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E. Bonilla. - Editorial Medina S.R.L.

Feudalismo, Santo Imperio y Papado.

*La liberación de la Iglesia romana.

A la muerte de Alejandro II en 1073, según las crónicas de la época, un clamor general en el


sentido de que designara Papa al monje benedictino Hildebrando, procedió a la elección por los
cardenales.
Hildebrando, que enseguida se llamó Gregorio VII, había prestado a la corte pontificia servicios
muy señalados, ya con misiones diplomáticas, ya con sus consejos (...). La documentación conservada
demuestra que la gran lucha que caracteriza su pontificado está precedida por un período en que el Papa
quiere resolver pacíficamente los problemas.
En efecto, no se puede encontrar en esta figura gran originalidad en cuanto a ideas. Lo que faltaba
era que a la cabeza de la Iglesia una persona se dispusiera a jugar la partida, para que de una vez se
decidiera la victoria o por César o por Pedro. Fue ese carácter el que encontró la Iglesia en Gregorio VII.
Nada estaba más lejos de su propósito originario que el ir a la guerra con el Imperio.
Dos decretos de 1074 condenaron la simonía y el nicolaísmo. Por el primero se declaraba privado
de su beneficio al obispo o cura que lo hubiera recibido mediante dinero. Por el segundo se aplicaba la
misma pena a los sacerdotes casados o que vivieran en notorio concubinato, y se prohibía a los fieles que
asistieran a los oficios por ellos administrados. Varios concilios habían declarado lo mismo que ahora
prescribía Gregorio VII, pero con menos decisión en cuanto a sanciones.
Gregorio VII, dado que a cada paso chocaba con los laicos, pensó entonces que era necesario dar
el paso decisivo a que el programa lorenés impulsaba, y por un decreto de 1075 prohíbe a los laicos
investir a los eclesiásticos, y desde luego a estos recibir su investidura de ningún laico, y finalmente
prohíbe a los fieles asistir a los oficios de un clérigo investido en estas condiciones.
La investidura es el acto por el cual el señor de la posesión del feudo al vasallo; jurídicamente, fija
la posición de las dos partes, determina, pues, quien depende de quien.
Dentro de ese significado feudal de la investidura, que el obispo fuera investido por la Iglesia,
automáticamente significaba su independencia del Imperio, de los reyes y de los señores con esta otra
proyección: que toda la tierra eclesiástica con su valor patrimonial y con su jurisdicción escapaba el control
del Emperador para pasar a la pertenencia de Roma. El papa tenía mucha razón en el sentido de que la
investidura en lo que tiene de espiritual, simbolizado por el cayado y el anillo, correspondía en estricta
justicia a la Iglesia; pero el Emperador y los reyes estaban en lo cierto en el sentido de que cada cargo
eclesiástico comportaba un beneficio, es decir tierras que, como la de los otros señores feudales, el obispo
había recibido del soberano territorial.
Con toda seguridad Enrique IV desde que conoció el decreto sobre las investiduras pensó que el
problema no podía resolverse sino por actos de prepotencia, a los que han de haberlo impulsado por otras
partes los obispos simoníacos o casados. Cuando invistió a Teodaldo como arzobispo de Milán, Gregorio
VII le envió una carta que era una amonestación con amenaza de excomunión.
El emperador no esperó más. Reunió en Worms (1076) un sínodo de obispos alemanes. Ese
sínodo declaró destituido el Papa, alegando la ilegitimidad de su elección, su apartamiento de las
tradiciones de la Iglesia, que era representante, no de Dios sino de Satanás, y formulando otros cargos del
mismo estilo.

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