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El Hombre Mediocre (José Ingenieros)

Los ideales pueden no ser verdaderos; son creencias. Su fuerza estriba en sus elementos
efectivos: influyen sobre nuestra conducta en la medida en que lo creemos. Por eso, la
representación abstracta de las variaciones futuras adquiere un valor moral: las más
provechosas a la especie son concebidas como perfeccionamientos. El futuro se identifica con
lo perfecto.
Mientras que la instrucción se limitará a extender las nociones que la experiencia actual
considera más exactas, la educación consiste en sugerir los ideales que se presumen
propicios a la perfección.

Estos hombres, predispuestos a emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección más


allá de lo actual, son los “idealistas”. La unidad del género no depende del contenido
intrínseco de sus ideales sino su temperamento: se es idealista persiguiendo las quimeras
más contradictorias, siempre que ellas impliquen un sincero afán de perfeccionamiento.
Cualquiera. Los espíritus afiebrados por algún ideal son adversarios de la mediocridad:
soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, generosos contra los
calculistas, indisciplinado contra los dogmáticos. Son alguien o algo contra los que no son
nadie ni nada. Todo idealista es un hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que
le permite distinguir entre lo malo que observa, y lo mejor que imagina. Los hombres sin
ideales son cuantitativos; pueden apreciar el más y el menos pero nunca distinguen lo mejor
de lo peor.

La humanidad no llega hasta donde quieren los idealistas en cada perfección particular;
pero siempre llega más allá de donde habría ido sin su esfuerzo. Lo poco que pueden
todos depende de lo mucho que algunos anhelan.

Cuando los pueblos se domestican y callan, los grandes forjadores de ideales levantan su voz.
Una ciencia, un arte, un país, una raza, estremecido por su eco, pueden salir de su cauce
habitual. El genio es un guión que pone el destino entre los párrafos de la historia. Si aparece
en los orígenes, crea o funda; si en los resurgimientos, transmuta o desorbita. En ese instante
remonta su vuelo todos los espíritus superiores, templándose en pensamientos altos y para
obras perennes.

Para concebir una perfección se requiere cierto nivel ético y es indispensable alguna
educación intelectual. Sin ellos pueden tenerse fanatismos y supersticiones; ideales,
jamás.

¿Por qué suprimir desniveles entre los hombres y las sombras, como si rebajando un poco a
los excelentes y puliendo un poco a los bastos se atenuaran las desigualdades creadas por la
naturaleza?

El predominio de la variación determina la originalidad. Variar es ser alguien, diferenciarse es


tener un carácter propio, un penacho, grande o pequeño: emblema, al fin, de que no se vive
como simple reflejo de los demás. La función capital del hombre mediocre es la paciencia
imitativa; la del hombre superior es la imaginación creadora. El mediocre aspira a confundirse
en los que le rodean; el original tiende a diferenciarse de ellos. Mientras el uno se concreta a
pensar con la cabeza de la sociedad, el otro aspira a pensar con la propia. En ello estriba la
desconfianza que suele rodear a los caracteres originales: nada parece tan peligroso como un
hombre que aspira a pensar con su cabeza.

Constreñidos [los mediocres] a vegetar en horizontes estrechos, llegan hasta desdeñar todo lo
ideal y todo lo agradable, en nombre de lo inmediatamente provechoso. Su miopía mental
impídeles comprender el equilibrio supremo entre la elegancia y la fuerza, la belleza y la
sabiduría. "Donde creen descubrir las gracias del cuerpo, la agilidad, la destreza, la
flexibilidad, rehúsan los dones del alma: la profundidad, la reflexión, la sabiduría. Borran de la
historia que el más sabio y el más virtuoso de los hombres -Sócrates- bailaba"

Para los tontos nada más fácil que ser modestos: lo son por necesidad irrevocable; los más
inflados lo fingen por cálculo, considerando que esa actitud es el complemento necesario de la
solemnidad y deja sospechar la existencia de méritos pudibundos.

…se desesperan pensando que la calcomanía no figura entre las bellas artes.

Los grandes cerebros ascienden por la senda exclusiva del mérito; o por ninguna. Saben que
en las mediocracias se suelen seguir otros caminos; por eso no se sienten nunca vencidos, ni
sufren de un contraste más de lo que gozan de un éxito; ambos son obra de los demás. La
gloria depende de ellos mimos.

La Bruyére escribió una máxima imperecedera: "En la amistad desinteresada hay placeres
que no pueden alcanzar los que nacieron mediocres"; éstos necesitan cómplices, buscándolos
entre los que conocen esos secretos resortes descritos como una simple solidaridad en el
mal.

Siendo desleal, el hipócrita es también ingrato. Invierte las fórmulas del reconocimiento: aspira
a la divulgación de los favores que hace, sin ser por ello sensible a los que recibe. Multiplica
por mil lo que da y divide por un millón lo que acepta. … Sus sentimientos son otros: el
hipócrita sabe que puede seguir siendo honesto aunque practique el mal con disimulo y con
desenfado la ingratitud.

La mediocridad está en no dar escándalo ni servir de ejemplo.

Enseñan que es necesario ser como los demás; ignoran que sólo es virtuoso el que
anhela ser mejor. Cuando nos dicen al oído que renunciemos al ensueño e imitemos al
rebaño, no tienen valor de aconsejarnos derechamente la apostasía del propio ideal para
sentarnos a rumiar la merienda común.

Cada uno de los sentimientos útiles para la vida humana engendra una virtud, una norma de
talento moral. Hay filósofos que meditan durante largas noches insomnes, sabios que
sacrifican su vida en los laboratorios, patriotas que mueren por la libertad de sus
conciudadanos, altivos que renuncian todo favor que tenga por precio su dignidad,
madres que sufren la miseria custodiando el honor de sus hijos. El hombre mediocre ignora
esas virtudes; se limita a cumplir las leyes por temor a las penas que amenazan a quien las
viola, guardando la honra por no arrastrar las consecuencias de perderla.

Si el ejemplo supremo para los que combaten lo dan los héroes y para los que creen los
apóstoles, para los que piensan lo dan los filósofos.
Sin algún ingenio, es imposible ascender por los senderos de la virtud; sin alguna virtud son
inaccesibles los del ingenio.

La duda debiera ser más común, escaseando los criterios de certidumbre lógica; la primera
actitud, sin embargo, es una adhesión a lo que se presenta a nuestra experiencia. La manera
primitiva de pensar las cosas consiste en creerlas tales como las sentimos; los niños, los
salvajes, los ignorantes y los espíritus débiles son accesibles a todos los errores, juguetes
frívolos de las personas, las cosas y las circunstancias. Cualquiera desvía los bajeles sin
gobierno. Esas creencias son como los clavos que se meten de un solo golpe; las
convicciones firmes entran como los tornillos, poco a poco, a fuerza de observación y de
estudio. … Vivir arrastrado por las ajenas equivale a no vivir. Los mediocres son obra de los
demás y están en todas partes: manera de no ser nadie y no estar en ninguna.

Pensar es vivir. Todo ideal humano implica una asociación sistemática de la moral y de la
voluntad, haciendo converger a su objeto los más vehementes anhelos de perfección

El hombre es. La sombra parece. El hombre pone su honor en el mérito propio y es juez
supremo de sí mismo; asciende a la dignidad. La sombra pone el suyo en la estimación ajena
y renuncia a juzgarse; desciende a la vanidad. Hay una moral del honor y otra de su
caricatura: ser o parecer.

El que aspira a parecer renuncia a ser.

El que aspira a ser águila debe mirar lejos y volar alto; el que se resigna a arrastrarse como
un gusano renuncia al derecho de protestar si lo aplastan.

El que envidia se rebaja sin saberlo, se confiesa subalterno;

Toda la psicología de la envidia está sintetizada en una fábula, digna de incluirse en los libros
de lectura infantil. Un ventrudo sapo graznaba en su pantano cuando vio resplandecer en lo
más alto de las toscas a una luciérnaga. Pensó que ningún ser tenía derecho de lucir
cualidades que él mismo no poseería jamás. Mortificado por su propia impotencia, saltó hasta
ella y la cubrió con su vientre helado. La inocente luciérnaga osó preguntarle: ¿Por qué me
tapas? Y el sapo, congestionado por la envidia, sólo acertó a interrogar a su vez: ¿Por qué
brillas?

Todo rumor de alas parece estremecerlo [al mediocre], como si fuera una burla a sus vuelos
gallináceos. Maldice la luz, sabiendo que en sus propias tinieblas no amanecerá un solo día
de gloria. ¡Si pudiera organizar una cacería de águilas o decretar un apagamiento de astros!

Sólo que la admiración nace en el fuerte y la envidia en el subalterno. Envidiar es una forma
aberrante de rendir homenaje a la superioridad. El gemido que la insuficiencia arranca a la
vanidad es una forma especial de alabanza.

La que ha nacido bella -y la Belleza para ser completa requiere, entre otros dones, la
gracia, la pasión y la inteligencia- tiene asegurado el culto de la envidia.
La incapacidad de crear le empuja a destruir. Su falta de inspiración le induce a rumiar el
talento ajeno, empañándolo con especiosidades que denuncian su irreparable ultimidad.

Donde todos pueden hablar, callan los ilustrados.

Alabar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, y
jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento a la propia dignidad.

El ambicioso quiere ascender, hasta donde sus propias alas puedan levantado; el vanidoso
cree encontrarse ya en la suprema cumbre codiciada por los demás.

La cuna dorada no da aptitudes; tampoco las da una urna electoral.

Un régimen donde el mérito individual fuese estimado por sobre todas las cosas, sería
perfecto. Excluiría cualquier influencia numérica u oligarquía. No habría intereses creados. El
voto anónimo tendría tan exiguo valor como el blasón fortuito. Los hombres se esforzarían por
ser cada vez más desiguales entre sí, prefiriendo cualquier originalidad creadora a la más
tradicional de las rutinas.

Los hombres mediocres se equivocan de vulgar manera; el genio, aun cuando se desploma,
enciende una chispa, y en su fugaz alumbramiento se entrevé alguna cosa o verdad no
sospechada antes. No es menos grande Platón por sus errores ni lo son por ello Shakespeare
o Kant. En los genios que se equivocan hay una viril firmeza que a todos impone respeto.
Mientras los contemporizadores ambiguos no despiertan grandes admiraciones, los hombres
firmes obligan el homenaje de sus propios adversarios. Hay más valor moral en creer
firmemente una ilusión propia, que en aceptar tibiamente una mentira ajena.

Todo hombre de genio es la personificación suprema de un Ideal.

Enseñando a admirar el genio, la santidad y el heroísmo, prepáranse climas propios a


su advenimiento.

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