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28/3/2018 Héctor Viel Temperley: el éxtasis del místico

 28/06/2012 - 14:44 Ι Clarin.com Ι Revista Ñ Ι Literatura

Héctor Viel Temperley: el éxtasis


del místico
Una poética desestabilizadora lo ha convertido en una de las guras
centrales de la poesía argentina. A 25 años de su muerte, Carolina
Esses y Romina Paula recorren la obra de este autor secreto.

PROPIAS CLARIN LETANIA. “Soy el nadador, Señor, soy el hombre que nada”, dice uno de los versos de Viel.

Carolina Esses

Una foto lo muestra en pantalón de jean y sin camisa; el cuerpo


trabajado del nadador. Otra posando junto a una de sus hijas de espalda
a la Basílica de Luján. O de jaquet bailando con su madre lo que
podemos suponer un vals –ella de negro, con sombrerito y tul que le tapa
apenas la frente. O acostado en la playa, el rostro de perfil, los ojos
cerrados y detrás un par de botas. Se trata del álbum familiar de Héctor
Viel Temperley –para muchos, Viel a secas– pero también de un álbum
que con los años –y la inclusión de estas fotos en la Obra Completa 
publicada por Ediciones Del Dock en 2003– ha pasado a formar parte de
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la figura de un autor que hasta hace poco era considerado secreto, de


culto y que hoy, para muchos, es una figura central dentro del mapa de la
poesía argentina de las últimas décadas. Y no es difícil entender por qué
el lector que se sumerge dentro de la obra de Viel se convierte
rápidamente en una especie de fanático. Difícil resistirse a la cadencia
hipnótica de versos como “vengo de comulgar y estoy en éxtasis” o “Soy
el nadador, Señor, soy el hombre que nada”, versos que juegan con el
ritmo de la letanía pero que, lejos de ser el susurro de la oración que se
repite en voz baja, golpean como la brazada del que con un gesto es
capaz de abrir las aguas.

El escritor oculto

Nació en una familia de origen inglés en 1933 y murió en 1987, hace


exactamente veinticinco años. Fue publicista –como Fogwill que lo
admiraba, que le escribió un poema homenaje, que contribuyó en gran
medida a que se lo leyera–, hasta que decidió vivir de lo que provenía del
campo materno y dedicarse sólo a escribir. Tuvo siete hijos. Escribía en
un pequeño departamento –el último fue cerca de Carlos Pellegrini y
Santa Fe– que salpicaba de bollos de papel. Pintaba. Sergio Bizzio le hizo
la única entrevista que conocemos. Y Viel, que nunca presentó sus libros,
que se movió ajeno al núcleo literario de los setenta y ochenta –con la
salvedad de su relación con Enrique Molina– esperó ansioso la
publicación que contendría esa entrevista. Estaba enfermo –moriría de
cáncer después de someterse a los tratamientos más agresivos– y ya
había escrito Hospital Británico (1986). Pero no llegaría a ver el número
12 de la revista Vuelta Sudamericana con la ya mítica entrevista.
Tampoco el homenaje que se venía organizando hacía tiempo y que
finalmente se llevó a cabo en el Club Francés tres días después de su
muerte. En esa entrevista Viel contaba que hasta Carta de Marear (1976)
había sentido su poesía rígida como si todavía no hubiese encontrado
una voz propia. Encorsetada, podríamos agregar, en una lírica amorosa
o lo que se supone una lírica amorosa –porque incluso en esos primeros
textos hay una línea de fuga, un componente desestabilizador–, poemas

de tono enfático centrados, como señaló Sergio Chejfec en el prólogo a la

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edición venezolana de Hospital Británico , en los momentos de ocio de


los llamados sectores altos –las vacaciones, el deporte–, poemas donde se
construye un paisaje bucólico que es a la vez campo, patria y religión. Y
no el campo del Martín Fierro sino más bien el de la nostalgia de Don
Segundo Sombra . ¿Cómo es entonces el camino que lleva de esos
primeros libros a los versos del que ha sido “sacado del mundo”, del
“trepanado”? ¿Cómo es el tránsito que lleva al poeta que ha hecho del
cuerpo un culto a decir: “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy
hacia mi cuerpo”? Para empezar a hablar de Viel, tenemos que ir hacia el
final, hacia su último libro: Hospital Británico . Nombre que alude al
conocido hospital donde estuvo internado pero también al origen inglés
de su familia. Walter Cassara, en su artículo “En las templadas aguas del
origen”, publicado en Hablar de Poesía, se refiere al “más oficioso
epiloguista de sí mismo” y asentimos. Construido a partir de fragmentos
rigurosamente fechados de libros anteriores sumados a algunos
fragmentos nuevos, Viel ofrece, en medio del viaje alucinado hacia la
muerte, algo así como una hoja de ruta, un mapa de navegación. Se trata
de un libro construido en la convalecencia, en los escasos momentos de
lucidez que permite la agonía, en la alucinación de la anestesia. Nosotros
decimos fragmentos; Viel los llamará esquirlas. Como si quisiera reforzar
la idea de lo corpóreo, de la profundidad en la que puede clavarse un
verso como si fuese una astilla, el trozo de una madera, una espina que
se extirpa o con la que se aprende a vivir –y a escribir.

Como relectura de su propia obra –y en este sentido como origen


poético– Hospital Británico permite pensar sus textos anteriores, en
especial los posteriores a Carta de marear como parte de una obra
programática, pensada y construida como un único libro. Esta conciencia
de estar construyendo una obra emparenta su trabajo con el de otra de
nuestras grandes poetas de tono surrealista: Alejandra Pizarnik. De
hecho el propio Viel habló de su “mística surrealista” y no resulta difícil
seguir a lo largo de toda su obra la importancia que adquiere la
acumulación de este tipo de imágenes. En ambos casos se trata de obras
que construyen obsesivamente una subjetividad –siguiendo a César Aira

en su libro Alejandra Pizarnik (Beatriz Viterbo, 1998)–, construyen un
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personaje y alrededor de ese personaje, un relato. Así como ella será la


alucinada, la sonámbula, la niña loca; Viel será el nadador, el místico, el
enfermo. Ambas obras tienen un punto de anclaje en la muerte. Ella en
su suicidio. El a partir de la anticipación de la muerte que articula
Hospital Británico . Sin embargo, a pesar de la fascinación que presentan
ambas figuras, se trata de poetas del trabajo, no de la inspiración.
Pizarnik a partir de esa economía de recursos –de palabras, de imágenes
que repite en diferentes combinatorias–, Viel a partir de su constante
girar alrededor de sí mismo, de su trabajo plástico con el verso, de una
reescritura paciente. No sólo es posible establecer una filiación con
Pizarnik. Tamara Kamenzsain en Historias de amor (y otros ensayos
sobre poesía) (FCE, 2000) ubica a Viel dentro de una serie de poetas que
trabajan el tema de la propia muerte, como el chileno Enrique Lihn y
nuestro Néstor Perlongher. Para un poeta aislado con un universo
propio tan particular poder establecer filiaciones abre posibles vías de
lectura que enriquecen decididamente la obra.

“Para leer Hospital Británico hay que perder la cabeza”, dirá


Kamenzsain. Y para leer Crawl (1982) quizás haya que entrar en el ritmo
del rezo. Pero del rezo con el cuerpo, como un nadador. Rezándole a un
Dios que es Cristo pero que también es legionario, guardavida, cosaco,
imagen en un paquete de cigarrillos, parte mínima de una comunidad
que es siempre de hombres.

Crawl es, quizás, uno de los libros que ha dejado más marcas en la
literatura argentina posterior a los noventa. La metáfora de la
respiración del verso como la réplica de la respiración del nadador, esa
conexión entre el esfuerzo del poeta y el esfuerzo físico propio de la
natación es una impronta sugerente que es posible seguir en muchos
poetas jóvenes. Se trata de poner el cuerpo, poner el verso como si fuese
un cuerpo –y aquí el trabajo plástico de Viel, que se pasaba horas
observando si el diagrama que dibujaban los versos sobre la hoja podía
representar las brazadas del crawl– y así plantear en un solo gesto, la
materialidad de la palabra. Pero hay más. A la figura del nadador se le

superpone la del místico. Un místico que no es el que quiere vaciarse de

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sí mismo para llegar al Amado; un místico a años luz del lavado fervor
religioso que se lee en los primeros libros; un místico cuyo gran
encuentro es con su propio cuerpo, con las sábanas “que sólo de mí
penden”, con la posibilidad de “en sueños o en misión escalarme”. Como
señala también Cassara, al referirse a los poemas de El arma (1953), uno
de los primeros libros de Viel, se trata del propio cuerpo como objeto y
sujeto del discurso erótico. Su cuerpo –en tanto nadador, hachero o
enfermo– y también Dios hecho cuerpo: Cristo. Pero un Cristo
resignificado en su proximidad con lo extra religioso –contagiado por lo
profano. Viel restituye el cuerpo de Cristo al uso, lo coloca entre otros
cuerpos –cosacos, pugilistas, marineros– y sobre todo en relación al
propio cuerpo del yo lírico. Ciertamente uno de los afortunados
desbordes en los que incurre ya en aquellos poemas tempranos cuando
dice: “Yo mismo me remonto, me retrepo/ como nadando ríos verticales”.
Un ejercicio extraño y genial el de Crawl . Surrealista, por momentos
–“Sacristía con trigo desnudos oyendo”–, barroco en la repetición del leit
motiv : vengo de comulgar y estoy en éxtasis y emparentado –otra vez–
con Perlongher. Hay un ritmo en Crawl que prefigura la letanía de
Cadáveres (1989). Que explora como el gran poema de Perlongher la
posibilidad de volver a decir en la repetición, en el pliegue, en la
exacerbación de una imagen o de una frase puesta al límite de sus
posibilidades. Ya lo había hecho en Legión Extranjera (1978) donde
poemas como “El verde claro” trabajan en la repetición con variaciones
de un mismo tema explorando las posibilidades del decir.

El desborde de un paisaje

Y llegamos, a partir del final, al comienzo. Aquel que establece la


cronología porque el origen construido por Viel será, como decíamos, el
final. Ese lugar de origen heredado que tiene que desandar para poder
finalmente “decir” está metaforizado en los primeros libros a través del
escenario del campo. Un campo que es, como los caballos y como la
religión, propiedad familiar: “...recuerdo caballos que fueron de mi
tatarabuelo/ y que eran iguales a los míos”, dirá en “Elegía argentina”. 

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Ahora, a la luz de los libros posteriores, de esa carta de ruta que decide
no incluir, no releer estos primeros trabajos –en Hospital Británico Viel
no incluye fragmentos anteriores a 1969, año de publicación de
Humanae Viate Mia – podemos ya encontrar, incluso en estos versos
medidos y acotados el desborde de un paisaje que se inunda y se
transforma hasta convertirse en lo que será el espacio privilegiado de su
obra: el agua. Hay, también, otra operación interesante para trazar un
recorrido por la obra: a medida que Viel se adentra en la experiencia de
su propio cuerpo, en lugar de replegarse los versos se expanden, las
palabras se multiplican hasta ocupar la totalidad de la hoja y ser prosa
poética. El opuesto a la página en blanco del poeta que calla porque
descubre lo sublime. Como el que después de años de moverse en la
superficie –y el nadador de crawl no hace otra cosa más que desplazarse
en la superficie del agua– cava finalmente un pozo dentro de sí mismo
–“puedo hachar todo el día, pero no puedo cavar todo el día”, dirá– pero
no encuentra más opción que la de desarmarse –desarmar su escritura–
en estos versos largos y acumulativos como si fueran, parafraseando a
Enrique Molina en su prólogo a Carta de marear , rayos, o látigos
irradiantes de sentido.

Poetas muy jóvenes como Clara Muschietti ( La campeona de nado , Irojo,


2007) o Marina Serrano ( Formación Hospitalaria , Sigamos Enamoradas,
2006) no hacen sino recodar que la impronta de Viel es tan vital o más
vital hoy que antes. La lectura de su obra nos deja con la sensación de
tenerlo al alcance de la mano –¿quién puede, luego de haber leído sus
poemas, mirar el edificio Kavanagh y no ver “el hombro del Kavanagh”?
Traducidos tanto al francés como al inglés Crawl y Hospital Británico son
excelentes puertas de entrada a la obra de un extranjero, de un
desclasado, de un escritor que en un determinado momento decidió, en
sus propias palabras “hacer un mundo, tener un mundo”. Aunque para
eso tuviese que construirse otro origen, el de su propia muerte.

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