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El ballet de la clase obrera

Simon Critchley

Partido entre el Tottenham Hotspur y el Liverpool, 1975.


Fotografía: Corbis.
El fútbol es el ballet de la clase obrera. Es una experiencia que
hechiza. Durante una hora y media se desarrolla poco a poco un
orden de tiempo diferente y uno se somete a él. Un partido de
fútbol es una ruptura temporal con la rutina diaria: estática,
evanescente y, sobre todo, compartida. En todo su esplendor, el
fútbol va sobre los cambios en la intensidad de la experiencia. A
veces, es como Spinozaen su maximización de las intensidades
de la existencia. Otras veces, es más como el Godot de Beckett:
nada sucede dos veces.
Permítanme que intente explicar por qué el fútbol es muy
importante para mí, y por qué lo es más según me hago más
viejo. Mi familia es de Liverpool, en el noroeste de Inglaterra, y
mi padre solía entrenar en el campo del Liverpool a principios de
los años cincuenta hasta que una lesión de tobillo acabó con su
carrera. Por ese motivo tuvo que llevar botines Chelsea el resto
de su vida, le daban un aspecto bastante estiloso.
Mi madre me cuenta que empecé a dar patadas a un balón antes
que a caminar, y el nexo principal de la relación tempestuosa
que mantuve con mi padre fue el fútbol. Hasta que murió a
finales de 1994. De pequeño, recuerdo largos viajes en coche
para ver partidos, analizábamos (cuando estábamos de camino)
cada faceta del juego anticipadamente y lo comentábamos (a la
vuelta) con rigor científico, casi forense. Recuerdo que lloré
desconsoladamente en el coche al volver de las semifinales de la
Copa, cuando el Liverpool perdió contra un equipo
manifiestamente inferior en un campo horrible. El fútbol va sobre
todo de la experiencia del fracaso y de la injusticia moralmente
justificable. De esperar ganar y aprender a aceptar la derrota.
Pero, lo más importante, va sobre la fragilidad del sentido de
pertenencia: el enigma del lugar, de los recuerdos y de la
historia.
Mi familia se mudó de Liverpool. Éramos inmigrantes económicos
en una parte del país que no reconocíamos y que no nos
reconocía. El Liverpool CF vino a representar lo que el hogar
significaba para mí y fue un elemento crucial para el sentido de
identidad que teníamos. Nuestra casa se llamaba «De Kop»,
como la famosa grada de Anfield donde los fans más acérrimos
cantaban en pie. Recuerdo que me pegaban en la escuela por
hablar diferente, es decir, con acento reconocible de Liverpool.
Así que aprendí a hablar de otra manera, un estilo anónimo típico
de la BBC que todavía arrastro hoy.
Fui un jugador decente, nada especial. Mi padre estaba muy
orgulloso y solía ir a ver todos los partidos. Debido a los caprichos
del sistema inglés, cuando a la edad de once años aprobé el
examen para entrar en una grammar school —un tipo de escuela
pública académica que por suerte ha ido desapareciendo—, los
únicos deportes que se podían practicar eran el rugby,
el hockey y el cricket. Juegos de caballeros; el fútbol se
consideraba de clase obrera. No me dejaban jugar, excepto en
mis ratos libres, y perdí el poco talento que tenía.
Cuando nació mi primer hijo, Edward, en 1992, mi primer
impulso fue adornar su habitación con banderines del Liverpool.
Como yo, no iba a tener más alternativa que ser fan del
Liverpool. Tristemente, el Liverpool con el que yo crecí —un
equipo de semidioses invencibles unidos bajo el mando
autoritario de Bill Shankly— ya no existe. En los años setenta
y ochenta era tan bueno que tenía que venir un equipo de Marte
para derrotarlo, decía Shankly.
Me encanta la arrogancia de esta otra cita suya:
Mi idea era convertir el equipo en un bastión de invencibilidad.
Napoleón quería conquistar el mundo, yo quería que el Liverpool
fuera imbatible. Mi idea era crear un equipo cada vez mejor hasta
que el mundo entero se rindiera.
A pesar de la alusión a Napoleón, Shankly era socialista, y no
debería olvidarse que el nombre verdadero del fútbol, que se
remonta a la organización formal del juego en Inglaterra en la
década de 1860, es «fútbol de asociación». Una idea que no debe
vincularse por las buenas a la charla de Marx sobre «una
asociación de seres humanos libres» en El capital.
La manera en que Shankly entendía el socialismo era muy
simple: «El socialismo en el que creo no es política, es una forma
de vida. Es humanidad. La única manera de vivir y de tener éxito
de verdad es mediante el esfuerzo colectivo; todos trabajando
para todos y todos con una parte de la recompensa al final del
día».
En 2006, el Liverpool CF fue comprado por dos inversores
deportivos americanos: Tom Hicks y George Gillett. Pocos
años después, en la temporada 2009-10 y con centenares de
millones de dólares de deuda, atravesó uno de sus peores
momentos. La siguiente (2010- 2011) fue incluso peor; el club
entró en concurso de acreedores y finalmente fue vendido, como
una prostituta en una esquina.
Kenny Dalglish, mi héroe de la infancia, a quien quería dedicar
mi tesis doctoral (hasta que los profesores más distinguidos de
la facultad me recomendaron encarecidamente no hacerlo), fue
nombrado entrenador a finales de diciembre de 2010. Las cosas
empezaron a ir mejor pero, tristemente, pronto se hizo patente
que Kenny no tenía aptitudes para el juego contemporáneo.
Cuatro años después hubo un cambio de actitud en el equipo, en
la selección y las tácticas bajo la dirección de Brendan
Rodgers. No me gusta este tipo, pero reconozco que hizo un
trabajo fantástico. El Liverpool jugaba con firmeza, energía e
ímpetu, con una troika extraordinariamente eficaz compuesta
por Suárez, Sturridge y Sterling.
A veces pienso que tendría que haber dejado a mi hijo ser de
algún otro equipo, como el Arsenal o el Manchester (¡Dios no lo
quiera!). Pero quizá hay algo de parábola en el fenecimiento del
Liverpool: el fútbol tiene que ver, sobre todo, con experimentar
una decepción en el presente que se liga a un cierto recuerdo,
sin duda ilusorio, de grandeza y virtud heroica. No es la
decepción lo que es difícil de llevar, es la esperanza infinitamente
renovada con la que comienza cada nueva temporada. Aquí hay
una alusión clara, por supuesto,
al Prometeo de Esquilo. Encadenado en un intercambio entre el
coro y el dios Prometeo, atado a una roca en el Cáucaso. El coro
pregunta a Prometeo qué más les dio a los seres humanos
además del fuego y de la tecnología.
Prometeo: Evité que los mortales previeran la fatalidad.

Coro: ¿Qué cura descubriste para esa enfermedad?

Prometeo: Sembré en ellos esperanzas ciegas.


Partido entre el Tottenham Hotspur y el Liverpool, 1975.
Fotografía: Corbis.
Guerra por otros medios
La Copa del Mundo es un espectáculo en el sentido
estrictamente situacionista. Es una exhibición deslumbrante de
equipos, tribus y naciones en un combate simbólico, de hecho,
bastante atávico, adornado con múltiples capas de
mercantilización, patrocinio y una comercialización
aparentemente infinita. Es la clara imagen de lo peor y más
vulgar de nuestro tiempo. Pero también es algo más, algo
vinculado a asuntos difíciles y recalcitrantes que tienen que ver
con conflictos, recuerdos, historia, lugar, clase social,
masculinidad, violencia, identidad nacional, tribu y grupo.
Mi primer recuerdo de la Copa del Mundo es de cuando mi padre
me llevó a ver el partido de Argentina contra Inglaterra en el
estadio de Wembley en 1966. Yo tenía seis años y aquello era un
acontecimiento muy importante. Acabó en un irritante 0-0 que
pasó a la historia porque el capitán de Argentina, Rattin, que
había lesionado gravemente a un buen número de jugadores
ingleses, se negó a abandonar el campo cuando le expulsaron.
Obviamente, Rattin no era un caballero.
Hubo tres encuentros más de la Copa del Mundo entre Inglaterra
y Argentina: en 1986 (Argentina ganó con dos goles de Diego
Maradona, uno con la mano, «la mano de dios»), en 1998
(Argentina ganó otra vez, después de que un joven e
impetuoso David Beckham fuera expulsado por venganza) y en
2002 (cuando Inglaterra ganó y Beckham se redimió a sí mismo
con un gol ganador). Al reflexionar sobre el incidente de la mano
y la victoria sobre Inglaterra en 1986, Maradona dijo:
Fue como si hubiéramos vencido a un país… Aunque dijimos
antes del partido que el fútbol no tenía nada que ver con la
guerra de las Malvinas, sabíamos que habían matado a muchos
argentinos allí, como a pajaritos. Esta era nuestra venganza.
El fútbol es la continuación de la guerra por otros medios.
Mi recuerdo más vivo de la Copa del Mundo es de México, en
1970. Brasil ganó por tercera vez, lo que significaba que seguían
quedándose con el trofeo. Era el equipo de Pelé, en su cuarta
Copa del Mundo; Jairzinho, Rivelino, Tostão y Gerson. Solo
los nombres me transmitían una especie de energía mágica. Los
pronunciaba silenciosamente mientras golpeaba un balón contra
la pared, como si invocara un conjuro. El equipo de Brasil de
1970 fue el mejor equipo atacante de todos los tiempos, y con el
que se compara a otros grandes equipos posteriores (los Países
Bajos en 1974, o Francia en 1998). Mi madre tiene una fotografía
mía, con diez años, llevando el uniforme de Brasil al completo.
La Copa del Mundo, por lo tanto, tiene que ver con recuerdos
constantemente cambiantes y con la complejidad de la identidad
personal y nacional. Pero sobre todo tiene que ver con la
excelencia. Los jugadores verdaderamente buenos, como Pelé,
como Johan Cruyff, como Maradona, como Zidane, tienen
excelencia: una contención física no forzada y elegancia en sus
movimientos, un tipo de disciplina en la que los periodos largos
de inactividad se pueden acelerar repentinamente y el tiempo
adquiere una dimensión diferente en explosiones de energía
controlada. Cuando alguien como Zidane hace esto solo, el efecto
es hermoso; cuando cuatro o cinco jugadores hacen esto juntos,
es impresionante (esta excelencia colectiva ha pasado a un
nuevo nivel con el Barcelona FC de los últimos años). Pero la
excelencia es también un don. Es el cultivo de cierta disposición,
algunos la llaman fe, con la esperanza de que la excelencia se
distribuya.
Puedo oler esta película
Hay dos cosas que se le escapan totalmente a uno cuando ve el
fútbol en la televisión: el olor y el sonido. El fútbol va sobre todo
de olores: la muchedumbre, el hedor acre del pis en los aseos,
Bovril, humo de tabaco y empanadas de carne. Pero también
está el olor de la tierra, la tierra que Zidane trata con tanta
delicadeza sustituyendo cuidadosamente los terrones de hierba
arrancados durante el partido, o el leve ruido de fricción
persistente de sus botas contra el campo. Hay algo nostálgico y
elegíaco en este olor.
Al pensar de nuevo en cuando era pequeño e iba a ver partidos
con mi padre o cuando lloraba en el coche de vuelta a casa
cuando el Liverpool perdía, lo que recuerdo son olores. Sobre
todo el olor de la tierra mojada del campo que ascendía a las
gradas.
En la película Zidane este recuerda correr y sentarse tan cerca
de la televisión como podía para poder ver el
programa Téléfoot y escuchar la voz del comentarista; lo que le
atraía no era el contenido de las palabras de Mangioni, sino el
tono, la atmósfera. Estas son las interferencias
que Zidane intenta evocar para adentrarnos en el recuerdo del
espacio, una esfera divina, el momento de la respiración y el
vapor. A veces, me recuerda al cine de Terrence Malick.
V: Excelencia y destrucción
En el peculiar ensayo Sobre el teatro de marionetas, el poeta
romántico Heinrich von Kleist reflexiona sobre la naturaleza de
la excelencia. Debido a la naturaleza inquieta de la conciencia
humana, Kleist concluye que la excelencia aparece solo de forma
corporal en personas que no tienen ninguna conciencia o la
tienen infinita; en una marioneta o en un dios. ¿Es Zidane una
marioneta o un dios? Tiene excelencia, lo que significa que podría
ser ambas cosas.
No queda claro qué sentido hay —si es que lo hay— en el
heroísmo del siglo XXI. El héroe es un icono, pero también es
algo más: el héroe verdadero es poseedor de fragilidad y
soledad. Sobre todo, y aquí es donde Zidane se acerca más a la
figura del héroe, cuando se busca su propia ruina.
En la película, sonríe una vez, quizá dos veces. La segunda vez
es hacia el final del partido mientras charla con Roberto Carlos.
El Real Madrid va ganando después de recibir un gol en contra
tras un estúpido penalti. Zidane se sacó el primer gol de la
manga tras una extraordinaria demostración de inteligencia,
energía y velocidad. Parece feliz. Pero es una sonrisa
amenazadora. Casi una mueca.
De repente los ojos se le oscurecen y parece engullido por una
intensidad claustrofóbica de duda y de odio hacia sí mismo. A un
compañero de equipo le acaban de hacer una falta grave y corre
a través del campo para golpear al jugador causante de la falta.
David Beckham lo aparta antes de que lo golpee por segunda
vez. Entonces, un dolor inmenso se adueña de él. Lo expulsan y
se somete a las reglas a regañadientes. El heroísmo conduce
siempre a la autodestrucción y la ruina.
Según abandona el campo, sabe que se ha acabado. Parece
desamparado.
Como Kleist escribió al final de su ensayo sobre el teatro de las
marionetas: «Este es el último capítulo de la historia
del mundo».
Aficionados del Liverpool en las calles de Roma durante la final
de la Copa de Europa de 1977 en la que vencieron al Borussia.
Fotografía: Getty Images.

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