Está en la página 1de 8

El extraño profe que no quería a sus alumnos

Pedro Pablo Sacristán

Había una vez un ladrón malvado que, huyendo de la policía, llegó a un pequeño pueblo llamado
Sodavlamaruc, donde escondió lo robado y se hizo pasar por el nuevo maestro y comenzó a dar clases con el
nombre de Don Pepo.
Como era un tipo malvado, gritaba muchísimo y siempre estaba de mal humor. Castigaba a los niños
constantemente y se notaba que no los quería ni un poquito. Al terminar las clases, sus alumnos salían
siempre corriendo. Hasta que un día Pablito, uno de los más pequeños, en lugar de salir se le quedó mirando
en silencio. Entonces acercó una silla y se puso en pie sobre ella. El maestro se acercó para gritarle, pero, en
cuanto lo tuvo a tiro, Pablito saltó a su cuello y le dio un gran abrazo. Luego le dio un beso y huyó corriendo,
sin que al malvado le diera tiempo a recuperarse de la sorpresa.
A partir de aquel día, Pablito aprovechaba cualquier despiste para darle un abrazo por sorpresa y salir
corriendo antes de que le pudiera pillar. Al principio el malvado maestro se molestaba mucho, pero luego
empezó a parecerle gracioso. Y un día que pudo atraparlo, le preguntó por qué lo hacía:
- Creo que usted es tan malo porque nunca le han querido. Y yo voy a quererle para que se cure, aunque no
le guste.
El maestro hizo como que se enfadaba, pero en el fondo le gustaba que el niño le quisiera tanto. Cada vez se
dejaba abrazar más fácilmente y se le notaba menos gruñón. Hasta que un día, al ver que uno de los niños
llevaba varios días muy triste y desanimado, decidió alegrarle el día dándole él mismo un fuerte abrazo.
En ese momento todos en la escuela comenzaron a aplaudir y a gritar
- ¡Don Pepo se ha hecho bueno! ¡Ya quiere a los niños!
Y todos le abrazaban y lo celebraban. Don Pepo estaba tan sorprendido como contento.
- ¿Le gustaría quedarse con nosotros y darnos clase siempre?
Don Pepo respondió que sí, aunque sabía que cuando lo encontraran tendría que volver a huir. Pero entonces
aparecieron varios policías, y junto a ellos Pablito llevando las cosas robadas de Don Pepo.
- No se asuste, Don Pepo. Ya sabemos que se arrepiente de lo que hizo y que va a devolver todo esto. Puede
quedarse aquí dando clase, porque, ahora que ya quiere a los niños, sabemos que está curado.
Don Pepo no podía creérselo. Todos en el pueblo sabían desde el principio que era un ladrón y habían estado
intentado ayudarle a hacerse bueno. Así que decidió quedarse allí a vivir, para ayudar a otros a darle la vuelta
a sus vidas malvadas, como habían hecho con la suya. Y así, dándole la vuelta, entendió por fin el rarísimo
nombre de aquel pueblo tan especial, y pensó que estaba muy bien puesto.

El extraño caso del profesor Bombón


Eva María Rodríguez

El profesor Bombón era uno de esos tipos extravagantes con pinta de


científico loco, con el pelo revuelto, gafas redondas y cara de estar siempre
concentrado en algún invento.

Pero, en realidad, el profesor Bombón ni era científico ni estaba loco. Y lo


que tenía entre manos no eran inventos. Bueno, a lo mejor sí, porque lo
que hacía el profesor Bombón era imaginar y escribir historias, aunque no
tantas como él querría.

En realidad, el profesor Bombón se llamaba Felipe Casas. Pero todo el


mundo le conocía como profesor Bombón porque todos son cuentos los
finalizaba de la misma manera:
"Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Y como me ha gustado, tres bombones de un bocado"
(Y se los comía, aunque fuera de mentira.)

El profesor Bombón era maestro de escuela. Todos sus alumnos le


adoraban, porque gran parte del día lo dedicaba a inventar cuentos
increíbles para que los niños aprendieran más y disfrutaran de las clases.
Los niños también participaban, complicando las historias de tal manera
que a veces eran casi imposibles de solucionar. Menos mal que el profesor
Bombón tenía recursos de sobra para resolver ingeniosamente cualquier
situación, por complicada que pareciese.

Un día uno de los niños estuvo a punto de tener un tremendo accidente en


el colegio. Nuestro pequeño amigo decidió que quería hacer la trastada más
gamberra para convertirse en el protagonista de la próxima novela del
profesor Bombón. No se sabe muy bien cómo, pero el muchacho apareció
colgado de la lámpara del recibidor de la escuela, a varios metros del
suelo.

El niño estaba muy asustado, porque no sabía cómo bajar. Los gritos y los
llantos alertaron al profesor Bombón y al resto de maestros.
–No temas, Pedro. Subiremos a por ti– gritaba la directora del colegio.
Pero era demasiado tarde. El peso del niño colgado de la lámpara era
demasiado para el techo, y éste empezó a quebrarse.
–¡Cuidado! ¡La lámpara se va a caer!
En cuestión de segundos, la lámpara cayó al suelo y quedó hecha pedazos.
–¿Y Pedro? ¿Dónde está Pedro?
–Mira a ver si está debajo de la lámpara.
–No, aquí no está.

Increíblemente, Pedro estaba en la otra punta de la estancia, hecho un flan


en brazos del profesor Bombón, pero sin un solo rasguño.

Nadie podía explicarse cómo el profesor había podido llevar a cabo aquella
impresionante hazaña. ¿Sería el profesor Bombón un superhéroe disfrazado
de maestro? ¿Habría conseguido sus poderes bebiendo alguna de las
pociones que diseñaba en sus cuentos? ¿Sería un extraterrestre enviado
para explorar la Tierra, o tal vez un mutante víctima de la contaminación
atmosférica?
Por el colegio empezaron a correr todo tipo de rumores y extrañas historias
sobre el origen de los poderes del profesor Bombón. Así que no le quedó
más remedio que explicarles a los niños la verdad:
–Queridos alumnos. No soy ningún superhéroe. Lo único que hice fue
tirarme a por Pedro en cuanto vi que la lámpara empezaba a descolgarse.
Pedro se soltó según caía la lámpara, yo lo vi, corrí hacia él, me abalancé y
pude cogerlo antes de que cayera al suelo.
–Entonces, ¿no es usted un superhéroe, profesor Bombón? – preguntaron
los niños, un poco desilusionados.
–No
–Y entonces, ¿de dónde sacó la energía y el valor para lanzarse a por
Pedro, profesor? – siguieron preguntado los niños.
–Del profundo amor que siento por todos y cada uno de vosotros.

Pero a los niños esta explicación no les sirvió. Estaban seguros que era una
mentirijilla de esas que cuentan los mayores para ocultar su verdadero
secreto. De cualquier modo, el profesor Bombón era un verdadero
superhéroe, por lo que desde aquel día todos le llamaron “profesor
Superbombón”.

Un alumno y un profesor
Adaptación Andrea Gavio
Un profesor está almorzando en el comedor de la
Universidad. Un alumno viene con su bandeja y se sienta
al lado de él. El profesor altanero,le dice:
– Un puerco y un pájaro, no se sientan a comer juntos.
A lo que contesta el alumno:
– Pues; me voy volando.
El profesor verde de rabia decide atacarlo en el
próximo exámen, pero el alumno responde con brillantez
a todas las preguntas.
Entonces le hace la siguiente pregunta:
-Ud. está caminando por la calle y se encuentra con una
bolsa, dentro de ella está la sabiduría y mucho
dinero,….¿cuál de los dos se lleva?
El alumno responde sin titubear.
– El dinero !!!
El profesor le dice:
-Yo, en su lugar, hubiera elegido la sabiduría, ¿no le
parece?
–Cada uno toma lo que no tiene – responde el
alumno.
El profesor, molesto ya, escribe en la hoja del examen ¡¡¡
Idiota !!! y se la devuelve. El alumno toma la hoja, se
sienta y la examina. Al cabo de unos minutos se dirige al
profesor y le dice:
-Señor, me ha firmado la hoja, pero no me puso la nota.
La increíble historia del profesor que
perdió su bolígrafo rojo
Como cada domingo a las seis de la tarde, Profesor se sentaba frente a su
escritorio para disponerse a corregir los exámenes que había realizado durante la
semana a sus alumnos. Era un ritual que se había mantenido inalterable desde
hacía innumerables cursos. Al igual que la casa en la que vivía con su madre, el
escritorio de Profesor era austero, tan austero que sólo tenía una lámpara que
había sido testigo de miles y miles de correcciones. La soledad de la lámpara sólo
se veía trastocada los domingos a las seis de la tarde cuando Profesor sacaba de
su cartera los exámenes y su bolígrafo rojo. Pero aquel domingo algo cambió
para siempre la rutina de Profesor…

Faltaban menos de cinco minutos para las seis de la tarde, cuando Profesor se
dispuso a sacar de su cartera los exámenes de la semana. Tras colocarlos encima
de su escritorio al lado de su lámpara, volvió a coger su cartera para sacar su
bolígrafo rojo. Y entonces sucedió algo inesperado. Su bolígrafo rojo había
desaparecido. Faltaban pocos minutos para las seis de la tarde…

La relación de Profesor con su bolígrafo rojo era una relación muy especial.
Bolígrafo rojo en mano Profesor se sentía poderoso e importante. Con él había
corregido miles y miles de exámenes. A Profesor le encantaba corregir los
errores que los alumnos curso tras curso cometían en sus exámenes. Profesor
era muy meticuloso en sus correcciones y su bolígrafo rojo era implacable. No
había un sólo error que se le escapara. Profesor no sólo corregía exámenes:
tachaba párrafos erróneos, rodeaba con círculos las palabras mal escritas,
ponía signos de exclamación e interrogación en respuestas equivocadas o mal
expresadas. No había un solo error que Profesor no detectara en un examen. No
había una sola equivocación que la tinta de su bolígrafo rojo no dejara
impregnada en un examen.

Faltaba poco para las seis de la tarde. No podía ser. Era imposible. Su bolígrafo
rojo había desaparecido. Buscó una y mil veces en su cartera, en sus pantalones,
en su americana. Pero nada. No había rastro de su bolígrafo y el tiempo jugaba en
su contra. ¿Cómo iba a corregir los exámenes? ¿Qué les diría a sus alumnos
cuando entrara por la puerta del aula?

Profesor se sentía perdido, confuso. ¿Quién era él sin su bolígrafo rojo? ¿Cómo
sería capaz de resaltar los errores en los exámenes de sus alumnos? Había que
hacer algo y rápido.
Sin tiempo que perder, empezó a buscar un bolígrafo rojo. Seguro que tenía
alguno escondido en algún cajón. Busco en el salón, en su dormitorio, en el
comedor, pero no fue capaz de encontrar ninguno. Entonces se acordó de que tal
vez podría encontrar uno en el cajón de la cocina. Rápidamente, se dirigió a la
cocina y abrió el cajón. Con sus manos iba palpando todos los objetos que en ese
cajón se habían acumulado desde su infancia: cerillas, pilas, abrelatas, imanes
y… ¡No era posible! ¡Había encontrado un bolígrafo! ¡Por fin podría sentarse
frente a la mesa de su escritorio y corregir los exámenes! No había tiempo que
perder. Un centenar de exámenes le estaban esperando. Ya tenía lo que quería, ya
podía volver a ejercer su poder. Con el bolígrafo en la mano Profesor se sentía el
hombre más poderoso del mundo.

Sólo pasaban cinco minutos de las seis de la tarde cuando Profesor se sentó frente
a su escritorio para proceder a la corrección de exámenes. Encendió la lámpara,
cogió el primer examen con su mano izquierda mientras que con la derecha
sostenía el bolígrafo felizmente hallado en el cajón de la cocina. El ritual sólo se
había demorado unos minutos.

Profesor empezó a leer las respuestas del primer examen ávido de encontrar un
error. Y ahí estaba. Una respuesta incorrecta, el primer error de aquella tarde de
domingo. Sin tiempo que perder cogió su bolígrafo y se dispuso a marcar con una
cruz el error al que pensaba a acompañar con algunos signos de exclamación y
una nota en el margen que rezara lo siguiente: ¡Qué disparate! ¡No has entendido
nada!

El bolígrafo que sostenía Profesor con su mano derecha se dirigió entonces con
vuelo presto hacia la respuesta incorrecta. Todo estaba a punto para que en el
momento en el que la punta del bolígrafo hiciera contacto con la hoja de examen,
una raya marcara la primera diagonal de la equis que aquella respuesta incorrecta
se merecía. Y así lo hizo Profesor. Cogió su bolígrafo y, en el mismo instante que
marcaba la primera diagonal, un grito de horror salió de su boca. Fue entonces
cuando se acordó de su madre.

La madre de Profesor era una madre diferente al resto de madres. Ella siempre
tuvo la firme convicción de que la enseñanza debía hacerse desde el acierto y no
desde los errores. De niño, Profesor había tenido muchos problemas para
aprender a escribir. Todas las tardes llegaba a su casa llorando y sosteniendo en
sus manos una ficha repleta de correcciones en rojo que su maestra le había
dado para que viera lo atrasado que iba con respecto a sus otros compañeros.

Cuando la madre veía esa ficha y los ojos de su hijo, se le rompía el corazón. Y
fue ese dolor lo que le hizo tomar una decisión que cambiaría la vida de su hijo.
Ese día decidió comprar un bolígrafo verde con el que ayudaría a su hijo a
mejorar su escritura. Cada tarde se sentaba con él en la mesa de la cocina y
practicaban ejercicios de escritura durante quince minutos. Cuando su hijo
acababa los ejercicios, su madre cogía el bolígrafo verde del cajón de la cocina
y rodeaba con un círculo todos los aciertos que había cometido su hijo.

Con el tiempo su hijo fue mejorando no sólo su escritura, sino su autoestima y


autoconfianza. Hasta que llegó el día de guardar el bolígrafo verde en el cajón
de la cocina, el bolígrafo verde en el que su hijo había aprendido la importancia
de los aciertos, el valor del refuerzo positivo incondicional.

Pasaban pocos minutos de las seis de la tarde y Profesor sostenía el bolígrafo


verde con el que su madre le había enseñado en valor de reforzar los aciertos por
encima de los errores. En el centro de su escritorio estaba el primer examen por
corregir de la tarde, un examen con una raya en diagonal de color verde, una raya
que Profesor decidió que se quedaría sin la compañía de la otra diagonal que
debía marcar con una equis el error de una respuesta incorrecta.

Pasaban pocos minutos de las seis de la tarde y Profesor agarró con fuerza el
bolígrafo verde con el que su madre le enseñó a valorar los aciertos por encima
de los errores y se dispuso a seguir leyendo el primer examen de la tarde.
Tardó poco en encontrar una buena respuesta. Y, al encontrarla, cogió su
bolígrafo verde y su rostro esbozó una sonrisa, la misma sonrisa con que su
madre le obsequia con cada acierto reflejado en el bolígrafo verde…

FIN

Fuente del artículo: La idea de la historia nace de la lectura de un artículo que


hablaba acerca un método denominado Método del bolígrafo verde. Dicho
artículo se centraba sobre todo en el refuerzo positivo a la hora de aprender y
consolidar la caligrafía en edades tempranas sustituyendo el bolígrafo rojo, donde
se remarcaban los errores, por un bolígrafo verde que incidiera en los aciertos.

 Podéis leer el artículo sobre el Método del bolígrafo verde en el


siguiente enlace.

Este artículo o historia o cuento no ha querido ser más que una reflexión sobre la
importancia del refuerzo positivo incondicional. Y debo confesar que me aplico
el cuento a mí mismo. De hecho, debo confesarte que, en mi estuche, en el
momento en que escribo esta entrada, no hay un bolígrafo verde, pero sí rojo. Tal
vez sea el momento de incorporar en mi estuche un bolígrafo verde que sea capaz
de recordar a mis alumnos todo lo bueno que han conseguido plasmar en sus
ejercicios. Tal vez así consiga arrancar la misma sonrisa que la madre de Profesor
consiguió arrancar a su hijo.

¿Qué sería de la vida si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?


(Vincent Van Gogh)

También podría gustarte