la escena del
beso, emocionarse fuertemente o que no le pase nada. Ahora
imaginate una de terror. Lo mismo. Las sensaciones ante una
u otra tiene que ver con cada uno. Bueno, el mal o el bien
puros traspasan esas barreras racionales, te afectan sí o
sí.
-¿Querés decir que el mal se observa en toda su maldad y
el bien en toda su magnitud benéfica?
-Algo así. Sin embargo, hay algo que se mantiene. Los
seres humanos no reaccionamos todos de la misma manera, ni
somos todos iguales, como te decía recién. En la Comunidad
existe la teoría de que el hombre por naturaleza tiene la
tendencia a ser bueno en esencia, pero el camino de la vida
lo lleva a veces a optar por el mal. Un pequeño grupo di-
siente con esta teoría mayormente aceptada y opina todo lo
contrario: que el hombre es por naturaleza bajo, abyecto, y
tenemos que buscar las excepciones para formar una sociedad
mejor. Como sea, la forma en que nos afectan el bien y el
mal puros tampoco es lineal para todos. Los podemos ver en
toda su magnitud, como vos bien decías, pero todavía no sa-
bemos cuánto nos afecta, qué le pasa a cada uno ante cada
sensación.
-¿Y tu misión en Colonia, Lila, es...?
-NUESTRA misión en Colonia, Gonzalo, es observar de cer-
ca el fenómeno, y actuar en consecuencia.
-¿Me estás reclutando como observador? –rió Gonzalo.
-No. Yo misma no lo soy. Soy apenas la hija de un par de

20
ellos, que participó pasivamente en muchos de sus viajes.
Pero nunca me terminó de gustar la idea de observar y nada
más. Quiero participar. No creo en la objetividad que pre-
gonan algunos en la Comunidad, porque no me siento obj etiva
cuando las cosas pasan y nos afectan a todos. Y mucho menos
ahora que mis padres murieron.
-¿Ahora sí podés hablarme de la muerte de tus padres?
-Voy a buscar más agua caliente. Arreglá el mate y des-
pués seguimos charlando.
-¿Te salvó la campana, eh?
Lila se levantó, con una mueca en sus labios, mezcla de
sonrisa triste y gesto de resignación, y raudamente salió
con el termo en busca del almacén donde conseguir agua ca-
liente. Gonzalo se quedó pensativo. Un súbito ataque de
frío volvió a atenazarlo, desprevenido y más fuerte que el
anterior. La belleza que antes se le había aparecido en el
lugar se desvanecía. Su hermosa, soñada Colonia, le parecía
cada vez más nefasta, oscura y fría. Cerró los ojos y apoyó
su cabeza en las rodillas. El sol bajaba rápidamente, como
en un tiempo diferente. Por un instante volvió a abrir los
ojos, y las sombras alargadas de todo lo que lo rodeaba pa-
recían acercársele, amenazantes. Tuvo miedo. La misma sen-
sación que había tenido al despertar esa mañana. Recordó el
toro, el olor. Giró la cabeza hacia la puerta de la Ciudad,
y esta se asemejó a una boca a punto de tragarlo. Saltó rá-
pidamente desde la piedra en la que estaba hacia el costa-
do, y recostó su espalda en el muro que se dirigía al río.
Miró a su izquierda y creyó ver que el río avanzaba para
devorarlo, a pesar de saber que estaba a más de cincuenta
metros de la orilla. Miró hacia delante, en busca de esos
ojos que ya había empezado a conocer, los ojos calmos de
Lila, que ya llegaba de vuelta.

21
-Tenés miedo –adivinó ella.
-Por eso nunca fui buen jugador de truco. Cuando no te-
nía nada se olía a la distancia, lo mismo que cuando ligaba
el ancho de espadas.
-La verdad es que no hace falta mirarte demasiado en
detalle para darse cuenta.
-¿Qué me pasa Lila? De repente, todo lo que me fascinó
hace menos de una hora de este lugar, me da escalofríos...
-Ya te dije, te está afectando. El frío, el miedo, el
cambio de humor con estas hermosas cosas que tenemos aquí
son típicas cuando uno comienza a mirarlas de otra manera.
Y es que si antes veías lo bello, ahora encontrás lo terri-
ble, porque las dos cosas conviven aquí, como en todos la-
dos. Tal vez acá todo sea más patente, porque tenés la his-
toria y los años, esos trescientos años que se ven, se pal-
pan, se huelen. La belleza de la historia, la perpetuidad
de la especie, la magnificencia del arte del mil setecien-
tos, lo exótico y maravilloso. Pero también la muerte, las
matanzas que hubo aquí para defender la muralla, el olor a
pólvora que descargaron los cañones, el llanto, la incom-
prensión humana. Todo eso es el bien y el mal, que muchas
veces, casi todas, conviven hasta en lo cotidiano. Si te
pusieses a ver y a mirar de esta manera la cuadra donde vi-
vís, los árboles, la plaza de tu barrio de la infancia, se-
guramente verías lo mismo, te sentirías igual que ahora. El
truco consiste en no dejarse ganar por la desesperación,
saber que conviven las dos cosas, pero mirarlas de la forma
en que queremos verlas. Sos fuerte Gonzalo. La vida es her-
mosa –Lila acercó ambas manos a la mejilla de Gonzalo-. Ce-
rrá los ojos. Ahora volvé atrás, atrás hasta donde te reen-
cuentres con la ilusión que tenías por hacer este viaje.
Recordá lo que querías ver y cómo querías verlo –Lila lo

22
tomó por los hombros y lo levantó suavemente-. Ahora abrí
los ojos. ¿Ves? ¿Acaso no está todo lo que querías ver?
La expresión de Gonzalo había cambiado. Ya lucía calmo
otra vez. Giró la vista lentamente hacia la izquierda y pu-
do ver el río, que mansamente descansaba a lo lejos. Siguió
con la vista la línea de la muralla y observó la maravilla
de estar al lado de ese muro que se había sostenido por
tantos años en pie. Posó una vez más la mirada en la puerta
de la Ciudad y la vio imponente y espléndida, como una mano
abierta esperando un amigo. Giró la cabeza hacia el inter-
ior de la Ciudad Vieja y la vio, antigua, triste y reful-
gente, con tanto para contar que era un desperdicio perdér-
sela. Bajó la vista y vio las sombras, que ya le parecieron
brazos amigables dispuestos a la caricia. Miró hacia arriba
y vio los ojos de Lila, que lo miraban con una ternura in-
finita. La abrazó fuerte, fuerte, y por sus mejillas roda-
ron lágrimas de f elicidad y alivio.
-No nos dejemos llevar por los fantasmas, Gonzalo. Esta-
mos vivos y tenemos la sensibilidad y la fuerz a para seguir
adelante. Y tenemos una misión que cumplir.
Estuvieron abrazados largamente. Por fin, Gonzalo se
soltó de entre los brazos de Lila, le dio un apasionado be-
so en la boca y se sentó, al tiempo que se enjugaba las lá-
grimas con el pañuelo. El frío ya había pasado por comple-
to.
-Por un momento –explicó Gonzalo con voz queda- creí
volver a mi sueño de esta mañana. El toro...
-¿El toro? –interrumpió bruscamente Lila- ¿Es que acaso
soñaste con un toro?
-Con un toro, muerto a mi lado...
Lila lo miró sorprendida. Gonzalo no sabía la razón.
-De eso hablaremos después –sentenció Lila, cortante-.

23
¡Ay, Gonzalo! Estás más cerca de descubrir tus secretos de
lo que im aginé...
Gonzalo abrazó a Lila sin entender. Comenzaba a dominar
su impaciencia por saber, teniendo la concreta impresión
que todo misterio iba a ser revelado más temprano que tar-
de...
-¿Entonces... tus padres? -preguntó finalmente Gonzalo
luego de un par de mates en silencio.
-Fue en agosto del año pasado. La Comunidad los envió a
un viaje de observación a un lugar donde se tenían referen-
cias vagas de ciertas manifestaciones del bien. Había cier-
tos comentarios respecto a las bondades del lugar y el
efecto positivo, terapéutico que provocaba en la gente. Los
filósofos de la Comunidad de los Testigos del Tiempo esta-
ban eufóricos. Si esto era verdad era como haber recuperado
el Santo Grial. Era un hito dentro de las investigaciones,
su punto culminante. Después de tantos años de teorizar al
respecto, era por fin un objeto de estudio en la práctica.
Mis padres acudieron solos, yo estaba estudiando y me fue
imposible acompañarlos.
-¿Estudiando? ¿Qué estudiás?
-Me recibí a fin de año de Licenciada en Ciencias de la
Comunicación.
-¿Te alejabas de la Comunidad, entonces?
-¿Por qué?
-No sé, supongo que después de tantas experiencias con
tus padres todo habría dado como resultado una carrera de
filosofía, o psicología.
-Ellos, al principio, querían eso para mí, pero siempre
pasa así con los padres. Los viejos esperan que vos sigas
algo, cuando sos muy chica y en realidad no sabés del todo
qué querés, y cuando llega el momento agarrás para otro la-

24
do y se provoca una cierta decepción en ellos -Gonzalo rió-
. ¿Y de qué te reís ahora?
-Supongo que la relación entre padres e hijos seguirá
así por el resto del tiempo. ¡Alguien tendría que inventar
una Comunidad de Estudios de la Relación entre Padres e
Hijos!
-Sí, es verdad. Pero la respuesta a tu pregunta es no.
No me alejaba de la Comunidad. A decir verdad, trataba de
serle más útil desde los tiempos que corren. Incorporarla a
los medios de comunicación, internet y la era digital. Como
sea, no pude ir con mis padres en ese viaje fatídico.
Lila agachó la cabeza, entristecida. Gonzalo tomó la ma-
no d erecha entre las s uyas y la apretó fuertemente.
-Cuando los viejos dieron sus primeros informes telefó-
nicos, todo iba bárbaro. Las primeras pruebas realizadas
dejaban entrever que en un pequeño paraje el bien se mani-
festaba físicamente. No había ninguna duda al respecto. En-
viaron por correo muestras del lugar a la sede de la Comu-
nidad y los Miembros estaban como locos. ¡Era real, Gonza-
lo! ¡El bien ESTABA AHÍ! Conforme fueron pasando los días,
hubo noticias más estremecedoras. Por ese tiempo yo ya es-
taba un poco menos ocupada y podía darme una vuelta todos
los días por la Comunidad y me enteraba casi al momento de
lo que estaba sucediendo. Lo que nos enteramos llenó de jú-
bilo aún mayor a los Miembros y generó una preocupación en
mí. Tal como habían descubierto sin asomo de dudas la mani-
festación del bien, comenzaron a investigar otro lugar,
cerca de allí, donde percibieron la manifestación del mal.
Para los científicos de la Comunidad aquello era una ale-
gría doble, porque podían analizar los dos fenómenos al
mismo tiempo, y era un nuevo motivo de análisis el hecho de
que las manifestaciones se hayan dado en lugares cerca-

25
nos... ¿Acaso una dependía de la otra? ¿Tal vez, como los
polos opuestos de un imán, el bien y el mal se atraían mu-
tuamente? Las posibilidades, para ellos, eran infinitas,
pero nadie se había puesto a pensar en la seguridad de mis
padres, ni siquiera ellos, tan excitados como estaban por
el descubrimiento. Me invadió una gran congoja y comencé a
prepararme para ir a su encuentro. Decidí dejar todo y ver
qué era lo que pasaba con ellos. La mañana anterior a mi
viaje, recibimos la noticia de que, luego de los análisis
preliminares, había llegado el momento de enfrentar al mal
para tomar muestras de su terreno y poder hacer las compa-
raciones pertinentes. Les rogué que por lo menos me espera-
sen un día, sólo un día más antes de llevar a cabo su mi-
sión para poder acompañarlos, pero no me escucharon. Fue lo
último que supimos de ellos con vida. Unas horas antes de
partir a su encuentro, la mañana siguiente, me avisaron que
sus cadáveres aparecieron bajo una pila de escombros en ese
siniestro lugar.
Se hizo el silencio entre los dos. Gonzalo apretaba cada
vez más fuerte la mano de Lila, el mate hacía rato que se
había enfriado, cebado allí, entre ellos. Finalmente, Gon-
zalo se atrevió a preguntar:
-¿Dónde pasó todo esto, Lila?
-¿No lo adivinaste todavía? Fue aquí, en Colonia, Gonza-
lo.

Se estaba haciendo de noche poco a poco. La oscuridad


estaba ganando terreno en Colonia. El atardecer rojizo es-
taba dejando paso a las sombras, y el silencio que los em-
bargaba era ensordecedor. Las novedades habían sido muchas
esa tarde para Gonzalo. El bien y el mal, la lucha milena-
ria. ¡Vaya vacaci ones! Pero no era eso lo que lo molestaba.

26
No podía imaginar otro momento ni otro lugar en el que de-
seara estar más que allí, con Lila y su fantástica histo-
ria. Si algo estaba pasando –y eso era evidente-, él quería
ser parte de ello. Prefería saber.
Mientras estaban ahí, tomados de la mano, en ese silen-
cio reflexivo, Gonzalo miraba pasar a otros turistas, como
él se había imaginado ser: despreocupados, sólo disfrutando
el paisaje, ignorantes de toda esta historia. No. Ya no le
parecía una opción atractiva. Él ya sabía. Y estaba bien
saber. No había vuelta atrás. Saber era sentir y se ntir era
vivir. Lo que fuera que los esperaba debía ser descubierto.
Lo que fuera que los acechaba debía ser develado. El bien
estaba bien, supuso. No se imaginaba qué le generaría a él,
pero creía en el bien. Lo que le preocupaba era el mal,
porque tampoco sabía qué le provocaría. Se imaginó revi-
viendo una vez más la vieja historia del Fausto de Goethe,
con el diablo ofreciéndole mil tentaciones a cambio de su
alma. Le preocupó su fortaleza, su entereza para soportar-
lo. Acaso incluso para soportar el bien. Lila lo observaba
como sólo ella podría hacerlo. Escudriñándolo por dentro,
adivinando cada duda y cada certeza en su interior.
-No te preocupes –le dijo ella finalmente-. Vamos a po-
der.
-Me preocupa no estar a la altura del conflicto, Lila.
¿Qué tal si en vez de ser una ayuda me convierto en una
carga, en una molestia, o incluso peor, me vuelvo en tu co-
ntra?
-Estoy tan segura de vos como de mí misma. Lo que quiere
decir que no tengo idea de lo que nos puede pasar. ¿Qué tal
si soy yo la que flaqueo? No tengo parangones para medir lo
que nos espera. La información que la Comunidad llegó a ma-
nejar es pura conjetura. Sabemos que el bien existe allí,

27
pero no tengo idea del poder del lugar en el lugar mismo.
Sólo sé cómo afecta una pequeña porción de arena en un la-
boratorio. Y por cierto no tengo ni idea de cómo nos afec-
tará el mal. No quiero imaginármelo por ahora.
-¿Por qué esperaste casi un año para venir aquí? ¿Qué
pasó desde entonces?
-Fue una decisión difícil. Mi deseo era venir de inme-
diato, pero en la Comunidad ya no quedaban observadores, y
la muerte de mis padres llenó de precauciones a todos los
Miembros. Esa precaución que no tuvieron antes, emergió
multiplicada cuando conocieron mis intenciones de viajar
pronto. Me lo prohibi eron, a pesar de estar ellos mismos
interesados en volver aquí cuanto antes. Dijeron que en to-
do caso debía estar preparada antes de enfrentar este reto.
Estuve varios meses cumpliendo con un entrenamiento inten-
sivo a fin de convertirme por lo menos en una cadete obser-
vadora, y eso que varias pruebas pude saltearlas dada la
experiencia que había acumulado acompañando a mis padres.
Pero lo que ellos decían en parte me convenció de hacerles
caso. Dijeron que una cosa es acompañar y otra cosa es ser
protagonista, con la responsabilidad en la toma de decisio-
nes que ello implica. Decidí estar lo mejor preparada posi-
ble para este encuentro. Los gurúes y astrólogos me augura-
ron que en el viaje me encontraría con alguien que me acom-
pañaría en la tarea, pero hasta donde o qué papel jugaría
esta persona en la historia no lo dijeron. Cuando finalmen-
te estuve preparada, nos llegaron rumores de que el mal, en
su espacio, se estaba haciendo más fuerte. Fue allí que los
Miembros comenzaron una larguísima discusión acerca de qué
hacer con este mal llegado el momento. Algunos, entre los
que me contaba, opinábamos que el mal como tal merecía ser
destruido sin vacilación, y sopesábamos las diferentes for-

28
mas para hacerlo. Otros pensaban que no debíamos sino ana-
lizarlo para seguir fielmente el postulado de la Comunidad
de la no-intervención. Otros creían que destruyéndolo alte-
raríamos el equilibrio natural de las cosas y otros habla-
ban incluso de que había que preservarlo para que el bien
sobreviviese. No había una postura común respecto de lo que
debíamos hacer. Este retraso fue trágico y a la vez provi-
dencial. Trágico porque veíamos como poco a poco el mal se
iba fortaleciendo, lo que nos preocupaba a quienes quería-
mos destruirlo y veíamos que cada vez iba a ser más difícil
hacerlo, y les preocupaba a los que abogaban por mantener
el equilibrio, al ver que la balanza se iba inclinando
hacia el mal irremediablemente. Pero fue providencial por
el descubrimiento que hizo uno de los Miembros Mayores,
quien ¨autodesobedeciéndose¨, realizó un viaje a Colonia
para ver de cerca estos dos fenómenos y analizar un pasaje
que podría echar alguna luz sobre lo que aquí está suce-
diendo y cómo podemos resolver el siguiente paso.
-¿Y qué fue lo que descubrió?
-No lo sé aún. El doctor Dreyfuss está ahora en Colonia,
y es en su casa donde vamos a refugiarnos esta noche. Él
nos dirá qué debemos hacer.
-¿Y qué tal es este doctor?
-Es un sabio, un genio. Y como todo sabio, un poco ex-
céntrico, un poco loco y sumamente locuaz. No debés dejar
que te amedrente ni que te confunda. Es muy mañero, pero no
elegiría otro Miembro Mayor para que esté con nosotros en
este momento. Puede llegar a ser muy vueltero con sus deci-
siones, pero cuando se decide, es temiblemente resuelto. Y,
además, es mi abu elo.
-¿Tu abuelo? ¿Y querrá conocerme o se va a poner en vi-
gilante de la nieta?

29
-En este momento creo que lo único que lo mueve es ese
dichoso Sendero –rió Lila-. Pero por las dudas mejor cuida-
te.
-Ahora me quedo más tranquilo.
-Muy bien. Ya está oscureciendo y tenemos que andar al-
gunas cuadras todavía para encontrarnos con él. ¿Qué te pa-
rece si antes comemos algo?
-¿No será hacerlo esperar al don doctor?
-No. No sabía bien el momento de mi llegada. Y conocién-
dolo, es mejor comer antes porque dudo que te nga una mise-
rable salchicha en su heladera.
-Vamos entonces.
Caminaron las dos cuadras y media que los separaba de la
avenida Flores, el ¨corazón¨ de Colonia, y decidieron bus-
car una pizzería barata. Encontraron un restaurante pizze-
ría donde la pizza de tomate estaba 35 pesos uruguayos y
decidieron e ntrar. Gonzalo pidió el menú.
-¿Pero no habíamos quedado en qué íbamos a comer, Gonza-
lo?
-Sí, pero de todas maneras a mí siempre me gusta chus-
mear el menú. Además, tenemos que ver el precio de la cer-
veza. ¿Porque tomás cerveza, no? –Lila asintió - A ver, vea-
mos... ¡pero! ¡Mirá esto! ¡La pizza de tomates es una y la
que viene con muzzarella es otra! Cuesta once pesos más.
-¡Uy, es cierto! –al decir esto Lila puso su mano dere-
cha en la frente, como re cordando-. Los precios de las co-
midas acá son todos con ingredientes.
-¡Es la primera vez que escucho que la muzzarella es un
ingrediente!
-Hicimos pocos kilómetros, Gonzalo, pero estamos en otro
país, y hay que amoldarse a las costumbres locales. Si que-
rés pizza con muzzarella, tenés que pedirla con muzzarella.

30
-¡Son 46 pesos! A ver... son más o menos cuatro pesos
argentinos. No es tan barata como las pizzas baratas de Ar-
gentina, pero va bien.
-¡Fijate las pastas! –arremetió Lila.
-¿Ahora querés comer pastas también?
-No. Haceme caso.
-Unos ravioles por 35 pesos...
-Pará. Fijate más abajo. Ahí. ¿Ves? Te ponen el precio
de las salsas e incluyen la salsa de tomate.
-O sea que si pedís ravioles solos...
-Eso es exactamente lo que te dan. Sin ninguna salsa.
-¡Qué loco! No se me hubiera ocurrido nunca.
Llamaron entonces al mozo y pidieron finalmente una piz-
za grande de muzzarella con una botella de litro de cerve-
za. Comieron ávidamente y en silencio: los mates de la tar-
de no habían mitigado el hambre. Cuando terminaron de co-
mer, Gonzalo sacó un c igarrillo. Lila lo miró extrañada.
-¿Qué, te molesta que fume?
-No es eso. Es que es el primero que te prendés desde
que nos vimos esta mañana.
-¡Esta mañana! Es cierto. Apenas nos conocimos hoy, aun-
que fue un día tan largo y tan intenso que me parece que
nos conocemos de toda la vida.
-A mí me pasa lo mismo. Fueron demasiadas las cosas que
te conté hoy.
-Era necesario. Lo más increíble es que me cambiaste to-
dos, pero absolutamente todos los planes que tenía para es-
te viaje y no me molesta en lo más mínimo. Ni siquiera me
acordé de fumar hoy. Ahora, de sobremesa, ya más tranquilo
y con menos preguntas que hoy al mediodía, recién sentí ga-
nas de regalarme un cigarrillo. ¿Vos no fumás?
-No. Probé hace un tiempo pero después dejé.

31
-Es un vicio raro. Uno empieza como para ver qué y des-
pués se lo toma como una costumbre, para tener algo en la
mano. Hay veces que se fuman solos, en el cenicero. Cuando
te querés acordar y lo vas a pitar, ya está consumido.
-Mis viejos fumaban algo, excepto cuando estaban con mi
abuelo.
-¡Don Dreyfuss! ¿No es hora de ir a verlo?
Pagaron la cuenta y salieron. La noche era ya cerrada.
La luna había faltado a la cita cobijándose sobre un ma nto
de nubes que habían salido de quién sabe donde, tal vez
eran las mismas que habían ido a comer a Buenos Aires por
la mañana, ya que se las veía regordetas y rozagantes, ame-
nazando lluvia nuevamente.
-¿Hacia dónde vamos, Lila?
-Tengo la dirección por aquí, en el bolsillo, esperá.
Sí. Es en la Avenida Roosevelt, enfrente del Casino. Según
los lugar eños, estamos lejos.
-¿Ocho cuadras? -rió Gonzalo.
-Yo diría que un poco más. Y no termino de ubicarme.
¿Qué te parece si tomamos un taxi?
-Hecho. Mirá, vamos allá que hay una parada.
Cruzaron la calle y, en la esquina de la misma avenida,
se encontraron con una garita de fibra de vidrio con el ró-
tulo ¨TAXI¨ en grande. La puerta estaba abierta de par en
par. Dentro del habitáculo, de más o menos un metro cuadra-
do, encontraron un estante con un televisor portátil encen-
dido en el que se veía un partido de fútbol –Gonzalo acertó
en saber que uno de los equipos era Peñarol de Montevideo-,
y al lado un termo y un mate cebado. El taxi estaba esta-
cionado, vacío y oscuro, en la calle lateral, al lado de la
garita.
-Habrá ido al baño –señaló Lila.

32
Decidieron esperar. Pasaron cinco, diez, quince minutos
y el chofer no aparecía. Impacientes, se miraron con cara
de qué hacer. Finalmente Gonzalo observó a unos agentes a
mitad de cuadra.
-Voy a preguntarle a los policías que están allá, a ver
si saben algo.
-Está bien. Yo te espero acá.
Lila se sentó en el cordón de la vereda, mientras veía
como Gonzalo se alejaba. Realmente le gustaba ese chico.
Repasó levemente el día de hoy, con todas las alternativas
de su postergado regreso a Colonia. Le había hecho bien po-
der charlar con alguien, realmente poder confiarle todo. Y,
además, contar con un compañero incondicional. No veía como
un retraso el día que había pasado sin ir a lo de su abue-
lo, sino más bien como una preparación necesaria. Sus pen-
samientos fueron con su abuelo Gaspar. ¿Qué habría encon-
trado? ¿Sabría por fin de qué se trataba ese Sendero? No
pudo pensar más, Gonzalo volvía, extrañamente risueño, como
hablando solo y por momentos riendo a carcajadas.
-¡Estos uruguayos son increíbles! –dijo al fin, sin pa-
rar de reír.
-¿Por qué? ¿Qué pasó?
-Fui y le pregunté al policía por el taxista, y le conté
cómo estaba todo acá, todo abierto y qu e no había nadie.
¿Sabés lo que me contestó? ¨Se debe haber ido¨. ¡Así, con
toda naturalidad!
-¡Parece que el tema seguridad no los preocupa demasia-
do!
-¡La verdad! Me lo dijo de una forma que parecía que no
tenía idea de cuando volvería, pero que dos cuadras más
allá hay otra parada... ¿Vamos?
Se pusieron en marcha. Caminaron en silencio. Llegaron

33
dos cuadras más allá, en la esquina de una plaza de la cual
Gonzalo no sabía el nombre, donde esperaban, ahí sí, dos
taxis con sus respectivos choferes. Subieron al primero y
Lila le dio la dirección hacia dónde se dirigían. Fue un
viaje corto, unas diez o doce cuadras contó Gonzalo. Las
calles transversales que circulaban estaban casi a oscuras.
El paisaje se desdibujaba por la noche y era difíc il saber
bien dónde estaban. Llegaron. Gonzalo pagó –veintidós pesos
uruguayos -, y bajaron. Frente a ellos se encontraba el lu-
gar donde se encontrarían con el doctor Gaspar Dreyfuss:
una casa pequeña, bien cuidada, con dos amplios ventanales
hacia la calle de cortinas color natural, uno de los cuales
dejaba ver luz del interior.
-¿Esta casa es de tu abuelo?
-Sí. Por lo que sé la tuvo siempre. Aquí vine la última
vez que estuve en Colonia. Eso fue lo que le molestó más.
Toda su vida estuvo por lo menos un par de veces por año
aquí. Creía conocer bien la zona. El primer informe a al
Comunidad lo elevó él, pero nunca imaginó las consecuen-
cias. Creo que por eso se siente un poco responsable de lo
que pasó con mis padres.
Lila tocó el timbre. Eran pasadas las diez de la noche,
por lo que Gonzalo se preguntaba si no hubiese sido mejor
llegar antes. Se escuchó una voz clara y fuerte que de
adentro les dijo ¨¡Ya va!¨. Segundos después la puerta se
abrió.
-¡Lila, me preguntaba cuándo vendrían! ¡Y vos debés ser
Gonzalo! ¡Pasen, pasen!
A Gonzalo le sorprendió la postura del doctor. Se imagi-
naba un anciano encorvado, un poco obeso y de mirada bona-
chona. Lo que encontró fue un hombre alto, robusto, de más
de un metro noventa, de sesenta y tantos años, de espaldas

34
anchas, perfectamente erguido, de voz potente y segura y
mirada escrutadora. Mientras pasaban, no pudo evitar una
sonrisa cuando el hombr etón apretujó a su nieta entre sus
brazos. Finalmente, le dio la mano, firme y segura, tan
firme que los dedos de Gonzalo se quejaron un poco, pero
que mantuvo.
-¡Tan buen observador como su nieta, me imagino!
-¡No, de ninguna manera! La capacidad de observación de
mi familia la tienen definitivamente las mujeres. Lila la
heredó de Amanda, su madre. ¿Por qué lo decís?
-Porque ni bien me vio, usted ya sabía mi nombre –
respondió Gonzalo, confundido.
-¡Tonto! –replicó Lila con una sonrisa- ¡Lo que pasa es
que cuando fui a buscar agua caliente para el mate la pri-
mera vez, aproveché y lo llamé por teléfono!
-¡Pero si me dijiste que tu abuelo no sabía cuándo lle-
gabas! –protestó Gonzalo.
-¡Hijo! –le dijo firmemente el doctor Dreyfuss a Gonza-
lo, mientras le apoyaba su manaza derecha en el hombro- Si
estás acá es porque vas a seguir con nosotros por un tiem-
po. Y a juzgar por como se miran, ha de ser un tiempo lar-
go. Por eso me permito darte un consejo acerca de las muje-
res de esta familia. ¡Recibí todo lo que ellas te den con
júbilo, no expreses ningún resentimiento por lo que te
ocultan, porque lo hacen por tu bien o es inofensivo, y
confiá en ellas tan ciegamente como si confiaras en vos
mismo! Pero pasen, pónganse cómodos. ¿Me imagino que ya
habrán comido, no?
-¡Te conozco, abuelo! No queríamos seguir famélicos has-
ta que a vos se te ocurriera comer.
-Bien, bien.
Caminaron hacia un rincón del living, al único en verdad

35
habitable de aquella habitación. Ésta era de cuatro por
cuatro metros, absolutamente vacía, excepto por tres coji-
nes en el piso, hacia atrás y hacia la izquierda. Se diri-
gieron allí. Una pequeña mesita ratona completaba el mobi-
liario, y una frase, enmarcada en un pequeño cuadro, en
fondo negro con letras blancas, rezaba: ¨Para pensar, para
dialogar, para elegir el camino a seguir, LA NADA¨. Gonzalo
se quedó mirando unos momentos aquella frase.
-Este es mi lugar favorito de toda la casa, Gonzalo. Me
siento por horas aquí, sin nada que distraiga mi mente.
-Debo admitir que es... especial, doctor Dreyfuss –
arriesgó Gonzalo mientras se sentaba.
-Sólo Gaspar para vos, muchacho.
-De acuerdo, Gaspar. Le agradezco la confianza –Gonzalo
permanecía con su bolso entre las piernas, mientras hablaba
comenzó a depositarlo en el piso.
-¡No! –gritó Dreyfuss desaforado y Gonzalo se paralizó-
¡No dejes el bolso en el piso! –esta frase la deslizó como
con miedo y echando una mirada alrededor -. La maldad se
traslada por el piso desnudo, repta y se concentra sobre
los efectos personales. ¡Nunca debés dejar nada tuyo en el
piso de esta casa!
-Lo lamento, no sabía –al decir esto, Gonzalo desandó
lentamente el movimiento de su brazo y volvió a dejar el
bolso sobre sus piernas. Recordó las palabras de Lila acer-
ca de las particularidades de su abuelo. Ella notó su inco-
modidad y ac udió en su ayuda.
-¡Perdoname, abuelo! Fue mi culpa no haberle explicado
algunas cosas a Gonzalo respecto de esta casa. No se depo-
sitan objetos personales en el piso, ningún huésped levanta
la voz, NO SE FUMA –miró con profundidad a Gonzalo, como
advirtiéndolo ante otro posible desliz-, pero es que habla-

36
mos de demasiadas cosas el día de hoy y tenía que ponerlo
al tanto de muchos otros temas. Además... ¡no iba a perder-
me la oportunidad de verte otra vez gruñendo, viejo casca-
rrabias!
Ambos rieron y Gonzalo se les sumó, nerviosamente.
-Tenés razón, Lila. Creo que el recibimiento no fue muy
bueno. Vos me conocés bien –y mirando a Gonzalo-. ¡Y vos me
vas a empezar a conocer! Así soy yo. ¨La grandeza está en
las pequeñas cosas¨ , dijeron allá, por el mil ochocientos
los grandes pensadores, y quizás aquellos que aún no lo han
pensado deberían hacerlo, porque quién nace cascarrabias
seguirá siéndolo en esas pequeñas cosas que hace. Es muy
difícil desprenderse de los estigmas, y ellos, como estig-
mas que son tienen su lado negativo. En realidad, todo es-
tigma como tal es negativo, por que hasta aqu ello positivo
que se convierte en estigmático termina por añadidura con-
virtiéndose en algo negativo. Pero dejemos esto. ¿Me tra-
jiste lo que te pedí, Lila?
-Por supuesto.
Lila abrió su billetera, sacó un papel prolijamente do-
blado, que extendió a su abuelo, el que sacó del bolsillo
derecho de su camisa un par de lentes de lectura y comenzó
a observarlo, comentando como para sí algún ¨¡Ajá!¨. Lila y
Gonzalo observaron en silencio. Finalmente Dreyfuss levantó
la vista, se sacó los lentes, dobló nuevamente el papel y
se lo guardó en el bolsillo del pantalón.
-Basándome en estos papeles que me trajiste, Lila, debo
estudiar algunos datos más antes de concluir con el análi-
sis. ¡Muy bien! –se levantó súbita y ágilmente, como invi-
tándolos a hacer lo mismo- ¡Tengo que trabajar, y ustedes
tienen que dormir! Traeré otros papeles para analizar y me
voy a quedar toda la noche acá. ¡Buenas noches! Mañana

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hablamos.
Dio media vuelta y enfiló hacia uno de los cuartos.
Gonzalo quedó medio conmocionado po r la brusquedad del
fin de la charla y todo el episodio anterior.
-¡Tipo extraño tu abuelo! -atinó a murmurarle a Lila.
-¡Lo soy! –se escuchó desde la otra habitación.
-¡Y con un excelente oído! –rió Lila, al tiempo que to-
maba a Gonzalo por el hombro y lo llevaba a otra habitación
hacia el fondo de la casa, caminando por un pasillo que
atravesaba la cocina. Abrió la puerta, prendió la luz, y se
encontraron con una habitación con dos camas y un modular.
-Aquí dormiremos –dijo Lila.
-¿Dormiremos en la misma habitación?
-¿Qué? ¿Tenés miedo que te ataque de noche? –le respon-
dió Lila mientras le hacía cosquillas que Gonzalo no con-
testó. Cuando cesó el momento fue él quien la agarró y la
besó larg amente.
-Te amo Gonzalo, pero no pienses en nada raro. Esta es
la casa de mi abuelo.
-Te aseguro que me cuesta no pensar, Lila. ¡Pero pienso
en lo que me puede hacer tu abuelo y prefiero esperar nues-
tro momento! –se sentaron cada uno en su cama- ¿Qué era ese
papel que le diste?
-Un análisis orogr áfico que hizo la Comunidad sobre Co-
lonia, más algunos datos por satélite que consiguieron en
Washington.
-¿Y cómo consiguieron papeles de Washington?
-¿Creés que la Comunidad funciona solamente en Argenti-
na? Te lo dije, es muy vieja. Y si bien cada uno se ocupa
de su zona de influencia, por llamarla así, esto es muy
importante y contamos con ayuda de muchos lados.
-¿Y por qué no vinieron observadores de otros países,

38
sabiendo que aquí no hay, entonces?
-Nadie quiere arriesgarse aún. El debate que se generó
en Buenos Aires se trasladó a todo el mundo acerca de la
intervención o no en fenómenos aparentemente naturales, pe-
ro hasta que se pongan de acuerdo en las diferentes sedes,
esto sigue siendo un problema local, así que estamos solos.
Sin más personal ni nadie que tome las decisiones por noso-
tros, aunque podemos disponer del apoyo tecnológico de
otras regiones si es necesario. ¡Y ahora vamos a dormir,
que si el día de hoy te pareció largo y extraño, conociendo
a mi abuelo todavía no pasó nada!
Se dieron otro beso, esta vez más breve, y Lila apagó la
luz. Gonzalo se quedó pensando, con las manos atrás de la
cabeza, en todo lo que había pasado y adivinando lo que
vendría. Finalmente se durmió, y soñó con un estadio de
fútbol vacío, con él en el medio de la cancha, sentado en
un cojín y con su bolso entre las piernas.

39
DOS

Cuando Gonzalo despertó, Lila ya se había levantado. Mi-


ró la hora y vio que eran las nueve. No pensó que había
dormido tanto, aunque no le extrañó demasiado. Se puso con-
tento, a pesar de que comenzó a levantarse apurado: por lo
menos descansó lo suficiente como para empezar otro día que
suponía cargado de sorpresas. Tomó algo de ropa de su bolso
y se dispuso a darse un baño. Tardó sólo unos minutos, como
cuando salía apurado para el trabajo, y la sensación fue un
poco extraña cuando, luego de vestirse, se sorprendió de
que la urgencia no era la cotidiana, sino que estaba donde
estaba, metido en esta aventura que nunca se hubiese imagi-
nado. Respiró profundo y se dirigió a la cocina, donde Lila
ya estaba desayunando: café con leche y facturas.
-Buenos días –dijo Lila al verlo, al tiempo que le ser-
vía su taza correspondiente -. Dormiste bien, supongo.
-La verdad que sí, creo que hasta de más.
-No había apuro, por eso no te desperté. Yo me levanté
temprano para llenar un poco la alacena, porque como lo su-
ponía, en toda la casa no había una mísera papa frita, y de

40
paso pr eparé el desayuno.
-¿Tu abuelo?
-Todavía en el living, revisando sus papeles –Lila, al
ver que Gonzalo hacía el ademán de levantarse para ir a sa-
ludarlo, levantó su mano derecha con una señal de alto-. Y
no le gusta que lo interrumpan para nada.
Gonzalo volvió a sentarse, y desayunaron casi sin inter-
cambio de palabras. Cuando terminaron, Li la recogió las ta-
zas y las dejó descuidadamente en la pileta. Gonzalo se
dispuso a lavarlas.
-Nadie lava la vajilla en esta casa...
-...excepto tu abuelo –completó Gonzalo levantando las
dos palmas-. Por lo que veo, hay muchas reglas esta casa.
-Y así funciona todo mejor para mí –se dieron vuelta y
vieron que el doctor Dreyfuss estaba en la arcada de la co-
cina, contemplándolos-. ¡Buenos días! ¡Y no hay más tiempo
para fo rmalismos! Vengan, vengan.
Lila y Gonzalo siguieron el ademán que con la man o iz-
quierda les hacía el doctor, invitándolos a pasar al li-
ving. Otra vez se sentaron en los cojines, pero esta vez la
mesita ratona aparecía repleta de papeles desordenados.
-Muy bien –prosiguió el doctor Dreyfuss-. Mientras uste-
des remoloneaban estuve comparando notas, y por más que me
esforcé no pude encontrar una solución directa. Ya te habrá
puesto Lila en antecedentes, Gonzalo, respecto de por qué
estamos aquí. Pero eso según lo que ella sabía hasta ese
momento. Es decir, un lugar donde se manifies ta el bien, y
un lugar donde hace lo propio el mal, que confirmamos en
indeseables circunstancias –cuando dijo esto, la voz del
doctor pareció flaquear. Se aclaró la garganta y prosiguió-
. Mi llegada a Colonia, hace tres semanas, fue para confir-
mar una información que siempre estuvo conmigo, en reali-

41
dad. Claro que no había relación alguna con nada, y era lo
que consideré un fenómeno aislado, por ese entonces. Verán,
por mucho tiempo, Colonia fue como un pasatiempo, misterio-
so y subyugante para mí. Hace algunos años encontré un pa-
saje, un Sendero, que me pareció siempre asombroso. La ve-
getación y el microclima que se daban allí me hablaban de
algo fuera de lo común. Sin embargo, nunca pude determinar
el por qué de tremenda atracción con el lugar. Finalmente
atribuí mi interés a una cuestión meramente fanática del
cientificismo con el que intento analizar todo, esa manía
de no disfrutar nunca de las cosas sin ponerme a buscar la
razón. Fue entonces cuando tomé muestras del lugar y reali-
cé algunos análisis. A medida que pasó el tiempo fui con
cierta asiduidad al lugar para buscar lo contrario, es de-
cir, tratar de encontrar el placer neófito de quien está
bien en un lugar y no se pregunta ni cuestiona nada. Jamás
volveré a cometer un error semejante y dudo que otro fallo
en mi discernimiento tenga peores consecuencias que éste
que ya cometí. Lo que pasó después fue el tiempo. No podía
internarme en la espesura como antes, cuando dejé muchos
lugares sin explorar, y cada vez dejaba de intentarlo más.
Como resultado, sólo me llevaba una silla plegable, me sen-
taba en el comienzo del Sendero y así pasaba mi tiempo,
pensando en cosas que yo creía más importantes. ¡Idiota de
mí! Había allí un misterio mayor que el que nunca me hubie-
se imaginado. Cuando comenzaron a llegarme noticias sobre
un lugar aquí en Colonia donde se habría manifestado el
bien, sólo envié el informe a Buenos Aires para que los ob-
servadores se hicieran cargo. Después de un tiempo pedí in-
formación allá, acerca de ese lugar, y automát icamente creí
que se trataría de mi Sendero, pero ¡sorpresa!, las coorde-
nadas no coincidían. Eso estaba pasando en otro lugar –Lila

42
asentía de vez en cuando, como conociendo parte de la his-
toria. Gonzalo sólo miraba fijamente al doctor, esforzando
su atención para no perder detalle-. ¡Ni se me ocurrió en-
tonces intentar relacionar estos fenómenos, doblemente
idiota! Cuando tu madre –miró a Lila con una mezcla de ter-
nura y dolor - y tu padre fueron designados para venir como
observadores, yo estaba en Buenos Aires y era uno de los
que estaba tan excitado con la investigación que no podía
ver, no podía respirar otra cosa que la cercanía de un des-
cubrimiento asombroso que, claro, era misión de los obser-
vadores. Las pruebas eran irrefutables, tanto que no había
sino euforia en nosotros. Para cuando llegaron las noticias
acerca de las manifestaciones del mal todos estábamos exci-
tados y yo me había olvidado por completo del Sendero.
¡Triplemente idiota! Lila –al hablarle nuevamente, tomó en-
tre sus manos la mano derecha de ella-, jamás me voy a
arrepentir tanto de algo que no hice como de no haber dete-
nido a Amanda y a Luis para que no sigan adelante solos.
¡Si hasta me burlé de vos acerca de tus miedos! –sacudió la
cabeza intentando reponerse, sus ojos estaban vidri osos.
Soltó bruscamente la mano de Lila -¡Pero lo hecho, hecho
está, y lo que no se hizo no se hará jamás! Así que ellos
fueron a ver dónde se manifestaba la maldad y allí murie-
ron. No tenemos por lo tanto en el laboratorio de la Comu-
nidad ninguna prueba de esta existencia, pero a juzgar por
los resultados sabemos que ahí está.
-¿Y la manifestación del mal ocurrió allí, en su Sende-
ro? –indagó Gonzalo.
-No, fue mucho más lejos.
-¿Y cuál es el papel que juega en esto el Sendero? ¿Lo
descubriste, abuelo?
-Ese es el misterio que todavía me carcome y no termino

43
de comprender. Desde que llegué aquí me estuve esforzando
para intentar entender cómo y de qué manera había represen-
tado su papel el Sendero en esta nefasta partida de aje-
drez, porque para mí era evidente que algo tenía que ver
con todo esto. No me es posible analizar ahora este fenóme-
no en forma separada de los otros dos. Tampoco me parece
viable la casualidad, ya que científicamente detesto la
idea de que ella exista, y mucho menos en este caso. No.
Hay una conexión, TIENE que haberla. Al principio pensé que
podía ser eso, una conexión, prec isamente un pasaje entre
los dos lugares, alimentando la teoría de que ambos polos
debían atraerse después de concentrarse, pero la ubicación
geográfica primero y la confirmación geológica que me tra-
jiste anoche, Lila, después, corrigieron mi error. Miren –
el doctor desplegó entonces un mapa de Colonia que estaba
doblado sobre la pila de papeles, en la mesita-. Aquí, en
el centro, sobre la playa, se manifestó el bien. Aquí en el
norte, sobre la herradura costera, a cinco cuadras del río,
se manifestó el mal. Si hablamos en términos geográficos,
lo lógico es que el pasaje estuviera entre ambos. O si fue-
se un camino que se abriera desde uno hacia el otro, ten-
dríamos que decir que desde el mal, al norte, el Sendero se
abriría hacia el sur, o desde el bien, al sur, el Sendero
caminase hacia el norte. ¿Me siguen? –ambos asintieron - Sin
embargo, el Sendero se ubica aquí, desde el centro de la
playa, o sea, cerca de la manifestación del bi en, ¡hacia el
sur!
-Se aleja –acotó Lila-. No tiene sentido.
-Eso es lo que pensé yo, pero esperaba una confirmación
de los datos orográficos logrados por satélite. Verán, EN
TEORÍA, (porque la Comunidad es la primera vez que se topa
con estas manifestaciones en la práctica), en teoría, cier-

44
tas cadenas tectónicas terrestres tendrían la capacidad de
rechazar esta clase de fenómenos. Entonces, si el suelo
cretáceo, o sea, el de tercera generación, el que está muy
abajo, muy adentro en la conformación terrestre, es muy du-
ro, por más que tengamos arena arriba, es probable que di-
cho suelo rechace el fenómeno del Sendero. Entonces tal
vez, si la atracción es muy grande, el pasaje busque otro
camino para llegar a su objetivo.
-¿Quiere decir, hasta tal vez empezar por otro lado, es-
quivar el suelo duro y volver hacia su objetivo? –arriesgó
Gonzalo.
-Exacto. Lamentablemente, el informe del satélite es muy
claro al respecto: No hay suelo cretáceo duro por esta zo-
na, por lo que esta teoría también queda descartada.
-¿Y entonces? –Lila apoyó sus manos en la mesita ratona,
ansiosa.
-Entonces todavía no encuentro la solución. Tiene que
haberla, sólo que por ahora está vedada a mis ojos. Tengo
la sensación de que la respuesta está delante mío, sólo que
no puedo descubrirla. Como primera medida debemos seguir
adelante con la investigación, esta vez tomando más precau-
ciones, pero no veo otra alternativa más que hacer un estu-
dio de campo.
-¿O sea, vamos a ir los tres al Sendero, Gaspar? -
interrogó Gonzalo.
-Parte del camino sí, muchacho. Que no te engañe mi apa-
rente fortaleza. Ya no puedo ir a todos los lugares que mi
mente quisiera. El tramo más difícil tendrán que hacerlo
solos. Sin embargo, no hay apuro por tomar ese camino. A
veces la necesidad es la madre de la desgracia, dicen, y
vamos a esperar ha sta estar más seguros de algunas cosas.
Lo primero será ir a Bahía Tranquilidad, como Amanda y Luis

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bautizaron al lugar donde se manifiesta el bien, y realizar
un análisis más exhaustivo, para ver en qué nos puede ayu-
dar todo ese bien en esta lucha.
-Pero no entiendo –dijo Gonzalo con un ademán-. Lila,
vos me dijiste que tus padres habían recogido muestras de
esa Bahía Tranquilidad, que las habían analizado y que es-
taban seguros que había algo así como ¨bien¨ concentrado.
Tampoco sé cómo hicieron esas pruebas, pero de todas mane-
ras, y si ya tienen algunas muestras... ¿Para qué volver
allá?
-Las muestras siguen en Buenos Aires, Gonzalo –contestó
Lila-. Y tiene razón el abuelo: es necesario volver para
ver si podemos encontrar algo más. Mis padres sólo investi-
garon superficialmente, con la idea de volver, pero... no
pudieron hacerlo. Eso nos toca a nosotros.
-Y en cuanto a los métodos utilizados para probar su au-
tenticidad, es necesario decir que no existen aparatos ta-
les como los ¨bienómetros¨ o los ¨malómetros¨, que nos mar-
quen su intensidad en el plano terrestre, pero debo decir-
te, muchacho, que existen formas de probar de qué se tratan
estos materiales. Cuando analicemos las próximas muestras
que traigamos vas a empezar a entender cómo lo hacemos, no
te preocupes.
-Eso es otra cosa que sí me preocupa, Gaspar. Lila tam-
bién me contó que estuvo un buen tiempo entrenando como ob-
servadora, y que ustedes en la Comunidad no la dejaron ve-
nir hasta que estuviera preparada. Ahora bien –abrió los
brazos y extendió las palmas hacia arriba -, yo hasta ayer a
la mañana no tenía ningún conocimiento de toda esta histo-
ria... ¿cómo hago para saber lo que tengo que hacer en ape-
nas unas pocas horas? ¿Qué es lo que se espera de mí?
-Razonamiento, Gonzalo, preguntas tan simples acaso que

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nosotros los iniciados no nos las hacemos por considerar
las respuestas obvias y quizás no lo sean tanto. Compañía,
un alma fuerte, sangre nueva en esta aventura definitiva,
quizás. ¿Quién puede saberlo? Nuestros oráculos le augura-
ron a Lila tu presencia en esta historia, pero el papel que
jugarás en ella sólo el destino lo sabe. Además, sabés que
Lila fue protagonista de muchas investigaciones antes que
ésta, aunque recién ahora está preparada para llevarlas
adelante. Lo que significa que el papel preponderante lo
tendrá ella. Lila es la encargada de tomar las decisiones,
y vos sos el encargado de cumplirlas y acompañarla. ¿Alguna
duda más?
-Sólo una más, Gaspar... ¿Para qué debo ir preparado?
-En un principio, y para este viaje, por lo que sabemos
debés estar preparado para dejar el lugar, vencer el magné-
tico encantamiento que el paraje produce, hasta tal punto
que uno no quiere irse de allí, pero todos debemos estar
preparados par a cualquier cosa.
-¿El bien puede hacernos mal? –se asombró Gonzalo.
-¿No oíste eso de que el camino al infierno está empe-
drado de buenas intenciones? –terció Lila.
-De todas maneras –intervino Gaspar-, aquello para lo
que nos podemos preparar tiene que ver en todo caso con una
preparación general. No creo que haya algo que nos deba
preocupar sobremanera, sino más bien que debemos estar pre-
parados para cualquier cosa que pueda resultarnos inespera-
da. No sé si el bien puede hacernos mal, pero a veces no
estoy seguro de que estemos preparados para hacernos cargo
de él.
-¿Puedo preguntar algo más? – Gonzalo levantó la mano
derecha, como pidiendo permiso.
-¿Y ahora qué? –comenzó a impacientarse Gaspar.

47
-Corriendo el riesgo de parecer impertinente: en su his-
toria nos contó que desde hace años conoce el Sendero, pero
no mencionó tener conocimiento anterior de Bahía Tranquili-
dad y del otro lugar, donde se manifiesta el mal... ¿No sa-
bía nada acerca de ellos?
-Si, sin duda que sos impertinente – se ofuscó el doc-
tor-. Pero es cierto, no mencioné nada acerca de conocer
esos lugares y la verdad es que no los conocí. La Bahía
porque está demasiado cerca del Sendero y en esa zona era
como que en mis ojos sólo había lugar para ver ese misterio
que me apasionaba. En cuanto al otro lugar, pasó que nunca
me interesé en la historia de los toros, por lo que en rea-
lidad siempre me negué a entrar ahí. Y cuando pasó lo que
pasó el año pasado, decidí esperar y estar seguro para
hacerlo.
-¿Toros? ¿Qué toros? –un súbito terror se apoderó de
Gonzalo.
-Sí, Gonzalo –Lila apoyó su brazo izquierdo sobre el
hombro derecho de Gonzalo-. Si te fijás en las referencias
del mapa, allá al norte, a cinco cuadras de la playa, tiene
el número cinco. Plaza de Toros. Es en la Plaza de Toros
donde se man ifiesta el mal.
A Gonzalo parecieron aflojarse las piernas. Un repentino
deseo de salir corriendo fue sólo reprimido por la misma
sensación de flojera. El olor de su sueño volvió con inten-
sidad inusitada, a tal punto que sintió nauseas y la sensa-
ción de que el aire se tornaba irrespirable.
-No debés sentir miedo, muchacho –la manaza del doctor
se depositó en el hombro de Gonzalo-. Lila me contó de tu
sueño. Tal vez sean así como deben ser las cosas. Tal vez
los oráculos sabían más de lo que este viejo loco estaba
dispuesto a creerles.

48
Las siguientes dos horas las dedicaron a recoger varios
elementos de un galpón en el fondo de la casa. Gonzalo no
tenía idea de qué eran muchas de las cosas que estaban car-
gando. Parecían medidores de algún tipo, aparatos con dis-
play digital de alguna especie y otras cosas por el estilo.
El resto del equipo lo co nformaban cuerdas, linternas, una
cámara de fotos, una valija de primeros auxilios y equipo
de ejercicios: zap atillas, pantalones y chalecos como de
expedición, con muchos bolsillos, que los tres se pusieron
para el viaje. Cerca del mediodía salieron a la calle. El
tiempo estaba espléndido. El sol brillaba sobres sus cabe-
zas, de forma placentera, no había ninguna de las amenaza-
doras nubes de la noche anterior, y la temperatura era
agradable, incluso para esa época del año. Las diversas co-
sas irreconocibles que habían pasado por la avenida por la
noche habían tomado forma, y resultaba un paisaje amigable.
Caminaron hacia la izquierda hasta la esquina, y diez o
quince metros sobre la calle que salía oblicua –la avenida
Roosevelt corta en diagonal a la ciudad-, subieron a un ca-
rrito de golf eléctrico, con techo.
-¿Es su vehículo, Gaspar? ¡Lindo modelo! –bromeó Gonza-
lo, ya más calmado.
-¡Me alegra que ya hayas recuperado el ánimo! Y es cier-
to, no contamina, me lleva a todos lados por aquí, y no
hace falta que tenga demasiada velocidad.
El cochecito estaba de espaldas a Roosevelt, de manera
que siguieron derecho siete cuadras hasta la avenida Arti-
gas, de allí doblaron hacia la derecha tres cuadras hasta
la avenida Baltazar Brum y se estacionaron. Bajaron cada
uno con un bolso. Cruzaron Artigas y se dirigieron hacia la
Rambla Costanera, hasta la playa.

49
-Bueno –dijo Gaspar-. Aquí hacia la izquierda se encuen-
tra Bahía Tranquilidad.
Caminaron apenas hundiéndose en la arena, que estaba
bastante firme. Gonzalo miró unos instantes hacia atrás y
vio lo que antes le había mostrado el doctor en el mapa. La
herradura bordeando el río, hacia el norte. Una playa pe-
queña, de no más de diez o quince metros de ancho, que se
extendía por unos cinco kilómetros. Trató de imaginar allá
en el norte el peligro que los esperaba en la Plaza de To-
ros, pero no encontró nada que visualmente lo int imidara.
Volvió la cabeza y miró hacia delante. Allí la playa daba
un giro hacia la derecha y no se veía lo que había más
allá. La esquina parecía estar llena de piedras y difícil-
mente se veía cómo continuar. Finalmente llegaron a esa di-
ficultad. Se pararon los tres frente a la serie de piedras,
como cantos rodados de un metro cada uno, uniformes y com-
plicados de escalar, aunque no i mposibles.
-¡Muy bien, hasta aquí llego yo! –dijo Dreyfuss, que ya
no se veía tan bien como lo recordaba Gonzalo de la noche
anterior. Lucía cansado, más encorvado, como si todos los
años que quién sabe tenía le hubiesen caído sobre las es-
paldas de golpe. Gonzalo lo contempló detenidamente. No
habían hecho un tramo tan largo por la arena como para que
el esfuerzo haya hecho eso con su sal ud anterior aparente-
mente de hierro. Tenía que haber algo más. No dijo nada-
Desde aquí en adelante Lila, estás a cargo. Yo me quedo es-
perando hasta que vuelvan. Traten de recabar toda la infor-
mación que puedan. Tomá, muchacho, ya que sos el hombre de
la e xpedición, tendrás que cargar el bolso extra.
Gonzalo se cruzó el bolso que le alcanzó el doctor del
otro lado del que ya cargaba el suyo, y por un momento du-
dó. Las piernas parecían haber sentido el peso extra. Se

50
preguntó qué cosa tendría Dreyfuss en aquel bolso que no
había visto cargar. Después de recuperarse, Lila y él se
pusieron en marcha. El camino fue más fácil de lo que pare-
cía al principio. Treparon un par de piedras, y enseguida
encontraron varios huecos por los que pudieron pasar entre
los cantos rodados, pisando pequeñas piedras que estaban en
el agua, aunque Gonzalo estuvo un par de veces a punto de
resbalar y caer. Otra vez trepar por alguna, esquivar el
agua, subir y bajar, y en menos de diez minutos ya habían
cruzado. Lo que vieron allí los sorprendió y maravilló al
mismo tiempo, y descubrieron por qué no veían sino río
cuando estaban del otro lado: las piedras que habían pasado
eran como una pequeña península, y luego la costa viraba
nuevamente hacia la izquierda, formando otra pequeña herra-
dura de menos de cincuenta metros. Desde allí veían la ciu-
dad arriba, como en una pequeña colina, y no había acceso
directo hasta la playa. Una serie de árboles tapaba la vi-
sión, por lo que ni siquiera se vería nada desde la avenida
hacia la playa. El lugar estaba compuesto de una arena más
blanca y más fina que la que habían pisado hasta entonces,
por lo que resaltaba la impactante cantidad de pequeñas
piedras corroídas por el mar que asemejaban esponjas natu-
rales. La Bahía entera estaba repleta de ellas. En la otra
punta de la herradura -la punta opuesta a la que ellos se
encontraban, la punta sur-, se podían observar, majestuo-
sas, cuatro palmeras muy anchas y a la vez pequeñas: no so-
brepasaban los tres metros de altura, una de ellas inclina-
da hacia el río. En sus pies, más de una decena de esas
piedras -esponja de entre un metro y metro y medio de ancho,
le daban al lugar un cariz realmente incomprensible y her-
moso. Lila y Gonzalo caminaron un par de pasos agarrados de
la mano y, sin ponerse de acuerdo se sentaron en la arena,

51
extasiados. Lila no dejaba de contemplar el tremendo paisa-
je, mientras Gonzalo agarraba una de esas pequeñas piedras-
esponja entre sus manos, con la sensación de que se des-
hacería entre sus dedos. Cuál sería la sorpresa cuando re-
sultó todo lo contrario, de una absoluta dureza, y hasta
las hendiduras más pequeñas resistieron el asedio de sus
dedos.
-Mirá Lila –dijo finalmente-. Parecían blandas, casi co-
mo de arena, pero son realmente piedras. Y muy duras.
Lila se acercó el dedo índice de la mano derecha hacia
la boca, y luego levantó la palma como pidiendo silencio.
Se quedaron así varios minutos, contemplando la inmensidad
de ese espacio tan reducido de tierra y agua, que los lle-
naba de un gozo absoluto. Parecían estar a kilómetros de
distancia de cualquier lugar habitado. El silencio era to-
tal.
-Este lugar es sobrecogedor –susurró Lila, casi con mie-
do de romper ese sacrosanto silencio-. Hay una paz increí-
ble aquí. ¿Lo sentís?
-¿Si lo siento? Creo que empiezo a entender la adverten-
cia de tu abuelo. Estaba pensando cuál sería el mejor lugar
para poner una carpa y tomarme aquí unas largas vacaciones.
-Debemos movernos un poco, antes de que el aletargamien-
to nos gane. Pasame el bolso de mi abuelo.
Gonzalo le pasó el bolso, que curiosamente ya no le pa-
reció tan pesado. Lila abrió el cierre del bolsillo del
bolso y sacó de allí una especie de micrófono, cuyo cable
provenía del ce ntro del bolsillo. También de allí sacó lo
que a Gonzalo le pareció un control remoto, que orientó
hacia el bolso, de donde salió un sonido seco.
-¿Lo prendiste?
-Ajá.

52
-¿Y qué es?
-Un cromatógrafo con depreciación sonora. Necesito unos
minutos de silencio.
Gonzalo levantó sus manos, en señal de que había entendido.
Lila se puso la correa del bolso en su hombro izquierdo,
con la mano derecha tomó el ¨micrófono¨ y lo extendió en
todas direcciones, a medida que se alejaba. Gonzalo se sen-
tó de nuevo en la arena. De pronto, Lila se dio vuelta
hacia él y con la mano izquierda señaló el bolso que estaba
junto a Gonzalo, luego a él, e hizo el ademán frente a su
cara con el dedo índice, para indicarle que saque fotos.
Gonzalo asintió con la cabeza. Los minutos siguientes
transcurrieron en total silencio, sólo interrumpido por la
suavidad de sus pisa das y el ruido de la cámara fotográfi-
ca. Si alguien hubiese seguido esta escena hubiera sido po-
co lo que habría podido entender: dos personas moviéndose
sigilosamente por toda la Bahía, en deambular errante, una
con un bolso y un micrófono, otra con una cámara fotográfi-
ca, hurgando en los distintos rincones del lugar, sin
hablar y como buscando algo que nadie sabía que est aba
allí.
Gonzalo tampoco sabía qué estaban buscando. Tal vez ni
siquiera Lila lo supiese. Él se limitó a retratar los luga-
res, más con un carácter estético que científico. Luego de
lo que a ellos les pareció unos pocos minutos, Lila dejó el
cromatógrafo en el suelo, volvió a accionar el control re-
moto, y con un nuevo chasqu ido, el aparato se apagó.
-¡Bien! ¿Cuántas fotos sacaste?
-Creo que algo así como veinticuatro. ¿Serán suficien-
tes?
-Sí. Vayamos por tu bolso –dijo Lila, al tiempo que se
acomodaba nuevamente el aparato en el hombro.

53
Lila había apagado el cromatógrafo en el extremo opues-
to de donde habían comenzado, por lo que desandaron casi
por el agua los metros que los separaban de los bolsos. Li-
la recogió el cable, guardó el ¨micrófono¨ con el cromató-
grafo, y lo dejó junto a su bolso. Abrió el de Gonzalo y
sacó unas bolsas plásticas transparentes. El muchacho esta-
ba confundido.
-¿Sabés Lila? ¡Es increíble la calma de este lugar, pero
hay algo que no entiendo!
-¿Qué cosa?
-¿Es esto todo? Digo, se supone que aquí se manifiesta
el bien... ¿no vamos a ver o a sentir nada más que calma?
-No te fiés en el estricto valor de los sentidos, Gonza-
lo. Te puedo afirmar que el efecto de este paraje se hará
sentir en nosotros tarde o temprano. A propósito... ¿notas-
te el peso del bolso de mi abuelo? Está recubierto por pa-
redes de tres centímetros de plomo, para aislarlo del am-
biente. Aquí lo llevé como si nada.
-¡Es cierto! Y tiene plomo... ¡Con razón pesaba tanto!
-¿Y dónde está el viento? Mirá el río... ¡Parece un la-
go! –Lila estaba con las bolsas en la mano. Se agachó y re-
cogió un poco de arena y la guardó en una de ellas. Recogió
una pequeña piedra y la iba a poner en otra de las bolsas,
cuando de repente tuvo una idea. Se levantó súbitamente y
miró la piedra en su mano derecha, luego miró a Gonzalo y
de inmediato movió su mano hacia atrás. Lanzó la piedra
hacia el río, muy fuerte. Gonzalo lanzó una exclamación.
-¡Guau, hasta dónde la tiraste!
Tal vez cincuenta, sesenta metros más allá, la piedra
había caído en el río, haciendo el conocido oleaje de cír-
culos concéntricos.
-¿Te parece que normalmente puedo tirar una piedra tan

54
lejos? Te digo Gonzalo, que si nos quedamos más tiempo,
descubriremos más y más cosas que hagan de este lugar algo
asombrosamente bu eno.
-¡Qué increíble! Me gustaría tener en mis manos esa pie-
dra, como recuerdo de tu hazaña –dijo Gonzalo mirando al
río.
Lo que sucedió a continuación fue como un sueño, o al
menos sería como uno se imaginaría a un sueño si un sueño
pudiese hacerse realidad. Los jirones de nubes que hasta
ese momento iban de izquierda a derecha sobre el río se de-
tuviero n, y comenzaron a deshacerse de derecha a izquierda.
Volvieron a ver, asombrados, cómo en el lugar donde había
caído la piedra arrojada por Lila se formaban otra vez los
círculos concéntricos... ¡de afuera hacia adentro!, hasta
que la piedra salió otra vez a la superficie. Como flotando
en las aguas, rápidamente recorrió sobre el río los metros
que la separaban de la orilla, y desde allí, pegó un brinco
hasta la mano de Gonzalo. Las nubes volvieron entonces a
moverse en su sentido original. Lila y Gonzalo se miraron.
Lila acercó su cara a la mano de Gonzalo, como no creyendo
lo que acababa de ver. Gonzalo se quedó boquiabierto, bal-
buceando.
-Pe... pero... ¿Qué pasó acá?
Lila seguía observando la piedra. Acercó su mano hacia
la mano todavía extendida de Gonzalo y la acarició suave-
mente. Unas lágrimas de emoción brotaron de sus ojos de al-
mendra. Miró a los ojos a Gonzalo con los suyos enrojecidos
y cerró con su mano los dedos de él sobre la piedra.
-Es tuya –y lo abrazó largamente.
En silencio decidieron con sólo mirarse que ya era hora
de dar por terminada la expedición del día. Habían pasado
demasiadas cosas como para proseguir. Lila estaba ansiosa

55
por comunicarle a su abuelo todo lo que habían descubierto,
para que él, además, analizara los resultados del cromató-
grafo.
Recogieron los bolsos, al tiempo que Gonzalo ya se había
guardado la piedra en el bolsillo derecho del pantalón. An-
tes de irse, los dos le echaron una mirada al lugar. Gonza-
lo puso su mano en el bolsillo y sacó dos piedras. Una, la
que le había sido regalada por la Bahía, la otra, un pulido
ojo de tigre, una piedra semipreciosa. Guardó nuevamente la
piedra-esponja y se quedó mirando la otra.
-¡Es un ojo de tigre! –dijo Lila al verlo- ¿Qué hacés
con esa piedra en tu bolsillo?
-La compré hace muchos años en la feria artesanal de Mar
del Plata. Me dijeron que era mi piedra de la suerte. La
llevo sie mpre conmigo desde entonces, es como un talismán.
La miró nuevamente. Los rayos del sol la penetraban, de-
jando ver unos brillos dorados en su interior. Después de
unos momentos de estar contemplándola, Gonzalo la besó, ce-
rró su mano, y la arrojó hacia el río. Creyó que casi, ca-
si, fue a parar al mismo lugar donde Lila había lanzado la
piedra-esponja.
-¡Te la regalo, Bahía Tranquilidad –dijo Gonzalo en voz
alta, mirando al cielo-, así como vos me regalaste parte de
tu ser!
Dieron media vuelta, abrazados, y emprendieron el regre-
so.

Cuando por fin cruzaron el último gran canto rodado,


vieron al doctor caminando nerviosamente de un lado al
otro. Lila lo llamó, y él, que en ese momento estaba de es-
paldas a ellos, giró la cabeza y, al verlos, fue corriendo
a su encuentro.

56
-¡Por Dios, están bien! ¡Ya no sabía qué hacer! ¡Estaba
maldiciéndome por haberlos dejado ir solos!
-¿Pero qué pasa, abuelo? ¡Está todo bien, tenemos cosas
sorprendentes para contarte!
-¡Debían de haber sido más precavidos! Además, Lila,
piensen en mi edad. ¡No debían comenzar esta investigación
dejándome preocupado aquí, sin saber nada de ustedes por
más de cinco horas!
-¿Cómo cinco horas, Gaspar? –dijo Gonzalo mirando su re-
loj- ¡Si entramos en la Bahía antes de las doce y media,
hace menos de una hora y media!
-¿Qué? ¡Enloqueciste, muchacho! –dijo el doctor fuera de
sí, y comenzó otra vez a caminar sin rumbo por la playa,
hablando consigo mismo- ¡Es mi culpa, no debí dejarlos ir!
¡Es mi culpa! ¿Es que acaso no aprendiste nada de todo es-
to, viejo tonto? ¿Hasta cuándo vas a seguir cometiendo
errores?
-¡Calmate, abuelo, por favor! Gonzalo tiene razón. ¡Son
las dos menos diez! –dijo Lila mirando su reloj y mostrán-
doselo al doctor- ¿Por qué tanto escándalo?
El doctor Dreyfuss se acercó y miró el reloj de Lila.
-¡Mirá! –le dijo a su nieta mostrándole a la vez su re-
loj- ¡Son las seis menos diez! ¡Mirá el sol, casi a punto
de atardecer!
Gonzalo se acercó y miró también el reloj del doctor,
para después contemplar el sol. No había dudas, era imposi-
ble que fueran las dos de la tarde. Se sentaron en la are-
na, abatidos. A Gonzalo ya le pesaba horrores el bolso del
cromatógrafo.
-No hay dudas –dijo finalmente Gonzalo-. Este sí que fue
un día extraño.
-Y todavía no termina... –acotó Lila, también sorprendi-

57
da.
El doctor se sentó también. Ya parecía más calmado, y el
abuelo preocupado le estaba dejando paso al científico an-
sioso. Quería conocer todo lo que había pasado. Lila y Gon-
zalo no soltaban prenda. Gonzalo estaba pensando dónde dia-
blos se habían ido las cuatro horas que faltaban. Lila, más
práctica, pensaba en el siguiente movimiento del grupo:
-Tengo hambre –dijo-. Hoy sólo desayunamos... ¡y vos ni
eso, abuelo! Vamos a tu casa, que algo para unos sánguches
compré esta mañana, y mientras comemos te contamos todo.
A regañadientes, el doctor aceptó. Antes que Gonzalo re-
accionara tomó el bolso del cromatógrafo y se encaminó
hacia el carrito de golf, seguido de cerca por los otros.
Hicieron el corto trayecto en silencio, es decir, Lila y
Gonzalo en silencio, como absortos, mientras el doctor ma-
nejaba y mascullaba: -¡Nietos! ¡Uno espera que la desobe-
diencia y el hacer lo que a ellos se les antoje termine con
los hijos, pero no! ¡Encima uno tiene nietos!

Llegaron a la casa y ahí sí, el doctor fue incontenible.


Mientras Lila preparaba los sánguches, Dreyfuss los apabu-
lló a preguntas, sin dejar terminar una respuesta y ya vol-
vía a preguntar. Entre los dos le dieron, como pudieron, un
detalle más o menos ordenado de los sucesos de la Bahía,
mientras la comida desaparecía lentamente. Cuando por fin
terminaron el relato, ya no quedaba ni rastros de la comida
y la noche había caído. El doctor estaba realmente satisfe-
cho en su curiosidad, y a la vez absolutamente confundido.
-Es todo tan asombroso –dijo por fin-, que creo que por
primera vez en mi vida no tengo palabras para expresar lo
que siento.
Gonzalo sacó de uno de los bolsillos del chaleco los ci-

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garrillos, y vio como los ojos de Lila se agrandaban y le
hacían señas de que no.
-¡Pero me voy a fumar a la vereda! –protestó Gonzalo.
-¡Esta vez no, muchacho! Voy a hacer una excepción y te
voy a dejar fumar acá, si querés.
Y así, la casa, por primera vez desde que el doctor Gas-
par Dreyfuss la comprara, vio fumar a alguien en su inter-
ior.
-Todo lo que me contaron es increíble, pero lo que más
me asombra es esa piedra que volvió y la cuestión del hora-
rio.
-¿Pero no sabían algo ya de Bahía Tranquilidad? –
cuestionó Gonzalo-¿Qué descubrieron en las muestras de la-
boratorio?
-Estoy tan contento con tu descubrimiento de esa piedra,
Gonzalo, que voy a pasar por alto tu impertinencia –bufó el
doctor-. En el laboratorio habíamos descubierto algunas
propiedades en las muestras de arena que Amanda y Luis nos
mandaron. Propiedades de rejuvenecimiento y lozanía en
quienes tuvieron contacto con ella. ¿Es que acaso no se han
mirado?
Lila y Gonzalo se observaron. Fue Gonzalo el que reac-
cionó primero.
-¡Es cierto! Tu piel está más rozagante –la miró más
aún-. Tus... –carraspeó- ¡Toda vos estás más rozagante! –
Gonzalo se sonrojó. Lila se miró y comprendió. También se
sonrojó. Se recuperó, rápido, y miró a Gonzalo.
-¿Me parece o tu pelo te creció un poco? ¡Y tus manos se
ven suaves! ¿Viste que te dije, que los efectos los vería-
mos luego?
-¡Pero esto vos lo sabías!
-Sí, pero no te olvides que eran experiencias de labora-

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torio, proyectad as en especulación con el verdadero entor-
no. Había visto semillas florecer luego de unas horas, pero
nunca volví a ver a mis padres luego de que estuvieron
allí. Ver todo el conjunto y en nosotros mismos es sin du-
das otra cosa.
-Muy bien, satisfecha mi curiosidad por el día de hoy –
dijo el doctor-. Llevo casi dos días sin dormir y debo
hacer análisis con el cromatógrafo que requieren mi concen-
tración total, así que me voy a descansar unas horas antes
de comenzar con el asunto. ¡Buenas noches!
Acto seguido se levantó y se fue a su habitación. Lila y
Gonzalo se quedaron solos en la cocina, otra vez en silen-
cio. Lila por fin se levantó y dejó los platos en la pile-
ta, donde aún estaban las tazas de la mañana. Se lavó las
manos y luego se sentó en las rodillas de Gonzalo. Lo abra-
zó, se levantó y lo tomó de la mano, para conducirlo hacia
la pieza. Ya en ella, los dos se tendieron en una de las
camas, con la vista fija en el cielorraso, abrazados.
-¿Te sentís tan rara como yo, Lila?
-Creo que sí. Lo de hoy fue tan extraño y tan bello, a
la vez.
Gonzalo sacó de su bolsillo la piedra-esponja. La levan-
tó con su mano derecha hacia el cielo, abrazando aún con la
izquierda a Lila. Sostuvo la piedra entre sus dedos índice
y pulgar para que ambos pudiesen obse rvarla.
-Esto es un milagro –dijo-. Si he de creer alguna vez en
ellos, ha de ser ahora.
Lila se incorporó de costado, apoyando su codo derecho
en la cama y mirando a los ojos de Gonzalo.
-¿Y creés, Gonzalo?
-Creo. Sí que creo, Lila –dijo Gonzalo con una sonrisa,
bajando la mano con la piedra-. Creo en esto que está pa-

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sando, creo en el bien y en toda esta loca aventura que
quién sabe cómo terminará –sus ojos se ensombrecieron-.
También creo que tengo miedo de seguir creyendo, porque
tengo miedo de que el mal se manifieste tan fuerte como lo
hace el bien.
Se abrazaron fuertemente, y Gonzalo, en el abrazo, cerró
fuerte el puño de la mano derecha sobre la piedra-esponja.
Se durmieron así, muy juntos, toda la noche, y Gonzalo vol-
vió a soñar con el estadio y el cojín, sólo que esta vez el
estadio se transformaba en una Plaza de Toros, y el bolso
con su ropa se convertía en el bolso del cromatógrafo, que
lo hundía más y más en la arena de la plaza. El cojín ce-
día, y el piso se convertía en arena movediza, que lo tra-
gaba poco a poco. Quería gritar, pero de su garganta no sa-
lía ni un solo sonido. De repente la Plaza de Toros se lle-
nó de gente y vio como un torero se acercaba. Frente a él,
el torero se daba vuelta hacia la multitud, que lo vitorea-
ba. Cuando giró nuevamente hacia él, Gonzalo observó que
tenía el florete en la mano, listo para lanzarse sobre su
cuello indefenso. Se despertó sobresaltado, sentándose de
golpe en la cama. Lila descansaba a su lado, relajada. Él
tenía aún la piedra-esponja en la mano. Estaba sudando.
Respiró profundo, se secó la transpiración, le dio un beso
a la piedra y la guardó en su bolsillo; besó a Lila en la
mejilla y se acostó nuevamente. No volvió a soñar esa no-
che.

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TRES

A la mañana siguiente, fue Gonzalo el primero en desper-


tarse de los dos. Acarició levemente los cabellos de Lila,
casi, casi sin poder creer que ella estaba allí, a su lado.
Se levantó y se dio una ducha más rápida aún que la del día
anterior, dispuesto a devolver la gentileza de Lila de pre-
parar el desayuno y comprar facturas, pero ya era tarde: en
la cocina ya estaba el doctor Dreyfuss desayunando.
-¡Buenos días, muchacho! Servite una taza y sentate.
-Ayer me ganó Lila, hoy usted. Le prometo, Gaspar, que
mañana preparo yo el desayuno.
-Eso si hay un mañana...
-¿Por qué, qué averiguó? –los nervios de Gonzalo se
crisparon.
-Nada aún. Es sólo un dicho.
-¡Usted me va a matar de un infarto, Gaspar!
-Tranquilo, Gonzalo, que no es para tanto. ¿Cómo dormis-
te?
-Bien, aunque me molestó bastante la pesadilla, otra
vez.

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-¿volviste a soñar con el toro? –preguntó Dreyfuss, in-
trigado.
-Sí, pero distinto... Fue más bien como una continua-
ción, más visible, ¡pero el toro era yo! Por suerte no tuve
la sensación de ese olor... -Gonzalo se estremeció al re-
cordarlo.
-Quiero que me mantengas informado si tenés otro sueño
parecido.
-¿Por qué? ¿Le parece que tenga importancia?
-¡Estoy seguro! Y, además, todo esto es ya de por sí tan
extraño para dejar algo librado al azar. Y cambiando de te-
ma... ¿Cómo te estás portando con Lila?
-¡Como un perfecto caballero! –se atajó Gonzalo.
-¡Mas te vale que sea así, porque de lo contrario...! –
bramó, medio en serio, medio en broma el doctor.
-¿Qué son esos gritos tan temprano? –terció Lila, sa-
liendo de la habitación y sentándose en la mesa.
-¡Unas buenas amenazas a tiempo, Lila, nada más! –bromeó
el abuelo - aunque me preguntaba por qué usaron sólo una de
las camas...
-¡De modo que nos espiaste mientras dormíamos! –dijo Li-
la, boquiabierta.
-¡Dejame ser un poco guardabosque de mi única nieta! ¡Al
fin y al cabo no vi nada indebido!
-¡Ni lo verás! –rió Lila, y acto seguido guiñó un ojo a
Gonzalo, al que le habló por lo bajo, pero con el suficien-
te volumen como para que su abue lo escuche- Esta noche ce-
rramos la puerta con llave.
El resto del desayuno transcurrió en medio de una charla
jovial y amigable. Los ánimos estaban distendidos. Cuando
terminaron de comer, fue Gonzalo el que recogió los trastos
y los llevó a la pileta que, según comprobó, ya estaba lim-

63
pia de la vajilla anterior.
-¡Bueno chicos –dijo por fin el doctor-, a trabajar!
Vamos a hacer el análisis de lo registrado por el cromató-
grafo.
-¿Puedo preguntar bien de qué se trata el dichoso apara-
to? –interrogó Gonzalo.
-Como sabrás, Gonzalo –empezó a explicar el doctor-, el
ser humano no ve todos los colores del espectro lumínico,
sino que percibe sólo aquellos que reflejan la más baja
frecuencia. De todas ellas, el ojo humano percibe todo lo
que en computación llamaríamos ¨la paleta de colores¨. Se-
gún el color que sea, el ojo tomará la imagen. Pongámoslo
así: los colores tienen una reacción a la luz, reaccionan
ante ella con una longitud de onda diferente para cada co-
lor, ondas como las de radio, pero mucho más lentas, preci-
samente para que podamos verlas. Cuando el ser humano per-
cibe, por ejemplo, el color rojo de esa primorosa pero al-
tamente provocativa blusa que Lila tiene puesta y que ya
mismo se va a cambiar –risas-, la luz ambiente emite en
ella todas las frecuencias visibles. Estas son absorbidas
por el color rojo, rebotando en él únicamente las ondas que
le son propias de su color, y lo que los ojos perciben es
únicamente el color rojo, excepto tus ojos, Gonzalo, que
están intentando percibir algo más en la blusa de mi nieta
–nuevamente risas de los tres-. Existen, sin embargo, fre-
cuencias que son demasiado elevadas, o demasiado lentas, y
así como el oído humano no puede percibir el ultrasonido,
(y ni hablar de las frecuencias de radio, además de las ba-
jas frecuencias por debajo de su umbral de percepción), a
la vista le pasa exactamente lo mismo. En un lado y en el
otro existen otros colores, que se manejan con su propia
frecuencia, como el ultravioleta o el infrarrojo, que si

64
bien no son percibidos por el ojo humano, existen. La luz
que emiten, por ejemplo, los controles remotos, es infra-
rroja, y es invisible al ojo humano a menos que pongas
frente a él filtros especiales. Bien, el cromatógrafo se
encarga de percibir los infrarrojos, de manera tal que si
están en el ambiente, quedan grabados en la memoria del
aparato. Este en particular, además, posee la característi-
ca de tener depreciación sonora, que amplía el análisis
hacia lo auditivo, porque está comprobado que la longitud
de onda de los colores por así llamarlos ¨invisibles¨, ge-
nera una señal fantasma en la gama de la alta frecuencia,
audible quizás para un perro, y mucho más para un murciéla-
go. Entonces, con las dos posibilidades cubiertas, este
aparatito nos convierte en buscadores, en arqueólogos de
esos rastros de los colores perdidos. ¿Y para qué buscamos
restos de infrarrojos? Todas las muestras que analizamos en
el laboratorio habían tenido vestigios de ellos. Cada grano
de arena que observamos había estado bajo la influencia de
este tipo de luz, como si un gran control remoto los hubie-
ra estado apagando y encendiendo sin parar, pero no tenía-
mos certezas respecto de cuál era la fuente de emisión de
dicha luz. ¡Y dejá de mirar la blusa de Lila! –nuevamente
risas.
-¡Quédese tranquilo, Gaspar, qu e lo que menos estoy mi-
rando es su blusa! –Lila enrojeció- No. Ya hablando en se-
rio. Tengo varias preguntas al respecto.
-¿Respecto de mi blusa?
-No. No -dijo Gonzalo, serio-. ¿Puede habernos afectado
de alguna manera la emisión de este tipo de luz? ¿A pesar
de no verla, pudimos estar allí y no notarla? ¿Puede ser de
origen natural esa luz?
-Respecto de tu primer pregunta, la respuesta tiene que

65
esperar, ya que no sabemos, en caso de existir realmente, a
qué cantidad de exposición se vieron sometidos. Ya sé, ya
sé lo que estarán pensando: ¨¿Cómo pudo este viejo loco ex-
ponernos así?¨, pero esto no tiene validez desde lo teóri-
co. De vuelta: en teoría, no existe exposición semejante
que pueda dañar al ser humano. Los ensayos de laboratorio
no daban muestras de un valor insólitamente grande, tampo-
co. ¡No estoy tan loco como para arriesgar a mi nieta de
esa manera, y menos después de lo que pasó con mi hija!
Además, partimos de la base comprobada de que en Bahía
Tranquilidad se manifiesta el bien. No creo que debamos
preocuparnos por eso, al menos por ahora. Respecto de tu
segunda pregunta, la única forma de notar una gran em isión
de rayos de esta luz sería, como ya te dije, teniendo un
oído finísimo, cosa que debo agregar ninguno de ustedes
tiene, ¡de lo contrario me hubieran escuchado cuando entré
esta mañana a la pieza! Y en cuanto a la tercera y espero
última pregunta, la respuesta es que no tengo ni idea. Me-
jor dicho: desde el conocimiento actual que tenemos de la
ciencia pura, la respuesta sería no. No puede ser de origen
natural, no existe una fuente natural capaz de emitir una
luz de estas características. Pero la Comunidad de los Tes-
tigos del Tiempo se ha topado muchas veces con cosas que la
ciencia pura no es capaz de demostrar casi en lo absoluto,
y este es el más paradigmático de los casos. Además... ¿Qué
es la naturaleza? ¿Y de qué está hecha? ¿Hablamos del bien
y del mal y podemos hacerlo desde la ciencia pura, sin in-
volucrar los controvertidos co nceptos de Dios y del diablo?
Esto es muy abarcativo, tanto que no nos podemos dar el lu-
jo de dejar nada de lado. Sherlock Holmes decía, de la plu-
ma de Doyle, que si en un problema de scartamos la solución
posible, por más improbable que sea no queda otra opción

66
más que analizar la imposible. Ya sé, ya sé. Ahora te pre-
guntás por qué, entonces, nos seguimos manejando con con-
ceptos científicos, cuando estos no nos van a dar las res-
puestas que buscamos. Tal vez sea cierto, tal vez no. Lo
primero que debemos hacer en todo caso es descartarlos. ¡Y
basta de chá chara! ¡A trabajar!
El doctor Dreyfuss llevó el cromatógrafo al líving, al
tiempo que Lila fue hacia su habitación. Salió luego de un
rato, con una notebook, y la conectó mediante un cable al
cromatógrafo. Encendieron la computadora y entraron al pro-
grama específico para descargar las muestras obtenidas. Era
Lila la que operaba la computadora, y el doctor miraba en
un costado. Gonzalo observaba sobre sus hombros, detrás. De
repente sonó el timbre.
-Gonzalo, ¿podés atender? –pidió Dreyfuss - Debe ser Na-
huel, de la casa de fotos de acá a la vuelta. Dale por fa-
vor el rollo que está en la cocina, al lado de la pileta.
Efectivamente, era el empleado de la casa de fotografía.
Gonzalo fue a la cocina, tomó el rollo, se lo dio al mucha-
cho, y cerró nuevamente la puerta. Cuando volvió detrás de
Lila y el doctor, vio en la pantalla de la computadora una
especie de electrocardiograma, con unas divisiones horizon-
tales marcadas con letras. Gaspar lo miró y señaló el borde
superior derecho de la pantalla.
-Este es el tiempo que el cromatógrafo estuvo grabando.
¡Dos horas y media!
-Parece que, sin duda, el tiempo que uno está allá se
pasa volando –acotó Lila sin despegar la vista de la panta-
lla, al tiempo que pulsaba el teclado pidiendo detalles-.
Pero hay algo más, señor científico –bromeó, esta vez sí
mirando a su abuelo-. Si mal no recuerdo, una lectura de
cromatógrafo es imposible en ese lapso. ¡Las baterías, sin

67
recargar, sólo tienen capacidad de grabar una hora, hora
diez como máximo!
-¡Es cierto! –exclamó el doctor, pegando su palma dere-
cha en la frente- ¿En qué estaba pensando? ¡Chequeá el ta-
maño de la descarga! –Lila así lo hizo.
-¡Es de 3.1 giga, abuelo! Corresponde con el tiempo que
marca. A 1.2 gigabytes por hora de grabación, más los datos
accesorios, es el volumen correcto. ¿Cómo puede ser?
-¿Hay algo más que no hayamos pensado? –inquirió el
abuelo- ¿Algo más que no me hayan contado y que pueda tener
relación?
-¿Quiere decir, como la repetición de mi sueño, Gaspar?
-Sí, pero tu sueño ya viene de antes. Algo que sea dife-
rente desde ayer es lo que estamos buscando.
-¿Otra vez soñaste con el toro? –preguntó Lila.
Gonzalo contó nuevamente la experiencia. Después, los
tres quedaron en silencio unos segundos. Por fin, Lila
habló.
-Puede ser algo, aunque no estoy segura de que tenga re-
lación.
-¿Qué es Lila?
-Se me retiró la menstruación.
-¿Y?
-Es que me duró apenas un día y medio. Yo soy súper re-
gular, y nunca me había durado tan poco.
-Podemos estar ante un fenómeno que altera los tiempos –
dijo el doctor mientras acariciaba su barbilla -. Por un la-
do, cuando creyeron estar una hora y media y en realidad
habían estado más de cinco. Por el otro, la aceleración en
tu metabolismo, Lila. Esto indica a las claras que pasa al-
go c on el tiempo en Bahía Tranquilidad.
-¿Pero cómo es que nos sentimos realmente bien luego de

68
salir? –quiso saber Gonzalo- ¿No deberíamos haber salido
más viejos, más cansados? Es cierto que nuestro pelo creció
un poco. ¡Hoy hasta creo que debo cortarme las uñas de los
pies! Pero por otro lado nos sentimos rozagantes, con total
bienestar... ¡Si hasta tu físico está más firme, Lila! –
dijo, mirando su blusa y, por las dudas, aclaró- Y no es
que no lo estuviera antes...
-¡Si ustedes dos siguen hablando de su libido acá va a
ocurrir un desastre! –bromeó Gaspar- Pero veamos. Punto
uno: no olvidemos que estuvieron en Bahía Tranquilidad,
donde sabemos se manifiesta el bien. Claro que no debemos
descartar algunas citas de filósofos, que indican que en su
raíz, el bien y el mal tienen condiciones parecidas. Tal
vez analizando esa raíz podamos saber lo que nos espera en
la Plaza de Toros. Punto dos: las certezas que tenemos son,
por un lado, la del paso del tiempo hacia delante y al mis-
mo tiempo, la de la manifestación de lozanía, que parecerí-
an contrapuestas. Por otro lado, el extraño fenómeno de
transportación de tu piedra, Gonzalo, y más que eso, el
deslizarse de las nubes hacia atrás, lo que sugeriría un
volver en el tiempo. Si a toda esta ensalada la aderezamos
con el condimento de la duración de las baterías del croma-
tógrafo, debo concluir que el tiempo en Bahía Tranquilidad
no es lineal, sino fluctuante. Pero, ¿de qué manera es
fluctuante? Todo pareciera indicar que el crecimiento que
ustedes protagonizaron es un aceleramiento en su metabolis-
mo, que les ha hecho crecer el pelo y las uñas, de tal ma-
nera que estaríamos frente a un paso acelerado en el tiempo
hacia delante. Pero por otra parte, tus firmezas Lila, y el
hecho de que el cromatógrafo haya grabado más del doble del
tiempo lógico de duración de sus baterías podrían estar re-
lacionados, indicando un paso hacia atrás en el tiempo,

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aunque de manera diferente.
-No comprendo del todo, abuelo. Y, además, mi menstrua-
ción...
-Es difícil de entender y de explicar todo esto, vamos a
ver cómo lo analizamos, pero tengamos en cuenta que estoy
hablando en borrador y apenas formulando una hipótesis.
Quiero que piensen en lo que les pasó físicamente. Se sin-
tieron más fuertes, con las carnes más firmes aún, el pelo
les creció un poco, también las uñas. Si habláramos de en-
vejecimiento , el crecimiento del pelo y las uñas está de-
ntro de lo que pudiera haber pasado. ¿Pero sentirse más
fuertes, más firmes, con mejor estado general? Eso sólo
puede pasar rejuveneciendo. ¿Y por qué el crecimiento de
pelo y uñas? Porque hacia atrás, aún en su privilegiada
edad, atrás, en la post adolescencia, ustedes, hijos míos,
estaban, como cualquier ser humano normal, en una de las
etapas de máximo desarrollo corporal. Entonces sus glándu-
las trabajaban al mil por ciento, ¡y no sólo al quinientos
por ciento cómo lo hacen ahora!, por lo que no es extraño
un desarrollo mayor, aún en pelos y uñas. ¡Y ni qué hablar
de la aceleración en tu menstruación, Lila, que corresponde
exactamente a lo que estoy diciendo! Y se me está cruzando
otra idea. ¡Fijate, por favor, Lila, la capacidad de carga
de las baterías del cromatógrafo!
-¡Están totalmente llenas! –dijo Lila, luego de che-
quearlo.
-Lo imaginaba. Ahora bien, sabemos que las baterías re-
cargables, como todo accesorio tecnológico, tienen una vida
útil. Este era el último uso que les iba a dar, puesto que
ya tienen más de seis años. ¿Cómo puede ser entonces que
luego de trabajar más de dos veces el tiempo de su carga
normal no sólo no se hayan descargado totalmente, sino que,

70
además, tienen carga completa? Y tenemos que co ntemplar
otro detalle: lo que para ustedes fue sólo casi una hora y
media, y para mí fueron casi cinco horas, no pudo ser de
ninguna manera tiempo suficiente como para que se hayan
presentado todos estos fenómenos. Todo el conjunto de datos
que estamos viendo, lo único que me dan a pensar, es que
dentro de la Bahía Tranquilidad se da el fenómeno de Burbu-
ja de Tiempo Disc onexo.
-¿Burbuja de Tiempo Disconexo? –preguntó Lila.
-Es una teoría que, hasta ahora, varios científicos y
filósofos de la Comunidad trataron por su cuenta. Se refie-
re a los tiempos de vida, pero puede aplicarse perfectamen-
te en este caso. La investigación comenzó casi como una
broma, respecto del famoso comentario de que un año de vida
de un perro equivale a siete de los seres humanos, y la
fueron desarrollando a través de las diferentes especies
animales. Realizaron cálculos para saber cuántos años era
cada minuto de vida para las mariposas, que viven veinti-
cuatro horas, y así. Pero fueron más allá e intentaron ana-
lizar el por qué de ese fenómeno, por qué algunos organis-
mos viven más que otros, y propusieron la que en ese enton-
ces me pareció una loca idea de que cada ser vivo se desa-
rrolla en su propia Burbuja Temporal. Respirando el mismo
aire, tal vez hasta comiendo similares alimentos, pero en
una misma burbuja compartida por todos los seres de una
misma especie, que les daba genéticamente la misma capaci-
dad de sobrevida. Si trasladamos esta teoría a nuestro ca-
so, con lo que nos encontramos aquí es, ni más ni menos,
con una serie de Burbujas Temporales, pero sin ningún orga-
nismo fijo al cual servir. Se ¨posan¨ en quienes van lle-
gando, cumplen su función y se quedan allí, esperando que
alguien más venga a su encuentro.

71
-¿Y por qué disconexas, abuelo?
-Disconexas porque no actúan del todo idénticamente. Los
fenómenos que hemos observado parecen indicarnos que exis-
ten de diferentes clases, incluso aquellas que funcionan al
revés, rejuven eciendo. Tal vez no funcione con todos los
seres vivos de la misma manera, de lo contrario las palme-
ras, por ejemplo, rejuvenecerían tanto que dejarían de
existir. Pero no estoy seguro de todo esto, es más bien una
especulación, pero por lo menos tenemos por dónde empezar.
-Pero Gaspar... ¿y la piedra-esponja? ¿Cómo fue que lle-
gó a mis manos? ¿Y las nubes en reversa?
-Demasiadas preguntas, me temo, Gonzalo. Tal vez sean
producto de otro fenómeno, tal vez lo que pasa en Bahía
Tranquilidad no tenga nada que ver con esta teoría que es-
toy presentando. Vamos paso a paso. Por lo pronto, sigamos
con el análisis del cromatógrafo, a ver qué nos dice.
Volvieron a la computadora, y comenzaron a realizar
análisis según frecuencia, tiempo de exposición, dirección
de la luz, orientación de los objetos, en fin,
minuciosamente trab ajaron pidiéndole al programa todos los
puntos de vista posibles a fin de no pasar por alto ninguna
anomalía si la hubiera, guardando los resultados a fin de
obtener un informe posterior. Luego de trabajar por más de
tres horas en esto, con acotaciones constantes del doctor a
fin de analizar más detenidamente determinado sector de la
grabación, pidieron el informe final al programa.
Conclusión, no había ningún rastro anómalo que indique la
presencia de ondas de luz no visibles de ningún tipo en el
tiempo de exposición del cromatógrafo.
-¡Eso no es posible! –vociferó Dreyfuss- ¡Hasta en el
más mínimo grano de arena analizado en el laboratorio había
desechos infrarrojos!

72
-¿Puede ser, abuelo, que dentro de la situación inusual
de grabación de dos horas y media del cromatógrafo haya
habido errores en la captación fenomenológica?
-Es posible aunque poco probable, Lila. Los aparatos a
veces funcionan mal, este es un hecho, pero SIEMPRE un mal
funcionamiento deja huellas. Por eso quise ser preciso en
los parámetros a analizar, porque tenía en mente algunas
experie ncias anteriores de tomas cromatográficas fallidas.
Pero, por ejemplo, en el área de reserva de memoria, cada
vez que algo fallaba, se generaban unos archivos que indi-
caban sobreexposición a la luz blanca pura, sólo lograda en
simulaciones de laboratorio, con lo que uno sabía que la
toma debía repetirse. En este caso no hay ninguna muestra
que indique que los valores almacenados no sean los que
realmente existieron en el momento de ser recogidos, así
que, en principio, debemos tomarlos como válidos, aunque
nos den por resultado algo que no entendamos. Obviamente,
no debemos descartar tampoco otra expedición a fin de tomar
otras muestras, además de la lógica , mejor dicho, tal vez
no lógica pero sí impetuosa necesidad de incluirme con us-
tedes en la expedición.
-¿Entonces vendrá con nosotros, Gaspar?
-¡Me muero de ganas, Gonzalo!
-¿Sabés en qué estaba pensando, abuelo? Hay por lo menos
dos hechos curiosos que se me habían pasado por alto y que
también son inexplicables. ¿Te acordás de las nubes yendo
hacia atrás? Olvidate de ellas por un momento. Cuando iban
hacia delante... ¿De dónde salieron, si no había una sola
nube en el cielo cuando entramos a la Bahía? Y después...
¿Cómo se movieron hacia delante si no había viento?
-¡Es cierto! –replicó Gonzalo- ¡Vos lo dijiste, Lila! El
río parecía un lago.

73
-Y hay otra cosa –prosiguió Lila-. ¿Te acordás, Gonzalo,
de la diferencia en el peso del cromatógraf o? –Gonzalo
asintió, asombrado, como diciendo ¨¿cómo me olvidé de ese
detalle?¨ - Vos sabés, abuelo, lo que pesa. Pues bien, ¿Cómo
hice para llevarlo por dos horas y media sin cansarme? ¡No
me pesaba nada, allá en Bahía Tranquilidad!
-Y cuando salimos –agregó Gonzalo-, volvió a pesar una
enormidad.
-¡Más preguntas, más preguntas! –respondió ofuscado el
doctor- ¡Ustedes deben creer que tengo la Enciclopedia Bri-
tánica en la cabeza! Es cierto, son fenómenos a tener en
cuenta, pero es todo el conjunto el que no tiene explica-
ción alguna para mí, al menos por ahora, y me temo que si
en realidad descubrimos las causas de todo, han de ser tan-
tas y tan diversas que nos encontremos ante una singulari-
dad que pueda llenar varios libros de estudio. ¿Por qué
creen que tengo tantas ganas de ir? Creo que se me cruzan
tantas ideas en la cabeza que quiero ir allí y ver si, in
situ, se me ocurre algo que pueda aunar conceptos desde lo
científ ico... o desde lo divino.
-¿Si no hay solución desde lo científico –preguntó mo-
lesto Gonzalo-, simplemente se lo atribuirá a Dios y a otra
cosa, es eso lo que está diciendo?
-No, hijo, no. ¡Incluso si encontramos explicaciones
científicas todo puede atribuírsele a Dios! No soy un gran
creyente, pero no puedo negar que todo lo que la Comunidad
investiga tiene un gran contenido de Fe. ¿Te das cuenta lo
que realmente estamos haciendo aquí? ¡Tratamos con el bien
y el mal, consideramos hasta manifestaciones físicas de es-
tos fenómenos, por Dios Santo! A pesar de ser científico,
por el solo hecho de estar en la Comunidad, debo partir de
la base de una interpretación superior. No estamos aquí, de

74
todas maneras, intentando simplemente saber cuáles son las
formas que Dios utiliza para manifestarse, sino también es-
tamos queriendo descubrir cóm o hacer para protegernos de
las otras, utilizando si se puede, científica, analítica-
mente, estas manifestaciones del bien.
-¿O sea, que usted no cree en la objetividad de los ob-
servadores y la supuesta neutralidad de la Comunidad?
-¡Al Diablo la neutralidad, Gonzalo! Una cosa es anali-
zar acontecimientos históricos pasados, y la influencia que
esos fenómenos han tenido con el paso del tiempo, y otra
muy distinta es registrar lo que puede ser hasta un cambio
fundaci onal en la concepción misma de la historia para los
tiempos futuros. Primero debemos, eso sí, analizar, inves-
tigar, comprender lo más que se pueda esta situación, para
no dar pasos en falso que nos signif iquen un retroceso. Por
apresurarnos, por ejemplo, a destruir el mal sin saber si
al destruirlo no estamos haciendo que el bien retroceda.
¡Por eso debemos comprender lo que está pasando! De spués
obraremos en consecuencia. Los debates en el seno de la Co-
munidad pueden durar años, y estoy dispuesto a esperarlos,
siempre y cuando esa demora no nos perjudique. ¡Pero no lo
sabremos si no lo investigamos!
Gonzalo estaba con sus manos en los bolsillos mientras
escuchaba al doctor, y su mano derecha comenzó a juguetear
con la piedra-esponja. Cuando Dreyfuss terminó de hablar,
la sacó de su bolsillo para mirarla.
-¡Bendita piedra! –expresó en voz alta- ¿Qué secretos
guardarás en tu interior?
Los ojos del doctor se iluminaron, y Lila pareció adivi-
narle el pensamiento.
-¡Eso es, Gonzalo! ¡La piedra! –casi gritó Lila- ¡Tene-
mos que ponerla en el cromatógrafo para analizarla!

75
-¿Y qué hay de las otras muestras que trajimos?
Se miraron los tres. El doctor fue corriendo al galpón,
y volvió unos segundos más tarde con la bolsa de arena en
sus manos.
-¿Es que hay algún error que todavía no haya cometido? –
rezongó, como para sí- ¡No puedo creer que me olvidé de las
otras muestras! Bien, ahora tenemos varios análisis más pa-
ra hacer.
Estuvieron un buen rato desplegando en la mesita la are-
na por un lado, y la piedra-esponja por el otro, a fin de
tomar muestras separadas dentro de la misma toma. Cuando
finaliz aron, comenzaron otra vez la serie de análisis de la
arena y de la piedra, separadas. Terminaron casi a las tres
de la tarde, y ninguno de ellos se había acordado del al-
muerzo.
-¡Ahí están! –exclamó el doctor Dreyfuss al ver el re-
sultado del análisis de arena - ¿Lo ven? ¡Infrarrojos por
todos l ados!
-¿Cómo es posible? –replicó Gonzalo- ¿Tendrá algo que
ver que esta arena no esté en su hábitat natural?
-Esa es casi la única explicación posible, muchacho –
contestó Dreyfuss-. A ver Lila, dame el resultado de la
piedra de Gonzalo.
-Aquí está, pero... ¡Este resultado no muestra nada!
-¿Cooómo? –gritó el doctor, y se acercó tanto a la pan-
talla de la computadora que casi tira todo- ¡Cada vez en-
tiendo menos! A ver, Lila, dame los análisis comparados de
las tres muestras, la de ayer en la Bahía, y las de hoy de
la arena y de la piedra –Lila así lo hizo-. ¡Miren esto!
Los picos de variación de la muestra de arena de hoy por
momentos salta fuera del espectro invisible de los colores.
Sin embargo, las mue stras de la Bahía y las de tu piedra,

76
Gonzalo, son absolutamente idénticas y normales.
-¡Parece como si no hubiese salido de la Bahía! –exclamó
Lila.
-¿Y eso qué puede significar, exactamente? –quiso saber
Gonzalo.
-Por ahora, no tengo la menor idea –dijo Dreyfuss-. Lo
que parece, al menos, es que tu piedra es la única de todas
las muestras que tomaron, incluyendo las de Amanda y Luis,
que mantiene las condiciones naturales que encontraron de-
ntro de la Bahía. Eso puede significar que podríamos, en
teoría, reconstituir algunas situaciones fuera de la Bahía
con tu piedra. Tendremos que analizarlo. Ahora, si me pre-
guntás por qué esta es la única muestra que se mantiene in-
alterable luego de cruzar el límite, te diré que no tengo
idea.
-¿Lo que querés decir, abuelo, es que de alguna manera
las otras muestras sufrieron alguna especie de contamina-
ción al salir de la Bahía, y por eso no están en su estado
puro y natural?
-Algo así, Lila. O que todo dentro de la Bahía está pre-
parado para funcionar dentro de ella, y cuando sale de su
entorno autodestruye sus capacidades, y esta destrucción se
manifiestan en forma de exposición infrarroja. Si esto es
así, repito, no tengo idea acerca de por qué la piedra de
Gonzalo tiene aún sus capac idades intactas.
-Pero... ¿realmente las tiene? –dijo Gonzalo, al tiempo
que arrojó bruscamente la piedra contra el ventanal, des-
trozánd olo. Acto seguido, y ante la mirada atónita de los
demás, gr itó- Me gustaría tener de vuelta la piedra en mis
manos, y que el vidrio no se hubiera roto.
En segundos, como en una película puesta hacia atrás,
la piedra voló a sus manos, al tiempo que el cristal del

77
ventanal se reparaba solo. Las astillas de vidrio se levan-
taron del piso y se acomodaron en su lugar, como si nada
hubiese ocurrido.
-¡Ahí tenés la respuesta a tu pregunta! –exclamó Lila,
sin salir de su asombro- ¡Creo que podemos decir que la
piedra tiene sus capacidades naturales intactas!
-¡Ni que lo digas! –agregó Dreyfuss, al tiempo que se
levantaba del cojín para observar el ventanal.
-¿Cómo lo supiste? –quiso saber Lila.
-No lo sabía. Fue una corazonada.
-¡Vos y tu corazonada, Gonzalo! –exclamó Dreyfuss, a un
tiempo enojado y contento- ¡No sabés lo confundido e in-
creíblemente feliz que me siento por este descubrimiento
que hiciste! Sabía que tu inclusión en esta aventura iba a
resultar incluso más útil de lo que esperaba. Pero ¡ay de
vos si te equivocabas! ¡Te hubiera hecho limpiar esos vi-
drios con la lengua! –dijo cada vez más divertido, al tiem-
po que se acercaba a Gonzalo y le daba un afectuoso y sofo-
cante abrazo - ¡Debemos celebrar este momento!
El doctor corrió a su pieza y trajo una botella de whis-
ky, con tres vasos que recogió de la cocina, los sirvió ma-
lamente y repartió.
-¡Esto sí que es una sorpresa! –dijo Lila con una carca-
jada- ¡Conque tenías whisky escondido!
-Es sólo para emergencias. ¡Salud!

Bebieron, distendidos y emocionados. Lila y Gonzalo dan-


do sorbos cortos, Dreyfuss apurando el trago largo y sir-
viéndose más. En ese momento sonó el timbre. Lila abrió la
puerta. Era Nahuel, quien traía las fotos. Rápidamente el
doctor pagó y corrieron a los cojines a verlas. Fue Gonzalo
el que se las arrebató a Lila y comenzó a mirarlas.

78
-¡Pero, salieron todas mal! –exclamó.
-¡No, tonto! Están bien –corrigió Lila-. Lo que pasa es
que la cámara tenía un filtro especial para detectar emi-
siones infrarr ojas.
-¿Y por qué no me avisaste? ¿Te parece que haya sacado
fotos con un paisaje espectacular y se vean así?
-¡Basta de tonterías! -replicó el doctor, al tiempo que
le sacaba las fotos de la mano a Gonzalo- Vamos a ver, mis
avanzados estudiantes, si han aprendido algo. ¿Qué vamos a
ver en estas f otos?
-Todo rojo –rezongó Gonzalo.
-Sí, todo rojo –respondió Lila, como iluminándose su ca-
ra-. ¡Pero no vamos a ver nada más! ¡Y no hay nada que ver
porque no hay emisiones infrarrojas dentro de Bahía Tran-
quilidad!
-¡Exacto! –afirmó Dreyfuss- ¡Vamos a confirmarlo!
Desplegó todas las fotos sobre el cromatógrafo, que aún
estaba en la mesita ratona, y efectivamente, lo que vieron
eran pais ajes, pero con un filtro rojo y nada más.
-¿Qué se hubiera visto si había alguna emisión infra-
rroja, Gaspar? –quiso saber Gonzalo.
-Mejor te lo demuestro –el doctor se levantó de su co-
jín, fue hasta su pieza y trajo la cámara. Con cuidado sacó
el filtro de color rojo de delante de la lente y se lo pasó
a Gonzalo. Tomó el control remoto del cromatógrafo-. ¿Ves?
Cuando lo enciendo, mirá el haz de luz que se manifiesta, a
pesar de que nosotros no podamos verlo sin el filtro.
-¡Es como un puntero láser! –se sorprendió Gonzalo.
-Algo así. Por lo pronto, entonces, debemos ya descartar
que dentro de la Bahía se manifiesten estos rayos. ¡Bien!
Una cosa menos. ¡Sigamos con la piedra! ¿Qué mas podrá
hacer?

79
-¿Quiere que probemos? –interrogó Gonzalo.
-¡Sí, pero por favor, no rompas nada!
Gonzalo, de pie, tomó nuevamente la piedra en la mano
derecha, palma abierta hacia arriba, y levantó también la
izquierda.
-¡Me gustaría que en mi mano izquierda apareciera una
pizza de muzzarella!
-¡No bromees! –protestó el doctor- ¡No es la piedra de
los deseos!
-¿Y si lo hubiera sido? –replicó Gonzalo, desilusionado,
al ver que nada aparecía en su mano.
-Entonces... ¿Cómo es que funciona? –preguntó Lila- ¿Se-
rá que sólo tiene la capacidad de volver atrás eventos en
los cuales haya participado físicamente?
-Esa es una hipótesis interesante, pequeña, aunque lo
más probable es que sea sólo parte de la verdad. No te ol-
vides que viene de Bahía Tranquilidad –recordó Dreyfuss-.
Eso probablemente quiere decir que tenga otras propiedades.
Me animaría incluso a afirmarlo. Además... su aparición en
estas circunstancias es por demás llamativa.
-¿Qué quiere decir, Gaspar?
-Sólo me arriesgo a decir que si este fue el primer en-
cuentro científico con este evento, el hallazgo sería por
demás auspicioso. Pero ya hubo dos muertes, por lo que es
necesario suponer que cuanto pasó en aquel momento tal vez
debió ser evitado. Esta urgencia de la Bahía de comunicarse
con nosotros sólo augura, me parece, un inminente encuentro
entre el bien y el mal.
-Pero también puede deberse a otra cosa, Gaspar –retrucó
Gonzalo-. No se olvide que, según sé, los padres de Lila no
hicieron un relevamiento a fondo del lugar, por lo que és-
te, en lo cient ífico, sería el segundo encuentro, y quizás

80
sólo signifique eso.
-¡Ya sé que Amanda y Luis debieron volver, no hace falta
que me lo recuerdes! –Dreyfuss se mostró colérico- ¡Ellos
también estaban en un estado de euforia poco científico! No
pensaban. ¡Y todos nosotros fuimos partícipes de eso! –
finalizó, abatido.
Lila se acercó a él y lo abrazó por detrás. Al doctor le
tomó sólo unos segundos reponerse.
-Pero nosotros no cometeremos el mismo error, espero. Si
este enfrentamiento que temo, no sucede, nos habremos pre-
parado en vano, pero si es cierto, nos encontrará prepara-
dos.
-¿Cómo podríamos, abuelo?
-En realidad es bastante simple. El secreto está en esa
piedra, creo. Como les decía, proviene del bien, así que
aún interpretando tu hipótesis, Lila, me niego a creer que
la piedra sólo pueda moverse por el espacio. ¡Y ya me harté
de todo esto! –gritó Dreyfuss extrañamente encolerizado-
¡Váyanse al diablo ustedes, y la piedra y todo, no quiero
saber nada más!
Acto seguido, extrajo un cortaplumas del bolsillo del
pantalón, abrió la hoja, y se cortó la muñeca izquierda. La
sangre corrió a borbotones.
-¡No! –gritaron Lila y Gonzalo casi al mismo tiempo. En
su grito, Gonzalo levantó la mano derecha, que aún tenía la
piedra, y de repente, otra vez como con el vidrio, la san-
gre del piso volvió a las venas, las gotas se volvieron
hacia atrás. La hoja del cortaplumas, de la mano de Drey-
fuss, cerró la incisión y se guardó en el bolsillo, ante la
mirada atónita de los chicos. Por fin, absolutamente calma-
do, alegre y risueño, habló el doctor.
-¡Bueno, era eso o a esta altura ya estaba de camino al

81
hospital!
-¿Qué? –Gonzalo estaba en estado de shock.
-¡Tonto y mil veces tonto viejo loco! –gritó Lila, quien
ya había comprendido- lo planeaste así, ¿verdad?
-La verdad es que se me ocurrió en el momento.
-¿Qué? –repitió Gonzalo, que aún no entendía.
-¡Que si aún te quedaban dudas, Gonzalo, mi abuelo está
totalmente loco! -volvió a gritar Lila, gesticulando- Esta
escena fue para saber si la piedra podía curarlo.
-¿Qué? –exclamó otra vez Gonzalo, pero esta vez con fu-
ria. Se recostó en la pared y se desplomó, sentado en el
piso- ¿Acaso está demente, Gaspar? ¿Y si no hubiera funcio-
nado? ¿Y si tal vez yo no hubiera reaccionado levantando la
piedra? ¿Y si la piedra sabía que la estaban probando –
Gonzalo ya estaba fuera de sí - y no daba señales de querer
curarlo? ¿Y si...?
-¡Pero funcionó, muchacho! –interrumpió Dreyfuss- Tal
vez lo que hice fue muy impetuoso y alocado, pero funcionó.
-¿Tal vez? –inquirió Gonzalo- ¿Tal vez? ¡Está loco de
remate! –se incorporó, iba a seguir hablando, pero miró la
piedra en su mano entrecerrada por unos instantes, la guar-
dó en su bolsillo, respiró hondo, levantó sus manos y las
bajó rápidamente, en señal de fastidio. Salió rápidamente
al baño.
-¡Qué temperamento tiene tu muchacho! –dijo Dreyfuss mi-
rando a Lila- Me gusta, me gusta.
Lila aún tenía los ojos llorosos y estaba arrodillada al
lado del doctor.
-¡No vuelvas a hacer algo semejante de nuevo, abuelo! –
lo abrazó llorando- Sos la única familia que tengo. ¡No lo
vuelvas a hacer!
-Está bien, está bien –le contestó el doctor al tiempo

82
que él también la abrazaba -. Lo siento, de verdad. Te lo
prometo.
Se quedaron así un buen rato. Las cortinas del ventanal
habían quedado un poco corridas desde la piedra-esponja en
el vidrio, y se filtraban los apagados rayos del sol de la
tarde. Extrañamente aún no habían sentido el frío otoñal,
pero la última experiencia había enfriado el corazón de Li-
la, que agradeció el sol, mirándolo por encima del hombro
de su abuelo. El extraño silencio se mantuvo un largo rato,
hasta que escucharon el sonido del botón del baño y el agua
correr. Lila soltó a su abuelo y se secó las lágrimas. Se
sentó en el cojín, a su lado. El doctor acarició sus meji-
llas. Gonzalo entró en la habitación y se sentó en su si-
tio. Parecía ya más calmado. Se hizo esta vez un silencio
incómodo.
-En verdad lo siento, muchachos –dijo el doctor en un
tono arrepentido y mirando al piso-. No debí hacerlo, pero
sentí que era una forma de probar que hay algo en esa pie-
dra que nos puede ser útil para que no les pase nada malo
cuando ustedes vayan a la Plaza de Toros, como ya pasó con
tus padres, Lila –levantó la vista y la miró, triste. Son-
rió levemente-. Ya le prometí a Lila y ahora te lo prometo
a vos también, Gonzalo –lo miró-, que no volveré a cometer
esa estupidez otra vez. ¡Pero funcionó! Y por cierto, mu-
chacho, vos lo hiciste funcionar. ¡Tenía razón Lila, es tu
piedra! Cómo o por qué, no lo sé. Pero fue increíble. Aho-
ra... ¡Cambien ese ánimo, por favor! Hemos descubierto algo
importante. ¡Tanto, que no los voy a retar por lo que han
hecho!
-¿Cómo? –Gonzalo se puso de pie como con resortes. No
podía creer que encima el doctor se sintiera ofendido por
algo.

83
-Bueno, para empezar, Gonzalo –explicaba al tiempo que
se incorporaba -, ¡me gritaste en mi casa! Es una regla que
aquí grito yo sólo. Y después, vos y Lila se sentaron en el
suelo. ¡Nunca se han roto tantas reglas juntas en esta ca-
sa, y en tan poco tiempo!
-¡Oh, por favor! –contestó Gonzalo ya sonriente, al
tiempo que corría a los brazos del doctor, que los abrió
ambos, señalando con el izquierdo a Lila, quien se levantó
y lo abrazó también. Se mantuvieron los tres juntos un ins-
tante.
-¿Sabe Gaspar? –dijo Gonzalo mirándolo hacia arriba-
¡Realme nte es un viejo loco, pero ya lo aprecio mucho!
Se soltaron finalmente, y entonces fueron Lila y Gonzalo
quienes se abrazaron y se besaron tiernamente, ante la mi-
rada dive rtida del doctor.
-¡Bueno, bueno! Nada de nada por ahora ¿eh? ¡Y vos que
seguís con esa blusa, Lila! –los tres rieron y se sentaron
nuevamente.
-¿Qué sigue ahora, Jack el destripador? –Lila se secaba
las últimas lágrimas con la muñeca hacia abajo- ¿Destasamos
a un transeúnte para ver si después lo podemos componer?
-¡No! No hace falta. ¡El punto fue ampliamente demostra-
do! ¡Creo que ya tenemos con qué enfrentarnos al mal, si es
preciso! ¡Esa piedra, Gonzalo , esa piedra! Es increíble.
Sigo sin entender cómo funciona, pero es claro que tiene
que ver con tu volu ntad de evitar que pasen cosas malas, o
para potenciar las buenas.
-¿Quiere decir que sin mi voluntad la piedra no funcio-
naría?
-Es probable. Hay algún tipo de conexión entre ella y
vos, y es evidente que sólo puede ser usada para hacer el
bien.

84
-¿Y cómo te sentiste, abuelo, cuando te ¨retrocedió el
tiempo¨? -preguntó Lila.
-Fue absolutamente extraño. Estaba consciente, y vi todo
lo que pasaba, pero no podía participar. Todo pasaba conmi-
go como espectador. ¡Esos segundos, en lo que la sangre
saltaba desde el piso a mi brazo fueron los más extraños de
mi vida!
-¡Pues desde que sacaste el cortaplumas hasta que todo
pasó, fueron los más largos de la mía! –exclamó gesticulan-
do L ila.
-¿Qué te pasa? –interrogó el doctor, al ver que Gonzalo
bajaba la cabeza. Cuando escuchó la pregunta, la levantó,
volvió a bajarla y trabajosamente sacó la piedra nuevamente
de su bolsillo. La depositó lentamente en la mesa ratona.
-Lo siento como mucha responsabilidad –contestó mirándo-
los a ambos-. ¿Qué tanto es lo que tengo que hacer con
ella? ¿Voy a salir a la calle y esperar que atropellen a
alguien para intentar salvarlo? ¿Y qué si no estoy allí?
¿No quieren tenerla ustedes? ¿Por favor? –bajó la vista.
Lila se levantó y fue a su encuentro. Lo abrazó y apoyó
su c abeza en el hombro.
-No sabemos lo que tenés que hacer, Gonzalo –dijo Drey-
fuss en tono consolador-, pero lo que sea tenés que hacerlo
vos. Sé que es una responsabilidad muy grande, pero ya vas
a saber qué hacer cuando llegue el momento, saldrá de vos
de la misma manera que salió hace un rato.
-Y vamos a estar a tu lado cuando eso pase, no te pre-
ocupes –Lila le hablaba tiernamente en su oído. Le dio un
beso en la m ejilla-. Por ahora, no dejés que eso te abrume.
-¡Exacto! –se levantó Dreyfuss- ¡Tengo hambre! ¿Comemos?
–se dirigía a la cocina. Cuando estuvo en la arcada los
llamó, impaciente, con las manos- ¡Vamos, vamos!

85
Lila y Gonzalo se levantaron. La piedra-esponja quedó
allí, en la mesita ratona, como muda espectadora más que
actriz principal de una historia que los protagonistas no
imaginaban.

Comieron ávidamente dos pizzas que el doctor había traí-


do en la mañana, listas para poner al horno, un almuerzo-
merienda particular. Luego de los primeros bocados sin pau-
sa –la tensión da hambre, dicen-, se distendieron un poco
los ánimos y lograron tener una charla animada sobre cual-
quier cosa.
-¿Puedo un cigarrillo, Gaspar, o me voy afuera? –
preguntó Gonzalo con el atado en la mano, luego de que los
tres dieron cuenta de las últimas porciones.
-¡Vamos a hacer una cosa! Desde ahora y hasta que termi-
nemos con esta aventura, se levantan todas las imposiciones
en esta casa –dijo Gaspar resignado-. ¡Total! Las que no se
rompieron ya, se van a romper en cualquier momento –guiñó
un ojo a Lila, quien se ruborizó -. La única que sigue en
pie, eso sí, es la de los objetos personales en el piso,
que más que una manía personal es una creencia.
-¡Qué bien! –exclamó Lila- Entonces... ¡voy a romper ya
mismo una de las reglas ya no impuestas en esta casa, que
hace rato me estaba molestando! –a continuación se levantó
y se puso a lavar la vajilla, ante la carcajada del doctor.
Cuando terminó, mientras Gonzalo terminaba su cigarrillo,
preguntó- Ahora en serio, abuelo. ¿Cuál es el próximo paso?
-Yo en un rato me voy a dormir.
-¿A dormir? ¡Pero si apenas son las seis de la tarde! –
observó Gonzalo.
-Sí, lo sé. Pero fue un día de muchas emociones y descu-
brimientos y... ¡no tengo que darle explicaciones a nadie,

86
si tengo ganas de ir a dormir, me voy a dormir y listo!
Además, mañana va a ser un día largo. Si podemos hacer todo
lo que pienso, mañana vamos a ir los tres a Bahía Tranqui-
lidad y después al Sendero.
-¿Queda lejos el Sendero, abuelo?
-Si no me equivoco, Lila, las partes que no llegué a in-
vestigar del Sendero terminan exactamente donde empieza Ba-
hía Tranquilidad.
-Sí, ayer nos dijiste que comenzaba hacia el sur, pe-
ro... ¿están juntos?
-Estoy casi seguro. Lo que nos queda por descubrir en el
Sendero es mucho aún, pero creo que es un desprendimiento
de Bahía Tranquilidad. ¡Y no más preguntas por hoy! Ustedes
acuéstense temprano, también. ¡Y traten de dormir algo –
dijo riendo-, que mañana los llamo a las seis! ¡Hasta maña-
na!
Y se fue. Lila y Gonzalo se quedaron en silencio. Gonza-
lo tomó la mano de Lila. Se abrazaron y besaron. Se diri-
gieron por fin a la pieza, y fue Lila la última en entrar.
Encendió la luz, al tiempo que Gonzalo prendía el extraño
velador de pared. Lila apagó la luz del techo. Cerró la
puerta con llave.
-¡Bueno! Aquí estamos –dijo, y se aproximó.
Se sentó al lado de Gonzalo y se besaron suavemente al
principio, más apasionados después. Comenzaron a tocarse, a
reconocerse, investigándose. Poco a poco uno fue desvis-
tiendo al otro, suavemente. Cuando finalmente estuvieron
desnudos, Gonzalo corrió el acolchado de la cama y se acos-
taron, mirándose. Lila bajó la vista, avergonzada. Apagó la
luz y se amaron, explorándose, como el hombre descubriendo
por primera vez a la mujer soñada, y ésta abriéndose como
una flor al hombre esperado. Con el último gemido de ambos

87
llegó la paz. Luego de unos momentos, Lila los cubrió con
la sábana. Se abrazaron.
-¡Te amo, Lila! ¡Más de lo que pudiera imaginar, más de
lo que supiera que pudiera!
-¡Y yo te amo, Gonzalo!
Así los sorprendió lo que afuera era el comienzo de la
noche, una noche con una luna límpida y gloriosa en Colo-
nia, tan cerca pero tan, tan lejos del Buenos Aires coti-
diano. Se amaron una vez más antes de dormirse aquella es-
perada primera vez. Gonzalo despertó varias veces luego,
sólo para descubrir a su amada en sus brazos, y se volvía a
dormir con una sonrisa de plenitud. Nada malo podía ocurrir
ya, se sentía preparado para enfrentarlo todo. Durmió sin
sueños, no le hacían falta esa noche.

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CUATRO

-¡Arriba, remolones, que son las seis y cuarto! –el vo-


zarrrón jovial del doctor los sacó del letargo. También los
insistentes golpeteos a la puerta- ¡La cerraron con llave,
nomás! ¡Uno no puede entrar ni en las habitaciones de su
propia casa! –decía mientras se alejaba hacia la cocina,
refunfuñando en broma.
Lila fue la primera en desperezarse.
-¡Buen día, mi amor! –dijo, al tiempo que le daba un be-
so en el pecho- ¿Cómo dormiste?
-¡Dormí la mejor noche de toda mi vida, Lila! ¡Te amo!
¿Te lo dije?
-Ahá –dijo ella mimosa- ¡Pero vamos a vestirnos, si no
el abuelo va a tirar la puerta abajo! –encendió la luz.
Comenzaron a vestirse, alegres. De repente, Gonzalo,
luego de ponerse el pantalón, se sentó como mareado en la
cama. Lila lo miró, desconcertada.
-¿Qué te pasa?
Él, sin mirarla, y con la vista fija en la otra cama,
levantó la mano derecha y con el dedo índice la señaló. So-
89
bre el acolchado, en el medio de la cama tendida, estaba la
piedra-esponja. Lila se quedó boquiabierta. Terminaron de
vestirse lentamente. Con un sobresalto escucharon nuevamen-
te los golpes en la puerta.
-¡Vamos, a levantarse!
Lila se levantó y despacio fue hacia la pu erta sin qui-
tar la vista de la piedra. Abrió la cerradura. El abuelo
entró.
-¡Hay mucho que hacer hoy, vamos! Pero... ¿qué les pasa?
Fue Lila la que señaló la piedra.
-¿Y? –preguntó extrañado.
-Anoche yo la dejé en el living. Estoy seguro –dijo Gon-
zalo en tono neutro-. Y la puerta estaba cerrada.
-¿Raro, no? –dijo el doctor frotándose la barbilla y ar-
queando las cejas - ¡Es evidente que esa piedra necesita es-
tar cerca tuyo y además tiene mucho por decirnos! ¡Vamos,
vamos, a desayunar! - dio media vuelta y se fue a la coci-
na.
Lila y Gonzalo se recuperaron poco a poco, reconfortados
en parte por la mínima importancia que el doctor le dio al
asunto. Con una rara sensación aún, Gonzalo caminó hacia la
puerta de la pieza, donde lo esperaba Lila. Al pasar por la
cama dudó, y finalmente tomó con cuidado la piedra y la
guardó en el bolsillo. Fueron a la cocina y se sentaron en
silencio. Lila sirvió las dos tazas que le alcanzó el doc-
tor.
-Gonzalo –dijo Gaspar-. Tenés que entender que esa pie-
dra es buena. Misteriosa. Incomprensible todavía para noso-
tros. Pero BUENA. ¿Entendés? –Gonzalo asintió con la cabe-
za- De a poco debemos conocer sus secretos, pero lo que no
podemos hacer es desconfiar de ella. Tenemos que creer, co-
mo vos creíste ayer y me sa lvaste. ¿De acuerdo?

90
-¿Pero cómo hizo para entrar a la pieza? ¿Y por qué?
-¡No lo sé! Pero por ahora creé en ella. Si querés, creé
como si fuera un mensaje de un ser superior, tu Dios, cual-
quiera que sea en el que creas, que te está dando a enten-
der algo, de a poco. Yo lo creo así ahora.
-¡Nunca te había visto tan creyente, abuelo! -replicó
Lila.
-¡Nunca había tenido tantas razones para serlo! Si lo
que creo es cierto, y hay una batalla, no hay lugar para
medias tintas. Creo que tengo que creer. No voy a dejar ni
por un segundo mi pensamiento científico de lado, pero ten-
go que tomar partido. Y si la opción es Bahía Tranquilidad
o la Plaza de Toros, no hay dudas de qué lado voy a estar.
¡Y ahora desay unen tranquilos, que el día de hoy será muy
largo!
Desayunaron algunas facturas recalentadas del día ante-
rior, mientras Gaspar le recordaba en broma a Gonzalo que
ese era el día en el que le tocaba comprar las facturas a
él. No volvieron a hablar de la piedra. Nuevamente prepara-
ron el equipo completo del día anterior. Cuando iban a par-
tir, Gaspar la mencionó nuevamente.
-¿Llevás la piedra, Gonzalo? –éste asintió, palmeándose
el bolsillo derecho- ¡No la dejes ni por un instante!
Nuevamente caminaron hacia el carrito de golf, estacio-
nado a la vuelta. Aún no había amanecido, apenas estaba
aclarando, y el día se presentaba apenas fresco, y nueva-
mente sin nubes a la vista. Llegaron en pocos minutos a la
playa, otra vez a cargar el equipo y otra vez a caminar
hasta los grandes cantos rodados. Aquí el doctor Dreyfuss
bajó el cromatógrafo.
-Será mejor que carguen ustedes el equipo –dijo diri-
giéndose a Gonzalo-, y después vuelvas a buscarme. ¡Un poco

91
de ayuda no me vendría mal!
Así lo hicieron. Como el día anterior, Gonzalo cargó el
cromatógrafo y comenzó a trepar junto a Lila las piedras
que los separaban de la Bahía. El doctor se sentó en la
arena a esperar. Puso su mano en uno de los bolsillos del
chaleco y sacó dos cronómetros. Los puso a andar simultá-
neamente. Uno de ellos se lo colgó al cuello, el otro lo
puso al lado del canto rodado, corroborando que los dos
marcharan juntos. Esperó casi una hora a que Gonzalo vol-
viese por él. El sol ya había salido cuando se reencontra-
ron. Gaspar le comento ese detalle.
-¡Una hora! –exclamó Gonzalo- ¡Suena imposible! Cruzamos
hacia allá, dejé las cosas y volví. ¡Me parecieron diez mi-
nutos por cada viaje, a lo sumo!
Gonzalo tomó un pequeño respiro y comenzaron el trayecto
trabajosamente. Dreyfuss sacó ventaja de sus piernas lar-
gas, pero fue costoso. A Gonzalo le pareció que el doctor
pesaba una tonelada. Los charcos de agua los pasaron bas-
tante cómodamente, y otra vez a subir y bajar. Finalmente
llegaron. Gaspar miró su cronómetro. Les había llevado seis
minutos llegar hasta allí. No le pareció un tiempo razo na-
ble. Lila los esperaba sentada en una piedra-esponja de ta-
maño regular, en el medio de la Bahía. Los bolsos estaban
aún casi en la entrada.
-¡Este sí que es un lugar increíble! –se maravilló Drey-
fuss.
Lo admiró en silencio, mirando cada detalle que lo sepa-
raba de Lila, y cuando se aproximó a ella contempló azorado
la magnif icencia de las palmeras y las grandes piedras-
esponja en su reg azo. Finalmente se encontraron los tres.
-¡Hicieron un tiempo récord! –los saludó Lila.
-¿Cuánto decís que tardamos? –quiso saber el profesor.

92
-De acuerdo con mi reloj, llegamos a la Bahía siete y
veinte. Gonzalo se fue de inmediato, y ahora son las siete
y media –Lila miró a su abuelo haciéndose sombra sobre su
frente para tapar el sol- ¿No puede ser, verdad?
-No. No puede ser, hija. Gonzalo me contó que tardó más
o menos diez minutos en volver a buscarme, aunque mi cronó-
metro desde allí marcó sólo seis minutos más. Miren el cro-
nómetro –les hizo una seña para que se aproximaran-. Ahora,
cuenten mentalmente un minuto, segundo por segundo –así lo
hicieron. Después de contar, se arrimaron al cronómetro-
¿Ven? Lo que les decía. Podemos equivocarnos máximo en cin-
co, diez segundos a lo sumo, pero mentalmente tenemos cier-
ta idea acerca de cuánto dura un segundo. En el tiempo que
nosotros contamos un minuto, o cincuenta segundos, o un mi-
nuto diez, en el cronómetro pasaron... ¡dieciocho segundos!
-Si cabía alguna duda, debemos decir que ya no hay nin-
guna –aseveró Gonzalo-. La teoría de las Burbujas Tempora-
les parece que funciona aquí.
-Esa u otra, Gonzalo. No te olvides que por ahora es só-
lo una hipótesis.
-Abuelo... ¿puedo hacerte una pregunta? –arremetió Lila-
En realidad debí hacértela antes, porque de todas maneras
ya está aquí, pero ¿por qué trajimos el cromatógrafo tam-
bién? ¿No habíamos descartado la emisión de infrarrojos de-
ntro de la B ahía?
-Sí, pero en realidad quiero tomar unas muestras y
llevarlas, y hacerles un análisis mientras estemos saliendo
e inmediatamente después de salir de la Bahía. ¡Quiero
saber en qué momento c omienza el pico!
-¿Entonces qué hacemos ahora, Gaspar?
-Vamos a comprobar nuevamente, in situ, algunos fenóme-
nos, e intentar otros.

93
Dreyfuss tomó una pequeña piedra-esponja, parecida a la
de Gonzalo y repitió el ritual de Lila del día anterior de
arrojarla al agua. Se sorprendió como ellos antes al ver lo
lejos que llegaba. Sacó un grabador de minicassette de uno
de los bolsillos de su chaleco, y realizó unas anotaciones
grabadas.
-Uno, dos, tres. Arrojé una piedra al río. Alcanzó creo
que algo así como setenta metros. No hay nubes a la vista,
tampoco viento. Siguiente paso –apagó y guardó el grabador-
. ¡Me gustaría que esa piedra volviera a mis manos!
Nuevamente las nubes, que esta vez no había antes, vol-
vieron hacia atrás, nuevamente los círculos concéntricos de
afuera hacia adentro, otra vez la piedra en la mano del
doctor.
-¡Asombroso! –dijo Dreyfuss. Tomó una bolsa para las
muestras y guardó cuidadosamente la piedra allí. Levantó la
vista al cielo, y otra vez sin nubes. Nunca percibieron
vientos.
Se sentaron los tres muy juntos, en silencio.
-¿Y, abuelo, qué pensás? –preguntó Lila, mirándolo.
-De todo. ¡Estoy acá y todavía no lo creo! ¡Y estuvo tan
cerca todos estos años! ¡Debería pegarme por no haber veni-
do antes!
Se levantó, meditando, y caminó sin rumbo, agachándose
de vez en cuando, recogiendo alguna piedra o sólo arena y
mirándola de cerca, deslizándola en sus manos y dejándola
caer lu ego, para después dirigirse a las palmeras.
-¿Creés que está bien?
Fue Gonzalo el que preguntó. Él y Lila se habían quedado
sentados en el suelo, para dejar meditar al doctor.
-Sí. Es antes que nada un científico. Debe haber tenido
como por cuatro segundos un sentimiento de culpa por no

94
haber resuelto esto cuando era más joven para no enviar a
mis padres aquí, pero después ya habrá comenzado a pensar
cómo hacer para descubrir los secretos que este lugar guar-
da.
-Cambiando de tema, la pasé muy bien anoche.
-¡Yo también! –Lila se acercó a él y lo abrazó- ¡Fue lo
más maravilloso que me pasó en la vida!
-¡Por ahora! –se agrandó Gonzalo- Te prometo muchas no-
ches como la de ayer.
Se besaron. Mientras tanto, el doctor seguía ya de cerca
buscando más pistas entre las palmeras. Cuando llegó a la
que estaba inclinada sobre el río, se sacó las zapatillas y
las medias, arremangó sus pantalones y se metió en las frí-
as aguas del Río de la Plata. Se acercó lo más que pudo
hacia la hoja más verde que alcanzó, y con el cortaplumas
cortó una punta de la hoja, de apenas un centímetro. La co-
locó junto a la piedra en la bolsa de muestras, que guarda-
ba en un bolsillo. Salió del agua y, mientras se secaba los
pies en la arena, echó un vistazo más allá de las palmeras,
hacia el sur, donde cientos de metros más allá se desplega-
ba la bahía de la Ciudad Vieja, y más allá el Puerto.
-¡Oigan, muchachos, vengan! –hizo señas agitando las ma-
nos.
Lila y Gonzalo corrieron a su encuentro. Parecía que el
doctor tenía noticias. Ambos llegaron de inmediato casi sin
agitarse.
-¡Miren acá! –señaló Dreyfuss más allá de las palmeras. Más
allá se extendía, inmediatamente después, un pantano a ori-
llas mismas del río. Allí crecía una especie de junquillos
de dos o tres metros de altura, que apenas permitía ver una
vegetación boscosa más atrás, bordeando la costa- ¡Esta es
la continuación del Sendero, lo presiento! ¿Ven allá, la

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parte tupida de árboles? ¡Estoy seguro de que por allí es-
tuve!
-¡Y por aquí, más adelante, pasando la primera palmera
en la costa, parece que hay acceso, Gaspar! –casi gritó
Gonzalo - ¡Vamos por ahí!
-¡No! El Sendero prefiero empezar a recorrerlo por el
camino que me es familiar. Además –el doctor miró el cronó-
metro-, según el cronómetro hemos pasado en la Bahía más de
una hora, así que afuera habrán pasado tal vez tres o más.
¡Debemos volver por do nde vinimos!
Caminaron hacia el centro de la Bahía, a buscar los bol-
sos. Dreyfuss tomó una última bolsa de muestras y puso un
puñado de arena en ella. Después abrió el bolsillo del cro-
matógrafo y sacó el ¨micrófono¨. Abrió el cierre central y
depositó allí las dos bolsas de muestras y puso el
¨micrófono¨ adentro. Dejó el cierre abierto y se puso el
bolso al hombro.
-¿No lo va a cerrar?
-Si lo cierro, Gonzalo, corro el riesgo de que el plomo
aislante influya en la medición de las muestras. Prefiero
arriesgar la toma de muestras así.
-Pero... ¿vamos a volver todos juntos? –quiso saber Li-
la.
-Parece que la Bahía ha hecho su trabajo conmigo, Lila.
De pronto me siento más fuerte –acto seguido tomó el croma-
tógrafo y lo encendió.
Desandaron en silencio el trecho que los separaba del
fin de la Bahía, hacia los cantos rodados: subieron, baja-
ron, atravesaron charcos, volvieron a subir y bajar y fi-
nalmente llegaron al otro lado. Dreyfuss dejó sin cansancio
el crom atógrafo en la arena y fue a buscar el otro cronóme-
tro, pasos más allá.

96
-¡Tal como les dije! –confirmó el doctor- Estuvimos de-
ntro tres horas y diez minutos. ¡Deben ser como las once y
media!
-¿Vamos a su casa a analizar los resultados del cromató-
grafo? –preguntó Gonzalo.
-No. Aún no. Vamos primero a que conozcan el Sendero –
respondió Gaspar, al tiempo que apagaba el cromatógrafo y
colocaba las muestras en el bolso que llevaba Lila -. Pode-
mos dejar los bolsos en el carrito.
-¿No vamos a analizar nada allí, abuelo?
-No, Lila. No hay nada que analizar allí, creéme. Ya lo
analicé hace años, sin ningún resultado.
Caminaron hacia el carrito y dejaron todos los bolsos
allí. Ya era mediodía casi. El sol apenas hacía sombra en
sus cuerpos cuando caminaron por la costanera, justo arriba
de Bahía Tranquilidad.
-¡Es increíble! –exclamó Lila- No se ve nada desde aquí
arriba. ¡Como para imaginarse lo que hay allí abajo!
-Es cierto, Lila –Gaspar también observaba, mejor dicho,
tampoco observaba nada. La vegetación de matas sobre la
costanera, más la serie de árboles tupidos más abajo impe-
día ver absolutamente nada de Bahía Tranquilidad. Siguieron
adelante, camino al sur, como hacia el centro de la ciudad.
Unos cincuenta metros después de que, según el los, ya habí-
an pasado la Bahía vieron, entre los árboles que lo prote-
gían como a un túnel, una empinada bajada de escalera, con
troncos cruzados como peldaños, puestos en verdad para que
no se desmoronaran los verdaderos escalones de tierra. Una
soga de más de una pulgada de espesor se suspendía desde un
poste, hacia abajo. No se veía el final de la soga, ni de
los escalones. Los tres se quedaron mirando.
-¿Es por aquí que tenemos que bajar? –dijo Gonzalo, sin

97
dejar de mirar el impresionante descenso- ¡Con razón no
llegó más lejos, Gaspar!
-No, muchacho. En realidad nunca me atreví a ir por este
camino. ¡Hace poco lo descubrí, estaba casi cerrado! Recién
cuatro años atrás la intendencia se encargó de desmalezar
esta entrada, y ya estaba viejo para insp eccionarla. El ca-
mino que tomo siempre está más adelante. No es mucho menos
empinado, pero al menos tiene los escalones más juntos y se
puede bajar y subir, con algo de esfuerzo.
Se alejaron mirando hacia atrás, hacia ese foso a lo
desconocido, hasta que volvieron la vista al río y siguie-
ron viendo nada. Maleza, bosque y sí, allá en el río, los
junquillos que habían observado desde la Bahía.
-Gaspar... en realidad, sería posible que las condicio-
nes de hace años hubieran cambiado... ¿no le parece?
-¿A qué te referís, Gonzalo? –el doctor se dio vuelta
para mirarlo.
-A lo que Lila preguntaba respecto de hacer pruebas en
el Sendero.
-¡Ah, eso! –siguieron caminando, los tres en línea cos-
tado con costado- En realidad lo estuve pensando bastante
desde anoche. Lo que queremos ahora es verlo. Yo ya lo co-
nozco, he estado decenas de veces, pero hace rato que no lo
veo con los ojos de un científico. En las tres últimas se-
manas que estuve aquí en Colonia vine sólo un par de veces,
puesto que lo que más he hecho es investigación histórica,
pero aún esas dos veces no vine como científico. A decir
verdad vine más para despedirme del lugar amigo, a prepa-
rarme para venir con ustedes, pero de otra forma: a inves-
tigar.
-¿Y qué clase de investigación histórica realizó? –
preguntó ávidamente Gonzalo.

98
-¡Pará, pará! –se ofuscó el doctor- Dejame contestarte
una cosa y luego te respondo otra. ¡Si no me vas a dejar
contestar, no me preguntes y ya!
-Lo siento, lo siento! –Gonzalo levantó ambas palmas en
señal de disculpa.
-Está bien. Pero primero, ya llegamos.
Se encontraron frente a una entrada similar al túnel de
árboles que habían visto antes, excepto que ésta tenía los
escalones de cemento, y es cierto, mucho más cercanos unos
de otros, por lo que se veía por lo menos más fácil el des-
censo que en la anterior. Después de diez escalones venía
un descanso, lo suficiente como para tomar aire y conti-
nuar. En este túnel tampoco se veía el final. El doctor se
sentó en el primer escalón, al tiempo que Lila y Gonzalo
hacían lo propio.
-Antes de continuar, las preguntas –dijo -. Como decía,
ahora está llegando el momento de investigar y sí, pensé
que aquellos análisis hechos hace ya tanto tiempo tal vez
no tengan validez ahora, especialmente después de los fenó-
menos que descubrieron ayer en la Bahía, pero en honor a la
verdad, no creo que haya necesidad en esta primera aproxi-
mación de traer, por ejemplo, el cromatógrafo. ¡Piensen! Si
la hipótesis es que este Sendero se conecta supuestamente
con la Bahía, y desde aquí se dirige hasta la Plaza de To-
ros, siendo éste en realidad el comienzo del camino, no va-
mos a encontrar indicios de infrarrojos, como no los encon-
tramos en la Bahía. Además, lo importante ahora, para in-
tentar desmadejar este misterio, son otros interrogant es:
¿Realmente sale este Sendero de la Bahía? ¿Va hacia la Pla-
za de Toros? Si es así, ¿por qué se dirige hacia el sur y
no hacia el norte? Creo que esto es más importante ahora
que saber qué colores se ven aquí o no. No descarto un aná-

99
lisis posterior, jamás descarto nada, pero por ahora, si lo
quieren, no vamos a hacerlo. Además, me interesa comprobar
otras teorías antes, y éstas recién las estoy elaborando.
En cuanto a la investigaciones históricas que hice, fueron
más que nada acerca de la Ciudad Vieja y la Plaza de Toros.
Quería descartar la posibilidad de que estuvieran relacio-
nadas fen omenológicamente.
-¿Y qué averiguaste? –interrogó Lila.
-En realidad no mucho desde el punto de vista que me in-
teresaba. La ciudad de Colonia fue fundada en 1680, a pesar
de que muchos lugares históricos son posteriores, como la
Plaza de Toros, que fue construida recién a principios del
1900. Debemos, entonces, descartar una conexión a priori.
Sin embargo, hay una serie de alternativas. Es posible que
en la historia de la Ciudad haya habido alguna demostración
de lucha entre el bien y el mal en forma directa, aunque
encubierta, porque en ningún lado figuran las magias ni las
brujas, o sea que tuvo que ser algo más oculto. Tal vez con
el tiempo concentraron sus fuerzas fuera de la Ciudad: el
bien más cerca, protegiéndola, y el mal un poco más allá,
amenazando. Esto es sólo una especulación ya que, como di-
je, no existe registro de ningún tipo de fenómeno extraño
que se haya dado por estos lares en aquella época. Lo cier-
tamente sintomático es que la Plaza de Toros sea el lugar
elegido para manifestarse. Un lugar de muerte, pero a su
vez de desprotección de las almas. No un cementerio. Un lu-
gar al que se va a ver sangre pagando el precio.
-Pero, según tengo entendido, esa plaza fue utilizada
cuatro o cinco corridas, después se prohibió su uso –acotó
Gonzalo.
-Es cierto, y el mal eligió de esas pocas la primera
sangre para sobrevivir, crecer y finalmente manifestarse.

100
-¿Pero por qué precisamente esa primera sangre? –terció
Lila- ¿Acaso en Colonia misma, españoles y portugueses no
sostuvieron una lucha por no sé cuántos años? ¿No había más
muerte allí?
-Siguen quedando puntos oscuros en esto, Lila, lo sé.
Pero lo único que puedo decir es que tal vez, el origen es-
té históricamente situado en la Ciudad Vieja. Hoy, los po-
los están en Bahía Tranquilidad y la Plaza de Toros. No
tengo explicación, no hay desplazamientos históricos com-
probados desde sus ubicaciones anteriores hasta la actuali-
dad, simplemente porque no hay un regi stro de esas cosas.
La realidad hoy es ésta. Están donde están. Y éste, mis
amigos –señaló con ambas manos hacia abajo, más allá de las
escaleras -, es el único Sendero hasta ahora registrado que
puede echarnos luz en el asunto, si es que en verdad está
relacionado y no se trata de un fenómeno totalmente dife-
rente. ¡Vamos! ¡A bajar, que ya perdimos demasiado tiempo!
Bajaron lenta y cuidadosamente. Dreyfuss iba adelante,
guiando. Lo seguían Gonzalo y Lila, juntos, agarrados de la
mano. Gonzalo no tenía idea de que habían subido tanto por
la costanera, ya que el descenso parecía no tener fin. Se
preguntó, después del cuarto descanso en las escaleras, si
aún estaban por arriba del nivel del río, o si la costa ya
estaba por encima de sus cabezas. Cuando finalmente llega-
ron abajo, los tres resoplaron. Dreyfuss estaba feliz.
-¡Es increíble! Parece que se siguen sintiendo los efec-
tos de mi exposición a la Bahía. ¡Ni les cuento lo que me
cansé al bajar las últimas veces! ¡Bienvenidos al comienzo
del Sendero! –abrió los brazos en posición de cruz, al
tiempo que giraba sobre sí mismo.
El espectáculo era impactante. Se encontraban en una
burbuja de aire cubiertos en la altura por la espesura de

101
los árboles. Arriba, bien arriba, apenas se podían ver al-
gunos rayos de sol que, perezosos, se negaban a llegar has-
ta allá abajo. La arena, firme al pisarla, estaba salpicada
con una gramilla suave, verde oscuro. Sobre el piso irregu-
lar crecían aquí y allá arbustos huérfanos. Cerca de los
troncos de los árboles que conformaban el techo, se arraci-
maban malezas parásitas, que robaban su verde claro de los
nutrientes de las raíces mayores. La bóveda medía unos
treinta metros de diámetro, y se iba achicando hacia el
norte, hacia Bahía Tranquilidad. Más allá, hacia el río,
que no se veía, se amontonaba la vegetación en un programa-
do caos de vida. La visión se cerraba en lo junquillos.
Gonzalo adivinó detrás el río, y se sintió más aliviado al
saberse por lo menos sobre la superficie. Caminaron unos
pasos, recorriendo alrededor, Lila y Gonzalo marav illados,
Dreyfuss como recordando, acariciando algún que otro árbol
familiar a su memoria. Los tres sintieron nuevamente la
sensación de estar muy lejos de la civilización. Pero era
diferente a Bahía Tranquilidad: más oscuro y no sól o por la
falta de luz. A Gonzalo le pareció estar viajando en el
tiempo, casi a la prehistoria. Se sorprendió al imaginarse
en taparrabos tratando de desmalezar los junquillos con un
machete improvisado en busca de una presa. Pero también era
verdad que se sentía calmo, casi feliz, creía que incluso
más tranquilo que en la Bahía. Entendió el tiempo que Drey-
fuss pasó en este paisaje, que invitaba a ser disfrutado.
Sin proponérselo, los tres caminaron hacia el norte, hacia
donde la bóveda de las ramas disminuía. Se sentaron en un
tronco que salía casi en forma horizontal, haciendo un ex-
traño dibujo en su trayectoria desde el piso hasta el cie-
lo.
-¡Bien, muchachos! –dijo Dreyfuss apoyando las manos en

102
su pierna- Algunas consideraciones antes de continuar. Esto
no es Bahía Tranquilidad. Y digo esto porque tengo algunas
certezas al respecto. Por ejemplo, el tiempo aquí es li-
neal, respeta en todo al tiempo del mundo exterior. Durante
mis visitas aquí he tirado piedras, he tomado muestras, na-
da ha salido con resultados fuera de lo común. ¿Y qué, en-
tonces, es lo que hace que este sea un lugar especial? ¿Qué
nos indica que es algo más que un bonito y agradable paisa-
je? Eso es lo que vamos a averiguar. Lo que sí sé, lo que
sí he descubierto, son dos cosas: una, que este paisaje no
tiene nada que ver con Colonia. No hay por la zona lugar
que se le parezca. Dos, que definitivamente está vivo. Pero
no vivo por la vida vegetal y la animal que pueda haber –
Dreyfuss se incorporó de golpe. Hizo el ad emán de gritar y
se detuvo. Comenzó a reír-. ¡Discúlpenme! –dijo entre car-
cajadas - ¡Lo iba a hacer de nuevo! Quería sorprenderlos con
una reacción que sí es especial del Sendero, pero mejor les
advierto antes. Voy a ponerme loco un ratito, ustedes no se
preocupen –les dio la espalda a Lila y Gonzalo, que seguían
sentados en el tronco, con cara de no entender-. ¡Buenos
para nada! –gritó, desaforado- ¡Sí, son unos inútiles! ¡Ja-
más vamos a encontrar nada si no nos ponemos a buscar de
una buena vez! ¡Inútiles!
Lila y Gonzalo quedaron boquiabiertos. La bóveda pareció
achicarse, mejor dicho, se achicó de manera inexplicable.
Las ramas que estaban a más de diez metros por encima de
ellos se inclinaron hacia a bajo, comprimiendo el espacio,
y toda la bóveda pareció una trampa, como una gigantesca
planta carnívora atrapando una mosca. Lila cerró los ojos y
abrazó a Gonz alo, espantada, mientras éste se encogía de
hombros y agachaba la cabeza. Cuando el espacio vital se
había reducido a la mitad, las ramas se detuvieron. Drey-

103
fuss permanecía de pie, respirando agitado y aún con gestos
de cólera en el rostro. De pronto, suavizó nuevamente su
cara, y soltó una carcajada cristalina.
-¡Ah, viejo bosque! ¡Ah, hermoso Sendero! –casi gritó
alegremente- ¡Nos volvemos a encontrar! ¡No pierdas el
tiempo con este pobre viejo cascarrabias! ¡La vida merece
ser vivida y así lo haremos, te lo prometo!
Durante unos instantes nada cambió. Todo era opresión y
silencio. Luego, y tan rápidamente que Lila y Gonzalo casi
no se dieron cuenta de cuándo fue, tod o volvió a la norma-
lidad. En segundos, las ramas volvieron a su lugar, y aque-
lla opresión dejó paso a una sensación de paz como no habí-
an sentido antes. Lila y Gonzalo se soltaron lentamente,
recuperándose del susto. Dreyfuss se volvió a sentar en el
tronco, alegre como un chico.
-¿Y, qué me dicen? ¿Tiene vida o no tiene vida?
-¿Qué, qué fue eso, abuelo?
-Este es el mayor descubrimiento que realicé en el Sen-
dero, ni más ni menos, Lila. Fue en la primera visita que
hice aquí en estas tres semanas. Parece mentira. ¡Cuando
había venido a despedirme del Sendero amigo, para volver a
verlo como científico! ¡Y estuve tanto tiempo antes aquí y
no había pasado nada! No sé lo que me pasó. Me enfurecí y
comencé a insultarme por haber sido tan tonto con tus pa-
dres, qué sé yo. Me agarró una rabieta de esas que me sue-
len agarrar a mí, aunque nunca me habían agarrado acá.
¡Siempre tuve una paz tal aquí que nunca me había enojado
antes! Cuando terminé de gritar, pasó lo que hoy. ¡Creí que
no contaba el cuento! Después del susto, volví a experimen-
tarlo la vez siguiente. Fue igual, lo que me lleva a pensar
que lo que aquí pasa está indudablemente relacionado con
Bahía Tranquilidad. ¡No podés enojarte! Es como una protec-

104
ción, me parece, a los buenos sentimientos. El lu gar te
permite pasar, te proporciona paz y te permite disfrutarlo
y seguir con tu vida. Ahora... ¡guay si te llegás a enojar!
Por las buenas o por las malas tenés que portarte bien.
-¿Entonces –preguntó Gonzalo- los árboles son una espe-
cie de guardianes ?
-Algo así, hijo. ¡Ahora! Vamos a hacer unas pruebas Gon-
zalo. Quiero que saques tu piedra, la arrojes y le pidas
que regrese.
-¿Arrojarla? –lo miró Lila preocupada- ¿Y si no regresa?
¿Y si los árboles creen que es una agresión y lo lastiman?
-No, eso no, Lila. Como ya les he dicho, ya he arrojado
piedras en el Sendero. Lo que sí no quiero que pase es que
la pierdas, Gonzalo, así que no la tires lejos.
Gonzalo asintió, y desconfiado y con desgano puso la ma-
no en el bolsillo del pantalón y agarró la piedra-esponja.
Pero no hizo el ademán de estirar el brazo hacia atrás por
encima de su hombro, para no tirarla demasiado lejos, así
que balanceó lentamente su brazo hacia atrás a la altura de
la cintura y arrojó la piedra, cinco metros o menos hacia
delante.
-Me...
Antes de que pudiese pedir su deseo, Gonzalo vio como
casi al mismo tiempo de tocar el piso, la piedra -esponja
saltó hacia atrás y realizó el camino inverso, terminando
en segu ndos de vuelta en sus manos.
-¡Fascinante! –exclamó el d octor.
-¡Ni te dio tiempo a nada!- se asombró Lila.
El doctor se acercó a Gonzalo y le palmeó el hombro. Se
quedó unos segundos pensando y luego tomó una pequeña mues-
tra del piso y repitió los movimientos del joven, tirándola
hacia adelante.

105
-Me gustaría que esa piedra volviese conmigo –alcanzó a
decir la frase completa Dreyfuss. Nada. La piedra permane-
ció allí, en el lugar que había caído-. Parece que sólo
funciona con las piedras de Bahía Tranquilidad. ¡Qué tonto,
cómo me vine a olvidar las otras muestras! –un murmullo de
hojas le recordó que no debía enojarse. Levantó la mano de-
recha y asintió varias veces como pidiendo perdón - ¡De
acuerdo! Quedará para otra ocasión. ¿Qué les parece si les
muestro hasta dónde llegué a investigar el Sendero?
Caminaron hacia el norte, en forma paralela a lo que
adivinaron era la playa, pero lo que en realidad miraban
era la continuación de la bóveda de ramas, y hojas, que mo-
rían allá, unos cincuenta metros más adelante, en los jun-
quillos. A medida que avanzaban, la bóveda se estrechaba
más y más, hasta convertirse sólo en un pequeño pasillo
donde pasaban de a uno en fondo. Allí el doctor, que iba
primero, se dio vuelta y abrió sus brazos todo lo que le
permitieron las ramas, con las palmas hacia arriba.
-¡He aquí la magnificencia del Sendero!
Lila y Gonzalo se dieron vuelta, y arrimaron sus cabezas
para contemplar juntos. El doctor tenía razón. Desde allí
se podía apreciar todo el esplendor de la bóveda, en una
semipenumbra fotográfica, que permitía observar sin embargo
cada detalle, como una gran obra arquitectónica construida
con pequeñas obras de arte que se complementaban sin enci-
marse, como una salsa que permite saborear cada ingredien-
te. Estuvieron unos instantes contemplando el panorama, co-
mo degustánd olo.
-¿No te parece, abuelo, que esta debiera ser la primera
imagen que uno debería tener al entrar al Sendero? ¡Es ma-
ravillosa, en verdad! –acotó Lila.
-Si mi intuición no me falla, no sólo creo que tenés ra-

106
zón, sino que presiento que la verdadera entrada al Sendero
es ésta, y todo este tiempo llegué aquí por la salida. ¡Pe-
ro vamos, vamos hacia delante ahora!
Se volvieron, no sin dificultad. A Lila, sobre todo, le
costaba sacar la vista de ese esplendor. Ella también en-
tendió como nunca esa atracción tan fuerte que le había
producido a su abuelo el lugar. Era curioso, pero a pesar
de haber visto ya las maravillas de Bahía Tranquilidad y la
increíble piedra-esponja de Gonzalo, no podía dejar de
creer que este lugar, con su simpleza y su oscura imagen
era lo más emocionalmente fuerte que había visto estos dí-
as. Siguieron el paraje en fila india unos ocho o diez me-
tros más, y luego Dreyfuss se detuvo. El camino se truncaba
allí. La confluencia de troncos en esa zona había creado
una pared natural infranqueable. A su derecha, sin embargo,
entre un tumulto de piedras filosas, se abría una pequeña
brecha por la que supuestamente se podría seguir, casi en
cuclillas. Esta senda subía, como hacia la avenida, pero
por lo que se veía, en forma irregular.
-Bien, hasta acá llegué todos estos años –suspiró Drey-
fuss-. En el momento en que descubrí esta pequeña brecha ya
no e staba para estos trotes.
-¿Pero no se dirige a la avenida, Gaspar? ¡Es inútil que
tomemos ese camino!
-No. No se dirige en realidad hacia arriba. Es decir,
eso parece, pero en todo caso nunca llega. Es cierto que
nunca intenté seguir adelante desde aquí, pero sí la busqué
arriba, y no hay rastros de esta brecha sobre la avenida
Costanera. Además, sabiendo lo que ahora sabemos, tiene que
llegar a Bahía Tranquilidad. Primero, porque me resulta im-
posible creer que estos dos lugares no tienen conexión en-
tre sí, y segundo, porque lo que decías, Lila, creo que es

107
correcto: si esta es la verdadera entrada al Sendero, tiene
que venir de algún lado. ¿De dónde va a venir sino de Bahía
Tranquilidad?
-Si vos querés que vayamos por ahí, abuelo... –comenzó a
decir, resignada, Lila.
-¡Sí, eso digo, pero no que vayan sólo ustedes! ¡Yo voy
también!
Lila y Gonzalo se miraron, como para frenarlo, pero ya
era inútil. Dreyfuss comenzaba a trepar trabajosamente por
las piedras. Lila lo siguió y Gonzalo cerró la fila. Avan-
zaban lentamente. La brecha trepaba arriba y más arriba en
zigzag. La arboleda era cada vez más espesa y cercana.
-¡Parece que Bahía Tranquilidad le dio una buena vitali-
dad, Gaspar!
-En realidad sí, Gonzalo. ¡De otro modo hace rato que
estaría panza arriba y con la lengua afuera!
Cuando ya les parecía a todos, excepto al terco doctor,
que aparecerían en la avenida en cualquier momento, la bre-
cha viró hacia la izquierda y comenzó a ponerse más amiga-
ble. El túnel se ensanchó y la diferencia entre piso y te-
cho se amplió poco a poco y los tres, al cabo de un trecho,
caminaron codo a codo. Ahora el terreno bajaba suavemente.
El paisaje era notoriamente diferente. Árboles más pequeños
se interponían en su camino, y la luz comenzaba a bañarlos
más intensamente. El Sendero viboreaba alegreme nte y era
más fácil seguirlo.
-¿No te recuerda a San Luis, abuelo?
-Villa Elena, para ser más precisos, Lila. Sí. Como
aquellos caminos al lado de las cascadas y los riachos.
-¡Paisaje de la sierra! –exclamó aturdido Gonzalo - ¿Qué
hace aquí en Colonia?
Descendieron un poco más, hasta que el cielo se abrió

108
sobre sus cabezas. Los árboles finalizaban allí su reinado,
dejándole paso al mundo de los junquillos. No se veía lite-
ralmente nada, a excepción de una miríada de junquillos de
más de tres metros de altura, unos contra otros, que iban
marcando un Sendero cada vez más estrecho. Nuevamente mar-
charon en fila india. El suelo también había cambiado, tor-
nándose de a ratos absurdamente pantanoso. Tuvieron que an-
dar con cuidado este último trecho, tomando precauciones
ante cada paso. Giraron nuevamente hacia el río, y a Gonza-
lo se le ocurrió la idea de que, tal vez, si existía esa
conexión con Bahía Tranquilidad, ésta podía ser subacuáti-
ca, e iba a comentárselo a Dreyfuss cuando la brecha viró
bruscamente a la derecha y allí se qu edaron. El doctor dio
un salto de alegría.
-¡Las palmeras! ¿Vieron? ¡Se los dije!
Allí estaban, unos metros más adelante, las palmeras que
daban comienzo (o fin) a Bahía Tranquilidad. Dreyfuss se
apresuró a llegar, tanto que casi se da un golpe descomunal
al resbalarse en el barro. Por fin llegaron, aunque para
pasar del otro lado había que subirse a una piedra -esponja
que delimitaba el territorio. No lo hicieron. Allí al lado
estaba la palmera inclinada hacia el río. Los tres se apo-
yaron en la piedra para descansar. El doctor estaba eufóri-
co.
-¡Lo sabía, lo sabía! ¡Existía una conexión, después de
todo! ¡Tonto y requetetonto! ¡Si alguna vez me hubiera ani-
mado a subir por esa brecha, tal vez a esta altura ya
hubiese desc ubierto sus secretos!
-Si hubiese subido antes, Gaspar –dijo Gonzalo resoplan-
do-, tal vez ahora estaría allí todavía, intentando salir.
¡No es nada fácil ese camino!
-No, no lo es. ¡Y he allí su belleza! ¡El camino al co-

109
nocimiento por lo general no es fácil!
-Ahora una de las cosas que debemos averiguar es por qué
vira al sur este Sendero –Lila pensaba en voz alta-. Eso,
si es que el Sendero es una continuación de Bahía Tranqui-
lidad.
-¡Por supuesto que lo es, Lila! ¿Qué más podría ser?
-¡Abuelo, abuelo! –rezongó Lila- ¡Pensemos! ¡No te dejes
llevar otra vez por la excitación del momento!
-Tenés razón, Lila –aceptó Dreyfuss-. ¡Estoy tan conten-
to con este descubrimiento que no me concentro! ¡Basta!
¡Tenés razón! –cerró los ojos y abrió los brazos con las
palmas hacia abajo, al tiempo que negaba con la cabeza, co-
mo sacándose malos pensamientos de encima- ¡Comportamientos
así provocaron demasiado dolor en esta historia! –ya más
calmado - Pensemos. Ahora es real. Encontramos la conexión
entre Bahía Tranquilidad y el Sendero. ¿Qué otra posibili-
dad cabe además de que el Sendero sea una continu ación de
Bahía Tranquilidad?
-Que Bahía Tranquilidad sea una continuación del Sendero
–exclamó Gonzalo como en broma, riéndose.
Lila y el doctor lo miraron, sorprendidos. Luego se mi-
raron entre ellos. Una expresión de júbilo los abarcó a los
dos, que se abrazaron. Luego Lila se soltó de su abuelo y
lo abrazó a Gonzalo. Nieta y abuelo reían a las carcajadas
y Gonzalo se dejó abr azar sin comprender. Tomó a Lila de
los hombros, la separó de su cuerpo y la miró. Sin soltar-
la, miró al doctor, siempre con cara de asombro.
-Me perdí de algo y no entiendo qué fue –admitió luego,
desconcertado.
-¡Lo descubriste, muchacho! ¿Es que acaso no te das
cuenta? Bahía Tranquilidad es la continuación del Sendero.
-¡Pero eso usted ya lo sabía, Gaspar, no me joda!

110
-¡No, lindo, no! –exclamó Lila - Lo que creíamos era que
el bien que provenía de Bahía Tranquilidad nacía allí mis-
mo, y que se desplazaba hacia el sur, huyendo de la Plaza
de T oros...
-Cuando en realidad todo tiene más sentido ahora –
completó Dreyfuss -. ¡Donde en verdad se genera el bien es
en el Sendero! ¡Y se desplaza a Bahía Tranquilidad, donde
se manifiesta, para ir al encuentro del mal! Todo tiene ló-
gica ahora.
Gonzalo se apoyó en la piedra-esponja, y se dejó caer
hasta el suelo mojado, como le había pasado en casa del
doctor luego de que éste se cortara la muñeca.
-¡Pero yo lo decía casi como una broma! –admitió asom-
brado- ¿están seguros de que esto es así?
-No, no lo estamos, Gonzalo. ¡Pero pensá, muchacho, pen-
sá! –casi gritó el doctor- ¡Todo encaja! Lo que más me mo-
lestaba con esta teoría mía era fundamentalmente el por qué
el bien se alejaba del mal.
-¿Tal vez para no generar conflictos y que todo siga
igual? -arriesgó Gonzalo, inocente.
-¡Pavadas! La lucha entre el bien y el mal existe desde
que el mundo es mundo. No. El bien no puede retirarse. Pen-
saba en la posibilidad de que, quizás, estuviese buscando
un lugar donde hacerse más fuerte para volver y dar bata-
lla, ésa era mi teoría. ¡Pero la tuya es más directa! El
mal se manifestó. El bien se manifestó y van a enfrentarse.
¡Ya no hay dudas! El bien quiere terminar con esto cuanto
antes: sabe que, históricamente, el mal siempre se valió
del tiempo para oscurecer los corazones de los hombres y
así hacerse más fuerte. No quiere esperar. Encuentra una
forma de desplazarse y lo hace, ¡haciendo cabeza de playa
en una playa! Y no cualquier playa. Una playa aislada, de

111
difícil acceso, perfectamente delimitada y que, si es en-
contrada, sólo produce bienestar y mejoría en quienes la
visitan. ¡El tiempo mismo, por Dios! Cuando pasás una hora
allí, es cierto, pasan tres horas afuera y el mal parece
tener más tiempo para fortalecerse, pero gracias a las Bur-
bujas Temporales, permanecer una hora allí es regenerarse y
rejuvenecer de una manera inusitada. ¡Vamos a seguir inves-
tigando, a seguir haciendo pruebas, pero te digo que la so-
lución es ésta! ¡Por Dios que lo es!
-Te estás volviendo un científico cada vez más creyente,
abuelo –acotó Lila, divertida.
-Y fue Einstein el que dijo: ¨la ciencia cojea sin la
religión y la religión es ciega sin la ciencia¨ -se vana-
glorió Dreyfuss.
-¿Pero por qué parece ser que se manifiestan más fenóme-
nos en Bahía Tranquilidad que en el Sendero? ¿No indicaría
eso que la fuente real es la Bahía? –inquirió Gonzalo, con
una muestra de fastidio.
-¿Por qué estás tan escéptico, Gonzalo? –interrogó ex-
trañada Lila- Parece como si te disgustara excesivamente
esta te oría.
-Puede ser, pero me había acostumbrado a la idea de la
Bahía como fundacional. La verdad es que esto cambia dema-
siado las cosas y hasta parece que tenemos que empezar todo
de nuevo.
-¡Al contrario, muchacho! –corrigió Dreyfuss - Cada cosa
que hemos investigado sirve. Cada minuto. ¡Si hasta tu pie-
dra nos dio un indicio, al volver tan rápidamente a tus ma-
nos en el Sendero! No vamos, de todas maneras, a descartar
del todo la hipótesis anterior, pero se nos ha abierto el
panorama de una manera fenomenal. Y en cuanto a las teorí-
as, Gonzalo –apoyó su mano en el hombro del joven-, en el

112
campo de las ciencias, nos comportamos con ellas como los
hombres nos comportamos con los hijos: hay que dejarlas ir
y que ellas mismas hagan su propio camino. Algunas veces
van para donde nosotros nos gustaría y nos sentimos orgu-
llosos, pero a veces deciden por sí mismas y se transfor-
man, tomando su propio rumbo, ¡y eso también debería hacer-
nos sentir orgullosos! ¡Vamos, vamos que hay que vo lver y
seguir analizando a nue stras hijas descarriadas para ver
qué nos cuentan!
Dreyfuss se encaramó trabajosamente en la piedra-
esponja. Se dio vuelta y le tendió la mano a Lila, para
ayudarla a subir. Cuando ésta estaba ya arriba de la pie-
dra, el doctor extendió la mano hacia Gonzalo, al tiempo
que Lila echaba una ojeada desde arriba.
-¡Abuelo, abuelo! –exclamó de repente, al tiempo que
palmeaba la espalda del doctor- ¡Por allí se abre otro Sen-
dero!
Dreyfuss se levantó de golpe, soltando de inmediato al
pobre Gonzalo, que casi se pega un porrazo contra el suelo.
-¡Es cierto, Lila! ¡Bajemos nuevamente para investigar!
Fue Gonzalo quien esta vez los ayudó a bajar y, luego
de dejar a Lila nuevamente en el suelo, sacudió sus ropas.
Allí estaba, casi oculto. Se abrieron paso entre los jun-
quillos un par de metros y lo vieron. Se internaron en él,
nuevamente de a uno en fondo. Por momentos casi no pasaban
y extendían sus manos para separar las varas, que se sacu-
dían desde lo alto. Extremaron la cautela cuando llegaron a
un recodo, que los ponía más cerca del agua, haciendo su
desplazamiento cada vez más difícil. De repente, el espacio
se abrió. Los junquillos cedieron y frente a ellos había
una construcción. Subieron entre cascotes hasta la plata-
forma de cemento, ya sobre el agua, que en ese lugar se

113
apreciaba perfectamente. Era como si desde allí se viera
nuevamente el mismo paisaje que desde la playa: el río lím-
pido hacia delante, por lo menos en el espacio en que se
abría el promontorio. Más allá, de nuevo los juncos. La
plataforma se alzaba menos de un metro sobre el nivel del
río, y era aproximadamente de tres por tres metros. La
construcción no llegaba a ser una casa, parecía una parada
de colectivos hecha de cemento, o algún puesto de vigía. En
el espacio que daba al río una abertura de ventana de metro
y medio. A ambos costados no había paredes, aunque sí cas-
cotes por todos lados que indicaban que alguna vez las
hubo. La pared que daba a la playa, la posterior, los para-
lizó. Eran en realidad los vestigios de una, que ya había
desaparecido. Sobre el hueco, las vigas retorcidas habían
dejado la caprichosa figura de lo que podía verse como un
Cristo crucificado. Una de las vigas, despellejada casi
hasta su alma de hierro, se arqueaba de punta a punta de
los laterales, semejando los brazos. Otra, central, hacía
las veces de cabeza y tronco, que se derivaba luego para
formar las piernas. La imagen, con los juncos detrás, era
de una sencillez absoluta, pero parecía extraída de algún
paisaje celestial.
-¡Pero...! ¿Será posible? –Dreyfuss fue el primero que
reaccionó - ¡El Cristo de la Capilla Acuática! Si me lo con-
taran dudo que lo creería, pero en verdad existe.
-¿El Cristo de la Capilla Acuática? –repitió Lila.
Gonzalo seguía en silencio. La imagen parecía tener una
atracción pura sobre él, sin el cientificismo de los otros.
Se arrimó lentamente a ella, como en un altar, y la acari-
ció lentamente, mientras Dreyfuss explicaba.
-¡Es lo que hasta hoy creía una leyenda urbana! Se han
contado cientos de historias respecto de este lugar, pero

114
tantas y tan diversas, y de tan diversas fuentes, que se
fue convirtiendo en un mito, un mito tan grande y con tan-
tas variantes, que para mí formaba parte de una creencia
sin basamento. ¡Y heme aquí, justo en el verdadero lugar
que ha dado tanto que hablar, y precisamente en estas cir-
cunstancias! ¡Sin duda, Dreyfuss, esto es asombroso! ¡Que
te sirva de lección, para prestar más atención en adelante
a las creencias de la gente simple!
-¿Pero qué sabés de este lugar? ¿Qué es lo que se cuen-
ta? –se impacientó Lila.
-Se dicen muchas cosas. Lo que nunca se dijo, por ejem-
plo, era la ubicación exacta del lugar, pero se contaba que
esto alguna vez fue un parador de transporte, allá arriba,
en la avenida Costanera, y que vino una tormenta muy fuerte
una noche y se la llevó. Que junto con él se voló una mujer
con su pequeña hija. Que ésta apareció al otro día diciendo
que, mientras estaba en el aire, rezó y rezó para salvarse
y a su hija, y al caer apareció Cristo y le dijo que por su
Fe estaba salva, y Él seguiría crucificado por siempre allí
mismo para recordarle a todos que la Fe en Él sería lo que
salvaría sus almas. Cuando volvió y contó esa historia na-
die le creyó, y ella volvió a ese lugar para contar lo que
había pasado. Allí le habló Cristo de nuevo, y le dijo que
Él se escondería, para que quienes realmente lo busquen
sean los que lo encuentren. Que estaría cerca, sobre el
río, cuidándola. Cuando a la semana, esta buena mujer vol-
vió, no encontró ni rastros del parador. Fue ella la que le
puso el nombre, diciendo que el Cristo de la Capilla Acuá-
tica la protegía, y estaba allí, quién sabe donde, para
aquéllos que supieran encontrarlo.
-¿Y esa mujer vive? –preguntó Gonzalo, como saliendo de
una ensoñación.

115
-Nadie lo sabe. Esa también es parte de la leyenda. Na-
die sabe siquiera en qué tiempos pasó. Algunos dicen que
fue por el año treinta, otros que en los sesenta. Algunos
aseguran que la mujer vive y trabaja como voluntaria en un
Monasterio, otros creen que ya murió y es la hija la que se
hizo monja. Pero nadie, ninguna de las personas con las que
tuve oportun idad de hablar sobre este tema, nadie me dijo
nunca que sabía dónde era el lugar, ni nadie me dijo nunca
que había estado en él.
-¿Gonzalo, estás bien? –quiso saber Lila, al tiempo que
acariciaba la mejilla del joven, que seguía con los ojos
fijos en la imagen, acariciando suavemente la s vigas que
formaban la figura.
-Sí –dijo al fin-, sólo que pensaba en mi madre. Ella es
muy religiosa, y sé que no hubiera aprobado que nadie tenga
dudas sobre la autenticidad de esa historia. ¨¡Los milagros
existen, casi a diario, sólo hay que tener la capacidad de
verlos!¨, diría ella. Yo no quiero perder esa capacidad.
-¡No lo hagas, muchacho, no lo hagas! –contestó jovial
el doctor - Creo que, hasta ahora, todo lo que hemos descu-
bierto tiene una conjunción de lo científico con lo divino,
por lo que nuestros diferentes puntos de vista nos aportan
más de lo que se contradicen. Además, vuelvo a repetirte,
no encuentro contradicción entre la Fe y la ciencia, ¡más
bien, las veo como un complemento! Fijate, por ejemplo, en
esta imagen... ¿Qué tiene de particular respecto de otros
Cristos crucificados?
Lila y Gonzalo se quedaron pensando, mirando la imagen.
-¡Las piernas! –dijo por fin Lila, como entendiendo-
¡Las piernas están separadas!
En efecto, las extremidades inferiores de la figura se
abrían.

116
-¿Es eso una casualidad? –preguntó Dreyfuss, y se res-
pondió a sí mismo - ¡No! ¡Dios no juega a los dados, como
diría Einstein! ¡No creemos en casualidades! ¿Y qué signi-
fica? ¿Se acuerdan del Canon, de Leonardo?
-¡Exacto! –Lila chasqueó los dedos- ¡La figura humana
sobre el círculo, acerca de las proporciones del hombre!
-¿Entonces podemos afirmar que este fortuito descubri-
miento puede llegar a ser, acaso, el Eslabón Perdido entre
la ciencia y la Fe? ¡Yo creo que sí!
-¿Y qué significa que lo encontremos aquí, Gaspar? –
quiso saber Gonzalo- ¿Tiene algo que ver con el Sendero, o
con Bahía Tranquilidad?
-¡Definitivamente sí, muchacho! –respondió Dreyfuss con
júbilo- Sin duda alguna, que encontremos esta Capilla justo
aquí y en este momento nos hace pensar que todo va por ca-
rriles auspiciosos. A mí, en lo particular, me asegura que
la Fe y la ciencia van por el mismo camino y con objetivos
similares, ¡Me confirma que la Comunidad de los Testigos
del Tiempo está en lo cierto, al no separarlas! Y en lo que
tiene que ver con nuestra misión, nos aporta tal vez lo más
importante: quizás esta Capilla sea el verdadero corazón
del Sendero, el verdadero motor de las fuerzas de la natu-
raleza, de Dios, que nos protege y está aquí para enfren-
tarse al mal que emana de la Plaza de Toros. ¡Pero debemos
irnos, al menos por hoy! A pesar de que aquí el tiempo si-
gue su curso lineal, ya el sol está bajando, por lo que, si
atravesamos Bahía Tranquilidad ahora, tal vez salgamos del
otro lado ya anocheciendo. ¡Vamos! –echó un vistazo al lu-
gar, para despedirse de él- ¡Hasta luego, por ahora!
Dreyfuss salió de la Capilla, seguido por Lila. Gonzalo
se retrasó adentro. Se besó la palma de la mano derecha, y
con ésta acarició la ¨cara¨ de la imagen. Se hizo la señal

117
de la cruz y por fin, se reunió con los otros, que lo espe-
raban afuera. Aunque lo vieron, ni Lila ni el doctor hicie-
ron ningún comentario al respecto.

Había tenido razón Dreyfuss: cuando por fin salieron del


otro lado de Bahía Tranquilidad, por encima de los cantos
rodados, ya había anochecido. Ninguno miró la hora en sus
relojes, ya que sabían que era inútil. No los habían arre-
glado cuando salieron la primera vez por la mañana de la
Bahía, por lo que seguramente marcarían cualquier cosa. Los
cronómetros hacía rato que permanecían apagados. Cuando ca-
minaron por la playa hacia el carrito de golf, los acompa-
ñaba una luna espléndida, llena, que les permitía ver casi
como si fuera de día.
Llegaron por fin a la casa del doctor, en silencio. No
habían hablado desde la Capilla. Dejaron los bolsos en la
cocina, y Dreyfuss fue al baño.
-¿Estás bien? –preguntó Lila a Gonzalo, al tiempo en que
éste se sentaba. Él asintió y Lila se acercó tiernamente y
lo abrazó. Gaspar salió del baño y los encontró así, Lila
sentada sobre el regazo de Gonzalo. No hizo ningún comenta-
rio. Se fijó la hora en el reloj de pared –eran las nueve
menos diez-, corrigió el suyo de pulsera, y se sentó en una
de las sillas, frente a ellos.
-¡No me caben dudas de que puedo afirmar que hoy fue uno
de los días más extraordinarios de mi vida! –dijo, como pa-
ra sí.
Lila se sentó en otra silla entre ambos hombres, al
tiempo que buscaba, remolonamente, estirándose, los platos
debajo de la m esada.
-Me imagino, Gaspar, que no haremos nada más por el día
de hoy –dijo Gonzalo.

118
-No. Quiero comer algo rápido, tal vez charlar un poco
mientras tanto, e irme a acostar temprano para pensar un
poco.
-Cambiaron demasiadas cosas para un solo día, ¿no es así
abuelo? –acotó Lila al tiempo que, ya sin más remedio, se
levantaba para buscar los elementos que faltaban para la
cena: el fiambre de la heladera, y el pan, que puso en el
horno para recalentar.
-¡Muchísimas! –contestó Dreyfuss- Pero estoy cansado.
¡Cansado, por primera vez en mucho tiempo, de haber hecho
actividad física! Si alguien me hubiera dicho hace dos días
que iba a caminar, trepar y arrastrarme todo lo que hice
hoy, seguramente lo hubiera mandado al demonio. ¡Hoy estoy
cansado con razón! Y no hubiera podido hacer ni la décima
parte si Bahía Tranquilidad no me hubiera dado las fuerzas
necesarias.
-¿Todavía cree que es el Sendero el lugar principal del
bien, no es así? –preguntó Gonzalo, conociendo la respues-
ta.
-¡Más que nunca! Y la Capilla me sirvió para confirmar-
lo, a pesar de que ya estaba casi convencido.
-¿Cómo será que se dan estas cosas, no? –dijo Gonzalo
como para sí- Uno cree que la vida pasa por ir a la ofici-
na, tratando sólo de ser un buen tipo, estar con los ami-
gos, tener una vida normal. Elige porque está cerca un si-
tio para descansar unos días de vacaciones, conocer lugares
y gente. De repente todo eso carece de sentido. Es como que
al adentrarse más y más profundamente en esta trama, uno se
da cuenta de cuántas cosas más pasan por el mundo. Que el
bien y el mal... ¡el bien y el mal! están permanentemente
disputándose terreno, y que el resultado de esa lucha deci-
de prácticamente todo. Si hay oficinas, si hay vacaciones,

119
¡hasta si hay vida!
-Sé lo difícil que debe ser todo esto para vos, Gonzalo
–acotó Dreyfuss con tono paternal-. Para Lila y para mí, es
casi como nuestra forma de vida. Para vos, que no tenías ni
idea, debe ser un cambio asombroso. ¡Pero no te deprimas, y
no veas el vaso medio vacío! Tenés que ver esta experien-
cia, más bien, como un salto en el conocimiento de las co-
sas.
-No. Eso lo sé. Eso lo tengo claro –replicó Gonzalo-. ¡Y
estoy agradecido, Gaspar, de poder entender y estar acá vi-
viendo esta historia fantástica! Lo que creo que me pasa es
que siento mi vida anterior un poco vacía –Lila lo acari-
ció, maternal-. ¡Siento que estuve perdiendo el tiempo con
pelotudeces! Siento que no puedo volver a lo mismo cuando
esto te rmine.
-¡Cuando esto termine! ¿Quién puede aventurar cómo serán
las cosas cuando esto termine? ¡Gonzalo! ¡Lila! –Dreyfuss
se acercó a ellos por atrás y los abrazó fraternalmente-
Vivamos hoy, este presente, cada segundo. El futuro es in-
cierto, al menos no lo conocemos. Y si hay un destino es-
crito para nosotros, que así sea. Por lo pronto, no nos en-
contrará con los brazos cruzados. ¡Estamos haciendo lo im-
posible por lograr llegar a él con todas las armas que se
nos permitan! ¡Y en cuanto a tu pasado, Gonzalo! –el tono
fue de reproche- ¿Acaso no nos lo mencionaste hoy al
hablarnos de tu madre, con la ternura con que lo hiciste?
¿Acaso ese no es tu presente, también? Sí, muchas cosas
cambiaron en tu vida en estos días, y tal vez no puedas
volver a disfrutar de una vida simple y sin complicaciones
si salimos de ésta. ¡Pero qué maravilloso cr ecimiento!
¡Nunca reniegues de tu pasado, porque mirá hasta dónde te
llevó! Pensá mejor que fue tu pasado el que te prep aró para

120
este presente. Mi papá, que fue el primero en nuestra fami-
lia en acercarse a la Comunidad, lo hizo cuando ya tenía
cincuenta años, incluso ante la reticencia de nosotros, sus
hijos, los que después seguimos sus pasos. ¿Sabés lo que me
dijo una vez? ¨Si tuve que ser quien fui para ser lo que
soy, entonces no cambiaría ni un segundo de quien fui¨.
-Si tuve que ser quien fui... –repitió para recordarlo
Gonzalo.
-¡Vamos, vamos! –los palmeó el doctor con sus manotas-
¡Ahora a comer y a dormir, para estar a pleno mañana! –se
volvió a sentar- ¡Y esta noche, por favor, no te olvides la
piedra!
-¿O sea que vas a volver a controlar para ver si cerra-
mos con llave? –rió Lila.
Las carcajadas fueron generales. Terminaron de comer más
animados. Luego, el doctor se fue a dormir. Lila y Gonzalo
se demoraron un poco más en la cocina, limpiando todo.
-¡Te juro que es tan raro poder lavar los platos aquí,
que hasta lo disfruto! –dijo Lila con una sonrisa.
-Tu abuelo es un personaje extraordinario Lila. Es in-
creíble la fuerza que te da –acotó Gonzalo.
-Creo que sabe perfectamente qué mecanismos tocar para
que uno se sienta mejor. Siempre fue así, pero creo que
ahora está más abierto, más propenso a decir lo que siente.
-¿Vos decís, después de que tus padres...? –Lila asin-
tió.
Terminaron con los platos, apagaron la luz y se fueron a
la pieza. No cerraron con llave. Sin pensarlo, se desvis-
tieron y se acostaron juntos. Después de mu chos besos y
abrazos se durmieron. Gonzalo soñó con el Cristo de la Ca-
pilla. Era una noche cerrada y muy fría. Se levantaba vien-
to, un viento huracanado que lo despedía de la tierra. Apa-

121
reció en el suelo, dentro de la Capilla, desnudo. Al verlo,
Cristo se sentó junto a él. Ya no era de vigas y hierros,
era un hombre. Lo cobijaba para pasar la noche. Cuando pasó
el temporal, él estaba vestido nuevamente y Cristo estaba
de vuelta en su cruz, y antes de desaparecer junto con toda
la Capilla, ponía la piedra-esponja en su mano. Cuando todo
desapareció, Gonzalo estaba de pie en el Sendero, y las ra-
mas de todos los árboles le señalaban hacia el frente, don-
de había una mujer con un bebé en sus brazos. Se acercó y
supo que la mujer era la que había volado con el par ador.
¨¡Creé, siempre creé!¨ , le dijo. Y esa mujer, de cuyo ros-
tro no sabía nada, se transformó, y allí estaba su madre
diciéndole: ¨Creé, Gonzalo, nunca dejes de hacerlo!¨ Su ma-
dre dio media vuelta y se fue, dejándolo a él dentro del
Sendero, solo y con una sonrisa en los labios. Esa sonrisa
lo acompañó el resto de la noche, acurrucado al lado del
calor de Lila.

122
CINCO

La mañana siguiente Gonzalo hizo un esfuerzo sobrehumano


y consiguió levantarse a las siete y media. Se deslizó len-
tamente de la cama para no despertar a Lila. No se bañó,
sólo salió rápidamente de la habitación y, a pesar de todo,
ya estaba allí Ga spar, desayunando.
-¡Buenos días, muchacho!
-¡No, es inútil! Desisto. Debo confesar que mi intención
era ESTA VEZ preparar el desayuno, pero es la última vez
que lo intento.
-¿Cómo estás? ¿Dormiste bien?
Gonzalo narró a continuación el sueño de la noche, escu-
chado atentamente por Gaspar, que asentía de tanto en tan-
to, siguiénd olo.
-Gonzalo, tenés una notable facilidad para incorporar
las historias vividas del día en tus sueños –afirmó des-
pués-. Nunca conocí a nadie que asociara tan fuertemente
los sucesos del día y los encadenara de esa manera.
-¿Qué, no lo hacen todos? ¡Usted me está embromando,
Gaspar! Mire que algo de Freud leí, y la interpretación de

123
los sueños ya es vieja...
-Pero el patrón que siempre encontraba el doctor Freud
eran pulsiones subconscientes que tenían que ver con la
historia de sus pacientes. En tu caso, parece que incorpo-
rás los hechos diarios, casi como si tu inconsciente absor-
biera como una esponja el material que luego poblará tus
sueños. Es notable.
-Cambiando de tema abruptamente –cortó Gonzalo, al tiem-
po que atacaba una medialuna-, ¡estas facturas están espec-
taculares! ¿Me quiere decir cómo hace para conseguirlas re-
cién hechas, tan temprano?
-El dueño de la panadería que está acá a dos cuadras es
amigo mío, y siempre puedo ir antes que abran a conseguir
las facturas recién hechas –Gonzalo devoró un vigilante que
pasó por sus m anos- ¡Nos levantamos con hambre, parece!
-Sí, realmente. Parece que la experiencia de ayer me
abrió el apetito.
-Sí, a mí también.
-A propósito... ¿no se ve rejuvenecido usted también,
Gaspar?
-En realidad me siento como nuevo –dijo el doctor, al
tiempo que palmeaba su pecho-. ¡No sé si saldría a correr,
pero siento que podría hacerlo!
-¿Y tiene idea de hasta cuándo podría recomponernos Ba-
hía Tranquilidad, Gaspar? –preguntó Gonzalo, al tiempo que
lanzaba una carcajada- ¡Quiero parar mientras pueda, no va-
ya a ser que terminemos en pañales y con un chupete en la
boca!
-No, no creo que lleguemos a tanto –rió Gaspar-, pero no
estoy seguro acerca de dónde se detenga. Aparentemente, en
lo mejor que podríamos estar con los años que tenemos, su-
pongo.

124
Se les sumó Lila, que vestía una musculosa turquesa un
tanto desabrigada para la época, que a pesar de todo lo
permitía: no hacía frío, sino casi, casi lo contrario.
Acompañaba su vestimenta con unas calzas negras. El color
pareció volver a su piel, hacién dola lucir bronceada.
-¡Te ves espléndida, Lila! –se fascinó Gonzalo, mientras
la besaba.
-Realmente me siento muy bien –completó Lila- ¡Buen día,
abuelo!
-¡Dichosos los ojos, damisela! –bromeó el doctor- Está-
bamos con Gonzalo precisamente habland o acerca de hasta
donde llegarían estos cambios en nuestra salud y en nuestro
físico, ¡y por lo visto te está sentando bien el cambio!
Estás cada vez más parecida a tu madre –dijo con nostalgia,
pero se compuso rápidamente-. ¡Vamos, vamos! A desayunar,
que el día debe ser largo y productivo.
-¿Cuál es el itinerario para hoy, Gaspar? –quiso saber
Gonzalo.
-En principio, vamos a analizar las muestras que tomamos
en la Bahía, después veremos. No lo he decidido aún.
Cuando finalmente terminaron de desayunar, fue el doctor
quién recogió los trastos. Lila tomó las bolsas transparen-
tes con las muestras y Gonzalo, no sin cierto esfuerzo,
agarrró el bolso del cromatógrafo y lo llevó hasta el li-
ving, depositándolo en la mesa. Dreyfuss buscó la notebook
de su pieza y la depositó también en la mesita ratona. Se
sentaron los tres en los cojines.
-¡Muy bien, comencemos! –dijo el doctor, frotando sus
manos.
El procedimiento fue similar al que utilizaron dos días
antes: nuevamente se abrieron en la pantalla on das como de
electroca rdiograma.

125
-¡Pero... el tiempo de grabación fluctúa! –Dreyfuss dio
un respingo.
-¡Es verdad! –dijo Lila.
-¿Si? –dijo Gonzalo, que no entendía nada.
-¡Claro, claro, doctor! –se dijo a sí mismo Dreyfuss
después de un rato- El tiempo de grabación no es lineal,
¡porque salimos de la Bahía con el cromatógrafo grabando!
¡Fijate, Lila! La anomalía se da en los últimos diez minu-
tos.
-¡Es cierto! ¡Y se va ralentando en forma lineal! Es co-
mo tener una prueba acerca de en qué moment o el tiempo se
modifica.
Gonzalo pensaba y pensaba. De repente empezó a entender.
-A ver... cuando nosotros estábamos dentro de la Bahía,
el tiempo iba más rápido, eso lo comprobamos... a medida
que salimos, el tiempo se fue acomodando hasta llegar a la
duración normal... ¡es claro! –se sorprendió.
-¡Bravo, muchacho! –se alegró Dreyfuss- ¡Lo comprendis-
te! Pero además, lo que nos indica este resultado es que no
hay una rupt ura feroz en la escala del tiempo y, si esto es
así, debemos e ncontrar anomalías de impulso...
-Ahí ya me perdí de nuevo –reconoció Gonzalo. Lila puso
cara como de recordar una vieja teoría alguna vez estudia-
da.
-Si no me equivoco –acotó ella-, es una teoría que tiene
que ver con la linealidad y la velocidad. ¿No es así, abue-
lo?
-¡Excelente! Supongamos por ejemplo un tren que viene a
determinada velocidad por la vía. De repente, por un acci-
dente más adelante o por lo que sea, el maquinista clava
los frenos. El tren se detiene después de un tiempo. Pero
en el momento de la frenada, los pasajeros se quedan con la

126
inercia, y sufren un empujón hacia delante, ¿no es así?,
como si se tratase del envión de un ciclo que comienza en
el momento exacto de la frenada y se dispara... Aplicado a
este caso, supongo que cada salida de la Bahía nos produce
este efecto, de cuerpos que salimos despedidos luego de la
frenada del tiempo. ¡Hasta tal vez sea este el motivo por
el que seguimos mejorando físicamente aún después de salir
de la Bahía! Vamos a tenerlo en cuenta, pero sigamos.
Continuaron con los análisis comparativos de la situa-
ción y el momento hasta que llegaron, por fin, a la obser-
vación de las muestras: por un lado tenían la arena, y por
el otro la piedra que el doctor Dreyfuss había hecho regre-
sar, como anteriormente lo había hecho Gonzalo con la suya,
junto con el pedazo de hoja de palmera. Todos se quedaron
boquiabiertos con el resultado. Allí estaban, luego de lo
que determinaron era la salida de Bahía Tranquilidad, los
picos de infrarrojos en ambas muestras. Dreyfuss se ofuscó
tanto que dio un puñetazo contra la mesa.
-¡No puede ser! ¿Nos están cargando estas piedras? ¡Aho-
ra todas las muestras tienen vestigios infrarrojos! No lo
puedo creer... –apoyó la frente contra la mesa, abatido.
-¿Pero usted no había predicho esto, Gaspar? –interrogó
Gonzalo - ¡Si hasta quería saber en qué momento empezaba el
infrarrojo!
-¡Sí, sí, está bien! –respondió Dreyfuss levantando la
cabeza- ¿Pero acaso no te das cuenta, Gonzalo? ¡La piedra,
esa piedra que volvió a mis manos también sigue el patrón!
No creo, por lo tanto, que aún tenga los poderes de la tu-
ya. ¡Pasame las muestras, Lila!
Lila, que había dejado las bolsas en su regazo, se las
alcanzó al doctor, quien dejó de lado inmediatamente la
bolsa con la arena y abrió la otra con la piedra y el peda-

127
zo de palmera. Sacó ambas muestras y al verlas en su mano
dio un grito de sorpresa.
-¡Miren la hoja! –exclamó.
Lila y Gonzalo observaron, y lo que vieron no fue un pe-
dazo de hoja junto a un piedra, sino más bien un pedazo de
piedra tallada simulando una hoja junto a una piedra. Todo
vestigio de verde o de vida se había ido.
-¡Sólo conozco un lugar donde cualquier objeto no pétreo
puede fosilizarse después de varias semanas, y es el puente
del Inca, en Mendoza, pero que esto se logre sólo al con-
tacto con el aire y en cuestión de horas es insólito! -
vociferó el doctor- ¡Lila, alcanzame por favor el orómetro!
Lila fue hacia uno de los bolsos de la cocina y extrajo
de allí un pequeño aparato parecido a un tester digital,
aunque sin cables, y se lo alcanzó, presurosa, a su abuelo.
Éste lo encendió y lo deslizó lentamente por la superficie
de la hoja-piedra. De inmediato, en el display aparecieron
unos números.
-¡Es calcáreo! –dijo con una mueca de asombro Dreyfuss- ¡Ni
siquiera es fosilizada! –depositó el orómetro en el único
lugar libre de la mesa, y apretó casi sin esfuerzo la hoja
entre sus dedos, que se deshizo por completo- Se convirtió
en una piedra de cal, casi como la que se utiliza en la
construcción. ¡Parece que nada vivo sale de Bahía Tranqui-
lidad!
-O por lo menos, ningún fragmento de ser vivo –acotó
lúcidamente Gonzalo. Gaspar y Lila se quedaron pensando.
-¡Es cierto! –completó Lila- Esto era un pedazo de hoja,
no una planta.
-¡Diablos! –rió el doctor- Pronto ustedes me van a dejar
sin trabajo. Y además tienen razón. Trataremos la próxima
vez de sacar una planta completa, a ver qué sucede. Esto no

128
lo entiendo, ni hay nada que podamos hacer sin más elemen-
tos. ¡V amos al paso siguiente!
Dreyfuss se puso de pie. Todavía tenía su piedra en la
mano. Sin pensarlo la tiró contra la ventana que, otra vez,
se hizo añicos.
-Me gustaría tener la piedra de nuevo en mis manos, y
que el vidrio no se haya roto –recitó. Nada. La piedra se-
guía en el jardín, los vidrios rotos por el piso. Lila no
pudo evitar una carcajada - ¿Y vos de qué te reís, insolen-
te? –gritó colérico el doctor.
-¡Perdoname, no pude evitarlo! Me estaba acordando de
cuando Gonzalo hizo lo mismo... ¡parece que el que va a le-
vantar los v idrios con la lengua sos vos!
Dreyfuss levantó las manos y giró la cabeza hacia ambos
lados. Parecía desconcertado. Gonzalo se levantó y fue él
esta vez quien puso una mano sobre el hombro del doctor,
aunque le costó bastante dado su altura.
-¿Me permite intentarlo? –le dijo, al tiempo que sacaba
su piedra -esponja del bolsillo.
Sólo la levantó con la palma extendida hacia arriba, ce-
rró los ojos y los abrió lentamente. La piedra salió despe-
dida de su mano, hacia fuera, donde estaba la otra. Una
piedra salió, dos fueron las que volvieron, reparando el
vidrio en el cam ino. Gonzalo cerró la mano, la volvió a
abrir, tomó con la otra mano la piedra del doctor y se la
alcanzó a éste, que lo miraba atónito. Divertido, Gonzalo
se volvió a sentar.
-¿Se puede saber cómo demonios hiciste eso? –interrogó
Dreyfuss de mal talante.
-Supongo que de a poco empiezo a saber cómo funciona,
Gaspar.
-¿Y por qué atrajo a la otra piedra consigo? –preguntó

129
Lila.
-Porque yo mismo le pedí que lo hiciera.
-Lo que no puedo entender es por qué tu piedra tiene es-
te poder y la otra no –quiso saber Gaspar, al tiempo que se
sentaba.
-Las muestras te lo dicen, abuelo. ¡Las capacidades de
tu piedra se destruyeron con el infrarrojo, como la hoja! –
dijo Lila.
-¡Entonces lo que no entiendo es cómo sigue funcionando
la piedra de Gonzalo!
-Lo que yo no entiendo, Gaspar, es cómo a pesar de tener
muestras que estaban inútiles, allá en Buenos Aires, pudie-
ron determinarles tantas propiedades.
-¡Tantas propiedades, tantas propiedades mi trasero! –se
ofuscó Dreyfuss- En comparación a tu descubrimiento, todas
las muestras que hemos tomado son lo que una aspirina es a
la cura del cáncer. ¡Sí, se autodestruyen las propiedades
con el infrarrojo! Pero son buenas por naturaleza, y no du-
do que hasta esta pi edra –señaló a la que tenía en sus ma-
nos- tenga aún algún tipo de propiedad residual que haga,
por ejemplo, que enterrándola en mi jardín, crezcan flores
aún en invierno. Pero esa piedra, tu piedra Gonzalo, es lo
que estaba buscando como solución para enfrentarnos al mal.
Pensaba que si podíamos tomar una de suficiente tamaño y
arrojarla en la Plaza de Toros, hasta podríamos hacer algo
bueno allí. ¿Qué fue lo que hiciste diferente a lo que yo
hice? ¿Qué hizo que tu piedra pueda ser tan poderosa inclu-
so fuera de Bahía Tranquilidad?
-¡El ojo de Tigre, el ojo de Tigre! –se iluminó Lila
luego de unos instantes.
-¡Es verdad, el ojo de Tigre! -replicó Gonzalo.
-¿Pero de qué hablan? –ahora el que parecía desconcerta-

130
do era Dreyfuss.
Gonzalo narró el episodio que les había faltado cuando
le contaron antes: el ¨trueque¨ que había hecho él con la
Bahía de su ojo de Tigre por la piedra-esponja.
-¡Eso es, eso es, al fin! –exclamó Dreyfuss - ¡Tu entrega
desinteresada fue lo que permitió este milagro! Pero, ay,
me temo que entonces sólo ella saldrá de allí con sus pode-
res.
-¿Pero no podemos volver y obsequiarle otras cosas tan
valiosas a cambio? –preguntó Lila.
-Mucho me temo que no, Lila, aunque pensándolo bien, tal
vez esté escrito que así sea... imaginate si no, si hubiese
caído en otras manos, aunque de la misma manera: una perso-
na ambiciosa podría ir y llevar todos sus objetos preciados
y volver con una colección de piedras milagrosas. ¡Se con-
vertiría en el rey del mundo! No, hija, tal vez sea mejor
así. En algunas cosas comparto la opinión de Enrique Miret,
un teórico y químico de la Universidad Complutense de Ma-
drid, quien dijo que ¨la razón es insuficiente para abarcar
a Dios¨.
-¿Y entonces qué, ya está, eso es todo? ¿Nos vamos a ca-
sa y fin de la historia? –replicó Gonzalo.
-¡De ninguna manera! Cada minuto sabemos más acerca de
con qué elementos contamos para la batalla, llegado el mo-
mento. ¡Y esa piedra, Gonzalo –dijo mirándolo y señalando
la mano del muchacho-, que es tan especial porque es tan
única, tendrá mucho que ver en lo que viene, te lo puedo
asegurar.
-¿Y entonces, cómo seguimos? –insistió Gonzalo.
-Lo que me gustaría hacer ahora es pensar un poco en có-
mo vamos –Dreyfuss tomó el mapa-. Lo que tenemos hasta aho-
ra es el Sendero, por un lado, con sus misterios, ya que

131
evidentemente uno no se puede ofuscar allí adentro. Hay co-
mo una fuerza que moviliza a los árboles cuando alguien se
enoja allí. El paso hacia la Bahía es el otro factor que,
según vimos, podría ser un desplazamiento de las fuerzas
hacia el encuentro con la Plaza de Toros. En el medio, la
Capilla, aparentemente el centro neurálgico del bien, aun-
que debo aclarar que esto lo digo más por intuición que por
pruebas. La Bahía misma, con sus extrañas Burbujas Tempora-
les y, por supuesto, la piedra -esponja y sus poderes. El
bien, que no retrocede, va en dirección al mal. ¡Cuánto sin
respuesta, aún!
-Ayúdenme a especular, porque hay algo que no me queda
claro en esta historia –interrumpió Gonzalo-. El bien se
dirige hacia el mal, de acuerdo a nuestra última hipótesis.
No estoy muy contento con ella, pero supongámosla verdade-
ra. Ahora bien. Usted Gaspar, nos mencionó, como parte de
la hipótesis, que el bien se desplaza hasta el mal para
acabar de una vez con la disputa, que el bien sabe que el
mal usa el tiempo para oscurecer los coraz ones de la gente
y que entonces, el tiempo corre a favor del mal. ¿Se acuer-
da? –Dreyfuss asintió- Esto no me queda nada claro. Me pre-
gunto yo... ¿Cuánto tiempo tardaría Bahía Tranquilidad en
llegar a extenderse hasta la Plaza de Toros? ¡No tiene sen-
tido! Pueden pasar años hasta que esto pase, y entonces tal
vez el mal esté fortalecido. Por otra parte... ¿No es cier-
to también que en la Comunidad tenían dudas respecto al en-
frentamiento en sí? ¿Que tal vez no fuese eso, dado que la
destrucción de uno puede acarrear la destrucción del otro?
¿Y si sólo están midiendo fuerzas? ¿Y si el sentido de la
lucha es la lucha misma? ¿Debemos intervenir? ¿Y en qué
forma hacerlo?
Lila lo miró, asombrada. Con ternur a lo recordó días

132
atrás, temblando en la Puerta de la Ciudad. Gonzalo había
crecido. Hablaba ahora con autoridad de temas que antes ni
conocía. Con dudas, sí, como cada uno de ellos -hasta su
abuelo- tenían. Pero con un interés puro, genuino, que no
había salido de los libros, sino de la preocupación por los
misterios mismos de la vida. Se sintió orgullosa de él.
-Creo que tus dudas son más que razonables –acotó ella
por fin-. Lo que no comparto es la visión no intervencio-
nista. No vine aquí a ser la observadora de lujo de ningún
hecho en el que pueda participar. Y estoy segura, Gonzalo –
lo tomó de las manos-, que esa piedra llegó a tus manos con
un propósito.
-¡Estoy de acuerdo! –reforzó Dreyfuss- No tengo el ímpe-
tu de Lila para desear destruir el mal sin conocer sus con-
secuencias, pero estoy absolutamente seguro que vamos a
protagonizar parte de la historia que estamos investigando.
Cómo y de qué manera, no lo sé aún.
-¿Pero se da cuenta de lo que dice, Gaspar? –objetó
Gonzalo- ¿Y si participamos de la historia sólo para
echarla a pe rder? ¡El camino al infierno está empedrado con
buenas intenciones! ¿Te acordás de eso, Lila?
-¡Por eso debemos tomar recaudos, todos los necesarios.
Así, si nos equivocamos, no se podrá decir que lo hicimos
de forma intencional!
-Discúlpeme, Gaspar, pero lo que está diciendo me parece
una burrada –se enfureció Gonzalo-. ¿Qué me importa si ana-
lizo todo lo que analizo y después me equivoco igual? ¿A
alguien le puede servir, si por error causamos la destruc-
ción del mundo? ¨¡Lo hice, pero lo hice sin querer! ¡Y ade-
más, investigué un montón antes de hacer nada!¨. El daño ya
va a estar hecho.
-¿Qué es lo que querés? ¿Garantías? –el doctor levantó

133
la voz- ¡No hay garantías en ésto, Gonzalo! ¡Ni en ésto ni
en nada! Nadie va por la vida con la certeza de que se van
a cumplir sus deseos o que sus proyectos se le van a reali-
zar. ¡Despertá, muchacho! No se puede seguir en esta misión
si vamos a dudar. ¡No se puede vivir así! ¡Hasta hace poco,
pensabas que tu vida anterior era vacía! Bueno. ¡Esta vida,
la que hoy querés protagonizar, la que está más cerca de
las cosas importantes, tiene estos riesgos! Hay que tomar-
los o echarse a un lado, y la decisión es tuya. Si me per-
mitís un consejo, aceptala así, con las responsabilidades
que implica. ¡Yo sé lo que es tomar una decisión y equivo-
carse, y que por esa equivocación hasta se pierdan vidas,
vidas queridas! ¿Y qué querés que haga con eso? ¿Me debo
meter debajo de la cama hasta el fin de mis días para evi-
tar la vergüenza de mirarme al espejo sabiendo que dejé mo-
rir a mi propia hija? Gonzalo –se serenó, casi con lágrimas
en los ojos. Lila lloraba en silencio- ¡Gonzalo, hijo! No
recuerdo haber tenido la satisfacción de encontrar a nadie
fuera de mi familia con quien me lleve tan bien en tan poco
tiempo y se me haga tan querido como vos. ¡Vamos juntos,
los tres! ¡Despacio, si querés, pero juntos! Llegado el mo-
mento veremos qué hacer o qué no hacer.
Se hizo un silencio incómodo. Lila se enjugó las lágri-
mas. El doctor bajó la mirada, dolido por sus recuerdos y
por la discusión. Gonzalo miraba hacia arriba, a los costa-
dos, como pidiendo consejo. De repente, la piedra, que aún
seguía en la mano de Gonzalo, se soltó, se dirigió al cen-
tro de la mesita ratona y comenzó a elevarse. Quedó susp en-
dida un metro arriba de sus cabezas. De inmediato, una luz
blanquísima y penetrante salió de su interior y los ilumi-
nó, como el haz de una linterna poderosísima, abarcándolos.
Una imagen se formó en el centro de la mesita. Poco a poco

134
fue materializándose, y al principio no sabían de qué se
trataba. Lila tomó las manos de su abuelo y de Gonzalo.
Cuando por fin se clarificó, los tres reconocieron la Capi-
lla Acuática. La imagen se desvaneció. La luz de la piedra
se apagó lentamente después de unos segundos. La piedra
volvió a las manos de Gonz alo. Estaba tibia. Lila reía y
lloraba al mismo tiempo, el doctor estaba embobado con la
experiencia. Gonzalo tenía los ojos vidriosos. Se quedaron
así, con Lila en el centro, Dreyfuss a la izquierda y Gon-
zalo a la derecha, unos minutos agarrados de las manos, en
silencio.
Por fin Gonzalo soltó la mano de Lila, lentamente, y se
frotó los ojos.
-¡Muy bien! –dijo- Esta vez es en serio. No más dudas.
¡Hasta el final, y que Dios nos ayude y nos proteja! –se
incorporó, abrazó a Lila y, levantándola, le dio un sonoro
beso en los labios. Se dirigió al doctor, que se incorpora-
ba- Gaspar... ¡Lo siento, realmente!
-¡No te preocupes, muchacho! –rió de nuevo Dreyfuss- Y
ya lo dije antes... ¡me alegra que tengas carácter! –se
dieron un abrazo muy fuerte y fraternal- Y ahora, tenemos
un lugar al que ir de inmediato...
-¡La capilla Acuática! –dijeron los tres a coro.
-¡Pero antes almorcemos! Tengo una idea que espero que
sea de vuestro agrado –bromeó Dreyfuss haciendo una reve-
rencia-. Hasta ahora sólo comimos chucherías para engañar
al estómago. ¿qué les parece si hago un pedido por teléfono
para que nos manden, digamos, ravioles con estofado?
-¡Excelente! –dijo Lila.
-¡Totalmente de acuerdo! –dijo Gonzalo, y acotó- ¡Asegú-
rese de pedir que nos manden salsa, también!
Mientras hacía la llamada, Gonzalo y Lila desocupaban la

135
mesa de la cocina, y ponían los cubiertos. ¡Una verdadera
comida! Ninguno de los dos probaba un plato caliente desde
Buenos Aires, y los ravioles ya los habían tentado.
-En unos minutos los traen –dijo Dreyfuss mientras venía
del living y se sentaba a la mesa, donde ya estaban los mu-
chachos luego de acomodar todo.
-Dígame, Gaspar. A pesar de mi escepticismo de hace un
rato... ¿es raro, no? Lo del desplazamiento de Bahía Tran-
quilidad, digo.
-Debo admitir que sí, Gonzalo. Lo que pasa es que creo
que no tenemos todos los datos. Es más, estoy seguro de
ello. ¿Hará falta que estén juntos físicamente como para
enfrentarse? ¿cómo será la batalla? No lo sé.
-¿Y por qué será la batalla? –agregó Lila- Si estamos
hablando de un enfrentamiento milenario, es muy extraño que
todo se deba dirimir ahora.
-¿Pero cuando es ahora, en realidad? –cuestionó Gonzalo-
Si en verdad el conflicto debe dirimirse, existe la posibi-
lidad de que su premisa, Gaspar, acerca de que el bien se
mueve con urgencia para enfrentarse al mal pueda estar
equivocada. Al fin y al cabo, ¿qué son dos, tres, cinco
años para la historia de la humanidad?
-Ese es otro punto. Pero hay fuerzas extrañas que nos
indican que el momento va a llegar, y pronto. El indicio
más claro, creo yo, fue el de recién. Tu piedra, Gonzalo,
nos dio una indicación precisa de cuál es nuestro próximo
paso. Tiene sentido si digo que vamos a encontrar más res-
puestas hoy.
Sonó el timbre, y fue Lila la que se dirigió hacia la
puerta. Era la comida. Desplegó las bandejas cerradas, una
para cada uno, y ¡una botella de cerveza!, que el doctor
también había pedido. Comieron hasta saciarse –la porción

136
estaba muy b ien servida-, saboreando cada bocado.
-¡Esto es lo que me gusta de pedir comida! –comentó ri-
sueño Dreyfuss al tiempo que juntaba las bandejas luego de
comer, y las arrojaba al tacho de basura- ¡No hay que lavar
casi nada! ¡Vamos chicos, andando!
-¿No llevamos equipo, abuelo?
-No. No esta vez.
Se colocaron los ¨chalecos multibolsillo¨, como los
había bautizado Gonzalo, y salieron. El tiempo seguía ex-
trañamente agradable, sin viento pero con algunas nubes
colgadas con alfileres, allá arriba, cerca del sol de pasa-
do el mediodía. Se dirigieron otra vez al carrito de golf e
hicieron casi el mismo recorrido de los días anteriores,
pero doblaron hacia la Avenida Costanera, porque el Sendero
estaba en realidad más cerca de la casa del doctor. Pasaron
por enfrente de lo que era la salida del Sendero, y el doc-
tor siguió de largo.
-¡Te pasaste la escalera, abuelo! ¡Era más atrás!
-Me pasé esa escalera, querrás decir. ¡Vamos a bajar por
la otra, la de la soga! –dijo, mientras estacionaba varios
metros más allá, con la bajada de la soga casi frente a
ellos. Bajaron, cruzaron la avenida, y se dispusieron a ba-
jar por aquella empinada escalera.
Con cuidado, y muy lentamente, comenzaron el descenso.
Gonzalo iba adelante, Lila en el medio y cerraba la marcha
el doctor. La tarea no resultaba nada fácil, en verdad. La
soga estaba atada sólo en el extremo superior, y se bambo-
leaba según la pericia de quien descendiera. Cada escalón
se distanciaba del siguiente casi medio metro, por lo que
era imperativo bajar con mucho, mucho cuidado y muy lenta-
mente. No había descansos, y si bien cada escalón de tierra
era lo suficientemente ancho como para dejarlos respirar

137
entre el descenso de uno y otro, su superficie era tan
irregular que era casi imposible quedarse en ellos sin aga-
rrarse de la soga. Llegado a lo que calcularon la mitad de
camino, ya que desde allí podían ver donde terminaba el
descenso, Dreyfuss se sentó, trabajosamente, en su escalón,
resoplando. Lila y Gonzalo hicieron lo propio, aunque él no
se desprendi ó de la soga, por las dudas.
-¡Hubiera necesitado más tiempo en la Bahía! ¡Así me
hubiera recompuesto lo suficiente para intentar esta bajada
en mejores condiciones! –balbuceó el doctor, secándose la
transpiración con un pañuelo que extrajo cuidadosamente del
bolsillo de atrás del pantalón.
-¡Créame, Gaspar, que ni una semana en Bahía Tranquili-
dad le hubiera alcanzado –dijo Gonzalo-. El cansancio se
siente igual, tenga uno la edad que tenga.
Luego de unos instantes reanudaron la marcha. Lila la-
mentaba para sí no haber traído las cantimploras con algo
de beber. Finalmente, después de más de media hora desde
que comenzaron a bajar, llegaron al final de la escalera.
La soga terminaba antes de los dos últimos escalones, por
lo que terminaron casi en dos saltos y corriendo el último
trecho, amortiguándose con el tronco de un árbol que estaba
allí, casi tres metros en línea recta al final de la baja-
da. Allí se sentaron para recuperarse, y estuvieron en si-
lencio por más de diez minutos. Parecía que estaban en la
bóveda del Sendero, pero esta era mucho más chica, y ramas
de sauces llorones caían irregularmente en toda la hoque-
dad, permitiéndoles apreciar, a pesar de todo, la profundi-
dad del lugar, que medía poco menos de diez por cinco me-
tros, paralelo a la playa. La luz que entraba era mayor a
la que había en el Sendero, y la vegetación era completa-
mente diferente. Junto a las ramas que caían del sauce, se

138
entreme zclaban ramas de enredaderas de varios colores y
textura delicada. La bóveda tenía apenas unos tres metros
de altura, y en el centro se veía una franja gloriosa de
cielo tachonado por las nubes estáticas. Todo el lugar se
iba cerrando hacia una espesura selvática, que a Gonzalo se
le asemejó a las que deberían estar en el África salvaje, y
creyó estar metido en un capítulo de la vieja Tarzán. Se
incorporaron lentamente, dispuestos a explorar el lugar,
que bien poco parecía que pudiesen. Con la vista abarcaban
todo cuanto aparentemente había allí para ver.
-¡Maldición! –dijo Dreyfuss- Creo que me equivoqué al
elegir esta bajada. ¡Parece que no tiene conexión con nada!
Echemos un vistazo rápido y volvamos, que tenemos que ir a
la Capilla. ¡Si no encontramos nada me temo que hemos baja-
do en v ano, malgastando tiempo y esfuerzo!
Se separaron por la bóveda, dispuestos a dar una mirada
rápida y superficial del lugar. Dreyfuss miraba hacia arri-
ba, calculando la distancia que habían bajado por la esca-
lera, y comparándola mentalmente con la que habían bajado
para llegar al Sendero, al tiempo que Lila y Gonzalo busca-
ban en los bordes de la espesura a fin de encontrar algún
camino abierto que los llevara a alguna parte. Lila exami-
naba cada hendidura entre los troncos pequeños que forma-
ban los límites de la bóv eda, volviendo atrás cada vez que
la sorprendía un compartimento estanco. Gonzalo caminaba
distraído, con las manos en los bolsillos, jugueteando con
la piedra. Encontró una hendidura en dirección al sur y de-
cidió seguirla. Poco a poco se fue adentrando en ella, e
inconscientemente sacó sus manos de los bolsillos para no
tropeza rse, pero con la piedra-esponja en su mano derecha.
Caminó unos pasos más y se dio vuelta, para indicarle a los
otros que había encontrado un camino. Descubrió horrorizado

139
que la espesura se cerraba detrás de él, para abrirse paso
unos metros más adelante. Decidió seguir atento y vio,
asombrado, cómo se abría la brecha a cada paso que daba,
unos metros más adelante. Cada metro se internaba más y
más, y siempre los troncos, plantas y malezas se cerraban
inmediatamente después que él había pasado. Apretó bien
fuerte la pi edra en su mano.
El camino que se le abría era irregular. Subía la coli-
na, después giraba bruscamente y bajaba, volvía a subir.
Era como si esa brecha eligiera el camino más seguro para
sus pies, sin importarle si ha cía el trayecto hacia quién
sabe dónde en línea recta o no. Luego de varios cambios de
dirección, Gonzalo ya no sabía dónde estaba. Si era al sur
o al norte, o en qué dirección se había separado de los
otros, y tampoco sabía a qué altura estaba. ¿A la altu ra de
la avenida, más abajo, casi a nivel del río? Se preguntó si
estos cambios de dirección apuntaban también a desorientar-
lo. Lo que sí notó es que no se cansaba en el trayecto.
No sabía cuánto tiempo había estado caminando. Cada vez
que miraba el reloj, el segundero se movía a una velocidad
diferente. A veces parecía estático de tan lento, y de a
ratos parecía que iba al doble o el triple de velocidad.
Siguió adelante hasta que de repente la espesura cedió y
Gonzalo se encontró en un claro ¡donde bri llaba la luna!
Gonzalo se restregó los ojos. Estaba en un claro en el me-
dio de un bosque, que ya se le asemejó al de Sherwood, de
unos pocos metros de diámetro. Una espesa niebla se levantó
de repente al tiempo que él intentó divisar alguna pista
respecto de dónde estaba. Sólo el claro, en el que parecía
que en cualquier momento iba a aparecer Robin Hood, la nie-
bla, y la luna, que bañaba toda la escena con una luz mag-
nética, irreal.

140
En el extremo opuesto de la ubicación de Gonzalo, se le-
vantaba una especie de mesa junto a un par de asientos, to-
do de piedra. Eso eran: rocas como del corazón de la monta-
ña. Se acercó al lugar y se sentó frente a la mesa. Apoyó
sus manos en ella y la sintió tibia. Miró una vez más alre-
dedor y le pareció estar en un escenario , donde las únicas
luces de la escenografía lo enfocaban, sin poder ver el pú-
blico alrededor.
-¡Bienvenido, Portador de la Piedra!
Gonzalo giró su cabeza a una velocidad que sólo da el
miedo. A sus espaldas se encontraba una mujer de unos
treinta y cinco años, de rostro bello y cristalino, de ca-
bellos castaños claros en rulos que les caían hasta sus pe-
chos. Estaba vestida con una túnica marrón, como un monje,
que la cubría hasta los pies. Las mangas terminaban muy an-
chas, en sus muñecas. Sus manos estaban entrelazadas delan-
te de su cuerpo.
-¿Perdón? –dijo Gonzalo, sin recuperarse de la brecha en
la espesura, del claro, de la noche, de la niebla, y ahora
de e sta extraña aparición.
-Usted tiene la Piedra –la mujer levantó su mano derecha
y la abanicó, con la palma extendida hacia arriba, volvién-
dola a bajar. Sin que su voluntad participe en lo más míni-
mo, Gonzalo abrió el puño de la mano derecha, y la piedra-
esponja se depositó en la mesa-. Usted es el Portador de la
Piedra.
-¿Y usted es...?
-Altheia. Usted está aquí porque quería hablar conmigo.
-¿Qué? –exclamó Gonzalo, confundido- No. Yo... ¿cómo voy
a querer hablar con usted si ni siquiera la conozco? ¿Dónde
estoy?
-Estamos –la mujer abrió los brazos y señaló el lugar

141
con ambas manos- en el Altar de la Vida, y usted, Gonzalo,
quiere re spuestas.
-¡Y usted, Altheia, sabe mi nombre! –exclamó Gonzalo,
ofuscado- ¡No soy muy afecto a las presentaciones, pero úl-
timamente parece que siempre estoy en desventaja en ellas!
-Lo siento mucho. Tal vez Lila debió ser más precavida.
-¡Lila! ¿Qué tiene que ver Lila? –se alarmó - ¿Dónde está
ella?
-Tranquilo, ella y el doctor están a salvo –Altheia rió
cristalinamente-. Supongo que le dijo que es buena
fisonomista, ¿no es así? –Gonzalo asintió en silencio-
¡Pero no tema! Está aquí para obtener respuestas, vuelvo a
decirle, ¡así que, adelante, pregunte!
-¿Qué sabe de Lila y cuál es su relación con ella? –
preguntó, receloso.
-Mi misión, desde hace mucho tiempo, es seguir de cerca
las investigaciones de la Comunidad de los Testigos del
Tiempo, y así la conocí. Es una chica adorable, retraída y
sumamente inteligente. Supe de inmediato que había heredado
las habilidades simpáticas de su madre, pero que con el
tiempo las combinaría con mayor auda cia. Durante mucho
tiempo pensé que tal vez se convertiría en uno de nosotros,
hasta que se desató la muerte de sus padres en la Plaza de
Toros, y ahora apareció usted. Puede que el destino le ten-
ga reservado otro camino, quien sabe –finalizó, enigmática.
-¿Y cómo es que ella, o Gaspar, no me hablaron nunca de
usted?
-El doctor apenas tiene una sospecha de mi existencia,
pero estoy segura que Lila ni siquiera eso –contestó Alt-
heia al tiempo que se sentaba en la otra piedra que hacía
las veces de banco, para quedar enfrentada con Gonzalo, me-
sa de por medio -. Tal vez, en sueños, Lila pueda encontrar

142
algún vestigio de mi presencia en su vida.
-¿Es usted... algo así como su ángel guardián? –dudó
Gonzalo.
-¡Algo así! –rió Altheia- Algo por el estilo, aunque no
del todo.
-¿Y quienes son esos ustedes que menciona?
-Nosotros somos los Cuidadores del Sendero, los Adorado-
res del Cristo de la Capilla Acuática, los Seguidores del
Bien. Creyentes y cristianos, nos preparamos durante mucho
tiempo para los acontecimientos que ya están comenzando.
-Entonces... ¿es verdad que habrá una guerra?
-Yo no la llamaría guerra. Será más bien un enfrenta-
miento, una demostración de fuerzas. Y quien gane ganará
tiempo.
-¿Eso es todo? –preguntó irónicamente Gonzalo- ¿Tiempo?
¿No se trata de impedir la destrucción del mundo, o algo
por el estilo?
-¡Usted ha visto demasiadas películas, Gonzalo! Tengo
entendido que hay muchas con ese tema por estos tiempos.
Dios no quiere el exterminio de la vida en la Tierra: ya
casi lo intentó una vez y desde entonces optó por dejar al
hombre a su libre albedrío. A ¨la otra parte¨ tampoco le
interesa la destrucción, pues no tendría a quien dominar.
Pero de vez en cuando, es el mal el que comienza a crecer
en determinados lugares geográficos. Ahí es cuando Dios de-
cide intervenir, para equilibrar las cosas. Usted verá, en
la historia de la humanidad, el bien y el mal se han en-
frentado cientos de veces, con resultados diversos. La con-
secuencia del enfrentamiento, lo que hace es determinar qué
será lo dominante durante los próximos años, al menos en
las generales de la ley. Como el bien y el mal batallan di-
ariamente y aún en las cosas más pequeñas, el resultado no

143
decide la cotidianeidad de mucha ge nte, pero por lo menos
presenta focos en los cuales los resultados son generalmen-
te respetados: hay más predisposición para adoptar una u
otra conducta, según gane uno u otro en la zona de conflic-
to.
-O sea, siguiendo con mi ejemplo, esta no sería una gue-
rra sino más bien una batalla, y el resultado afectaría a
la gente de Colonia...
-El radio de acción y el tiempo de duración depende de
la intensidad del enfrentamiento. Por ejemplo, a principios
del 1900 fue el último, y fue muy intenso. Abarcó a casi
todo el mundo. Perdimos... ¿lo notó? Sus coletazos apenas
están det eniéndose ahora.
-Y por eso el mal decide planear otro ¨enfrentamiento¨ -
completó Gonzalo.
-Exacto. Y aquí entra usted. Llegado el momento, usted,
Gonzalo, será nuestro caballero en esta disputa.
-Pe... pero, yo no sé nada de todo esto –balbuceó Gonza-
lo-. Estoy decidido a seguir hasta el final, ¡pero de ahí a
que sea yo ese caballero, hay un gran trecho!
-Usted es un hombre honesto. Llegado el momento sabrá
qué hacer. El bien, debe entenderlo, no puede poner un gue-
rrero para enfrentar al mal. No sería correcto. El bien de-
be oponer una persona simple, común, un representante de lo
que pregona, que tenga una sensibilidad especial, eso sí, y
que pueda interpretar por sí mismo los acontecimientos.
¡Por eso usted es el indicado! ¡Libre albedrío y sentimien-
tos puros! –Altheia señaló sonriente al cielo- El Jefe no
quiere inmiscuirse más de lo necesario.
-Pero yo no soy precisamente un creyente. Es decir, creo
en Dios, pero de una manera muy particular: no voy a misa,
¡desde que tomé la Comunión que no me confieso!

144
-¿Y acaso usted sabe cuánta gente hace lo mismo? ¿Y cree
que no es escuchado? Estoy segura que no. ¡Yo lo vi en la
Capilla, y sé que usted cree Gonzalo, cree!
-¡Ahora sé quién es! ¡Ahora me acuerdo de usted! –dijo
Gonzalo dando un respingo- ¡Usted estaba en mis sueño en la
Capilla Acuática!
-Pues ahora sabe quién soy...
-¿Usted? ¿Usted es la madre a la que el parador levantó
por los aires? ¿Es entonces cierta esa historia? –Altheia
asentía con la ca beza.
-Sí. Fui yo. ¡Y por supuesto que la historia es cierta!
Pero temo que algunos datos que se fueron tergiversando por
ahí no son del todo exactos...
-Pe... pero ¿cuándo pasó todo esto?
-Hace mucho tiempo, Gonzalo, en 1943...
-¿Mil novecientos cuarenta y tres?
-Ajá. Y yo me quedé aquí, donde el tiempo se detuvo –
Altheia agachó su cabeza-. Mi hija estuvo conmigo durante
cuatro años, pero para ella tampoco pasaba el tiempo, y de-
cidí que lo mejor para ella era seguir con su vida. Tuve
que dejarla ir –una lágrima rodó por su mejilla. Gonzalo la
tomó de la mano-. Algunas veces la visito en sueños. Lo cu-
rioso –dijo, intentando una sonrisa al tiempo que se enju-
gaba las lágrimas-, es que esa es la parte en la que se
equivocan cuando cuentan la historia. ¡Mi hija no sólo no
se hizo monja, sino que ni siquiera me recuerda! Siguió su
vida con una familia adoptiva, y ahora es una abuela de
cincuenta y ocho años, que vive no rmalmente y feliz, sin
siquiera saber de mi existencia –se levantó, pronta a des-
pedirse- ¡Nos volveremos a ver, Gonzalo! ¡Búsqueme en sus
sueños!
-¡Aguarde, Altheia! –se levantó Gonzalo, al tiempo que

145
agarraba la piedra de la mesa- ¡Tengo aún muchas preguntas!
-Todo a su debido tiempo. Esta fue una charla de
presentación, nada más.
-¡Sólo una cosa más! –gritó Gonzalo mientras Altheia se
dirigía a la espesura, que ya se abría para recibirla. Se
dio vuelta- ¿Cómo se llama su hija? ¿Dónde puedo ubicarla?
-¡No lo haga! –sugirió la mujer mientras se aproximaba-
¿Por qué quiere hacerlo?
-El doctor Dreyfuss tiene la idea de que todo tiene un
por qué, y estoy dispuesto a creerle. Tengo la corazonada
de que el tema de su hija no salió sólo porque sí. Tal vez
sea hora de que ella conozca la verdad. Libre albedrío,
¿recuerda Al theia?
La mujer agachó la cabeza, confundida. Pensó unos segun-
dos y la levantó, decidida.
-Su nombre es Lucrecia Gómez. Vive en... –levantó rápi-
damente la vista al cielo, como escuchando un mensaje- No
se me permite decírselo. Búsquela. Si es así como uste d di-
ce, tal vez ha llegado la hora del reencuentro. ¡Adiós! –
dio media vuelta y desapareció en la espesura.
Gonzalo se quedó de pie, mirando cómo se cerraba el ca-
mino detrás de la mujer. Se volvió a sentar en el banco de
piedra. De repente, éste comenzó a hundirse en el piso.
Gonzalo se paró. Asombrado, vio cómo todo el claro quedaba
envuelto por la neblina que antes lo rodeaba. Se quedó in-
móvil. Cuando, después de unos instantes, la niebla se des-
pejó, se dio cuenta de que estaba al pie de la escalera con
la soga. La luz de la luna apenas llegaba allí, por lo que
se veía poco. Se apresuró a subir, y le asombró la facili-
dad con que lo hacía, habida cuenta después de la experien-
cia de la bajada. A grandes zancadas y en poco más de lo
que a él le pareció sól o un rato y que en realidad fueron

146
quince minutos, ya estaba arriba. De pie, apoyó sus manos
en las rodillas. Miró al cielo y se regaló una inmensa as-
piración de aire puro. Miró hacia delante. El carrito de
golf ya no estaba. Comenzó lentamente la caminata hasta la
casa del doctor. Las ocho cuadras que lo separaban de su
objetivo las recorrió reflexionando, pensando acerca de es-
te último encuentro. La sensación que en un principio tuvo
fue la de sentir que la situación lo superaba. Creía que
estaba viviendo un sueño. ¡¨Nuestro caballero¨ había dicho
Altheia! Sonaba demasiado para él, un simple mortal. Con-
forme las cuadras iban pasando, una sensación de poder lo
rodeó. ¿Tendría razón Altheia? ¿Sería el indicado? ¿Por qué
no, después de todo? Ya había dudado lo suficiente, y no
estaba dispuesto a escuchar razones del doctor, otra vez,
explicándole que si había ya un plan divino era inútil opo-
nerse a él. Eso Gonzalo lo sabía y además estaba de acuer-
do. No necesitaba sermones y los demás tampoco necesitaban
de sus dudas. Ya no más. Se dijo que si una confianza había
sido depositada en él, debía ser respondida de la mejor ma-
nera. Después de todo su vida había cambiado, y las cosas
que había comenzado a conocer debían serles útiles a todos.
Y además estaba Lila. ¡Lila! ¡Cómo la extrañaba! Era la
primera vez que se separaban tanto tiempo, y el recuerdo de
su sonrisa le dolía. Aceleró el paso para llegar a su en-
cuentro. Pensó también en la seguridad que le daba Ga spar,
incluso con sus rabietas, para llevar a buen puert o esta
aventura. Sí, si era el elegido no estaba solo. No debía
preocuparse. Era hora de comenzar a construir aquello para
lo que había sido convocado. Llegó por fin a la puerta de
la casa del doctor. Antes ya había visto a la vuelta de la
esquina el familiar carrito de golf. Tocó timbre, y fue
Dreyfuss quien abrió la puerta. Al verlo, no pudo evitar un

147
grito de júbilo.
-¡Muchacho! ¡Adelante! –lo abrazó fuertemente- ¿Estás
bien?
Lila estaba sentada junto a la mesa ratona. Cuando escu-
chó a su abuelo recibir a Gonzalo, pegó un salto y fue co-
rriendo a su encuentro. Se abrazaron largamente. Lila lo
soltaba, lo miraba y lo volvía a abrazar. Le acarició la
mejilla, lo besó apasionadamente, y lo volvió a abrazar.
Las lágrimas brotaban de sus ojos.
-¡Está bien! ¡Estoy bien, ya volví! –le dijo dulcemente
Gonzalo, al tiempo que besaba su frente y secaba sus lágri-
mas.
-¿De veras estás bien? ¡Tenía tanto miedo! –Lila no ce-
saba de abrazarlo.
Dreyfuss cerró por fin la puerta de calle. Caminaron los
tres, con Gonzalo en el centro, abrazados, hasta la cocina.
Lila seguía mirándolo, riendo y llorando al mismo tiempo.
-¡Estábamos preocupados, Gonzalo! –dijo Dreyfuss al
tiempo que se sentaban. Lila no dejaba de abrazarlo, de to-
carlo, ya con una sonrisa en sus labios. Finalmente se que-
dó con la mano derecha de Gonzalo entre las suyas- ¡No sa-
bíamos qué hacer! Cuando finalmente Lila advirtió que no
estabas, comenzamos a buscarte por todos lados. Recorrimos
toda la pequeña bóveda de la escalera de la soga y no en-
contramos nada. Subimos, fuimos hasta el Sendero y tampoco.
¡Llegamos nuevamente hasta la Capilla! Recorrimos Bahía
Tranquilidad, volvimos a bajar por la soga. Nada. ¡Estuvi-
mos más de diez horas buscándote! –Gonzalo miró el reloj de
pared de la cocina: la una y veinticinco de la madrugada-
Estamos extenuados. Hace apenas poco más de una hora que
dejamos de buscarte. Decidimos volver mañana, otra vez por
los mismos lados. ¡Si hasta pensábamos ir hasta la Plaza de

148
Toros, maldición!
-¡No! ¡Aún no es tiempo de ir allí! –dijo Gonzalo,
enérgico- ¡Lila, por favor mi amor, prepará unos mates, que
lo que tengo que contarles va para largo!
Así Gonzalo comenzó el relato desde que se perdió en la
brecha, y el claro del bosque y el reloj, y la niebla, y la
luna, y la mesa de piedra, y Altheia y su extraña conversa-
ción, hasta su reaparición en la bóveda de la soga. La his-
toria le llevó dos pavas de mate. Lila y su abuelo escucha-
ban asombrados y en sile ncio. Gonzalo descubrió que pudo
contar todo hasta con el más mínimo detalle, de manera de
no dejar ni un solo cabo suelto, incluso hasta lo que pen-
saba al volver para la casa. Cuando terminó su relato, las
caras de Lila y Gaspar, que ya habían pasado por los gestos
de sorpresa, asombro, duda, temor, desconcierto y nuevamen-
te asombro, reflejaban una intensidad y una excitación des-
concertante.
-¿Así que Altheia, eh? –dijo por fin Dreyfuss- Estaba en
lo cierto. Desde hace rato suponía que había alguien que
nos vigilaba. ¡Pero cómo confirmarlo! Supongo que no había
forma.
-Yo no entiendo algo –acotó Lila después de unos instan-
tes. Comenzó a brotarle una furia que le costaba dominar-.
Si ella era la encargada de vigilarnos... ¿por qué entonces
no protegió a mis padres? ¿Debían morir acaso? ¿Qué clase
de bien puro se cimienta en la sangre de gente inocente? –
golpeó la mesa, ofuscada.
-Calma, Lila –dijo Gonzalo, conciliador-. Eso se lo pre-
guntaremos la próxima vez, aunque me temo que no sea dueña
de contestar absolutamente todo como me dijo. Por lo pron-
to, si no se opone, Gaspar, creo que la próxima tarea es
contactar a su hija.

149
-No me opongo en lo más mínimo, Gonzalo. ¡Total, no creo
que necesitemos otra vez esa chatarra de instrumental cien-
tífico! Está llegando la hora de actuar, más que de inves-
tigar. ¡Pero ahora, llegó la hora de dormir, más que de
otra cosa! –se levantó y le dio un fuerte abrazo a Gonzalo-
¡No sabés la alegría que me da que estés de vuelta! –lo
soltó y giró hacia Lila- ¡Y vos, cambiá esa cara, hija! Nos
estamos acercando al tiempo de las respuestas –la abrazó, y
le acarició la cabeza-. ¡Tal vez debió ser así, Lila! ¡Ya
veremos! –la soltó suavemente- ¡Ahora, buenas noches!
Lila y Gonzalo se quedaron solos en la cocina.
-¡No puedo sacarme de la cabeza la idea de que quizás
pudo salvarlos, Gonzalo!
-Tal vez si, tal vez no, Lila, pero me sonó sincera.
Además, no creo que haya fingido al condolerse por su hija
como lo hizo –la tomó por los hombros-. Estoy seguro, Lila.
Debemos confiar –Lila lo abrazó muy fuerte.
-¡No sabés lo preocupada que estaba, Gonzalo! –le susu-
rró al oído- ¡Creí que me moría si no te encontraba!
Se besaron y acariciaron largamente. Luego, Gonzalo la
alzó por la espalda y por debajo de las rodillas y la llevó
a la habitación, sin dejar de besarla. La depositó en la
primera cama y cerró la puerta. Se hicieron el amor apasio-
nadamente. Las dudas y los miedos los abandonaron, como uno
se abandonó en brazos del otro. Afuera quedó todo lo demás.
Allí, en esa habitación, en esa cama, solo eran un hombre y
una mujer, lo cóncavo y lo convexo, un amor puro y sin pu-
dores, una entrega total. Después durmieron, sí. Durmieron
con el gesto apacible y tranquilo del éxtasis de los aman-
tes. Esa noche, Gonzalo sólo soñó con Lila, con la mujer
que amaba.

150
SEIS

La mañana siguiente comenzó bastante tarde, nuevamente


con el doctor Dreyfuss azotando la puerta.
-¡Buenas tardes, holgazanes! ¿Me conceden el honor de
vuestra compañía? –rió el doctor- ¡Doce y media del medio-
día, vamos!
Lila y Gonzalo se desperezaron. Se abrazaron, se besaron
con una sonrisa y lentamente comenzaron a vestirse.
-¿Algún sueño interesante, mi amor? –preguntó Lila, tra-
viesa, al tiempo que volvía a acariciarlo.
-¡Sólo vos estabas allí, así que no mucho! –rió Gonzalo.
Lila gritó, al tiempo que reía y comenzaba a hacerle
cosquillas. Gonzalo las respondió, y rodaron por la cama,
hasta caerse del otro lado. Nuevamente los golpes en la
puerta.
-¿Será posible que sigan jugando? ¡No tienen respeto,
qué vergüenza! –Dreyfuss se escuchaba graciosamente enoja-
do- ¿El mundo puede seguir girando o detenemos todo hasta
que ustedes terminen?
-¡Perdone, Gaspar! –contestó Gonzalo luego de vestirse,

151
al tiempo que abría la puerta- ¡Buenos días! Es que por
primera vez descansamos realmente bien.
-Aunque no habrán dormido demasiado, supongo –completó
el doctor, mientras miraba pícaramente a Lila por encima
del hombro de Gonzalo- ¡De todas maneras, no se alarmen de-
masiado, que yo mismo dormí hasta hace una hora! ¡Y otra
vez hice las compras! –dijo, señalando a Gonzal o-. La ver-
dad, es que no sabía si preparar el desayuno o el almuerzo.
-¡Podríamos hacer un desayuno americano! –comentó Lila
acercándose para darle un beso a su abuelo- Creo que des-
pués del día de ayer, lo primero que tenemos que hacer es
comer bien, mu cho y tranquilos.
Los tres se dirigieron a la cocina, donde vieron
desplegados en la mesa pan, fiambre, queso, salamín, un
poco de todo.
-Como ven, no estaba seguro de qué traer, así que traje
un poco de cada cosa. ¡Hagamos entonces ese desayuno ameri-
cano, pero a la manera del sur del río Grande! –Dreyfuss se
frotó las manos, extrajo una cerveza de la heladera y se
sentó a la mesa.
-¡Cerveza! –exclamó Gonzalo- Nada mejor para empezar el
día.
Durante un rato comieron sin descanso.
-¡Este queso Mar del Plata está exquisito! –dijo Gonza-
lo, con la boca llena. Lila y Dreyfuss rieron. El doctor
casi se atragantó con su comida y apuró un trago de cerve-
za- ¿Qué? ¿Qué fue lo que dije?
-¡Tenés que aprender a respetar las idiosincrasias, mu-
chacho! –contestó el doctor recuperándose- ¿Acaso te olvi-
dás de que estás en Uruguay? Este queso, este mismo queso,
lo podés pedir en Buenos Aires, en toda la Argentina como
queso Mar del Plata, pero si lo pedís en Uruguay, ¡tenés

152
que pedir queso Colonia! ¡Este es queso Colonia! –el doctor
siguió riendo.
-¡No lo puedo creer! –exclamó Gonzalo, sonriendo sor-
prendido.
Mientras el fiambre y el pan se consumían rápidamente,
al igual que una segunda y una tercera botella de cerveza,
la charla transcurría.
-Entonces... ¿Cómo vamos a encontrar a doña Lucrecia Gó-
mez, abuelo? –interrogó Lila.
-Lo primero que hice esta mañana fue consultar la guía
telefónica. Suponiendo que la señora Lucrecia Gómez sea ti-
tular de una línea, suponiendo que ese sea su apellido de
casada, suponiendo que viva en Colonia del Sacramento y su-
poniendo que tenga teléfono, las que son demasiadas suposi-
ciones, tendrí amos entonces una pista.
-Altheia quería que la encontrara. ¡Debe haberme dado
una pista que podamos seguir! –acotó Gonzalo.
-No te olvides, Gonzalo, que no terminó de darte todos
sus datos –aclaró Dreyfuss.
-¡Es cierto! –Lila estuvo de acuerdo - Tal vez su nombre
de casada te lo iba a dar después, cuando dijo que no se lo
permitían.
-No, no. El apellido de soltera no me significaría nada,
porque tampoco es el de Altheia. A lo sumo me hubiera dado
el de su familia adoptiva. Es una pista que no nos hubiera
servido. Tenía que ser directa. El nombre que debemos bus-
car es ese. ¡Maldición! –Gonzalo golpeó la mesa con su puño
izquierdo e hizo temblar todo lo que se encontraba allí,
tan fuerteme nte, que casi cae la botella de cerveza, que el
doctor se apr esuró en sostener- Ojalá me hubiese dado la
dirección. ¿Qué importancia tenía eso, eh? ¿Acaso no la va-
mos a encontrar igual? ¿Qué hubiera cambiado si me lo

153
hubiera dicho?
-Hubiera cambiado nuestra actitud, Gonzalo –dijo Lila
serenamente, al tiempo que tomaba su brazo-. Sí, asombrate,
soy yo la que dice eso. Yo, la misma que anoche estaba
ofuscada con Altheia. Lo que todavía no les dije es que
ella se me apareció en sueños.
-¿Qué? –se sobresaltó Gonzalo.
-¿Cuándo? –preguntó Dreyfuss.
-Fue anoche, por supuesto. Después de... al dormirme –
miró a Gonzalo, cómplice-. No fue en realidad un sueño, si-
no más bien una imagen. Yo estaba en la Capilla cuando ella
apareció por detrás. Aún sin darme vuelta sabía que era
ella. Cuando la miré a los ojos, comprendí lo que dijiste,
Gonzalo, acerca de confiar en ella. Su mirada demostraba
una ternura y una tristeza infinitas. Tomó mi mano y sólo
me dijo: ¨perdón¨. Dio media vuelta y desapareció. Eso fue
todo, pero comprendí que no había necesidad de decir más.
Me di cuenta de que sí, que tal vez hubiera podido salvar a
mis padres, pero esa no era su labor. ¡Por eso te dijo que
no era del todo mi ángel guardián! Su labor es orientarnos,
aconsejarnos, hasta tal vez revelarnos parte de sus secre-
tos, pero no salvarnos de nuestras propias decisiones. Mis
padres decidieron ir a la Plaza de Toros, ignorando hasta
el sentido común y las precauciones lógicas, y si debo es-
tar enojada con alguien he de estarlo con esa mentalidad
cerrada de la Comunidad al negar hasta los instintos para
su propia protección –Lila hizo el ademán de golpearse la
cabeza con el puño cerrado. Su abuelo bajó la mir ada- ¡No
te culpo, abuelo, pero sí culpo a los sacrosantos mandatos
de la Comunidad, para la que lo único importante es el des-
cubrimiento, la iluminación! ¡Los seres humanos no contamos
para ellos! ¿Cuántas vidas habrán costado en la historia de

154
la impoluta Comunidad de los Testigos del Tiempo descubri-
mientos que siguen archivados en los depósitos, sirviendo
de goce para que unos pocos iluminados teoricen sobre el
milagro de la vida? ¡Maldita paradoja! Lo que en este sueño
comprendí –los miró a ambos, más calmada-, es que las Leyes
Divinas nos orientan, no nos gobiernan ni nos ordenan. ¡El
libre albedrío, Gonzalo! Tal es la razón de todo. Esa,
creo, es la fuerza natural más imponente. Debemos decidir
nuestro destino, equivocándonos quizás, y mala suerte si
sólo servimos para seguir empedrando el camino del infier-
no. No es esa la intención, después de todo. Sin tomar
nuestras propias decisiones –los agarró a ambos de sus ma-
nos-, somos simples robots, inválidos peones de ajedrez que
esperan que los muevan para ser sacrificados. ¡Por eso vos
sos el indicado para ser el contendiente! Una persona co-
mún, con una comprensión fuera de lo común, y la capacidad
de adaptarse tan maravillosamente a una circunstancia abso-
lutamente inusual y fantástica como la que estamos vivien-
do. ¡Y abue lo! Hace un siglo, el día que nos conocimos con
Gonzalo, le comenté que no elegiría ningún otro Miembro Ma-
yor de la Comunidad para que nos acompañe en esta historia.
¡Y es así, de verdad! Todo el conocimiento que tenés podés
volcarlo, y nos estás guiando estupendamente por este labe-
rinto de pasajes y Senderos, y además, creo que sos casi el
único en la Comunidad que no ha perdido el contacto con lo
cotidiano, con lo pequeño y esencialmente humano.
-¡Y no te olvides de vos, Lila! –completó sonriendo
tiernamente Dreyfuss- Tu calidez y tu fortaleza siempre
afloran en los momentos precisos.
-¡Muy bien! –dijo Gonzalo, entre burlón y divertido-
¡Somos los mejores! ¡El equipo más perfecto jamás reunido!
¡El Dream Team! –se levantó y dando saltitos llegó hasta el

155
doctor y le dio un beso en la frente. Siguió hasta Lila, e
intentó hacer lo mismo con ella, quien comenzó a hacerle
cosquillas. Le retuvo las manos y le dio un enorme beso en
la boca - ¿Comenzamos, señorita y señor? ¡Tenemos un trabajo
qué hacer! Vamos a encontrar a la abuela más célebre y más
escurridiza de todo Uruguay.
Gaspar y Lila lo ayudaron a despejar la mesa. El doctor
colocó una extensión al teléfono y lo depositó frente a
ellos. Lila corrió a traer la guía telefónica que estaba en
la biblioteca de la habitación del doctor y Gonzalo trajo
un platito de café que haría las veces de cenicero y se
sentó a la mesa con una lapicera y su cuaderno que trajo
velozmente de la pieza. Sacó un cigarrillo, lo encendió y
le dio una larga pitada.
Las horas transcurrían y no habían tenido ningún resul-
tado. El listado de los Gómez de la guía se estaba agotan-
do, y ninguna de las entrevistas telefónicas habían tenido
éxito. Nadie parecía saber o conocer una Lucrecia con su
mismo apellido. Se iban turnando para realizar las llama-
das, y el cuaderno de Gonzalo comenzaba su segunda hoja de
nombre, dirección y teléfono tachados. La tarde caía sin
que ninguno de los tres se hubiese tomado el tie mpo para
adivinar siquiera si hacía frío afuera. El platito de café
tuvo que ser vaciado varias veces de cenizas por Gonzalo,
quien se alegró de haber traído cuatro atados extra de ci-
garrillos desde Buenos Aires. Circulaba la enésima ronda de
mates cuando la noche ya había caído. El su eño comenzaba a
vencerlos. No habían tenido nada de actividad física ese
día y lo habían comenzado bien tarde, pero tal vez el can-
sancio acumulado les estaba juga ndo una mala pasada.
-No tiene sentido que nos quedemos todos –dijo en un
descanso el doctor-. Yo voy a seguir llamando un rato más.

156
¡Ustedes, a dormir!
-¿Estás seguro, abuelo? –Dreyfuss asintió. Lila se acer-
có y le dio un sonoro beso en la mejilla- No te quedes has-
ta muy tarde despierto ¿si?
Gonzalo también se acercó a saludarlo. Comenzó a exten-
der su mano, pero la bajó rápidamente , con una sonrisa. Le
regaló un abrazo y un beso. Dreyfuss le dio una palmada en
la espa lda.
Lila y Gonzalo entraron en la pieza y comenzaron a des-
vestirse, dejando holgazanamente la ropa en la otra cama.
Se acostaron, con la frazada hasta la cintura y se abraza-
ron, mirando el techo.
-¡Nunca en mi vida me imaginé vivir algo semejante! –
dijo por fin Gonzalo.- Es asombroso todo esto.
-Y te adaptaste tan bien –contestó tiernamente Lila-
¡Estoy muy orgullosa de vos! –lo besó con pasión- ¡Me sien-
to tan bien con vos!
-Y yo con vos...
-¡La encontré, muchachos, la encontré! –los gritos vení-
an desde la cocina y llegaron rápidamente a la puerta de la
pieza, que se abrió de golpe.
-¡Abuelo! –protestó Lila, tapándose rápidamente arriba
del corpiño- ¡Después te quejás cuando cerramos la puerta!
-¡Lo siento, pequeña, lo siento! –resopló Dreyfuss
haciendo un ademán de taparse los ojos por un momento. Bajó
de nuevo su brazo y abrió ambos, agitándolos frente a sí-
¡Pero la encontré!
-¿A Lucrecia? –Gonzalo se sentó en la cama.
-¡Sí, hombre, sí! Uno de los últimos teléfonos era el de
su cuñada. Lucrecia vive al lado de su casa y no tiene te-
léfono, p ero la llamó de inmediato y pude hablar con ella.
-¿Y qué le dijiste, abuelo? –preguntó interesada Lila.

157
-No mucho, fui más bien esquivo. Le dije que tenía cier-
ta información que tal vez le resultara valiosa para con-
cluir un cierto asunto familiar, y que debíamos hablar en
persona para come ntárselo. ¡Nos espera mañana a las diez!
-¿Es cerca de acá, Gaspar?
-¡Todo queda cerca en Colonia, muchacho! Ahora sí, me
voy a dormir. ¡Siento no haber golpeado, Lila! ¡Buenas no-
ches!
Lila y Gonzalo se quedaron estupefactos. Gonzalo aún no
se acostumbraba a las entradas y sobre todo a las salidas
meteóricas del doctor. Sin decir una palabra y luego de
unos instantes, volvió a acostarse y apagó la luz. Lila se
destapó un poco y se durmió sobre su pecho. No hubo sueños
esa noche que pudieran reco rdar a la mañana siguiente.

158
SIETE

Cuando despertaron estaban descansados. Lila parecía


haber abandonado el sueño sólo unos segundos antes.
-¡Tendríamos que apurarnos y vestirnos antes que tu
abuelo nos sacuda la puerta a golpes! –exclamó Gonzalo di-
vertido.
-¡Ni lo menciones, que todavía puede aparecer! –
respondió Lila, desperezándose- ¿Qué hora es, precioso?
-¡Eso de precioso, y en ese tono, es una invitación al
pecado! –respondió Gonzalo besándole el cuello. Remolona-
mente se levantó y consultó su reloj- Son las ocho. ¡Tengo
una idea! ¡Vestite pronto!
Así lo hicieron. Luego, Gonzalo le hizo señas de que no
hicieran ruido, y que se aproximaran juntos a la puerta.
Lila entendió. Esperaron juntos en la pared más cercana al
picaporte. Luego de unos minutos en los que a Lila le costó
contener la risa, controlada por Gonzalo que le hacía señas
para que se calme, se escucharon los familiares pasos del
doctor hacia la habitación.
-¡Vamos remolo...! –no pudo terminar la frase. Gonzalo

159
abrió de golpe la puerta y lo encontró a Dreyfuss con el
puño en alto, a punto de golpear.
-¡Vamos, hombre, vamos! ¡Buen día! –gritó gesticulando
Gonzalo, al tiempo que tomaba al doctor por los hombros y
lo dirigía a la cocina. Lila, divertida y riéndose, se puso
del otro lado, abrazando a su abuelo por la cintura, condu-
ciéndolo también rápidamente- ¡Basta de buenos modales, que
son más de las ocho y hay que desayunar temprano e irnos en
busca de esa mujer! ¡A sentarnos y a comer, rápido!
-¡Bueno, supongo que me lo merecía! –rió Dreyfuss cuando
lo sentaron frente a la mesa- Me la hicieron bien, lo reco-
nozco. ¡Y a comer ahora, que en verdad tenemos que irnos
pronto!
-¿Tenés pensado qué le vamos a decir a esa mujer, abue-
lo? –quiso saber Lila, mientras que atacaba una medialuna.
Gonzalo sirvió café con leche para todos y se sentó.
-No. La verdad es que no puedo pensar en qué decirle –
Dreyfuss tomó la azucarera y se sirvió dos cucharadas. Al
tiempo que revolvía, sonrió- ¡Desde luego que no podemos
comenzar la conversación mandándole saludos de su madre! Es
bien difícil, ¡pero yo no soy el único que puede aportar la
respuesta! ¡Pensemos todos!
-¿Qué tal si le pedimos que nos acompañe al Registro Ci-
vil y allí buscamos sus papeles de adopción? –Gonzalo
hablaba entre sorbo y sorbo de café -debe figurar en algún
lado ¿no? Después de ahí comenzamos...
-¿Y con qué excusa la llevamos al Registro Civil? No,
debe ser algo más directo –dijo Dreyfuss rascándose la
sien, intentando pensar.
-Entonces... ¿qué tal si la llevamos a la Capilla Acuá-
tica, para ver si allí le aflora algún recuerdo? –intentó
otra vez Gonzalo.

160
-Estaríamos en la misma. ¿Cómo hacés para sacarla de la
casa? ¿Y qué tal si le dijéramos la verdad? –arriesgó Lila-
De a poco, claro está, ¡para que no nos saque corriendo o
llame al manic omio!, podríamos contar le quienes somos, qué
estamos haciendo acá, la historia de mis padres, Bahía
Tranquilidad, el Sendero, la Plaza de Toros. ¡Todo! Y des-
pués lo que te pasó en el Claro de la Vida, Gonzalo.
-No lo sé –dijo Dreyfuss frotándose la barbilla-. Hablé
demasiado poco para saber qué tan receptiva puede ser, pero
la verdad es que de alguna manera y a la larga o a la corta
deberá enterarse de todo. ¡Probemos!
Terminaron de desayunar, y uno a uno se bañaron
rápidamente. Lila y Gonzalo se vistieron informalmente,
como siempre: zapatillas, jeans y buzo. Lila se había
puesto uno de los buzos de Gonzalo, que le quedaba grande.
Se lo arr emangó hasta la altura de sus codos. El último de
salir del baño fue el doctor, quien recibió una ovación por
su sobrio traje de vestir azul oscuro, camisa y corbata al
tono. Hizo una reverencia en broma y salieron.
-¿Me permite que sea su chofer, elegante caballero? -
Dijo alegremente Gonzalo cuando llegaron al carrito. Drey-
fuss aceptó riendo, y se sentó atrás junto a Lila.
Siguiendo las indicaciones del doctor, Gonzalo dobló en
U hasta la avenida Roosevelt, pasaron por la puerta de su
casa y siguieron derecho. Una cuadra antes del Puerto do-
blaron hacia la derecha, por Manuel Lobo. Cinco cuadras y
media más allá, estacionaron. Una cuadra y media más ade-
lante comenzaba la Ciudad Vieja, y desde allí podían obser-
var la Plazoleta 1811. Bajaron del vehículo.
-Es allí –dijo Dreyfuss.
Los tres estaban delante de una casa con un frente a la
vereda, sin jardín, tipo departamento horizontal. Dreyfuss

161
tocó el timbre.
-¿Sí, quién es? –se escuchó una voz jovial.
-¿Señora Gómez? Mi nombre es Gaspar Dreyfuss, hablamos
anoche.
-¡Adelante, pase usted! –se oyó, al tiempo que se escu-
chaba el típico zumbido del portero eléctrico.
Los tres pasaron, y se encaminaron por el pasillo hasta
el segundo departamento, de donde ya salía a recibirlos Lu-
crecia Gómez.
Era regordeta, más bien menuda, de cabellos castaño os-
curo recién teñido, de tez blanca y rostro jovial. Se la
veía joven. Estaba vestida pulcramente, con una pollera ma-
rrón por debajo de sus rodillas y un pulóver habano subido.
Sus ojos denunciaban gran curiosidad e intriga. El doctor
llegó primero a ella y le dio la mano. Dreyfuss notó su
firmeza.
-¡Ellos son mis nietos, Lila y Gonzalo! –este último re-
cibió con agrado la presentación. La señora Gómez dio sen-
dos besos a los muchachos.
-¡Pero pasen, por favor, pasen! –dijo ella al tiempo que
entraba y les hacía un ademán.
La sala era acogedora. Se notaban las manos artesanas de
quien hace sus cosas: cuadros bordados, macramé en las lám-
paras, primorosas muñecas de trapo colgando estratégicamen-
te fuera del alcance de los nietos, almohadones de patch-
work en los sillones donde les indicó gentilmente que se
sentaran, y luego se dirigió hacia la cocina. Volvió segun-
dos después con una bandeja con el termo, el mate y un pla-
to con galletitas.
-Recién terminé de preparar el mate –dijo-. Supongo que
todos toman, ¿verdad? –ellos asintieron, mientras Lucrecia
se sentaba en otro sillón individual al costado- Muy bien,

162
señor Dreyfuss, mi curiosidad no puede esperar más... ¿de
qué quería hablarme? -Gaspar carraspeó.
-Muy bien Lucrecia... ¿puedo llamarla Lucrecia, verdad?
Le agradeceré que me llame Gaspar. Entonces... la pregunta
que voy a hacerle tal vez le suene un poco extraña. Debe
sonarle así, ya que para mí, para nosotros –el doctor se
revolvía en su asiento, incómodo y dubitativo-, realmente
lo es. Tal vez nos sirva para aclarar un poco el panorama
de un problemita que estamos teniendo...
-¡Abuelo! –le reprochó Lila, al ver la impaciencia que
afloraba en la señora Gómez.
-De acuerdo, está bien. Dígame Lucrecia... ¿qué puede
recordar de cuando era una bebé? ¡De sus dos, tres primeros
años?
-¡Je! –la señora rió, desconcertada- Nada, creo. Sé que
hay gente que recuerda algunas cosas de su primera infan-
cia, pero yo no, además nunca he pensado en ello. ¿De qué
se trata esto, de una vez? –su tono ya mostraba ofuscación.
-Tiene que ver con esos años, Lucrecia. Y con su madre.
Sabemos algo de ella que tal vez ni siquiera usted recuer-
de, o que tal vez ni le contaron.
-¿Mi madre? ¿Qué pasa con ella?
-Usted nació en 1942, tenía un año cuando todo pasó. Es
por eso que le pido que haga memoria, que recuerde...
-¡Pero yo nací en 1946!¿Cómo quiere que recuerde algo
que pasó antes de que yo naciera? ¿Están seguros de que no
se equivocaron de persona? –la voz de la mujer comenzaba a
demostrar un leve temblor.
-¡Estamos seguros, Lucrecia! –Lila levantó sus manos co-
mo pidiendo calma- ¿Conoce la historia del Cristo de la Ca-
pilla Acu ática?
-¡Claro que la conozco! ¡Son todas habladurías! ¿Pero

163
eso qué tiene que ver conmigo? –la voz de Lucrecia ya roza-
ba el pánico. Se levantó- ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quie-
ren de mí?
-¿Acaso sabe usted, Lucrecia, que es adoptada? –apabulló
Dreyfuss.
Fue demasiado. La pobre Lucrecia Gómez ya estaba fuera
de sí.
-¡Váyanse! ¡Fuera de mi casa! –gritó, comenzando a so-
llozar- ¿No tienen nada que hacer más que asustar o engañar
a la gente? ¿Qué quieren ganar atormentándome así? –se di-
rigió a la puerta, abriéndola de golpe, conminándolos a ir-
se- ¿Qué clase de estafa quieren cometer conmigo? ¡Fuera!
¡Largo, antes de que llame a la policía! ¡Insensibles! ¡Mi-
serables!
Los tres se levantaron en silencio. Estaba claro que la
señora Gómez no aceptaría una palabra más. Los esperaba con
la puerta en la mano, tratando de mantener la dignidad. Li-
la y el doctor ya estaban atravesando el umbral con cara de
circunstancias. Gonzalo los seguía, pensativo. De rep ente,
el gesto de su cara cambió. Se le endurecieron las faccio-
nes. Dio media vuelta y se volvió a sentar en el sillón.
Lila y su abuelo lo miraron sin comprender.
-¡Ahora me va a escuchar, señora! –gritó Gonzalo,
imponente- ¡Estamos atravesando demasia das dificultades y
hay en esto mucho más en juego que su orgullo herido! ¡Lo
siento, pero si quiere deshacerse de nosotros, primero va a
tener que escucharnos! –Gonzalo sacó la piedra-esponja de
su bolsillo, y con ella en su puño derecho, gritó- ¡Me
gustaría que de una vez esta buena mujer se sentara y nos
dejara explicar!
Como abrazada por dos manos invisibles, la señora Gómez
soltó la puerta y caminó hasta el sillón donde antes estaba

164
y se sentó. Lila se quedó como petrificada en el piso, sin
saber que hacer, hasta que el doctor la empujó suavemente
hacia adentro y cerró la puerta. Los dos se sentaron tam-
bién.
-¡Muy bien, señora Gómez! –dijo Gonzalo ya en un tono
más tranquilo, aunque fastidiado. La señora estaba absolu-
tamente inmóvil. Su respiración era agitada y sus ojos es-
taban tan abiertos como podían estarlo - Ahora que tenemos
su atención, tal vez podríamos pasarnos la mañana tratando
de explicarle quién es usted realmente. Tal vez podría con-
seguir que usted nos escuche y tal vez podría, yo en parti-
cular ya que fue mi idea tratar de contactarla, hacerle en-
tender por qué es importante que usted nos bri nde su ayuda,
y hasta tal vez usted haga el esfuerzo por intentar creer-
nos, pero, francamente, son demasiados tal vez y creo que
vamos a hablar, y hablar y hablar sin lograr resultados.
Pero le propongo que escuche a alguien en quien usted con-
fía, alguien que la visita a menudo, en sus sueños. Ella
seguramente será la más indicada para explicarle todo lo
que de otra manera no serán sino palabras –nuevamente apre-
tó la piedra, y habló, ya en un tono absolutamente normal-.
Me gustaría, Altheia, que nos dé una mano aquí, Lucrecia
está con nosotros –abrió la mano, se levantó, y dep ositó la
piedra-esponja en la mano de la señora Gómez, cerra ndo su
puño.
La mujer cerró los ojos, y apretó la piedra contra su
pecho. Gonzalo se volvió a sentar. La expresión de Lucrecia
cambió rápidamente hasta hacerse tierna.
Las miradas de sorpresa y admiración traspasaron a Gon-
zalo.
-¡Esa, muchacho, fue la mejor demostración de que la
piedra está en buenas manos! –rió Dreyfuss, palmeándolo.

165
-¡Y fue sin dudas la mejor opción para contarle todo! –
dijo Lila, sin salir de su asombro.
Estuvieron más de dos horas observando el cambio de
humor en el rostro de la señora Gómez. Por momentos la no-
taban relajada, a veces sonriente, se le escaparon muchas
veces lágrimas que rodaban por sus mejillas, incontenibles.
De a ratos levantaba su mano izquierda, como queriendo to-
car, acariciar, y siempre con la piedra apoyada en su pe-
cho. Después de un rato, el doctor ya se sentía como en su
casa, y puso dos veces el jarrito en el fuego para llenar
el termo, sirviéndose gallet itas hasta agotarlas, y luego
buscando más en la alacena. Lila lo observaba avergonzada,
y Gonzalo divertido. La experiencia terminó con un beso que
Lucrecia puso en su mano izquierda y le regaló al aire, co-
mo despidiéndose, al tiempo que abría los ojos y bajaba am-
bas manos. Se quedó absolutamente quieta, calmada, como sa-
liendo de un trance, con una sonrisa triste en sus labios.
Luego de unos minutos, Gonzalo se acercó a ella y tomó cui-
dadosamente la piedra de su mano. Con la mano izquie rda
acarició tie rnamente la mejilla de la mujer, que lo miró y
le regaló otra sonrisa más amplia.
-Les debo una disculpa, lo saben –dijo por fin,
abarcándolos con una mirada tierna-. ¿Pero cómo podía
saberlo? ¡Es tan increíble! ¡Altheia, mi madre! Me hizo
recordar cada minuto que estuvimos junto a los otros.
¡Recordé el Claro de la Vida, la Capilla! ¡Mamá! –sollozó
suavemente- ¿Cómo pude olvidarla?
-Ella lo quiso así, Lucrecia –dijo conciliador Dreyfuss-
¡Usted ha tenido una vida plena, según sé, y recordar todo
antes de tiempo tal vez hubiera sido perjudicial! ¿Cómo ex-
plicar el abandono en su infancia, y la sensación de sen-
tirse un bicho raro, un fenómeno? ¡Ha sido mejor así!

166
-Quizás sea cierto, ¡pero pudo volver a buscarme, des-
pués!
-Ya lo hizo señora –acotó Lila-. Hoy.
-Sí, es verdad –Lucrecia enjugó sus lágrimas-. Y me dijo
que los ayudara. Dijo también que ustedes tenían una misión
para mí, aunque todavía no lo sepan. Te dio la gracias,
Gonzalo, por este reencuentro –dijo sonriéndole-. ¡Y yo
también! –lo abrazó fuerte. Se volvió a sentar - Me dijo que
no se enojara, Gaspar –lo miró tímida -, pero que ahora que
formo par te del equipo, que me mudara a su casa hasta que
todo pase –Dreyfuss abrió grande los ojos, iba a contestar,
pero Lila le tomó el brazo. Gaspar cerró la boca-. No sé
qué clase de equipo conforman, me dijo que ustedes me ex-
plicarían, pero que debíamos estar juntos.
-¿Pero... y su vida Lucrecia? –intentó el doctor sin
éxito.
-Mis hijos y mis nietos vienen cada tanto, pero puedo
dejarles un recado. Y vivo sola, mi esposo murió hace un
año. ¡No tengo nada que hacer, y dudo que si lo tuviera
fuera más impo rtante que el mandato de mi madre, en estas
circunsta ncias! ¡Denme unos minutos, voy a buscar algunas
cosas y ya e stoy con ustedes!
Dreyfuss comenzó a correrla para impedirlo, pero se sin-
tió frenado en su pierna por Gonzalo, que lo miró con ojos
serenos.
-Está bien, Gaspar, así debe ser.
-¡Pero no tengo lugar para una mujer más en mi casa,
Gonzalo!
-Ya veremos. Pero así debe ser –reiteró Gonzalo, con un
tono que no aceptaba negativas.
Se sentaron a esperar. Después de unos quince minutos
salió Lucrecia, con otro pulóver más abrigado y pantalones

167
jogging, con una valija en sus manos.
-¡Estoy lista! –se la notaba excitada, preparada para lo
que sea que le esperara. Gonzalo le tomó gentilmente la va-
lija de las manos - ¿Vamos?
Subieron al carrito, Lila y Lucrecia detrás, Gonzalo al
volante y Dreyfuss a su lado, un poco más animado. Como
eran más de la una, decidieron pasar por el camino a comer
algo, y Gonzalo enfiló hacia el lugar donde él y Lila co-
mieron por primera vez juntos, aquel de las húngaras al
pan. Esta vez fueron milanesas con papas fritas para todos,
por lo que Gonzalo bromeó con Lila respecto de lo que ella
le dijo aquella vez, de no comer lo que comerían en sus ca-
sas, a lo que ella le respondió que había ya demasiados
cambios en la rutina cotidiana, y que algo común podría ve-
nirles bien, para variar. Luego de las milanesas gigantes,
que para sorpresa de Gonzalo estaban hechas con harina en
vez de pan rallado, y tres botellas de cerveza –Lucrecia
comía y tomaba a la par de ellos, para asombro del doctor-,
y del cigarrillo de rigor de Gonzalo, se pusieron en marcha
hacia la casa de Dreyfuss.
Les llevó apenas unos minutos llegar. En cuanto
estacionaron el carrito en el lugar de siempre, fue el
doctor quien esta vez cargó con la valija. Lila abrió la
puerta de la casa, y Gaspar realizó el gesto de bienvenida,
con la palma derecha hacia arr iba, haciendo un semicírculo
hasta la puerta.
-¡Interesante habitación! –dijo Lucrecia mirando de re-
ojo el living vacío, y acercándose al cuadro.
-Lila –llamó Dreyfuss- ¿Por qué no le indicás a Lucrecia
mi habitación? Yo iré luego a sacar algunas cosas para dor-
mir aquí...
Lila así lo hizo, después de tomar la valija que su

168
abuelo le alcanzaba.
-¡Pero, Gaspar! ¿Por qué va a incomodarse usted? –
interceptó Gonzalo tomándolo del brazo- ¡Tenemos dos habi-
taciones! Podemos colocarnos los hombres en una y las muje-
res en otra.
-¡De ninguna manera, jovencito! –lo golpeó Dreyfuss
suavemente en el hombro- ¡Ustedes están de luna de miel,
casi, así que no me permitiría arruinarles eso! Lo que sí
necesito es que me ayudes a trasladar una de las camas de
tu pieza aquí. ¡Total, ustedes no la usan!
Eso hicieron, y minutos después la cama sobrante de Lila
y Gonzalo estaba cómodamente instalada junto a la ventana
del living. Lila y Lucrecia volvían ya de la pieza, y todos
se encontraron en la cocina. Dreyfuss se encargó de despe-
jar la cuarta silla, ocupada hasta ese momento por libros,
que llevó a su pi eza, y un cojín, que acomodó prolijamente
en el livin g junto a la mesa ratona. Lila preparó unos ma-
tes.
-Bien, Lucrecia –comenzó el doctor -, puesto que Altheia
no le contó nada acerca de nosotros, ha llegado el momento
de p onerla al tanto.
Dreyfuss comenzó la narración desde la Comunidad de los
Testigo s del Tiempo y su misión, pasando por el descubri-
miento de Luis y Amanda y su trágica suerte. Lila fue com-
pletando algunos detalles, hasta que llegaron a estos últi-
mos días, momento en el que también intervino Gonzalo, fun-
damentalmente para narrar el encuentro en el Claro de la
Vida con Altheia. Lucrecia interrumpía de tanto en tanto,
pidiendo precisiones de tal o cual acontecimiento, pero por
lo general asentía con la cabeza, siguiendo la historia.
Les llevó varias pavas de mates y más de cinco horas poner-
la al tanto de todas las ci rcunstancias que los llevaron a

169
golpear esa mañana la puerta de su casa. Al final del rela-
to, los tres quedaron en silencio y Lucrecia parecía abru-
mada.
-¡In-cre-íble! –dijo por fin, saliendo de su estupor-
Francamente no sé qué decir. Es lo más asombroso que me han
contado alguna vez, y si yo misma no hubiera pasado por la
experiencia de esta mañana, difícilmente podría creerles.
-¿Se da cuenta, ahora, las dificultades por las que pa-
samos hoy al verla? –Dreyfuss agitaba sus manos frente a
sí- ¡No teníamos ni idea de qué ni cómo decirle todas estas
cosas!
-Por suerte Gonzalo no se dejó echar de su casa –
reprochó Lila en broma - ¡De lo contrario, a estas horas es-
taríamos pensando en secuestrarla para contarle todo!
-Es verdad. ¡No tengo palabras para expresarles mis dis-
culpas nuevamente! –aseguró Lucrecia, al tiempo que Gaspar
hacía un gesto como de que estaba todo olvidado- Lo que si-
go sin entender es qué se te ocurrió que pudiera hacer yo
en esta historia, Gonzalo. ¡Lo que te impulsó a incluirme
es un misterio! ¡Y no es que no te agradezca la oportunidad
de saber toda la verdad acerca de mi madre!
-En ese sentido, Lucrecia, usted sabe tanto como noso-
tros –explicó Gonzalo-. Altheia misma le dijo que ni si-
quiera nosotros sabemos aún cuál es su misión. De mi parte
fue sólo un impulso, como le dije, al ver que su madre la
mencionaba, y recordar que Gaspar no cree en las casualida-
des. Me pareció, además, que había un cierto agrado de Alt-
heia por tomar contacto con usted, y que tal vez hasta
hubiese algo que usted pudiese hacer y nosotros no.
-¿Y qué sería eso? –preguntó extrañada Lucrecia- ¿Qué
podría hacer yo que tú mismo, con esa piedra, no consigas?
-No se olvide, Lucrecia, que yo mismo hace una semana

170
atrás, estaba tan al margen de esta historia como lo estaba
usted esta mañana... –aclaró Gonzalo.
-Y, si vamos a creerle a Altheia, serán los hombres co-
munes, y no los cruzados de la ciencia, los que tendrán un
papel preponderante en este enfrentamiento –completó Drey-
fuss.
-¿Y qué sabe usted de la Plaza de Toros, Lucrecia? ¿Es-
tuvo allí? –quiso saber Lila.
-Ahora que lo dices, siempre le tuve una especial aver-
sión a ese lugar, Lila. De pequeña estuve varias veces cer-
ca, incluso ya de adolescente he ido con mis amigas a algu-
nas excursiones en bicicleta, pero nunca me he animado a
entrar. Incluso en esos años, cuando no estaba el alambra-
do. Ahora, por lo que sé, lo han cercado, pero la gente,
sobre todo los turistas, entran igual.
-¿Y tuvo noticias sobre los accidentes allí? –siguió Li-
la, obsesiva- ¿Supo cómo fue lo de mis padres?
-No, hija, lo siento –Lucrecia le tomó la mano a Lila-.
Las noticias de los diarios o la televisión las paso de
largo. ¡Es curioso! ¡Siempre pensé que la mejor manera de
no preocuparme era no estar enterada de nada, y ahora, de
golpe, me entero de tantas cosas! Tiene usted razón, Gas-
par, tal vez haya sido mejor así. Ahora sé, aunque no sé
qué hacer con lo que sé, pero antes... ¡hubiera sido sólo
una vieja pieza de un rompecabezas sin saber donde encajar!
–los miró a los tres- Ahora, por lo menos, sé donde encajo.
-¡Muy bien, señor! –dijo Dreyfuss, tomando del hombro a
Gonzalo - Ya tenemos, espero, la última pieza de este rompe-
cabezas. ¿Qué será lo que tenemos para armar?
-¡Buena pregunta, Gaspar! –exclamó Gonzalo, pensativo.
-¡Y yo tengo otra! -cortó Lila- ¿Es que acaso todos esos
mates no les dieron hambre? ¡A mí sí!

171
Se puso a preparar la mesa, ayudada por Lucrecia, quien
le preguntaba a cada momento dónde estaba esto o aquel lo,
para ayudarla más eficientemente. Mientras las mujeres
aprontaban todo, Gonzalo palmeó al doctor y le hizo señas
de que lo siguiera hasta el living.
-Debo hacer algo esta noche –dijo Gonzalo, por lo bajo,
al tiempo que ambos se sentaban en la cama.
-¿Qué es lo que me estás por preguntar, muchacho? –
exclamó Dreyfuss, divertido - ¿Acaso Lila y vos no...?
-Es en serio, Gaspar. Necesito encontrarme con Altheia –
el doctor cambió su expresión-. Voy a ir a la escalera de
la s oga.
-¿Pero acaso Altheia no te dijo que la buscaras en tus
sueños? –preguntó Dreyfuss, preocupado- ¿Para qué adentrar-
te allí de n oche?
-¡Es que necesitamos una respuesta cuánto antes, Gaspar!
No puedo arriesgarme a dormir y sólo intentar soñar con
ella. Sé que debemos confiar, pero si no puedo comunicarme
con ella, será un tiempo valioso el que perdamos, lo pre-
siento. No va a pasar nada, pero quiero pedirle que después
de comer, me cubra el tiempo suficiente como para irme, y
sólo después explíquele a Lila. ¿Me hará ese favor, Gaspar?
-¡Desde luego, Gonzalo! ¿Pero estás seguro de hacer lo
correcto?
Gonzalo asintió en silencio.
-¡La mesa está servida! –gritó Lila desde la cocina.
Gonzalo y Dreyfuss se levantaron y fueron a comer. Durante
la cena charlaron amigablemente, aunque a Gonzalo se lo no-
taba un poco distante. Lila lo miraba de vez en cuando, de
reojo. Lucrecia fue quien tuvo que responder la mayor can-
tidad de preguntas. Así, para cuando terminaron de comer,
los demás se habían enterado de que tenía un hermano de

172
crianza, que sus padres adoptivos se habían muerto hace ya
algún tiempo, que Lucrecia se casó a los 24 años con un jo-
ven arquitecto de Montevideo, que durante un tiempo estu-
vieron yendo y viniendo de ciudad en ciudad por razones de
trabajo hasta que nació Teresa, su primera hija, y decidie-
ron quedarse a vivir en Colonia en uno de los departamentos
de sus padres, que tuvieron tres hijos más, que a su vez le
dieron en total siete nietos, que por una enfermedad fulmi-
nante Fernando, su marido, murió el año pas ado, que sus
hijos, que estaban desperdigados por todo el departamento
de Colonia venían a visitarla ahora más seguido y, a veces,
le ofrecían que ella se fuera a vivir con ellos, oferta que
Lucrecia agradecía pero rechazaba sistemáticamente pues le
gustaba tener su propia casa, y que esperaba ser una buena
compañía en la convivencia, ya que se estaba aco stumbrando
a vivir sola, y eso era perjudicial cuando uno tiene que
compartir. La cena, gracias a todas las preguntas y res-
puestas, se prolongó un par de horas, hasta que finalmente
Gonzalo se l evantó, tomó un cigarrillo y lo prendió.
-Voy a caminar un poco, Lila –le dijo, antes de besarla
en los labios levemente-. Necesito pensar un poco.
-¿No querés que te acompañe? –preguntó ella, extrañada.
Gonzalo no contestó, mientras se iba. Lila miró a su abue-
lo, sumamente sorprendida.
-Hay veces que uno necesita estar solo –respondió Drey-
fuss, conciliador -. ¿Pero por qué no tomamos unos mates y
seguimos cha rlando?
-¡Esta vez los hago yo! –dijo Lucrecia, solícita, al
tiempo que se levantaba. Lila no dejó de mirar a su abuelo,
a quien le costaba mantenerle la mirada.
-¿Adónde fue, abuelo? –preguntó por fin Lila, decidida-
¿Al Sendero, a Bahía Tranquilidad? ¿Le diste las llaves del

173
carrito?
-A la escalera de la soga, Lila –respondió Dreyfuss,
vencido, bajando la mirada-. ¿Cómo lo supiste?
-¡Te conozco, Gaspar Dreyfuss! ¿O acaso olvidás que soy
hija de tu hija? ¡Quiero las llaves del carrito ya!
Dreyfuss puso la mano en su bolsillo y se las dio. Lila
salió corriendo hacia la calle dando un portazo. Dreyfuss
miró a Lucrecia, se encogió de hombros y arqueó las cejas.
-¡No me lo diga usted a mí, Gaspar –dijo Lucrecia
divertida-, que yo tengo siete de esos adorables monstruos
de nietos! ¿Acaso lo olvidó?
Lila subió rápidamente al carrito de golf, y enfiló por
el camino que habían hecho el día anterior. Apenas dos cua-
dras después, por la misma avenida Roosevelt, encontró a
Gonzalo, quien caminaba distraído. Sin pensarlo dos veces,
Lila maniobró el carrito hacia la vereda, y lo estacionó
delante de las narices del muchacho.
-¡Escuchame bien lo que te voy a decir, Gonzalo –gritó
furiosa, bajándose rápidamente del vehículo-, porque es la
última vez que te lo digo! ¡No tengo ni quiero tener dere-
chos de propiedad sobre tu persona, pero te amo! Y eso sig-
nifica que tenemos que confiar el uno en el otro. ¡Ya esta
historia es bastante complicada, para que encima tenga que
preocuparme cuando no me decís qué vas a hacer o dónde vas!
–Lila gesticulaba amenazant e- Así que esto es lo que quiero
que hagas: si vas a hacer algo, quiero que me lo digas. Si
vas a correr algún riesgo y creés que es mejor que lo hagas
sólo, quiero estar enterada. ¡y que seas vos el que me lo
diga! ¿Entendido? –Lila levantaba ya sus manos , gesticulan-
do. Su última palabra fue acompañada por su dedo índice pe-
gando contra el pecho de Gonzalo, que la miraba en silen-
cio.

174
-¡Sí, señora! ¡Tiene usted razón, señora! –Gonzalo se
puso firme, le hizo la venia, tratando de romper el hielo-
¡Disculpa me, amor! De verdad lo siento. ¡Lo único que que-
ría era que no te preocuparas!
-¡Pero lo único que lográs así es que me preocupe más,
tontito! –Lila ya estaba más calmada. Se enredó en sus bra-
zos- ¡Y ahora andá, ya sé lo que vas a hacer! ¡Por lo me-
nos, si estoy al tanto, te puedo despedir! ¡Mandale saludos
a Altheia! –lo besó apasionadamente. Se subió otra vez al
vehículo y se fue, mientras Gonzalo la miraba alejarse.
-¡Qué mujer! –fue lo único que le salió, al tiempo que
volvía a ponerse en marcha.
Lila dejó estacionado el carrito en su lugar. Caminó rá-
pido los metros que la separaban de la casa. Entró en ella
y se acercó a la cocina. Dreyfuss y Lucrecia tomaban mate
en sile ncio.
-¡Y vos, y vos! –le dijo al doctor entre colérica y
divertida- ¿Qué se puede decir de un abuelo que traiciona a
su nieta? ¿Cómo es posible que te pongas de su parte? -Lila
se aproximó por detrás, lo abrazó y le restregó el cabello-
¡Te deberían echar del club de abuelos, deshonrosamente!
-¡Si cada vez que un abuelo se equivoca hicieran eso,
Lila –dijo Lucrecia, mientras que Lila se sentaba-, no que-
daría ningún miembro activo! –los tres rieron más distendi-
dos.
No fue sino hasta después de un rato que decidieron irse
a acostar. El doctor sacó primero algunas ropas y artículos
personales de su pieza, dio las buenas noches y se fue a su
cama en el living. Lucrecia hizo lo propio, dándole un beso
a Lila. Ésta se quedó unos minutos más en la cocina. Des-
pués se fue hasta la pieza, lentamente. Se desvistió y fue
hasta el arm ario, donde buscó el bolso de Gonzalo, al que

175
acarició. Por fin se acostó, apagó la luz, y antes de arre-
bujarse bien, exclamó:
-¡Buenas noches, mi amor! ¡Que todo salga bien!
A oscuras, apretó entre sus brazos la almohada y cerró
los ojos.

176
OCHO

Gonzalo llegó a la escalera de la soga, y la bajó


trabajosamente. Como la otra noche, cuando volvió del
Claro, se veía poco allí abajo. Tomó la piedra -esponja de
su bolsillo y la apretó fuertemente.
-Quiero que me lleves al Claro de la Vida –le susurró a
la piedra en su puño. Como la otra vez, comenzó a abrirse
la espesura. En su mano cerrada brilló una luz. Separó un
poco los dedos para que esa luz salga e ilumine su camino.
Le tomó más tiempo llegar esta vez. La piedra -esponja ilu-
minaba, pero la quietud y la oscuridad de la noche cerrada
provocaron que se mueva con cuidado.
Al cabo de un tiempo llegó al Claro. Nuevamente la nie-
bla se espesó alrededor, pero Gonzalo supo que no hacía
falta, que le era imposible de todas maneras ver más allá.
Lentamente, en el otro extremo, comenzaron a levantarse
desde el piso la mesa y los banquitos de piedra. Caminó de-
cididamente hasta ellos, se sentó en el banco y depositó la
piedra en la mesa, que iluminó todo el lugar, reemplazando
a la luna oculta. Estuvo lo que le parecieron algunos minu-

177
tos en silencio, esperando, hasta que por fin, detrás suyo,
se escuchó la voz de Altheia.
-Supuse que nos comunicaríamos pronto, Gonzalo –dijo
acercándose y sentándose en el otro banco -, aunque creí que
lo haríamos en sus sueños.
-Disculpe, pero temí algún problema ¨de conexión¨ -
sonrió él -. Preferí verla, espero que no lo tome a mal.
-Ningún problema. ¿En qué puedo ayudarle?
-Necesitamos saber qué hacer –Gonzalo vio que Altheia
iba a interrumpirlo, por lo que levantó sus manos y se apu-
ró a continuar-. Ya sé que la decisión es nuestra, y que no
puede decirme todo, lo sé. Pero usted se ofreció la otra
vez a darme respuestas, y tal vez esas respuestas puedan
darme una orie ntación que nos sirva para seguir adelante.
-Prosiga...
-Mi primera sensación luego de encontrarnos con su hija
fue de tranquilidad. Tranquilidad de saber que estábamos
haciendo lo correcto. Tranquilidad porque tuvo usted la de-
ferencia de acercarse a Lila, y sacarle sus dudas. Tranqui-
lidad porque pudo por fin comunicarse con su hija, cosa que
también agradezco, para explicarle sin sombra de dudas co-
sas que tal vez hubiéramos demorado horrores en lograr que
entienda. Sentí que el círculo finalmente se estaba cerran-
do, y con la inclusión de Lucrecia estábamos haciendo nacer
el grupo final para encarar la tarea. Mientras venía hacia
acá, a pesar de que sabía que íbamos a encontrarnos usted y
yo antes de seguir adelante, me surgió la duda acerca de
qué preguntarle. Lila me abrió los ojos para no pedir más
de lo que se nos da, para poder equivocarnos si no hay al-
ternativa, pero sin abandonar nuestro destino. Estoy abso-
lutamente de acuerdo, pero sigo creyendo que las casualida-
des no existen, como dice Gaspar, a pesar de que los cien-

178
tíficos y matemáticos realicen estudios y analicen las con-
secuencias de las que llaman ¨casualidades cíclicas¨, eso a
mí no me va. ¨Dios no juega a los dados¨, como diría Eins-
tein...
-En realidad, no es que no juegue –interrumpió sonriendo
Altheia-, sino que lo hace muy mal...
-A lo que me refiero es a que fue usted la que se acercó
a mí, en primer lugar, y no creo que sólo lo haya hecho pa-
ra contactarnos con su hija, por lo que debe haber algo
más. De manera que si, como usted dijo, estoy aquí para ob-
tener respuestas, eso es precisamente lo que vengo a bus-
car.
-Usted estuvo aquí, el otro día, para obtener respues-
tas, Go nzalo.
-¿Quiere decir que hoy ya no puedo preguntar? –le con-
testó él, sintiéndose engañado.
-Exactamente. ¡Pero no se desilusione! Usted no puede
preguntar, pero yo puedo contestar.
-No entiendo.
-No es difícil darse cuenta de las dudas que lo atormen-
tan, Gonzalo. Pero hoy sabe usted más que hace tres días, y
muchísimo más que hace diez. Y saber más implica tener más
dudas. Cuanto más respuestas se tienen, más preguntas se
generan. Y eso, Gonzalo es lo que no puedo negociar. Lo que
sí puedo es orientar las dudas que ya tenía para darle un
panorama de lo que les espera. ¿Está de acuerdo? –Gonzalo
asintió - De esa manera su libre albedrío seguirá intacto y
podrá decidir según prefiera.
-La escucho, Altheia.
-Bien. La última vez le dije que usted sería nuestro ca-
ballero en esta disputa. Puede negarse, por supuesto, pero
a esta altura estoy segura de que no la hará. Pero no ter-

179
minamos nuestra charla al respecto. Si usted decide enfren-
tar al mal, debe saber algunas cosas antes. ¿Lo hará, Gon-
zalo, se enfrentará a él? ¡De su respuesta depende la con-
tinuación de esta charla!
-Lo haré –dijo Gonzalo sin pensarlo-. ¡Hay demasiadas
cosas en juego!
-Coincido con eso –Altheia dio un golpe de puño a la me-
sa con su mano derecha.
De repente, la piedra-esponja saltó hacia el bolsillo de
Gonzalo, apagándose. El cielo se iluminó de un celeste glo-
rioso, y la niebla se apretó más, protegiéndolos. La luz,
diáfana, bañó la túnica de Altheia, confiriéndole una be-
lleza mad ura y colosal, como de diosa griega. En la mesa de
piedra se materializó un vaso, más bien, un tazón de madera
frente a Gonzalo.
-¡Bébalo! -ordenó Altheia.
Gonzalo tomó el tazón, y al acercarlo a sus labios un
olor dulzón como de miel lo invadió. Bebió a grandes sor-
bos, y sintió cómo un calor magnético recorría todo su
cuerpo. Sintió la piedra-esponja más pesada en su bolsillo.
Cuando terminó, dejó el tazón en la mesa con un golpe seco.
El tazón se rompió en mil p edazos y desapareció.
-Lo que acaba de tomar –dijo Altheia sin prestar aten-
ción a lo que Gonzalo contemplaba, mejor dicho, que ya no
contemplaba maravillado-, es una poción protectora. No le
da más fuerzas, no le da más sabiduría, no le da más áni-
mos. Sólo lo protege a usted y a los que estén con usted
del ataque traicionero del mal. Tendrá efecto sólo si per-
manecen juntos, y sólo lo protegerá de los ataques físicos.
-¿Sólo de los ataques físicos? ¿Qué significa eso?
-Hay muchas formas en las que el mal puede hacerse pre-
sente. Pero con la poción podrá desplazarse entre él sin

180
peligro a ser atacado.
-O sea que puedo ir, por ejemplo, a la Plaza de Toros...
–entendió Gonzalo.
-Y no le pasará nada –completó Altheia-, al menos por
ahora. ¿No es eso, acaso, lo que quería hacer?
-Definitivamente. Pero no estaba seguro si podía hacer-
lo, en sus términos, Altheia. ¿Qué tal si iba a la Plaza
antes de estar preparado y el mal interpretaba con eso que
el enfrentamiento comenzaba?
-Pues ahora –repitió Altheia- puede hacerlo.

Cuando Lila se levantó esa mañana, vio con desazón que


Gonzalo aún no había vuelto. Consultó su reloj: eran las
nueve. Se vistió rápidamente y fue a la cocina. Allí ya es-
taba Dreyfuss, refunfuñando.
-¿Por qué esa cara? –preguntó Lila.
-¡Hace una hora que me levanté y aún no pude ir al baño!
–se exasperó por lo bajo el doctor- ¡O construimos otro ba-
ño, o ponemos un horario en la pared! ¡Te digo Lila que es-
ta señora me va a sacar canas verdes!
-¡Bueno, bueno! –sonrió Lila, y cambiando de tono,
preocupada- ¿Alguna noticia de Gonzalo?
-Ninguna, hija –Dreyfuss negó con la cabeza, e inmedia-
tamente trató de sonar convincente- .¡Pero no te preocupes!
Todo va a salir bien.
-¿En verdad lo creés, abue?
-De algo estoy bastante seguro. A juzgar por el poco
tiempo que estuvo Gonzalo el otro día con Altheia, y la
cantidad de horas que tardó en volver, parecería que el
tiempo en el Claro de la Vida se manifiesta en forma pare-
cida al de Bahía Tranquilidad. O sea que si Gonzalo espera-
ba tener una conversación un tanto más larga, lo más proba-

181
ble es que recién vuelva esta noche, o quizás mañana.
-¿Y qué vamos a hacer hasta que vuelva? –preguntó Lila,
angustiada. La idea de no saber si Gonzalo estaba bien has-
ta el día siguiente no le gustaba nada.
-Lo que creo que debemos hacer es acondicionar el equipo
y estar preparados. Tengo la sensación de que cuando Gonza-
lo vuelva vamos a tener mucho que hacer, pero para ser úti-
les también vamos a estar conectados vía internet con la
gente de la Comunidad en Washington, para observar por sa-
télite si hay algún cambio que nos pueda servir en cuanto a
las condiciones climáticas, atmosféricas, todo. Tal vez
pueda darnos una pista para más adelante.
-¿Podés hacer eso? –preguntó sorprendida Lila- ¿Entonces
por qué me pediste que te traiga el informe orográfico des-
de Buenos Aires?
-¡Por el absurdo formalismo de las reglas de la Comuni-
dad, por supuesto! Esa es una de las cosas que pienso char-
lar a mi regreso, si es que hay regreso de este viaje. ¡Pe-
ro ahora no hay tiempo para seguir las reglas de protocolo
de la Comunidad! Tenemos que estar atentos para saber si
hay anomalías que nos puedan orientar. Eso es lo mejor que
podemos hacer hasta que Gonzalo vuelva –repitió Dreyfuss,
acariciando los cabellos de su nieta.
-¡Buenos días a todos! –dijo Lucrecia entrando a la co-
cina- ¡He dormido fantásticamente bien! ¿Qué tal, Lila, hay
novedades de Gonzalo?
El doctor Dreyfuss salió corriendo al baño.

-Debe saber dos cosas acerca del mal, Gonzalo: no puede


subestimarlo y no debe sobredimensionarlo –Altheia apoyó
sus brazos sobre la mesa y acercó su rostro al de él-. Si
lo subestima corre el riesgo de que cualquier pequeño ata-

182
que que el mal lance para probarlo pueda dañarlo. Si lo so-
bredimensiona, definitivamente cualquier ataque que el mal
lance lo dañará. Verá usted: el mal, como sabrá, es una es-
cisión del bien. Cuando Dios expulsó al diablo, éste estaba
por debajo del Creador. Y debe seguir estándolo. Suponer
que Dios y su Ángel descarriado están a la misma altura,
sólo le da un status superior del que debería al mal, por
lo que sólo consigue aume ntar sus fuerzas. No. El mal está
por debajo del bien...
-¡Sólo que el mal tiene mejor prensa! –completó sonrien-
do Gonzalo.
-¡No es cosa de risa! –apercibió Altheia- No es así, en
todo caso. Tal vez es que el mal tiene más prensa, que de
todas man eras no es lo mismo. Es cierto que una tragedia
vende más diarios que un final feliz, pero eso se debe a
que el mal interfiere con quienes hace sus adeptos. Los do-
mina y conquista, pero justamente por eso el final feliz es
más apetecible, porque no obliga, sino que sugiere. Como le
decía, debe tener bien presente que el mal está por debajo
del bien, para sobreponerse a él. Debe creer. DEBE CREER,
pero a pesar de eso, no debe subestimar al mal. Nunca sabe-
mos en que forma atacará, como le decía antes, ni sabemos
qué medio usará para seducirlo. Mientras la manera que us-
ted tiene para ganar es una sola, las formas que tiene el
mal para derrotarlo son muchas: puede convencerlo de que se
pase a sus filas, puede confundirlo y evitar que actúe,
puede acobardarlo o puede destruirlo. Y nunca sabemos cuál
de todas utilizará cada vez. ¡Debe estar preparado para to-
do, Gonzalo!
-¿Cuánto tiempo nos queda para el enfrentamiento y dónde
será?
-Recibirá cuatro señales claras del mal. El tiempo puede

183
variar entre ellas, pero junto con la última señal, se le
marcará el lugar del enfrentamiento. Allí y en ese momento
deberá acudir.
-¿Mientras tanto...? –Gonzalo hizo un gesto con su mano.
-Mientras tanto usted podrá hacer lo que desee. No creo
que tenga demasiado tiempo para especular, después de todo,
pero no existe una forma especial de prepararse para este
encuentro. Lo único que puedo decirle al respecto es que
confíe en usted, que sea usted mismo. Lamentablemente, esto
ya se dijo antes. Otros Guías, antes que yo, le han dicho,
palabras más, palabras menos, lo mismo a otros contendien-
tes antes que usted. Los resultados, como usted sabe, han
sido variados.

Pasadas las seis de la tarde, se habían turnado para


echarle un ojo a la computadora y ver qué anomalías podían
producirse en el lugar. En ese momento, Lila y Gaspar esta-
ban ordenando el equipo en el galponcito, cuando Lucrecia
se acer có a ellos.
-¡Gaspar! –dijo, apurada- ¡Debe venir a ver esto! ¡La
computadora está marcando algo diferente, pero no tengo
idea de lo que puede ser!
Lila y Gaspar se miraron. Corrieron detrás de Lucrecia.
Cuando llegaron al living, en la computadora se movían va-
rias secuencias de mapas satelitales.
-De repente empezó a aparecer ésto. Debajo de los mapas,
en otra ventana, aparecieron unos datos escritos que no en-
tiendo –explicó Lucrecia.
Lila se sentó frente a la computadora. Minimizó los ma-
pas y fue derecho a la otra ventana.
-Son pronósticos meteorológicos, abuelo –concluyó des-
pués, al tiempo que volvía a abrir la ventana de los mapas-

184
. Según el reporte, se espera una ola de frío polar inusual
para las próximas horas.
-¿Qué significará esto? –preguntó desconcertado Drey-
fuss.

-Sólo una cosa más, Altheia –quiso saber Gonzalo- ¿Será


humano quien me enfrente? ¿Qué debo esperar de su forma? –
Altheia leva ntó la vista.
-No me está permitido decírtelo, Gonzalo, aunque tal vez
le sirva saber cuáles son las formas de la bestia –replicó,
enigmática. Se levantó, como la otra vez, dando por termi-
nada la charla-. Esta no es la última vez que nos vemos,
pero deje que sea yo la que lo contacte la próxima. Este
Claro le está ved ado de ahora en adelante, hasta que todo
esto termine, así que no se moleste en buscarlo. No se pre-
ocupe, yo lo encontraré –caminó para desaparecer entre la
niebla, que nuevamente se abría a su paso. Dio media vuel-
ta-. ¡Adiós, Portador de la Piedra, y gracias por reencon-
trarme co n mi hija!
Gonzalo se quedó solo, y se levantó antes de que la mesa
y los bancos de piedra se desvanecieran nuevamente. Se hizo
de noche, otra vez. El cambio brusco de iluminación lo cegó
por un momento. Otra vez la niebla lo rodeó, se despejó, y
lo depositó a la bajada de la escalera de la soga. Subió
otra vez a la avenida Costanera, al ritual de la bocanada
de aire fresco. Tomó la piedra-esponja de su bolsillo, que
le seguía pareciendo más pesada a pesar de mantener su ta-
maño, y la volvió a guardar. Se sentía extrañamente descan-
sado, aunque comenzó a sentir hambre. Cuando se puso lenta-
mente en marcha, la noche comenzó a esfumarse, y la primera
claridad de la mañana lo acompañó.

185
NUEVE

Abrió la puerta de calle despacito, sin hacer ruido. Su-


puso que todos estarían dormidos aún. No tenía idea de la
hora, pero parecían algo así como las siete de la mañana.
¨Seguro que Gaspar ya está desayunando, por lo menos¨, pen-
só, al ver la cama del living vacía. Cuando pasó al lado de
la mesita ratona, vio la notebook encendida, con extrañas
imágenes satelitales y un montón de datos que fluían. No
entendió, así que siguió hasta la cocina. En efecto, Gaspar
desayunaba ya, y no pudo evitar lanzar un grito de júbilo
al ver a Gonzalo.
-¡Muchacho! ¡Al fin! –dijo mientras lo abrazaba. Por fin
lo soltó y lo palmeó en el hombro.
Lila, al escuchar a su abuelo, se despertó y salió co-
rriendo de la pieza, descalza y con una remera de Gonzalo
puesta, y se abalanzó sobre él, saltando y abrazándolo con
sus piernas a la espalda del joven, al tiempo que Gonzalo
la sujetaba por la cad era. Lila, colgada de su cuello, lo
besó largamente.
-¡No cuentes dinero delante de los pobres, hija! –rió

186
Dreyfuss.
-¡Por lo visto, y por el barullo, parece que volvió Gon-
zalo! –dijo Lucrecia, desde la arcada de la cocina, envuel-
ta en una bata - ¡Bienvenido! –Gonzalo seguía besándose con
Lila. Lucrecia se sentó al lado del doctor, comentándole –
No creo que me haya escuchado, ¿no cree, Gaspar?
Ambos rieron, contemplando el espectáculo.
-¡Bueno, bueno! –exclamó Dreyfuss- ¡Ya está bien, Lila!
Ya está sano y salvo. Gonzalo, vení, sentate a desayunar, y
vos impúdica –señaló en broma a Lila-, andá a ponerte algo
más decente.
Gonzalo fue antes que nada al baño, a higienizarse un
poco. Cuando volvió, Lila ya estaba sentada en la mesa, es-
perándolo. Se había puesto un jogging y un pulóver.
-Con la otra ropa me gustabas un un poquito más –le dijo
al oído, para luego besarla-. ¡En fin! Trabajo, siempre
trabajo –acotó riendo Gonzalo-. Para empezar, ajustemos re-
lojes. Son las... –miró el reloj de la pared- siete y me-
dia. Muy bien –dijo mientras arreglaba el suyo-. Ahora co-
mamos. ¡Tengo tanta hambre como si no hubiese comido en una
semana!
-Lo que no es extraño, Gonzalo, si no comiste en todo
este tiempo –acotó Dreyfuss.
-Pero es extraño si uno piensa que lo hace constantemen-
te. A propósito, Gaspar, debo decirle que no me acostumbro
a estos cambios de tiempo. Me pareció estar hablando varias
horas, pero no tantas como parecen haber transcurrido afue-
ra... –comentó como al pasar Gonzalo.
-Perdón, pero me perdí –dijo Lucrecia, levantando cándi-
damente la mano-. ¿Qué es lo que uno hace constantemente?
-¡Pues, comer a la noche y no volver a comer hasta la
mañana siguiente, Lucrecia! –respondió Gonzalo, extrañado.

187
-¿Cuántas... cuántas horas pensás que pasaron desde que
te fuiste, Gonzalo? –preguntó confundida Lila.
-Me habré ido, más o menos, a las diez de la noche. Vol-
ví a eso de las siete –Gonzalo sacaba cuentas-, así que
son, ve amos, nueve horas, aproximadamente.
-¡Tenés razón cuando decís que no terminás de acostum-
brarte a los cambios de tiempo, muchacho! –rió Dreyfuss-
¡Querrás decir que estuviste fuera UN DÍA más nueve horas.
Treinta y tres horas –hizo la típica seña con la mano, tor-
ciendo hacia un lado la palma y después hacia el otro-,
aproximadamente, claro.
-¿Treinta y tres horas? –Gonzalo se agarró la cabeza-
Eso sí que no me lo esperaba... ¡Ahora entiendo tu recibi-
miento, Lila!
-¿Y qué, tonto, no te puedo recibir bien acaso? –
respondió Lila, haciéndose la ofendida.
-¡Claro que sí, pero no me pareció que fuera para tanto
irme apenas nueve horas! –se alisó el cabello, confundido-
¡Treinta y tres horas! Todavía no lo creo.
-Pues más vale que empieces a creerlo –apuró Dreyfuss-,
porque así fue. ¡Y ya vamos, que es hora de contar todo lo
que tengas para ser contado!
El desayuno así, entrecortado por la novedades que había
logrado averiguar Gonzalo, se prolongó por casi dos horas.
Gonzalo contaba y comía. Las medialunas se acabaron y
siguieron algunos panes perdidos de comidas anteriores. El
café dio paso a los mates. Gonzalo engullía y relataba. Los
demás aco mpañaban azorados, siguiendo la rueda de mates.
Cuando finalmente Gonzalo terminó de relatar todo lo su-
cedido, se hizo un silencio expectante mientras los otros
digerían lo que habían escuchado, y Gonzalo seguía digi-
riendo todo lo que estaba a su alcance.

188
-¿La piedra es en verdad más pesada, Gonzalo? –preguntó
por fin Lila, metiendo la mano en el bolsillo de él. La sa-
có y la sostuvo entre sus manos- A mí me parece que pesa lo
mismo.
-No lo sé, Lila –respondió Gonzalo-. Es lo que siento
después de haber tomado la poción. ¿Será que amplía la ca-
pacidad de la piedra, Gaspar?
-¡Por lo que estoy viendo, debe haber ampliado la capa-
cidad de tu estómago, Gonzalo! –contestó riendo Dreyfuss-
Tal vez, pero para dictaminarlo deberíamos hacer alguna
prueba...
-¡Ni lo piense doctor! –replicó Lila, alerta - ¡Ni si-
quiera se te ocurra! Acordate que lo prometiste, abuelo.
¡No más pruebas que impliquen riesgos innecesarios!
Como vio la cara de Lucrecia de no saber de qué estaba
hablando, Lila le contó la locura de su abuelo al cortarse
las venas.
-¡Eso fue muy extremo, Gaspar! –se horrorizó Lucrecia-
Realmente muy extremo.
-Ya lo sé, ya lo sé. ¿Cuántas veces debo disculparme? –
se molestó Dreyfuss- En realidad no se me había ocurrido
nada de eso, Lila. La verdad es que no se me ocurrió nada y
punto. Simplemente estaba esbozando la idea de saber qué
cosas puede hacer la piedra ahora, para saberlas antes de
ir a la Plaza de Toros, eso es t odo.
-¡Un momento –dijo Gonzalo al tiempo que atacaba el úl-
timo pedacito de pan que había quedado en la mesa- ¡Quiero
saber qué pasó aquí en estas horas!
-Parte de lo que pasó es que una personita andaba llori-
queando por los rincones –acotó en broma Dreyfuss, mientras
Lila le peg aba en el hombro suavemente-, y parte de lo que
también pasó ya lo viste en la computadora cuando entraste,

189
Gonzalo.
-De manera que se dio cuenta. ¡Y después dice que la
capacidad de observación en su familia la tienen las
mujeres! –exclamó Gonzalo, divertido.
-La capacidad especial sí –contestó Dreyfuss, agrandado-
, pero la capacidad científica la poseemos quienes tenemos
años en la materia.
-Descubrimos que se está formando en esta área una ola
de frío polar –dijo Lila-. No sabíamos si esto podía tener
interés para nosotros, pero ahora tal vez podamos decir que
ésta es una de las cuatro señales.
-Es probable –sopesó Gonzalo-. Pero lo que no quiero es
persecutearme con todas las cosas inusuales que pueden lle-
gar a pasar. ¡Persecutearme significa estar demasiado pen-
diente, Lucrecia! –rió- En argentino básico moderno.
-¡Estaba tratando de deducir lo que querías decir, gra-
cias! –rió también Lucrecia- Pero tú no te preocupes, y si
quieres, haz algo por mí. ¡Sigue hablando así y pronto voy
a entenderlos perfectamente!
Todos rieron.
-De todas maneras, Gonzalo, tenés que admitir que estar
al tanto puede darnos alguna ventaja –advirtió el doctor.
-No, por supuesto –contestó Gonzalo-. Lo que quiero de-
cir es que estemos atentos. Puede ser exactamente ese el
fenómeno que dé comienzo a las cuatro señales o puede ser
otro más notorio aún, tal vez sí, derivado de éste. ¿Me en-
tiende?
-¡Perfectamente, hijo! –replicó Dreyfuss- Y por cierto,
estamos preparados para partir en cuanto hagas la diges-
tión.
-¿Estás seguro de que no querés dormir un rato antes de
salir? –preguntó Lila, acariciándolo.

190
-No. Estoy seguro. En verdad, sólo tenía hambre, pero
parece que con el sueño no tengo ningún apuro –contestó
Gonzalo, pensativo-. ¡Son extraños los efectos de estos
cambios de tiempo!
-¡Ni que lo digas, Gonzalo! –acotó el doctor - Estuviste
expuesto a ellos más tiempo que ningún mortal lo ha estado.
Excepto, claro –la miró a Lucrecia-, Altheia y los suyos,
que ya están en otra categoría.
-¿No te dijo nada para mí, mi madre? –preguntó nostálgica
Lucrecia.
-No, lo siento.
-¿Nada, ni siquiera una pista acerca de lo que espera de
mí?
-Como ya le dije, sólo me agradeció el haberla
reencontrado. Lo demás, como el resto de lo que sigue,
debemos averiguarlo nosotros, supongo –respondió Gonzalo.
-¿Podemos, entonces, levantar campamento, damas y caba-
llero? –preguntó Dreyfuss levantándose- Tenemos que reali-
zar algunas pruebas antes de encontrarnos con el mal en su
propia casa, y más vale que empecemos cuanto antes.
Todos comenzaron a despejar la mesa y dejaron, ese día
como antes, los trastos en la pileta. Se tomaron un rato
más para ponerse la vestimenta adecuada. El doctor encontró
entre sus cosas otro equipo de zapatillas, pantalones y
chaleco apto para que pueda ponérselo Lucrecia. Cuando fi-
nalmente estuvieron listos, salieron de la casa.

Las nubes lucían ya realmente amenazadoras. Por algunas


ventanitas que aún no se habían terminado de cerrar, entre
los nubarrones, aislados rayos de sol mañanero luchaban por
mostrarse, empeñosos y tercos. Comenzó a soplar un viento
más fuerte, y ahí sí el sol desistió en su intento. Un man-

191
to de nubes grises y cargadas lo cubría todo, entristecien-
do el paisaje. Decidieron volver para buscar sendas campe-
ras de abrigo pertrechadas por el doctor. Ahora sí, bien
abrigados, emprendieron la marcha. Llegaron al carrito de
golf y se acomodaron en él: Gonzalo con Lila atrás, Drey-
fuss al volante y a su lado Lucrecia. Cuando se pusieron en
marcha, Gonzalo refunfuñó.
-¡Es cierto que no contamina, Gaspar! –dijo, a los gri-
tos. El viento ya era muy fuerte -, pero es casi lo mismo
que andar en m oto en invierno!
Ya estaban a punto de llegar a la avenida Artigas, y el
doctor clavó los frenos.
-¡Eso es muchacho! –dijo Dreyfuss dándose vuelta- No ne-
cesitamos más prueba que ésta.
-El ataque traicionero del mal... -recitó Gonzalo- ¡Bien
pensado, Gaspar!
-¡Claro! –exclamó Lila- Si este viento tiene tan siquie-
ra una mínima relación con las señales del mal, la pócima
debería prot egernos de él.
-¡Dos pájaros de un solo tiro! –agregó Lucrecia- Apren-
des a usar los nuevos poderes de la piedra y confirmas si
ésta es una señal del mal.
-Hay algo que ya sabemos, por lo pronto –dijo Dreyfuss-.
Si efectivamente ésta es una señal del mal, la poción no
nos protege por sí sola. Eso quiere decir...
-Que tal vez el peso extra de la piedra-esponja sea esta
nueva responsabilidad, que hay que pedirle a la piedra pro-
tección –completó Gonzalo.
-Exacto –Dreyfuss lo señaló con el dedo índice de su ma-
no i zquierda.
-De acuerdo, entonces –exclamó Gonzalo al tiempo que sa-
caba la piedra de su bolsillo-. Me gustaría, piedra, que me

192
protejas, a mí y a mis amigos, contra los embates de esta
señal del mal.
La piedra brilló por algunos instantes y luego se apagó
en su mano, al tiempo que cesó el viento para ellos. Alre-
dedor, las hojas de los árboles se agitaban como antes.
-¿Te acordás de las Burbujas, Gonzalo? –preguntó gritan-
do Dreyfuss- ¡Estamos adentro de una de ellas!
Lila se apeó del carrito, y comenzó a caminar por la
vereda.
-¿Qué hacés, Lila? –preguntó el doctor.
-Un experimento, señor científico –dijo riendo-. Quiero
saber hasta qué distancia nos protege la poción.
-Bien pensado, hija –asintió Dreyfuss con la cabeza.
Lila se separó de Gonzalo un paso, dos pasos, tres.
Cuando comenzó a dar el cuarto, su pie se sacudió con el
viento. Al darlo completo, ya estaba fuera de la protección
de la burbuja. Volvió corriendo, restregándose los hombros.
-No debemos alejarnos más de dos metros –concluyó Drey-
fuss-. Después puede comenzar el peligro.
Lucrecia se levantó de su asiento, sintiendo el repenti-
no impulso de repetir el experimento de Lila. Caminó uno,
dos, tres, ¡cuatro! pasos, y ante la mirada atónita de los
otros, siguió caminando. Se alejó veinte metros. Cruzó la
calle. Vo lvió a cruzar.
Nada. Ni una brisa tocaba sus cabellos. Volvió al carrito,
y se sentó en su lugar.
-¡Es fantástico! –se admiró Gonzalo- ¿Por qué lo hizo,
Lucrecia?
-No lo sé. Simplemente sentí el impulso –respondió ella.
-¿Qué pensás que pasó, abuelo? –preguntó Lila a Drey-
fuss, que se apretaba los dedos con los labios. No le res-
pondió de inmediato.

193
-¡Está claro, creo que por fin lo tengo! –exclamó Gas-
par, chasqueando los dedos- ¿Se acuerdan lo que les dije
acerca de la teoría de las Burbujas de Tiempo, en la que
todos los seres de una misma especie compartían la misma
Burbuja? ¡Pues Lucrecia comparte la misma Burbuja que la
piedra-esponja! No importa donde esté, cuando vos, Gonzalo,
le pediste protección a la piedra, automáticamente ésta ge-
neró su burbuja, y la proyectó a Lucrecia.
-¿Estás diciendo que Lucrecia y la piedra son de la mis-
ma e specie? –se burló Lila.
-¡Claro que no, tontita! Lo que estoy diciendo es que
provienen del mismo lugar. ¿O acaso se olvidan que Lucrecia
estuvo viviendo con Altheia cuatro años? ¡La Burbuja debe
haber convivido todos estos años con usted en estado laten-
te! –dijo Dreyfuss, mirándola admirado.
-¡Pero si Lucrecia estuvo viviendo con los otros en el
Claro de la Vida, mientras que la piedra es de Bahía Tran-
quilidad! -exclamó perplejo Gonzalo.
-¡Pero los dos fenómenos provienen del mismo lado! -
replicó el doctor- ¿Es que no lo entienden? ¡El Sendero y
Bahia Tra nquilidad son parte del Claro de la Vida!
-Bueno –dijo después de algunos segundos Lucrecia, son-
riendo nerviosamente-. Finalmente comienzo a saber por qué
estoy aquí.
Dreyfuss puso en mar cha el carrito. El viento se había
acabado para ellos aunque no afuera, a juzgar por la vio-
lencia con que se mecían las ramas de los árboles.
-¡Plaza de Toros, allá vamos! –gritó Dreyfuss, optimis-
ta.
Doblaron a la derecha por Artigas, y continuaron la mar-
cha lentamente. Dos cuadras después de Baltasar Brum vieron
la costa. El río estaba realmente embravecido, tanto que

194
parecía Mar del Plata en una buena tormenta. Bordearon la
playa, siempre a baja velocidad, la máxima que podía dar el
carrito, por otra parte. Los pocos autos que circulaban en
su sentido los pasaban rápidamente. Dos kilómetros más allá
vieron que unos doscientos metros más adelante los coches
se detenían.
-¿Qué está pasando allí adelante? –se preguntó Dreyfuss
en voz alta.
No hiz o falta que nadie le responda. Apenas llegaron
allí obtuvieron la respuesta.
-¡Está nevando! –exclamó sorprendida y eufórica Lucre-
cia- ¡La primera vez que nieva en Colonia desde que tengo
memoria!
Todos contemplaron maravillados el espectáculo. Los pa-
sajeros de los otros vehículos salían con los brazos abier-
tos, para dejar que esos copos maravillosos toquen sus
cuerpos. Era en verdad una nieve tenue, pero la sensación
inusual los llenaba de júbilo. Lila y Gonzalo estaban en-
cantados. En realidad, la euforia no alcanzaba a todos.
-¡Queridos amigos, estamos en la recta final! –Dreyfuss
se notaba preocupado- Si no me equivoco, esta es la primera
señal del mal. ¡De lo contrario podríamos tocarla! La Bur-
buja nos protege también de ella.
El rostro de los otros se ensombreció. La felicidad fue
borrada de un plumazo. Los otrora maravillosos copos se
trocaron en símbolos del mal, como si fuesen los de la ne-
vada mortal del Eternauta. Estos no eran ni fosforescentes,
ni mataban al contacto, pero les recordaban que estaban
allí como una afrenta. Dreyfuss continuó su camino, abrién-
dose paso entre los automóviles mal estacionados.
La franja de nieve se prolongó por otros quinientos me-
tros. Cuando salieron, ninguno dijo nada, pero se sentía

195
como un alivio en sus corazones acongojados.
-Por un momento –dijo Lucrecia mirando hacia atrás,
hacia la nieve de la que se alejaban -, me dieron ganas de
ser uno de ellos –señaló a los ocupantes de los otros vehí-
culos, que se divertían despreocupados.
-Creo que ese momento nos pasó a todos, Lucrecia –le
contestó Gonzalo palmeándole el hombro, y miró a Gaspar-,
sólo que a alg unos antes que a otros.
Siguieron adelante por otros dos kilómetros. Al llegar
al Camping Municipal, Dreyfuss dobló a la derecha, el di-
agonal. Después de dos muy largas cuadras, allí estaban.
-Llegamos... –dijo Dreyfuss, con voz queda.
Se apearon del carrito en silencio, todos juntos. Casi
sin proponérselo, se tomaron de la mano. A Gonzalo le pare-
ció, por uso instantes, volver a ver la Ciudad Vieja con
los ojos con los que la vio entonces: un monumento históri-
co. Las altas paredes se alzaban, imponentes. Se notaba que
habían sido construidas en un período posterior a la Ciu-
dad. Las paredes eran de cuarenta y cinco centímetros en
algunos lugares, de sesenta en otros. Dieron lentamente una
caminata por afuera, rodeándola precavidamente desde la ve-
reda de enfrente. Muchas de las paredes habían desaparecido
en su parte superior: desnudas, las vigas de hierro se sos-
tenían, firmes. Cuando completaron un semicírculo vieron lo
que supusieron era la entrada principal, que los recibía,
imponente. Mientras seguían caminando observaron cómo en
algunos sectores las rajaduras eran notables, y visiblemen-
te peligrosas. Todo el perímetro estaba rodeado de un alam-
brado malamente puesto, de metro y medio de altura, que se
bamboleaba al ritmo frenético del viento. El alambre tenía
varios huecos. Dieron una vuelta completa, siempre de la
mano, Gonzalo y Lila y Gaspar y Lucrecia, y siempre de la

196
vereda de enfrente. Cu ando llegaron de vuelta al carrito de
golf, se acercaron cautelosamente al alambrado. ¨Prohibido
el paso. Peligro de derrumbe¨, rezaba un cartel despintado,
justo arriba de un hueco en el alambre. Fue Gonzalo el que
se animó a entrar primero. Se agachó y pasó. Lentamente lo
siguieron Lila y después Gaspar. Cuando iba a cruzar Lucre-
cia, un alambre suelto, furioso, se abalanzó sobre ella,
mecido por el viento.
-¡Cuidado! –alcanzó a advertir Gonzalo. Gaspar y Lila
sólo atinaron a mirar.
Lucrecia quedó como petrificada. El alambre, con inusi-
tada violencia, parecía que iba a partirla en dos, cuando
rebotó en el aire, muy cerquita de ella.
-¡Bendita Burbuja! –atinó a decir, al tiempo que se su-
maba al grupo.
Ya estaban dentro del círculo, y los esperaba lo que pa-
recía una puerta posterior. Volvieron a agarrarse de la ma-
no para entrar. Entraron, de a uno en fondo, por debajo de
las gradas, que también tenían su esqueleto de hierro. Se
veía el cielo oscurecido entre algunas de ellas. Caminaron
despacio, ca utelosos. Una abertura entre las gradas los in-
vitaba a pasar al centro, a la arena, al vientre mismo de
la Plaza de Toros.
Así lo hicieron. A Gonzalo el corazón comenzó a latirle
más fuerte que nunca, y parecía salírsele del pecho. Entre-
cerró los ojos. Lila y Gaspar observaban enmudecidos la te-
mible magnificencia del lugar. Lucrecia se santiguó con su
mano libre. Llegaron hasta el centro de la arena, y notaron
que el viento había cesado. Pero no. Se sentía con mucha
violencia afuera.
-Estamos en el centro del huracán –murmuró Dreyfuss.
Gonzalo contempló lo que los rodeaba: gradas por todos

197
lados, la arena de la Plaza de Toros, la terrible calma ge-
neradora de tempestades, y recordó su sueño. Rápidamente,
intentó tomar una muestra del piso. Cuando se agachó, vio
que la piedra-esponja brillaba con una luz tan potente como
nunca había tenido hasta ahora. Era inútil, no podía romper
ni un terrón en el piso de tierra y arena pisoteado.
-¡Gaspar, rápido, el cortaplumas! –pidió.
Dreyfuss se soltó de la mano de Lucrecia y sacó el cor-
taplumas de su bolsillo derecho. Se lo extendió a Gonzalo,
que ahora sí logró trabajosamente escarbar para sacar una
pequeña muestra del suelo.
-Debimos traer las bolsas para muestras –se lamentó Li-
la.
Por fin, sin opciones, Gonzalo abrió su campera y puso
la muestra en uno de los bolsillos del chaleco. Le devolvió
el cortaplumas a Gaspar.
-¡Vamos, vámonos de aquí! –dijo Gonzalo, con un hilo de
voz.
Los otros dieron media vuelta y comenzaron a caminar,
otra vez de la mano. Gonzalo se tomó de Lila y caminó de
espaldas todo el trayecto, mirando alrededor. Salieron y
sin darse respiro cruzaron el alambrado. Cuando llegaron al
carrito de golf se soltaron, y Gonzalo aspiró una bocanada
de aire mucho, pero mucho más profu nda que cuando salió
cualquiera de las dos veces del Claro de la Vida. Respiró
profundo varias veces más. Los otros se sintieron también
aliviados. Se fundieron los cuatro en un abrazo luego de
aquel mal momento.
Se sentaron en el carrito y Dreyfuss comenzó el camino
de regreso. No hablaron ni una sola palabra hasta que estu-
vieron nu evamente en la casa del doctor.
Cuando por fin entraron, Gonzalo comenzó con escalofrí-

198
os. Llegó a la cocina tiritando de una manera terrible.
-¿Gonzalo, estás bien? ¿Qué te pasa? –preguntó Lila pre-
ocupada.
-Siento como un frío dentro mío. ¡No lo soporto!
-¡Las muestras! –exclamó Gaspar quien, luego de cerrar
la puerta de calle, fue el último en entrar- ¡Rápido, saca-
te el chaleco! –hizo el gesto de ayudarlo con la campera,
pero Gonzalo le sacó bruscamente la mano, al tiempo que se
paraba y se recostaba contra la pared.
-¡No se atrevan a tocarme! –dijo con un tono de voz des-
conocido.
Dreyfuss levantó las manos y le mostró sus palmas.
-Está bien, muchacho, tranquilo –el doctor se sentó-.
Así, ¿ves? No te vamos a hacer nada. ¿Por qué no agarrás la
piedra que tenés en el bolsillo?
Las mujeres entendieron rápidamente lo que estaba pasan-
do y lo que intentaba Gaspar.
-¡Lucha, hijo! –gritó Lucrecia- ¡Vamos, hazlo! ¡Tú pue-
des!
-Mirame, Gonzalo –le dijo Lila, dulcemente. Gonzalo, fu-
ribundo, la miró - ¡Te amo! ¡No hay nada en el mundo que no
haga por vos! ¡Por favor, agarrá la piedra de tu bolsillo!
-¡Esa piedra es mía! –Gonzalo seguía desconocido, pero
ya d udaba.
-Nadie te la quiere sacar, Gonzalo –le replicó Dreyfuss
sin hacer ni un gesto -. Lo que queremos, en realidad, es
que la tengas en tu mano precisamente para que no se te
pierda.
Gonzalo los miró uno a uno. Luego, muy despacio, puso su
mano en el bolsillo. Tomó la piedra, y ésta comenzó a bri-
llar como la vez anterior. Las facciones en su rostro se
fueron suavizando.

199
-¡Rápido, Lila, ahora! –apremió Gaspar, mientras se le-
vantaba y comenzaba a sacarle la campera.
Lila se acercó de inmediato y lo ayudó. Gonzalo los de-
jaba hacer. Cuando finalmente le sacaron el chaleco, Drey-
fuss iba a arrojarlo lejos. La mano de Gonzalo lo detuvo.
-Yo lo hago, Gaspar –dijo, ya otra vez él.
Gonzalo respiró hondo. Levantó la piedra y levantó el
chaleco con la otra mano. Arrojó el chaleco al aire y éste
quedó allí, suspendido. Gonzalo lo sopló con fuerza, aunque
sin violencia. Hubo una especie de explosión. Lucrecia se
agachó y Lila se cubrió la cara. Dreyfuss miró impactado y
Gonzalo calmo. El chaleco desapareció.
Se sentaron, en estado de shock, todavía. Gonzalo miró
lentamente a los tres, deteniéndose largamente en Lila. La
besó. Volvió a mirarlos.
-Gracias –les dijo.
-¿Qué te pasó, Gonzalo? –preguntó después de unos momen-
tos Lucrecia.
-No lo sé bien. De repente me sentí atrapado, como ence-
rrado dentro de otra persona. Había una lucha allí.
-Evidentemente –explicó Gaspar-, una lucha entre las
muestras de la Plaza de Toros y tu piedra.
-Sí –dijo Gonzalo, mientras un escalofrío recorría su
cuerpo-. Y lo más espeluznante es que si hubiera estado so-
lo no sé cuál hubiera ganado.
-¡Es en verdad muy poderosa la fuerza del mal a la que
nos enfrentamos! –Lucrecia se notaba temerosa.
-No, no, no. Por favor –Gonzalo se levantó con su mano de-
recha en alt o. La piedra estaba todavía allí. A pesar de
que su palma estaba vertical, no se cayó-. Por favor, no
sobreestimemos al mal –volvió a sentarse. Cerró el puño-.
Su madre fue muy clara en ese sentido, Lucrecia.

200
-¿Pero cómo me puedes decir eso después de lo que vimos,
Gonzalo?
-¿Y qué fue lo que vieron, Lucrecia? –Gonzalo necesitaba
ser convincente en este punto- ¡Yo les diré qué vieron!
Vieron a un tipo temeroso que en lugar de enfrentar sus
miedos se dejó vencer por ellos. Eso es lo que vieron. Eso
fue lo que pasó. ¡Lo siento! ¿De verdad cree que el mal es
poderoso? ¿Es eso en verdad lo que creen todos? –la voz se
le fue encendiendo. Dreyfuss temió otro ataque, pero Lila
lo miraba tranquila - ¿Puede el mal hacer desaparecer esta
casa? –Gonzalo levantó la piedra-esponja en su palma. De
repente la casa desapareció. Estaban en el vecindario, pero
la casa ya no estaba- ¡El bien también! ¿Puede el mal lle-
varnos al medio del río? –la mesa, las sillas y ellos apa-
recieron flotando en medio del río, en una especie de re-
manso entre todo el vendaval que azotaba la costa- ¡El bien
también puede, y nos protege aún de las olas! –Gonzalo ce-
rró la palma de su mano. Vo lvieron, como si nunca hubieran
salido, a la casa del doctor. Absolutamente calmado, prosi-
guió- El mal, recordémoslo todos, no tiene mejor prensa.
Sólo tiene más prensa, y yo no voy a ser parte de ella.
Lucrecia y Dreyfuss lo miraban asombrados. Lila se le-
vantó y comenzó a aplaudir, divertida.
-¡Bravo, bravísimo! –dijo- ¡Le ganaste al abuelo, mi
amor! –lo miró a Gaspar- ¿O creíste que vos solo tenías el
privilegio de actuar para demostrar tus puntos de vista?
-Parece que absolutamente no –respondió riendo y ahora
ya totalmente calmado Dreyfuss-. ¡Me engañaste, muchacho!
Pero demo straste tu punto.
-¡Es verdad! –completó Lucrecia- Tu piedra es un arma
formidable contra lo que nos enfrentamos.
-Eso es lo que quería escuchar –dijo Gonzalo, satisfe-

201
cho-. Es fundamental que a partir de ahora lo recordemos
como una premisa: ni subestimar ni sobreestimar al mal.
Creo que eso fue lo que me perdió.
-¿Qué fue lo que sentiste, Gonzalo? –preguntó Lila.
-Recordé, cuando estábamos en la arena, mi sueño en la
Plaza de Toros. Ahí me entró el pánico. Después se me fue-
ron entremezclando imágenes, sentí casi en carne propia el
miedo del toro al entrar a la arena, con las tribunas re-
pletas clamando por sangre, y se me cruzó también la imagen
de un circo romano, con el pueblo pidiendo al César la san-
gre de los cristianos. ¡Si hasta sentí que en cualquier mo-
mento iban a salir los leones para devorarnos!
-Los vestigios de la primera sangre son muy fuertes, sin
duda –dijo Dreyfuss.
-¿Y cómo se hace para vencer a la primera sangre, abue-
lo?
-Tenemos que entender –comenzó académico Dreyfuss-, que
el concepto de primera sangre se refiere a los orígenes del
mal en esa Plaza. Tal vez hayan habido otros acontecimien-
tos allí que lo hayan alimentado, pero su origen está allí,
en esa primera sangre derramada, en esa sensación de terror
primario que nació en aquel preciso instante en el que el
toro se vio privado de su vida, humillado, abucheado él y
vitoreado su matador. Es allí donde deberíamos buscar com-
prensión y entend imiento, porque es allí, resistiendo a esa
primera sangre, donde vamos a vencer.
Era ya el mediodía, y el viento comenzaba a parar, pero
había dejado a su paso un frío invernal. Todos lo sintie-
ron.
-Parece que tu piedra no puede protegernos de este frío,
Gonzalo –acotó Lucrecia frotándose los hombros.
-Eso es algo bueno –comentó Lila, y prendió las horna-

202
llas de la cocina para calentar el ambiente-. Significa que
por lo menos este frío es natural.
-¿Por qué no vimos manifestaciones del mal en la Plaza
de T oros, Gaspar? –cambió de tema Gonzalo.
-¿Justamente vos me preguntás eso, hijo? –respondió
Dreyfuss perplejo- Vos viste manifestaciones del mal, ¡se
podría decir que las viste todas juntas!
-Usted sabe a lo que me refiero –completó Gonzalo.
-¿Querés decir –Dreyfuss agachó su cabeza. Volvió a
mirarlo- paredes derrumbándose o algo así? –Gonzalo
asintió, y tomó la mano de Lila - ¡Todavía puede llegar a
pasar! Pero supongo que eso es subestimar al mal. Al no
poder lastimar a Lucrecia con el alambre –Lucrecia sufrió
otro escalofrío al acordarse. Se frotó el cuello-, habrá
comprendido que una manifestación física era inútil, y
hasta tal vez sepa que sos el Portador de la Piedra, por lo
que probó en vos otro método de intimidación.
-¡Y vaya que le resultó! –acotó Lila, furiosa.
-¡Lástima las muestras! –el tono de Gonzalo reflejaba
bronca- Ahora no tenemos nada, tal como Amanda y Luis.
-¡De eso nada! –sentenció Dreyfuss- Tenemos mucho más
que ellos, y estamos ya mejor preparados. ¡De lo contrario
no estaríamos aquí ahora! Pero además, no pierdas el foco,
Gonzalo. ¿Qué nos dice esto que pasó con vos?
-¡Que no íbamos a encontrar nada en las muestras, tal
como pasó con la piedra-esponja! –dijo Gonzalo dando un
respingo.
-Exacto. ¿Y por qué? –preguntó otra vez el doctor, mi-
rando a los otros.
-Porque sus poderes permanecieron intactos fuera de la
Plaza. ¡Eso es! –brincó Lila- Mientras los poderes del bien
se conservan sólo dentro de Bahía Tranquilidad, los poderes

203
de la Plaza de Toros se esparcen con quien quiera tomar un
poco y llevárselo.
-Un plan maquiavélico –acotó Lucrecia-. Fácilmente po-
dría lograr que el mal se expanda, y casi sin esfuerzos.
¿Quién no querría llevarse un pedazo de un edificio histó-
rico?
-Sin dudas no hubiésemos encontrado ningún indicio de
infrarrojos, Gonzalo –completó Dreyfuss-, así que no es pa-
ra lamentarse tanto su pérdida. ¡Al contrario! Quién sabe
qué hubiera pasado si no hubieses tenido la piedra en tu
poder.
-Perdone, Gaspar –dijo Gonzalo levantando sus manos-,
pero no quiero ni pensarlo.
-¿Y qué hay con la señal del mal? –preguntó Lila mirando
al doctor - Porque esa nieve fue una señal, ¿verdad, abuelo?
-No me cabe ninguna duda al respecto, Lila –acotó Drey-
fuss-. No hubiéramos necesitado la protección de la Burbu-
ja, así como ahora no la necesitamos del frío, si esa no
hubiese sido una señal del mal.
-Pero... esa señal era para el Portador de la Piedra,
según ha dicho mi madre –aclaró Lucrecia- ¿Cómo podía el
mal saber si Gonzalo iba a estar ahí?
-Lo sabía, sin dudas, o lo suponía –contestó Gonzalo-.
Son sus reglas, y sabe jugarlas.
-¿Algo te molesta, amor? –Lila le acarició la mejilla.
-En realidad, todo –Gonzalo se paró y comenzó a dar
vueltas de punta a punta de la mesa-. Altheia me dijo que
el último enfrentamiento fue a principios de 1900, y que el
bien perdió, ¿no es así? El ¨duelo¨ fue tan fuerte que la
dominación del último siglo prácticamente pasó a manos del
mal, por lo que es justo creer que el mal tiene el derecho
de convocar el próximo enfrentamiento. ¡Pero según Altheia

204
es siempre el mal el que crece y el que convoca! Además, me
dijo que sería bueno que supiera cuáles son las formas de
la bestia.
-Me perdí –se sinceró el doctor.
-¡Exacto! –dijo Gonzalo agitando la mano derecha- Es
exactamente a lo que me refiero. Estamos perdidos en una
confusión de métodos, formas y capacidad de respuesta. ¡Y
no estoy siendo negativo! Sé que tenemos mucho con qué en-
frentarnos al mal, y estamos conociendo poco a poco algunos
mecanismos claves. ¡Pero el tiempo corre! Ya tenemos una
señal, no tardarán en llegar las otras y todavía nos faltan
muchas cosas por descubrir.
-¿Y cuáles son las formas de la bestia? -inquirió Lila.
-¿Se referiría a los Jinetes del Apocalipsis? –arriesgó
Lucrecia.
-No –negó Dreyfuss con la cabeza-. Altheia fue muy
específica respecto de que aquí no se juega el fin del
mundo. Debe ser algo más familiar, más mundano.
-¿Gatos, cuervos? –probó Lila.
-¡Dios! –se lamentó Gonzalo - ¡Lástima que no me pueda
contactar con Altheia!
Una luz brillante, la más brillante que ellos hayan vis-
to jamás, como un pequeño sol dentro de la habitación, ilu-
minó la cocina, de repente. Gonzalo dejó de caminar. La luz
se fue apagando lentamente en la arcada, donde había comen-
zado a bañarlo todo, hasta dejar ver una figura humana.
Cuando la luz desapareció por completo, vieron la figura
con la túnica que Gonzalo reconoció de inmediato. Como al
finalizar una ceremonia, la mujer descubrió su rostro.
-Usted no puede contactarme, Gonzalo –respondió Altheia-
, pero yo sí puedo contactarlo. ¡Le dije que nos veríamos
de nuevo antes de que todo termine!

205
-¿Madre? –preguntó Lucrecia, tapándose la boca con ambas
manos, reprimiendo el sollozo. Altheia asintió con su cabe-
za, abriendo los brazos para recibirla. Se fundieron en un
abrazo conmovedor, y ya Lucrecia no pudo evitar dar rienda
suelta a su llanto.
-¡Mi pequeña! –dijo Altheia conmovida, al tiempo que
acarici aba los cabellos de Lucrecia- ¡Mi dulce pequeña!
Permanecieron un rato abrazadas. El doctor sonreía
emocionado, y Lila se secaba sus propias lágrimas. Gonzalo
asentía, satisfecho. Luego de unos largos minutos, se sol-
taron. Altheia tomó por los hombros a Lucrecia.
-Tú y yo tenemos mucho por conversar –le dijo, con una
sonrisa -, pero eso será luego, si Dios así lo permite. Pri-
mero, lo primero, ya que esta vez lo urgente es a la vez
importante.
Lila acercó otra silla a la mesa. Gonzalo realizó las
presentaciones de rigor.
-Lila, Gaspar, ya lo saben –dijo, señalando a la visi-
tante con ambas manos-, ella es Altheia.
La mujer le dio la mano al doctor y un beso afec tuoso a
Lila.
-Bueno, bueno –acotó Altheia-. ¡Basta de presentaciones,
y vamos al gano, que al doctor no le gusta perder el tiempo
con estas cosas!
-Me siento honrado. Por lo que veo, mis anécdotas son
bastante conocidas –dijo asombrado Dreyfuss.
-Sólo digamos que he seguido sus pasos por algún tiempo,
doctor –sonrió Altheia-. Pero de verdad, vamos a lo nues-
tro. Como ya le dije, Gonzalo, debí ser yo la que me pre-
sente ante usted, pero decidí esperar a que surgieran algu-
nas dudas para serles de más utilidad –Lucrecia, sentada
junto a ella, la miraba anonadada -. Escuché sus preguntas

206
y, como ya sabe, no puedo darle ahora una respuesta directa
a ninguna de ellas, ni a las que expresó en voz alta, ni a
las que guarda en su corazón. Lo que sí puedo decirles a
todos es que ninguno de los Guías del Claro de la Vida se
puede sentir más orgulloso que yo. Están haciendo un estu-
pendo trabajo. Por eso les digo ¡cuidado! Así como yo lo
sé, el mal también lo sabe, y el enfrentamiento puede ser
más formidable aún –Lila comenzó torpemente a preparar unos
mates -. Las señales del mal esta vez son claras, tan cla-
ras como jamás lo han sido. Será sin dudarlo un enfrenta-
miento formidable el que tengan ustedes.
Lila tomó el primer mate. Le alcanzó, nerviosa, uno a
Altheia.
-No sé si puede tomarlo –se excusó.
-¡Gracias! –sonrió Altheia, recibiéndolo- ¡Claro que
puedo! Aunque a decir verdad hace años, no sé cuántos, que
no tomo uno -le dio un sorbo. Levantó la cabeza y cerró los
ojos. Los abrió y miró a Lucrecia- ¡Me he perdido de mucho
durante todo este tiempo! –terminó el mate y se lo devolvió
a Lila.
-Entonces... ¿no puede aclararnos nada más? –exclamó
Dreyfuss ansioso. Altheia sonrió.
-¡Comprendo su urgencia, doctor! –dijo- Hay algo, sí.
Las respuestas están en ustedes. Busquen en sus corazones –
miró profundamente a Gonzalo-. Sólo allí encontrarán su
propio camino. No en la ciencia. No en los libros, ni en
las historias. Aquí –se señaló su propio corazón-. ¿De qué
está hecha la naturaleza, se preguntó hace poco, lo recuer-
da, doctor? ¿Y de qué está hecha la vida? ¿De qué está
hecho el hombre? ¡Pregúntenselo! –Altheia se levantó, pres-
ta a retirarse - Y ahora, debo irme –Lila se apresuró a con-
vidarle otro mate, que Altheia saboreó y devolvió agradeci-

207
da-. Tal vez nos volvamos a ver, así lo espero –acarició la
mejilla de Lucrecia, que tomó su mano. Altheia se soltó
lentamente- ¡Ah, disculpen! Como sabrán, mis tiempos son
diferentes, no importa dónde me encuentre –señaló el reloj
de la pared, y éste comenzó a girar rápidamente, hasta pa-
rarse y normalizarse. Se dio vuelta y comenzó a caminar
hasta la arcada que la vio llegar. Volvió a mirar a Gonza-
lo- ¡Adiós y buena suerte, Portador de la Piedra! Buena
suerte a todos –llegó a la arcada y giró una última vez-. A
propósito, Gonzalo... ¿cómo anda usted en matemáticas?
La intensa luz volvió, y Altheia se consumió en ella.
Cuando todo regresó a la normalidad, los cuatro estaban de
pie, en s ilencio. Dreyfuss miró el reloj.
-¡Las nueve! –gritó sorprendido - ¿Serán las nueve de la
noche?
Salió de la cocina, para dirigirse al living. Entornó la
cortina. Efectivamente era de noche, una noche cerrada,
fría y sin luna. Negros nubarrones cubrían el cielo. Volvió
a la cocina, donde los otros seguían en sus posiciones.
-Son las nueve de la noche, sin dudas –resopló Dreyfuss,
sentándose.
Lila, Lucrecia y Gonzalo reaccionaron lentamente, como
despertando, y se sentaron a la mesa. Lucrecia sacó un pa-
ñuelo para e njugarse las lágrimas.
-¡Se ve tan bella! –dijo.
-Tanto como en sueños –asintió Lila, totalmente de
acuerdo.
-¿Qué habrá querido decir con eso de cómo ando en mate-
máticas? –preguntó intrigado Gonzalo, levantando el dedo
índice de su mano derecha.
-¿Y con eso acerca de qué está hecha la vida? –agregó
Dreyfuss.

208
-Que busquemos en nuestros corazones... –recordó Lila.
-Yo no puedo pensar -se disculpó Lucrecia levantando la
mano-, estoy muy emocionada aún...
-¡Eso es, eso es! –Dreyfuss se levantó de su asiento y
corrió a darle un beso en la frente a Lucrecia, que no com-
prendía- ¿Es que acaso no entienden? ¿De qué está hecha la
vida?
-¡De emociones! –saltó Lila.
-¡De emociones! –repitió Dreyfuss- Alegría, tristeza,
gozo, pasión. ¿Y cuáles son las verdaderas formas de la
bestia? ¡Las emociones que pueden derrotarnos! Miedo, vio-
lencia, abatimiento, desencanto. ¡Debemos ser fuertes en
nuestras mentes y en nuestros corazones! Es así como podre-
mos vencer al mal. ¡Voy por un trago, para brindar!
-¡Alto, abuelo! –lo paró Lila cuando ya Gaspar se diri-
gía a su pieza- Si en verdad son las nueve de la noche, de-
bemos comer algo primero. ¿No te parece? ¡Estamos desde el
desayuno sin nada en el estómago! Voy a pedir otros ravio-
les, de esos que la otra vez estaban tan ricos.
-¡Bueno! Yo voy a traer el whisky para después –dijo
Dreyfuss.
Lila pidió por teléfono la cena, Gaspar trajo la botella
de whisky, que su nieta depositó en la mesada. El doctor le
echaba una mirada de deseo de vez en cuando. Lucrecia los
miró a los tres. Tomó la mano de Gonzalo.
-Quiero darles las gracias por todo esto. La oportunidad
que me han dado de reencontrarme con mi madre es algo que
jamás podré agradecerles lo suficiente.
-Es un verdadero placer que usted esté aquí, Lucrecia –
contestó fraternal Gonzalo-. ¡Y ahora, vamos a prep arar to-
do, que ya llega la comida!
Gonzalo abrazó a Lucrecia, y comenzó a ayudar a Lila a

209
limpiar la mesa. Lucrecia buscó los cubiertos y los platos,
mientras Gaspar bebía a hurtadillas un trago de whisky.
Terminaban de acomodar todo cuando sonó el timbre. Dreyfuss
fue a abrir. Traían la comida. Le estaba pagando al mucha-
cho cuando el cielo se aclaró abruptamente. Las nubes habí-
an desaparecido y todo se rodeó de una claridad fantasmagó-
rica, de muerte. El repartidor se quedó estupefacto. El
doctor no salía de su asombro, y se le escapó un grito aho-
gado. Los otros tres se acercaron. Lucrecia, que tenía un
vaso en la mano, lo dejó caer, con espanto.
-La segunda señal, si no me equivoco –dijo Dreyfuss con
voz queda.
-La segunda señal –repitió Gonzalo, pensativo.
El fenómeno duró varios minutos, y todos estaban como
atornillados en el piso, sin poder moverse. Cuando todo pa-
só, volvieron las nubes y la noche, que parecía más oscura
aún, más profunda y más amenazadora que antes. El muchacho
aprovechó y se fue raudamente en su ciclomotor. Dreyfuss
cerró la puerta.
-La segunda señal –volvió a repetir Gonzalo, con los
ojos perdidos en la nada. Sacó la piedra sin mirar, y el
vaso destrozado volvió a las manos de Lucrecia, intacto-.
La segunda señal.
Dreyfuss, Lila y Lucrecia lo miraron sin decir nada.
Gonzalo se paseaba por el living, pensativo. La segunda se-
ñal del mal. ¿Qué era lo que Altheia había querido decirle
cuando le preguntó cómo andaba en matemáticas? Esa pregunta
le daba vueltas en la cabeza. La segunda señal. La segunda
señal.
-¡Dios! –exclamó por fin, golpeando la mano izquierda
contra su frente- ¡Qué estúpido fui! ¡Vengan, vengan!
Gonzalo corrió a la pieza, extrajo la lapicera y su cua-

210
derno del placard y volvió a la cocina, donde ya lo espera-
ban los otros, ansiosos. El paquete con la comida se en-
friaba en la mesada.
-¡Miren! Esta señal, el cielo se ilumina en el medio de
la noche –garabateó esta frase en el medio de una hoja -. La
señal anterior, nieve en Colonia –escribió arriba de la an-
terior-. ¡Pero nos faltó otra señal! ¡El descubrimiento que
hicieron ustedes cuando yo no estaba! –escribió arriba de
todo ¨frío polar de procedencia desconocida¨, y se lo mos-
tró al resto - ¿Es así como lo describieron en el informe
por internet, verdad? ¡Este cielo que se ilumina por la no-
che es la tercera señal, no la segunda!
-¡Santo Cielo! –exclamó Dreyfuss- ¡Creo que tenés razón!
-¿Pero cómo es posible que nuestro descubrimiento sea
una señal? –preguntó Lila.
-La pregunta es por qué no puede ser una señal, Lila –
respondió Gonzalo-. ¡No importa cuál sea el método que use-
mos para encontrarnos con el mal, la señal será para noso-
tros! ¿Es que no te das cuenta? ¡Ustedes lo descubrieron!
¿Y por qué la piedra nos protegió del viento en primer lu-
gar? ¡Si en ese momento estábamos convencidos de que esa
era una señal, por todos los Santos! Lo que pasa es que
cuando vimos nevar, autom áticamente nos convencimos de que
ambos formaban parte del mismo fenómeno. ¡Pero no es así!
¨¿Cómo anda en matemáticas?¨, me preguntó Altheia. ¡Ella
sabía que estábamos contando mal las señales! –Gonzalo apo-
yó violentamente la lapicera en la mesa.
-A mí no me cabe ninguna duda ya, Lila –respaldó Drey-
fuss.
-Si eso es así, significa entonces... –dijo Lila, dubi-
tativa.
-Que ya no hay más tiempo –completó Gonzalo-. Mañana es

211
el día. En pocas horas esto se termina.
Se mantuvieron en silencio. Nadie tenía ya ganas de co-
mer.
-Bueno –dijo Dreyfuss, al tiempo que guardaba los ravio-
les en la heladera-, como nuestros estómagos están cerrados
lo mejor es que vayamos a dormir. Mañana nos espera el día
más importante de nuestras vidas. Más vale estar bien des-
cansados.
Cada uno se fue a su habitación, lentamente. Lila y Gon-
zalo se encerraron en la suya. Con temor, con pasión, se
amaron, pensando cada uno, aunque sin decírselo al otro,
que esa podría ser la última vez.

212
DIEZ

A Gonzalo le costó dormirse. Sólo lo reconfortaba ver a


Lila, a su lado y durmiendo plácidamente, sin preocupación
aparente. Él permanecía sentado, con la luz prendida, fu-
mando un cigarrillo. No pensaba en realidad, sólo miraba
las volutas de humo deshacerse en el aire. Terminó el ciga-
rrillo y de a poco fue conciliando el sueño. Esa noche soñó
otra vez con la Plaza de Toros, aunque esta vez, el espec-
táculo era ¨normal¨, sólo que Gonzalo miraba la faena del
torero desde la arena. La Plaza, repleta de gente, vitorea-
ba al matador. Cuando vino el momento de la estocada final,
el toro no cayó. Se acercó, caminando lentamente hasta don-
de estaba Gonzalo. Lo miró fijo, de frente. Esos ojos ya no
reflejaban temor, sino pena, una pr ofunda pena. Lágrimas
humanas rodaron de esos ojos. Gonzalo supo que el toro llo-
raba por él, por el tor ero, su matador, por la gente que
vitoreaba la muerte. Cuando las lágrimas tocaron el piso se
convirtieron en sangre. El charco finalmente llegó a sus
zapatillas. Gonzalo no se movió. Su mano derecha acarició
tiernamente el hocico del animal. De pronto, esos ojos que

213
lo miraban se pusieron vidriosos. Ya no lo miraban más.
Gonzalo se dio cuenta que de el último hilo de vida se le
escapaba. Hasta creyó ver cómo el alma abandonaba el cuer-
po. Junto con la suya, el toro se llevaba el alma del tore-
ro, el alma de la gente que, impávida, seguía vitoreando, y
su propia alma también. El envase, la cáscara del toro, va-
cía, hueca, cayó de costado. Gonzalo despertó, con lágrimas
en los ojos, pero decidido. Se maldijo en silencio por no
haber arreglado la hora en su reloj luego de la partida de
Altheia. Se vistió rápidamente, y en silencio se dirigió a
la cocina. Eran las seis y media. Aún nadie se había levan-
tado. Se decidió a cumplir para este último desayuno con la
deuda de comprar las facturas y preparar el café con leche.
Salió a la calle y lo recibió un oscuro amanecer. Cuando
volvió con las medialunas llamó a Gaspar. Después se diri-
gió a la cocina. Terminó de preparar el café con leche y
volvió a su pieza, para despertar a Lila con un beso. Le
golpeó la puerta a Lucrecia y se dio un baño rápido. Volvió
a la cocina. Ya todos estaban allí. En silencio, le dio un
beso cariñoso a cada uno, particularmente largo y en la bo-
ca a Lila. Se sentó.
-No voy a esperar la cuarta señal –dijo de pronto, con
la mirada perdida -. No quiero. Cada vez que hubo un enfren-
tamiento de esta clase, el mal decidió el terreno. Esta vez
no será así. No voy a quedarme sentado viendo cómo prepara
su mejor jugada. Después de desayunar voy a ir a la Plaza
de Toros. Es allí donde debe librarse este combate. No es-
pero que me acompañen, aunque en realidad me gustaría que
lo hicieran.
-¿Pero no estarías rompiendo las reglas, Gonzalo? –
preguntó Lucrecia, temerosa.
-¿Y el mal no estará allí más fuerte que en ningún otro

214
lado? –acotó Lila.
-¡Al diablo las reglas, Lucrecia! Si aceptamos las re-
glas que nos impone el mal, ya nos estamos doblegando antes
de empezar. No sé cómo han sido los enfrentamientos ante-
riores, pero el libre albedrío debe funcionar en este caso.
Funcionará para mí. No. No pienso someterme al mal. No me
va a dominar ni a doblegar. No al menos antes de presentar
batalla. Esta vez él no pone las reglas. Y no sé si va a
estar más fuerte en la Plaza de Toros que en otro lugar que
elija.
-¿Y cómo sabés que no va a elegir la Plaza para
enfrentarte, y la que creés una decisión tuya no es en
realidad una trampa? –se desesperó Lila.
-¡Eso no lo sé, mi amor! –el tono de Gonzalo era calmo,
pero firme- Lo único que sé es que es allí, en la Plaza de
Toros, donde tengo verdaderas chances de poder vencer. ¡Co-
nozco el lugar, conozco qué se siente allí! Ése es su pri-
mer refugio, allí el mal se cree fuerte. Si comete el error
de sube stimarme, se llevará una sorpresa. ¡Tengo que vencer
el temor a la primera sangre, usted lo dijo, Gaspar! Puede
ser que su máxima fuerza sea su principal debilidad.
-Creo –Dreyfuss fu e muy cauteloso para elegir sus pala-
bras-, creo que te entiendo. No sé si estoy del todo de
acuerdo, pero a esta altura me parece una decisión tan
acertada o equivocada como cualquier otra. El enfrentamien-
to debe realizarse, ya no hay vuelta atrás. Si vos estás
decidido a ir allá, yo también voy.
-¡Vamos! –exclamó Lila, resuelta. Lucrecia asintió- Te
dije, mi amor, que llegado el momento íbamos a estar a tu
lado, y eso es precisamente lo que vamos a hacer.
Gonzalo se levantó, conmovido y agradecido. Se abrazó
con todos, uno por uno.

215
-¡Bueno, comamos! –dijo por fin Dreyfuss, exagerando su
optimismo - Así vamos de una vez a esa Plaza, pateamos unos
cuantos traseros y terminamos con el asunto.
Comieron lentamente, tal vez prolongando el momento. En
sus rostros se reflejaba la duda, y el temor a lo descono-
cido. Gonzalo, por momentos, se mostraba tenso. Terminaron
de desayunar en silencio. Lucrecia despejó la mesa lenta-
mente y comenzó a lavar los platos. Dreyfuss le hizo una
seña, para que los dejara así. En el aire pesaba el nervio-
sismo. Las mentes de todos estaban puestas en en lo que les
depararían las próximas horas. Lila se abrazó a Gonzalo. El
muchacho sintió un calor penetrante en su bolsillo. Tomó la
piedra. Brillaba, intermitente como una fogata en el bos-
que. Gonzalo entendió. Soltó a Lila y le hizo señas a todos
para que se sienten, al tiempo que él hacía lo mismo.
-Amigos –dijo Gonzalo ensayando una sonrisa-. ¡Es el
fin, pero no tiene que ser el nuestro! Yo estoy tan turbado
como ustedes, pero si no conseguimos cambiar nuestro ánimo
antes de partir, estamos vencidos antes de empezar a pelear
–apoyó la piedra-esponja en la mesa, y ésta comenzó a bri-
llar en forma constante, tenuemente. Gonzalo hacía un es-
fuerzo por mostrarse convincente-. ¡No perdamos las espe-
ranzas tan cerca del final! Todos sabíamos que llegaría es-
te momento. Sólo lo estoy adelantando un poco, es todo. In-
tento darnos una ventaja, por mínima que pueda parecer.
¡Tengan confianza en mí, es lo único que les pido ahora! Y
tengan co nfianza en ustedes, también.
Gonzalo se levantó. Tomó las manos de Lila y de Lucre-
cia. Estas tomaron las manos de Gaspar.
-Me gustaría –dijo Gonzalo- que nos protegieras, piedra,
todo lo que puedas en esta ocasión. Necesitamos fuerzas,
lucidez y cora je, pero no te estoy pidiendo eso. En reali-

216
dad, no hay nada más que pueda pedirte, piedra amiga. Hacé
tu parte, nosotros trataremos de hacer la nuestra.
Se sentó. Lila lo besó. Gonzalo no podía mantener los
ojos abiertos. Cuando los cerraba, volvía a ver los ojos
del toro, los del sueño. Permaneció unos momentos con los
ojos cerrados. Dreyfuss les hizo una seña a Lila y a Lucre-
cia, para que lo dejaran solo. Los tres comenzaron los úl-
timos preparativos, principalmente a cambiarse para el via-
je. Gonzalo ap oyó la cabeza en sus manos.
-¿Qué intentás decirme? –dijo, siempre con los ojos ce-
rrados. Los ojos del toro lo miraban, tristes- ¿Qué recuer-
de el sueño? ¡Si por eso mismo decidí que nos fuéramos aho-
ra! ¿Hay algo más? –en su mente, los ojos seguían presen-
tes.
Estuvo así varios minutos, hasta que sintió una palmada
en el hombro. Era el doctor.
-Es tiempo, muchacho –le dijo suavemente.
Gonzalo tomó la piedra de la mesa. Se pusieron en mar-
cha. Cuando todos estaban ya en la calle, miraron hacia
arriba. Los recibía un día gris. El cielo, totalmente enca-
potado. No había dudas, el mal preparaba un escenario a su
gusto.
Fueron por el carrito de golf. No había viento, aunque
sabían que de todas formas no lo sentirían si provenía del
mal. Pusieron rumbo a la Plaza. Bajaron hasta la avenida
Artigas y empalmaron por la Costanera. Pasaron por donde el
día anterior habían visto nevar. Lucrecia giró la cabeza,
mirando el lugar con desconfianza. No habían quedado más
que algunos rastros. Siguieron adelante, en silencio tenso.
Un kilómetro más allá, Gonzalo, que contemplaba distraída-
mente el paisaje, se sobresaltó. Miró un cartel.
-¡Doble a la derecha en la esquina, Gaspar! –dijo, gol-

217
peando el hombro del doctor.
Dreyfuss dobló en esa esquina. Era la calle Benjamín
Mantón.
-¿Adónde vamos? –preguntó Lila a Gonzalo.
-A buscar ayuda, Lila –respondió Gonzalo esperanzado-. A
buscar ayuda.
Siguieron derecho un buen tramo. Cuando la calle termi-
nó, Gonzalo le hizo señas al doctor para que doblara a la
izquierda. Dos cuadras más allá pidió que se detengan. Gon-
zalo se apeó.
-Voy a entrar –dijo.
Frente a ellos se alzaba una capilla, la Capilla de San
Benito. Era una capilla pequeña, recientemente pintada de
un blanco reluciente, que contrastaba con el gris del cie-
lo.
-No sabía que eras tan religioso –observó Lucrecia. Gon-
zalo se dio vuelta hacia ellos, exultante.
-¿Es que no lo ven? –replicó- ¡Vamos, Gaspar, piense!
¿Donde está esta Capilla? –Dreyfuss pensó unos momentos.
-¡A mitad de camino! –exclamó por fin - ¡Está a mitad de
camino entre ambas fuerzas! Es curioso, nunca hubiera pen-
sado en una capilla, ¡pero es verdad!
-Es que usted es un hombre de ciencia, antes que un cre-
yente –rió Gonzalo, al tiempo que lo abrazaba.
-No termino de entender –replicó Lila, confundida, mi-
rándolos a ambos.
-Hasta ahora, Lila –explicó Gonzalo-, nos habíamos fija-
do sólo en aquellas manifestaciones del bien que se hacían
visibles, y nos encontramos con cosas magníficas, como la
piedra-esponja. ¡Pero había algo más que nos estaba faltan-
do!
-¡El Cristo de la Capilla Acuática! ¿Tengo razón, verdad

218
Gonzalo, a eso te referías? –Gonzalo asintió con la cabeza
para responderle a Dreyfuss, que prosiguió - Verás, Lila.
Esto ya no es científico. Si insistimos en tratarlo así, no
descubriremos de lo que realmente se trata. Seguimos meti-
culosamente cada paso de todo lo que vivimos, y le imprimi-
mos toda la lógica que era posible, y esa lógica nos ayudó
mucho hasta ahora, pero como le dije aquella vez a Gonzalo,
incluso si encontramos las explicaciones científicas a los
fenómenos, todo aún puede atribuírsele a Dios, y creo que
toda esta historia nos da razones más que suficientes para
creer en ello.
-Pero nos olvidábamos justamente de eso –prosiguió Gon-
zalo-. ¡Su madre, Lucrecia, es la prueba viviente! Ella ge-
neró el mito de la Capilla Acuática, ¡sólo que no fue un
mito! ¡Está allí, nosotros estuvimos allí! ¿Qué nos falta
para estar preparados y poder enfrentar al mal? Altheia nos
previno. Ella sabía de nuestras dudas. ¿Se acuerdan que me
dijo? ¨No puedo darle respuestas, ni a las preguntas que
hizo ni a las que guarda su corazón¨. ¡Somos unos tontos!
No sabemos escuchar. Nos quedamos con las preguntas urgen-
tes, con lo que sabíamos que no sabíamos. ¡Y ella nos dijo
más aún, ella sabía que dudaríamos! ¿No lo ven? El Cristo
de la Capilla Acuática, las dudas en nuestros corazones,
esta capilla casi en nuestro camino. ¡La Fe! ¡Nos falta la
Fe! -finalizó goz oso.
-¡A pesar de todos estos años en la Comunidad, son con-
tadas con lo s dedos de una mano las veces que entré a algu-
na iglesia!- dijo Dreyfuss, avergonzado.
-¡Pues éste es un buen momento para volver! –dijo Lila,
convencida.
Caminaron los cuatro hacia la entrada. Por dentro, la
Capilla era sencilla y primorosa. Gonzalo entró primero,

219
apoyó su rodilla derecha en el piso, se santiguó y volvió a
pararse. Detrás del último banco a la derecha, se puso de
rodillas mirando al altar. Cerró sus ojos, con sus manos
entrelazadas. Lucrecia se santiguó sin agacharse y se arro-
dilló al lado de Gonzalo. Gaspar y Lila se miraron y tími-
damente hicieron lo mismo. Las visiones volvieron a Gonza-
lo, pero esta vez el moribundo era él, que miraba a los
ojos de Altheia. Gonzalo estaba en cuatro patas, desnudo y
sangrando. Lloraba, mientras la gente seguía vitoreando. El
toro se desprendía como una segunda piel, y caía muerto, a
su lado. Sus manos tocaron levemente la sangre del animal,
sus manos desgarraban la tierra. Abrió los ojos y rezó, con
sus palmas juntas delante de su rostro. Volvió a santiguar-
se y se levantó. Se dirigió a la puerta. Antes de salir dio
media vuelta, puso otra vez su rodilla en el piso y volvió
a santiguarse. Salió. Su expresión había cambiado. Parecía
no tener dudas. Se sentó en el asiento de atrás del carrito
de golf. Momentos después vinieron los otros. Lucrecia pa-
recía más calmada. No había cambios visibles en Lila y Gas-
par.
-¿Cómo estás? –le preguntó Lila a Gonzalo al sentarse a
su l ado. Gonzalo respiró hondo.
-Vivo. Muy vivo, Lila.
Se pusieron en marcha. Iban a retomar el camino de la
costa, cuando observaron unos carteles que señalaban un ca-
mino interno. Lo tomaron. Siguieron por Lorenzo de la To-
rre, la calle de la capilla, cruzaron en diagonal, hacia su
izquierda, por Roger Balet. Cuando pasaron el Museo Paleon-
tológico, en la esquina, hacia la derecha, vieron la Plaza.
Doblaron y fueron a su encuentro, tres cuadras después.
Eran las nueve menos cuarto cuando llegaron allí. Gonza-
lo se bajó primero del carrito y contempló la Plaza de To-

220
ros. Se veía, con el cielo gris como telón de fondo, más
amenazadora que la otra vez. La ausencia de viento contri-
buía a darle un aspecto siniestro. No se escuchaba el más
leve ruido. Dieron un cuarto de vuelta hacia la izquierda,
para encontrar el lugar por donde habían entrado el día an-
terior.
Gonzalo tomó la piedra-esponja con su mano derecha. Se
hizo hacia atrás, y les indicó a los otros que hicieran lo
mismo. Movió rápidamente la mano con la piedra de derecha a
izquierda. Toda esa sección del alambrado voló hacia el
costado donde había ido la mano, apilándose, retorcido, co-
ntra el resto.
-A eso le llamo una buena forma de tocar el timbre –dijo
Lila, convencida.
-Muy bien, aquí estamos –dijo Gonzalo. Tomó con su mano
izquierda la mano derecha de Lila, y ésta tomó a Gaspar y
Gaspar a Lucrecia. Caminaron hacia el círculo, decididos.
Cuando pasaron la alambrada, un espantoso trueno seguido
por un incre íble rayo estalló lejos, al sur. Gaspar, Lila y
Lucrecia se dieron vuelta. Gonzalo miraba fijamente la Pla-
za.
-¡Sonó como en la Ciudad Vieja! –exclamó Lucrecia.
-¿Sería la cuarta señal? –arriesgó Lila.
-Ya no importa –dijo Gonzalo. Su expresión era calma-
¡Vamos!
Los tres se dieron vuelta y los cuatro retomaron la mar-
cha. Atravesaron la puerta. Los recibió un alarido fuertí-
simo y amenazador, aunque Gonzalo creyó percibir también un
poco de horror y de furia. Antes que llegaran al centro de
la arena, la tribuna por donde ellos entraron estalló. Blo-
ques de ceme nto y hierros retorcidos volaron hacia ellos.
Los cuatro se agacharon, tapándose la cabeza. La Burbuja

221
los protegió. Gonzalo se levantó primero y extendió la mano
a Lila. Gaspar y Lucrecia se levantaron mutuamente. Otra
vez el silencio. De pronto, el cielo cambió de color. Sobre
ellos, se abrió la bóveda celeste. Era un cielo límpido,
sin un solo vestigio de nubes. El sol brillaba a un costa-
do. El aire comenzó a oler a flores. Los cuatro giraron,
rodeando con la mirada el lugar. Los escombros de la tribu-
na desaparecieron.
-¿Y ahora qué? –preguntó Lucrecia.
Silencio abrumador, pero calmo, fue la respuesta.
-Pero... ¡No es posible! –dijo Gaspar, palmeando a Lila
en el hombro, para que ella viera donde señalaba, hacia la
entrada principal.
-¡Mamá, papá! –gritó Lila.
-¡Hija! ¡Luis! –gritó Gaspar.
Lucrecia miró hacia donde ellos señalaban y no vio nada.
Gonzalo demoró una centésima de segundo en comprender.
-¡Es una trampa! ¡No se separen! –gritó.
Ya era tarde. Lila y Gaspar no lo oyeron. Amanda y Luis
estaban allí. Iban corriendo a su encuentro. Ya todo estaba
bien, corrían Gaspar y Lila, corrían Amanda y Luis para
abrazarlos, para reconfortarlos, para decirles que estaban
bien, que estaban vivos, que todo había sido un error y que
continuarían su vida juntos, juntos como antes. Gonzalo co-
menzó a correr tras ellos, pero el piso tembló bajo sus
pies y cayó de bruces. Cuando consiguió levantarse, una
brecha de cuatro metros de ancho se abrió entre ellos.
Cuando comenzó el temblor, recién ahí, Gaspar y Lila supie-
ron que era una trampa. Amanda y Luis desaparecieron, como
desaparecieron el olor a flores y el cielo límpido. Un aro-
ma fétido salió del fondo de la gri eta. Volvió el cielo
gris. Lila y Gaspar se acercaron al borde de la hendidura.

222
-¡Lo siento, muchacho, no pensé! –gritó Gaspar. Lila
lloraba, señalando a Gonzalo y tapándose la boca.
Un nuevo alarido, esta vez de júbilo, tronó en el lugar.
Lucrecia, que estaba junto a Gonzalo, se tapó los oídos y
se puso de rodillas. Otro temblor se escuchó desde las tri-
bunas junto a la puerta principal. Gonzalo comprendió: iba
a pulverizar a Ga spar y a Lila. No pensó. Alzó rápidamente
la piedra -esponja.
-¡Gaspar! –gritó, haciendo el ademán de tirar la piedra.
-¡No, mi amor, no lo hagas! –gritó Lila, llorando- ¡No!
Gonzalo arrojó la piedra por sobre el foso. Gaspar la
tomó justo a tiempo, cuando estallaba la tribuna que estaba
de su lado. La Burbuja los protegió de quedar sepultados
por los esco mbros. Entonces, una pared de fuego se levantó,
gigante, desde la grieta. Lucrecia y Gonzalo saltaron ha cia
atrás, al ejándose.
-¡Gonzalo! –gritó desesperada Lila, del otro lado-
¡Pronto, abuelo, dale la piedra!
-¡No sé si podría pasar el fuego, Lila! –dijo Dreyfuss,
al tiempo que gritó- ¿Qué hacemos, muchacho?
-Nada –respondió potente y extrañamente calmo Gonzalo-.
Tal vez deba ser así.
Otro temblor en las tribunas del lado de Lucrecia y
Gonzalo. Más fuerte, más amenazador. Sin pensar, Lucrecia
se abalanzó sobre Gonzalo, protegiéndolo.
-¡Más vale que resulte, madre! –dijo para sí, casi al
mismo tiempo en que la tribuna y toda la pared exterior de
ese sector de la Plaza caían sobre ellos.
Lucrecia tuvo razón. Su propia Burbuja los salvó esta
vez. Otro alarido se escuchó, de rabia.
Las tribunas comenzaron a recomponerse poco a poco en su
sector. Gonzalo se incorporó. Levantó su mano derecha al

223
cielo, al tiempo que asentía con la cabeza, comprendiendo.
-Ahora me toca a mí. ¡Piedra, necesito una soga! –gritó.
Un rayo parecido al que Gonzalo vio con el filtro rojo
de la cámara, aquel que él comparara con un puntero láser,
brotó desde la piedra-esponja que sostenía Gaspar, atrave-
sando el muro de fuego, hasta la mano de Gonzalo. Allí apa-
reció una soga. Gonzalo bajó la mano, y se ató fuertemente
un extremo a su cintura. Le dio el otro extremo a Lucrecia.
-¡No suelte esta soga por nada del mundo, Lucrecia! ¡Mi
vida depende de ello! -alcanzó a decir, al tiempo que Lu-
crecia, la grieta, el fuego, todo, desaparecía.
Lucrecia asintió y comenzó también ella a atarse la soga
a la cintura, cuando vio que Gonzalo desaparecía de su vis-
ta: la soga llegaba a un punto en el espacio, y después no
había n ada.
-¡Dios Santo, ayúdalo! –gritó la mujer.
La soga se iba y se iba hacia la nada. Y otra vez un
temblor. Lucrecia no sabía de dónde agarrarse. De repente,
un puente de acero cayó a su lado. Se escuchó la voz de
Gaspar.
-¡Funcionó, Lila, corramos!
Lila y Gaspar emergieron del puente, y se abrazaron con
Lucrecia, que seguía sosteniendo la soga.
-¿Dónde está Gonzalo? –se desesperó Lila.
-Allá –señaló Lucrecia, hacia donde se dirigía la soga,
hacia la nada.
-¡Imbécil, soy un imbécil! –gritó Dreyfuss, furioso- Si
me hubiera dado cuenta de intentar usar la piedra antes...

Gonzalo seguía atado a la soga. Cuando Lucrecia desapa-


reció, la Plaza de Toros reverdeció. Ya no parecía un viejo
monumento, sino que estaba como recién construido. Las ar-

224
cadas se veían imponentes, impecables, una gramilla verde
claro crecía a sus pies. Las tribunas aparecieron intactas,
nuevas, y comenzaron a llenarse de gente rápidamente. Gon-
zalo estaba en el centro de la arena. Un murmullo creció
desde la tribuna, abucheándolo. El cielo permanecía gris,
aunque lo notaba irrealmente apagado. Gonzalo podía igual-
mente ver a la concurrencia. El público era extrañamente
variado. Se juntaban allí los más extraños ropajes: desde
vestime ntas de principios de 1900 hasta túnicas del año
100. A los pies de la tribuna, rodeándola, desde centurio-
nes romanos hasta oficiales de la SS Hitleriana. Gonzalo
creyó reconocer a varios dictadores latinoamericanos en el
palco de honor. Los males de este siglo representados ape-
nas, pero triunfantes. El lugar era Plaza de Toros, circo
romano y campo de batalla todo en uno. Los guardias reales
hicieron sonar las trompetas. Tres gladiadores salieron a
la arena. El público se enardeció. Iban a su encuentro. Uno
de ellos arrojó un escudo y una espada a sus pies.
-¡No soy un gladiador! –gritó Gonzalo, con todas las
fuerzas que tenían sus pulmones. El público enmudeció- ¡No
soy un gladiador, lo siento! Si quieren derramar aquí mi
sangre, así será, pero no será un espectáculo lo que vean,
sino una ejecución –Gonzalo hablaba con firmeza. Apoyó la
rodilla derecha en el piso y levantó con orgullo su cabeza.
La multitud abucheaba, tímidamente al principio, furi-
bunda después. Los gladiadores se miraban, desconcertados.
Uno de ellos apartó a los empujones a los otros, y echó su
espada hacia atrás, presto a cortar la garganta de Gonzalo,
que lo miraba, inmóvil. Cuando la espada se movió hacia su
cuello, un rayo desde el cielo fulminó al gladiador, que se
derritió en el piso. Los otros dos huyeron. El público es-
taba cada vez más descontento. Los gritos eran ensordecedo-

225
res. Nuevamente las trompetas, y esta vez salieron a la
arena tres leones. Gonzalo se incorporó y se paró frente a
ellos con los brazos extendidos en cruz. Los leones se
acercaron lentamente, desconfiados. Unos tímidos vítores
bajaron desde la tribuna. Gonzalo no dejó ni un instante de
mirar a los leones a los ojos. Los miraba con ternura, con
respeto. No había en sus facciones ni un rastro de miedo,
ni una señal que pudiera resultarles amenazadora. El mayor
de ellos se acercó hasta sus pies. Gonzalo no se inmutó.
Seguía mirando sus ojos. El león cruzó su mirada y se ale-
jó. Ya había perdido el interés en su presa. El abucheo del
público fue ensordecedor cuando los leones se retiraron,
indiferentes. Ya no hubo trompetas. El público y los guar-
dias romanos se retiraban de la Plaza. Los contemporáneos
se quedaron, insatisfechos y a los gritos de disc onformi-
dad. Cuando salió un reluciente torero con su traje de lu-
ces, su capa roja y su espada en mano, la multitud se le-
vantó, saludándolo. Se acercó de costado a Gonzalo. Éste se
puso en cuatro patas, y llegaron los gritos de aliento para
el torero, que comenzó su faena azuzándolo con su capa.
Gonzalo no se movió de su sitio.
-¡No va a haber toreo, tampoco! –gritó.
El torero avanzaba, retrocedía, se movía hacia un costa-
do y hacia el otro, revoleaba la capa para todos lados y
Gonzalo permanecía impávido, sólo mirándolo, como antes
había mirado a los leones. El torero avanzó hacia él, aca-
rició su cabeza y giró, dándole la espalda, esperando víto-
res, pero sólo recibió abucheo tras abucheo, y luego de in-
tentar un par de fintas más, en vano, se retiró ofuscado.
Tímidamente, algún que otro espectador aplaudió a Gonza-
lo, que se levantó despacio. Poco a poco, todos los que
permanecían en el estadio se levantaron y comenzaron a

226
aplaudirlo. Un aplauso cerrado bajó esta vez de la tribuna,
y la gente se enfervorizó cuando salió, por fin, el toro a
la Plaza. Ahora él era el torero. El toro caminaba hacia un
lado y hacia el otro, nervioso. Fue Gonzalo el que se acer-
có esta vez. La multitud vitoreaba, emocionada. El toro se
movía y se movía, Gonzalo no dejaba de mirarlo a los ojos.
Otra vez había ternura en los ojos de Gonzalo y una sonrisa
en sus labios. El toro lentamente dejó de moverse, y Gonza-
lo se acercó más, mirándolo con un amor infinito. Se acercó
más aún y quedaron frente a frente. Gonzalo acarició su
hocico, y la tribuna enloqueció, pero en ese momento Gonza-
lo se arrodilló frente al toro y las voces callaron. La
gente enmudeció mientras Gonzalo acariciaba al toro, mirán-
dolo serenamente a los ojos. Unas genuinas lágrimas de emo-
ción rodaron por las mejillas de Gonzalo al mirarlo, y esas
lágrimas se convirtieron en un charco de sangre que tocó
las pezuñas del toro, quien se sentó junto a Gonzalo, como
un imponente perro guardián. El público que quedaba comenzó
a irse, en silencio, al tiempo que el alarido se hizo inso-
portable. Volvió el temblor, esta vez mucho más poderoso
que los anteriores. El toro comenzó a huir, asustado, pero
trastab illó al levantarse y cayó sobre los pies de Gonzalo,
quien trató de liberarse sin éxito. El temblor comenzó a
destruir toda la Plaza de Toros, y ya las paredes exterio-
res caían sobre los últimos espectadores que demoraban su
partida, aplastándolos. Las tribunas comenzaban a explotar
y el palco de honor estallaba en mil pedazos, vacío. Gonza-
lo pegó tres tirones fuertes a la soga, que de inmediato
comenzó a tirarlo hacia fuera. Luego de varios intentos in-
fructuosos, por fin Gonzalo pudo zafar del peso del toro,
que yacía muerto y con un hierro atravesado en su costado.
Gonzalo lo miró. Le había salvado la vida. Acarició por úl-

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tima vez su hocico, tiernamente. Después, corrió hacia la
soga, pero una pared invisible lo detuvo. Tuvieron que ti-
rar de la soga bien fuerte del otro lado, hasta que final-
mente salió. Lila, Lucrecia y Gaspar lo esperaban ansiosos.
Lila iba a abrazarlo, pero ya los temblores comenzaron de
ese lado.
-¡Rápido, hay que salir de aquí! –gritó Gonzalo, mien-
tras los empujaba hacia el lugar por el cual habían entra-
do. La grieta, con sus lenguas de fuego, se abría cada vez
más, hacia el centro de la Plaza.
Corrieron y pasaron ilesos la salida, pero siguieron co-
rriendo más allá, hasta pasar el alambrado y quedar del
otro lado de la vereda. Se sentaron en el piso, cansados,
al tiempo que se escuchó un potente grito de dolor, y se
derrumbó toda la Plaza de Toros, hasta no dejar piedra so-
bre piedra. Permanecieron un rato así, recobrando el alien-
to, mientras Lila abrazaba y besaba a Gonzalo. Cuando se
levantaron, Gonzalo abrazó a Lucrecia.
-¡Gracias! –le dijo - Altheia tuvo una hija muy valiente.
-¡Y tu madre tuvo un hijo increíble! –respondió Lucre-
cia, dá ndole un sonoro beso en los labios.
Mientras Lucrecia, luego de soltar a Gonzalo, se abrazó
feliz con Lila, Dreyfuss se abrazó con Gonzalo.
-Esto es tuyo, hijo –dijo el doctor dándole la piedra-.
¡Lamento tanto haberme dejado engañar con esa treta! ¡Espe-
ro que no la hayas necesitado antes!
-No se preocupe, Gaspar –contestó Gonzalo agarrándola y
mirándola. Levantó la mirada hacia el doctor-. Así debió
ser. Un tipo común enfrentando el problema.
-¡Común las pelotas! –rió Dreyfuss.
Lila y Lucrecia se acercaron, mientras veían cómo densas
nubes de polvo se elevaban por el aire.

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-A juzgar por la batalla –rió Lila, abrazada a Gonzalo-,
parece que van a ser varios los años con dominio del bien.
-Espero que así sea –rió feliz Gonzalo, dándole un beso
en la frente a ella- ¡Porque ni loco pienso ser yo el que
lo e nfrente la próxima vez!

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ONCE

Lucrecia estaba de pie, emocionada, frente al Cristo de


la Capilla Acuática, acariciando levemente sus formas. Gon-
zalo estaba a su lado. Lila y Gaspar, abrazados, más atrás.
-¡Lo recuerdo! –dijo Lucrecia sollozando, mirando a Gon-
zalo- No puedo creer que lo recuerde después de tanto tiem-
po.
-Lo difícil de creer es que lo haya olvidado tanto tiem-
po, Lucrecia –contestó Gonzalo-. Pienso que de no haber si-
do porque Altheia así lo quiso, es un recuerdo que no
hubiera borr ado de su mente, aunque haya tenido cinco años
la última vez que lo vio. ¡Por mi parte, yo sé que lo re-
cordaré para siempre!
Lila y Gaspar se les unieron, abrazándose una vez más
los cuatro. Detrás suyo, una luz intensa brotó desde la na-
da, y allí apareció Altheia cuando la luz se desvaneció.
-Me preguntaba cuando vendría –exclamó Gonzalo, mirándo-
la. Altheia le sonrió, al tiempo que recib ió el abrazo ca-
riñoso de Lucrecia.
-¡Usted es una caja de sorpresas, Gonzalo! –rió Altheia

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mientras se saludaba con sendos abrazos con el doctor y con
Lila. Se paró delante de él y lo abrazó fuertemente- ¡Des-
pués de su intervención, hay que darle una nu eva dimensión
a la expresión ¨libre albedrío¨! ¡Rompió con cuanta regla
se le puso en el camino!
-Pero ganamos... ¿No es así? –replicó Gonzalo, diverti-
do.
-Ganamos –confirmó Altheia.
-¿Y qué será ahora de la Plaza de Toros, Altheia? –quiso
saber L ila.
-Desde que ustedes estuvieron ayer, sólo han quedado
ruinas. El mal ya no habita en ese lugar. Se ha dispersado
por mucho tiempo, espero. Rumiando, juntando fuerzas. No
creo que debamos preocuparnos de él por varios años.
-¿Y el Sendero, y Bahía Tranquilidad? –preguntó Gaspar.
-Ya no tienen necesidad de preparar a nadie para vencer
al mal, así que sólo serán unos maravillosos lugares para
visitar –respondió Altheia -. El Cristo de la Capilla Acuá-
tica se quedará, también, para cuando quieran enc ontrarse
con Él.
-¿Y el Claro de la Vida? –fue Gonzalo el que preguntó.
-El Claro de la Vida permanecerá donde está, porque tie-
ne más trabajo que nunca ahora, para administrar esta época
de bien. Seguirá donde está, cerca de aquí, vedado para to-
do el mundo excepto para el Portador de la Piedra y sus
amigos, y con una nueva Guía integrante –sonrió Altheia, al
tiempo que abrazaba a Lucrecia-. Me contacté con Lucrecia
anoche, en sus sueños, y aceptó mi propuesta de quedarse
conmigo.
-¿Y sus hijos y nietos? –interrogó Dreyfuss.
-Ellos estarán bien –contestó Lucrecia-. Ya les comuni-
qué a todos que me voy de viaje, pero que de todas maneras

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estaremos en contacto. Además, ¡tengo que recuperar dema-
siado tiempo con mi madre!
-Ustedes deberían quedarse con nosotros, también –les
dijo Altheia mirando a Lila, Gaspar y Gonzalo-. De verdad
hay mucho que hacer y serían sumamente útiles.
-Por mi parte le quedo eternamente agradecido, Altheia –
dijo Dreyfuss, haciendo una cómica reverencia-, pero yo de-
bo segu ir en la Comunidad. ¡Hay cientos de fenómenos nuevos
por estudiar, y me temo que si no regreso, tomarán el con-
trol un montón de cabezas huecas!
Todos rieron. Altheia miró a los muchachos.
-¿Y ustedes, Gonzalo, Lila?
-Por el momento quisiéramos pensarlo un poco, Altheia –
exclamó Gonzalo-. Pasaron demasiadas cosas y necesitamos un
tiempo para nosotros.
-¿La oferta seguirá abierta? –preguntó Lila.
-¡Todo el tiempo que ustedes quieran! –dijo Altheia.
-¡Excelente, entonces! Sucede que aún no tomé mis vaca-
ciones –dijo Gonzalo -, y como al trabajo ya no pienso vol-
ver, sería hora de que Lila y yo estemos en un lugar tran-
quilo para descansar realmente.
-¿Y dónde piensan ir? –quiso saber Lucrecia.
-¡A Buenos Aires! –exclamaron Lila y Gonzalo a coro.

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