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compaginación: manuel

UN PUEBLO SIN NOMBRE

El calor había creado en Estela la fantasía de que el sol era el pulgar de un gigante que
quería aplastarlos. Sus padres reñían en el asiento delantero del viejo auto, como si estar
perdidos no tuviese importancia:

–No tengo idea de donde estamos –dijo el padre mirando hacia las diferentes opciones que
le brindaba el cruce de rutas.
–¡ No podés ser tan pelotudo! ¡ Como que no sabés!
–¡ Callate tarada! No has dejado de joder desde que salimos de casa.
–Es que solo a un estúpido como vos se le ocurre huir sin saber hacia dónde.
– Y vos ¿Qué idea aportaste? Dale, decime... ¡ Infelíz!
Estela no quería escuchar pero necesitaba entender que pasaba, no le habían dado ninguna
explicación.
Con temor de recibir una agresión, pidió:
– ¿ Me das agua?
El padre la miró de reojo un instante, y cambiando de expresión volvió su vista al camino.
– Tomá despacio que no hay mucha– le dijo su madre alcanzándole una botella plástica.
Obediente, bebió solamente tres tragos y devolvió la botella.
Se acomodó de nuevo junto a la ventanilla para continuar mirando aquel paisaje que la
fascinaba: un desierto vasto y desnudo donde el viento despellejaba la superficie formando
remolinos. En los ojos de la niña éstas nubes de tierra aparecían como monstruos escapando
de algo invisible.
El cansancio le cerró los párpados. Y aparecieron en su mente, como arrastrados por un
avión, los aun incomprensibles sucesos del día: el brusco llamado de su madre cuando
todavía era de noche, el vestirse rápido dejando botones sin abrochar. La urgencia, los
nervios, los gritos. La desesperación al no poder rescatar a su muñeca que quedó
abandonada entre las sábanas. Y de pronto, sin entender por qué ni hacia donde, los tres en
la ruta.

Llevaban muchísimas horas de viaje y las violentas discusiones habían cesado. El sol
terminó su trayecto y el desierto se transformó en un oscuro silencio.
Era noche plena cuando vieron un cartel donde apenas se distinguían algunos pocos trazos
que no alcanzaban a formar palabras. A unos veinte metros se recortaba la silueta de una
construcción. El hombre apagó las luces y el motor sin apretar el freno, el auto continuó
avanzando sin ruidos, cuando se detuvo bajaron. Las mujeres se quedaron al lado del
vehículo y él caminó con precaución. La casa aparentaba llevar muchos años abandonada.
A un par de metros había un galpón hecho con chapas.
Frente a la puerta entornada golpeó las manos, y ante la falta de respuesta con voz firme
llamó:
–Hola, hola…¿hay alguien?
La mujer que tenía poca paciencia se adelantó, empujó la puerta y entró. En la penumbra
alcanzó a distinguir una mesa a la que le faltaba una pata y en el rincón opuesto un catre
con el elástico que apoyaba en el piso. Luego fue hasta la cocina: a su derecha había un
fogón con leña y hacia el otro lado una ventana con los vidrios rotos que conectaba con la
densa negrura de la noche.
–Tendremos que quedarnos en este lugar. Se está acabando el combustible y bajo techo
estaremos más seguro–. Dijo el padre mientras caminaba hacia el auto.
Bajó las maletas. Y midió cuál de ellas tenía la altura adecuada para que suplantar la pata
rota de la mesa. Estela al ver que era su equipaje protestó:
–Pero papá, no podré cambiarme.
La madre que entraba con los restos de comida le dijo.
–No te preocupes. No hay nadie que vaya a fijarse en tu ropa.
La mujer dejó sobre la mesa la bolsa con alimentos y comieron lo poco que quedaba. El
hombre dijo con la boca llena y mirando a su alrededor:
–Debemos agradecer al tarado que se le ocurrió construir una casa en medio de la nada.
–Sí, porque si fuera por vos ya estaríamos muertos-contestó la mujer sin mirarlo.
–Aquí podremos estar el tiempo que necesitamos. Espero que no venga nadie.
Fastidiada la esposa contestó:
–Lo tendrías que haber pensado antes –tapándose los oídos y gritando agregó– es que este
maldito infierno no se callará nunca.
Indiferente al comentario el marido agregó:
–Hace mucho frío, mañana buscaremos con que tapar la ventana.
Estela entró a la cocina y miró por el hueco de la ventana. Era tan interminable la
oscuridad que imaginó que el cielo había sido devorado: tembló al pensar que el mundo ya
no existía.
Sin embargo a pesar de que del miedo prefería mirar por la ventana a presenciar otra pelea
de los padres.
Salió de la cocina en silencio y se ubicó, ovillada como en un vientre materno, en el
asiento trasero del auto.

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