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Hombres ricos y hombres pobres

(en datos)
Más allá de sus espejismos, Internet promociona una preocupante y
creciente desigualdad

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DANIEL INNERARITY

21 FEB 2016 - 00:03 CET


La Red es un espacio abierto y descentralizado, que
horizontaliza la sociedad. Al igual que el mercado tiene una
estructura igualitaria, pero muestra las mismas limitaciones
inherentes a todo sistema de agregación, entre ellas, una
peculiar promoción de la desigualdad. No haríamos una
descripción cabal de la política de las redes si nos limitáramos a
celebrar sus propiedades democratizadoras sin advertir sobre
sus riesgos, sus contradicciones, sus límites, y los interrogantes
que plantea un despliegue todavía abierto. Uno de los primeros
interrogantes tiene que ver con la cuestión de la igualdad. Esto
nos permite hablar de una brecha digital, y de pobres y ricos en
materia de datos.

Hay diversos tipos de desigualdad digital y unas asimetrías


considerables. En principio, las redes sociales son tan
accesibles, como los bancos de datos o la posibilidad de ganar
popularidad y reputación en Internet. Pero esta accesibilidad no
resuelve la cuestión de la igualdad: por un lado, no suprimen
completamente las desigualdades del mundo analógico y, por
otro, se ponen en marcha otras específicas de estos medios.

Es cierto que los internautas se critican unos a otros en un


espacio horizontal, pero no lo hacen en un contexto de perfecta
igualdad, sino en otro que tiene el riesgo de marginar a los
silenciosos y a los no conectados. Ciertos ciudadanos son
excluidos del paraíso digital de muy diversas maneras: además
de por no disponer del software o del hardware adecuado, por
carecer de la formación necesaria para usar las tecnologías
disponibles, por incapacidad de encontrar los espacios o el
contenido apropiados a sus circunstancias, orientación y
experiencias. Seguramente hay un efecto Mateo en las redes, de
manera que quienes ya están bien relacionados en el espacio
físico lo están también en el espacio virtual. El ciberespacio
amplifica las voces de aquellos que gozan de una cierta ventaja
y, frente a las aspiraciones de lograr una profundización en la
democracia, Internet refuerza más bien el status quo.

En el universo del big data hay también lo que podríamos llamar


ricos y pobres de datos. Esta diferencia tiene sus causas, por un
lado, en la desigualdad que se refiere a la producción de datos,
a su utilización e interpretación y, por otro, en relación con la
reputación, valorización y visibilidad que estos medios realizan.

Los algoritmos concentran la atención en unos pocos y


sobrevaloran a los bien posicionados

El entusiasmo que rodea actualmente el tema de los datos no


debería llevarnos a la ilusión de pensar que todos tenemos el
mismo acceso a ellos. Que los bancos de datos sean públicos no
quiere decir que todos tengamos la misma capacidad para
gestionarlos. Hay tres clases de personas en relación con los
bancos de datos: quienes los producen, quienes tienen
capacidad de almacenarlos y quienes saben cómo valorarlos.
Este último grupo es el más pequeño y el más privilegiado.

Además, los algoritmos, que en apariencia se limitan a registrar


la popularidad y reputación, también generan desigualdad. Los
algoritmos se proponen calcular la verdadera naturaleza de la
sociedad, sus gustos, valoraciones y estimaciones, a partir del
comportamiento de los internautas. Quienes los diseñan parten
de la idea de que las noticias no deben ser elegidas por los
periodistas, no son los políticos quienes establecen la agenda
política, la publicidad no debe ser la misma para todos y las
categorías de pertenencia tradicional representan mal a los
individuos. El procedimiento que propone registra la reputación
a partir del movimiento de los internautas y de este modo se
supone que nos libera del paternalismo de los prescriptores. Nos
aproximaríamos así a un mundo sin prejuicios ideológicos,
racional, emancipado de la subjetividad de quienes lo gobiernan.
En su versión economicista, los liberales defienden la capacidad
de la sociedad de organizarse confiando al mercado la tarea de
reflejar lo que los Estados deforman; en su visión libertaria,
estaríamos ante un mundo articulado por la agregación de la
multitud sin autoridad central. Lo que unos y otros parecen
ignorar es que de este modo se replican también las jerarquías y
desigualdades sociales.

Los algoritmos del big data registran, prescriben o jerarquizan


únicamente en virtud del rastro que dejamos con nuestros
comportamientos, y en este sentido pueden reclamar para sí un
respeto absoluto por nuestras decisiones libres, que no
condicionan. En principio se trata de una técnica que parte de la
premisa de que cada uno puede escoger libremente.

Pero esta pretensión no deja de tener un efecto ambiguo


también en lo que se refiere a la igualdad. Resulta pardójico que
en un momento en el que los internautas se consideran a sí
mismos como sujetos autónomos y libres de las prescripciones
tradicionales, los cálculos algorítmicos nos condenen, por así
decirlo, a no escapar de la regularidad de nuestras prácticas,
como si estuviéramos atrapados por nuestro propio pasado y
fuéramos incapaces de modificarlo. Esta es la raíz del
conservadurismo implícito en el big data. Los algoritmos,
supuestamente neutrales, que se presentan como meros reflejos
de los gustos y elecciones de la gente, y que no pretenden sino
identificar los comportamientos de los internautas, reproducen
sus desigualdades y discriminaciones.

Por otro lado, los algoritmos concentran la atención en unos


pocos y sobrevaloran a los bien posicionados. La Red
proporciona a los mejores dotados unos mayores medios de
enriquecer su capital relacional y de acceder a más recursos y
oportunidades. Además, los propios datos son desiguales y
quien los interpreta ha de distinguir entre aquellos producidos
por cualquiera (en la medida en que uno va dejando huellas de
manera involuntaria) y aquellos que han sido lanzados por
instituciones que tienen una intención de ganar reputación o
que compiten expresamente por la atención del público. El
mundo visto por Google es un universo meritocrático que
confiere una visibilidad desproporcionada a las páginas web más
reconocidas, exacerbando así las desigualdades. La fabricación
de la popularidad viral privilegia el mimetismo y la
obsolescencia. Asistimos a una concentración de la atención en
torno a ciertas informaciones que adquieren una gran
popularidad, repentina y breve, en virtud de los efectos de
coordinación que orientan al público hacia determinados
productos.

El espacio de Internet y la dinámica puesta en marcha por las


redes sociales ha desestabilizado la verticalidad del mundo
analógico. Pero sigue habiendo ricos y pobres en el mundo
digital.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e


investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Acaba
de publicar La política en tiempos de indignación (Galaxia
Gutenberg).

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