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El Dipló: Capital y trabajo en tiempos de

Macri 1/3 31-05-2017 19:57:15

Edición Nro 216 - Junio de 2017


EDITORIAL

Capital y trabajo en tiempos de Macri


Por José Natanson

unque probablemente Jeremy Rifkin se haya apurado en pronosticar su final (1), el mundo del trabajo experimenta
cambios acelerados. Consecuencia de la robotización de los procesos productivos, la liberalización del comercio y la
deslocalización –el 70 por ciento de los celulares y el 60 por ciento de los zapatos que se consumen en el mundo se
producen hoy en China– (2), el universo de los trabajadores de los países industrializados se ha ido heterogeneizando
hasta configurar dos planetas distintos, que viven uno al lado del otro pero cada vez más desconectados entre sí.

De un lado, una elite profesional ultracalificada que se desempeña en los núcleos dinámicos de investigación y
desarrollo, políticamente sensible a las propuestas liberal-progresistas, tolerante y cosmopolita, que valora la
diversidad, ama conocer otras culturas y cuando viaja elige los vinos del lugar. Del otro, una masa de trabajadores
excluidos por la disminución del empleo industrial, condenados a la tercerización y la precariedad de regímenes de
trabajo de corto plazo, inestables y mal pagos, que ya no se organizan en función de ciertas destrezas u ocupaciones
sino en torno a “bloques de tiempo”, que es lo que compra una compañía de limpieza, vigilancia o incluso atención al
público cuando los contrata.

Los nuevos empleos creados por las industrias del conocimiento en áreas dinámicas como el software, la biotecnología
o los segmentos avanzados del sector servicios no alcanzan a compensar el encogimiento del trabajo fabril puro y duro.
El fenómeno excede al problema de la desocupación: en Estados Unidos, por ejemplo, el desempleo es de apenas el 4,7
por ciento, cerca del umbral de pleno empleo, pese a lo cual la desigualdad y la pobreza aumentan. En una mirada
general, el desplazamiento de las industrias del centro a la periferia, a México, Europa del Este o Asia, produjo una
“periferización” del Primer Mundo (3): alcanza con caminar las calles post-apocalípticas de los antiguos barrios
industriales de Detroit o cruzar el Périphérique y penetrar los suburbios parisinos para chocarse con la monotonía de
bloques gigantescos de monoblocs deprimentes cuya realidad se acerca más al Lugano del Pity Alvarez que a las
deslumbrantes metrópolis post-modernas situadas a pocos kilómetros de distancia.

El quiebre, desde los 80, de lo que Robert Castel definió como “el compromiso social del capitalismo industrial” (4),
agudizado unos años más tarde por la desaparición del socialismo como alternativa política, habilitó una hegemonía
laboral desreguladora que fue consolidando este sector social desesperado, cuyo malestar ha comenzado a politizarse.
De hecho, algunas de las novedades más impactantes de la política mundial, los últimos “momentos María Antonieta”,
como el Brexit, el triunfo de Donald Trump o el ascenso de Marine Le Pen, se explican en parte por esta modificación
subterránea del mundo del trabajo.

Y por la incapacidad de las elites para registrarla: cuando la candidata del establishment demócrata Hillary Clinton
convocó a Jon Bon Jovi y Bruce Springsteen para un acto de campaña en Filadelfia estaba buscando exhibir la
adhesión de dos artistas populares que en su momento supieron expresar como pocos el sentir de la clase obrera
norteamericana: Bon Jovi, el hijo de un peluquero de Nueva Jersey y una ex conejita Playboy, y Springsteen, “el
cantante del pueblo”. El problema es que a esa altura ambos eran ya millonarios multipremiados y que las masas
trabajadoras habían decidido su voto por Trump –y reorientado sus gustos musicales hacia Lady Gaga–.

Pero volvamos al punto. La metamorfosis profunda del mundo laboral es una tendencia mundial que, con todos sus
matices y notas al pie, se replica en los países en desarrollo, entre ellos el nuestro. Las diferencias radican en que en
Argentina, producto de su industrialización inconclusa, un sector de la sociedad nunca llegó a integrarse plenamente a
los procesos de desarrollo, siempre se mantuvo excluido. Y también en el hecho de que, frente a la ausencia de un
Estado de Bienestar al estilo europeo, el impacto social de la neoliberalización del trabajo comenzó a sentirse ya en los

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90, por lo que su respuesta, el giro a la izquierda de comienzos de siglo, fue también anterior.

Como en Estados Unidos, el principal problema no es tampoco aquí el desempleo: el hecho de que según la última
medición del Indec la desocupación (7,6 por ciento) sea casi cuatro veces menor que la pobreza (30,3) confirma que la
cuestión no pasa tanto por el trabajo en sí como por el poder de compra del salario y los niveles de protección.

Por eso vale la pena poner en cuestión las perspectivas liberales que, de Macron a Macri, ensayan respuestas orientadas
exclusivamente a la capacitación de los trabajadores, a partir de la idea de que el problema reside en un desacople entre
la demanda de la economía, que exige trabajadores con más estudios o con otros estudios o más flexibles, y la
calificación de la fuerza laboral. Aunque por supuesto es importante, en el contexto de una economía en permanente y
acelerada mutación, apostar a la capacitación permanente para mejorar la competitividad, este enfoque ignora la
mutación estructural del mundo del trabajo descripta más arriba. Y, quizás sin proponérselo, produce una transferencia
de la carga por vía de una individuación de la responsabilidad, que en un mágico pase de manos se traslada de una
economía incapaz de proveer empleo de calidad a toda la población a la situación personal de los trabajadores, que si
no consiguen empleo es porque no estudian.

Pero además, y este aspecto es central, la reconfiguración laboral ha llevado a un desdibujamiento de la relación
capital-trabajo, afectada por el hecho de que en el capitalismo de hoy el principal valor económico ya no reside tanto
en la posesión de activos físicos como en el conocimiento, que es un capital pero no lo parece. La consecuencia es que
este vínculo ha perdido la nitidez que adquirió desde la Revolución Industrial y que, borroneado en un mundo sin
chimeneas, resulta cada vez más difícil de apreciar.

Sin embargo, vale la pena hacer el esfuerzo. Sucede que, más allá de las transformaciones recientes, la relación entre
quienes controlan los medios de producción, sean éstos una planta siderúrgica, un campo de diez mil hectáreas o un
algoritmo, y los que viven de vender su fuerza de trabajo en el mercado, sea ésta la posibilidad de limpiar una oficina,
operar a un paciente o programar una computadora, sigue siendo fundamental a la hora de explicar el funcionamiento
económico de las sociedades actuales.

Las estadísticas globales confirman que la relación se ha desbalanceado. Consecuencia de las transformaciones de las
últimas tres décadas, el polo capital ha ido ganando cada vez más peso en comparación con el polo trabajo. Esta
tendencia, que en Argentina comenzó a mediados de los 70 y se profundizó en los 90, fue parcialmente revertida
durante los años del kirchnerismo, para retornar ahora, fortalecida por un gobierno que la estimula: la participación de
los asalariados en el PBI, que había pasado de un piso del 24,5 por ciento en 2002 hasta tocar un 37,6 por ciento en
2013, cayó 3 puntos, al 34,3, durante el primer año de gestión macrista (5).

Esto es consecuencia de una serie de decisiones de política pública: la disminución del salario real, que cayó entre 5 y
10 por ciento el año pasado y que, a juzgar por las paritarias, parece difícil que se recupere; la reorientación del modelo
económico hacia actividades como las finanzas, la minería y el agro, competitivas y superavitarias en divisas, pero más
intensivas en capital que en trabajo y con serias limitaciones para crear empleo de calidad, en contraste con la
retracción de ramas socialmente más inclusivas, como la industria, la construcción y el comercio. Y, por último, dos o
tres guadañazos de política económica decididos al inicio del mandato, entre los que sobresale el combo, único en el
mundo, de devaluación y baja de retenciones.

¿Qué motiva al macrismo a hacer estos cambios? Hay varias explicaciones, no necesariamente excluyentes. La primera
es la voluntad oficial de mejorar la rentabilidad de las empresas como vía para impulsar la inversión privada y con ello
echar a andar nuevamente la rueda de la economía. La segunda es la convicción de que la “destrucción creativa” propia
del capitalismo permitirá compensar los puestos de trabajo desaparecidos en las ramas improductivas con nuevas
oportunidades laborales en sectores más competitivos. La tercera es la intención de beneficiar a un sector social del
cual forma parte.

Sea por ideología económica, convicción futurista o conveniencia de clase, lo cierto es que, en contraste con un
kirchnerismo que reaccionaba activamente cuando detectaba una empresa que suspendía o despedía trabajadores, el
macrismo apuesta al lassez faire. Como sostienen Marshall y Perelman en su estudio sobre la historia de las
negociaciones colectivas en Argentina (6), los contextos de repliegue del Estado limitan las estrategias sindicales
centralizadas que generan “negociaciones imitativas”, bajo las cuales los gremios tienden a actuar de manera

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coordinada y los salarios se homogeneizan (incluso, como sucedió a menudo en la Europa de la posguerra, para
moderarlos). Además no se perfila un sindicato capaz de liderar políticamente al resto, como ocurrió con los
ferroviarios en la etapa agroexportadora de principios del siglo XX, la UOM en el período de sustitución de
importaciones y Camioneros desde los 90, lo que dificulta aun más las posibilidades gremiales de acordar una
estrategia única. La posición de los principales sindicatos industriales frente al gobierno de Macri, que muchos juzgan
excesivamente concesiva, se explica en parte por esta correlación de fuerzas.

El giro macro de la política económica derrama en la realidad micro de los trabajadores y sus familias. El reequilibrio
de la relación-capital trabajo no es una abstracción; es un dato concreto que se refleja en la vida cotidiana. El aumento
del desempleo, la persistencia de un amplio sector en negro y la debilidad sindical significan también trabajadores más
temerosos y por lo tanto más proclives a aceptar una baja de salarios, el pase a la informalidad o vacaciones anticipadas.
Este nuevo contexto regresivo, que no fue producto de un golpe de Estado sino de una elección perfectamente
democrática, se sobreimprime sobre la crisis del mundo laboral analizada más arriba. Y profundiza, aquí como en el
Norte desarrollado, la fractura entre una elite primermundizada y cosmopolita que “disfruta de su trabajo”, para la que
el gobierno macrista ha elaborado un discurso motivacional con apelaciones de autosuperación, y un amplio
contingente suburbanizado y hundido, que mira a Cristina.

1. Jeremy Rifkin, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era,
Paidós, 2004.

2. “Made in China”, The Economist, 12-3-15.

3. Aníbal Pérez-Liñán, “¿Podrá la democracia sobrevivir al siglo XXI? ”, Nueva Sociedad, Nº 267, enero-febrero de
2017.

4. El ascenso de las incertidumbres. Trabajo, protecciones, estatuto del individuo, FCE, 2009.

5. Datos de CIFRA-CTA.

6. Adriana Marshall y Laura Perelman, “Cambios en los patrones de negociación colectiva en la Argentina y sus
factores explicativos”, Estudios Sociológicos, Vol. 22, N° 65, 2004.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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