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Gustavo Faverón Patriau

27.2.12

Discriminación lingüística

Una de las formas de discriminación más comunes y


extendidas, en el Perú y en casi cualquier parte de la tierra, es la discriminación lingüística.
Incluso quienes conscientemente se oponen a todas las formas de discriminación, suelen
ejercer ésta, muchas veces sin notar que lo hacen, pero otras muchas veces con la intención
clara de quien quiere colocarse en un plano superior al de los demás.

El asunto es especialmente sui géneris porque convierte al lenguaje en terreno e intrumento de


la discriminación incluso en el caso de individuos que, en otras circunstancias, usan ese
mismo lenguaje para combatir otras formas de segregación o al menos para expresar su
rechazo hacia ellas o, por último, simplemente para describirse como enemigos de la
discriminación en general.

El lenguaje puede servir de signo para orgullos nacionalistas: piensen en esas sociedades de
América Latina que reclaman para sí el reconocimiento de hablar el “español más castizo”, el
“más puro” o simplemente el “más bello”, y luego piensen si al hacer esa proclama no están
afirmando también una cierta forma de superioridad sobre los hablantes de otras variedades
del español.

Pero los casos más duros suelen darse dentro de una misma sociedad. En el Perú, por
ejemplo, suele ser el caso de quienes hablan dentro de una norma estándar, asociada con una
mejor educación formal, dentro de estratos socioeconómicos altos, donde no abundan
(aunque existan), por ejemplo, las inflexiones, los giros y los colores adquiridos de lenguas
andinas: suele ser el caso que esos hablantes tengan la idea de que el español que ellos
hablan es más propio, más perfecto o más correcto que el hablado por quienes se mueven
dentro de variantes andinas, que su castellano es, en resumen, superior al de los otros.

La sombra o la vibración del quechua debajo del español de un peruano suele ser objeto de
desprecio o, por lo menos, de minusvaloración, de parte de quienes hablan un español más
lejano de esa influencia. Una “r” sibilante, la pronunciación de la “e” cuando esperamos una “i”,
etc.: hay montones de rasgos fonéticos que muchos hablantes (muchos hablantes limeños,
por ejemplo) perciben no sólo como sonidos distintos, sino como rasgos descalificadores de
clase y raciales.

“Hablar como serrano”, en el Perú, puede resultar tan ignominioso como tener la piel cobriza o
llevar un apellido quechua. Quienes hacen esa operación mental para juzgar a los otros, no
sólo están haciendo algo análogo a un juicio racista: están dando un paso dentro del terreno
del racismo; quienes creen que los peruanos andinos deberían “mejorar” su español para
hablar como ellos, están deseando algo tan arbitrario y absurdo como quien creyera que un
negro o un mulato o un indígena necesitan tener la piel más blanca para estar a la altura de
uno.

Dije que el lenguaje no sólo era terreno sino además instrumento de discriminación. Eso se
debe a que usamos el lenguaje para jerarquizarnos: la norma más ligada con las clases altas
se convierte en un rasero para medir a los demás; una mejor ortografía, una sintaxis más
estándar. Usamos todo eso como una forma de capital y estamos dispuestos a hacer notar a
los demás cuando su capital nos parece menor. 

La infame y recordada primera plana de Correo en la que Aldo Mariátegui descalificaba a una
congresista andina, cuyo español era su segunda lengua, por los defectos de su ortografía, es
el ejemplo que más rápidamente nos viene a la mente: la idea era simple: si esa es su manera
de hablar, entonces es una ignorante y está descalificada para el cargo; no me puede
representar porque yo soy superior; de allí a señalar la superioridad de toda una parte de la
población sobre otra el paso es mínimo.

Pero demostrar la discriminación colocando como ejemplo a los que discriminan


descaradamente y cada día y de las maneras más brutales no ilustra la dimensión real del
problema. En días y semanas recientes he leído conversaciones en Facebook, en Twitter, en
blogs y en comentarios de diarios online que de pronto eran cortadas, a la mitad de un
argumento, cuando uno de los interlocutores hacía un paréntesis para corregir el lenguaje del
otro.

Lo curioso es que he visto esa actitud de parte de directores de organismos de derechos


humanos, de parte de personas de ONGs que trabajan por el desarrollo de poblaciones
marginales, de parte de feministas, de parte de lingüistas profesionales; huelga decir que
también la he visto en los Aldos Mariáteguis de este mundo. (Y no está de más decir que yo
mismo solía hacerlo, aunque creo que he aprendido a combatirlo, sobre todo debido a la
insistencia de mi amigo Miguel Rodríguez Mondoñedo, un lingüista que entiende la feroz
agresividad que se esconde detrás de esas formas de descalificación).

¿Por qué digo que son formas de descalificación? Porque el mensaje que indefectiblemente
habita bajo la superficie de esas alegaciones es la idea de que si tú y yo estamos teniendo una
discusión pero tú no eres capaz siquiera de expresarte de la manera que yo juzgo correcta (o
sea, de la manera en que yo me expreso), entonces tú no eres digno de que yo siga
discutiendo contigo.

Incluso si, en la práctica, la situación se produce entre dos individuos de una misma clase
social y una misma extracción étnica, esos seudo-diálogos suelen tener como propósito dejar
en claro cuál de los dos combatientes captura la punta de la montaña, incluso si la montaña
está siendo construida recién a la medida en que la conversación se produce. Y cuando no,
cuando los interlocutores en efecto vienen de sectores distintos de la sociedad, entonces la
llamada de atención sobre el habla ajena es una manera de recordarle al otro que su sitio está
debajo del sitio de uno.

Y si permitimos esa jerarquización, entonces estamos reforzando la desigualdad,


promoviendo el verticalismo de nuestra sociedad, quitándole a los más marginados (pero
también a quienes han tenido quizás una menor educación formal o han conducido su vida
fuera de una esfera intelectual) el primer instrumento con el que podrían expresar su reacción
ante la injusticia social o simplemente su visión de la sociedad, que es el derecho a usar su
propia voz y su propia palabra. Y en este caso, “voz” y “palabra” no son metáforas de otra
cosa, de modo que decir que se les está amordazando es una descripción casi literal.

Gustavo Faverón Patriau

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30 comentarios:

Anónimo 27 de febrero de 2012, 13:36


Buen artículo.

Es increíble cómo personas que se jactan de no ser en absoluto racistas -y que buscan que
marginalizaciones de todo tipo terminen- jerarquizan de esta manera y, con el discurso asolapado
que mencionas, descalifican a los demás, los hacen menos y reafirman su superioridad.

La discriminación lingüística es, a mi parecer, el tipo de discriminación más común, más enraizado y,
quizá, sin darnos cuenta, el mejor aceptado socialmente.
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Anónimo 27 de febrero de 2012, 18:45

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