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y un exiguo don que se les haga


les es grato»
Quienes conocieron al Padre Manuel Briceño Jáuregui, recuerdan su profundo amor por la
Virgen María. Jaime Escobar Fernández cuenta que en ocasiones el sacerdote le cantaba a
la Virgen el bolero «Solamente una vez» en una pequeña flauta de plástico; a ella también
dedicó algunos de sus sonetos y fue la inspiración de más de uno de los artículos que
escribió.

Fue a María, la «Santísima Madre de Dios y siempre Virgen», a quien dedicó los tres
volúmenes de su obra más recordada, «El genio literario griego». Cada uno de los gruesos
volúmenes empieza con esta dedicatoria escrita en griego y un fragmento del verso 208 del
sexto libro de la Odisea que dice: «pero el regalo es pequeño y apreciado».

Creo que le debemos al proverbial sentido del humor del Padre Briceño el que hubiera
elegido este fragmento del poema homérico para rematar su dedicatoria; su sentido en el
contexto del verso se refiere a que los pobres y los extranjeros son tan agradecidos en su
precariedad que estiman cualquier don que se les haga, por más que este sea muy pequeño;
la carga del aprecio corre por cuenta del receptor, inferior en rango y fortuna. Hábilmente el
Padre Manuel aísla el fragmento de manera que los roles se invierten y es él —quien lo
entrega— el que estima el regalo que hace, así sean las insignificantes dos mil cien páginas
que recorren la literatura griega desde Homero hasta San Juan Crisóstomo de Antioquía.

Sin embargo no es extraño pensar que la Virgen, humilde como los extranjeros y los
pobres, también aprecia los pequeños regalos que se le hacen. San José de Calasanz
escribió en 1627 que ella «es tan gentil que acepta toda devoción, por pequeña que sea,
con tal que se haga con gran cariño». Recoge en esta frase el santo pedagogo la tradición
que desde San Andrés de Creta consideraba a María tan munífica que «lo pequeño lo
retribuía con largueza»; en este mismo sentido son las palabras de Francisco Costero,
jesuita contemporáneo de Calasanz, cuando respondió a quien le preguntaba cuál era la
devoción más grata a la Virgen, «la que se hace con constancia, sin importar lo pequeña
que sea». Años más tarde San Juan Berchmans recogería esta idea al decir «en obsequio a
la Virgen: cualquier pequeñez, siempre que sea constante».

Al Padre Briceño, él mismo jesuita, es posible que le resonaran en el corazón todas estas
cosas cuando intuyó con razón, que la Virgen María —como una más del inconmensurable
número de los pobres y los extranjeros— recibiría con el mismo amor con el que él se lo
entregaba, el trabajo de casi veinte años en el Colegio del Sagrado Corazón en Santa Rosa
de Viterbo.

Fuentes: https://issuu.com/historicopuj/docs/07_brice__o

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