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PENSAR LA EDUCACIÓN INCLUSIVA EN LOS MUSEOS

November 13, 2016

Gabriela Aidar [1] / Pinacoteca do Estado de São Paulo

Pensar la educación inclusiva en los museos supone admitir que estas instituciones tienen en
la actualidad una función diferente para la que fueron creadas en los siglos XVIII y XIX. Ya no
son lugares pasivos donde se acumulan objetos sino que ahora adoptan un papel activo en la
interpretación de la cultura, el desarrollo de los procesos educativos, el fortalecimiento de la
ciudadanía, el respeto a la diversidad cultural y la mejora de la calidad de vida. En otras
palabras, los museos han asumido plenamente su papel social. Esto también significa que al
museo le corresponde una función educativa como un todo, no como responsabilidad de un
departamento concreto, hasta el punto ideal de que podemos pensar en un museo que sea,
por naturaleza, educativo. Por eso ya no basta con mantener un área de educación para
divulgar informaciones estáticas de los objetos del museo, ni tampoco exponer conocimientos
construidos al margen de las comunidades que le rodean o las sociedades en las que están
insertos.

Como principio para la elaboración de las acciones inclusivas en el museo partimos de la idea
de que la cultura es un derecho. Los llamados derechos culturales forman parte de los
derechos humanos fundamentales, y se suman a los políticos, sociales y económicos. Algunos
autores intentan relacionar los derechos culturales con la práctica de los museos en particular.
Es el caso del británico David Anderson, que propone lo siguiente: “Basándonos en la
legislación internacional, ¿qué derechos pueden tener los ciudadanos de las democracias
occidentales en relación con los museos? Mi propuesta es que todos tengan derecho a: 1) el
reconocimiento de su identidad cultural; 2) contactar con otras culturas; 3) participar en
actividades culturales; 4) oportunidades para la creatividad; y 5) desarrollar su libertad de
expresión y de pensamiento crítico.” [2]

Ahora bien, ¿cómo pueden los museos poner esto en práctica? El mismo autor afirma que es
posible con distintas estrategias. Por ejemplo, “1) un compromiso de principios para
enfrentarse a las desigualdades con la implicación cultural; 2) aceptando que la población,
como un todo, es tan capaz, inteligente y experta culturalmente como los profesionales de los
museos; 3) emprendiendo acciones efectivas que promuevan mejores oportunidades de
aprendizaje y creatividad; 4) permitiendo la participación de los públicos objetivo y
personalizando los servicios del museo en función de sus necesidades; 5) llevando sus servicios
más allá de la institución y hacia las comunidades; 6) invirtiendo de forma continuada en
investigación de aprendizaje y evaluación en apoyo de estas acciones; y 7) cambiando el
sentido de lo que quieren ofrecer los museos hacia lo que es necesario para el bienestar
individual y comunitario.” [3]
Estas propuestas sirven, ante todo, como provocaciones para los profesionales de los museos.
Con ellas podemos cuestionarnos no sólo nuestras prácticas y planes de acción, sino también
reflexionar sobre el desarrollo de nuestra función institucional.

Voy a terminar con una cita de la museóloga brasileña Waldisa Russio, quien afirma que “(…) la
preservación del patrimonio cultural es un acto y un hecho político, y debemos asumirlo como
tal, incluso en nuestras áreas específicas de acción profesional. En el caso del museólogo,
trabajador social, significa no rechazar la dimensión y el riesgo político de su trabajo.” [4]

La expresión “trabajador social”, en la cual, además de a los museólogos, incluimos a los


educadores y demás trabajadores del museo, indica que estos profesionales deben asumir
conscientemente el carácter político de su actuación, y evitar la aparente y falaz separación
entre la acción cultural y la social.

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