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Microcuentos sin pies ni cabezas.

El comunista (Un cuento más rebuscado que una canción de Arjona).

Meleto se dirigía a la casa de su padre, luego de casi tres meses sin saber de él ni por vía
telefónica, su padre era comunista y no usaba teléfono celular, pues tenía un un problema
con la tecnología, no exponía sus razones ni hablaba sobre ello, pero la cuestión era
evidente, en la habitación del padre de Meleto solo había una radio para escuchar las
noticias, música de Alí Primera y algunos otros discos y los partidos de beisbol cuando era
temporada. Cuando me refiero a solo un radio quiero decir, artefactos electrónicos,
obviamente también había o tenía (como mejor le parezca al lector) una cama, no tan
obviamente una mesa de noche con una caja de zapatos sobre-arriba de- donde
almacenaba sus objetos de uso diario o semanal o inter-diario, algunas veces de forma a-
periódica, aunque era poco probable que esto sucediera, el padre de Meleto seguía
disciplinadamente sus rutinas, como cortar su cabello cada quince días, al igual que sus
uñas, se bañaba dos veces al día, una vez en la mañana y otra cuando volvía del trabajo, se
fumaba nueve cigarros diarios de lunes a viernes, y diecisiete los sábados, domingos y días
feriados. Pero ese no era el punto, comentaba sobre el problema que representaba la
técnica-logía en la vida del padre de Meleto, tampoco manejaba automóviles, decía que hay
hombres que nacen para no manejar. Tampoco le gustaba ver programas por TV, pues le
molestaba en gran medida la publicidad.

Todos los jueves asistía al cineclub, pues solo le gustaba el CINE independiente, Chaplin
un genio, el único en la industria del CINE.
Su película favorita era Modern Times, su color era el azul, todos los días usaba camisa de
mangas largas y pantalón. Le gustaba tomarse un CAFÉ (corto, con leche y bien cremoso)
con un ponqué de vainilla en el CAFÉ
que quedaba en el centro, allí se reunía con sus otros amigos comunistas Gabaldón y
Agapito, el primero toda su vida había sido zapatero aunque todos le decían profesor, era un
hombre algo obstinado y suficientemente culto aunque de buen trato, todos los días citaba
una greguería de Ramón o un poema de García Lorca, era agradable escucharlo; el segundo
si era profesor de verdad, de literatura, este era algo iracundo y dogmatico, pero sus
discursos sobre García Marquez valían la pena escucharlos. Esos tres se sentaban en el café
todos los días para hablar casi de las mismas cosas con distintos nombres, Octavio Paz o
Neruda, Borges o Cortázar, Dalí o Picasso, todo dependía del clima, el papa de Meleto
decía que los surrealistas confundían la literatura con la pintura, Gabaldón siempre
realizaba una sátira acerca del manual de Carreño, Agapito como buen Bogotáno realizaba
su apología de las buenas costumbres y mencionaba que el problema estaba en el
romanticismo que había hacia el manual, el papa de Meleto realizaba su crítica marxista y
así todos aportaban a la tertulia, menos Meleto, quien les acompañaba ocasionalmente,
tenía tres meses sin asistir a las tertulias, el solo escuchaba, a veces realizaba una pregunta,
nunca le contestaban nada concreto, parecían psicoanalistas.

-La muerte es hereditaria- dice Gabaldón citando a Ramón nuevamente-.

Ciertas v-e-r-d-a-d-e-s parecían ser motivo de angustia en Gabaldón que fue operado de un
riñón recientemente y está tomando en cuenta la posibilidad de su muerte, su padre, su
madre, su abuelo y un hermano, habían muerto. Sin lugar a dudas eso de la muerte era algo
de familia.

Todos los días se veían, bueno casi todos, la rutina le hacía bien (ustedes saben a quién).
Llegaba a su casa y se bañaba nuevamente, extrañaba a Meleto, estaba empezando a pensar
en que llegará el momento en que no recuerde bien su rostro como un sueño que se va
desvaneciendo en el trascurso del “tiempo”. Era su único hijo, aunque estaban sus amigos
del café, su soledad era inminente, no tenía esposa ni amante, lo grisáceo solo desaparecía
cuando Meleto llegaba, definitivamente era un hombre que no se bastaba a sí mismo, habría
que ver si existe alguno, autísticamente se quedaba horas observando un cigarro apagado
mientras se sumergía en esos ríos metafísicos, no deja de agradecer a Cortázar, de vez en
cuando salía una lágrima de sus ojos cuando melancólicamente recordaba su juventud en
Caracas.

En esa caja de zapatos había cepillos para los zapatos y para el cabello, un cortaúñas, cajas
de perfumes que alguna vez compró y nunca utilizó, jabón de baño y algunas píldoras para
conciliar el sueño.

Siempre le contaba la misma historia a Meleto de cómo había conseguido su trabajo actual
y como esto le salvó de la pobreza absoluta, lo mejor de todo es que a Meleto siempre le
parecía que fuese la primera vez y disfrutaba de la historia, de las persecuciones cuando
estaba en la Liga Socialista, de Alfonsina, su primera novia. Todas, historias ya conocidas.

El papa de Meleto no creía en Dios pero sin embargo decía que si este existía estaba de su
lado. De algo se tenía que agarrar, pensaba, pensaba que las cosas son más difíciles cuando
se es pobre y ¿ateo? Sí, ateo, era irrelevante, le gustaba más llamarse nihilista, aunque no le
gustaban las etiquetas ni las marcas, sus contradicciones las solucionaba con dialéctica
como le enseño Hegel, pues decía que no se dejaba de ser creyente, creías en Dios o creías
que dios no existe, el ateísmo en el papa de Meleto no dejaba de ser creencia, además, los
agnósticos no existen. Que incómodo se sentía pensando estas cosas. Que epidérmico. Era
como hablar de carros. O peor aún, de repuestos de carros.
Era evidente que envidiaba a los hombres que no se preocupaban por esas cosas, los que
usan zapatos muy apretados para sentir el placer de quitárselos en la noche, si, esos que
solo comen y cagan y luego se comen su propia mierda.

Despues de todo, al día siguiente iría al Cineclub, y como Ramón dice, “Al cine hay que ir
bien peinado, sobre todo por detrás”.

El hombre que procrastinaba.

Eso de hacer las cosas en el momento adecuado de acuerdo a las necesidades del momento
es una cuestión de esquizofrénicos y gente muerta, eso lo sabía yo, la vida es muy corta
para como para no perder el tiempo, yo soy Dante Pelayo y esa es mi filosofía, dejar para
mañana lo que puedes hacer hoy, esa es la manera correcta de vivir cuando se sabe que al
final de la partida la única posibilidad que existe es perder, no hay de otra, es un juego
caprichoso y superfluo. Procrastinar, tensión, euforia y angustia, no se trata de ser feliz si
no de ser sentir. Improvisación y creatividad, llegar tarde al trabajo, ver una película de
Buñuel, comer maní y beber una cerveza, tal vez sea lo más excitante que hago, compro el
periódico en la mañana.

Hace poco estuve intentando escribir una novela, pero me parecía imposible seguir la
linealidad de una historia por más de una vez, no seré el mismo que escribió tal cosa la
semana pasada, los personajes no serán los mismos, cambiarán dependiendo del clima, de
mi estado de ánimo, de cuantas veces tenga sexo, además la inspiración es muy cruel
conmigo, solo llega por momentos perecederos suponiendo que el infinito solo sea una
hora, se me hará muy difícil, pero a veces se me ocurren cosas graciosas, a veces escenas de
películas, en ocasiones una pequeña historia, a veces muy pequeña como para ser escrita,
entonces me pregunto cuantas historias dejaron de ser escritas, y comencé a especular que
esas cosas que no se decían tal vez eran las cosas más importantes, esas experiencias
inefables, que solo se quedan contigo y tu con ellas, que te marcan, que detienen el tiempo,
en los que te desconoces a ti mismo, en el que tu nombre letra por letra ya no eres tú, donde
“yo” solo es una pequeña palabra que aunque representa a una unidad está compuesta por
dos letras, y te das cuenta…¡Nooo no te das cuenta de nada!.

Salí un momento a dar un paseo por la calle y disfrutar un poco de una buena caminata,
llegué a la plaza Bolívar y me senté en un banco a ver pasar la gente, era increíble, en ese
momento me di cuenta, que en cada rostro había una historia, unas más cortas y otras más
largas, no los rostros, las historias; pasaba mucha gente, unos caminaban muy rápido, otros
llevaban cotufas en bolsas de papel y los más peculiares llevaban bolsas en papel de cotufa,
ahí estaban los eternos errantes jugando ajedrez como siempre, ese día lo más hermoso que
vi fue un niño correteando palomas, que sublime. Había un señor que tenía un pequeño
puesto películas, y lo mejor de todo es que las tenía clasificadas por país y director, cientos
de historias caminando por la plaza, historias extrañas, extrañas a mí, condenando a vivir
solo la mía, encarcelado de por vida en mi propio ser.
Todo eso pasaba en esa plaza, sin embargo caminar es divertido, sobre todo cuando el lugar
a donde te dirig(es es) lo menos importante, me pregunto cuanta gente ha dejado de vivir
ese placer, ya nadie camina por caminar, todos caminan dirigiéndose al trabajo, a la tienda,
a la biblioteca.

Ahí estaba yo, Dante Pelayo, haciendo lo que más me gustaba, procrastinar, era todo un
placer dejar de hacer esas cosas que todo el mundo llamaba “importantes”, tenía que
corregir esos ensayos para la clase, algo que me parecía abominable, ser juez de la opinión
de otro, pero tenía que hacerlo.
Acerca de Neudo Villarroel.

Se dirigía Neudo Villarroel después de terminar su faena diaria, un trabajo que consideraba
una mantequilla, habría que ver si se trataba de mantequilla que se derretía progresivamente
dentro del sartén, o simple mantequilla en su continente. En la mañana había comido...
como usualmente solía ocurrir en sus días, era realmente cómico o tal vez trágico lo que le
había ocurrido ese día, se cago en los pantalones, era la segunda ocasión que dicha
comedia-tragedia le había ocurrido, su jefe directo de la oficina le informó que el baño de
caballeros estaba cerrado por reparaciones, con esas quejas de parte de sus intestinos se fue
a su casa en lo que en su ciudad le llaman libre, ya estaba cagado, sin embargo el chofer
mostro gran empatía y respeto ante tal situación, solo miraba de reojo con un rostro de
sospecha, el mismo de las madres cuando tienen bebés, y se introduce en sus fosas nasales
un olor particular que a veces se deja pasar por la costumbre, había mucha mierda en el país
y poco distinguían la diferencia, preocupado, triste y con una cara de vergüenza el libre le
dejó en su casa, le sumo a la cantidad que le pedía el chofer veinte por ciento más y se le
dio con mucho gusto.

Era increíble lo que le sucedió, nada más horrible y desconcertante, cagarte en la calle con
ya cumplidos cincuenta y cinco años y ser la burla de un número reducido aunque perverso
grupo de personas (secretarias).

Se sentó, saco un cigarrillo del empaque, en ese momento apenas comprendió la utilidad
de la fina bolsa que envuelve la cajetilla, sin mucho más que pensar al respecto, se sienta en
la cama, mientras en el cigarro y el encendedor se encuentran colocados como arrojados el
uno al otro en forma paralela en un pequeño plato redondo con círculos rellenos de colores
con mas círculos de colores dentro de ellos. Neudo disfrutaba como un espectáculo el humo
que salía de su cigarrillo, describía de una tan precisa las intermitencias de eso que llaman
existencia, su vida estaba llena espectáculos, aproximandamente una caja de espectáculos
por día.
El último día de Laurencio.

Aproximadamente veinte años tenía sin venir a mi ciudad de nacimiento, en aquél tiempo,
Mérida seguía siendo un pueblo pequeño y acogedor, sus calles eran muy frías, muchos
más que ahora, pero sus cálidos habitantes cumplían el equilibrio perfecto, cual cobija que
arropa y cubre del externo ambiente, que de estar descubiertos mis pies se entumecerían
dolorosamente.

Una ciudad que crece sin perder la esencia de la gentileza que caracteriza a los pueblos,
quedaba ya poca familia cercana y conocida en esta ciudad que provocaba en mis
experiencias subjetivas ríos de nostalgia y una sensación de familiaridad inexplicable.

Hallé en sus pequeños pueblos el lugar ideal para las fotografías de rostros ancianos, que
intensificaban en mí la ya profunda sensación de nostalgia que atravesaba por esos
meandros metáfisicos. Las calles angostas con pequeños pórticos se asomaban para
mostrar un particular modo de belleza, que tal vez radica en la simplicidad, ese tipo de
cosas que no se dejan entorpecer por absolutamente nada, ni por el montón de cables que
se desplazaban por todas partes como en la habitación de Traveler en el capítulo suprimido
de Rayuela.

Coincidí en aquel momento, diría yo, casi de forma milagrosa con el narrador de historias
más crípticas y entretenidas, el que recuerda con su surrealismo que se refugia de forma
total sobre la base de lo absoluto a los microcuentos de los cronopios, evidentemente mis
razones de entusiasmo eran de sobras ante tan maravillosa coincidencia, K… era el mejor
escritor que conocerían mis lecturas, entre sus títulos, para informarle al lector, eran tan
variados como la biodiversidad de Mérida, se podía encontrar ensayos sobre la influencia
de la cocaína en la cultura posmoderna occidental, cuentos fantásticos que solo podían ser
comparados con las películas del señor ese que a veces tenía una aparición de segundos en
estas, entre otras cosidades un ser maravilloso desde el terreno de la escritura… Una vez lo
ví, me acerque a él, extrañándome su corta estatura y una taza de café que llevaba en su
mano a pesar de estar en pleno centro de la ciudad, le dije mi nombre y un pequeño agasajo
sobre su obra y mi admiración casi enfermiza a su figura, pasaríamos tal vez una hora en
una tertulia agradable a través de las calles de esa hermosa y nostálgica ciudad.

Corrían así las horas y en medio del ocaso de un atardecer crepuscular, notaba en mi
cuerpo un malestar particular que me recordaba los días de intenso sufrimiento por esa
enfermedad que cuarto gran parte de mi infancia, y por la cual fui sometido a un
tratamiento que tenía como efectos secundarios el mismo malestar que empecé a percibir en
el ocaso de aquel atardecer crepuscular. ¡Hermoso!.
En el anochecer, mi experiencia subjetiva comenzaría a sufrir cambios radicales, todo
instante resultaba eterno y absoluto, al parecer la levedad se desvanecía en la esencia de mi
nadería de ser. Mi temperatura corporal estaría cerca de los cuarenta grados, pensaba en que
me estaba quedando colifato, los cuerdos no pueden acumular tal suma de felicidad por
solo el hecho de ser, cualquier cosa podía parecer inefablemente maravilloso, como los
primeros cinco minutos de esa película que marcaron ese día como el mejor de todos, un
encuentro con un hombre excepcional, rostros con surcos por todas partes, belleza natural
que desbordaba mis sentidos, pocos días o tal vez ninguno llegarían a ser como ese, sin
embargo mi malestar se incrementaba, y mi experiencia cada vez se colmaba de éxtasis, la
angustia se asomaba y se mezclaba entrópicamente con el estado de flujo infantil, poco a
poco perdía la razón y la estructura psíquica se transformaría excluyendo la figura del otro
y arrojándome en el abismo de las ideas y el aprecio por ese último y eterno instante…
Él.

Carecía él desde hace mucho, de todo contacto físico de carácter erótico que no fuese
ocasionado por su mano, los días solían ser largos y fatídicos, largos y contemplativos,
largos y repetitivos…siempre largos, eso resulta ser bueno, tardaría mucho en morir.

Caminaba todos los días por la plaza Bolívar y a pesar del excedente de sombreros
caminantes que allí se solían encontrar, su compañía eran sus libros viejos y desgastados,
no hablaba con nadie, o casi nadie pues. Sin embargo, la ciudad llena de Carreñismos
desplegaba en sus vísceras una mezcla de asco y contemplación, en ese tiempo ya había
llegado por las calles de caracas la frase ¡Dios ha muerto! Claro está que solo en un
pequeño y aristocrático número de seres, él era uno de ellos.

Coleccionaba los periódicos de todos los días y los guardaba en una de las habitaciones de
su enorme casa, en ella también se podían encontrar en las paredes, fotografías por todos
sus cuatro lados, biombos japoneses y cuadros de un joven que conoció en París llamado
Salvador.

Todos los días tomaba el tranvía, no como medio de transporte, sino como medio de
movimiento, moverse, caminar, y sombreros.

Un día se enamoro, de la mujer de sus sueños, literarmente. En su diario escribió sobre ella,
era una pequeña muchacha con rostro risueño, tez blanquecina y nariz respingada, con una
cabellera ondulada de color negro que caía por sus hombros como el agua de un pequeño
riachuelo que baja por las piedras que constituyen su canal, delante de sus ojos se
encontraban unas gafas que mencionaban su inocencia, sus brazos eran escuálidos y
delicados, estaba en una pequeña plaza mientras él se refugiaba en las letras de un libro del
cual no recuerdo su nombre, pero el uso de lalengua en sus páginas desplegaba un gran
júbilo y una gran esperanza para él, mientras tanto con la misma intensidad de atención y al
mismo tiempo, observaba a la joven mientras esta, regaba con agua un tronco que se
extendía aproximadamente dos metros por encima de la superficie, pero curiosamente no
tenía hojas y estaba pintado de color blanco en la parte de abajo y amarillo en la parte más
alta. Solo eso recuerda y no solo eso soñó, quedo enamorado por esa pequeña criatura que
solo pudo ver ese sueño curioso y extravagante.

Desde aquél momento los días se hacían mas largos, los años pasaban y su soledad era
inminente a pesar de sus posibilidades económicas, sus viajes cesaron, la desesperanza de
conocer le fue convirtiendo en un ser amargado y sin sentido del humor.

Además, ya Caracas no tenía nada que ofrecerle, el tranvía desapareció de sus calles y las
calles desaparecieron de él, la casa estaba llena de cuadros del rostro de aquella muchacha,
imposible e ideal. Solo salía en la mañana a comprar el periódico y en situaciones
realmente necesarias. Fue fundiéndose entre libros e insomnio.

Esa fue la vida de aquél hombre, que solo vivió en los sueños de aquella muchacha descrita
en el sueño de aquel soñado.
Petra La loca.

Aunque usualmente la mayor parte de su cuerpo estaba cubierto por una capa extensa de
mugre, sus manos siempre permanecían limpias, ahora que lo recuerdo, era un fenómeno
extraño, todos le compraban arepas, las mejores del barrio, recuerdo que mi mamá me
mandaba con un trapo y dos bolívares, eran dos arepas que le podía comprar a Petra por esa
cantidad, o eso pensaba mi mama, a los niños siempre nos dejaba las arepas a la mitad para
que con el cambio compráramos caramelos y esas cosas.

-Petra deme dos arepas.


-¿Trajo bolsa carajito? gritaba desde adentro
-Sí. Mientras se asomaba por la rendija de la puerta y yo le alcanzaba la plata. Sacaba un
trapo blanquito donde las envolvía y las echaba en la bolsa

Ella vivía sola y de vez en cuando una señora le visitaba, una señora mayor, que siempre
tenía cara de estar triste y enojada, era tenebrosa, luego de su visita Petra se mostraba
limpia en las calles del barrio y salía según ella a buscar un hombre que valiera la pena.
Hasta que se encontraba con los hijos de los Gabino, que les gritaban:
-Petraaa, Petraaa. Mientras aplaudían. A Petra le molestaba mucho eso.

Esa era mi parte favorita, Petra les decía todas las groserías del mundo, y los carajitos salían
corriendo, eso lo veía yo por la ventana, mi Papá nos prohibía salir a la calle a jugar con los
otros niños del barrio.

Petra pasaba la mayor parte del tiempo sola, unos dicen que se puso loca después que el
esposo la dejó y años después un hijo se le murió quien sabe por qué.

En las noches, se escuchaba gritos de gente que se quejaba desde la casa, casi todos los
días, en un principio los vecinos llamaban a la policía, pero cuando entraban en la casa solo
se encontraban con Petra durmiendo en un colchón en el piso, con los trece gatos que tenía.
Después de eso, la calle se acostumbró a los gritos que provenían de la casa, y todo siguió
igual.

Tiempo después escuché hablando a mi mamá con la señora tenebrosa, la que le visitaba,
que Petra tenía infectadas las heridas y salían gusanos enormes de estas. Hasta que un día la
señora la encontró tirada en el pisó, cuando vio esto, le empezó a gritar para que se
despertará pero Petra no respondía, ¡Petraaaaaa! ¡Petraaaaaaa!, le dio una patada en la
cabeza, pero no respondió. Petra se había muerto, ese mismo día la velaron y todos los
vecinos pasearon su tumba por las calles de tierra del barrio.

Nunca entendí porque todos les compraban sus arepas.

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