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No paraban de regocijo las voces legitimadoras del capital al ver al régimen soviético caer por
medio de imágenes televisadas, cuando de 1994 el EZLN irrumpía en la escena política nacional
después de permanecer años ocultos a la vista. Parecía no haber durado mucho el sueño de
Fukuyama que anunciaba el “fin de la historia” y el triunfo del neoliberalismo a nivel mundial,
cuando ya desde antes se criticaba al supuesto socialismo de la URSS y se respondía con dignidad
ante la expansión aniquiladora del imperialismo estadounidense por todo el mundo, y en
específico en Latinoamérica.
La década de los ochenta y noventa se vivió en un ajetreo político y de propaganda a favor de las
bondades del neoliberalismo en ciernes y de la defensa de la no invasión norteamericana de otras
naciones.
El neoliberalismo, no solo como conjunto de políticas económicas, sino como una forma de vida
del capital, caló profundamente en todos los campos sociales. El educativo, en sentido amplio del
fenómeno, resultó fundamental para la legitimación de esa nueva modalidad del capital.
Sin la presencia de un enemigo a nivel mundial, el neoliberalismo tras sus pruebas aterradoras, en
Chile principalmente y otros países del continente, preparó el terreno para dar rienda suelta a las
políticas económicas para afianzar por el mundo su dominio hegemónico.
El capitalismo no es el “sistema” abstracto que pareciera flotar sobre las personas, o que se
encuentra en algunas partes del mundo muy concretas, como en algunas instituciones o en un par
de personas. Cuando se habla del capital, no se habla de su representación en dinero, o en las
inversiones financieras virtuales, el mundo de la bolsa, o cualquier otra de sus manifestaciones. El
capital es la manera concreta en la que las personas nos relacionamos a diario. Es la forma en la
que (sobre) vivimos a diario. Esta “forma”, claro está, no es ni de chiste unívoca. Existen tantas
maneras de vivir el capitalismo como quizás personas existen en el mundo. Aun así, son esas
relaciones que reproducimos a diario las que permiten al capital seguir viviendo, mientras otros
van muriendo.
El planteamiento básico de los defensores del fin de las ideologías era que se pretendía llegar a un
punto neutral en donde, basados en el mero conocimiento social (a veces reducido a la llamada
“técnica o ingeniería social”), pudieran tomarse decisiones sobre los problemas sociales sin verse
influidos por las ideologías de izquierda o derecha. De esa forma, la toma de decisiones no llevaría
a los terribles resultados de las dictaduras de “izquierda” en la URSS o de la Alemania nazi. Tal era
el caso de personajes como Mannheim, Popper o Guidens.
Hoy vemos cómo regresan esas ideas que antaño ya se habían criticado por ser claramente
legitimadoras y cómplices del capital, a veces de forma cínica (como en Popper). Existen
muchísimas manifestaciones actuales de esa misma idea, pero lo extraño es que esas voces hoy
surgen de los sectores que se autodenominan “detractores” del sistema. Proclaman el mismo
discurso del fin de las ideologías, o de “La ideología misma”, a favor de un pretendido purismo en
las ideas (sic). La ideología como blanco nuevamente, aparece ahora desde una supuesta posición
“a-ideológica”, o neutral, como antaño se decía. Se plantea una especia de “reset” en el
conocimiento social, al puro estilo de los posmodernos como Lyotard y Vattimo. Lo extraño aquí
es que el objetivo principal de estos grupos “a-históricos” o llegados del espacio exterior, no es
siquiera el sistema capitalista sino los movimientos libertarios o de izquierda. Sus discursos
arremeten contra los principios o ideas de las alternativas radicales o timoratas de los
movimientos sociales de todo tipo: desde indígenas hasta las políticas de gobiernos llamados
progresistas. Así, por arte de magia, las relaciones sociales capitalistas desaparecen por el hecho
de autonombrarse no-nacido en este mundo lleno de ideologías.