Tenemos que referirnos en este momento al estado de la Iglesia en el siglo X y
primera mitad del siglo XI. Del punto de vista espiritual, el papa era acatado en todo el Occidente. Pero del punto de vista temporal, la jerarquía pontifical se hallaba en situación desastrosa. El papado no era independiente, ni en Roma, por la presión en unos casos de los emperadores, en otros de los señores de la Italia central. Dos grandes vicios minaban la Iglesia de aquella época: la simonía y el nicolaísmo. La generalización de ambos está muy vinculada con la influencia de los laicos en la provisión de los beneficios. Estos llegaron a compararse, porque el beneficio feudal que significaba el usufructo de una tierra, daba grandes provechos. Desde el momento en que se compraba un beneficio, por cuanto éste englobaba autoridad religiosa: un curato, un obispado, de acuerdo con el derecho canónico, cometía simonía, expresión que designa el tráfico con las cosas espirituales. Pero además el clero con gran frecuencia practicaba el nicolaísmo, expresión que en sentido estricto designa el casamiento de los sacerdotes, pero que se extiende a las costumbres licenciosas del clero. Ahora bien, desde que estos males se generalizaron, no faltó quien tratase de reaccionar. Entre 910 y 930, gracias a la protección del duque de Aquitania, Guillermo el Piadoso, se fundó una serie de cosas benedictinas entre el Loira y el Saona, en las que se trató de volver a la rigidez de los conventos benedictinos en la época de la reforma de San Benito de Aniano. Esos principios determinaron la gran significación de Cluny en los siglos X y XI: a) Los nuevos monasterios quedan exentos de toda jurisdicción laica. b) Cluny escapa igualmente a la autoridad espiritual del obispo y depende directamente del pontífice romano. c) En 931 se obtiene del papa Juan XI un privilegio en virtud del cual todos los monasterios reformados quedarían subordinados a Cluny. De este modo serían los cluniacenses los que captarían el remozamiento de los monasterios benedictinos.