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"En el contexto práctico de una civilización cada vez más avasallante, obsesionada por la búsqueda de la eficiencia y el

éxito, nada tiene de extraño que se le pidan las cuentas a la filosofía (y aun a toda la cultura) atendiendo a unos imaginarios
resultados y pensando en algunos hipotéticos servicios. En lugar de asediarla, como antes, con los criterios de validez,
coherencia o significación, ahora se procede a preguntar insolentemente para qué sirve. Como a las cocineras. Pues bien:
convendría de una vez por todas despojarse de complejos y falsas vergüenzas y asumir y reconocer que justamente servir,
como los sirvientes, los paraguas o los ministros, no sirve para nada. Si por servir se entiende lo expresable en porcentajes
per cápita. Frente a un orden de valores oficialmente utilitarios, no sería ni malo lanzar un manifiesto en defensa de los
superfluo. De entre todos los lujos, se impone reivindicar con fuerza el cada día más desvanecido lujo de pensar, metidos
como estamos, con unos y con otros, en las delicias de la vida con el Big Brother. Que se fabrique un elogio a la inutilidad,
no muy difícil de elaborar si se atiende a dónde nos están llevando los expertos en planificación, racionalización y otros
desarrollos. Pero además de demasiado fácil y hasta retórico, equivaldría a caer en la trampa tendida. Porque si realmente
la filosofía fuera tan inútil como pretenden, no sólo no se atentaría contra ella, sino que se procuraría ensalzarla y
protegerla, ya que sería entonces, nada paradójicamente, perfectamente útil a fines poco ocultos de uniformidad y
domesticación. Alégrense, en consecuencia, los amedrentados corazones filosóficos, pues la antigua filosofía, aun vertida
en odres supuestamente nuevos, sigue desazonando a más de un beocio."

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