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Gregorio VII se convirtió en Papa en 1073 y buscó resolver pacíficamente los problemas entre la Iglesia y el Imperio. Sin embargo, emitió decretos en 1074 y 1075 que prohibían la simonía, el nicolaísmo y la investidura laica, desafiando la autoridad del Emperador sobre la Iglesia. Esto llevó a Enrique IV a convocar un sínodo en 1076 que declaró depuesto a Gregorio VII, marcando el inicio de la querella de las investiduras entre la Iglesia y el Imperio.
Gregorio VII se convirtió en Papa en 1073 y buscó resolver pacíficamente los problemas entre la Iglesia y el Imperio. Sin embargo, emitió decretos en 1074 y 1075 que prohibían la simonía, el nicolaísmo y la investidura laica, desafiando la autoridad del Emperador sobre la Iglesia. Esto llevó a Enrique IV a convocar un sínodo en 1076 que declaró depuesto a Gregorio VII, marcando el inicio de la querella de las investiduras entre la Iglesia y el Imperio.
Gregorio VII se convirtió en Papa en 1073 y buscó resolver pacíficamente los problemas entre la Iglesia y el Imperio. Sin embargo, emitió decretos en 1074 y 1075 que prohibían la simonía, el nicolaísmo y la investidura laica, desafiando la autoridad del Emperador sobre la Iglesia. Esto llevó a Enrique IV a convocar un sínodo en 1076 que declaró depuesto a Gregorio VII, marcando el inicio de la querella de las investiduras entre la Iglesia y el Imperio.
A la muerte de Alejandro II en 1073, según las crónicas de la época, un clamor general en el
sentido de que designara Papa al monje benedictino Hildebrando, procedió a la elección por los cardenales. Hildebrando, que enseguida se llamó Gregorio VII, había prestado a la corte pontificia servicios muy señalados, ya con misiones diplomáticas, ya con sus consejos (...). La documentación conservada demuestra que la gran lucha que caracteriza su pontificado está precedida por un período en que el Papa quiere resolver pacíficamente los problemas. En efecto, no se puede encontrar en esta figura gran originalidad en cuanto a ideas. Lo que faltaba era que a la cabeza de la Iglesia una persona se dispusiera a jugar la partida, para que de una vez se decidiera la victoria o por César o por Pedro. Fue ese carácter el que encontró la Iglesia en Gregorio VII. Nada estaba más lejos de su propósito originario que el ir a la guerra con el Imperio. Dos decretos de 1074 condenaron la simonía y el nicolaísmo. Por el primero se declaraba privado de su beneficio al obispo o cura que lo hubiera recibido mediante dinero. Por el segundo se aplicaba la misma pena a los sacerdotes casados o que vivieran en notorio concubinato, y se prohibía a los fieles que asistieran a los oficios por ellos administrados. Varios concilios habían declarado lo mismo que ahora prescribía Gregorio VII, pero con menos decisión en cuanto a sanciones. Gregorio VII, dado que a cada paso chocaba con los laicos, pensó entonces que era necesario dar el paso decisivo a que el programa lorenés impulsaba, y por un decreto de 1075 prohíbe a los laicos investir a los eclesiásticos, y desde luego a estos recibir su investidura de ningún laico, y finalmente prohíbe a los fieles asistir a los oficios de un clérigo investido en estas condiciones. La investidura es el acto por el cual el señor de la posesión del feudo al vasallo; jurídicamente, fija la posición de las dos partes, determina, pues, quien depende de quien. Dentro de ese significado feudal de la investidura, que el obispo fuera investido por la Iglesia, automáticamente significaba su independencia del Imperio, de los reyes y de los señores con esta otra proyección: que toda la tierra eclesiástica con su valor patrimonial y con su jurisdicción escapaba el control del Emperador para pasar a la pertenencia de Roma. El papa tenía mucha razón en el sentido de que la investidura en lo que tiene de espiritual, simbolizado por el cayado y el anillo, correspondía en estricta justicia a la Iglesia; pero el Emperador y los reyes estaban en lo cierto en el sentido de que cada cargo eclesiástico comportaba un beneficio, es decir tierras que, como la de los otros señores feudales, el obispo había recibido del soberano territorial. Con toda seguridad Enrique IV desde que conoció el decreto sobre las investiduras pensó que el problema no podía resolverse sino por actos de prepotencia, a los que han de haberlo impulsado por otras partes los obispos simoníacos o casados. Cuando invistió a Teodaldo como arzobispo de Milán, Gregorio VII le envió una carta que era una amonestación con amenaza de excomunión. El emperador no esperó más. Reunió en Worms (1076) un sínodo de obispos alemanes. Ese sínodo declaró destituido el Papa, alegando la ilegitimidad de su elección, su apartamiento de las tradiciones de la Iglesia, que era representante, no de Dios sino de Satanás, y formulando otros cargos del mismo estilo.