Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
T E X TO D E
Joseph Sheridan Le Fanu
ILUSTRADO POR
Ana Juan
CARMILLA
Al amor, infinito
como la noche en tu piel
Ana Juan
1. Literatura infantil I. Elías Tovar, Juan, tr. II. Juan, Ana, il.
III. Ser. IV. t.
Distribución mundial
Comentarios y sugerencias:
librosparaninos@fondodeculturaeconomica.com
Tel.: (55)5449-1871. Fax: (55)5449-1873
ISBN 978-607-16-1428-5
Josephi Sheridani Liber Carmillae sanguine editus est in longa,
bicentenaria nocte, impressusque iunio mense MMXIII in Impresora
y Encuadernadora Progreso S. A. de C. V. (IEPSA), calzada San Lorenzo
244, Paraje San Juan, C. P. 09830, México, D. F.
Ana Juan
TRADUCCIÓN DE
E
n un papel adjunto al siguiente relato, el doctor Hesselius escribió
una nota bastante elaborada, acompañada de una referencia a su
ensayo sobre el extraño tema que revela el manuscrito.
En dicho ensayo aborda el misterioso tema con su erudición y agu-
deza de siempre, además de una franqueza y concisión excepcionales. Y seme-
jante documento será apenas un volumen en las obras reunidas de ese hombre
extraordinario.
Puesto que en la presente obra publico este caso simplemente para desper-
tar el interés de “los legos”, no me adelantaré en nada a la inteligente dama que
lo relata. Por lo tanto, tras la debida consideración, he decidido abstenerme de
incluir algún resumen de los razonamientos del erudito doctor o algún extrac-
to de sus declaraciones sobre un tema que, en sus propias palabras, “con toda
probabilidad involucra algunos de los arcanos más profundos de nuestra exis-
tencia dual y sus grados intermedios”.
Tras descubrir este documento, estuve ansioso por restablecer la correspon-
dencia que, años atrás, iniciara el doctor Hesselius con su informante, quien
parece haber sido una persona perspicaz y meticulosa. Sin embargo, y muy a
mi pesar, me enteré de que ella había muerto algunos años después de los acon-
tecimientos.
Tal vez ella habría tenido poco que agregar a la narración que, hasta donde
puedo determinar, transmite con gran diligencia y minuciosidad en las siguien-
tes páginas.
5
UN PRIMER SUSTO
V
ivimos en un castillo o schloss, en Estiria. De ninguna manera nos
consideramos una familia señorial, pero en esa región del mundo,
una pequeña renta de ochocientas o novecientas libras al año hace
maravillas. En nuestra tierra de origen —mi padre es inglés e in-
glés es mi apellido, aunque nunca he visto Inglaterra—, apenas habríamos po-
dido contarnos entre la gente acomodada. Sin embargo, en este lugar solitario
y primitivo, donde todo es tan extraordinariamente barato, tenemos tantas co-
modidades, e incluso lujos, que no concibo que tener más dinero pudiera ser-
nos de mucho provecho.
Mi padre sirvió en el ejército austriaco; al retirarse, su patrimonio y su pen-
sión fueron suficientes para comprar a precio de ganga esta residencia feudal,
con la pequeña finca en la que se encuentra.
No puede haber nada más pintoresco ni más solitario: el castillo está cons-
truido sobre una suave colina en medio de un bosque; el viejo y angosto cami-
no pasa por delante del puente levadizo, que nunca he visto alzarse, y frente al
foso lleno de percas, en cuya superficie adornada de blancos nenúfares nadan
los cisnes.
Dominando este conjunto se yergue el castillo, con su fachada de numero-
sas ventanas, sus torres y su capilla gótica.
Frente a la verja, el bosque se abre en un claro irregular y pintoresco. A la
derecha, el camino pasa por un empinado puente gótico tendido sobre un
arroyo que serpentea a través de las sombras profundas del bosque. He dicho
7
CARMILLA
8
CARMILLA
10
U N P R I M E R S U STO
Por primera vez sentí miedo y grité con todas mis fuerzas. Nana, sirvienta y
ama de llaves entraron corriendo y, tras escuchar mi historia, le restaron impor-
tancia a la vez que intentaban tranquilizarme; pero, aun siendo sólo una niña,
pude darme cuenta de que habían palidecido y tenían un aspecto de inusitada
ansiedad. Las vi buscar bajo la cama y por toda la habitación; se asomaron bajo
las mesas y abrieron los armarios, y el ama de llaves susurró a la nana:
—Toca ese hueco en la cama. Está tibio: alguien estuvo acostado ahí, tan
seguro como que no fuiste tú.
Recuerdo que la sirvienta de la guardería me acarició con cariño; las tres
mujeres me examinaron el pecho en el lugar donde les dije que había sentido
la punzada y declararon que no había ningún indicio de que me hubiera su-
cedido tal cosa. El ama de llaves y las otras dos sirvientas que estaban a cargo
de la guardería se quedaron despiertas toda la noche. Desde entonces hasta
que tuve alrededor de catorce años, siempre hubo una sirvienta velando mi
sueño.
Después de este suceso, estuve muy nerviosa durante un largo tiempo. Lla-
maron a un anciano doctor, muy pálido; recuerdo muy bien su largo rostro
taciturno, algo picado de viruela, y su peluca castaña. Durante una larga tem-
porada me visitó cada tercer día para darme una medicina que yo, desde luego,
detestaba.
La mañana siguiente a la aparición, yo me sentía aterrorizada; ni siquiera a
plena luz del día soportaba que me dejaran sola un momento. Recuerdo tam-
bién que mi padre entró y se paró junto a la cama, hablando en tono jovial.
Hizo algunas preguntas a la nana, y una de las respuestas lo hizo reír enérgica-
mente. Me dio unas palmadas en el hombro y un beso; me dijo que no tuviera
miedo, que no era más que un sueño y que nadie me haría daño.
Pero no me sentí tranquila, porque sabía que la visita de aquella extraña
mujer no había sido un sueño, y tenía un miedo atroz. Me consoló un poco
que la sirvienta de la guardería me asegurara que había sido ella quien había
entrado a mirarme y se había acostado a mi lado; dijo que yo debí estar medio
dormida para no reconocer su cara, pero esto no terminó de convencerme, a
pesar de que la nana le dio la razón.
En el transcurso de ese día, recuerdo que un venerable anciano de sotana
negra entró en la habitación acompañado de mi nana y el ama de llaves. Habló
11
CARMILLA
un poco con ellas y luego, muy amablemente, conmigo. Tenía un rostro dulce
y bondadoso; me dijo que él y las mujeres iban a orar, y juntó mis manos para
que mientras oraban yo dijera en voz baja: “Señor, escucha todas nuestras ple-
garias, por el amor de Jesús”; creo que ésas fueron las palabras exactas, pues a
menudo las repetí para mis adentros, y durante años mi nana tuvo la costumbre
de hacerme repetirlas en mis oraciones.
Recuerdo muy bien el dulce y pensativo rostro de aquel anciano de blancos
cabellos, con su sotana negra, de pie en esa tosca y alta habitación oscura, ro-
deado de burdos muebles de un estilo de trescientos años atrás, e iluminado
por la escasa luz que penetraba la atmósfera sombría a través de la pequeña
celosía. Se arrodilló con las tres mujeres, y con voz trémula rezó en voz alta por
un tiempo que me pareció muy largo. He olvidado toda mi vida anterior a
aquel acontecimiento, y muchos recuerdos posteriores son confusos; pero las
escenas que acabo de describir destacan en mi memoria como las imágenes de
una fantasmagoría rodeada de oscuridad.
UNA INVITADA
A
hora contaré algo tan extraño que requerirá toda su fe para creerlo;
sin embargo, no sólo es verdad: es una verdad de la que fui testigo
directo.
En una dulce tarde de verano, mi padre me invitó, como a veces
hacía, a acompañarlo en un pequeño paseo a lo largo del hermoso paisaje bos-
coso que se extiende frente al castillo.
—El general Spielsdorf no podrá venir a vernos tan pronto como yo esperaba
—dijo mientras caminábamos.
Estábamos esperando la llegada del general para el día siguiente, y su visita
debía durar unas cuantas semanas. Con él iba a venir su joven sobrina y prote-
gida, la señorita Rheinfeldt. Yo nunca la había visto, pero había oído decir que
era una joven encantadora, e imaginaba muchos días felices en su compañía.
Estaba desilusionada, más de lo que puede imaginar una joven que viva en
una ciudad o en un barrio bullicioso, pues había pasado muchas semanas so-
ñando despierta con aquella visita y con la nueva amistad que prometía.
—¿Y qué tan pronto vendrá?
—Hasta el otoño. Me atrevería a decir que no será en menos de dos meses
—respondió mi padre—. Y ahora me alegro mucho de que nunca conocieras
a la señorita Rheinfeldt, querida.
—¿Por qué? —pregunté, mortificada y curiosa a la vez.
—Porque la pobre muchacha ha muerto —respondió—. Casi olvidé decír-
telo, pero no estabas conmigo esta tarde, cuando recibí la carta del general.
13
CARMILLA
14
U N A I N V I TA DA
15
CARMILLA
—No recuerdo lo demás —dijo—. Pero siento como si una gran desgracia
pendiera sobre nosotros. Supongo que la triste carta del pobre general tendrá
algo que ver.
En ese momento, captó nuestra atención el inusitado sonido de las ruedas
de un carruaje y de muchos cascos de caballos. Parecía que se acercaba desde
el terreno elevado que domina el puente. Pronto cruzaron dos jinetes, luego
apareció un carruaje tirado por cuatro caballos y, finalmente, otros dos jinetes
detrás.
Parecía el carruaje de alguna persona de alto rango, y todos quedamos absor-
tos contemplando el inusual espectáculo, que un momento después se volvió
CARMILLA
aun más apasionante, pues justo cuando el carruaje pasaba por la cúspide del
puente, uno de los primeros caballos se asustó y contagió su pánico a los de-
más. Después de uno o dos saltos, todo el tiro arrancó al unísono en un galope
desenfrenado, y pasando entre los dos jinetes que corrían al frente, se lanzó en
nuestra dirección con la velocidad furiosa de un huracán. La escena se volvió
más angustiante por los claros y prolongados gritos de una mujer, que llegaban
desde la ventana del carruaje.
Todos avanzamos, curiosos y horrorizados a la vez. Yo iba en silencio; los
demás proferían diversas exclamaciones de terror.
El suspenso no duró mucho: junto al camino, justo antes de llegar al puen-
te levadizo del castillo, hay un magnífico tilo, y del otro lado una antigua cruz
de piedra; al ver esta última, los caballos, que iban corriendo a una velocidad
vertiginosa, se desviaron bruscamente, llevando las ruedas sobre las raíces sa-
lientes del árbol.
Yo sabía lo que estaba por suceder; para no verlo, me cubrí los ojos y volteé
la cabeza, pero en ese momento escuché el grito de mis compañeras, que se
habían adelantado. Entonces abrí los ojos, y contemplé una escena de confu-
sión absoluta: dos de los caballos yacían en el suelo, el carruaje estaba volcado
sobre un costado con dos ruedas al aire, y los hombres se afanaban en quitar
los arreos.
Del carruaje salió una dama con aire de autoridad; estaba de pie con las
manos entrelazadas, y cada tanto se secaba las lágrimas con un pañuelo. A con-
tinuación sacaron del vehículo a una joven que parecía inerte. Mi querido
padre ya estaba junto a la señora, con el sombrero en la mano, ofreciendo su
ayuda y los recursos del castillo. La señora parecía no escucharlo ni tener ojos
para nada más que para la esbelta muchacha que los hombres estaban deposi-
tando en la orilla del arroyo.
Me acerqué lentamente; la joven parecía haber perdido el conocimiento,
pero no estaba muerta. Mi padre, que se preciaba de tener algo de médico,
aseguraba que su pulso era perceptible, aunque débil e irregular. La señora,
que afirmaba ser la madre de la joven, juntó las manos y alzó la mirada hacia
el cielo, como en un breve arrebato de gratitud; sin embargo, de inmediato se
abatió de nuevo con esos ademanes teatrales tan naturales que tienen algunas
personas.
18
U N A I N V I TA DA
La dama era una mujer agraciada para su edad; en otro tiempo debió ser
muy atractiva. Era alta, sin ser delgada, y estaba vestida de terciopelo oscuro;
se veía un poco pálida, pero su semblante, aunque agitado, era imponente y
soberbio.
—¿Quién puede haber nacido con un destino más desgraciado? —la oí
decir, con las manos entrelazadas—. Heme aquí, en un viaje que es asunto de
vida o muerte, en el que perder una hora tal vez sea perderlo todo. ¡Quién sabe
cuánto tarde mi niña en reponerse para seguir nuestro camino! Debo dejarla:
no puedo retrasarme, no me atrevo. Dígame, señor, si puede, ¿a qué distancia
está el pueblo más próximo? Allí debo dejar a mi pequeña, aunque no la vea ni
sepa nada de ella hasta mi regreso, dentro de tres meses.
Le di un tirón a mi padre y le murmuré encarecidamente al oído:
—¡Papá!, por favor pídele que la deje con nosotros… ¡Sería tan lindo! ¡Por
favor, dile!
—Si la señora quiere confiar su niña al cuidado de mi hija y de su buena
aya, Madame Perrodon, y permitir que sea nuestra huésped hasta su regreso, lo
consideraremos un honor, y la trataremos con toda la diligencia y devoción
que impone tan sagrada encomienda —ofreció mi padre.
—No puedo aceptar, señor, sería abusar cruelmente de su gentileza y caba-
llerosidad —dijo la señora.
—Por el contrario, nos haría un gran favor en el momento en que más lo
necesitamos. Mi hija acaba de sufrir una cruel desilusión, pues una tragedia ha
frustrado una visita que ella esperaba con felices ansias. Si usted nos confía el
cuidado de la señorita, será un gran consuelo para mi pequeña. La población
más próxima aún está lejos, y no hay ahí ninguna posada donde pueda alojar a
su hija. Es muy peligroso que continúe su viaje con ella; si, como usted dice, es
imposible detener su camino y debe separarse de su hija esta misma noche, no
encontrará un lugar donde pueda dejarla con mayores garantías de cuidado y
cariño que aquí.
Había en el aspecto y actitud de aquella mujer algo tan distinguido e impo-
nente, y era tan cautivador su porte, que incluso pasando por alto la dignidad
de su séquito, daba la firme impresión de ser una persona de alto rango. Entre-
tanto, el carruaje ya estaba en pie, y los caballos, ya dóciles, estaban engancha-
dos de nuevo.
19
CARMILLA
20
COMPARAMOS NOTAS
S
eguimos el cortejo con la mirada hasta que desapareció en el bosque
brumoso, e incluso el sonido de los cascos y las ruedas se desvaneció
en el silencioso aire nocturno. Sólo la joven, que en ese momento
abrió los ojos, permaneció como prueba de que toda aquella aventura
no había sido una ilusión. No podía ver su rostro, pues estaba volteado hacia el
lado opuesto, pero vi que levantó la cabeza, mirando a su alrededor, y escuché
su dulce voz que preguntaba en tono quejumbroso:
—¿Dónde está mamá?
Nuestra buena Madame Perrodon le respondió tiernamente, y agregó algu-
nas palabras reconfortantes. Luego la joven preguntó:
—¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? —y después dijo—: No veo el carrua-
je, ¿y dónde está Matska?
Madame respondió todas sus preguntas hasta donde pudo; poco a poco la
joven fue recordando cómo había ocurrido el percance y se alegró de saber que
nadie había salido herido. Cuando se enteró de que su madre la había dejado
con nosotros, y no regresaría hasta transcurridos tres meses, lloró. Yo iba a unir-
me a Madame Perrodon para consolarla, pero Mademoiselle De Lafontaine me
puso la mano en el brazo y me dijo:
—No se acerque, por ahora ella no debe hablar más que con una persona a
la vez; una emoción más podría abrumarla.
Pensé que en cuanto estuviera instalada en su cama, correría a su habita-
ción para verla. Entretanto, mi padre había enviado un sirviente a buscar al
21
www.fondodeculturaeconomica.com