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DESDE LA TRINCHERA

FOTOGRAFIANDO LAS
ENTRAÑAS DEL TEATRO
MARÍA GUERRERO
DESDE LA TRINCHERA

A través de las siguientes líneas podréis adentraros


en la esencia de uno de los teatros más
emblemáticos de Madrid: el teatro María Guerrero.
Su historia y su ubicación privilegiada, así como el
cariño y la dedicación que se respiran dentro de
sus estancias le confieren un carácter especial.
Dentro de sus paredes, se siente el TEATRO.

Su autor, Rama ,  es un colaborador habitual de


Trinchera Cultural. A pesar de su juventud (tiene 16
años) posee unas enormes inquietudes culturales.
Es, de hecho, un voraz lector, un fotógrafo
detallista  y, cuando sus obligaciones se lo
permiten, un creador de textos maravillosos. Rama
tiene un gran potencial como persona y como
artista de las palabras, que utiliza con gran
heroicidad. Y eso en Trinchera lo sabemos.
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DESDE LA TRINCHERA

FOTOGRAFIANDO LAS
ENTRAÑAS DEL TEATRO
MARÍA GUERRERO

TEXTO Y FOTOGRAFÍAS: RAMA

Madrid, 21 de febrero de 2018

Salimos del instituto después de una pesada clase de latín. Ese día estaba cansado. No había
conseguido dormir correctamente y lo que menos me apetecía era moverme o pensar
demasiado. El metro parecía un redil de muertos vivientes. En él escribí algunas palabras…

Tras el recorrido por las céntricas calles, llegamos al pequeño teatro, al menos su fachada lo
era. Parecía bastante antigua, pero estaba como nueva. La luz se reflejaba en el cemento y se
adentraba en mis ojos, deshaciendo la belleza urbana y reivindicando el amor al arte que iba
a ser descubierto minutos después, tras la arcilla de los pequeños ladrillos de entre las
ventanas principales.

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También nos llamaron la atención unos


DESDE rostros en la fachada labrados en la piedra.
LA TRINCHERA Mientras esperábamos a que ocurriera algo
que desconocíamos, las personas de mi clase
se quedaron hablando frente a la entrada. Yo
me distraje leyendo la cartelera repleta de
obras que anunciaban grandeza; de entre
ellas me llamó la atención Sueño de una noche
de verano de Shakespeare; fue la única obra
que pude reconocer.

El barullo fue interrumpido por la oportuna


aparición de nuestra agitada guía; más tarde
anunció que se llamaba María y yo reí para
mis adentros por la inesperada coincidencia.
Sus ojos eran tan azules, que sólo mirarlos ya
hacía amena la visita.

Tras la breve presentación, todos entraron al


teatro; mientras yo me quedé embobado
mirando la fachada y el grupo me dejó atrás.
Esta fue la primera de las dos veces que me
separé y tuve que pedir a un hombre que me
indicara el camino. Cuando me incorporé al
resto, saqué la cámara y comencé a intentar
plasmar toda la belleza que podía observar a
mi alrededor. Estábamos en el recibidor. Un
pasillo bastante simple del que colgaba un
retrato de María Guerrero a la cual se
dedicaron algunas palabras, o eso creo. El
pasillo introducía al patio de butacas, donde
estuvimos un buen rato. Me pareció que María
decía cantidad de cosas interesantes; pero yo
me encontraba demasiado ocupado haciendo
fotos, cual turista en un país extranjero, como
para poder prestar atención.

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Los colores de la sala resultaban hipnóticos y más aún el techo. Cada vez que la mirada de
María y la mía colisionaban, sonreía disimuladamente.

Los focos impregnaban de una luz artificial nuestra estancia y, por un momento, pensé que
mi piel iba a chamuscarse en cualquier segundo.

En el escenario se encontraba el decorado tal cual servía para la representación, sencillo y


elegante, mientras dos hombres trabajaban en él.

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A continuación (y no se lo digáis a nadie, porque creo que fue un secreto privilegiado y


extraordinario) tuvimos la suerte de poder visitar la parte trasera del escenario. Y vimos
puentes que cruzaban sobre nuestras cabezas, claustrofóbicos pasillos de tela y pared, el
sistema de un mundo complejo, repleto de múltiples oficios compenetrados y
milimetrada acción. Aparatos y alambres que sobresalían por todas partes. Un universo
organizado, oculto tras la magia, como el compartimento secreto donde vive el conejo.
Mientras María hablaba, imaginaba todo el trabajo de tantas personas para que una obra
salga adelante y pensé que aquel mundo escondido también debía ser todo un
espectáculo.
Aterrizamos en aquel lúgubre
territorio y descendimos al piso
de abajo, donde el olor a serrín
delató a una anciana con gafas de
plástico que se encontraba en un
pequeño taller. Estaba tan
concentrada trabajando en una
silla, probablemente para la
próxima función, que ni siquiera
nos dedicó una mirada. Oí algunos
comentarios negativos al respecto
pero no les hice demasiado caso,
pues a mí su dedicación me había
conmovido y también caí en una
especie de trance, contemplando
cómo perfilaba una de las patas.
Fue una lástima que no me
dejaran hacer fotos en esa zona.
La mujer componía una escena
maravillosa, y comprendí que en
aquel lugar, lo más fundamental
era el amor a aquel mundillo,
donde todos conectaban en una
gran familia.

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Dejamos las sierras y las chispas para entrar a otra sala


con el techo bajo y repleto de finas columnas, el
contrafoso y, a continuación vimos una pequeña sala a
la que llamaban «Sala Princesa». Entonces yo tampoco
podía hacer fotos y me enteré de todo lo que María
dijo, aunque ya no lo recuerdo bien. Algo de que si
querían subir material pesado abrían el suelo del
contrafoso; también algo de la pequeña habitación y
pusieron un ejemplo de una obra de la que todo el
mundo salió llorando, probablemente por la cercanía
del público con los actores. Sin quererlo me introduje
en ese ambiente mentalmente y acabé seguro de que
yo también habría llorado.

Lloro con todo.

Recorrimos los pasillos con prisa acelerada, pero yo


estaba en completo silencio. Andaba distraído con mi
paso torpe de persona grande. Subimos unas cuantas
escaleras. Tenía la cabeza nublada, me moría de calor.
Mis ojos estaban clavados en el pelo ardiente de
nuestra guía que se deshacía con el fuego que nos
envolvía constantemente desde que ascendimos del
inframundo; especialmente aquellas brasas que
pisábamos, aquél camino en llamas que ensuciábamos
con el traqueteo de nuestros zapatos y que no se
apagaba, aquella alfombra roja que nos andaba, como
si fuéramos famosos…

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Al empujar la puerta final cerré los ojos,


una luz clarísima y pura se deslizaba por
la sala abalconada. Esa luz me despejó
por completo como los rayos que se
cuelan entre las nubes de tormenta,
penetrando en la bóveda negruzca,
descubriendo el mundo y anunciando el
arco iris.

Estábamos en la “sala de cócteles”, o


para eso sería ahora al menos, fiestas y
reuniones con la prensa.

No me quería marchar de allí; aquella


refrescante luz me había devuelto la
sonrisa. Por un momento quedé
maravillado cuando vislumbré cómo
aquel ser radiante, espectro luminoso que
había descendido del cielo lentamente,
estaba acariciando el rostro de mis
compañeros, besándoles con extremada
dulzura, donando su poder,
transcendiendo el perfil de su rostro en
un eclipse, en un prisma de irradiante
belleza que cubría el mundo oscuro
anteriormente. Una revelación divina,
algo supremo e inalcanzable.

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Rápidamente intenté plasmarlo y me odié a mí


mismo por no ser mejor fotógrafo. Pero
comprendí que era imposible alcanzar tal grado
de perfección algún día y grabé aquella imagen
de mi retina en la memoria sempiterna.

Nunca me había sentido tan cercano a mis


compañeros de clase; les noté desnudos,
amados, hermanos. Mas este sentimiento se fue
oscureciendo a medida que volvía a la realidad,
contando los días grises y silenciosos que
compartíamos, sentados al lado pero a
kilómetros de distancia. Pero eso fue con el
tiempo…
  
Se disipó la calma y aquel ser se evaporó, como
la sombra que había vuelto a acecharnos cuando
entramos de nuevo en la sala principal y
volvimos a respirar de la luz de los focos y
volvimos a temer ser cegados por la verdad
absoluta, ocultos en el interior de nuestras
cavernas de cemento y metal. Seres sucios y
corruptos escondiéndonos de toda realidad,
evitando ser bañados por fragmentos llovidos de
sol.

Volvimos allí, sí; pero esta vez metros por


encima de nuestros recuerdos, ocupamos el
suelo que levitaba, el palco que vigilaba sin
escrúpulos a todas partes, asesinando el mínimo
indicio de intimidad. Aunque eso sí, la distancia
al escenario había aumentado y todo se veía
más lejano. Desde ahí uno se sentía poderoso,
como un francotirador en lo alto de un
rascacielos, o un rey que miraba para abajo, a su
pueblo, desde una antigua torre de palacio.

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La verdad es que me gustaba ese


sitio, era un rincón majestuoso
donde se podía ver el rojo y dorado
que lo cubría todo. Pero unos
minutos después, no tardaron en
quitarle el prestigio a esos asientos
diciendo que esos eran los sitios
más baratos y que en la machista
sociedad pasada, ese lugar estaba
destinado para mujeres. Después de
algunos chistes de mis compañeros
y compañeras, bajamos de nuevo y
nos hicimos un par de fotos como
despedida.

Al salir me fui unos metros para


atrás y, elevando la mirada,
observando la fachada por última
vez pude contemplar la belleza que
residía en aquella estructura
renacentista y en sus ventanas, que
atrapaban eufóricos vítores y
suspiros tristes de tiempo atrás;
que bailaban agarrados de la mano,
formando airosos huracanes de
grandeza, que golpeaban las
vidrieras ansiosos, amenazando con
escapar, revolviendo el teatro,
instaurando un microclima furioso y
avivado, cargado de millones de
emociones contenidas, de vidas
fugaces y ficticias, espectadoras y
dadoras de vida, pero reales todas
ellas, escondidas tras los telones,
cascadas de sangre que fluía,
tiritando entre los hilos de las
butacas y los cables colgantes 

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esparcidos, cosiendo arterias, venas, tejidos latentes, en carne viva, dolor


sangrante y floreciente de rabia y de mentiras. Lugar de encuentro para cobardes
que huyen y para inconformistas que quieren vivir más. De derrumbes, de derrotas y
de puntos de partida. De abrir los ojos. De fantasía, sueños y de verdad
desgarradora. Un corazón pleno, caótico enredo de almas fragmentadas, las partes
invisibles de todos los que dejaron el rastro de su cuerpo consumiéndose en los
ceniceros y sus almas en las lágrimas, de lluvia y aplausos sordos de gris verano.

Los pedazos de su propio ser que perecieron al final la función. Víctimas del utópico
teatro. Consuelo de esta obra sin fin que es la vida.

Retornamos al metro y entre vagas conversaciones sosegadas y algunas risas sin


gracia, llegué a mi parada. Me quedé pensando en todo lo que había vivido en ese
día. Todas las cosas que había descubierto, las maravillas que había visto…

Mientras tanto perdí el bus; así que seguí ahí, quieto, en la parada, esperando al
siguiente. Me sentía simple y minúsculo. Exhausto, adormilado, vacío y a la vez tan
lleno de amor hacia al teatro, aquel mundo que se iba atenuando cada vez más,
mientras la rutina llegaba con el próximo autobús.

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