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Los órficos eran seguidores de un movimiento religioso mistérico, es decir, al que se accedía
por iniciación, basado en poemas atribuidos a Orfeo. Estos escritos tenían que ver con el
origen y el destino del alma. Dichos escritos debieron ser compuestos durante un largo
espacio del tiempo por diversos poetas, creadores y seguidores relacionados con este
movimiento religioso.
Los órficos nunca configuraron una iglesia estable ni tuvieron una jerarquía que velara por
dogmas de ninguna clase. Por eso, las doctrinas atribuidas a Orfeo oscilaron entre
interpretaciones filosóficas. Sin embargo, había una serie de principios que permanecieron
muy estables a lo largo de su historia. Uno de ellas es la idea de la transmisión de las almas.
En suma, la transmigración del alma aparece como un castigo (mito de los Titanes): por un
lado, los seres humanos proceden de dioses (los Titanes y Dioniso lo son) con una parte
inmortal, divina; por otro lado, de la tierra, mortal y corruptible, el cuerpo. Pero su alma,
antes del propio origen de la especie, había sido contaminada por el crimen de los Titanes,
un crimen que deja huella en la naturaleza humana una parte de la “naturaleza titánica”, esto
es, de la soberbia de sus antecesores, y que debía ser expiado. El alma tiene que liberarse del
peso de su parte criminal. En consecuencia, el ingreso del alma en un cuerpo, la expiación y
la liberación a la muerte de éste se repiten varias veces, en un proceso muy largo, en el que
el alma es alojada sucesivamente en cuerpos que son para ella como una sepultura. Por eso,
la metempsicosis para los órficos es la transmigración de alma desde el otro mundo a éste y
de un cuerpo a otro, hasta que expiadas sus culpas, en el Hades y en este mundo, pueda lograr
su liberación.
Los órficos afirman que el alma es divina, inmortal y poseedora de sus facultades: memoria,
inteligencia, voluntad. Es más, sólo está verdaderamente viva cuando muere el cuerpo y se
libera de él. En definitiva, el alma está como muerta mientras se encuentra en el cuerpo, ya
que su verdadera vida se desarrolla en el Hades y por ello se puede afirmar que el cuerpo es
como su sepultura.
Los orígenes de la religión órfica están todavía bastante confusos. Desde la mitad del siglo
VI a.C., aproximadamente, podemos encontrar distintos puntos de contacto entre el mundo
griego y comunidades religiosas, poseídas de unas peculiaridades teorías místicas que tienen
como primer predicador a Orfeo, el legendario cantor tracio. La distinción decisiva que hay
entre sus opiniones y las de la filosofía consiste en que las enseñanzas que se propagan en
estos círculos no se dan como resultado de un trabajo intelectual de uno o varios
investigadores, sino como revelaciones de Dios o más bien de su profeta Orfeo y que no se
dirigen tanto a la razón cuanto al sentimiento religioso y a la fantasía. Estas religiones tenían
que ser creídas, pues el orfismo era, en definitiva, una religión; más exactamente aún, una
teoría.
La significación histórica del Orfismo radica más bien en su doctrina del alma. La mística
basada sobre ella ha podido desarrollarse realmente cuando se encontró una oposición hostil
entre cuerpo y alma. El sentimiento de esta oposición, que era totalmente ajeno a la
antropología homérica, el profundo convencimiento de que el alma humana tiene naturaleza
divina y que su cuerpo es su cárcel, eran concepciones que solamente pudieron desarrollarse
sobre el suelo griego a consecuencia de la experiencia del éxtasis y ante todo, del culto
orgiástico a Dioniso. Por primera vez, con la victoria de la religión de Dioniso, por medio de
la cual fue despertada la vida afectiva en sus profundidades más soterradas y fue elevada a
alturas insospechadas, va ampliando sus círculos la creencia de que el alma, libre de las
ataduras del cuerpo, se hace partícipe de fuerzas maravillosas. De esta manera pudo
desarrollarse el pensamiento “de que también el alma tenía que purificarse del cuerpo como
de un impedimento que la contaminaba”. Esta teoría surgió en primer lugar bajo el influjo de
ideas catárticas como las que entonces dominaban, encarnadas especialmente en Epiménides
de Creta, o sea, aquellas teorías que propugnaban que el hombre tenía que “purificarse” de
ciertas manchas por medio de poderes demoníacos.
Así se formó el sentimiento de esta tajante oposición y con ello, de la profunda distinción
valorativa entre cuerpo y alma, una de las raíces de la ascética órfica. La otra consiste en la
aparición de una especie de conciencia de pecado y como consecuencia de esto, una nostalgia
de salvación que brotaba de almas atormentadas. Por medio de esta ascética se quería liberar
al alma de las ligaduras del cuerpo, es decir, del mundo de los sentidos, para que ella, que
era de origen divino pero que, a consecuencia de una culpa anterior a su existencia terrena,
había sido atada al cuerpo, libre de la “órbita del devenir”, libre de todas las ligaduras
terrenas, levantase el vuelo hacia la divinidad y pudiese unirse con ella de nuevo. Aquí está
tendido el puente entre la ascética y la antigua mística griega, cuya profunda investigación
tenemos que agradecer a Edwin Rohde en su Psyche.
La secta órfica no sólo encontró su centro principal en Atenas, también encontró un suelo
favorable en la Magna Grecia y Sicilia, y por eso, no es casual el que la mención más antigua
del famoso “Orfeo” se encuentre en el rapsoda Íbico de Regio. Noticias sorprendentes nos
han ofrecido aquellas extrañas láminas de oro que fueron encontradas en las proximidades
de la antigua Turios, y más al Sur todavía, en Petelia, en tumbas de los siglos IV y III a.C;
según el texto de los hexámetros que hay grabados sobre ellas, se deduce que eran entregadas
a los muertos “para indicarles el camino y para que fueran reconocidos por las divinidades
de la muerte”. Pero también en Eleuterna, en Creta, se ha encontrado una inscripción
semejante del siglo II a.C. Y aunque desde el siglo IV los cultos órficos fueron degenerando
en conspiraciones, han durado, sin embargo, hasta el final de la Antigüedad y todavía han
ejercido un influjo importante en los neopitagóricos y neoplatónicos e incluso también en las
antiguas representaciones cristianas del más allá y en las del destino del alma humana
después de la muerte.
Tras la lectura del mito de los Titanes, la ascética ha tenido otra meta, pues una de las
doctrinas principales de los órficos es el juicio final de las almas en el Hades, donde a los
piadosos se les concede su premio en un banquete sublime y a los impíos se les da el castigo
en un pantano, donde tienen que echar agua en una criba y llevar a cabo otros trabajos sin
sentido, indefinidamente. Junto al trono de Zeus está la Dike, diosa de la Justicia, inflexible
vengadora de todo delito. Así pues, la doctrina de una retribución en el más allá constituye
una parte fundamental de la antigua creencia órfica. Para escapar de los terribles castigos en
el Hades, los ánimos atemorizados ofrecían a los dioses infernales sacrificios y plegarias con
los cuales esperaban no sólo expiación de las culpas para los vivientes, sino también para los
que ya habían muerto. De esta manera perseguiría también la ascética de los creyentes órficos
escapar con la mayor indulgencia posible del juicio final en el Hades.
Para terminar, una de las características que más llama la atención en esta ascética y que es
inaudita en la vida del pueblo griego consiste en la prohibición de comer carne. Uno de los
pasajes de las Leyes de Platón nos pone este hecho de manifiesto, cuando habla,
idealizándolos, de los hombres de la época primitiva: “Ni una vez se atrevieron a probar carne
de reses muertas, ni tampoco sacrificaron animales a los dioses, pero sí ofrecían tortas y frutas
rociadas con miel y otras dádivas puras como éstas. Se abstenían, pues, de comer carne en la
creencia de que esto era una profanación y de manchar de sangre los altares de los dioses.
Una vida órfica, por consiguiente, la llevaban aquellos hombres, que se alimentaban de lo
inanimado y que temían lastimar a lo animado”.
En un texto órfico, la transmigración del alma aparece como un castigo a través del mito de
los Titanes: por un lado, los seres humanos proceden de dioses (los Titanes y Dioniso lo son)
con una parte inmortal, divina; por otro lado, de la tierra, mortal y corruptible, el cuerpo. Pero
su alma, antes del propio origen de la especie, había sido contaminada por el crimen de los
Titanes, un crimen que deja huella en la naturaleza humana una parte de la “naturaleza
titánica”, esto es, de la soberbia de sus antecesores, y que debía ser expiado. El alma tiene
que liberarse del peso de su parte criminal. En consecuencia, el ingreso del alma en un cuerpo,
la expiación y la liberación a la muerte de éste se repiten varias veces, en un proceso muy
largo, en el que el alma es alojada sucesivamente en cuerpos que son para ella como una
sepultura. Por eso, la metempsicosis para los órficos es la transmigración de alma desde el
otro mundo a éste y de un cuerpo a otro, hasta que expiadas sus culpas, en el Hades y en este
mundo, pueda lograr su liberación.
Los órficos afirman que el alma es divina, inmortal y poseedora de sus facultades: memoria,
inteligencia, voluntad. Es más, sólo está verdaderamente viva cuando muere el cuerpo y se
libera de él. En suma, el alma está como muerta mientras se encuentra en el cuerpo, ya que
su verdadera vida se desarrolla en el Hades y por ello se puede afirmar que el cuerpo es como
su sepultura.
Según el mito Dioniso es hijo de Zeus y Perséfone, antes de que esta se convirtiera en reina
del Hades. El pequeño creció en Creta, protegido por los mismos guardianes que habían
guardado a Zeus de los ojos de Cronos. Pero los Titanes, enemistados con Zeus, esperaron a
que los guardianes descansaran para atraer al pequeño con juguetes dorados. Cuando los
Titanes se abalanzaron sobre él el pequeño intentó defenderse tomando la forma de diversos
dioses y animales pero terminaron por despedazarle y devorar su carne cruda. Atenea
interrumpió el espantoso banquete justo a tiempo para rescatar el corazón del pequeño, lo
encerró en una figura de yeso en la que insufló vida y así Dioniso se hizo inmortal. Zeus,
preso por la ira, mató a los Titanes con sus rayos. Según el mito de las cenizas nació la especie
humana, que es una mezcla de la parte terrena de los Titanes y la parte divina de Dioniso.
Este mito parece ser la piedra angular de los misterios órficos. La dualidad del alma, la parte
divina que está manchada por las cenizas de un crimen y que tiene que purificarse para poder
volver con la divinidad incluso a través de algunas metempsicosis o reencarnaciones. Para
los órficos el cuerpo es un envoltorio para el alma, una prisión de la que debe liberarse. En
recuerdo del crimen de los Titanes los órficos no derramaban sangre de ningún ser vivo ni se
alimentaban de carne.
Los misterios de Eleusis al culto de Deméter y Perséfone, muy populares en época clásica y
romana, están claramente influenciados por los misterios de Orfeo sobre la eternidad del
alma. Si bien lo que más conocemos de estos ritos eleusinos, que también ahondan sus raíces
muy atrás en el tiempo, es de época tardía y ya habían perdido parte de su significado original.
Alrededor del mito se formó la teología órfica. De su descenso a los infiernos en búsqueda
de Eurídice trajo el misterio que permitía a los iniciados evitar los obstáculos y las trampas
que esperan al alma después de la muerte.
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Transmigración del alma
Metempsicosis
Giambologna, mercurio (Photo credit: Wikipedia)
Término derivado del griego que significa “traslado de un alma a otro cuerpo; se le llama
también «reencarnación” o ” transmigración del alma”. Con esto se quiere indicar la
convicción de que el principio vital humano, el alma-espíritu, que se experimenta como no
totalmente dependiente del cuerpo (por ejemplo, la experiencia del sueño), pasa a través de
sucesivas etapas de unión con cuerpos distintos antes de alcanzar el estado final de descanso
o de disolución.
Heráclides Póntico refiere que Pitágoras decía de sí mismo que «en otro tiempo había sido
Etálides y tenido por hijo de Mercurio; que el mismo Mercurio le tenía dicho pidiese lo que
quisiese, excepto la inmortalidad, y que él le había pedido el que vivo y muerto retuviese en
la memoria cuanto sucediese». Así que mientras vivió se acordó de todo, y después de muerto
conservó la misma memoria. «Que tiempo después de muerto, pasó al cuerpo de Euforbo y
fue herido por Menelao. Que siendo Euforbo, dijo había sido en otro tiempo Etálides, y que
había recibido de Mercurio en don la transmigración del alma, como efectivamente
transmigraba y circuía por todo género de plantas y animales; el saber lo que padecería su
alma en el infierno y lo que las demás allí detenidas. Que después que murió Euforbo, se
pasó de alma a Hermótimo, el cual, queriendo también dar fe de ello, pasó a Branquida, y
entrando en el templo de Apolo, enseñó el escudo que Menelao había consagrado allí»; y
decía que «cuando volvía de Troya consagró a Apolo su escudo, y que ya estaba podrido,
quedándole sólo la cara de marfil. Que después que murió Hermótimo se pasó a Pirro,
pescador delio, y se acordó de nuevo de todas las cosas, a saber: cómo primero había sido
Etálides, después Euforbo, luego Hermótimo y enseguida Pirro». Y finalmente, que después
de muerto Pirro vino a ser Pitágoras, y se acordaba de todo cuanto hemos mencionado.
Euforbo era hijo de Pantoo y hermano de Hiperenor. Y hábil lancero, logró herir a Patroclo.
Murió a manos de Menelao, en la Guerra de Troya, es mencionado en la Ilíada de Homero
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La figura de Pitágoras está vinculado a la noción de transmigración del alma. Pitágoras habría
sido el introductor de este concepto en Grecia, relacionado directamente con la noción de la
inmortalidad del alma, que, con el paso del tiempo, estaba llamada a convulsionar la
mentalidad griega.
Pitágoras fue muy consecuente con su doctrina y, para demostrarla, presumía de poder
rememorar las reencarnaciones anteriores del alma, lo que provocó que fuera considerado un
sabio que poseía extraordinarios conocimientos.
Por otra parte, Pitágoras consideraba el cosmos como el resultado de una armonía sometida
a la ley del orden y la proporción y en la que existe una energía universal que une lo celestial
con lo terrenal, lo divino con lo humano, que a su vez todos seres vivos participan en la
existencia de una comunidad, una relación de hermandad donde tienen que imperar la
moderación, la prudencia y el orden y que la discordia, la rivalidad y la violencia deben ser
erradicadas.
El respeto hacia los animales era tal que impedía maltratarlos, comerlos o sacrificarlos en los
rituales religiosos.