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March de 2008

Ernesto de la Peña: El juego del conocimiento


Como un homenaje al intelectual fallecido, PODER reproduce la entrevista que le hizo Adriana
Herrera a comienzos del año 2008.
Por Adriana Herrera

HERRAMIENTAS

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Tuve la gran suerte de nacer en una biblioteca”, dice con naturalidad Ernesto de la Peña,
uno de esos pocos eruditos que en el mundo hablan tres decenas de lenguas y de los aún
más raros que pueden preciarse de haber vivido con similar fruición los placeres del saber
y el sabor de la lengua –es un consumado gourmet, se casó hace 26 años con María Luisa
Tavernier, gran conocedora de vinos y amante de la buena mesa, y de desarrollar, de un
modo paralelo a la libido cognoscendi, el lenguaje corporal que le permitió ser un
insuperable bailarín de tango en sus mejores años. Humanista en el amplio sentido que
este vocablo tenía en el Renacimiento, no ha sido un académico porque el vasto placer
que le confieren sus indagaciones no se aviene con los espacios formales de la
transmisión del conocimiento. Por eso, es más fácil escucharlo en el Club de Baco
(fundado por María Luisa, en donde coincide con otros sibaritas cada cierto tiempo) que en
los salones universitarios. Su voz de traductor de los cuatro evangelios del griego antiguo
al español –la lengua que ama sobre todas las cosas– puede narrar las más antiguas
sagas de la mitología germánica y sus ecos en Wagner; seguir a través de los siglos los
misterios de El nombre de la rosa o establecer sorprendentes comparaciones entre el tarot
donde a Napoleón le predijeron su gloria y su exilio, y otras variantes de las cartas con los
arcanos que se precia de coleccionar; o puede alzarse en defensa de Mata Hari evocando
sus danzas sensuales entre los sarcófagos del Museo Guimet, para luego detenerse en la
fugacidad del mundo y sus envidias según Manrique y Fray Luis de León, y pasar sin
transición a disertar sobre la teoría de los juegos y la entropía. No hay materia que escape
a su voracidad, pero hay una de las tres clases de libido que rehuyó sistemáticamente: la
libido imperandi. Su relación con el poder sólo pasa por el conocimiento, y con cierto
desdén por la política. De hecho, confiesa estar mucho menos enterado del curso de los
acontecimientos que el resto de sus contemporáneos. Después del homenaje que
Conaculta le rindió en la Feria del Libro de Guadalajara, a finales del año pasado, cuando
lanzó su obra completa –un empréstito que Ernesto de la Peña había aplazado década a
década, de modo que el país conocía su pluma sólo a través de las revistas, sin poder
disfrutar del placer de sus textos reunidos–, y, en vísperas de la publicación de sus
memorias, PODER lo entrevistó en su casa, donde su esposa mantiene el orden sobre las
cosas cotidianas –que tanto le cuesta– y lo secunda en las aventuras de los sentidos y de
la mente, el órgano más afinado para extasiarse en todo lo que hay. De ella dice que “tiene
un conocimiento enciclopédico, es una muy buena lectora, una mujer con mucha
imaginación y me dio un centro emocional que antes no tenía”. Gracias a su tenacidad, los
lectores tenemos el placer de sus textos, porque él fue negligente con las publicaciones.
De hecho, en 1987, cuando le dieron el premio Xavier Villaurrutia por el libro de cuentos
Las estrategmas de Dios, tenía 60 años. Y aun cuando desde niño la poesía le brotaba
naturalmente, solía decir que sus escritos se le habían refundido. “Pero conmigo –advierte
María Luisa– no había manera de esconderlos”. Lo cierto es que sí hay textos que siguen
extraviados y no tiene manera de hallarlos. Uno de ellos se titulaba Teoría de la noche.

La edición de su obra completa compensa en parte dilaciones y extravíos. En el primer


tomo de sus obras inquiere en la lúcida sinrazón de don Quijote y levanta castillos para
Homero. En el segundo, incluye su traducción –del griego, del latín y del copto– de los
Evangelios y el ensayo Las controversias de la fe; el tercero, exquisito, borgiano en su
destello de risa y su afán de abarcar el universo, reúne su narrativa –con textos como
Receta para la confección de ángeles, o La victoria de Simón el Mago– y la poesía de
Palabras para el desencuentro, con uno de los poemas que más le enorgullecen, La
balada del ventríloco mudo, donde al adánico placer de nombrar y de indagar se opone el
acecho de la nada: “Profiero, tartamudo, ciego de voz, manco de sonidos/ las sílabas
vacías, lengua sin estatura ni vigencia/ garganta atribulada,/ glotis desnuda a fuerza de
palabras (…)Puedo inventar la música absoluta/ pero estoy sordo,/ áfono”. Dios es el
“fisgón eterno” y el ser humano, que reclama “la razón de la estrella”, es un “nadador
asfixiado que sólo sabe ocasos” y que algún momento volverá a la tierra sabiendo que
hasta los silencios “serán sustituidos por arterias de olvido”. En cuanto a él mismo, puede
identificarse con el doctor Fausto que después de “haber sido todas las cosas” halla la
serenidad, o con el alquimista Aureolus Bluemenkron que antes de morir contempla una
imposible rosa azul que se esfuma en sus manos, después de permitirle ver lo que nadie
más. En la mayoría de sus textos está presente el trasfondo de las religiones como la más
viva y maravillosa fuente de ficciones, pero también se advierte que ha sabido hacer de la
erudición filosófica un inagotable juego.

EL SABER DE LA LENGUA

Cuando Ernesto tenía siete años ya habían muerto su padre y su madre, así que se crió
con un tío materno, de origen italiano, “médico de profesión, mas un humanista”, que tenía
una gran biblioteca: Francisco Carlos Canale. “Hay un hecho para mí muy significativo: él
me enseñó el alfabeto griego, y eso me marcó porque descubrí el placer de saber la
escritura aún sin entender, y como él tenía libros en todos los idiomas empecé a leer en
inglés, en griego, en alemán, en italiano, y ahí empezó la torcedura vocacional de las
lenguas. Muchas veces, sobre todo en la adolescencia, yo tomaba una gramática de
cualquier lengua y la leía como si fuera una novela”, dice. Todavía extraña un ejemplar de
Ana Karenina que a los 19 años estaba leyendo en ruso y que olvidó en un taxi. Puso un
anuncio tratando de recuperarlo con el consuelo de que a muy poca gente en México le
interesaría una edición rusa de Tolstoi.

Por razones como esa aparece retratado en Todas las familias felices de Carlos Fuentes,
en un divertido párrafo sobre el grupo basfumista, “ardoroso y anárquico, inventado por el
pintor Adolfo Best Maugards, antiguo asistente de Sergei Eisenstein en México y dotado
de una vestal en residencia, Mercedes Azcárate, y de un filósofo rubio y delgado, Ernesto
de la Peña, que sabía veintitantas lenguas [ahora ya son 32], incluyendo la de Cristo, y
dueño, el grupo, de una distraída vocación de alarma en una sociedad aún capaz de
asombrarse y olvidarse de un día para otro de su propia novedad”. Paradójicamente, si
logró aprobar la preparatoria fue por un compromiso con el maestro a quien le tocó revisar
su validación de dibujo constructivo, una materia que había perdido. Viendo su ineptitud le
preguntó: “¿Qué vas a hacer en la vida?”. Ante su respuesta de que se dedicaría a las
letras y la filosofía, le dijo. “¿Me das tu palabra que no te acercas a la ingeniería ni a la
arquitectura ni a nada de eso?”. Una vez se la dio, lo aprobó. Luego, Eleázar, el hermano
que fue como su padre, le dijo que si se dedicaba a esas áreas iba a morirse de hambre, y
Ernesto le aseguró: “Sí, pero me voy a morir contento”.

En la Facultad de Filosofía fue una de esos alumnos especiales que iba como asistente a
las clases, sin aspirar a que se le reconociera un valor curricular y que no tenía que
presentar un examen. “Nunca me interesó tener un título de doctor o de especialista. Me
interesaba saber las cosas”. El placer que le causa el conocimiento de las lenguas
proviene de la fascinación por “saber cuántos recursos tiene el ser humano para insinuar la
naturaleza de las cosas, tanto de los objetos como de las personas o circunstancias, y
descubrir los recursos más extraordinarios, las maneras más peregrinas de hablar y las
fascinantes irregularidades de toda lengua humana, puesto que cada una refleja una
concepción del mundo”. Para él, conocer la variedad de los géneros y concepciones de las
cosas en las distintas lenguas facilita la comprensión de la relatividad de todo. “No hay un
suelo firme para llamar a algo de una manera, y todo nombre es arbitrario”. Pero ello no
merma el placer de usar con toda libertad las palabras ni su devoción por el español. Nada
le exaspera tanto como intentar contenerlas. “Me dicen que mi prosa es muy difícil, pero a
mí me sale espontáneamente, porque el español es una lengua muy rica, muy expresiva, y
aunque yo haya estudiado otras en ninguna puedo expresarme como en ella”.

¿Cómo ha logrado conciliar la disciplina de la erudición con el calificativo que daba


Fuentes a su temprano grupo “ardoroso y anárquico”?

Le voy a contestar con una frase hecha, que en mi caso es verdad: para mí el
conocimiento es una forma del amor en el sentido literal. A mí me conmueven hasta las
lágrimas muchas cosas en el momento de estudiarlas porque son un descubrimiento y
nadie me quita ese momento maravilloso de descubrir el Mediterráneo todos los días. Eso
es fantástico”.

Dice usted que Odiseo, al regresar a Itaca descubrió el placer de lo ya conocido. Es


algo precioso porque todos entendemos la avidez de lo nuevo, pero usted exalta el
de lo conocido. De hecho, termina prefiriendo a Penélope, por encima de los
encantos de la encantadora Circe.

Lo que digo es que Odiseo, a pesar de todas sus aventuras, sus heroicidades, es un
campeón de la vida cotidiana y eso es volver a Penélope y a su Itaca. Y mira que pasó por
todo antes de volver…

Cuando habla de los héroes se refiere cómo a lo largo de las eras buscan la fama
como un antídoto contra la muerte. ¿En su búsqueda del conocimiento está al deseo
de que perdure su nombre?

Seguramente, pero fíjese que por razones que ignoro –y créame que las he buscado
mucho– me he torturado a mí mismo, pues yo hacía poesía desde niño y no había
publicado nada hasta hace muy poco. Hay un cuento muy significativo para mí que es El
viaje infernal del doctor Fausto, en donde el lector puede inferir que va a ser eterno, pero él
acaba suicidándose. Lo que revela es que el saber absoluto no existe.

Nietzche asemeja las ciencias a la serpiente que se muerde la cola. ¿Cómo ve la


relación entre el conocimiento y la sabiduría?, ¿cómo la busca un hombre que sabe
tanto?

La sabiduría es superior al conocimiento porque la sabiduría es la resaca de todo lo vivido.


Ésa es la realidad. El conocimiento puede ser externo a uno; la sabiduría está dentro. Por
eso los pueblos semíticos y otros pueblos muy antiguos –los propios indígenas
mexicanos– por encima de todo respetan a los viejos: por el respeto a los que han vivido
mucho.

¿Qué autores contemporáneos le gustan?

Me gustó mucho Diablo guardián, de Xavier Velasco. Me pareció espléndida, muy bien
llevada. Santa María del Circo, de David Toscana, es también espléndida. Y me parece
muy talentosa la generación del crack. Escriben muy bien. Me gustó La muerte del filósofo.
La preparación clásica de Vicente Errasti es notable. La gruta del toscano de Padilla es
muy bella. Yo no me avengo con la literatura mal escrita. Por eso me arrodillo ante el
colombiano José Asunción Silva que logra esa sonoridad maravillosa, esa música, en
español. El verdadero talento es un arte. Porfirio Barba Jacob inventó (en México) la
palabra que para mí es la más sinfónica del mundo: Acuarimántima. Él, que tenía cara de
caballo, era un verdadero poeta en la vida y en la muerte. También me gusta Julio
Cortázar que tiene una juventud eterna. Desde el punto de vista técnico, la novela Rayuela
es magistral.

A los 80 años, Ernesto de la Peña acaba de embarcarse en un proyecto que lo apasiona:


Rabelais. “No solamente la cuestión puramente lingüística, que en fin de cuentas es un
trabajo bello y difícil, pero menos trascendente que su gran propósito que era crear una
especie de humanidad nueva. Y él tenía una cantidad de recursos inagotables para
intentarlo con su literatura, porque Cervantes era un genio, pero no era un hombre de gran
cultura. Y mientras la gloria de Cervantes comenzó casi inmediatamente, creo que la de
Rabelais no se ha comprendido aún”. Hay tres cosas que sabe que no hará, tres deseos
de los que el tiempo le obligó a desistir: tocar piano, ser matemático y alcanzar la libertad
que da el dinero. Pero, pensándolo bien, pese a no haber atendido la orden que Sócrates
escuchaba en sueños antes de beber la cicuta –“Ejercítate en la música”–, desde niño se
inició en su disfrute; puede hablar como pocos de las sorpresas que depara la teoría de los
conjuntos, y le basta recordar una frase de Sor Juana para conjurar el último deseo: “¿En
qué te ofendes cuando intento poner riquezas en mi entendimiento y no entendimiento en
mis riquezas?”. A fin de cuentas, él, que ha vivido la teología como un pasatiempo, suele
elevar incienso en el altar de Rilke y no olvida que el poeta, en su lecho de muerte en
Suiza estaba acompañado de una amiga turca, a la que en el momento en que iba a morir
le dijo una frase que se repite cada día: “Nunca lo olvides mi amor: la vida es algo
esplendoroso”.

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