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Psicoanálisis, una clínica de la palabra.

Quienes por alguna razón (o sin ella) nos encontramos con particular interés en la praxis del
psicoanálisis, pronto descubrimos un hecho común, uno que marco el inicio de la invención
freudiana: la experiencia analítica parte con la palabra. Cualquier palabra. La única indicación
directa que un analista le hace a quien inicia un recorrido (no lo hay mas que de a uno por uno)
analítico es que diga todo lo que le venga a la mente. Y, agregamos, tal palabra no ha de
refrenarse por motivos de vergüenza, pena, molestia, enojo, y un largo etc. La llamada regla
fundamental.

¿De donde la insistencia del analista de solicitar la palabra del analizante? El campo del lenguaje,
dirá Braunstein, es el embudo/diafragma por donde se cuela el goce. Palabra incluso que en su
ausencia significa. El silencio es parte importante de la así llamada cura analítica. ¿Qué cura el
psicoanalisis? ¿Será el sufrimiento o el malestar cuando la propia experiencia indica que son
estructurantes para el sujeto? Aquí clínica y ética tocaran sus compases. Pues si algo puede
brindar un psicoanalisis es un posicionamiento frente al goce, frente a eso en mí que es más (o
menos) que mí mismo. No una eliminación del sintoma, eso lo dejamos al médico; el síntoma se
integraría a la vida psíquica del analizante no como ajeno, sino como propio.

Es ella (la palabra) y a través de ella que un psicoanalisis puede llevarse a cabo. ¿Las relaciones del
goce y la palabra? Esa sera una de las principales problemáticas que la enseñanza de Lacan tratara
de buscar solución, y que el practicante, desde la soledad de su ejercicio, trasladara al analizante.
Que problematize su palabra. Que en el error, en el lapsus, en la traspíe de su discurso reside un
saber a cuyo contenido es posible acceder mediante el dispositivo que el análisis permite. Una
praxis que no es como las demás. Que hay un más allá del Yo, sostén imaginario. Que eso que
angustia no miente. Y que la palabra, aún mentirosa, tiene al menos algo de verdad...

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