La repentina aparición de aquel zumbido, de aquel aturdimiento que de pronto se apodera
de mí en mitad del sueño, es suficiente para trastornar el resto de la noche y la mañana siguiente. Siempre precedido por la pesadilla, y la pesadilla precedida por la sordidez de ciertos días. Como esos fragmentos de canciones que a veces se estancan en la cabeza durante horas y días, y empantanan cualquier pensamiento que ose nadar a través, así me atormenta. El ruido grave del ventilador o el canto agudo del grillo, cualquiera que sea su vehículo toma aquella dimensión monstruosa que oscila en mi cerebro como un centenar de cuchillos afilados, como un alud de infinitas voces que hablan cada una un diferente idioma. Una hidra sonora contra la que lucho en vano, un tormento babélico que no distingue entre estados de conciencia. Y yo agotado tras la lucha, agostado por el miedo, incapaz de hacerle frente. Sólo al despertar sabré si el ruido es real o me devora.