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Silvina Dabini

Dabini, Silvina / Jesús nunca existió. 1 a ed. Ciudad Autónoma de


Buenos Aires: Thelema, 2015. 226 p. 20x14 cm.
ISBN 978-987-45842-3-6
1 . Literatura Religiosa. I. Título
CDD 242.646 - Fecha de catalogación: 07/07/2015
Editorial Thelema
Responsable: Vanesa O’ Toole
Página web: www.editorialthelema.net
E-mail: thelemaeditorial@gmail.com
Maquetación Editorial: Vanesa O’ Toole
Diseño de Tapa: Silvina de González
Corrección: Vanesa O' Toole
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almacenamiento, alquiler, transmisión o transformación en cual-
quier forma o por cualquier medio, sea electrónico, magnetofónico,
mecánico, fotocopia y/o digitalización sin el expreso conocimiento,
por escrito, de la autora.
Su infracción está penada por la ley 11 .724 y 25.446.
Los hechos y/o personajes de la presente publicación son ficticios,
cualquier semejanza con la realidad es pura casualidad.
Los términos médicos empleados y sus aclaraciones son meramen-
te funcionales a la historia. No deben ser usados con valor de
diagnóstico.
Dedicado a Gabriela,
mi ángel mensajero,
mi inspiración,
mi vida…

Y a mi nona Dora,
¡el título de “madre”
siempre te quedó chico!
Prólogo ........................................................................................ 9
Capítulo 1: El último cigarrillo del día ....................................... 15
Capítulo 2: Desenterrando a los muertos ................................... 22
Capítulo 3: Recomenzando ......................................................... 30
Capítulo 4: Habitación 333, el Tío............................................... 41
Capítulo 5: Señales ...................................................................... 48
Capítulo 6: Quien quiera oír ........................................................ 59
Capítulo 7: Salvando vidas .......................................................... 68
Capítulo 8: ¿Por qué cuesta tanto? ............................. .................... 74
Capítulo 9: Confianza .................................................................. 80
Capítulo 10: En familia ............................................................... 88
Capítulo 11: Derrotar al miedo .................................................... 94
Capítulo 12: Los ojos del bien, los ojos del mal......................... 100
Capítulo 13: Uniendo las piezas ................................................. 109
Capítulo 14: Donde yacen los motivos ....................................... 115
Capítulo 15: Ni mejores ni peores .............................................. 122
Capítulo 16: Verdades escondidas .............................................. 128
Capítulo 17: Irene y Amadeo ...................................................... 134
Capítulo 18: Orgullo, mentiras y desencuentro ......................... 139
Capítulo 19: Conviviendo con el dolor ...................................... 145
Capítulo 20: Ni agujas ni sutura ................................................. 153
Capítulo 21: En el lugar y momento justos ................................ 162
Capítulo 22: Viejas fotografías ................................................... 167
Capítulo 23: Lo que está destinado ............................................ 174
Capítulo 24: Encuentros ............................................................. 180
Capítulo 25: Rompecabezas ....................................................... 185
Capítulo 26: Saldando deudas .................................................... 190
Capítulo 27: Dialogando con el pasado ..................................... 197
Capítulo 28: La segunda oportunidad ........................................ 203
Capítulo 29: Nunca sabrás ......................................................... 209
Capítulo 30: ...quién puede salvar a quién.................................. 216
Epílogo ...................................................................................... 223
Agradecimientos ....................................................................... 225
Jesús nunca existió

ebrero del 2014, estaba tomando mate y encendí mi computa-


dora. ¡Ni yo sabía por dónde comenzar a escribir!
La inspiración para este libro provino de una reunión de cosas;
es un gran extracto de mi vida.
No es autobiográfico ni mucho menos. Es un gran compendio de
experiencias vividas con dolor, esperanza y aprendizaje. También es
una gran búsqueda de respuestas a preguntas que, en algún mo-
mento, hemos tenido la mayoría de nosotros.
Con todo el amor que siento por el Maestro, mi amado Jesús, me
fue desafiante la idea de contar ciertas partes. Cada mañana, mien-
tras escribía, junto con el mate y mi computadora, una figura me
observaba desde un portarretrato, supervisando mis palabras.
Debo reconocer que me encontré varias veces mirando su ima-
gen y pidiéndole disculpas.
Pero creo que, en este caso, el fin justifica el medio.
Luego recordaba que, en esas palabras que me costaba tanto es-
cribir, escuchaba el eco de aquellas que alguna vez dije desde mi
corazón, cuando el dolor me golpeaba sin dejarme ver la salida.
Y recordé esa misma mirada, esperando sin juzgar, a que pudiera
asimilar lo mejor posible la situación que estaba atravesando.
Los que me conocen saben que el Maestro siempre estuvo cerca
mío, de una u otra forma.
Las experiencias vividas y la actitud con que las encaré hicieron
que me alejase. Pero, viéndolo en retrospectiva, Él esperó a que
asimilara todo de manera consciente, no con fe ciega, sino com-
prendiendo el por qué o el para qué de cada situación.

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Silvina Dabini

Mi acercamiento definitivo se concretó cuando tuve la posibili-


dad de comenzar a practicar Reiki, un reconocido sistema de sana-
ción japonés. Complementé mis estudios con terapias alternativas,
metafísica, meditación, textos hinduistas, budistas y varias filo-
sofías más, hasta la mismísima Biblia. Siempre intentando sacar lo
mejor de cada texto, reconociendo al Maestro como un gran reikis-
ta y un gran sanador.
Comprendí que sanar no es solamente curar una enfermedad.
También es ayudar a sobrellevar un dolor, una experiencia difícil e
incluso asistir a una persona a morir con dignidad, en paz, asimi-
lando el proceso en el cual finaliza su vida física. Sanar no sólo
implica curar al cuerpo, quitándole las enfermedades o síntomas
que lo aquejan. Además debe incluir la curación del alma, para así
conciliar el pasado, presente y futuro de las personas.
Mis experiencias personales fueron cada vez más intensas, al
igual que las pruebas que me deparó la vida.
La gran prueba fue mi hija —como lo es para la mayoría de los
padres—, pero el hecho de saberme acompañada por su amor hizo
que todas las batallas sean solo pequeñas luchas.
Tiempo después, la vida me hizo el mejor regalo que cualquier
trabajador de la luz puede tener: encontré a mi alma gemela.
Marcelo González, el hombre de mis vidas, mi compañero espi-
ritual y mi faro, fue quien me unió mucho más al Maestro.
Ambos compartimos la misma admiración y amor por Él. Tuvo
el gran gesto de acercarme libros que resultaron muy importantes
para mí, entre ellos, Caballo de Troya, de Juan José Benítez —el
cual recomiendo abiertamente, porque describe a un Jesús tan hu-
mano y cercano como yo lo conozco—.
Mi desafío individual fue describir mi fe y amor hacia el Maes-
tro. Como dice el refrán: nadie puede decirte si estás enamorado.
Nadie puede imponer una fe que no se tiene, sobre todo, cuando
se trata de inculcar una sin fundamento a alguien lleno de tristeza.
Las mayores experiencias que me tocaron vivir en ese aspecto
fueron la pérdida de mi abuelo Luis, una de las mejores personas
que conocí en mi vida, un ángel guardián para todos aquellos que
lo conocieron. Y la partida de Mabel, una gran mujer, madre de una
de mis mejores amigas, Andrea.
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Jesús nunca existió
Comencé a preguntarme: ¿Cómo se le explican ciertas cosas
mediante una fe a quien no la tiene? ¿Cómo acompañar al otro a
caminar a través del dolor, para que pueda superarlo, aprendiendo
de la lección que está pasando? ¿La fe nace, se adquiere, se aprende
o se inspira?
Y tuve mi revelación.
Aquel que me ayudó a superar todas mis pruebas, iba a ser quien
me ayudase a ayudar a la gente.
Él fue mi gran inspiración para este libro.
De todos modos, quiero dejar algo en claro: no cuestiono ningu-
na fe ni la falta completa de ella. Este libro no sólo va dedicado a
quienes creen en Jesús y lo aman tanto como yo. También va desti-
nado a esas personas llenas de preguntas, dudas y enojo en sus co-
razones. A ellos les digo: no deben temer a ese enojo; deben usarlo.
Todo, absolutamente todo, tiene una respuesta, una causa y una
salida. Porque al estar disgustados y mirando al cielo, hay ojos que
nos miran. No con recelo, ni con juicio… sino con amor.
No hay que sentir culpa por no tener fe.
Y si se trata con una persona en esas condiciones jamás se la de-
be hacer sentir que está en falta.
Independientemente de todas las religiones, sectas, credos y
dogmas creados por el hombre, el mensaje de Dios siempre fue
simple:
NO TODOS DESPERTAMOS A LA MISMA HORA .

Silvina Dabini

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Porque tuve hambre y ustedes me alimentaron;
tuve sed y ustedes me dieron de beber.
Pasé como forastero y ustedes me recibieron en su casa.
Anduve sin ropas y me vistieron. Estaba enfermo
y fueron a visitarme. Estuve en la cárcel y me fueron a ver.

Entonces los buenos preguntarán:


Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer;
sediento y te dimos de beber; o forastero y te recibimos,
o sin ropa y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo
o en la cárcel y te fuimos a ver?

El Rey responderá:
En verdad les digo que, cuando lo hicieron
con alguno de estos más pequeños,
que son mis hermanos, lo hicieron conmigo.

Evangelio según San Mateo,


Capítulo 25, Versículos del 35 al 40
Jesús nunca existió

Capítulo 1

— arga 200*… ¡va!


—¿Sigo reanimando?
—No reacciona, ¡carajo! ¡Seguí en el pecho!
—Pulso cero… con actividad cerebral…
—No. ¡No se va! Carga 200… ¡Va!
—Pará, Sebas. ¡Lo vas a freír!
—Éste no se me va. ¡Éste es mío!
—¡Basta, Sebastián, ya le diste cinco veces!
—¡Que no se me va! ¡Es mío!
—¡Que lo dejes, ahora!
… Pip… pip… piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…

Una delgada línea verde pasaba una y otra vez por el monitor de
frecuencia cardiaca.
Matías, un muchacho de veinticinco años, había tenido un acci-
dente con su moto. Alcoholizado, había perdido el control, dando
de lleno contra un volquete. Los vecinos que habían escuchado el
impacto salieron a ver lo ocurrido y llamaron a la ambulancia.
Lo que más llenaba de bronca a Sebastián no era el alcohol, la
moto ni el volquete mal puesto casi en la esquina, sino la temprana
edad de ese desconocido. No comprendía cómo la gente, sobre todo
los más jóvenes, se ponían en peligro tan absurdamente.
Y tenía una razón para que aquello le molestase.
__________
* 200 joules (o julios) es la medida estándar de desfibrilación para un adulto pro-
medio.

15
Silvina Dabini

A los siete meses de edad, sus padres lo habían dejado al cuida-


do de su abuela Margarita para ir a cenar a casa de un matrimonio
amigo.
A pesar de las recomendaciones, su papá Ricardo había tomado
bastante alcohol.
—La pizza sin cerveza no es pizza —decía.
Y así fue cómo, en el camino de vuelta, su auto modelo ´68 co-
lor verde aceituna terminó chocando contra un colectivo fuera de
línea. Según la policía, su padre había muerto en el acto.
Su madre Ana y el chofer del colectivo habían fallecido en la
guardia del hospital, en camas casi contiguas. A pesar del gran es-
fuerzo de los médicos, no pudieron salvarlos.
Sebastián quedó al cuidado de su abuela.
Conforme fue pasando el tiempo, creció.
En la primaria fue un alumno brillante; en la secundaria tuvo el
mejor promedio, llegando a ser abanderado.
Al finalizar sus estudios eligió sin dudar la carrera de enfer-
mería, convencido de que, de haber estado cuando su madre había
llegado a la guardia después del accidente, habría podido salvarla.
Los enfermeros no trabajan con la cabeza sino con el corazón ,
fue siempre su lema. Se esmeró en su carrera, destacando siempre
entre los mejores estudiantes. Tomaba sus prácticas con dedicación
y, mientras que a otros ciertas cosas les provocaban náuseas, él se
armaba de coraje, haciéndole frente a todo.
A sus veinticinco años ya era un enfermero universitario gra-
duado, con mucha experiencia, coraje y voluntad.
Hacía quince años que había recibido su diploma. Su abuela
Margarita se lo había entregado en persona. Ese título era el es-
fuerzo de ambos; él estudiaba y ella siempre lo sostenía.
Pero había visto tanto dolor, tanta injusticia, tanto sufrimiento,
tanta muerte y tanta estupidez humana pasar por esas camillas, que
se había convertido en un autómata.
Su abuela había muerto diez años atrás, de un ACV*, en su sala
de guardia. Él estaba de vacaciones con la que entonces era su no-
__________
* ACV: accidente cerebro vascular.
16
Jesús nunca existió
via. Nunca pudo perdonarse aquello. Su abuela se había ido, al
igual que su madre, sin que él pudiese hacer nada.
El departamento donde vivían quedó todo para él. Ese nido pro-
tector donde había crecido y estudiado, primero tomando chocola-
tada con vainillas y después, mate con bizcochitos caseros.
Los fideos con salsa de tomate, ajo y albahaca ya no iban a per-
fumar sus domingos. Sebastián cambió la comida casera por la del
buffet del hospital. Y el mate, por el cigarrillo.
Los médicos y enfermeros fumadores consiguieron un cuartito
libre en el quinto piso, al que llamaban con cariño la chimenea. En-
tre todos, juntaron dinero y le pusieron un extractor de aire, para
que no quedasen vestigios de humo. Estaban equipados con saniti-
zante para manos, caramelos de mentol, una mesita de bar y un par
de sillas, turnándose para ver quién fumaba en ese cuarto de dos por
dos, sin que la caba* note la ausencia masiva del personal.
Después de los casos fuertes —paros cardiacos, accidentes,
traumas—, ellos necesitaban el confort de un cigarrillo. Allí iban a
sacarse las ganas de fumar, hasta que volvían a sonar los localiza-
dores y todos regresaban a la guardia, con aliento a mentol, aroma a
alcohol en las manos y los guantes de látex puestos para evitar el
olor a nicotina.
Tras varios años de trabajar en aquel lugar, había elegido el tur-
no noche. Llegaba poca gente mayor, mucha más gente joven y las
emergencias eran realmente emergencias.
. . . piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…

—Carga 200… ¡va!


—Basta, Sebastián. ¡Ya está! No respondió con la adrenalina**
y desfibrilaste cinco veces… ¡Se fue!

__________
* Caba: jefa del cuerpo de enfermeros de un hospital o sanatorio.
** La adrenalina es una hormona natural. Su forma sintética se usa como medica-
mento para tratar el paro cardiaco y otras arritmias. Suele usarse en el proceso de
la reanimación cardiaca.
17
Silvina Dabini

Patricia tenía razón, pero él no quería verlo.


Puso las paletas sobre el sostén del desfibrilador, se sacó los
guantes y los tiró al cesto de material patológico.
Se fue empujando la puerta vaivén, casi atropellando a un hom-
bre que intentaba entrar. Se fue tan rápido, que olvidó hacer el des-
cargo en el libro de guardia.
Corrió hacia la puerta del ascensor interno y presionó repetida-
mente el botón de llamada, casi a los insultos, hasta que éste llegó.
A pesar de su gran tamaño —capaz de cargar una camilla abierta y
gente alrededor—, sintió que las paredes se le cerraban encima.
Llegó al quinto piso. Casi flotando, se dirigió a la chimenea.
Tomó un cigarrillo del paquete y, con un pulso casi sísmico, intentó
encenderlo. Al sentarse, ya no pudo contener el llanto.
Años de estudio…
Décadas de experiencia…
Y él seguía sin perdonarse que la vida escapase de sus manos.
No había llegado a la mitad del cigarrillo cuando Patricia in-
gresó al cuarto. Jefa de enfermeros, diez años mayor que él, había
pasado por varios sectores del hospital. La caracterizaban la tem-
planza, el coraje y una velocidad envidiable para la toma de deci-
siones. Poseía conocimientos a la altura de cualquier médico y una
gran humanidad. Sin mediar palabras, tomó una silla y se sentó
frente a Sebastián.
Inmerso en sus manos llenas de lágrimas, éste no la vio…
¿O la habría ignorado?
—No te quiero ver más así. Estás muy cansado, tenés mucho
dolor encima y si seguís actuando de esta forma, el próximo en la
guardia vas a ser vos… ¡pero como paciente! —sostuvo la mujer,
en tono firme. Le arrancó el cigarrillo de las manos, lo tiró al piso y
lo apagó a pisotones—. Te dije que dejes este vicio, te va a matar.
Sebastián apenas levantó su cabeza y la miró fijo. Su gesto de
tristeza y desolación pasó a ser uno de irrefrenable furia.
—¿Vos qué sabés de mi vida? —increpó—. ¿Sabés lo que es
perder gente sin que puedas hacer nada? ¿Que se te mueran en las
manos? ¡Todo es una mierda! ¡Yo soy una mierda!
Estaba fuera de sí.
18
Jesús nunca existió
—Por empezar, no me grites —le contestó Patricia, sin levantar
la voz—. Antes de que vos entraras al hospital, estuve dos años co-
mo enfermera en pediatría… ¿Vos pensás que ver morir adultos es
cruel? ¡Yo vi morir chicos! Uno de ocho años, los padres lo golpea-
ron casi hasta matarlo. Me trajeron una nena de cinco, casi ahogada
porque los tíos, en las vacaciones, no cerraron el cerco de la pileta.
Y el último que vi morir fue un chiquito de diez, cáncer en el cere-
bro… ¡Diez años tenía! Y se fue… ¿Y vos seguís quejándote?
Sebastián quiso responderle. Tomó aire, pero Patricia emanaba
una autoridad casi incuestionable y retomó el sermón.
—Hoy es jueves. Te vas a tu casa, pasás todo el fin de semana y
volvés el lunes a la noche. No te quiero más en la guardia. Te vas al
tercer piso, a terapia intermedia. Hoy hablo con la caba del sector y
te vas para allá. No dudo que sos el mejor de mi equipo, pero así
como estás no me servís. Sacá tus cosas del casillero y volvé el lu-
nes, sin peros ni excusas… Y con menos olor a cigarrillo, por favor.
El enfermero se levantó en silencio. Con ira, empujó la silla
contra la mesa, haciéndola caer. Dejó olvidado el paquete de ciga-
rrillos y el encendedor sobre la mesa.
Se fue.
Ni miró a Patricia a los ojos. Sólo escuchó un de nada en un to-
no sarcástico —pero amistoso— de su jefa.
Pasó por el vestuario. Tomó su mochila y metió sus pertenencias
dentro de una bolsa. Y salió, sin siquiera cambiarse el ambo* que
había usado aquella noche.
No quiso tomar el colectivo. Prefirió caminar las veinte cuadras
que separaban el hospital de su departamento. En el trayecto, re-
cordó que había dejado los cigarrillos en la chimenea y esperó que
algún kiosco estuviese abierto para comprar. Tuvo suerte.
Cruzó la avenida. Le pidió al kioskero dos atados y un encende-
dor. Sin dudar, agregó al pedido dos petacas de whisky.

__________
* Ambo: traje característico de trabajo de médicos y enfermeros, compuesto de
chaqueta y pantalón.
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Silvina Dabini

El empleado se las vendió sin pedirle documentos. No tenía


porte de menor de edad, mucho menos con su ambo y con las canas
que ya se asomaban en el escote de la chaqueta.
Pagó. Y siguió hacia su departamento.
Tiró la mochila en el piso del hall.
Apenas cruzó la puerta de entrada, se fue sacando las zapatillas.
No se había lavado las manos cuando se sentó en el comedor.
En la mesa todavía estaba la pava, el mate, el cenicero lleno de
colillas, algunos apuntes de cardiología y los restos de comida
comprada del almuerzo.
El departamento era un caos.
Él no tenía tiempo para nada, pero se rehusaba a contratar a al-
guien que lo limpiase; no confiaba mucho en los extraños.
Desde la muerte de su abuela, nadie —excepto él— había en-
trado al departamento. Ni siquiera las dos o tres novias que había
tenido desde entonces.
La habitación de Margarita quedó herméticamente cerrada. In-
cluso su cama permaneció armada con las mismas sábanas.
Él sólo entraba una vez cada tanto, para dejar respirar al cuarto
y cuando se sentía muy angustiado.
Recostarse en ese lecho le traía paz.
Abrió un paquete de cigarrillos, destapó una petaca y comenzó a
tomar y a fumar, sin pensar. Su última comida había sido el al-
muerzo y ya eran las dos de la mañana. Sabía que tomar alcohol sin
nada en el estómago lo iba a hacer trizas, pero poco le importaba.
Casi de un trago se tomó la primera petaca.
Sin respirar, como si buscase ahogar algo dentro de él.
En sus cuarenta años, fueron contadas las veces que se había
emborrachado. Era metódico y consciente, pero en ese momento,
ya nada le interesaba.
Comenzó a llorar.
Y tuvo esa necesidad.
Entre su manojo de llaves, buscó la dorada y pequeña que abría
la habitación de su abuela.
Con la otra petaca llena en la mano, entró a la pieza. Prendió la
luz y miró el interior, mientras sus lágrimas caían amargamente.
20
Jesús nunca existió
Por primera vez, reparó en un cuadro en la cabecera de la cama.
Una imagen del Sagrado Corazón que su abuelo Amadeo le había
regalado a Margarita cuando estaban de novios.
La mirada apacible —que a la mayoría le brinda paz—, contras-
taba con la petaca de whisky que Sebastián ya había tomado.
Destapando la segunda botellita, la levantó y brindó irónica-
mente con aquella imagen, mientras dejaba escapar de su boca pa-
labras que nunca antes había expresado.
—¿Vos te hacés llamar salvador de la humanidad? ¡Te colgaron
como a un perro! ¡Hasta te colgaron de una pared! Decime, ¿dónde
estabas cuando se murió mi vieja? ¡Dejaste morir a mi abuela! ¿Pa-
ra qué te sirven todos los poderes si mi viejo no está? ¿Qué onda, si
no creen en vos, los dejás que se mueran? Me quedé solo… ¿No era
que ibas a estar con cada uno? ¿Para qué nos dijiste eso? Crecí con
esa estupidez en la cabeza… Se me muere la gente y… ¿dónde ca-
rajos estás cuando todo eso pasa? No tengo a mi papá. No tengo a
mi mamá. Mi abuela se me fue… Ni abuelo tengo. Estoy solo… Si
dejás morir chicos, ¿qué espero para mí?
Entre trago y trago, la ira seguía brotando de su boca.
Mientras caminaba hacia el cuadro, Él seguía apacible, con su
mirada dulce…
Sebastián cada vez le hablaba más de cerca.
—¿Para qué me llenaron la cabeza de mentiras? ¿Amor al próji-
mo? Veo padres matar a sus hijos, mujeres violadas, chicos que se
matan… ¿Y vos decís que hay que perdonar? ¡Son puras mentiras!
La segunda petaca, casi vacía, cayó al piso. Su vista se nubló.
Tomó el cuadro, lo descolgó y, rompiendo el soporte, lo arrojó,
estrellándolo contra la esquina de la mesita de luz.
Los vidrios rotos volaron por todos lados. La lámina con la ima-
gen se rasgó a la altura del pecho y el marco quedó partido.
Sebastián se dejó caer en la cama. Ya no tenía fuerzas. Y lloró.
Una cascada de lágrimas y saliva llenó la almohada.
Y así se durmió.
En el comedor había quedado, al borde de la mesa, el cigarrillo
prendido y apoyado…
Sin cenicero.

21
Silvina Dabini

Capítulo 2

espertó el viernes a las cinco de la tarde.


No tardó en descubrir el reguero de destrucción que había pro-
vocado en la madrugada, de la cual recordaba muy poco.
La cama se había convertido en una pileta, donde un gran char-
co de vómito era el centro. El olor a whisky y el alcohol evaporán-
dose llenaban el aire. Todo el cobertor, las almohadas, las sábanas,
fundas, hasta el colchón, habían quedado impregnados.
Su ambo celeste claro había sufrido el mismo destino.
Su mano derecha tenía un leve corte en el dedo meñique, pro-
ducto de un fragmento del cuadro destrozado.
Contra la mesa de luz habían quedado las maderas del marco,
las astillas del cristal quebrado y la lámina rota a la altura del co-
razón. El desparramo de vidrios y las cerámicas del velador des-
truido llenaban el mueble y el piso.
El portarretrato con la foto de sus padres había quedado en pie,
al borde de la mesa. Junto a la cama estaba la petaca tumbada —y
vacía—, en un charco de whisky, sobre la alfombra.
Un asqueroso aliento a vómito y a cigarrillo, un fuerte dolor de
cabeza y uno ardoroso en el estómago terminaron de despabilarlo.
Se levantó mareado. Y, esquivando vidrios, fue al baño. El féti-
do olor que salía de la cama le dio náuseas y vomitó una vez más.
Luego se lavó los dientes, la cara y quiso bañarse.
Se desnudó, tirando el ambo manchado al piso, y se metió en la
bañera. Recordando las pocas resacas que había tenido en su vida,
eligió el agua tibia, casi fría. Y ese baño que duró diez minutos, le
terminó pareciendo eterno.
Salió de la ducha, dispuesto a vestirse.

22
Jesús nunca existió
El clima estaba fresco. La noche anterior había llovido, pero él
ni se había enterado. Durante la tormenta, se había abierto la venta-
na del comedor, mojándose un sillón y parte de parquet del piso.
Y entonces recordó…
—¡Dejé un cigarrillo encendido en la mesa! —gritó.
Y se dirigió hacia el lugar del hecho.
La madera apenas se había quemado. El cigarrillo se había apa-
gado justo donde ésta terminaba.
«De pura suerte no hubo un incendio», pensó.
Juntó todo lo que había sobre la mesa: el mate con la yerba mo-
jada, la pava con agua fría, las sobras de la milanesa de pollo del
almuerzo del día anterior y los apuntes de cardiología.
Llevó las carpetas a su habitación y lo demás a la cocina.
El olor a basura era bastante penetrante. Hacía casi una semana
que no cambiaba la bolsa y los restos de comida ya habían comen-
zado a descomponerse.
Buscó el encendedor nuevo, que estaba junto a la primera petaca
vacía. Puso a calentar agua para el mate pero tenía el estómago tan
revuelto que prefirió un té y un analgésico.
Hasta la sola idea de fumar le generó asco.
Así encaró la tarea de reacomodar el desastre que había causado
en la habitación de su abuela.
Por primera vez en diez años, abrió la ventana.
El vidrio parecía esmerilado por tanta tierra pegada. El marco
estaba negro a causa del hollín e hinchado por la humedad. Le costó
bastante abrirla, pero de un golpe seco pudo hacerlo. El aire húme-
do de la tormenta hizo correntada y la pestilencia comenzó a irse.
Desarmó la cama y, capa a capa, fue descubriendo que el perfu-
me protector y reconfortante de su abuela ya no estaba…
Hacía tiempo, un fuerte olor ácido lo había reemplazado.
Tomó algunas bolsas grandes de residuos y desechó todo.
Ya no tenía sentido guardar nada.
El sol comenzaba a caer y ya no entraba luz natural por la ven-
tana. Sebastián encendió la lámpara central, cubierta de telarañas.
El vidrio naranja aún se conservaba desde hacía cuarenta años.

23
Silvina Dabini

Sobre la cómoda reposaba una generosa capa de polvo que se


había acumulado sistemáticamente durante una década.
Lo que comenzó siendo una tarea simple se convirtió en una
titánica. No solo había hecho estragos en la cama y la mesa de luz;
esa habitación pedía a gritos orden, limpieza, aire y sol.
Pero ya eran más de las nueve de la noche. Necesitaba artículos
de limpieza y el supermercado estaba cerrado.
En la heladera había solo dos botellas con agua y un yogurt
vencido. En la alacena, medio paquete de yerba.
Pidió una pizza por teléfono.
Comió viendo televisión.
A esa hora debía haber estado trabajando.
Como no conocía la programación, puso el noticiero. Problemas
con el gobierno, inundaciones, enfrentamientos en Medio Orien-
te… En las noticias locales, un joven de veinticinco años había
perdido la vida al chocar con su moto contra un volquete. Su novia
embarazada lloraba ante las cámaras, sin consuelo.
Sebastián reconoció a esa chica. Había estado en la sala de es-
pera la noche anterior, con su barriga pronunciada.
—El joven llegó con politraumatismos a la guardia del hospital,
traído por nuestra ambulancia. Apenas ingresó, tuvo un paro respi-
ratorio seguido de paro cardiaco. A pesar de la ardua labor que se
llevó a cabo con nuestro excelente equipo de médicos y enferme-
ros, no pudimos salvarlo —El director del hospital, frente a cáma-
ras y micrófonos, comentó a los periodistas.
—¡Pst! Excelentes enfermeros… —dijo Sebastián, irónico—.
¡Se nos murió igual, estúpido! —gritó al televisor.
Sin más, apagó la TV y se fue a dormir.
Como su habitación era un caos y no quería ordenarla, impro-
visó una cama en un sillón del living. Tenía una mezcla entre can-
sancio, resaca, bronca, confusión y —lo que más imperaba—, un
gran vacío.
Puso el despertador a las ocho y se acostó. Gracias a la ayuda de
un somnífero, pudo conciliar el sueño enseguida.

24
Jesús nunca existió
A las dos y media de la madrugada, le llegó un mensaje al mó-
vil.
Sebas, ¿cómo estás?

Era de Patricia.
Maldijo la costumbre nocturna de pensar que los demás tenían el
mismo horario, pero de todas formas la llamó a la guardia.
—¿Hola?
—¿Qué hacés, Patri? —le dijo, entredormido.
—Uy, nene. ¿Te desperté?
—No, estaba en la cama con dos morochas —bromeó Sebastián.
—O sea, que estabas durmiendo… ¡Sólo soñando podés hacer
eso! —respondió Patricia, riendo—. Hablé con la caba del tercero.
Te espera el lunes a las diez de la noche. Andá para allá, yo me en-
cargo de los papeles.
—Tengo que pedirte un favor… —Sebastián dudó—. Que me
ayudes a limpiar mi casa…
—Mañana tengo franco. Salgo y voy para allá a darte una mano.
¡Nos vemos, Pipo!
Sebastián tenía una nariz bastante prominente, herencia de su
padre. Gracias a ese rasgo en la secundaria comenzaron a decirle
Pipa, Pipeta y ahora su jefa lo llamaba Pipo . Era un gesto de con-
fianza que sólo les permitía a sus amigos.
Apoyó como pudo el teléfono en la mesa ratona y se volvió a
dormir, tan profundamente que el tirón de sueño hasta las ocho de
la mañana pareció un suspiro.
Apagó el despertador y se volvió a dormir un rato más…
Hasta que sonó el timbre…
—¡Patricia!
Saltó del sillón, se puso ojotas, un short y la primera remera que
encontró. Abrió la puerta, despeinado y sin lavarse los dientes.
Ahí estaba.
Ambo lila, rodete, ojeras, una sonrisa de par en par y las com-
pras del supermercado. Por un lado traía medialunas, galletitas y
yerba. Por el otro, lavandina, detergente, esponja, trapos rejilla,

25
Silvina Dabini

bolsas de basura, un lustra muebles, una franela y un desodorante


de ambiente.
—Asumí que no tenés nada en tu casa. ¡Sos un desastre, herma-
no! —Ella tenía razón. Lo único que había en toda la casa era jabón
en polvo, shampoo y media botella de detergente—. Dale, Pipo.
Tomamos unos mates y después limpiamos…
Sebastián ni le había dicho hola, pero ya lo conocía.
Era tan perceptiva que hasta se daba cuenta lo que había ingeri-
do una persona la noche anterior con solo verle los dientes y oler su
aliento. Era una gran observadora, cualidad que le sirvió muchas
veces en su profesión.
Desayunaron mate, medialunas y pizza que había sobrado de la
noche anterior. No mediaron palabra. Trabajar de turno noche en
una guardia hospitalaria rara vez dejaba espacio para comer y no
había tiempo que perder.
Cuando terminaron de degustar la última factura, se levantaron
de la mesa y se dispusieron a ordenar.
Patricia sacó del bolsillo dos pares de guantes de látex.
Por su oficio, sabía que era la mejor manera de limpiar sin
dañarse las manos.
Al entrar a la habitación de Tita, no pudo contener su asombro.
—¡Pipo, te moriste y no me avisaste! ¿Qué pasó acá? Yo te di-
je… No mezcles whisky con milanesas, hace mal….
Después de tantos años de enfermera y de ver gente intoxicada,
había aprendido a diferenciar vómitos de una manera enciclopédi-
ca. No era lo mismo una borrachera casual que un estado perma-
nente de ebriedad y conocía muy bien a su colega para saber que
aquella embriaguez era un gran pedido de auxilio, una carga de
mucho dolor.
—Limpiemos y mientras me contás… —le dijo Patricia.
Con la ayuda de un escobillón y una pala, terminaron de juntar
los pequeños trozos de vidrio que había sobre la alfombra.
La mujer vio la lámina del Sagrado Corazón rota.
—Mirá, nene. Yo no soy muy religiosa que digamos, pero acá
queda claro que te agarraste una borrachera pesada y te la desqui-
taste contra un pobre cuadro. Me parece que te equivocaste feo y
26
Jesús nunca existió
encima, te cortaste la mano y la manchaste… ¡Qué desastre!
—agregó ella, mostrándole la lámina.
Sebastián la tomó en sus manos y reparó en que, en el tajo a la
altura del pecho, había unas gotas de sangre.
Quizás en el desparramo de vidrios se había cortado algún otro
dedo y, al dormirse o levantar las cosas del piso la tarde anterior, sin
querer la había ensuciado.
Patricia tomó la imagen, la volteó y leyó la dedicatoria.
Tita,
Gracias por ser mi amor.
Siempre voy a estar a tu lado.
Te amo con todo mi corazón.
Deo

—Che, Pipo, ¿quién era Deo? —quiso saber.


—Amadeo era mi abuelo. No lo conocí. Murió unos meses antes
de que yo naciera, es lo único que sé. Ahora que lo pienso, mi
abuela jamás me dijo nada de él. Para mí era tan normal no tener
abuelo que nunca pregunté…
Entre escobas, detergente y bolsas de basura con ropa sucia, Se-
bastián fue abriendo su corazón. Necesitaba desahogarse con al-
guien. Más que su casa, quería limpiar un poco su cabeza y siguió
contándole a Patricia.
—Según me contó mi abuela, mis papás buscaron mucho un
embarazo. Mi mamá había perdido varios y quedó embarazada de
mí a los cinco años de casada. ¿A vos te parece? Querer tanto un
hijo y, por una estupidez, por una borrachera, perder todo…
»Como mi papá era hijo único y mi mamá ya no tenía familia,
mi abuela se hizo cargo de mí. Ella tenía la pensión de mi abuelo y
los seguros de vida de mis papás. Me crió lo mejor posible y yo
también hice lo que pude.
»Ella se merecía que yo le diera todo. Intenté ser bueno, nunca
hacerla renegar… Siempre estudié y la ayudé. Incluso pensé que la
enfermería me iba a servir para cuando ella llegara a viejita, para
atenderla mejor.

27
Silvina Dabini

»Pero un día me fui de vacaciones a Cancún con Melisa. Seis


días me fui. Y cuando llegué, el departamento estaba vacío. No en-
tendía nada. Me fui al hospital. Ahí fue cuando me atendió la caba
del turno mañana y me dijo que hacía tres días que mi abuela había
llamado a la ambulancia. La habían ido a buscar: se le dormía la
cara y no sentía el lado izquierdo del cuerpo.
»Sólo atinó a marcar el número que tenía de la guardia en la
memoria automática del teléfono. Por suerte, los muchachos del
turno mañana me conocían. Llegaron. Cacho sabía que yo guardaba
una llave extra debajo de la maceta de la puerta…
»La encontraron inconsciente en la cama. Como pudieron la sa-
caron y la llevaron a la guardia. Hicieron de todo, pero ya era tarde.
»Seis días me fui. ¡Seis! Estuve toda mi vida con ella… ¡y se
me fue sin que pudiera decirle nada! Llegué a mi casa después de
irme de vacaciones… Nunca en mi vida me fui de vacaciones… ¡Y
mi viejita se me había ido!
Sebastián lloraba, intentando encontrar en sus propias palabras
alguna explicación racional.
Patricia sólo le puso su hombro. Su argumento le sonaba tan fa-
miliar, de tantas personas que habían pasado por la guardia, por
tanta pérdida que ella misma había tenido que presenciar.
—No te sientas con una carga. ¿Nunca te detuviste a pensar que
ella te cuidó toda tu vida, que ya estaba grande y viendo que vos
eras un hombre hecho y derecho, ella ya había cumplido? ¿Cuántos
años tenía tu abuela cuando murieron tus papás? Si no me equivo-
co, tenía sesenta. Tu abuela era hipertensa. Aguantó demasiado.
Treinta años, y conociéndola, era obvio que no iba a dejar que la
vieras irse, porque sos tan meticuloso y obsesivo que te ibas a cul-
par por eso. Ella se fue en el momento justo, ni antes ni después.
A Sebastián, todo ese discurso le sonó a argumento trillado. Por
respeto a su amistad y al cargo de la mujer, no le respondió.
Siguieron limpiando y sacando basura, incluso el colchón de Ti-
ta, cuyo perfume se había convertido en un hedor insoportable.
—Dejala ir —le dijo Patricia, ayudándolo a sacar el colchón.
Sebastián paró en seco y clavándole su mirada, le disparó.
—¿A quién querés que deje ir? Ya se me fueron todos.

28
Jesús nunca existió
—Se te fueron de la vida, pero no de la cabeza. Vos enterrás a la
gente en tu cabeza, por eso tus pensamientos están tan revueltos.
Los muertos se están pudriendo en tu mente: tus viejos, tu abuela,
tus pacientes… —le respondió con firmeza Patricia.
Sebastián no aguantó más.
Se deslizó contra la pared, se sentó en el piso y comenzó a llorar
tan fuerte y con tanta amargura, que apenas podía respirar.
Otra vez, ella tenía razón.
—Dejá, Pipo, el colchón lo saco yo. Andá a dormir, yo también
estoy cansada. Nos vemos el lunes —le dijo, yéndose.

Sebastián lloró en dos días lo que había reprimido en toda su vi-


da... Y eso lo confundía aún más.
En la habitación de su abuela, se encargó de dejar la ventana en-
treabierta para que siga entrando aire.
Al día siguiente continuaría con la limpieza de toda la casa, pero
más detallada.
Sólo quería dormir y apagar su mente.
Por primera vez después de diez años, no necesitó un somnífero.

29
Silvina Dabini

Capítulo 3

ebastián se levantó ese domingo con la sensación de haber


dormido una semana seguida.
El dolor de cabeza y ardor de estómago mágicamente habían
desaparecido. Y esa contractura cervical crónica que lo aquejaba se
había aliviado bastante.
Aunque el cielo estaba nublado, el departamento estaba lleno de
luz, más que lo usual. Apenas quedaba un vestigio de aquel olor
pestilente que había llenado su casa el día anterior.
Siguiendo el ritual diario, puso a calentar agua para el mate.
Solía prender un cigarrillo con el mismo encendedor pero, ese
día, decidió cambiar de rutina.
Prefirió comer una medialuna que había sobrado del día anterior
y no quedarse sentado, pensando. Quiso aprovechar el día que le
quedaba por delante para continuar con la limpieza.
Todavía le restaba limpiar los muebles, quitar la mancha de
whisky de la alfombra, lavar la ropa, sacar la basura...
Sacando toda esa suciedad, iba a poder despejar su mente.
Volvió a la pieza de Margarita.
La cama se veía rara sin el colchón, sin el velador en la mesa de
luz y sin el cuadro en la cabecera de la cama. Nunca había reparado
en él, pero después de lo ocurrido, sintió su ausencia.
«Ése fue un regalo que mi abuelo le hizo a mi abuela y yo lo hi-
ce añicos», pensaba, recargando aún más las culpas que tenía con
respecto a su abuela.
La lámina del Sagrado Corazón había quedado sobre la cómoda
llena de polvo. Cuando abrió la ventana, la correntada la hizo caer
al piso. Al levantarla, notó que, a la altura del corazón, había gotas
de sangre fresca, como si algún herido la hubiese tocado…
30
Jesús nunca existió
—Seguro fue Patricia —se dijo, mientras la observaba.
Pero su jefa no se había quitado los guantes en ningún momento,
ni siquiera para sacar el colchón.
Quizás su propia sangre seguía fresca en la lámina.
Vio que su meñique derecho ya había cicatrizado y ningún otro
dedo de sus manos estaba cortado, raspado, ni nada parecido.
Le restó importancia y volvió a dejar la lámina donde estaba.
Barrió las astillas de vidrio que habían quedado.
Limpió la cómoda, las mesas de luz, lavó los adornos de cerá-
mica que había en toda la habitación, pasó el lustra muebles y, de la
misma forma que el día anterior se había deshecho de las sábanas,
fundas y hasta del colchón, pensó en donar la ropa de su abuela.
Muchas personas que pasaban por la guardia y otros sectores eran
indigentes y, muchas veces, llegaban al hospital solo con lo puesto.
Margarita había sido muy prolija con su vestimenta, sin tener en
cuenta que el contenido del placard llevaba diez años guardado, sin
que nadie lo revisara. Vestidos, batones, sacos, sandalias, zapatos,
carteras… Todo estaba cuidadosamente guardado y limpio; apenas
una fina capa de polvo lo cubría.
Fue sacando las prendas de a poco y poniéndolas en el lavarro-
pas; quería regalarlas en buen estado.
En la última percha había una bolsa negra de tintorería.
La tanteó y comenzó a desenvolverla.
Se trataba del vestido de novia que habían usado tanto su abuela
como su madre. Margarita se lo había prestado a Ana.
Según ella, era la hija que siempre había querido tener y la vida
se la había obsequiado como nuera.
De un blanco radiante había pasado a un amarillo claro. Y un le-
ve olor a naftalina llenaba el raso y los encajes.
Su instinto lo llevó a abrazar aquella prenda, como si, al hacerlo,
estuviera estrechando entre sus brazos a su abuela y a su madre.
En el piso del placard, en una caja, había un portarretrato. Una
foto de su abuela cuando era joven, luciendo su vestido de bodas. A
su lado, un señor que supuso se trataría de Amadeo, su abuelo. Una
invitación a un casamiento, un bouquet de flores ya secas, algunas
cartas de amor y una tarjeta de exequias del velorio de su abuelo
dormían en aquella caja, como un tesoro.
31
Silvina Dabini

Pero el tiempo apremiaba. Si se ponía a revisar todo, ya no que-


daría suficiente para el resto de la casa.
Tendió lo que había lavado en la terraza, esperando que no llo-
viera. Y mientras tomaba mate, ordenó su cuarto, lavó más ropa
sucia, limpió los muebles y desechó apuntes viejos.
Cuando fue a calentar otra pava con agua, reparó en lo mucho
que tenía por limpiar y tirar en la cocina.
Vasos sucios, productos vencidos en la heladera…
Hasta había tenido que lidiar con algunas cucarachas que cami-
naban en la alacena.
Sintió vergüenza…
¿Cómo había podido dejar su casa en tal estado de abandono?
Él, siendo un trabajador de la salud, vivía en una situación su-
mamente precaria e insalubre…
Aprovechó el tiempo al máximo.
Su ánimo estaba más recuperado con respecto a ese jueves en el
que había terminado de derrumbarse.
Después de pasar el día tomando mate, tuvo hambre.
La comida comprada y la del buffet del hospital ya le parecían
aburridas. Necesitaba comer algo mejor, digno de los platos bien
condimentados que le preparaba su abuela.
Salió por la avenida y, aprovechando que el supermercado to-
davía estaba abierto, compró un paquete de fideos, una planta de
albahaca fresca, ajo y una bolsa de nueces peladas.
También llevó yerba y jabón en polvo, ya que, luego de cinco
lavados completos, había terminado el que tenía en su casa.
Repasando mentalmente lo que faltaba en su casa, llenó un ca-
rrito completo con mercadería.
Por fortuna, siempre llevaba su tarjeta de crédito en la billetera.
En una sola compra, gastó lo que en un mes.
Pero no le importó.
Quería empezar una nueva vida.
Era una necesidad.
Llegó tan cargado de bolsas que le costó subir la escalera. Entró
a su casa y dejó todo en el piso de la cocina.
32
Jesús nunca existió
Puso a calentar agua para cocinar. Picó ajo, albahaca y nueces.
Buscó un frasco vacío en la alacena y mezcló todo con aceite. Una
de las cosas que más le gustaba eran los fideos con pesto y queso
rallado que le preparaba su abuela.
Le pareció bien comenzar una nueva vida con otros hábitos.
Mientras se cocinaba la pasta, guardó todo lo que había compra-
do en la cocina, el lavadero y el baño.
Hasta había traído máquinas de afeitar. Su cara con barba de
cinco días le resultaba antihigiénica. Era realmente obsesivo.
Cuando los fideos estuvieron listos, los coló y los sirvió en un
plato. Les agregó pesto y queso rallado. Quiso acompañarlos con
vino tinto, para celebrar el cambio que se acercaba.
Se sentó frente a la TV, en la punta de la mesa, en el lugar donde
solía sentarse su abuela. El perfume a albahaca le recordaba tanto a
Margarita que todavía sentía su presencia.
En silencio, devoró el menú completo.
Levantando los restos de la cena, quiso revisar cuán dañada
había quedado la madera a causa del cigarrillo. Pero, por más que
buscó, no pudo encontrar la quemadura.
«Quizás lo limpió Patricia», pensó. Y siguió ordenando.
Descolgó la ropa de la terraza y se dispuso a plancharla. El cerro
de prendas limpias se elevaba un metro por sobre la mesa del co-
medor y ya eran casi las diez de la noche.
Por primera vez, se sintió solo.
Nunca había reparado en lo grande y silenciosa que era la casa.
Él no estaba por las noches. Y de día, el ruido de la calle y el
movimiento de la ciudad llenaban el aire.
«Lo llamo a Cacho», se le ocurrió enseguida.
Y le envió un mensaje con su móvil.
¿Te venís para casa?

En menos de veinte minutos, la puerta se abrió.


Como hacía diez años atrás, Cacho usó la llave que Sebastián
aún guardaba debajo de la maceta, en la entrada del departamento.

33
Silvina Dabini

Carlos era chofer, enfermero y camillero de una de las ambu-


lancias del hospital, pero de la mañana. Era uno de sus mejores
amigos. Habían sido compañeros durante mucho tiempo, hasta que
Sebastián había pasado al turno noche. Por sus ajustados horarios,
sólo podían verse en el cambio de guardia o en días francos.
—¿Estás bien, Pipa? —le dijo, en el tono de confianza que se
tenían, después de tanto tiempo de amistad.
—Hola, Sebas, ¡tanto tiempo! ¡Qué gusto verte, mi querido
amigo! ¿Estás bien? —le respondió irónicamente el dueño de casa.
—Nos diste un susto a todos. El viernes nos dijeron que plan-
taste la guardia. El sábado a la mañana me la encontré a Patricia, a
la salida. Me contó que venía para acá… ¿Cómo estás? —habló
Carlos, obviando su tono sarcástico—. Me enganchaste justo. Salía
de la guardia y me iba para casa…
—Sí, Cachito, estoy bien. Quería charlar con alguien nomás.
¿Te tomás unos mates?
A Carlos le extrañó la situación. Después de lo sucedido con Ti-
ta, nunca más lo había invitado a su casa. Y mucho menos, a tomar
mate un domingo a las diez de la noche. También le llamó la aten-
ción que le pidiera a Patricia que fuera a verlo.
—Vos cebá que yo plancho —le pidió Sebastián.
—¿Vos planchando, Pipa? ¿Te sentís bien? —respondió Carlos,
riendo. Y reconoció la ropa sobre la mesa.
—Sí, Cachito. Es para donar al hospital. Aparte, hay ropa mía.
Como su amigo, no tardó en reconocer el gesto. Más que gene-
rosidad, se estaba desprendiendo de muchos recuerdos.
Tomando mate y rememorando anécdotas de la guardia, reían y
bromeaban, hasta que Sebastián se puso serio.
—Contame qué pasó el día que viniste a buscar a mi abuela.
Nunca hablamos de eso...
—Dejate de joder. ¿Para qué querés saberlo?
Carlos quiso evitarlo.
—Nunca me pude despedir de ella —respondió su amigo.
Y sus ojos comenzaron a humedecerse.
—Conste que te lo cuento porque me lo pedís vos. Después no
me llores, pibe —bromeó Carlos. Y comenzó su relato—. Yo estaba
sentado en la ambulancia, en la puerta del hospital, charlando con
34
Jesús nunca existió
el médico de turno, cuando sonó la radio: Mujer de noventa años
con mareos, dolor de cabeza, posible pico de presión, adormeci-
miento en la parte izquierda del cuerpo .
»Hasta que dijeron la dirección y ahí caí en la cuenta de que era
tu casa. Me acordé que estabas de vacaciones con Melisa. Le pedí a
otro chofer y al médico que vayamos lo más rápido posible…
»Esas veinte cuadras se me hicieron eternas. En el camino, le iba
diciendo al médico que era tu abuela y todos los problemas que
tenía: que era hipertensa, que ya tenía noventa años…
»Cuando llegamos, me acordé que vos guardabas la llave debajo
de la maceta. El portero nos abrió enseguida y nos costó una barba-
ridad subir la camilla…
»Tu abuela estaba acostada en la cama, esperándonos, vestida
como para ir de paseo. Hasta la cartera en la mano con los docu-
mentos tenía… Mientras le tomábamos la presión y la poníamos en
la camilla nos decía: Muchachos, díganle a Deo que voy a estar
bien, que no se preocupe.
»La queríamos calmar. Estaba llorando. Dudo que me haya re-
conocido, porque en un momento dado me miró y me dijo: Nice,
cuidalo a Deo, él te quiere mucho .
»La llevamos al hospital a los piques. El médico y yo íbamos
con ella. Yo la agarraba fuerte de la mano y ella me decía: Gracias
Nice, cuidalo a Deo, decile que estoy bien .
»En cuanto la pusimos en la cama de guardia, me miró. Me son-
rió con media cara, porque la otra mitad la tenía dormida. Cerró los
ojos… y se durmió. Lo único que hizo la pobre viejita fue orinarse,
pero a ninguno de nosotros nos tomó por sorpresa.
»Le tomamos el pulso y le dimos RCP*. Pero no hubo caso. El
médico la quiso desfibrilar pero yo le dije que no lo haga. Tenía
noventa años, ¿cuánto más iba a durar?
»Y ahí se quedó. Sonriendo y dormida, con el vestido negro con
flores rojas…
__________
*RCP: resucitación cardiopulmonar, es una maniobra mecánica que se ejerce sobre
el pecho y boca de una persona, para reestablecer su pulso y respiración en caso de
paro cardiaco, asfixia, etc.
35
Silvina Dabini

—¡Con ese vestido me llevaba a pasear los domingos! —ex-


clamó Sebastián.
—Pipa, ¿quién era Nice? —le consultó Carlos.
—Niceto era el hermano mayor de Amadeo, él los presentó. Se
murió en un accidente… Dejame pensar… Mi abuelo se murió un
poco más de un año antes que yo naciera y el hermano se murió
quince años antes. Por correr el tren, se cayó y rodó bajo las vías; el
tren lo hizo pomada.
—¡Qué manera horrible de morir! —gritó Carlos—. Yo por eso
cuando tomo el tren, aunque vaya con el tiempo justo, no lo corro.
Lo único que me falta es ir en la parte de atrás de la ambulancia,
listo para meter en una empanada. Tanto tiempo en el oficio a uno
lo prepara para cualquier cosa. Pero llegar y ver el fiambre picado
es otra historia…
Los años de profesión les habían quitado el asco y, a la fuerza,
se habían formado un código propio, mezcla de humor negro y fra-
ses hechas, para aliviar la tensión de los momentos.
—Me voy. Mañana entro temprano y no quiero perder el último
colectivo —le dijo Carlos, levantándose de la silla.
—Quedate a dormir, así estás más cerca —lo invitó Sebastián.
—Bueno, dale. Pero prometeme que no te vas a poner a tomar, a
emborracharte y te vas a pasar de cama —le dijo Carlos, riendo.
—¡No, estúpido! ¡Tan desesperado no estoy! Yo duermo en el
sillón y vos dormís en mi cama. Mañana dejame la llave debajo de
la maceta. En la cocina hay para hacerte mate y tenés galletitas.
Estás en tu casa, Cachito.
Carlos no podía creer tanta hospitalidad.
—Gracias, hermano —le dijo Sebastián.
Y lo dejó durmiendo en su pieza.
Se fue a acostar al sillón del comedor. No era gran cosa, pero le
servía. La cama de Margarita ya no tenía colchón y, aparte, no
quería que quedase abierta habiendo alguien en la casa.
Se durmió plácidamente.
Otra noche más en la que no necesitó somníferos.

36
Jesús nunca existió
Se despertó a las diez de la mañana.
Carlos ya se había ido hacía rato. Su cama estaba armada y so-
bre la almohada había una nota:
Nos vemos a la salida.

Se preparó el mate, acomodó la ropa planchada, lavó los platos


del día anterior, ultimó detalles y dejó listo el almuerzo. Miró el
paquete de cigarrillos pero no quiso fumar; su descuido de dejar el
vicio al borde de la mesa pudo haberle costado la vida.
La ola de nostalgia nuevamente se apoderó de él.
Salió de su casa.
Caminó cinco cuadras hasta la plaza.
Era su lugar favorito de la infancia, donde los toboganes se
convertían en fortalezas. Con su capa y antifaz, solía usar alguna
rama caída de los árboles como espada, mientras Margarita lo mi-
raba desde algún banco cercano.
Lo que había sido un lugar tranquilo de juegos, era ahora un si-
tio de tránsito para colectivos, taxis, motos y el hogar de varios in-
digentes y personas que iban a fumar marihuana o a drogarse.
Observó el parque, dejando escapar algunas lágrimas.
Volvió al departamento.
Debía almorzar y dormir la siesta obligada de todos los días, a
fin de recargar energías para la noche de trabajo que le esperaba.
Entró a su habitación, sacándose las zapatillas, el jean y la re-
mera. Cuando se dispuso a acostarse, notó bajo su espalda que, so-
bre la sábana de abajo, estaba la lámina del Sagrado Corazón del
cuadro de Margarita.
Al principio se asustó, pero después recordó el pesado sentido
del humor de Cacho. Seguramente había armado la cama por la
mañana, antes de irse a trabajar, y la había puesto ahí.
Sonrió aliviado.
Hasta que notó que una mancha de sangre se había desprendido
de la lámina, a la altura del corazón, ensuciando la sábana.

37
Silvina Dabini

«Esto es una broma de mal gusto», pensó.


Pero como él —por seguridad— sabía el grupo sanguíneo de
todos sus compañeros, con un hisopo de algodón tomó una muestra
de esa sangre, todavía fresca, y la puso en un tubo de plástico*. Al
llegar al hospital, le haría el grupo sanguíneo** para determinar si
era de Patricia o de Carlos, y ahí reprenderlos con pruebas.
Estaba muy cansado.
Optó por dormir sobre la sábana de arriba, tapado solo con el
cobertor. Gracias a los tres vasos de vino del almuerzo, no tardó en
conciliar el sueño.
Tuvo una siesta reparadora y tranquila.
Lo único que lo exaltó fue una pesadilla.
Él era pequeño y jugaba en la plaza. Su abuela, con su vestido
negro con flores rojas, lo miraba desde un banco.
Algunas nubes de tormenta tapaban el cielo mientras un viento
huracanado y tibio comenzaba a soplar.
—¡Dale, Deo, que me voy! —Margarita le decía.
Él se bajaba del tobogán y corría hacia su abuela, pero sus pies
se hundían en la arena y ella se iba, dejándolo solo en la plaza.
Mientras se alejaba, se largaba a llover.
Él estaba sepultado hasta su pequeño pecho y gritaba:
—¡No te vayas, abuela! ¡No me dejes!
Una lluvia torrencial caía y él ya estaba enterrado hasta la cabe-
za. El arenero se llenaba de agua. Sus alaridos empezaban a aho-
garse. Su boca, repleta de líquido y arena, no le permitía respirar…
Hasta que sonó el despertador a las ocho de la noche.
Despertó sobresaltado y sudando, casi cayendo de la cama.
Se calmó, sentándose al borde, y por todo lo que había transpi-
rado, prefirió bañarse antes de ir a trabajar.
__________
* Tubos de plástico (tubos de ensayo de polipropileno): envases cilíndricos, re-
dondeados en un extremo y abiertos en el otro, que pueden taparse. Se usan en
química y bioquímica para transportar sustancias y muestras biológicas.
** Hacer el grupo sanguíneo: procedimiento que, mediante reactivos, detecta a
qué grupo y factor Rhesus corresponde una muestra de sangre.
38
Jesús nunca existió
Quiso dejar las sábanas lavando.
Al desarmar la cama notó que, al borde del colchón, había una
quemadura de cigarrillo similar a la de la mesa.
—Fue Cacho. Seguro fumó en la cama. Lo voy a reventar. Me
ensucia la sábana, me quema la cama… ¡Qué estúpido! —exclamó
en voz alta.
Mientras ponía las telas en el lavarropas, vio que con la mancha
de sangre se había dibujado un número 3 de forma bastante rústica.
Pero no frenó.
Lo atribuyó al poco sensato sentido del humor de su amigo y
continuó con la tarea.
Tomó un paño con quitamanchas para sacarle la quemadura al
colchón, pero no logró encontrarla.
Ya cansado de tanta limpieza, optó por dejar el asunto como es-
taba y se fue a bañar.
Cuando se estaba cambiando, sonó el teléfono.
Era Patricia.
—Nene, acordate que tenés que ir al tercero. No te quiero en
guardia hoy, ¿eh? Te vas derecho a intermedia —decía el mensaje
en el contestador.
Preparó la mochila y se fue, dejando todo bien cerrado: las lla-
ves de gas, las luces apagadas y nada a punto de caerse.
Ya había tenido suficientes descuidos y no quería otro más.
Al llegar al hospital, se encontró a Carlos. Estaba sentado en la
ambulancia, charlando con el médico de turno.
—Tarado, ¡gracias por la bromita de la sangre! —le gritó.
—¿Qué bromita?
Carlos no entendía nada.
—Que me dejaste la lámina del Sagrado Corazón entre las sába-
nas, se mancharon con sangre y encima me quemaste el colchón.
—¿Qué lámina, nene? No te entiendo… ¿Con qué te quemé el
colchón?
—La lámina que estaba en la pieza de mi abuela…
—¿Y cómo querés que entre ahí, si siempre la cerrás con la llave
que tenés vos? Aparte, yo no fumo, Pipa… —le respondió Carlos,
queriendo terminar esa absurda discusión.
39
Silvina Dabini

Sebastián iba a responderle, pero recapacitó.


Era cierto.
La habitación de Margarita había quedado cerrada con una única
llave que él guardaba en su llavero. La llevaba colgada de su cin-
turón, que aquella noche había quedado a su lado, en el comedor.
También recordó que su amigo no fumaba.
Carlos veía cómo Sebastián permanecía en silencio, después de
acusarlo, buscando una explicación lógica para todo.
—Si te vino la menstruación, no me culpes a mí… —le dijo,
con el poco delicado sentido del humor que lo caracterizaba.
Pero Sebastián seguía sin entender.
Seguro había sido Patricia.
Quizás Carlos había dormido con la mancha en la cama y, por
tener el sueño pesado, ni la había notado.
De todos modos, en cuanto tuviese oportunidad, le haría el gru-
po al hisopo.
Pero… ¿la sangre estaba fresca?
Muchos días de estrés, sin duda.
¿Las marcas de quemaduras que iban y venían?
Falta de horas de sueño.
Prefirió resetear su cabeza e ir al tercer piso. Quería empezar
bien la semana en el nuevo sector.
Para él, lo que no tenía explicación lógica, directamente no
existía.

40
Jesús nunca existió

Capítulo 4

e encontró con Mabel, la caba del tercer piso.


No tuvo ni tiempo de dejar su mochila en una silla, ni de saludar,
ni de fichar, ni de intercambiar un simple saludo.
—Vos debés ser el pibe nuevo… —Los modales de Patricia le
parecieron dulces a su lado—. Mirá, acá es sencillito. Te pegás una
vuelta por las habitaciones cada media hora. Si algún paciente ne-
cesita algo, te llama. Se prende la lucecita en el tablero. Son cua-
renta habitaciones; algunas están vacías. En la pecera* vas a
encontrar de todo. Lo que te pido, pibe: nada de hacerte el héroe. Si
ves que algún paciente se te va de las manos, llamás a terapia in-
tensiva que lo vienen a buscar…
Mabel tenía edad suficiente para ser su madre, una recalcitrante
voz de cigarrillo y unos modales poco envidiables.
Su cara no le sonaba. Aunque seguramente fumaba, jamás la
había visto en la chimenea. Mientras intentaba reconocerla, ella se-
guía dándole instrucciones…
—Che, pibe, ¿me estás escuchando? Todo esto te lo voy a decir
una sola vez… Bah, los héroes de la guardia creen que se las saben
todas. Sacan balas, le meten 220** a los pacientes… ¿Qué saben de
pasar la noche entera con una persona que no tiene familia, mien-
tras te cuenta sus problemas?

__________
* Pecera: cuarto con paredes de vidrio que se usa de oficina para los enfermeros,
con todos sus insumos, generalmente ubicado junto al pasillo.
** Forma coloquial de referirse a los 220 voltios, denominación común de la elec-
tricidad de uso doméstico.
41
Silvina Dabini

Continuó.
—Yo me voy. Cualquier cosa marcá el interno 5946, te atiende
Lily, la enfermera de pediatría. Ella estuvo mucho tiempo acá y te
puede sacar del apuro.
Mabel se retiró sin despedirse.
—Qué humor de mierda… —susurró Sebastián. Y se fue a
cambiar de ropa a un cuartito que tenía a pocos metros.
Se sentó en la pecera. Vio que había un juego de mate y se lo
preparó con gran placer. Lo llenó, mojó la yerba y…
Una luz en el tablero comenzó a titilar.
El cuarto 33 requería enfermero.
Atravesó el pasillo alumbrado por los tubos de blanco hielo.
Cuando llegó a la habitación, estaba todo en penumbras. Al
intentar prender la luz, la llave no funcionaba.
Desde la cama, se escuchó la voz de un hombre mayor:
—Bienvenido, nene. Ya la escuché a la enfermera. ¿Sos nuevo?
—Sí, abuelo. Soy nuevo en el sector —respondió Sebastián.
—Yo llevo mucho tiempo acá. Ésta es casi mi habitación. Cada
vez que vengo me dan la misma…
Sebastián se fue acercando, en la oscuridad. Quería ver el rostro
de esa persona, para identificarlo mejor.
Una voz dulce, como de un hombre de setenta años, le hablaba.
—No soy abuelo, pero los chicos del hospital me dicen Tío.
Cuando Sebastián estuvo a punto de llegar a su cama, sonó la
alarma del tablero.
—Abuelo, si no se enoja, me llaman de la 18…
Al otro lado del pasillo, una mujer de unos cincuenta años y
operada de fractura de fémur, necesitaba orinar.
Su nombre era Gladis.
Mientras Sebastián le ponía la chata*, ella le contaba:

__________
* Chata: recipiente en forma de pala, que se usa en caso de que un paciente esté
imposibilitado de movimiento, acostado, para recoger su orina o materia fecal.
42
Jesús nunca existió
—¡Qué forma tan estúpida de caerme! ¿A vos te parece? Una
pisa mal la escalera y se viene abajo rodando…
Sebastián estaba más pendiente de no mojar la cama que de lo
que le contaba la paciente.
La higienizó, desechó la orina en el baño y salió.
Fue a pedirle disculpas por la interrupción al señor de la 33.
Al llegar, quiso prender la luz. Pero, al presionar la llave, re-
cordó que no funcionaba.
—El marido le pegó y la empujó. No se cayó sola y menos por
la escalera. Cuando salga de la internación, ella le va a pedir el di-
vorcio pero… ¡Lástima! Él tiene un arma y no se lo va a dar. La va
a matar… —dijo el Tío, un tanto dormido.
Sebastián se quedó asombrado por el buen oído del hombre, que
había oído desde la otra punta del pasillo, y de su facilidad para ha-
cer vaticinios.
—Abuelo, ¿qué dice? Duerma y si necesita algo de verdad me
llama —le dijo, intentado ignorar su comentario.
Mientras salía de la habitación, el Tío murmuró.
—Yo no necesito nada. Ella te necesita a vos… —sonrió.
Y se quedó dormido.
"Muchas veces llegan pacientes recurrentes al hospital y, por
solidaridad, se les da una cama", pensó Sebastián, "porque en el
portatablillas no hay historia clínica de la 33".
A la media hora, haciendo la ronda, notó que la señora de la 18
lloraba casi en silencio. Pero como no lo había llamado para pedirle
calmantes, no la molestó.
Solo fue a las tres de la mañana a revisarle la herida, por si le
supuraba, y ella solo repetía:
—Qué tonta fui…
Sebastián miró su dedo anular izquierdo y no vio ningún anillo.
"El Tío se equivocó", pensó. "No es casada".
A las diez de la mañana, en su última ronda, estaba descargando
todo en el libro de guardia y las historias clínicas.

43
Silvina Dabini

Llegó una chica rubia, ojos grises, ambo rosa y una gran sonrisa.
—Vos sos Sebastián, el nuevito, ¿no? Yo soy Lily, la enfermera
de pediatría… Noche tranquila, ¿no?
—Sí… —le respondió Sebastián, hoscamente y sin mirarla.
Repasaba qué medicamentos había sacado del botiquín.
—Yo fui compañera de Patri. ¡Es duro esto! No lo soportó. Pero
a mí me gustan los chicos. Los comprendo y ellos a mí —continuó
diciéndole Lily.
«¡Qué verborrágica!», pensó Sebastián, mientras la observaba.
Esperaba que se callase, para preguntarle por el Tío.
Ni necesitó preguntarle, porque ella continuó hablando.
—¿Ya conociste al Tío? Es un linyera* que cae todas las sema-
nas en la guardia. Llega el viernes por la tarde y se va el jueves si-
guiente. Pero dura poco, porque al otro día ya lo tenemos de vuelta.
Algunos chicos de mi sector me dijeron que lo ven deambular por
ahí, con una bata blanca del hospital, descalzo y con el pelo suelto.
Les habla, les toca la frente y se va… Ya sabés cómo son los chi-
cos. Pero desde que él viene, se curan más rápido. Será por eso que
Mabel siempre lo recibe y le da la misma cama. Esa ya es la pieza
de él. Nadie sabe su nombre. Le decimos Tío. Se ve que le va mal y
que se pelea con otros crotos**, porque siempre vuelve lastimado.
Sebastián miraba el reloj en la pared.
Estaba cansado y se quería ir.
No había podido fumar en toda la noche y eso lo tenía alterado.
Groseramente la dejó hablando sola y se fue a tomar el ascensor.
Llegó a la chimenea y ahí todavía estaba el paquete de cigarri-
llos que se había olvidado el jueves. Tenía un cartel con letra de
Patricia que decía: TE DIJE QUE LO DEJES, PIPO, con un co-
razón dibujado.
Estaba por encender un cigarrillo cuando algo en la mesa le
llamó la atención: una quemadura de cigarrillo al borde de la fór-
mica, a dos centímetros del cenicero.
__________
* Linyera: denominación en lunfardo que se le da a la gente pobre o que vive en
la calle, sin residencia fija.
** Croto: otra forma coloquial para referirse a un linyera.
44
Jesús nunca existió
—¿Quién habrá sido tan estúpido como para hacer esto? —dijo
en voz alta.
Y justo se abrió la puerta.
Era el Tío.
Tenía puesta una bata blanca y estaba descalzo. Llevaba el pelo
suelto y sucio con plastas de sangre, la cara llena de marcas y el ojo
derecho hinchado. Sus brazos y piernas tenían cortes casi cicatriza-
dos, seguramente de larga data. También mostraba cascarones de
sangre en las muñecas y en los empeines.
Su aspecto era deplorable, pero no tenía feo olor como otros lin-
yeras que Sebastián hubo atendido en la guardia.
¡Éste olía a rosas!
«Seguramente Mabel lo debe asear y perfumar», pensó Sebas-
tián, que seguía viendo la marca en la mesa.
—Es de mala educación dejar hablando sola a una mujer, ¿nunca
te lo dijeron? —le comentó el Tío.
—¿Y vos quién sos? —le respondió Sebastián, alterado.
Nunca había visto a ese paciente en el hospital y, mucho menos,
merodeando y entrando a la chimenea.
—Yo soy el paciente de la 333. Solía ser maestro… —le dijo el
Tío—, pero a muchos políticos, sacerdotes y comerciantes no les
gustó lo que yo enseñaba y me lastimaron. No ellos. Los cobardes
enviaron policías. Todavía me persiguen. Me siguen lastimando
cuando pueden… Políticos, policía, gente joven… Yo quiero en-
señar pero no me escuchan… ¡Mirá! El último que no me quiso es-
cuchar me hizo esto…
Se levantó la bata. Sebastián lo miró casi horrorizado.
Tenía el torso repleto de cortes. Un gran tajo bajo las costillas
derechas y otro, a la altura del esternón.
—Éste me lo hizo un muchacho con un vidrio… —continuó,
señalando el corte a la altura del pecho.
Aunque no tenía guantes, Sebastián quiso revisarlo.
—Tío, espere. Voy a la pecera, traigo las cosas y lo curo. No se
vaya… —le pidió.
—¡Dale pibe! —contestó el Tío.

45
Silvina Dabini

Camino al ascensor, Sebastián pensaba.


«Yo lo vi viejo… ¿Tan mal veo? Ese tipo tiene treinta y pico;
debe ser más chico que yo… Pobre tipo, ni calzoncillos tiene… Se
tapa con un trapo».
Evaluó mejor la situación y, cuando llegó al tercer piso, pre-
sionó el botón para ir a la planta baja. Necesitaba buscar un kit de
sutura*, gasa y desinfectante para poder coserlo.
En la entrada de la guardia encontró a Mabel y a Patricia, char-
lando. Cuando lo vieron salir con aquellos materiales, lo frenaron.
—Che, ladrón, ¿adónde vas con eso? —bromeó Patricia.
—A suturar a un paciente del tercer piso —le respondió Sebas-
tián, poniendo el kit en el bolsillo de su chaqueta.
—¿Al Tío? —dijo Mabel—. Ni te gastes. Yo se lo hice varias
veces pero se arranca los puntos. Nunca le sanan y de la herida del
costado a veces le sale un poco de sangre y le supura. No te va a
dejar que lo cures. Ponele gasa, desinfectalo y listo…
—Pero…
—¡Pero nada, pibe! Soy tu jefa, no me jodas. Hace años que lo
conozco. ¡Ponele gasa y se acabó! —ordenó Mabel, levantando la
voz. Todo el sector de guardia volteó a presenciar la conversación.
Sebastián miró a Patricia, pidiendo apoyo.
Pero no lo tuvo.
—Ahora tu jefa es Mabel. Hacele caso, Pipo —le dijo Patricia,
haciéndole notar que las había interrumpido.
No le quedó otra opción que devolver el kit. Pero, astutamente,
lo metió en un bolsillo, simulando que lo guardaba.
Se fue.
Cuando llegó a la chimenea, el Tío ya no estaba. Tampoco el
paquete de cigarrillos ni la marca de quemadura en la mesa.
Ya eran las doce del mediodía; tenía sueño, hambre y ganas de
fumar. Sebastián estaba muy cansado.

__________
* Kit de sutura: equipo necesario para efectuar costura y cierre de heridas, que
consta de tijeras, pinzas, aguja de sutura curva e hilo.
46
Jesús nunca existió
Fue al vestuario a cambiarse.
Dejó el kit, las gasas y el desinfectante en su casillero.
Lo cerró con llave y salió, saludando a Mabel, que había arriba-
do a la pecera. Antes de irse quiso ir a ver al Tío.
Pero la mujer intuyó sus intenciones.
—No quiero héroes —le recordó—. Andá a tu casa, pibe. Dejalo
que duerma.
Sebastián giró en sus talones y se retiró.
Como el colectivo tardaba, se fue caminando.
Pasó por el supermercado, compró lo necesario para cocinar
carne al horno y más jabón en polvo.
Cocinó, almorzó, lavó la ropa y se fue a dormir la siesta.
Obviamente, sin dejar de pensar en el Tío.

47
Silvina Dabini

Capítulo 5

l día siguiente —el martes por la noche—, Sebastián tomó su


turno media hora antes.
Mabel terminaba una ronda y caminaba hacia la pecera.
—¿Cómo está la señora de la 18? —quiso saber él.
—Hoy le firmaron el alta pero se queda un día más. Dice que se
siente dolorida y que prefiere estar acá, vigilada y medicada.
—Pobre mujer, encima con la escalera le va a ser difícil…
—¿Qué escalera? —le preguntó Mabel, intrigada—. Gladis es
vecina mía, vivimos en casas contiguas y ni terraza tiene. Hoy vino
a verla el marido y ya se la quería llevar. ¡Qué tipo más raro! Me
insistía conque él la iba a cuidar. Pero mejor que acá no va a estar.
—Algo me dice que sí —aseguró Sebastián—. Che, ¿ustedes
pueden enviar custodia policial al domicilio de alguien?
—¿Por? —indagó ella, con desconfianza.
—Cuando tenga el alta, que le manden un patrullero o un botón
de pánico*. No me inspira confianza el esposo...
—¡Si vos no lo conocés! Alfredo es medio raro, pero es un pan
de Dios… —refutó la mujer.
—Corazonada de guardia. ¡Haceme caso!
—Nene, ya te dije que acá no queremos héroes. Se cayó cam-
biando una lamparita en la cocina. ¿Por eso tanto escándalo?
—Y a mí me dijo que rodó por la escalera…
—¿Y con qué pensás que cambiaba la lamparita, marmota? Se-
guro se la pidió a mi marido, después le pregunto.
__________
*Botón de pánico o botón antipánico: dispositivo electrónico que se usa para segu-
ridad de personas, casas, etc. Al activarse, envía una señal a una comisaría o cen-
tral de guardia.
48
Jesús nunca existió
—Por cambiar una lamparita nadie rueda…
—¡Acabala, pibe! En tu turno hacés lo que querés. Éste es el
mío y la cortás! —retumbó el grito de Mabel en todo el piso.
Era inútil seguir discutiendo. Ella podría tener razón y él quizás
se había dejado influenciar por un desconocido.
Se fue a cambiar de ropa.
Aprovechó que faltaba para comenzar su turno y se dirigió al
quinto piso, a fumar.
En el camino se encontró con Lily.
Sin decirle ni hola, le preguntó:
—¿Siempre tiene mal carácter esa mujer?
—Vos también lo tendrías si vivieses a diario con gente que su-
fre. Vos los tenés un rato. Ella llega a tenerlos días, semanas, me-
ses… Cada cual se involucra a su manera y su humor es su
coraza… —le respondió Lily.
—Pero yo muchas veces los vi morir… —dijo Sebastián,
cruzándose de brazos.
—Todos nosotros vimos morir gente… ¿Viste el chico que se
mató el jueves, el motoquero? ¡Era su hijo! La nuera está destroza-
da. Ella está peor. Para colmo, no quiso tomarse días de licencia.
Entre ronda y ronda, llora en la pecera. Mirá cómo será, que a ve-
ces el Tío se queda con ella tomando mate. Justo esa noche el Tío
dejaba la sala y, al escuchar la ambulancia, se fue a la guardia. No
sé cómo pasó, pero uno de los enfermeros que salía hecho una
tromba casi lo atropella. Cuando logró entrar a la guardia, el chico
ya estaba muerto. Le besó la frente y se fue, como todos los jueves.
La guardia debió haber sido un caos, porque nadie lo vio. Pero el
Tío le contó a Patricia sobre el enfermero que casi se lo lleva por
delante… —le contó, enojada.
—Era yo… ¿Quién te contó eso? —preguntó Sebastián, aver-
gonzado—. Pensé que era otro médico o enfermero. Yo vi un bulto
con bata blanca y ni lo miré… Me fui a la chimenea y después me
siguió Patricia.
—Apenas murió el hijo la llamamos a la casa. Vino enseguida, a
despedirse, antes que se lo lleven a la morgue. Miró el libro de
guardia para agradecer al equipo por haber hecho lo posible...
49
Silvina Dabini

—Yo no firmé esa noche. Me fui sin hacer el descargo. Ella no


supo que yo estaba ahí.
—Se lo dijeron el Tío y después Patricia. Él le contó que lo des-
fibrilaste cinco veces y que no pudiste hacer más nada. Patricia lo
rectificó, por eso Mabel aceptó que te pases a guardia intermedia,
como agradecimiento por lo que hiciste.
—¡PERO SE ME FUE, LILY, SE ME FUE! ¡NO TIENE NADA
QUE AGRADECERME! —gritó furioso Sebastián.
—Ella estuvo de guardia el día que murió tu mamá y tampoco
pudo hacer nada, al igual que con mi papá. ¿La culparías?
—No, pero…
—Ella tampoco te culpa a vos. No te persigas con eso…
El enfermero miró el reloj. Ya eran las diez y tenía que tomar su
turno. Nunca llegó a la chimenea y quizás fue lo mejor. Todo ese
asunto del Tío lo tenía bastante alterado.
Sebastián era un solitario y que un desconocido se metiera tan
de repente en su vida, incluso antes de que él pudiera notarlo, no le
gustaba en lo absoluto.
Fue al tercer piso, resuelto a encarar al Tío.
Por su culpa, en su primer día en el nuevo sector, había recibido
un reto por parte de su jefa al querer salirse de los protocolos y ha-
berse metido en lo que no le incumbía.
Tal había sido el caso de Gladis y de su marido.
En el pasillo encontró a Mabel hablando con un hombre. Al
acercarse, escuchó que lo llamaba Alfredo.
—¿Usted es el marido de Gladis? —interrumpió Sebastián.
—¿Y vos quién sos? —le respondió groseramente el hombre.
—Soy el enfermero de turno noche. Dígale a su señora que ten-
ga más cuidado con las escaleras…
Mientras hablaba, le miraba los brazos. Por debajo de la manga
corta de su camisa tenía marcas recientes de rasguños y moretones
dispuestos de forma equidistante unos de otros, como si alguien se
hubiese defendido de él.
—¿De qué escaleras estás hablando, pibe? Se cayó acomodando
cosas en la alacena de casa, subida a una silla…
Sebastián y Mabel se miraron de reojo.
50
Jesús nunca existió
Alfredo los saludó un tanto nervioso.
—Mañana me la llevo —fueron sus últimas palabras, caminando
por el pasillo, rumbo al ascensor.
—¿Ves? —reprochó Sebastián—. Tres versiones distintas…
¿Notaste las marcas en los brazos? ¡Eran arañazos, Mabel! Te lo
pido, por corazonada, hablá ya con tu marido. Preguntale lo de la
escalera. Yo voy a revisar a Gladis. Y si tengo razón, ya le vas pi-
diendo custodia para cuando salga.
Mabel se metió en la pecera. Luego de hacer un llamado telefó-
nico, salió con el rostro pálido. Apenas podía hablar.
—Hablé con Miguel, mi marido. Ninguno de los dos le pidió la
escalera. Pero en estos días, vio a un hombre entrar y salir de su ca-
sa varias veces. Quizás era un pintor o un plomero. Es raro, porque
Alfredo sabe hacer de todo… Imaginate, yo me paso el día acá; mi
esposo ya a las tres de la tarde está en casa. Y hace un par de días,
según me comentó, los escuchó discutir. Después ella llegó a la
guardia con la fractura… —relató.
Sebastián la dejó hablando sola en el pasillo.
En la habitación 18, la paciente se hacía la dormida para evitar
la conversación.
—Gladis, soy Sebas, el enfermero nuevo. ¿Necesitás algo? ¿Te
duele la pierna? De la forma en que te caíste, ¿no te duelen los bra-
zos también? Por las dudas, dejame revisarte… A ver si necesitás
kinesiología.
La mujer se acomodó en la cama como pudo y dejó que Sebas-
tián la atendiera, para evitar sus sospechas.
Éste inspeccionó sus brazos, hombros, cuello y nuca.
—No tuviste más nada. Mañana te firmamos el alta y quedás
como nueva —anunció, para calmarla.
En silencio salió y caminó por el pasillo.
Mabel lo esperaba.
—Todavía tiene restos de piel bajo las uñas y le falta un mechón
de pelo en la nuca. Tiene el cuero cabelludo irritado, hematomas en
los hombros y marcas de haber sido golpeada con algo metálico…
¿Eso le pasa a las mujeres que cambian lamparitas? —ironizó.
51
Silvina Dabini

La jefa también quiso interrogarla.


Pero Sebastián la frenó, tomándola del brazo.
—Cuanto más le preguntes, más te lo va a negar. Éste fue un
caso de infidelidad, es cantado. Y cuando el marido se dio cuenta la
fajó*. Pero es obvio que ella no lo va a admitir. Si podés mandale
custodia; no la pierdas de vista. Si mañana le das el alta, tené mu-
cho cuidado. ¿El esposo tiene armas?
—Alfredo es policía retirado y ahora trabaja de sereno. Calculo
que sí, que tiene armas en la casa… ¿Vos cómo sabés eso? —quiso
saber Mabel, intrigada.
—El Tío… —confesó Sebastián, señalando la puerta de la habi-
tación 33.
—¡Ya le pido la custodia! —dijo ella, con fe ciega.
Y se fue a la pecera.
Llamó al director del hospital y tuvieron una larga charla.
Sebastián quiso hablar con el Tío.
Le intrigaba sobremanera por qué sabía tanto.
Quizás por haber estado tanto tiempo entre la gente del hospital.
O debido a sus charlas con Mabel, se había vuelto conocedor de las
historias de los demás pacientes.
Quería agradecerle.
Gracias a su aviso, él podía salvar una vida: la de Gladis.
Cuando estaba por entrar a la habitación, notó que la cama esta-
ba vacía y escuchó que comenzaba a sonar el tablero de la pecera.
Mabel seguía hablando por teléfono, pero en un papel le escri-
bió un número 5 enorme para que él lo pudiese ver desde el pasillo.
Enseguida, Sebastián acudió a la habitación.
Por lo que pudo observar, se trataba de un hombre de unos cua-
renta años. Había sufrido hacía un mes un accidente de tránsito y se
estaba recuperando de algunas cirugías reconstructivas.
—Buenas noches, señor. Soy Sebastián, el chico nuevo —dijo a
modo de presentación—. ¿En qué lo puedo ayudar?

__________
* Fajar: palabra que en lunfardo significa golpear o castigar.
52
Jesús nunca existió
—Y yo soy Rodolfo… Dame un calmante, pibe, ¡me duele todo!
La pierna me está matando, no la aguanto. Ese hijo de puta… Si lo
agarro, ¡lo reviento!
Mientras Sebastián le inyectaba un analgésico en el suero, Ro-
dolfo seguía quejándose del dolor y seguía murmurando.
—¿A vos te parece? ¡Me tiró el colectivo encima! Venía a mil
por hora… Mi señora, pibe… ¡Perdí a mi señora! La quisieron sal-
var… No pudieron. Y ese turro salió ileso… A mí me trajeron en
ambulancia… Y a él, ¿qué?
—Señor, tranquilícese —pidió el enfermero—. Cuanto más se
altere, más le va a doler. Ahora duerma.
—Gracias, pibe —decía el paciente, cerrando los ojos—. ¿Vos
tenés hijos?
—No, jefe. Todavía no. Ni novia tengo... ¿Y usted?
—Tengo un nene chiquito… Pero me quedé sin mujer… Todo
por un tipo que se cruzó en rojo… ¡El volquete y la puta que lo pa-
rió! —fueron sus últimas palabras, antes de quedarse dormido.
Es común el delirio ante una sedación.
Sebastián le revisó las heridas. Estaban casi cicatrizadas.
—No se preocupe, Rodolfo. Estoy seguro de que su señora sigue
cuidando de su hijo. Su chiquito va a estar bien. Descanse. Póngase
bien por su hijo… —lo animó Sebastián, recordando las veces que
había escuchado a Patricia diciendo lo mismo.
Ese hombre le recordaba a su padre; no sabía por qué.
No tenía memoria de él.
Sin embargo, la historia del accidente, su mujer y su bebito le
resultaba familiar.
Una vez en la pecera, quiso anotar en la tablilla correspondiente
que le había dado un calmante al paciente.
Pero no la encontró.
—¿Dónde está la historia clínica de la 5?
—Perdoná, estoy hablando con el director —y continuó, en un
susurro—. No hay nadie en la 5. Me di cuenta después de que en-
traste a la habitación… ¿Por qué tardaste tanto?

53
Silvina Dabini

—No me trates de loco. Le di un calmante. Era un tipo operado,


con fracturas… Tuvo un accidente… Dale, dame la historia. ¡No
me jodas! —le dijo, fastidiado.
Mabel sonrió maliciosamente.
—Lo asiento yo. ¿Qué le diste?
—Analgésico y sedante —respondió él—. Me contó que había
tenido un accidente con el auto, que se lo llevó puesto un colecti-
vero. Después dijo algo de un volquete y se durmió…
Mabel siguió la conversación telefónica.
—Dejá, yo me encargo —dijo Sebastián. Y anotó.
Cuando la mujer cortó la comunicación, le comentó.
—Dice el director que no le podemos mandar custodia a Gladis
sin una orden judicial. Aparte, ella no asentó ninguna denuncia. No
podemos hacer nada.
—Uy, ¡que mal! —exclamó Sebastián—. ¡Tu marido! ¡Decile
que esté alerta! Tengo una corazonada, no me gusta nada…
—Sí, pibe. —Ya eran las once de la noche; se quería ir a su ca-
sa. Estaba cansada y pasada de su horario—. Nos vemos mañana.
Se acercó a Sebastián y lo besó en la frente.
—Gracias —resumió en esa palabra todo lo que no podía contar.
Y así, la vio caminar hacia el ascensor.
Sebastián se dirigió a la habitación 5.
Él no estaba loco y lo iba a probar. Quería encontrar la tablilla
de aquel paciente y hablar con él.
Justo cuando estaba por entrar, escuchó que lo llamaba el pa-
ciente de la 33.
—Pibe, ¿podés venir?
Y ahí Sebastián giró en los talones, quizás porque el Tío lo in-
trigaba mucho más que el hombre de la 5. Recordó que la luz de la
habitación no andaba y ni atinó a prenderla.
—¿Qué pasa, Tío? ¿Qué necesita?
—Yo no necesito nada. Rodolfo necesitaba algo y vos se lo dis-
te, dos veces…
—Sí, analgésico y sedante —bromeó el enfermero.
—Necesitaba perdón, luz y alguien que no lo juzgue… Y vos
hiciste eso.
54
Jesús nunca existió
—Ay, Tío, no se me ponga de nuevo en misterioso. Antes Ma-
bel, que me dijo que no había nadie en la 5. Ahora usted… ¿Qué
están tramando ustedes dos?
—Ese hombre no se llama Rodolfo, sino Ricardo. Y también
Matías. Pero nunca vas a encontrar la historia clínica. Nunca llegó a
esa cama…
—¿Por qué no la cortan de una buena vez? —dijo Sebastián, ca-
si gritando—. Es evidente que usted pasa mucho tiempo en este
hospital y escucha demasiadas cosas.
—¿Como está Gladis? —quiso saber el Tío, sin inmutarse por el
tono alterado de Sebastián.
—Mal, ¿como quiere que esté? El marido la faja… Y encima
tiene arm…
—Armas. Te lo dije, ¿ves? La gente sigue sin querer escuchar-
me, incluso ahora. Pero Mabel no le pudo conseguir la custodia.
Miguel la va a querer salvar, pero va a llegar tarde. Alfredo tiene el
arma calibre 38 cargada. La tiene lista. Si Gladis lo conocía tan
bien… Fue muy audaz al llevar a su amante a su casa. ¡Cuánta gen-
te veo caer por lo que ustedes llaman amor! —suspiró el Tío—. Por
Rodolfo, digo Ricardo y Matías… No te preocupes. Las heridas ya
sanaron y sus hijitos están mejor que nunca…
Sebastián estaba cansado. Tanta intriga lo recalcitraba. No tenía
más ganas de discutir con ese loco.
De repente, escuchó la sirena de una ambulancia llegando al
hospital. Como la 33 daba a la calle, se asomó por la ventana y vio
claramente cómo una mujer parturienta, acostada en la camilla, era
ingresada a la guardia.
—Andá pibe, te esperan. Si pasa algo acá, yo te llamo —le dijo
el Tío, casi leyendo su pensamiento.
Corrió al ascensor, camino a la guardia.
Justo entraba la camilla con la embarazada.
Allí estaba Patricia, hablando frenéticamente por celular. Al ver-
lo, cortó la comunicación.
—Menos mal que viniste, me faltaba gente… ¡Es la novia del
motoquero! Se dio una sobredosis de heroína. Está por parir y tiene
convulsiones.
55
Silvina Dabini

Sebastián no la dejó terminar.


—¡LLAMÁ YA A MABEL! —le pidió.
Patricia se quedó mirándolo.
—Recién corté con ella… ¿Cómo sabés? Dejame a mí. Vos
ocupate de Mabel… —le ordenó su compañera.
La chica entró con una mancha de sangre en su vientre, hacien-
do evidente una hemorragia relacionada a su condición.
Mientras Sebastián se ponía los guantes, se asomó un médico a
la guardia.
—¡A quirófano! —gritó éste.
E inmediatamente, la camilla siguió de largo por el pasillo.
La llevaron hacia al ascensor y, luego, al segundo piso.
Apenas ingresaron a la sala de operaciones, la conectaron a todo
el instrumental, en una labor sincronizada.
Le cortaron la ropa, le colocaron suero y le inyectaron un antí-
doto para contrarrestar la heroína.
En pocos segundos, la chica dejó de convulsionar.
—Hay que sacar al bebé, ya —dijo el doctor.
La rociaron con desinfectante, la anestesiaron y, cuando se dis-
ponían a cortar…
Entró en paro cardiorrespiratorio.
Sebastián veía la escena desde un costado, esperando la orden
de actuar. Ya no era su sector y sólo podía interferir si se lo pedían.
Patricia, tomando la bomba de RCP*, lo miró.
—Pipo, andá a la guardia, que en cualquier momento llega Ma-
bel. Avisale que estamos acá —le dijo.
Con los guantes todavía puestos, Sebastián salió del quirófano.
A los pocos minutos llegó Mabel.
Había recibido el llamado de Patricia, camino a su casa, por lo
que bajó del colectivo y tomó el que iba en dirección opuesta.
Sin mediar palabra, corrieron al ascensor.
__________
* Bomba de RCP: equipo mecánico y manual que se utiliza para forzar la respira-
ción de un paciente, en caso de paro respiratorio.
56
Jesús nunca existió
El enfermero no le quitaba la vista de encima.
—Tu nieto va a estar bien… —la tranquilizó. Y ella comenzó a
llorar—. ¿Te dijo el Tío, Lily o Patricia?
—Los tres.
Entraron a la sala.
Mabel se puso guantes.
Se escuchó el llanto de un bebé. Era tan fuerte, que logró tapar
el pitido del monitor de frecuencia cardiaca.
Patricia seguía bombeando, pero era inútil.
El médico miró a la abuela y le dijo:
—Tuvimos que sacar al bebé antes de que la heroína ingresara a
su cuerpito. Ella no resistió. Entró en paro apenas anestesiamos.
Le colocaron suero y lo llevaron a neonatología, al quinto piso.
Mabel estaba furiosa; quería estar con su nieto.
—¡Me mató a mi hijo y casi me mata a mi nieto! ¡Hija de puta,
ya no vas a matar a nadie más! —gritaba.
—¡Pará, Mabel! —le decía Patricia—. Tu nieto está bien. Andá
con él, acá nos ocupamos nosotros… ¡Llevátela, Sebastián!
Él obedeció sin dudar, sacándola del hombro.
Mabel lloraba con impotencia, con bronca.
—El jueves perdí a mi hijo… Esta turra hoy casi mata a mi nie-
to… Quiero verlo… ¡Llevame a verlo!
Sebastián presionó el 5.
Neonatología estaba pegada a Pediatría.
Lily no tardó en escuchar el llanto de Mabel y salió al pasillo.
Sin hablar, la abrazó y también derramó lágrimas.
Sebastián recordó que el tercer piso estaba sin enfermero. Dejó a
Mabel al cuidado de Lily y corrió al ascensor.
La puerta se abrió y apareció el Tío.
—Vengo del quirófano, voy a ver al bebé… —le dijo—. Mabel
estaba mal. Natalia no era mala chica.
No lo soportó.
Furioso, tomó al Tío del escote de la bata, increpándolo.

57
Silvina Dabini

—¡Me tenés podrido! ¡Dejá de meterte donde no te llaman,


conseguite una vida y dejanos de joder! Nosotros estamos trabajan-
do y vos estás sin hacer nada, ocupando una cama… ¿Quién te dejó
entrar a una guardia, a un quirófano? Te paseás por el hospital,
¿quién carajos te creés que sos?
En silencio, el Tío tomó a Sebastián por la muñeca. Con la otra
mano, abrió la bata, dejando al descubierto el gran corte en su es-
ternón que estaba sangrando.
Al verlo, Sebastián retiró su mano, espantado. A pesar de sus
años de profesión, cayó desmayado en el piso del ascensor.
Todo ese desmadre había sucedido en menos de una hora y ya
eran las doce de la noche.

58
Jesús nunca existió

Capítulo 6

— ale, Pipo, ¡reaccioná!


—¿De vuelta se puso en pedo el estúpido?
—Le bajó el azúcar. Se desmayó en el ascensor. Lo encontró la
de limpie… ¡Pipo!
Sebastián abría sus ojos.
Acostado en una camilla, sin sus zuecos y con un suero glucosa-
do puesto, sintió una mano tibia que le acariciaba la cabeza.
Era Patricia, que se había quedado con él incluso después de
terminar su turno.
—Patri, ¿qué me pasó? —le preguntó.
—¡Se ve que volver a la guardia te pegó mal! La de limpieza te
encontró desmayado en el piso del ascensor. Cuando llegó al tercer
piso, estabas tirado y con una bata blanca en la mano.
—¿Y el Tío?
—¿Qué Tío? Nene, ¡te hace mal la noche! Estabas solo. La de
limpieza agarró la bata de friselina, la tiró al tacho y enseguida nos
llamó a la guardia. Uno de los chicos subió a buscarte. Tenías la
presión baja. Saturabas* 95 y el azúcar** por el piso… ¿Cuándo
vas a dejar el cigarrillo?
__________
* Saturación (de oxígeno en sangre): cantidad de oxígeno en el torrente sanguíneo
de un paciente. Con un valor entre 90 y 95 se puede determinar una mala oxigena-
ción y frecuentemente puede remitir a una EPOC (enfermedad pulmonar obstructi-
va crónica).
** Azúcar (en sangre): forma coloquial de referirse al nivel de glucosa de un pa-
ciente. Frecuentemente, su nivel desciende luego de ayunos prolongados. Con un
nivel bajo puede producirse una hipoglucemia. Generalmente, se estabiliza su nivel
con suero glucosado.
59
Silvina Dabini

—Pipa, conseguite una novia y dejate de hinchar. Vos te casás


con el hospital y no sabemos qué es peor…
Del otro lado de la camilla estaba Cacho, sonriendo. Al saber
que su amigo estaba en la guardia, quiso ver cómo estaba.
—Me duele la cabeza… ¿Qué hora es? —preguntó Sebastián.
—Las 13 —le informó Patricia—. Y levantate, que me estás
ocupando una cama de guardia. ¡Dale, che! Mabel se quedó desde
anoche en Neonatología con el nieto; la está cubriendo una fran-
quera. Andate a tu casa, bañate, comé algo, dormí bien y volvés
hoy a la noche.
—¿Dormir? Hace horas que estoy durmiendo. No doy más… El
Tío… el Tío…
—Basta, Pipo. Dejate de hinchar. Andá a agarrar tus cosas. Te
vas a tu casa.
Sebastián se levantó de la camilla.
Un tanto mareado, se arrancó el suero como pudo y se fue.
Casi tambaleando, se dirigió al tercero y ni atinó a ir a la pecera
a buscar sus cosas. Enseguida encaró para la 33.
Lo último que había visto era una gran herida en su pecho y la
de limpieza lo vio solo, con la bata blanca en la mano.
Temía que las horas de trabajo, los ayunos prolongados y hasta
la abstinencia de cigarrillo lo tuviese a mal traer.
Cuando se dispuso a entrar, aprovechando la luz del día para ver
todo con más claridad, alguien le salió al paso.
Un señor con bastón, pantalón marrón, boina, manos pecosas y
rostro arrugado le sonrió.
—Abuelo, ¿qué hace acá? —se le ocurrió preguntar.
—Busco a mi mujer, pero no la encuentro… Se fue. Vino a ver a
mi nuera, está internada…
Sebastián no lo dejó terminar.
—Esto es terapia intermedia. ¿Qué hace buscando entre las ha-
bitaciones? No es hora de visita… ¿A quién está buscando?
—Mi nuera y mi señora…
—¿Qué le pasó a su nuera? Dígame, así busco entre las historias
clínicas en qué sector está.
60
Jesús nunca existió
—Perdió un bebé… Ya es el tercero que pierde y estaba muy
angustiada… Mi hijo es un tonto, no la cuida… Ella quiere ser
mamá, es lo que más quiere. Y estoy seguro que va a ser una madre
muy buena. Mi nieto va a ser muy afortunado… Pero los pierde…
Uno tras otro los pierde…
—Acompáñeme, abuelo. La buscamos en la computadora. Acá
en el piso no tengo a nadie así, pero nos fijamos si hay alguien en
terapia, o en matern…
—No, m´hijo, maternidad no… ¡Lo perdió!
—Ya sé. Pero hay veces que los ginecólogos u obstetras le tie-
nen que hacer un raspaje, por si quedaron partes del bebé.
—Con lo buena que es mi nuera… Me da mucha tristeza que no
pueda ser madre. Yo con gusto la elegiría como madre, pero eso
sería imposible. Yo soy viejito…
—Acompáñeme que la buscamos —le dijo Sebastián, ya fasti-
diado—. Si su esposa anda por el hospital, le pido a vigilancia que
la hagan venir hasta acá.
—Mi señora también está triste. Quiere un nieto a toda costa.
Ama a nuestro hijo y adora a nuestra nuera. Yo ya me estoy po-
niendo viejo y ella quiere un nieto…
—Sí, abuelo. Venga conmigo… ¿Cómo se llama su nuera? —le
decía, mientras buscaba las historias clínicas en la computadora.
—Ana, se llama Ana…
—¿Ana cuánto? —le preguntaba, sin dejar de mirar la pantalla.
—Buscá a tu mamá, nene, que es la mamá de los dos… —le dijo
el señor, poniendo la mano en su hombro.
Sebastián contuvo la respiración.
¿Cómo sabía ese extraño que su madre se llamaba Ana?
Cuando volvió a mirarlo, la sensación de la mano en su hombro
desapareció, al igual que ese señor.
Saltó de la silla como si le quemase, asustado.
Fue a ver al pasillo.
Quizás era un ladrón. Era muy frecuente que algunas personas
merodearan los pisos buscando robar algo.
Tal era su sobresalto, que olvidó haberse arrancado el suero de
su brazo, del cual salía un chorro de sangre.

61
Silvina Dabini

Miró hacia el suelo; había ido dejando un rastro de gotas, desde


la puerta de la 33 hasta la pecera. Lo que más llamó su atención era
que las marcas estaban intactas. Aquel hombre había caminado a su
lado y no las había pisado.
Patricia salió del ascensor hecha una furia.
—Que sea la última vez que te levantás así de la camilla. Te pu-
diste haber desmayado, desangrado… ¿Estás loco de remate?
—¿No viste a un señor mayor? Vino a ver a la nuera.
—Pipo, me estás asustando…
—La chica tuvo un aborto espontáneo… Vino el suegro.
—Tengo presentes a todos los que ingresan y no hubo nadie
así… Andate a tu casa, Pipo, ¡por favor!
Patricia tomó cinta y gasa de la pecera y le curó la herida del
suero. Mientras Sebastián seguía sentado en una silla, pensaba en
aquel extraño…
“Buscá a tu mamá”, resonaba en su mente.
Cuando terminó de curarlo, él se fue a buscar su mochila.
Al tomar al ascensor, pasó por la 33 y ahí dormía, plácido y
sonriente, el Tío.
No quiso tomarse un colectivo ni ir caminando.
Se sentía cansado y débil.
Prefirió pedir un taxi.
Sin comer y sin fumar, se dejó caer sobre la cama.
El cansancio podía más que el hambre y el vicio mismos; no
tenía fuerzas ni para pensar. Desde el jueves, su vida se vino a pi-
que. Lo que él había encarado como un nuevo comienzo se había
visto bastante truncado. Lo de Mabel, su desmayo y el Tío…
El asunto del Tío lo tenía desbordado.
Aunque estaba muy nervioso, no tardó en dormirse.
Y comenzó a soñar, ese mismo sueño en la plaza, cuando su
abuela se iba y él quedaba metido hasta el pecho en la arena, gri-
tando. Pero antes de que comenzara a ahogarse con su boca llena
de agua, alguien le tendía una mano y lo sacaba de allí. Él, asusta-
do, sólo podía ver que esa persona vestía de blanco y tenía un gran
cascarón de sangre en su muñeca.
62
Jesús nunca existió
Se despertó, boca arriba en su cama.
—El Tío... —fue lo único que dijo.
Miró el despertador.
Ya eran las siete.
En ese breve sueño se le había ido la tarde y todavía tenía que
bañarse, comer algo decente, arreglar su casa y planchar ropa. Así
que se levantó, preparó el mate y se puso a hacer sus tareas.
Cuando le tocó planchar las sábanas ya limpias, le llamó la
atención unas manchas amarronadas, claras; imposible que se trata-
se de óxido. Pensó que era la sangre con la cual Cacho le había he-
cho la broma. Pero ésta había desaparecido.
Sobre la mesa del comedor, extendió la tela y descubrió varias
manchas agrupadas, que parecían dibujar el contorno de un cuerpo
humano.
«Cacho es un sucio. Se vino a acostar a mi cama sin bañarse.
Encima que me hizo la broma de la sangre, me dejó las sábanas su-
cias», fue lo primero que pensó.
Pero se sorprendió al ver que la otra tela, la de arriba, tenía
exactamente el mismo dibujo. Se encontraba del lado opuesto de la
figura, como si una persona hubiese estado acostado en esa cama,
impregnándola de la misma suciedad.
Lo que también le resultó raro era que no tenían olor a sucio, si-
no más bien, a clorofila, como si alguien hubiese tirado aquellas
sábanas en el pasto o hubiese envuelto flores con ellas.
«Además de sucio, usa perfume barato», pensó Sebastián.
Y decidió ponerlas a lavar nuevamente.
Las llevó al lavadero y, al colocarlas dentro del lavarropas, notó
que sobre éste había una quemadura de cigarrillo. Pero no le ex-
trañó, ya que él acostumbraba a hacer muchas cosas fumando y
quizás, en un descuido, lo había dejado allí, en el apuro.
Puso las sábanas, una medida de jabón en polvo y, cuando fue a
encender el lavarropas, una chispa en su tablero lo hizo sobresaltar.
Enseguida reaccionó el disyuntor de la casa, quedándose todo a
oscuras. A tientas desenchufó el aparato.
Se dirigió a levantar el disyuntor, que estaba bajo, producto de
algún cortocircuito.
Maldijo su mala estrella.
63
Silvina Dabini

Dejó el lavadero tal cual estaba, con las sábanas y el jabón en


polvo dentro del tambor del lavarropas.
Era miércoles, casi las ocho de la noche y él no tenía tiempo de
arreglarlo ni de llamar a un service.
Terminó de planchar y acomodar la ropa.
Se cambió y salió a la avenida para tomar el colectivo que lo
llevaba al hospital.
Una vez en la parada, vio pasar apurada a Lily, quien no se dio
cuenta de su presencia.
—¡Lily, pará! —le gritó, pero ella apenas levantó la cabeza y si-
guió caminando—. ¿Te puedo acompañar? ¿Vas a trabajar? ¿No
tomás el colectivo?
La mujer frenó en seco.
—Quiero ver a Mabel y al nietito antes de entrar a la guardia.
—Sí, pero si tomamos el colectivo, llegamos rápido y mejor.
—No, te agradezco. Le tengo fobia a los colectivos. Adonde voy
tengo que ir siempre en tren, subte o auto. No me subo a un colec-
tivo ni que me paguen.
—Pero, ¿cómo hacés todos los días para ir a trabajar? —quiso
saber Sebastián.
—Desde chica, mi familia se fue mudando cerca de las escuelas
y lugares de trabajo donde concurrimos. Yo me mudé a veinticinco
cuadras del hospital; más cerca no conseguí. Si es muy urgente o
llueve mucho, tomo taxi. Si no, voy caminando.
—¿Fobia al colectivo? —indagó, asombrado.
—Sí, algo que me pasó de chiquita. Algún día te lo voy a contar,
pero ahora estoy apurada.
Y comenzó a andar más rápido, dejándolo atrás.
Justo venía el colectivo.
Por estar en una distancia intermedia, no pudo alcanzarlo.
Optó por caminar otra cuadra más para tomarlo en la parada si-
guiente, mientras veía cómo Lily seguía caminando apresurada.
En menos de diez minutos pasó otro colectivo y lo tomó, con
tanta buena suerte que encontró asiento y pudo viajar sentado.
En la siguiente parada subió un señor de unos sesenta y cinco
años y, a pesar de estar el colectivo casi vacío, se sentó al lado de
64
Jesús nunca existió

Sebastián. Él tenía puestos auriculares y veía cómo aquel extraño le


hablaba. Se los sacó y, muy molesto, le dijo:
—¿Qué necesita, señor?
—¿Vos sos enfermero del hospital? Estabas en la guardia, ¿no?
—Sí, señor. ¿Qué necesita? —insistió.
—Vos salvaste a mi hija. Nunca te lo pude agradecer. Estabas en
la guardia un día y ella entró. Vos la recibiste y le salvaste la vida...
Sebastián, confundido, le extendió la mano.
—Mucho gusto, señor. Soy Sebastián. ¿Usted cómo se llama?
—Mario —le dijo, retribuyéndole el saludo.
Dos cosas lo alertaron: el hombre tenía las muñecas lastimadas
y, en su mejilla derecha, se veía un corte que le atravesaba desde la
oreja hasta la nariz.
El señor notó la alteración de Sebastián y explicó.
—Llegamos los dos juntos a la guardia. A mí me llevaron al
quirófano por esto —dijo, señalando su cara—, y mi hijita quedó en
la guardia, mientras la calmaban y le paraban la hemorragia de la
boca. Tuvimos un accidente y ella se dio de boca contra un caño. Se
rompió los dos dientes de adelante.
Ya casi llegaban al hospital.
—Me bajo en la próxima. Un gusto —se despidió Sebastián.
Mientras se bajaba, el hombre agregó.
—Dale un beso a Lily de mi parte… de parte de Mario.
Era muy común que la gente del barrio conociera al personal del
hospital, por lo que no le extrañó el comentario.
Apenas se bajó del colectivo, vio llegar a Lily, apurada.
Amablemente, le pidió ir con ella a ver a Mabel.
En el pasillo, camino a Neonatología, comentó.
—Recién me crucé con un señor que te mandó saludos. Dice
que le salvé a la hija, pero no recuerdo haberlo visto.
—Vos sos medio desastre… —Lily esbozó una sonrisa.
Sebastián pudo ver una cicatriz en su labio superior.
—Eras vos… —dijo, sin dejar de mirar su boca.
—¿Yo qué?
—La nena... Tu papá… Mario…
65
Silvina Dabini

—¿Quién te dijo el nombre de mi papá?


—Recién viajé con él hasta acá…
—Mi papá está muerto… No es gracioso…
—¿Tiene una cicatriz en la cara y en las muñecas?
—Ahí se lastimó por el choque. Lo quisieron llevar a quirófano,
pero en la guardia no pudieron salvarlo. Yo iba con él.
—¿Hace cuánto?
—Yo tenía dos años… Justo ese día los cumplía.
—¿Y cuántos tenés ahora?
—Voy a cumplir cuarenta y dos.
Sebastián estaba mareado, pálido. En segundos, una película
pasó frente a sus ojos.
—Vos… la nena… Mabel… No, no puede ser…
—¿Qué, Sebastián, qué? Hablá, por favor…
—¿Tu papá chocó contra un auto modelo ´68 verde?
—¿Cómo sabés?
—¡Porque era mi papá!
Ambos estaban aturdidos.
—Ese día, yo cumplía dos años. Mi papá estaba dando la última
vuelta. Mamá y yo estábamos sentadas en el medio del colectivo.
Cuando se bajó el último pasajero, nos fuimos al primer asiento. A
las pocas cuadras, sentí un grito de mi papá, un ruido muy fuerte y
un dolor en la boca. A pesar de que mi mamá me tenía a upa, no
pudo evitar que yo diera mi cara contra el caño de la entrada.
»Mi mamá se fracturó una mano pero mi papá se llevó lo peor:
se partió las dos muñecas contra el volante. Su cuerpo se levantó
por la inercia y con la cabeza rompió el parabrisas.
»Él tenía el paso en la avenida y el auto se le cruzó. Sin darle
tiempo a frenar, salió de la nada. Mi mamá, que vio todo, me quería
calmar. Recuerdo ver mucha sangre; lloraba y tragaba sangre.
»En la esquina, un policía llamó al hospital por radio y manda-
ron ambulancias. En una se llevaron al hombre del auto, todo que-
brado y ya muerto. En otra, a la mujer que, según escuchaba mi
mamá, mientras la sacaban del auto gritaba por su bebé. A mi papá
se lo llevaron en otra ambulancia, quebrado. Y a mi mamá y a mí
nos trajeron en patrullero.
66
Jesús nunca existió
—¿Y…? —Sebastián seguía su relato, sin poder creerlo.
—En la guardia estaba Mabel; era recién graduada. A pesar de
coordinar todo, no pudieron salvar ni a tu mamá ni a mi papá. A mi
mamá le enyesaron el brazo y a mí me cosieron como pudieron el
labio… A las dos horas, llegó una señora con un bebé.
—Era yo… —le respondió.
—Por Dios, ¡ahora me cierra todo! —exclamó la mujer.
—Lily, yo lo vi. Era él. Le toqué la mano, le vi el corte en la ca-
ra… Me dijo que yo le salvé a la hija… en mi guardia.
—Recuerdo haber visto a un bebé en brazos de una señora, en la
guardia. Me acerqué. Ella lloraba. Estaba sentada. Yo toqué a ese
bebé; era chiquito y dormía.
»La mujer me miró y me dijo: "Te quedó tu mamá. Sos afortu-
nada. Cuidala mucho"…
»La señora se llamaba Margarita. Todo esto me lo contó mi
mamá, hace muchos años.
Sebastián se sentía más que aturdido.
Estaba frente a la hija de quien había matado a sus padres.
En ese hospital, en esa guardia, había pasado su familia. La se-
mana había sido un caos total y eso lo tenía muy confundido y can-
sado. Él no creía en casualidades. No creía en nada. Porque para él,
lo que no se podía explicar, no existía...
Pero ya empezaba a entender muchas cosas.

67
Silvina Dabini

Capítulo 7

esde neonatología se asomó Mabel.


Los médicos habían logrado estabilizar a su nieto y ella espera-
ba a Lily, para contarle las buenas nuevas.
La encontró junto a Sebastián, sentada en un banco del pasillo, a
la salida del ascensor. Ambos se miraban en silencio, con ojos llo-
rosos, sin mediar palabra.
—Chicos, los interrumpo… —dijo en tono pícaro.
—No, Mabel, no interrumpís nada —contestó Lily, sin dejar de
mirar a los ojos a Sebastián.
—Ah, ya lo saben… Bueno… ¡A trabajar! ¡Que no les pagan
por chusmear!
Ambos se levantaron del banco sin dejar de mirarse con una
mezcla de confusión y odio, después de años de haber escuchado
historias de aquel maldito accidente donde perdieron a sus padres y
cada uno tenía una versión distinta.
Lily se quedó con Mabel en Pediatría, conversando.
Sebastián fue a relevar a la enfermera de guardia en su piso.
Como era de esperarse, bajó del ascensor en el tercero y quiso ir
derecho hacia la habitación del Tío. De algún extraño modo pre-
sentía que todo esto tenía que ver con él.
Pero el panorama que encontró fue muy distinto.
Alfredo, el marido de Gladis, estaba discutiendo con un médico
y la enfermera franquera.
—¡Es mi mujer y si quiero, me la llevo! —gritaba.
—Todavía tiene dolor. Fue una caída muy fuerte. Ya está opera-
da, pero tiene que sanar el hueso. Hay que darle más kinesiología…
—¡Firmame el alta, inútil! La llevo a mi casa o a otro hospital…
68
Jesús nunca existió
Los gritos de Alfredo se escuchaban en casi todo el hospital.
Sebastián fue directo a la pecera y llamó a seguridad, reco-
mendándoles que también dieran aviso a la policía.
Fue a hablar con el hombre, para indicarle que lo que decía el
médico era correcto. Su esposa necesitaría más días en el hospital
—lo cual le daba más tiempo de vida, antes de que él la matara—.
Alfredo lo miró furioso.
—¿Qué te metés, pendejo? ¿También querés acostarte con ella?
—Señor, no le permito. Es mi paciente. No insulte a su mujer.
Déjela recuperarse en paz. Ya bastante daño le hizo…
Alfredo comenzó a insultar al médico y a Sebastián, hasta que
directamente amenazó:
—Me la llevo yo. Ustedes no sirven para nada…
Y caminó hacia la habitación 18…
Sebastián lo quiso frenar. Lo tomó por el hombro, pero Alfredo
se dio vuelta y le propinó un golpe en la cara que casi lo desmaya.
Se abrió la puerta del ascensor.
El encargado de seguridad llegó con un policía.
Al ver al enfermero tirado en el piso, al médico alterado y a Al-
fredo fuera de sí, no tardaron en descubrir lo que pasaba.
En el estirón del golpe, Alfredo no notó que su camisa se había
levantado, dejando al descubierto el revólver calibre 38 que llevaba
en la cintura. Al verla, el policía procedió a arrestarlo.
Mientras forcejeaban, Sebastián intentó levantarse del piso, per-
catándose de algo curioso: una quemadura de cigarrillo en la espal-
da de la camisa de Alfredo y unos horrendos cascarones de sangre
en la muñeca del policía.
Fue a la 18.
Ahí estaba Gladis, llorando en su cama, atemorizada.
—Gracias, nene. Es un monstruo. Venía a matarme… Si me lle-
vaba a casa, ¡me mataba!
Lo único que se le ocurrió preguntarle fue:
—Tu marido, ¿fuma?
—No, ¿por? —le contestó ella, intrigada.
Sebastián se asomó al pasillo.
Se estaban llevando a Alfredo, esposado, hacia el ascensor.

69
Silvina Dabini

El policía había tomado guantes de látex de la pecera y le había


sacando el arma de la cintura.
Sebastián se acercó lo más que pudo. La mancha de cigarrillo en
la espalda de Alfredo ya no estaba. Y tampoco los cascarones de
sangre en la muñeca del policía.
—Pibe, ¿querés iniciar alguna causa con este tipo? Ya te mando
al equipo para que haga la investigación… —le dijo un oficial de
mayor rango, que había aparecido para controlar la situación.
—No, yo no lo necesito. Pero vaya a la 18 a hablar con su seño-
ra. Ella sí requiere ayuda… y mucha.
Sebastián se fue a la 33.
No podía creer lo que había pasado.
Lo encontró al Tío sentado en su cama.
—¿Vos también tenés algo que ver con esto? —le preguntó, por
la simple obviedad de que todo lo que estaba pasando últimamente
estaba relacionado con él.
—Conmigo no. Con vos, sí. Te dije que Gladis te necesitaba y le
salvaste la vida…
—¿Quién sos? Es lo único que te quiero preguntar. ¿Cómo
sabés tanto? ¿Tenés cuántos… 30 años? O pasaste mucho tiempo
en el hospital, oyendo cosas…
—Te lo quise decir desde el principio, pero no me escuchaste.
No dejabas de gritar, de tomar, hace días que te lo quiero decir…
Sebastián pensó en la gente que había visto todos estos días: el
kioskero, gente en el supermercado, la plaza…
Pero el Tío, en silencio, le tomó la mano y le llevó los dedos a
sus muñecas. Ahí pudo sentir los cascarones de sangre.
Se abrió la bata y le vio el corte a la altura del esternón, que de a
poco iba sanando.
—El otro día, en el ascensor, te quise hablar y te desmayaste…
Te quiero hablar y no me escuchás…
—¿Cómo escuchar a un loco? —lo increpó Sebastián—. Te veo
sucio, rotoso… Te la pasás viviendo acá. Te vas un día, volvés al
siguiente, herido… Y lo único que sé de vos es que te metés en
cuanta situación hay en el hospital. No tenés idea de mi vida y te
vivís metiendo… ¿Y vos querés que te preste atención porque me
70
Jesús nunca existió
mostrás tus heridas? Me ofrezco a curarlas y lo único que hacés es
desaparecer… ¿Qué querés de mí? ¿Quién sos?
—¿Que no tengo idea de tu vida? —le respondió el Tío, son-
riendo—. No te preocupes. La mayoría de la gente se acuerda de mí
para mostrarme sus heridas, pero cuando yo le muestro las mías,
huyen despavoridos. Nadie quiere verlas. Por culpa, por asco o por
ignorancia. Yo sólo te digo algo, porque ahora te va a sonar el telé-
fono y tenés que ir a atender. ¿Recordás el vestido de novia en el
placard de tu abuela, ese amarillento y con olor a naftalina? Vos lo
viste blanco y tenés que dar gracias a la vida por eso…
Sonó el teléfono de la pecera.
Y Sebastián sólo respiraba, mirando al Tío.
—Atendé. No seas descortés. Te quieren agradecer… —susurró.
Como si algo se hubiese desconectado dentro suyo, Sebastián
caminó a través del pasillo. En su mente sólo resonaban las palabras
del Tío, sin poder comprenderlas.
Levantó el tubo del teléfono y, del otro lado, oyó a Mabel.
—Pibe, ¿dónde estabas? Vení a Neonato, que te quiero presentar
a alguien…
Fue a tomar el ascensor, no sin antes pasar por la habitación del
Tío. Pero éste se encontraba durmiendo.
Cuando entró a Neonatología, estaba Mabel con su nietito en
brazos. Tenía el suero puesto y varias piezas de instrumental conec-
tadas: saturómetro, oxígeno, tensiómetro.
Ella estaba sentada junto a la cunita de acrílico. Lo sostenía,
acariciando su cabeza.
Y ahí, por primera vez, Sebastián logró comprender lo tanto que
había sufrido Patricia siendo enfermera en el sector de chicos.
—Teóricamente, no lo tendríamos que sacar de sus cunita. Pero
a mí, con esa estupidez, no me corren. Es mi nieto y yo sé como
tratarlo. Yo le hablaba a la panza de mi nuera. Yo quería un nieto y
acá lo tengo… Ya no tengo a mi hijo, pero me quedó lo mejor: su
corazón. Y lo tengo acá, en mis brazos. De vuelta me volví ma-
dre… De vuelta a empezar con pañales… De vuelta tengo que criar
a mi hijo… Después de que murió Ramón, mi primer marido, por-
que cometí errores… Mi hijo se me escapó de las manos y ahora lo
71
Silvina Dabini

tengo a él… —le dijo, mirando a su nieto—. ¿A vos te parece?


¡Los padres de la piba ni aparecieron! Esa yegua casi lo mata...
Cuando Patri me llamó al celular, sabiendo que ella había entrado a
la guardia, Miguel y yo los llamamos… Ni me contestaron. Yo in-
sistí hasta que entré al quirófano. Revoleé el celular, que de hecho,
ni sé adonde fue a parar, y ahí me encontré con todo lo que estaba
pasando. Yo sólo quería que mi nietito se salvara… ¿Tan mala soy?
Sebastián miraba al bebé, que dormía en los brazos de Mabel y
sólo pudo responderle, aunque no supo cómo.
—Odiar no nos hace malas personas, sólo indica que hay algo
que está mal en nosotros y nos ayuda a cambiarlo. No te sientas
mal, porque bajo todo ese odio, ese sufrimiento, ese dolor, está el
amor. Sin ese amor por tu hijo, por tu nietito, ¿dónde estarías? Ese
amor te impulsó a seguir… Como seguiste después del jueves…
Como seguiste después del martes…
Mabel lloraba.
Sus lágrimas caían sobre sus mejillas y se deslizaban hasta la
carita de su nieto.
—Gracias pibe, lo que hiciste por mi hijo nunca lo voy a olvi-
dar. Lo que hiciste recién por Gladis tampoco…
Sebastián la interrumpió.
—Mabel, tu hijo se fue… Yo no hice nada…
—Sí hiciste. Luchaste, incluso cuando tus compañeros te decían
que lo dejaras ir. Y lo hiciste sin saber quién era. Cuando se te fue
de las manos, no lo tomaste como un número más. Te dolió y mu-
cho. Sólo Dios sabe por qué te dolió tanto y por qué algo dentro tu-
yo se movió tan fuerte… Y se sigue moviendo… Gracias, pibe…
Miguel y yo estamos en deuda.
Sebastián, que no estaba acostumbrado a cargar bebés, le pidió a
Mabel que lo dejara tener un rato a su nieto. Tomó asiento y ella lo
puso en sus brazos. La miró y le preguntó:
—¿Tiene nombre?
—Todavía no. Mi hijo no hablaba conmigo de esas cosas y nun-
ca supe qué pensaban… —se sinceró Mabel.
Entonces él le relató una historia que Margarita le contaba
cuando era chiquito.
Su madre Ana y su padre Ricardo siempre decían, mientras bus-
72
Jesús nunca existió
caban un embarazo, los nombres que pensaban para los bebés. Se-
bastián siempre era la primera opción y Alejandro, la segunda.
—Cuando nací me pusieron Sebastián, pero quedó pendiente
Alejandro. Este bebé vino después de la tormenta. Una que pasaron
mis viejos y que pasó tu hijo. Él y yo somos sobrevivientes de la
tormenta. ¿Sabés algo? Yo tendría que haber estado en ese auto con
mis viejos, pero mi abuela les dijo que me dejaran en casa. Yo era
muy chiquito… De haber ido con ellos, yo ahora no estaría acá.
Mabel acercó su mano a la cabeza de Sebastián para acariciarlo.
Él tenía mucho dolor dentro y lo estaba soltando.
Notó en su muñeca un cascarón de sangre pero no le importó.
Cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, sintió paz.
Con ese bebé en brazos y Mabel acariciando su pelo, sintió una
mano maternal.
Y lloró.
De alegría, de paz y de alivio.
Hasta que el Tío se asomó a Neonatología.
—Pibe, te llaman en el tercer piso. Es el policía que se quedó
interrogando a Gladis. Pregunta si podés ir.
Sebastián dejó al bebé en brazos de Mabel.
Ésta, sin dudar, lo hizo sentar al Tío y se lo dejó cargar.
El cascarón de sangre de su muñeca ya no estaba.
Pero él ya se había acostumbrado.
El cansancio lo hacía ver cosas donde no las había.

73
Silvina Dabini

Capítulo 8

ebastián llegó a la habitación de Gladis.


Ella lloraba mientras el policía intentaba calmarla.
—Hay que revisar a la paciente para tomar nota de los daños
que tiene, pero lo tengo que hacer con un médico o enfermero pre-
sente —dijo el oficial, al verlo llegar.
Sebastián le dijo a Gladis.
—¿Le contaste cómo pasó todo?
Pero fue el policía quien le contestó.
—No, hace rato que estoy preguntándole pero no me contesta.
Me asomé al pasillo para ver si te veía, pero no había nadie. Sólo se
asomaba el linyera de la 33. Se tocaba la cintura, haciéndome un
gesto que no entendía y se volvía a meter en la habitación.
—¡Es simple! ¡Sacate el arma de la cintura y te va a hablar! —le
dijo Sebastián, perdiendo la paciencia y el respeto—. Andá, dejá el
arma en la pecera. Yo te cierro la puerta con llave y me quedo con
vos mientras la interrogás.
En sus años de guardia, Sebastián había aprendido que cuando
llegaba algún herido de bala, por algún asalto o accidente, se
ponían tensos al ver policías. No por su uniforme o investidura, si-
no porque les provocaba miedo el solo hecho de ver un arma. La
única forma de calmarse era si ese policía se retiraba del lugar.
El oficial fue con Sebastián a la pecera.
Dejaron el arma sobre el escritorio con el seguro puesto; cerra-
ron con llave y volvieron a la 18.
Gladis los esperaba en la cama, más tranquila. Se había desta-
pado, para mostrarles las heridas.
El agente le tomó declaración.

74
Jesús nunca existió
Sebastián la examinó y le fue describiendo las heridas en cuello,
cuero cabelludo, brazos… Todas coincidían con el maltrato que
Gladis le relataba al policía. Incluso, cuando de un golpe con una
llave inglesa la desmayó y la pateó estando en el piso, quebrándole
la pierna, por la cual había sido internada.
—Todo lo hacía con un arma en la mano; me amenazaba con su
revólver calibre 38. Él es policía retirado y todavía tiene la tenen-
cia*. Cuando se iba a trabajar a la fábrica, yo buscaba el arma para
deshacerme de ella. Y nunca la encontraba… Aunque creo que tenía
más de una… —contaba Gladis con la voz entrecortada y los ojos
llenos de lágrimas—. Mi matrimonio fue un infierno. Sobre todo,
después de que nuestro hijo se fue a vivir con la novia.
»Y hace cinco meses lo conocí a Raúl, un remisero que solía
llevarme a la casa de mi hermana. Él estaba separado. Y a escondi-
das tuvimos lo nuestro. Pero esa semana previa al ataque de Alfre-
do, yo le había dicho a Raúl de cortar nuestra relación. Si bien era
mi refugio y lo mejor que me podía pasar, mi marido seguro sospe-
chaba algo y no daba para más. Raúl quiso hablar con Alfredo, so-
bre todo, porque sabía lo tanto que me maltrataba. Hasta me
propuso irme a vivir con él si dejaba a mi marido…
»¿Sabés qué estaba haciendo yo cuando llegó Alfredo esa
mañana y me pegó hasta casi matarme? La valija. Me iba a ir, con
lo puesto, un poco de ropa, con los documentos y la plata que tenía
ahorrada por mi trabajo de costurera.
»No quiso que me fuera y, para asegurarse, me rompió una pier-
na. Así me ama, así me cuida y así me retiene: golpeándome.
»Nunca llegué a decirle lo de Raúl, por miedo a que lo mate. Y
hasta ahora, nunca hablé con él, no le pude avisar lo que pasó ni
contestarle los mensajes… Se habrá quedado esperando a que yo
fuera a su casa… Preferí dejar que el celular se quedara sin batería,
porque era un peligro que sonara delante de Alfredo. Lo tenía agen-
dado como Mary… Mi marido es tan desconfiado que muchas ve-
ces me revisaba el teléfono...
__________
* Tenencia: permiso legal que se da a través de organismos competentes a las per-
sonas pertenecientes a las fuerzas armadas o a civiles para tenencia doméstica
armas de fuego, pero no para su portación.
75
Silvina Dabini

»Una vez que puedo vivir en paz y me pasa esto. Como si el


poco derecho a ser feliz él me lo hubiera quitado a golpes.
Gladis hablaba, con la mirada perdida.
Sebastián la escuchaba, mientras el policía tomaba nota de las
lesiones y labraba el acta para presentar en el juzgado.
—Muchas gracias señora, todo va a ser informado… —le dijo
hoscamente el agente.
Mientras iban caminando a la pecera, el policía se dirigió a Se-
bastián en tono irónico.
—Le metió los cuernos. ¿Qué esperaba, flores?
Sebastián, dándole el arma, le devolvió la ironía.
—Algunos piensan que esto es su pene. Vos cuidá el tuyo, por-
que es obvio que sin esto, no tenés nada…
El policía se fue, avergonzado y en silencio.
Sebastián volvió a la habitación 18.
—Dame el teléfono de Mary. Yo lo llamo, así te viene a ver.
A Gladis se le iluminó el rostro.
—Te lo anoto en un papelito. Tuve que aprendérmelo de memo-
ria para no tenerlo guardado en la agenda del celular… —le dijo.
Y con un gran entusiasmo, escribió el número.
Ya eran las 3 de la mañana.
Una voz lo atendió, dormida, del otro lado. Le explicó quién era
y por qué lo llamaba. Le dio la dirección del hospital y el número
de habitación.
Y la respuesta fue:
—Ya voy para allá.
Sebastián vio que en el tablero de la pecera titilaba la lucecita de
la 33… Aunque para él era obvio que el Tío lo iba a llamar.
—Y Tío, ¿vio al nietito de Mabel? Es bonito.
—Sí, es hermoso, Mabel me dejó tenerlo un rato en brazos. Se
va a llamar Alejandro… ¿Pudieron hablar con Gladis? ¿Te contó lo
de Raúl? Él la ama… Y lo que hiciste fue muy bueno para los dos.
Sebastián no se extrañó. Era obvio que el Tío ya formaba parte
de todo; tenía muy buen oído.
76
Jesús nunca existió
—Sí, ya me contó. Ya lo llamé, viene para acá. Estoy muy emo-
cionado de que Mabel haya decidido ponerle Alejandro al nene…
Yo le sugerí el nombre…
—Y sí, nunca es tarde para tener un hermano… —le dijo el Tío,
guiñándole un ojo.
—¿Qué? ¿Mabel te contó lo que me decía Tita?
—No, nene. Me lo dijo Margarita, personalmente…
—Perdoná, pero siempre supe con quién se juntaba mi abuela.
Nunca me comentó que se hubiera cruzado con un loco como vos.
¿Cómo pudiste haberla oído? Dejate de joder, te lo dijo Mabel…
—Ay, Sebastián, seguís sin escuchar. Las cosas pasan a tu alre-
dedor y vos seguís sin verlas. Hoy es jueves, yo me tengo que ir.
Nos vemos mañana. Y recordá, sin suturas, sin agujas…
Acercó su mano a la frente del enfermero.
Éste vio el mismo cascarón de sangre en la muñeca del Tío…
El que vio en Mabel y en el policía que se llevaba a Alfredo…
El mismo que veía en la muñeca de la mano que lo sacaba del
arenero inundado de sus sueños.
—No tengas miedo, nunca. Ni tampoco a las quemaduras de ci-
garrillo… La gente decide, siempre. Vivir es decidir… Y vas a ver-
las todo el tiempo.
Sebastián recordó las quemaduras de cigarrillo que veía por to-
dos lados y luego desaparecían, así como los cascarones de sangre
que notaba en la gente y después no estaban.
También se acordó las manchas en las sábanas y cuando la tér-
mica del departamento saltó al querer lavarlas en el lavarropas.
Y el número 3 escrito en sangre…
La lámina del Sagrado Corazón entre la ropa de cama…
Ese jueves y ese viernes…
Y le agarró la mano al Tío, cuestionándolo.
—¿Dónde estuviste ese jueves?
—En la guardia, cuando me llevaste puesto al salir disparado…
—No, no ahí. Después, ¿dónde estuviste?
—En tu casa…
—¿Cómo sabés donde vivo? ¿Cacho te lo dijo? ¿Te dio las lla-
ves? ¿Vos estuviste entrando en mi casa? ¿Dormiste en mi cama?
¿Quién te dio permiso? —le gritaba Sebastián, indignado.
77
Silvina Dabini

—Tita me dio permiso. Tita... Pero vos no me escuchás. Casi se


te quema el departamento… Y seguís ciego…
Sebastián se levantó furioso.
—¡Te esfumás de mi vida, ya! Pasaste la peor frontera: meterte
en mi casa… ¡QUIÉN CARAJO SOS! Sos un ladrón, un… un…
Mientras Sebastián seguía desencajado, un hombre salió del as-
censor. Era Raúl y buscaba a Gladis.
Fue hasta la pecera y se quedó esperando.
El Tío, sonriendo, miró a Sebastián.
—Te espera Mary. Andá a atenderlo. Mañana hablamos.
Sebastián llevó a Raúl hasta la habitación 18.
Volvió a la 33, pero el Tío ya no estaba en su cama.
Y recordó lo que le dijo: “sin suturas, sin agujas”.
También la vez que quiso curarle la heridas del esternón y de su
costado derecho. “Ni te gastes, yo ya lo hice, pero se arranca los
puntos, nunca le sanan y de la herida del costado a veces le sale un
poco de sangre y le supura, no te va a dejar que lo cures, ponele
gasa y listo”, le había dicho Mabel al respecto.
«Loco, ladrón y masoquista. Le gusta sufrir», pensaba.
Estaba cansado.
Se fue a la pecera, hizo el mate y se puso a leer el diario, pero
bajó la cabeza y se quedó dormido.
Lo despertaron los golpes en el vidrio.
Raúl ya se iba y le avisaba que Gladis lo llamaba.
Eran las 9 de la mañana y ya casi terminaba su turno.
Se habían quedado charlando toda la noche. Gladis le había
contado lo sucedido y habían decidido que, cuando saliera de inter-
nación, iría a vivir con él.
Sebastián se alegró. Sabiendo lo que había pasado, Gladis ahora
estaba a salvo y feliz.
Esperó a que terminase su turno.
Saludó a la enfermera de la mañana, le pasó el parte y le dijo.
—Si llega el linyera de la 33, me avisás. Te dejo mi celular.
A lo que ésta contestó.

78
Jesús nunca existió
—Llega los viernes después de las 3 de la tarde. No lo veo hasta
mañana. Primero pasa por guardia para que lo curen y después se
va derecho a la habitación.
—Entonces les pido a los chicos de la guardia que me avisen
mañana, cuando llegue. Me voy, no doy más. Quiero llegar a casa y
dormir. Tengo sueño y hambre…
Se fue a su casa. Tenía mucho por hacer y ya había pasado
bastante tiempo en el hospital.
Cuando llegó, se preparó el mate.
Todavía estaba el juego de sábanas y otra ropa, sin lavar.
Su curiosidad pudo más y, antes de volver a poner el lavarropas,
sacó las telas y las inspeccionó. No tenían una sola mancha, ni que-
maduras, ni sangre, ni olor a clorofila… Como si mágicamente se
hubiesen esfumado o si alguien ya las hubiese lavado.
Cansado, después de haber trabajado toda la noche, se limitó a
poner el lavarropas, que anduvo sin mayor problema.
Ya comenzaba a pensar que se estaba volviendo loco, que el
agotamiento le hacía ver cosas, que el estrés le estaba jugando una
mala pasada…
Hacía una semana que no tenía paz.
Algo dentro de él se había quebrado… En su guardia había visto
mucha muerte, injusticia… Pero esta vez, lo que sucedido con
Matías, el hijo de Mabel, le había calado hondo y no sabía por qué.
Dejó el lavarropas funcionando.
Se sentó en el comedor, con el mate, una docena de facturas que
había comprado en el camino para almorzar y se dispuso a comer.
Sonó el timbre del departamento.
—¿Y ahora quién es? —dijo, cansado.
Con pesadez, se levantó de la silla y fue a ver por la ventana.
Y ahí estaba, esperando en la puerta.
Era el Tío.

79
Silvina Dabini

Capítulo 9

o atinó a preguntar quién era ni a anunciar que ya iba a abrir.


Sebastián bajó furioso a la entrada, a decirle de todo, a pedirle
que ya no lo molestase más, pero se encontró con algo que lo dejó
perplejo: el Tío estaba limpio, con el pelo atado, sin heridas, su piel
tersa, barba recortada, pantalón de jean, remera celeste, zapatillas
impecables y sin cascarones de sangre en las manos.
El Tío adivinó el gesto de sorpresa de Sebastián.
—El mate me gusta amargo y con tortitas negras. ¿Me invitás?
El enfermero asintió con la cabeza y lo dejó pasar. El cansancio
ya no dejaba lugar para nada más y menos para discutir.
Se le ocurrió dejarlo entrar primero; si él ya había estado ahí,
sabría cual de los departamentos sería el suyo o, por lo menos, ati-
naría a seguir el recorrido.
El Tío, ágilmente, fue hasta el final del pasillo, hacia la escalera.
—Todavía recuerdo lo tanto que costó pasar la camilla con Tita
arriba, porque no entraba en el ascensor... —dijo el Tío.
Sebastián ignoró ese comentario.
Seguramente Cacho le habría contado del episodio.
Lo dejó que fuera solo hasta el departamento pero el Tío, esta
vez, lo esperó en la puerta, para que le abriera él.
—Después de todo, ladrón pero educado… —le dijo Sebastián,
buscando provocarlo.
El Tío lo miró sonriendo.
—Nunca te robé nada. No veo por qué semejante título…
—¿Perdón? Entrás en mi casa, decís que mi abuela te invitó.
Hace una semana estuviste acá y, si mal no recuerdo, mientras yo
dormía… ¿Cómo entraste?
—Debajo de la maceta —le recordó el Tío.
80
Jesús nunca existió
—Ah, me olvidaba… La llavecita… Me parece que la voy a po-
ner en otro lugar o, directamente, voy a cambiar la cerradura. A este
paso ya no sé en quien confiar…
—¿Me vas a invitar un mate o no? —le dijo el Tío, impacien-
te—. Te conté que me gustaban las tortitas negras y lo único que
hacés es tratarme de ladrón. Intentá calmarte, así charlamos.
—¡Bueh, dale! —soltó Sebastián, que tenía más ganas de ir a
dormir que de escuchar a ese loco.
El Tío se sentó a la mesa y tocó el borde.
—¿Costó sacar la quemadura de cigarrillo? —dijo, sonriendo.
Sebastián no lo escuchó.
Había ido a calentar más agua para el mate y, cuando llegó al
comedor, el Tío ya se había comido tres tortitas negras.
—En mi época no las hacían así de ricas… No se usaba la leva-
dura. ¿Las compraste en la panadería de la otra cuadra del hospital,
no? —preguntó el invitado, masticando con gran placer.
Sebastián respondió en tono sarcástico.
—¿Cómo sabés? ¿Ahí también vas a meter las narices? No creo
que vayas como cliente a comprar…
—No, soy amigo de la dueña. Muchas veces paso y ella me da
facturas. Me deja un paquete con tortitas negras para mí y, por la
noche, a veces le ayudo. El excedente de pan que no vende lo rega-
la a los chicos indigentes y me quedo con ella a darle una mano.
Cuando tomo mate con ella, me cuenta sus cosas y yo le cuento las
mías… Me gusta charlar con la gente… ¿Eso también me convierte
en ladrón? —le dijo el Tío, divirtiéndose.
Sebastián le cebó un mate amargo y se lo dio.
—¿A que viniste? —preguntó en seco.
—A hablar con vos, para que me preguntes lo que quieras. Toda
esta semana te vi muy preocupado y angustiado y quise venir a ver-
te. Pero esta vez como amigo. No vengo a robarte nada.
Al Tío le gustaba mucho el mate amargo, en medio de charlas.
De la misma forma, había conversado con Mabel, con la señora
de la panadería, con Lily…
Ahora, era el turno de Sebastián.

81
Silvina Dabini

—¿QUIÉN SOS? —quiso saber el dueño de casa—. Hace una


semana que te metés en mi vida sin que te llame. Conocés a la gen-
te que me rodea, estuviste en mi casa, sabés cosas personales, apa-
recés, desaparecés… ¿Sos un loco? ¿Esquizofrénico? ¿Cómo podés
saber tanto de mí, de mi abuela? ¡Sos más chico que yo!
—Quién soy ya lo sabés. No me meto en tu vida. Siempre estu-
ve. Pero, inmerso en tu mundo, nunca me viste. Estoy en la vida de
todos los que te rodean. De Lily, Mabel, Patricia, Carlos, Margarita,
Amadeo, Ricardo, Matías, Ana… —le respondió el Tío.
—¿Cómo sabes el nombre de mi mamá? —preguntó Sebastián,
casi atragantándose con el mate.
—Estaba en la guardia cuando ella cerró los ojos y me pidió que
te cuidara…
—¡Eso pasó hace cuarenta años! ¡Ni habías nacido! ¡Acabala de
una buena vez! Decime, ¿quién carajos sos?
—Mario también me pidió que cuidara a Lily y, antes de cerrar
los ojos, le dije que conocía a quien la iba a cuidar mejor que na-
die… Ese alguien sos vos… Lily te vio en la sala de espera de la
guardia, en brazos de Margarita. Con sus dos añitos, solo atinó a
acercarse y acariciarte la cabeza. Tu abuela estaba deshecha pero te
abrazaba fuerte. Vos fuiste lo único que le quedó después del acci-
dente. Siempre fuiste vos. Prometiste protegerla. Y cumpliste. Pero
ahora ella te tenía que cuidar a vos… “Tita, gracias por ser mi
amor. Siempre voy a estar a tu lado. Te amo con todo mi corazón,
Deo ”… —le dijo el Tío, recordándole la dedicatoria del cuadro del
Sagrado Corazón que le había regalado Amadeo a Margarita.
Y algo en la cabeza de Sebastián estalló.
Recordó a ese hombre, en la pecera, que buscaba a su nuera.
"Buscá a tu mamá, nene, que es la mamá de los dos", le había
dicho. Saltó como un resorte de la silla.
—¿Qué me querés decir? Hablá, ¡carajo!
—Deo… ¡calmáte! —le dijo el Tío—. Ya está, ¡ya lo sabés!
—No me llamo Deo, loco desquiciado. ¡Deo era mi abuelo! Se
murió antes de que yo naciera. Nunca lo conocí. Ni a él ni al her-
mano…
El Tío sonrió.
82
Jesús nunca existió
—¿Cómo anda Cacho? ¿Sigue pensando que correr al tren es
una mala idea?
Y Sebastián recordó las palabras de su amigo, cuando se quedó a
dormir en su casa y charlaban sobre Tita, Deo y su hermano Niceto.
Y lo que éste le había contado; las palabras de su abuela antes de
morir: “Nice, cuidalo a Deo. Él te quiere mucho”...
—Tío, ¿qué mierda me querés decir?
—¿Recordás cuando te dije lo del vestido?
—¿Qué vestido?
—Esa vez que nos interrumpió Mabel llamando por teléfono.
Mis palabras fueron: “¿Recordás el vestido de novia en el placard
de tu abuela, ese amarillento y con olor a naftalina? Vos lo viste
blanco y tenés que dar gracias a la vida por eso …”.
»Vos fuiste Amadeo. Carlos fue Niceto. Tu misión en esta vida
fue cuidar a tu abuela porque así te lo propusiste. Quedaste en deu-
da con ella y, al ver que ya te quedaba poco, elegiste a Ana como tu
mamá, para quedarte cerca de tu abuela.
»Niceto, tu hermano mayor, siempre fue tu ángel guardián. Él
también quiso cuidarte. Su último pensamiento antes de terminar
abajo del tren fue que ya no te iba a ver…
»¿Ves? La vida no es tan injusta. Siempre hay otra oportunidad.
»Tu papá, por imprudente, terminó contra un colectivo. No
aprendió y volvió a darse contra un volquete.
»Tu mamá, en vez de cuidar a tu papá y salvarle la vida evitando
que tome, lo dejó hacer lo que quiso y desperdició la oportunidad.
Casi pierde otro bebé más por las malditas drogas. Pero gracias a
vos, a Patricia y a Mabel, Alejandro está a salvo.
Sebastián seguía el relato del Tío sin poder entender, como si se
tratase del desvarío de un loco, alguien que usaba la charlatanería
para sacar dinero o impresionar.
El Tío simplemente lo miró.
—Sé que no me entendés, ya lo vas a hacer… Todos en algún
momento me creen… En tu caso, es más difícil. Andá a dormir.
Mañana nos vemos. Yo tengo que atender un asunto.
Sebastián se quedó con la vista en el horizonte, perdido.
Todo estaba nublado.

83
Silvina Dabini

Ese desconocido le había mostrado su vida y la de sus amigos,


como un perfecto extraño que se trataba con todo el mundo.
Mientras el Tío se levantaba para irse, Sebastián lo sentó a la
fuerza en la silla.
—Vos no te vas a ningún lado, ¡me debés una explicación!
¿Quién sos? ¡Hablá! ¿Cómo sabés tanto de mi familia? ¿Me estu-
viste espiando? ¿Sos un loco? ¿QUIÉN SOS?
Sus muñecas comenzaron a dolerle. En una sentía una gran
quemazón, mientras que en la mano que sostenía al Tío experimen-
taba una gran punzada.
El dolor lo hizo caer de rodillas a los pies del Tío.
Éste seguía sentado, mirándolo.
—Ya te lo dije, Sebastián. Todos eligen. Todos pueden elegir…
Miró sus muñecas.
En la de la mano que había sostenido al Tío tenía un cascarón de
sangre y, en la otra, la marca de una quemadura de cigarrillo.
“Todos pueden elegir”…
El Tío se paró y se fue.
Sebastián se quedó de rodillas, en el piso.
Las palabras del Tío quedaron retumbando en su cabeza, sin en-
tender y sin poder ni querer creer.
Mientras estuvo el Tío en su casa, no fumó. Ni siquiera por ac-
cidente pudo haber dejado un cigarrillo sobre la mesa y quemarse
con él. Aparte, una quemadura dejaba ampolla y la suya era como
la que puede quedar sobre madera o tela, no sobre la piel…
¿Y la punzada? ¿La mancha de sangre? Se pudo haber cortado,
pinchado con algo. Quería encontrarle una visión lógica, una expli-
cación, algo que encajara a todo lo que podía saber y entender.
Se levantó.
Fue al baño. Buscó agua oxigenada para limpiarse las muñecas
y, cuando abrió la puerta del botiquín, vio que la quemadura había
desaparecido. Miró su otra muñeca. El cascarón tampoco estaba.
Lo único que pensó fue que había desvariado.
Demasiado contacto con ese loco también lo estaba haciendo
delirar a él.

84
Jesús nunca existió
Era tarde. Tenía que dormir, tender la ropa que había lavado,
emprolijar un poco la casa…
Había sido una semana dura.
Lo que más le intrigaba era que el Tío siempre salía los jueves
del hospital para volver el viernes, lleno de heridas, como si se hu-
biese peleado con otros linyeras.
Pero ese jueves, se había tomado la molestia de pasar por su de-
partamento antes, totalmente impecable, limpio, peinado, con ropa
común , zapatillas, la barba recortada… ¿Quién se tomaba la moles-
tia de salir así para volver hecho una piltrafa al hospital?
Guardó el equipo de mate; puso las facturas en un plato.
Y se fue a acostar.
Sobre una cajonera que había en su habitación, estaba la lámina
del cuadro del Sagrado Corazón de su abuela. La tomó y notó que
el corte a la altura del pecho casi se había cerrado, por una gota de
sangre que había corrido por ahí y se había secado. Era como si al
cuadro se le hubiese formado una cascarita.
La volvió a dejar sobre la cómoda y se dispuso a dormir.
Lo despertó su celular, que sonaba con insistencia. A su vez, al-
guien golpeaba la puerta del departamento muy fuerte.
—¡Abrime, Pipo! —gritaba Cacho del otro lado.
Sebastián se levantó sin entender nada. Era de día y creyó haber
dormido sólo un par de horas.
Vio su celular. Tenía quince llamadas perdidas y veintinueve
mensajes de Mabel, Patricia, Cacho y la franquera de la noche. La
luz del identificador de llamadas de su casa titilaba, marcando que
había treinta mensajes.
«Uno no puede dormir una siesta que ya lo llaman. Qué locos
están todos», pensaba, confundido, mientras se ponía las ojotas.
Llegó a la puerta y, apenas sacó la traba, ésta se abrió gracias a
la fuerza que hacía Cacho del otro lado. Junto a él estaba el médico
de la ambulancia, con el maletín de desfibrilador en su mano.
—¿Se puede saber que te pasó? Anoche no fuiste a trabajar. Te
llamamos, mandamos mensajes… Vine y la llave de debajo de la
maceta no abría la puerta. Le pedí al médico que venga conmigo.
Ya te veía tirado en el baño, desmayado… No sé, cualquier cosa…
85
Silvina Dabini

—¿De qué carajo me hablás? Obvio que fui a trabajar anoche,


como todos los miércoles…
—Despistado, hoy es viernes. ¡Te salteaste el jueves! ¿Qué to-
maste? ¿Otra vez te emborrachaste o te fuiste de joda?
—¿Hoy es viernes? —preguntó Sebastián, sin entender—. ¿Qué
hora es? No entiendo nada…
—Las dos y media de la tarde. Estuvimos llamándote y
mandándote mensajes toda la noche, ¡infeliz!
Sebastián respondió, alterado.
—Esperame que me vista y llevame al hospital.
—Ah, bueno… Por fin recapacitaste en que tenés que ir a traba-
jar, ¿te sentís bien?
—Tengo que ver al Tío. Llega ahora. Le pedí a los pibes de la
guardia que me avisaran en cuanto llegara…
Bajaron los tres del departamento y subieron a la ambulancia.
En el camino, el radio operador citó a Carlos.
—Cacho, andá a buscar al Tío, está donde esta siempre. Y acor-
date, traelo para acá.
—Estás de suerte, ¡gil! Lo tenemos que ir a buscar nosotros
hoy… —le dijo, prendiendo la sirena de la ambulancia.
Sebastián iba en la parte de atrás, en el asiento del acompañante
de la camilla. Después de años de profesión, sabía cómo se com-
ponía el equipo de botiquín de una ambulancia. Tomó gasas, una
botella de agua oxigenada, un saco de suero y la sábana que se usa-
ba para tapar a quien iba en la camilla.
Cuando llegaron al lugar, bajó de la ambulancia…
Era una Iglesia.
Cacho y el médico entraron con la camilla, mientras él llevaba
todos los elementos que había tomado en la mano…
Y se encontraron con el cuadro más desgarrador.
El Tío estaba tirado al pie del altar, lleno de cortes, ensangren-
tado, con perforaciones en las muñecas, empeines y debajo de las
costillas derechas. El pelo repleto de sangre, olor a orina… Los
ojos y la mandíbula hinchados, como si alguien le hubiese quebra-
do el tabique de un golpe…
Apenas respiraba.
86
Jesús nunca existió
—Vos agarralo de la izquierda, yo de la derecha… —dijo Cacho
al médico. Luego se dirigió a Sebastián—. Dale, gil, ayudá. ¿Para
qué viniste? ¿Querés al Tío? Acá lo tenés…
Mordió la punta del suero para abrirlo y lo roció sobre el Tío,
intentando lavarlo. Después le tiró agua oxigenada para desinfec-
tarlo. Quiso ponerle gasas donde tenía las heridas más grandes.
“Sin suturas, sin agujas”, habían sido las palabras del Tío el día
anterior… O el anterior… Ya ni se acordaba.
Entre los dos lo dieron vuelta y lo rociaron por la espalda con
suero y agua oxigenada. Tenía marcas de latigazos y hasta una de
quemadura de cigarrillo.
—Ah, ésto es nuevo… —dijo Cacho, como si no hubiese sido la
primera vez que tenía que presenciar esa escena.
El médico asintió con la cabeza.
Sebastián seguía rociándolo con agua oxigenada.
Pusieron una sábana por debajo de él. Lo levantaron entre los
tres y lo acomodaron en la camilla.
El Tío soltó un leve suspiro de dolor.
Lo llevaron en la ambulancia.
—Pipo, andá vos con él. Yo voy con el médico adelante —le in-
dicó Cacho. Le llamó la atención que su amigo fuera a velocidad
normal y que no hubiera puesto la sirena.
—¡Dale, boludo, se nos muere! ¡Apurate!
Desde la cabina se escucharon las risas de Cacho y del médico.
—No es la primera vez que lo vemos así y hacemos esto por él.
Vos quedate ahí y confiá en mí… —le respondió Carlos.
Sebastián tomó la mano del Tío. Estaba llena de sangre y cásca-
ras secas. A a pesar de que nunca llegó a ponerse los guantes, no le
dio asco, ni impresión.
—Vos no te me vas… —le dijo—. Vos te quedás conmigo…
El Tío apenas esbozó una sonrisa.
En voz muy débil, respondió:
—Yo nunca me fui…

87
Silvina Dabini

Capítulo 10

arlos iba avisando por radio.


—Llevo al Tío, preparen la guardia… ¿Está la madre por ahí?
¡Que baje!
—Sí, traelo, estamos todos… —le respondió el radio operador.
—Che, gil, ¿estás obsesionado con el Tío? Esperá a conocer a la
madre… ¡Y te terminás de volver loco! —dijo Cacho, mientras Se-
bastián iba con el malherido en la ambulancia, tomándole la mano.
Se apuraron a bajarlo. Lo llevaron en la camilla hasta la guardia.
Y ahí estaba casi todo el personal del hospital, hasta el mismo
director, esperándolo. Lo cambiaron de camilla y, para sorpresa de
Sebastián, lo único que hacían era limpiarle las heridas con gasa.
Lo invadió una gran angustia.
Habían encontrado a un ser moribundo, desangrado, y a nadie se
le ocurría tomarle la presión, el pulso… ¡Darle algo!
Se abrió paso entre las diez personas que rodeaban al Tío; cada
una limpiaba sus heridas con dedicación.
Comenzó a preparar un suero para ponerle.
En ese momento, una mano le tocó el hombro.
Pensando que era algún otro compañero o la jefa de guardia, se
dio vuelta con ira y, mientras giraba, alcanzó a decir.
—¡No me rompas las pelotas!
Y ahí estaba Ella.
Una hermosa mujer, de unos cuarenta años, ojos almendrados,
mirada dulce, cabello oscuro, peinado al medio atado de forma
prolija, ropa hindú y una pollera que llegaba hasta el piso.
—Señora, por favor, retírese, esto es la guardia. Estamos con un
paciente, es un lugar restringido —le dijo Sebastián de malos mo-

88
Jesús nunca existió
dos, mientras todos miraban atónitos la escena—. Si no es médico o
enfermero, se va o la hago sacar por seguridad.
—Es mi hijo y me quedo —contestó la señora con voz apacible.
Esquivó a Sebastián, yendo hacia el Tío. Susurró unas palabras en
su oído, le besó la frente todavía ensangrentada y recostó la cabeza
en su pecho. Sus lágrimas caían de sus ojos.
Nadie se atrevía a interrumpir ese momento.
—¿Hasta cuándo, hijo, hasta cuándo? —Fueron sus palabras.
La mano del Tío se levantó muy lentamente y se posó sobre la
cabeza de la madre. Quizás a modo de consuelo o para hacerle sa-
ber que estaba bien… o vivo.
Todos respiraron aliviados y continuaron con la tarea de limpiar
su cuerpo lleno de cortes y su rostro.
La mujer le posaba la mano en la frente y rezaba.
Sebastián contemplaba la situación desde un costado. Había sido
desautorizado por una extraña, delante del personal del hospital.
Nadie había hecho nada por detenerla ni nada por salvarlo.
Y de nuevo, la impotencia se apoderó de él.
La tomó del brazo y, sin dudar, la corrió a un costado.
—¡No me importa quién sea, usted se va de la guardia! ¡Acá no
se puede estar!
De golpe, se abrió la puerta de guardia.
Era Mabel.
—¡Madre! —exclamó. Fue hacia la señora y la abrazó muy
fuerte, mientras las lágrimas caían de sus ojos—. ¡Gracias! Gracias
por venir, ¡no se imagina cuánto que la esperaba!
Sebastián todavía estaba al costado, de pie.
—Mabel, no me importa quién sea la mujer, no puede estar acá.
Estamos curando al Tío… Bueh, curando… Estos idiotas le ponen
gasas, ni suero le…
—¡QUIEN LO CURA ES ELLA, SU MADRE! —soltó Ma-
bel—. Y vos, maleducado, creyéndote el héroe de la guardia, ¿la
sacás a patadas? ¿Qué hacés acá? ¡Éste no es tu horario!
—No, Mabel. Él ayudó a traer a mi hijo. Estaba en la Iglesia. Él
lo acompañó en la ambulancia… —dijo la madre del Tío—. Pobre-
cito, casi siempre va solo en la camilla. Muy pocas veces lo ha

89
Silvina Dabini

acompañado Cacho, si el chofer es otro o algún médico. Pero, esta


vez, lo asistió alguien mejor.
—Señora, yo soy un simple enfermero. Su hijo estaba tirado,
todo cortajeado; vaya uno a saber en qué problema estaba metido.
Y si usted sabe en qué anda su hijo, en vez de venir a verlo al hos-
pital, interrumpir en guardia y evitar el trabajo de médicos y enfer-
meros para salvarle la vida, ¿por qué no se toma la molestia de
sacarlo de la situación en la que está? ¿Qué clase de madre permite
que su hijo ande por la calle, rotoso, sucio, lastimado, con olor a
orina y, encima, viva en un hospital? —le respondió, enojado.
El personal en guardia contemplaba la escena sin hablar.
Incluso el Tío, desde la camilla, esbozó una sonrisa.
La mujer lo miraba, apacible, sin inmutarse.
Mabel simplemente quería comérselo crudo.
—¡Sos un maleducado, un irrespetuoso! ¿Por qué tenés esa mala
costumbre de meterte en la vida de los demás? —lo increpó—. Es
su hijo y ella sabe por qué hace lo que hace. Hay padres que ni los
van a ver al cementerio. Ella sabe donde está a cada rato, en cada
lugar. Ella lo respeta; le duele, pero lo respeta. Porque lo ama y lo
tiene que dejar. Porque así se hacen los caminos de las personas. Y
ella, es la madre más valiente que conozco.
Por la espalda, Sebastián sintió una mano tibia.
Era el Tío.
El muchacho bien peinado, limpio, con barba recortada, jean y
zapatillas que había ido a su casa, se había vuelto a transformar en
ese linyera lastimado, sucio, ensangrentado y con el pelo lleno de
cáscaras que había conocido desde el principio. Su cara estaba más
deshinchada y sus heridas, expuestas; sus muñecas apenas sangra-
ban y ya se le habían hecho los cascarones, igual que en el empei-
ne. Sus muslos estaban cortados; su abdomen también. A los
costados de sus costillas, tenía cortes y raspones… Pero lo que más
le llamó la atención fue que, a la altura del esternón, mostraba un
corte limpio, como hecho con un objeto punzante, que empezaba a
cerrarse. Recordó que el Tío varias veces se lo había mostrado y le
había contado que se lo había hecho alguien con un vidrio.
—Sebastián, ella es mi mamá. La amo y ella me ama a mí. No
la culpes por mi elección…
90
Jesús nunca existió
Mabel lo interrumpió.
—Tío, descanse. Yo me voy con su madre a Neonatología para
que vea a mi nietito. Los chicos lo terminan de curar y lo llevan a
su pieza… Y vos, héroe… —dijo, mirando a Sebastián—, dales una
mano, ya que estás acá. Si anoche me plantaste el piso, trabajá un
poco, es lo menos que podés hacer después de la falta de respeto
hacia el Tío y a su madre.
Sebastián sintió algo raro, mientras ayudaba a limpiar al Tío.
Todos se movían de tal forma que sabían qué hacer, como en un
baile sincronizado. Incluso hasta el director del hospital hacía su
parte, juntando las gasas sucias.
Nadie usaba guantes ni se espantaba.
Daba la impresión de que no era la primera vez que aquello pa-
saba y que ya conocían a la madre del Tío.
Algunos se codeaban y decían:
—Es bellísima… ¿Viste la luz que emana de ella?
Cuando el Tío ya estuvo curado, lo cambiaron a una camilla con
una sábana limpia para llevarlo a su habitación.
Uno a uno, todos los presentes, hasta el director, pasaron a darle
un beso en la frente, agradeciéndole.
El Tío esbozaba un sonrisa a modo de respuesta.
En la guardia solo quedaron la jefa y Sebastián. El resto fue a
los vestuarios a lavarse las manos y a cambiarse el ambo, ya que
estaban muy manchados. Solo él había permanecido con su ropa, tal
cual había salido de su casa.
—Nelly, explicame lo que acaba de pasar acá… —le dijo a la
caba de la guardia del turno día.
Ella le sonrió. Era evidente que Sebastián había quedado fuera
de la situación por completo.
—Amor, por acá pasó el amor. Y vos, en vez de participar, fuiste
un maleducado, un metido… Pero ya sabremos por qué estuviste
presente. Ahora viene uno de los chicos y lo llevan a la habitación.
Dejalo descansar, que se reponga. No le coloques suero, dale agua.
—Pero está todo cortado, si lo ponemos así sobre las sábanas, va
a estar en un grito de dolor…
—Pipa, ¿vos lo oíste gritar en la Iglesia o en la guardia?
91
Silvina Dabini
—No… Pero…
—Esto pasa desde antes de que vos lo sepas. Y en la forma en
que reaccionaste hoy, demuestra que todavía no entendés lo que
pasa. Ahora veo por qué Patricia te mandó al tercer piso y por qué
Mabel lucha tanto con vos… Sebastián, tenés que entender que no
toda la gente quiere ser salvada ni todos necesitan ser salvados. Al-
canza con que los comprendan, no los juzguen y, en lo posible, que
los ayuden.
—¿Perdón? ¿Ayudar en qué? ¿A que lo maten? ¿A que todas las
semanas caiga hecho carne picada a la guardia de un hospital? —le
dijo Sebastián, señalando el cuerpo herido del Tío.
—¿Vos sabés quién le hace eso, por qué se lo hacen y el motivo
por el que lo permite?
—No…
—Él no quiere que lo salven. No lo necesita. Quiere que lo
comprendan, que no lo juzguen y que lo ayuden…
—O sea, uno tiene que quedarse acá, mientras él se va por ahí,
lo muelen a palos, lo cortan, lo dejan medio muerto…
—Sí. Y es por eso vos te quedaste en tu casa. Seguramente te
carcomía la curiosidad de qué asunto tenía por resolver esa tarde
que fue a verte, ¿no?
—¿Cómo sabés que...? —no terminó de formular la pregunta.
—Porque me dijo que iba a ir para tu casa. Uno de los chicos le
prestó ropa y lo ayudó a emprolijarse. ¡Pobre hombre! No puede
salir con una bata de hospital por la calle. Estaba contento porque
dijo que, antes del asunto, vos lo habías invitado a tu casa a tomar
mate con tortitas negras. Y ahí se fue. Salió por esa puerta, muy
alegre. Antes de irse, me recomendó que pida una franquera para tu
piso ese mismo día a la noche, porque vos no ibas a venir a trabajar.
—Nelly, yo no lo invité. Jamás le dije que no iba a venir a tra-
bajar y menos que iba comprar tortitas negras. De hecho, a la mujer
de la panadería le pedí una docena de facturas surtidas y me dio
media docena de tortitas negras y otras seis distintas. Las envolvió
y me fui. Recién me di cuenta en casa de lo que me había dado. Yo
puse el reloj para despertarme a las ocho, como todos los días.
Apenas se fue el Tío, me acosté. Y no sé qué pasó, porque cuando
me desperté, todo el mundo estaba alterado. Me dormí un jueves a
92
Jesús nunca existió
las tres de la tarde y me desperté casi veinticuatro horas después.
¡No entiendo nada, Nelly! Este hombre viene a mi casa, me habla
de mi abuelo, de mi mamá, de mi papá…
Nelly le pidió que le muestre las manos.
—Y aparte de hablarte, seguramente con alguna locura le habrás
salido, ¿no? Mirate las muñecas. —El enfermero tenía las cicatrices
de la punzada y de la quemadura—. Sí, definitivamente, te pasaste.
Todos eligen, Sebastián. Todos…
—Lo mismo me dijo el Tío… ¿Todos eligen qué, Nelly?
—Creer o no, Pipo… Creer o no.

93
Silvina Dabini

Capítulo 11

no de los chicos de la guardia volvía con su ambo limpio. Se


quedó en la puerta, esperando a que la caba le diera la orden.
Sebastián miraba los ojos de Nelly, ansioso de respuestas, con-
fundido y con mucho dolor en su corazón.
—Ayudá a Pablo a llevar al Tío a la pieza, pero dejalo descan-
sar. Mañana habrá tiempo para que le preguntes lo que quieras. Yo
hablo con Mabel; para hoy también pedimos una franquera. Que-
date con el Tío, acompáñalo. Él eligió que hoy estés a su lado y él
sabe por qué lo hace.
Juntos tomaron la camilla y la trasladaron por los pasillos, hacia
el ascensor, para luego dejarlo en la 333.
Apenas cruzaron la entrada de la habitación, vieron la silueta de
un hombre acostado en la cama y fumando.
—Señor, ¿qué hace? Esto es un hospital. Salga de la cama, te-
nemos que poner a un paciente. No se puede fumar acá; váyase por
donde vino —le dijo Pablo.
Evidentemente no era la primera vez que presenciaba aquello.
La persona se levantó, tiró el cigarrillo al piso y apenas lo pisó.
Se acercó a ellos, mirando al Tío.
—Ustedes sigan… Este pobre infeliz tarde o temprano no va a
volver… Y la habitación va a ser mía.
—Sí, sí… Espere sentado —respondió Pablo, como quien le
contesta a un loco—. Siga esperando. Váyase por donde vino. Al
Tío lo atendemos con gusto. Usted, cuanto menos venga, ¡mejor!
Usted no es bienvenido.
El hombre salió riendo, mientras gritaba hacia la 18.
—Chau, Gladis. Saludos a Mary… Dice tu maridito que cuando
salga te pasa a buscar…
94
Jesús nunca existió
Y así tomó el ascensor.
Y se fue…
Riendo…
—¿Quién era ese tipo? ¿Cómo sabía que en la otra habitación
está esa señora?
Pablo sonrió.
Acarició la frente del Tío, que dormía plácidamente.
—Es un loco que viene cada tanto. Alborota a algunos pacientes
y al que más molesta es al Tío. Hay quienes dicen que es un linyera
de un grupo que anda por la calle. Otros cuentan que son ellos los
que agarran al Tío y lo dejan así cada vez que pueden. Pero el Tío
jamás respondió a sus provocaciones. Tenemos orden expresa del
mismo director de echarlo en cuanto lo veamos en cualquier parte
del hospital, sin importar lo que nos diga, aunque nos amenace. Ha
llegado a decir que le iba a hacer juicio al hospital, que iba a venir a
lastimar pacientes… Pero siempre lo echamos. Acá no hay lugar
para locos y, mucho menos, si vienen a molestar al Tío.
Mabel se asomó a la puerta de la 333.
—¿Todo bien, chicos? —preguntó, apenas susurrando—. ¿Ya
está durmiendo? —Se acercó, besó la frente del Tío y le habló a
Sebastián—. Quedate vos con él, hoy a la noche va a necesitar
compañía. Ya me dijo Nelly que pidió una franquera para cubrirte.
Y si el Tío necesita algo, que no llame a la pecera. Atendelo vos
que sabés dónde está todo. Yo aprovecho que en Neonatología se
quedó la mamá del Tío con los chicos. Me voy un rato al vestuario,
me pego una ducha. que estoy cansada. Como algo, duermo una
horita y sigo con mi nietito...
Sebastián sólo afirmaba con la cabeza.
Una marea le había pasado por encima, ahogado en preguntas.
Cada palabra retumbaba en su cabeza, desde aquel jueves en que
había perdido a su último paciente en la guardia.
Su vida se había convertido en una pesadilla, en un sueño donde
nada tenía sentido. Todo parecía una locura en la que se hablaba,
naturalmente, un idioma que él era incapaz de comprender.
Pasaron al Tío de la camilla a la cama. Acomodaron su cabeza
sobre la almohada y lo taparon con una sola tela.

95
Silvina Dabini

—Con una alcanza. Como el piso está climatizado, no necesita


más. Por las dudas, en la pecera hay más sábanas… —le dijo Pa-
blo—. No le pongas frazadas, no le gustan… Y dale agua cuando te
pida. Mañana va a estar como nuevo. Y el domingo, él mismo se va
a levantar de la cama. Nadie sabe cómo lo hace. Tiene una exce-
lente coagulación, vaya uno a saber…
El muchacho sonreía, demostrándole a Sebastián que sabía algo
sobre el Tío…
Pero no iba a decírselo.
—Está bien, yo me quedo con él. Ya me lo dijo Nelly y también
Mabel. Nadie me preguntó si yo tengo cosas que hacer, si tengo que
ir a mi casa, si me tengo que cambiar… Hasta hace un par de horas,
estaba durmiendo tranquilo en mi cama. Me despertaron a los tim-
brazos, me subieron a una ambulancia, me hicieron trabajar fuera
de horario… ¿Ahora tengo que hacer de acompañante? ¡Vaya per-
sonaje! Ni lo conozco y lo tengo que cuidar yo…
—Vos no lo conocés a él, pero él sí te conoce a vos. Que yo se-
pa, fue a tomar mate a tu casa el jueves a la tarde, ¿no? Él no va
porque sí a la casa de alguien. Cuando él se toma esa atribución,
por algo es…
—¿Y vos cómo sabés?
—Porque me pidió la ropa y yo con gusto se la di. Sería incapaz
de negarle algo. Me dijo que quería ir a la casa de un muchacho
pero no quería salir en bata, porque la gente lo reconocería por la
calle. Ya sabés, cuando la gente lo reconoce, enloquece. Prefirió
salir como uno más de nosotros. Y como los dos calzamos igual y
tenemos los mismos talles de ropa, yo me quedé con el ambo pues-
to y le cedí la muda de ropa que me había puesto ese día. Mi jean,
mi remera y mis zapatillas. No aceptó que le prestase medias, ropa
interior ni desodorante. Lo ayudé a arreglarse un poco; una de las
chicas de guardia se encargó de atarle y emprolijarle el pelo. Y ahí
se fue para tu casa. Iba muy contento, diciendo “voy a tomar mate
con tortitas negras y después me voy… Vengo mañana, chicos”.
Nos despedimos de él, como todos los jueves. Sabemos que lo va-
mos a volver a ver el viernes. A veces vuelve solo, apenas con al-
gunos tajos en la mano. El jueves pasado vino con un tajo a la
altura del pecho, dijo que un muchacho borracho se lo había hecho
96
Jesús nunca existió
con un vidrio. Le pusimos una gasa. Habló de una mesita de luz
pero no le prestamos mucha atención. Solito se fue a su habitación.
También dijo que un pibe lo había atropellado saliendo de la guar-
dia y no entendimos. Él generalmente se va el jueves, antes del
atardecer. Pero el jueves pasado se quedó… Decía que el muchacho
que casi lo estampa contra la pared era del turno noche…
—Era yo, Pablo —le dijo Sebastián, viendo cómo varias piezas
del rompecabezas encajaban en el relato—. Acababa de perder al
hijo de Mabel en la guardia y me iba a la chimenea a fumar. Pensé
que era uno del personal del hospital. Lo único que vi fue algo
blanco y creí que se trataba de un guardapolvo.
—No, era la bata. No sabemos qué pasó, porque se fue y llegó el
viernes por la mañana con sólo un tajo en el pecho. Nos comentó
algo sobre un vidrio, que había discutido con el otro linyera y… No
me acuerdo… Habló de unas quemaduras de cigarrillo…
Sonó el teléfono de Pablo. Atendió.
—Sí, ya voy… Es Nelly. Me necesitan en la guardia, te dejo con
el Tío. Después le pedís a limpieza que te armen la cama. Te
acostás y lo cuidás, ¿dale?
Pablo se fue. Sebastián se quedó parado al costado de la cama.
Dentro suyo, un mar de preguntas se agolpaba por salir de su
boca pero no sabía si hablar o callar. El Tío estaba golpeado, heri-
do… Le habían dicho que lo dejara descansar, que le diera agua…
Un hombre moribundo estaba a su lado y nadie había hecho más
que limpiarle las heridas.
Y ese hombre que había estado en su cama, fumando…
Todo lo que había pasado no hacía más aumentar su confusión.
Todavía era de día. Y como en la habitación no funcionaba la
luz, aprovechó la última claridad para observarlo. Muchas veces lo
había visto pero, en ese momento, sus heridas estaban frescas.
Quiso usar su intuición de enfermero para ver cómo lo habían
herido y así, quizás, lograría evitar que lo lastimasen la próxima
vez. De algo estaba muy seguro: ese hombre, que había estado
acostado en la cama antes de que lo llevasen a la habitación, tenía
algo que ver.
Lo destapó.

97
Silvina Dabini

Una brisa recorrió el cuerpo del Tío; aliviado por sentir un poco
de aire fresco en las heridas, suspiró.
Sebastián miró atento cada parte de su cuerpo y vio algo que le
llamó la atención: sus manos no mostraban piel bajo las uñas ni
signos de haberse defendido. No estaban raspadas, señal que en
ningún momento había intentado frenar ninguna caída. Todo mos-
traba que se había dejado pegar. Quizás con alguna clase de rama,
porque no sólo tenía cortes, tenía raspones como si lo hubiesen
golpeado con algo que, aparte de cortarlo, le hubiese rasgado la
piel. A los costados de las costillas tenía marcas similares a los
arañazos de un gato, pero más grandes, en grupos de a tres. Y en
las heridas, todavía tenía suero*. Ya ni sangre le salía por las heri-
das a ese pobre hombre. En algunas laceraciones, sobre todo la de
las piernas, parecía como si alguien le hubiese tirado agua con
sal… o lo hubiese orinado una vez abiertas las heridas.
Recordó cómo lo encontraron al pie del altar en la iglesia y el
olor a orina que tenía. Pensó que, cuando alguien se orinaba enci-
ma, el líquido corría por entre las piernas. Pero él tenía la parte
frontal de los muslos orinados. Sin duda, alguien se lo había hecho.
¿Qué clase de persona le haría eso al Tío?
Una lágrima cayó por la mejilla de Sebastián.
Imaginar tanto dolor lo hacía pensar que quizás su vida no era
tan mala. Él podía llegar todos los días a su casa, comer algo, dor-
mir en una cama, bañarse. Ese pobre hombre, en cambio, vivía en
un hospital y una vez por semana resultaba herido de forma cruel.
No tenía ropa; necesitaba comer en casa de la gente. Incluso su
propia madre no se preocupaba por su bienestar. ¿Qué clase de ma-
dre podía dejar que su hijo sufriera todo eso sin siquiera ayudarlo?
La gente que había estado esa tarde en la guardia había actuado
sabiendo las heridas que tenía aquel hombre desamparado, viendo
cómo la madre no hacía nada para impedir el ataque.
A su vez, el Tío le generaba desconfianza. Un hombre que en-
traba a su casa con mentiras, que decía conocer a su abuela, se
metía en su vida, sabía en detalle sus movimientos…
__________
*Suero sanguíneo: componente líquido de la sangre. Resulta al formarse una heri-
da que queda tapada por un coágulo.
98
Jesús nunca existió
Incluso recordó cuando Cacho fue a buscarlo esa tarde a su casa,
por miedo a que le haya pasado algo.
Le había dicho que la llave que estaba debajo de la maceta no
había abierto la puerta. Quizás cuando el Tío se había ido el jueves
se la había cambiado.
Tuvo miedo.
Un desconocido merodeando la casa y, lo peor de todo, algo le
decía que el linyera con el cual peleaba el Tío tenía algo que ver…
Lo recordó fumando en la cama…
Instintivamente, buscó una quemadura de cigarrillo…
Y ahí estaba.
La misma que había aparecido en el lavarropas, en la camisa del
marido de Gladis, en su muñeca, en el colchón de su casa, en la es-
palda del Tío, en el borde de la mesa de su casa, en la mesa de la
chimenea…
Y llegó a la conclusión de que ese otro hombre también se había
metido en su casa y en cada lado donde había estado el Tío.
Un extraño escalofrío comenzó a surcarle el cuerpo.
Y un llanto inesperado brotó de sus ojos.
Se sintió indefenso e impotente.
Todo sucedía a su alrededor como un torbellino.
Se sentó en una silla, al lado de la cama del Tío. Mientras sus
lágrimas caían, su cuerpo temblaba y se acurrucó.
Una mano tibia se posó sobre su cabeza y una voz habló.
—No tengas miedo. Siempre te voy a cuidar…
El Tío se había despertado.
Y con su cuerpo herido, estaba acostado.
Expuesto y cansado, después de haber sufrido un abuso enorme
y un gran desamparo…
Él, en su miseria, lo estaba consolando.

99
Silvina Dabini

Capítulo 12

l sol estaba cayendo.


El cuerpo del Tío apenas se veía en la oscuridad de la habita-
ción. Sebastián lo tapó y le dijo:
—Ya vengo. Me hago el mate y me quedo con usted en la pieza.
—Bueno —murmuró él, con un tono de cansancio.
Fue al baño y luego a la pecera.
Saludó a la enfermera de guardia, revisó las carpetas de los pa-
cientes y notó que, en la que correspondía a la 18, hacía rato que no
le daban calmantes para la pierna.
Se acercó a la habitación de Gladis.
Ella estaba tranquila, leyendo en su cama. Le preguntó si había
escuchado el alboroto que había armado el otro linyera.
—No, querido. No escuché nada. Estoy terminando un libro que
me recomendó Raúl; él lo leyó en el colegio secundario. Y cada
palabra me recuerda a él. ¿Sabés? Está acondicionando su casa para
que, cuando salga de la internación, me vaya a vivir allá. Sus hijos
están muy contentos también.
Sebastián observaba sus gestos.
No había ningún reproductor de música ni auriculares a mano.
Era imposible que, a pesar de haber estado concentrada en la lectu-
ra, no hubiese escuchado los gritos de ese hombre.
—Gladis, disculpá que te pregunte… ¿No tenés miedo de lo que
pueda hacer Alfredo cuando sepa que te vas a vivir con Raúl?
—No, mi cielo. No tengo miedo. Raúl es un hombre bueno y
gentil, un caballero. Y, como tal, sabe defender a una mujer. Alfre-
do es un bárbaro, un bruto que lo único que hizo todo este tiempo
fue tenerme agarrada con una cadena a sus tobillos. Ya no le temo.
100
Jesús nunca existió
Amo a Raul y sé que a su lado voy a ser feliz. Y si Alfredo piensa
en venir a molestarnos, ya habrá una justicia que lo juzgue por eso
y por todo lo que me hizo.
—¿Necesitás algo, algún analgésico u orinar? —le preguntó.
—No, nene. Andá tranquilo a cuidar al señor de la 33, es un
hombre muy atento. En un rato, viene a verme Raúl a la hora de la
visita y quiero charlar con él —le respondió sonriente Gladis.
La dejó leyendo en su habitación.
Admiró su coraje.
Después de tanto tiempo, había aprendido a no tener miedo ante
lo cobarde y poco hombre que era su marido.
Sinceramente, merecía toda su admiración.
Cargó agua caliente en el termo y se fue a la habitación del Tío.
Acomodó su silla junto a la cama y aprovechó la luz que entraba
por el pasillo.
—Yo sé que está dolorido y que tiene la boca hinchada pero,
¿quiere tomar unos mates?
—Bueno. Pero levantame el colchón, que me voy a chorrear to-
do —le dijo el Tío, juntando aire.
Ambos rieron.
Sebastián buscó a tientas la manija para cumplir su pedido; no la
encontraba.
El Tío le dijo:
—Andá a prender la luz.
—No anda… —le recordó Sebastián, riendo.
—Funciona, pero no estoy acostumbrado a esta luz de noche…
Andá, dale, así tomamos unos mates…
Fue a prender la luz.
Y ahí estaba el Tío.
En su cama, con el ojo y la boca más deshinchados, cortes en
sus brazos, el pelo alborotado y sucio. Ya no olía a sangre, más bien
a flores y a clorofila. Recordó las sábanas marcadas en su cama,
que tenían ese mismo olor…
—Ah… ¿fue usted, no?
El Tío asintió con la cabeza.
No hizo falta preguntar más.
101
Silvina Dabini

Le cebó un mate amargo y se lo dio.


El Tío lentamente levantó el brazo, esforzándose al máximo…
Pero no llegaba; estaba muy herido. Así que Sebastián se ofreció a
sostenerle el mate mientras lo tomaba.
—Por supuesto, es un honor. Me recuerda a cuando mi mamá
me daba la papilla de cebada —le dijo el Tío, sonriendo.
Y comenzaron a charlar.
Sebastián pasó por alto que ese hombre quizás tendría heridas
internas en la boca. Pudo haberse contagiado alguna enfermedad.
Ya era la segunda vez que tomaba mate con aquel desconocido…
Le pudo haber generado desconfianza, pero no asco…
Esta vez, era distinto.
—Cuando vino a casa, yo le pregunté algo y usted no me res-
pondió... —soltó Sebastián, ofendido.
El Tío rió.
—Me causa mucha gracia. Ahora me tratás de usted pero cuan-
do estas enojado me tuteás*. Sabés que soy más joven que vos…
Bueno, es una forma de decir. ¿Por qué no te ahorrás las formalida-
des y me tuteás todo el tiempo? —pidió, esbozando una sonrisa.
—¡Tenés razón! Creo que después de este tiempo, donde vos
sabés más de mí que yo mismo, que te mantenga a raya tratándote
de usted no sirve de mucho, ¿no? —ironizó Sebastián.
—¿Cómo está Gladis? —quiso saber el Tío, sin hacer caso a su
provocación—. ¿Le falta mucho para terminar el libro?
—Preguntarme eso es redundar. Si vos sabés más de este hospi-
tal que yo... Lo que me llamó la atención cuando te trajimos, fue
que había un tipo acostado en tu cama, fumando. Vos estabas dor-
mido… —Y le contó aquello que había ocurrido con el desconoci-
do. Luego prosiguió—. ¿Vos sabés quién es ese tipo? ¿Lo conocés?
Es más, creo que dejó una marca de quemadura en la cama...
Sebastián levantó la sábana y buscó.
Pero no la encontró por ningún lado.
__________
* Tuteo (o voseo): forma de trato coloquial en el idioma castellano, donde a la otra
persona no se la trata de “usted”, sino de “tú” o “vos” (ésta última forma se em-
plea frecuentemente en la zona rioplatense).
102
Jesús nunca existió
El Tío seguía la escena en silencio.
Los ojos desorbitados de Sebastián lo hicieron reír.
—Obvio que lo conozco. Él alienta a toda la gente que busca
lastimarme y que lastima a los demás, a sacar lo peor de sí mismas.
Como a vos te alentó esa noche… Pero hay algo que él ignora:
cuando se saca lo peor de alguien y esa persona lo expulsa de sí
misma, en el fondo, sólo queda lo mejor.
—¿Qué noche? —preguntó Sebastián.
—Cuando te emborrachaste y destrozaste la pieza de tu abuela.
—Yo no lo vi nunca a ese tipo… ¿Cómo pudo haberme alenta-
do? No entiendo…
—¿Viste el kioskero que te vendió las petacas y los cigarrillos?
—Sí, lo conozco hace años y no era él precisamente…
—No, no era él. Pero, ¿le prestaste atención a quien estaba sen-
tado en el local, a su lado? ¿Nunca te preguntaste por qué ese kios-
co trabaja de noche? Vende alcohol, cigarrillos… Y ese hombre les
vende droga a los chicos que pasan…
Sebastián reparó en ese detalle particular…
El Tío tenía razón.
Sólo que él nunca se había detenido a pensar.
—Ahí paraba mucho el hijo de Mabel y su novia… y ya ves có-
mo terminaron… —agregó el Tío, con gesto triste—. Yo quise evi-
tar varias veces semejante error. Pero aprendí con el tiempo. Por
eso me pasa lo que me pasa. A ese hombre no le gusta que uno se
meta en sus asuntos. Pero él ni me toca; manda a la gente a que me
pegue. La naturaleza humana es curiosa. El bien se hace de forma
directa porque es simple, es bello, es fácil… Pero el mal necesita de
mucho más trabajo y, generalmente, la gente no quiere ensuciarse
porque es cobarde. Al no ver la sangre en sus manos piensa que es
menos culpable y que ese acto no va a tener consecuencias. Enton-
ces, cuando él quiere sacar lo peor de uno, se asegura de que el mal
salga de las manos propias, enturbiando los sentidos de las perso-
nas, como con vos… Cuando necesitó emborracharte…
—Pero yo nunca tomo… No sé que me pasó ese día…
—Intentaste salvar a uno de sus condenados; te metiste con uno
de sus trabajitos. Entonces se enojó y quiso hacerte sentir que todo
en vos estaba mal. Ahí se desató la tormenta que, poco a poco, se
103
Silvina Dabini

fue calmando. Pero ignora que esa catástrofe que te revolvió por
dentro, va a terminar limpiándote.
Sebastián puso gentilmente el mate frente al Tío; era su turno
pero no lo quiso interrumpir antes, mientras hablaba.
Mientras el Tío sorbía el mate, le dijo, dudoso:
—¿Sabés lo que pasa? Uno escucha tantas mentiras, ve a diario
tanto dolor, tanto sufrimiento, tantos hijos de puta que lastiman a la
gente… Que se dificulta saber lo que está bien y lo que está mal.
¿Cómo alguien pudo enojarse porque intenté salvar una vida? ¿Có-
mo pueden pegarte hasta matarte porque le arruinás el negocio? Yo
trabajo salvando vidas, estudié para eso y hago lo mejor que puedo.
No me entra en la cabeza que haya gente interesada en que yo falle.
Somos muchos los que luchamos por salvar la vida de la gente, pa-
ra que estén mejor… Y no entiendo. Te juro que no entiendo…
El Tío terminó con el mate y le respondió.
—Todos pueden elegir…
Sebastián lo interrumpió groseramente.
—Con ese mismo versito me saltaste vos y Nelly. Pero explica-
me, ¿qué elección tiene un nene de ocho años cuyos padres le pe-
gan hasta matarlo? ¿O una chica cuando la violan? ¿Qué elección
tuvieron mis viejos, que se murieron con un colectivo incrustado?
El Tío lo miró fijo y, parafraseándolo, le dijo:
—No sos el primero que me salta con ese mismo versito… Pero
nadie escucha la respuesta, todos están tan metidos en su dolor…
Uno les ofrece la respuesta ¡y no la escuchan! Hace años que les
hablo, les hablo y les hablo, ¡pero no! Prefieren seguir con su dolor.
No sé quién inventó el concepto de que el dolor limpia, el dolor
purifica… ¡lo que purifica es aprender, no sufrir!
—¡YO NO ELIJO SUFRIR, LAS COSAS ME PASAN! YO NO
ELEGÍ PERDER A MI MAMÁ, A MI PAPÁ O A MI ABUELA.
¡SE ME FUERON, LA PUTA MADRE, SE ME FUERON! YO
NO ELIJO PERDER A LOS PACIENTES, ¡Y SE ME VAN! ¿Y
PRETENDÉS QUE ME QUEDE COMO UN ESTÚPIDO, SON-
RIENDO? DECIME, VOS QUE SABÉS TANTO, ¿DÓNDE
MIERDA ESTÁ DIOS CUANDO PASA TODO ESO? LA GENTE
SE MATA, ¡Y ÉL NO HACE NADA!
104
Jesús nunca existió
La respiración de Sebastián se agitó. Con furia arrojó el mate
contra la pared, salpicando el piso con yerba mojada.
Se paró violentamente, increpando al Tío, que lo miraba recos-
tado en la cama, quieto.
—Y ahora te aparecés vos a decirme que la vida me caga a palos
¿y yo tengo que aprender? ¿Qué querés que aprenda? ¿Que todo es
una mierda? ¿Que todo tiene que ser según el capricho de Dios?
Estoy solo, ¡por si no te diste cuenta!
—Sebastián, ¡pará un poco!
El Tío intentaba llamarle la atención; quería dialogar con él pero
estaba ciego en su dolor. Seguía insultando, a los gritos…
El Tío se incorporó hasta quedar casi sentado en la cama y sólo
atinó a gritarle:
—¡DEO!
Sebastián enmudeció.
Quedó quieto y firme en su lugar, sin respirar.
Miró al Tío y sólo le dijo en forma de susurro…
—Es la segunda vez que me llamas así. Yo no soy Deo. ¡Deo era
mi abuelo!
—Bien, ya capté tu atención. ¿Ahora te vas a callar y me vas a
escuchar? ¿O siempre te manejás así? Lo único que espero es que
de nuevo no tengas un cuadro a mano…
Sebastián lo miró; un gesto de vergüenza surcó su cara.
En menos de diez minutos había gritado, tirado un mate, ensu-
ciando la habitación con yerba…
Pensó en la gente de limpieza y en su compañera enfermera del
turno día. La puerta estaba abierta y todo el piso pudo haber escu-
chado sus gritos.
—Sentate, nadie nos escuchó —lo tranquilizó el Tío—. Ya co-
nozco tus preguntas, ahora quiero darte mis respuestas.
Cuando Sebastián se fue a sentar, notó que del corte en el es-
ternón del Tío salía sangre. Quizás la fuerza que había hecho para
incorporarse o para hablarle había vuelto a abrir la herida.
Tomó gasa de la mesita junto a su cama y se la puso, asegurán-
dola con cinta. La colocó como pudo, para no lastimarlo más, aun-
que el patrón de cortes y latigazos llamativamente no se daba en el
medio del pecho.
105
Silvina Dabini

—Nunca me pegan en el pecho… —le dijo el Tío—. Es la ma-


nera de hacerme sufrir sin matarme. De otra forma, el corazón
podría estallar o detenerse.
—¿Quién te hizo este corte? Es limpio; se nota que fue causado
por algo cortante y es lineal… Como si alguien se hubiese tomado
la molestia de cortarte.
El Tío le sonrió.
—No se tomaron la molestia. De hecho, fue más por un enojo.
Pero ya a su tiempo va a sanar; todas las heridas sanan cuando hay
amor. Y las cicatrices que quedan son el recuerdo. Sentate, charle-
mos… Y dame otro mate… Te espero. Andá a buscar más agua y
un escobillón.
Que un paciente lo tratara así, en otro momento, hubiese mere-
cido sarcasmo o una mala respuesta de su parte. Pero la forma des-
cortés en la que lo había tratado bien merecía el esfuerzo.
Y el mate era la compañía perfecta para esa charla que hacía ra-
to quería tener con el Tío.
La enfermera de turno noche ya había llegado a la pecera y es-
taba charlando con la franquera del turno día. Se saludaron e inter-
cambiaron comentarios sobre los pacientes que estaban en el piso.
Mientras Sebastián tomaba el escobillón y se iba a la 33, la en-
fermera de turno día le dijo:
—Pensé que se habían dormido, no escuchaba ruido ni nada.
Sebastián no entendía la situación.
Primero un hombre gritaba amenazando a los pacientes y no lo
escuchaban. Después, sus propios gritos también habían resultado
inaudibles...
Volvió a la 33 y lo encontró al Tío sentado en la cama, con los
pies colgando hacia fuera…
—¿Y ese mate? —le dijo con alegría, como quien espera el
manjar más sabroso.
Él lo miraba incrédulo.
Hasta hace un par de horas ese hombre apenas podía respirar.
Todavía se veían en su piel las marcas de la golpiza que le habían
propinado. Y ahí estaba. Sentado por sus propios medios, deseoso
de tomar mate, cuando cualquier otro paciente habría estado a los
106
Jesús nunca existió
gritos pidiendo analgésicos o siendo inducido en un coma farma-
cológico * para aliviar tanto dolor.
—Si no te importa, me quedo en cueros… —le dijo el Tío—, así
las heridas se curan más rápido.
—No, por favor. Mientras estés cómodo, pedime lo que quieras.
Se abrió la puerta del ascensor y la luz de todo el pasillo brilló
con más intensidad.
Una figura femenina salió y comenzó a caminar hacia la 33.
Era la madre del Tío, ya había estado en Neonatología y quería
pasar a saludar a su hijo.
En silencio, se acercó a su cama.
Y guiñándole un ojo a Sebastián, le dijo:
—Lo dejo en buenas manos... El mate le gusta amargo.
Él la miró con cara de pocos amigos.
Todavía tenía una charla pendiente con esa mujer, para recrimi-
narle el abandono que cometía con su hijo.
La madre se acercó al Tío, le besó la frente y, sosteniéndole las
manos, le habló:
—Te amo, hijo mío. Gracias por todo lo que seguís haciendo,
por ser la luz de mi corazón y el motivo de mi existencia.
Y en sus manos depositó una rosa blanca.
Un dulce perfume llenó la habitación…
Sebastián lo reconoció enseguida. Era el mismo olor a rosas que
había sentido en la chimenea aquel martes que se encontró con él.
Y sin contener el pensamiento, dejó escapar en voz alta.
—¿Usted también anda por el hospital? Tenemos a la familia
completa dando vueltas…
El Tío lo miró serio y le dijo:
—Mi mamá visita todos los días a los chicos de Neonatología.
Aprovecha cuando los médicos terminan la ronda y se queda con

__________
* Coma farmacológico o coma inducido: estado de sedación profundo, producido
por medicamentos, que se le provoca a un paciente, en ciertos casos, para paliar
dolores intensos.
107
Silvina Dabini

las enfermeras charlando. Ellas le dejan cargar a los chicos y mu-


chas veces, después que ella los visita, algunos mueren. Pero son
casos especiales. Mi mamá los toma en sus brazos, de todas formas.
Los acuna, les canta y se los lleva…
Sebastián mostró una mueca de horror.
—O sea, una extraña se mete en Neonatología, toca a los chicos,
incluso a los que están aislados. Y encima, cuando ya se murieron,
¿se los lleva? ¿Y la familia, qué dice? ¿No reclaman el cuerpo?
Mala madre y ladrona… Esta mujer las tiene todas.
La madre del Tío lo miró con dulzura.
—No me llevo el cuerpo, por si eso te interesa. Y si te interesa
también, pude tenerte a upa cuando pasó lo de tus padres, acá, en
esta misma guardia. Y pude atajar a Lily para que no se lastimara
peor en el colectivo…
—¡Eso pasó hace cuarenta años! Usted pudo haber tenido, como
una exageración, siete u ocho años… ¿Cómo pudo haberla salva-
do? ¿Iba en el colectivo? Si Lily me dijo que sólo iban su padre, su
madre y ella, porque estaba fuera de línea...
Sebastián se enojó.
Cada vez que el panorama comenzaba a aclararse, más cosas se
agolpaban en su cabeza.
Todo se confundía y se torcía.
Y él no llegaba a comprender, porque no podía encontrarle una
explicación lógica al asunto.

108
Jesús nunca existió

Capítulo 13

ebastián estaba sentado en una silla, mudo, como si su mente


deseara procesar todo junto sin lograrlo.
El Tío y su madre lo observaban y se miraban entre ellos, hasta
que el primero lo sacó de su estupor.
—¿Me vas a dar un mate o se lo pido a mi mamá?
Por unos breves segundos, Sebastián recordó cómo Margarita le
cebaba mate mientras él estudiaba. Eso lo reconfortaba tanto... Tita
leía sus apuntes y después le tomaba prueba en casa, para que él
pudiera rendir bien en sus exámenes.
—Cómo te costaba encontrar las venas… —dijo la mujer.
Sebastián casi se quemó mientras rebalsaba de agua.
—¿Qué dijo? —le preguntó al Tío.
—Que lo que más te costaba de los exámenes era, cuando tenías
que sacar sangre, encontrar la vena de los pacientes… ¿ME VAS A
DAR UN MATE O NO?
Le dio uno como pudo, con yerba húmeda pegada alrededor.
Y se quedó mirando al Tío, mientras él tomaba el mate y miraba
de reojo, sonriendo a su madre.
—¿Cómo saben eso? Nunca se lo dije a nadie, ni a mis profeso-
res, ni a mi abuela… Tenía que disimular, porque si no pasaba esa
materia, quizás no hubiese aprobado enfermería…
La mujer, que se divertía con la conversación, los interrumpió.
—Chicos, los dejo. Me voy a recorrer un rato los pisos, la guar-
dia y me voy.
Le besó la frente al Tío y quiso hacer lo mismo con Sebastián,
pero éste groseramente la esquivó, dejando su cara en el aire.
—Vaya, siga chusmeando, que de su hijo se encargan los
demás… Gracias por quedarse... —le reprochó, irónico.
109
Silvina Dabini

A lo que ella le respondió yéndose por la puerta, con calma.


—Vos no te quedás por él; es él quien se queda por vos… Y el
mate le gusta amargo…
En ese preciso instante, Sebastián tenía en su mano el tarro ver-
tedor del azúcar, listo para echarlo.
Casi rocía medio contenido al piso.
—Chau, que le vaya bien… —le dijo.
Se quedaron solos.
En silencio, Sebastián le cebaba mate al Tío, quien parecía sa-
borear cada sorbo, lentamente. Cuando le tocaba el turno al enfer-
mero, tomaba tan fuerte y rápido que se lo acababa de un solo
trago. Así terminaron el termo completo.
Sebastián fue a dejar el juego de mate a la pecera.
Cuando volvió, apagó la luz. Ya era casi de noche y consideró
que con la iluminación que entraba del pasillo bastaba.
Se sentó en la silla al lado del Tío. Éste ya se había recostado.
—Por favor, ¿me bajás la cabecera de la cama así estoy más có-
modo? Y necesito otra sábana, está empezando a refrescar.
Sebastián hizo lo que le pidió y recordó que las sábanas estaban
en la pecera…
—¿Por qué no me lo pediste antes? ¡Sos jodido, eh! —El Tío
sonrió como un niño jugando a las escondidas—. Ya vengo, pero no
te vayas… Tenemos que hablar.
Volvió a la pecera y justo del ascensor salió Raúl, que iba a ver
a Gladis. Sebastián lo saludó con un apretón de manos, pero el
hombre se animó a darle un abrazo.
—Gracias, pibe. No sabés lo tanto que te agradezco lo que hi-
ciste. A vos, a Mabel… No tienen idea del infierno que le ahorra-
ron. Sin tu ayuda, Gladis nunca me hubiera vuelto a contactar.
—No tiene nada que agradecerme, hice lo correcto… Bueno, no
sé si lo correcto, pero…
—Pibe, sos joven y muchas veces te vas a dar cuenta que lo co-
rrecto no siempre es lo mejor… Y quizás hay veces en las que hay
que romper un par de reglas. Sobre todo, cuando los que las hacen,
son los únicos que se benefician con ellas….
110
Jesús nunca existió
—Puede que tenga razón … Vaya a ver a Gladis, que lo está es-
perando. Yo tengo un asunto que atender.
—Sí, ya sé. Tenés que cuidar al señor de la 33. Mandale un
abrazo de mi parte. Fue muy atento con Gladis también…
¡BINGO!
Pensó Sebastián. Es oficial, se mete en todo, habla con todo el
mundo, cuida a los pacientes… Pero, esta vez, que alguien lo tenía
que cuidar a él, hasta su propia madre se ausentaba.
Mabel, Lily, Patricia, Nelly, Cacho, Pablo, toda la gente que lo
rodeaba… Pudo haberle pedido a cualquiera que lo cuidara.
¡Pero no! Se había ensañado con él.
Lo que más rabia le daba era que hasta se había tomado la liber-
tad de decirles a sus superiores que contratasen una suplente para
cubrirlo, como si quisiera asegurarse su compañía.
Entró a la habitación.
El Tío estaba acostado, pero despierto.
Sebastián se sentó a su lado y revisó su teléfono celular. Se esta-
ba por quedar sin batería, después de todos los mensajes y llamados
que le habían hecho aquella tarde.
Le llamó la atención que, entre los mensajes, había uno cuyo re-
mitente decía TÍO, a las tres de la tarde. Sólo decía "gracias"…
Atinó a pensar que sus padres eran hijos únicos. Él no tenía tíos,
ni a nadie en la agenda con ese nombre. De repente, escuchó una
risa desde la cama, como la de un niño.
—Sí, ya sé, no me digas nada, en algún momento me tocaste el
celular, te agendaste y me mandás mensajitos… Muy chistoso...
—¿Dónde estaba yo a las tres de la tarde? —le preguntó el Tío.
—En la camilla de guardia, mientras te limpiaban las herid…
—¿Cuándo te vas a sentar a escucharme? Porque pedís respues-
tas y cada vez que te quiero hablar, me ignorás… —le retrucó.
Como un chico al que lo retan, así se sentó Sebastián en la silla.
El Tío se recostó sobre su lado derecho para tenerlo de frente.
El enfermero estaba más atento a lo que le podía pasar con esa
horrible herida entre las costillas y a tener que salir corriendo a
buscar algo para curarlo, que a la charla que se disponían.
—Olvidate de mis heridas y hablemos de las tuyas —dijo el Tío.
111
Silvina Dabini

—Yo no tengo heridas. Yo estoy bien. Bien sanito —afirmó Se-


bastián, con el mentón en alto.
—Eso no es del todo cierto. Tenés los pulmones bastante afec-
tados por el cigarrillo. Podrías venir caminando al hospital, pero
venís en colectivo porque te agitás. Hace rato que no comés como
la gente y tu hígado está cada vez peor. En el ascensor, cuando in-
tenté mostrarte la herida de mi pecho, te desmayaste. Saturabas 95
y tenías el azúcar por el piso… Como por el piso caíste vos…
—Sí, muy chistoso. Pero yo no fui el que se tuvo que ir desnudo
del ascensor porque me quedé con la bata en la mano… —le con-
testó Sebastián. Lastimosamente para él, el Tío tenía razón en todo
lo que le decía—. Aparte, a mí no me muelen a palos todas las se-
manas, ni me tienen tirado en la cama de un hospital, donde mi
mamá no se hace cargo de mí y cualquier delincuente manda gente
a pegarme porque le arruino el negocio.
—En primer lugar, no salí desnudo del ascensor. Tenía puesto
mi trapo, como le decís vos, cubriendo mis partes íntimas. Y no
había nadie viendo, así que fui a la pecera y agarré otra bata limpia.
»En segundo lugar, no estoy tirado en la cama de un hospital.
El bondadoso y generoso personal de éste, tu hospital, me da asilo
en una de sus habitaciones y eso es un gran privilegio para mí. Mu-
cha de la gente que conocí en mi vida no me daría asilo, porque pa-
ra muchos soy un desconocido molesto. Pero cuando llegan a
conocerme, no dudan en pedirme que me quede.
»En tercer lugar, no me muelen a palos todas las semanas. Hubo
veces que sólo fue un corte con un vidrio por un enojo infundado y
te puedo asegurar que he tenido peores ocasiones… Pero acá me
ves, vivo, charlando con vos cuando la mayoría estaría pidiendo…
¿Cómo le llaman ustedes cuando los duermen con medicamentos
para no sentir dolor?
—Coma farmacológico —dijo tímido, pero firme, Sebastián.
—Eso. Y acá estoy… Y en cuarto lugar, antes de cuestionar tan-
to a mi madre, que si me socorre o si sabe donde estoy, lo que hago
o lo que dejo de hacer, deberías rescatar lo que hace. Ella viene a
verme, visita a los chicos del hospital, los alienta, los consuela…

112
Jesús nunca existió
—Uy, sí. ¡Qué buena madre! —Sebastián le respondió iróni-
co—, pero vos seguís tirado en esta cama, mientras vaya a saber
dónde se va ella…
—¿Dónde está tu mamá? Ya que tanto criticás a la mía…
Sebastián enmudeció.
Un volcán de insultos quería hacer erupción dentro de él.
—Cuando tu papá no paraba de tomar cerveza, ¿dónde estaba tu
mamá? Cuando tomó la llave del auto para irse manejando comple-
tamente borracho a tu casa… ¿dónde estaba ella? Mientras su no-
vio, drogado, se estrellaba contra un volquete, no hizo nada.
Sentada, tomando cerveza en el kiosco de la avenida, mientras su
hijo estaba dentro suyo, volvió a apelar a su inconsciencia y metió
heroína como para tres personas… ¿Y vos cuestionás a mi madre?
—¿Qué me dijiste? —lo increpó Sebastián—. Mi mamá murió
en esta misma guardia, por un choque contra un colectivo, contra
ese… El papá de Lily… Nunca tomó drogas… Jamás. Mi abuela
siempre me habló de lo sana que era.
—Natalia, ¿te suena ese nombre?
—La única Natalia… la nuera de… ¿Mabel? ¿Qué tiene que ver
la nuera de Mabel o su hijo con mis papás? ¿No te parece que te
estás yendo un poquito a la mierda? —soltó groseramente Sebas-
tián, mientras lo miraba fijo.
—¿Nunca te detuviste a pensar que pasó dentro tuyo ese jueves,
cuando no pudiste salvar a ese muchacho? ¿Cuántos pacientes per-
diste en guardia?
—Calculo que bastantes… —contestó Sebastián, intentando sa-
car la cuenta mentalmente.
—¿Y nunca te preguntaste por qué ése te costó tanto? O por qué
tuviste que ir vos cuando fue lo de la nuera de Mabel, si vos estabas
en el tercer piso y ya no trabajabas en la guardia. Tu hermanito…
¿Cuántas veces de chico quisiste uno? ¿Alejandro se iba a llamar?
Sebastián recordó su infancia a solas con su abuela, jugando de
niño, con amigos imaginarios, teniendo un carácter social en el co-
legio, porque siempre había ansiado tener un hermano…
Comenzó a llorar.
Nunca las palabras de un extraño le habían llegado tan de cerca.

113
Silvina Dabini

No se detuvo a preguntarle cómo sabía todo eso; solo tuvo la


necesidad de llorar mientras el Tío se sentaba en la cama y lo abra-
zaba. Lo hacía con angustia.
—Yo sólo quiero a mi mamá y a mi papá. Nunca tuve una vida
normal. Mi abuela se me fue, no tengo a nadie; sólo a la gente que
trabaja conmigo. Pero llego a mi casa y está vacía. Lo único que
pude hacer con lo que me quedaba de mi abuela fue romperlo… La
muestra de amor entre mis abuelos, destrozada por un momento de
bronca… Ella me cuidó y mirá cómo le pagué yo… Me fui y la
dejé sola. Mi viejita se me murió…
Las lágrimas brotaban de sus ojos y los mocos caían de su nariz,
como un chico.
En la puerta de la habitación apareció Lily, quien había escu-
chado en parte la conversación.
Se acercó a él, le tocó la cabeza y dijo:
—Perdón que interrumpa, Tío. Te buscan en Neonatología, te
espera Mabel. Yo me quedo un rato acá.
Sebastián salió de su estupor.
Intentó secarse las lágrimas con la sábana. Quiso recomponerse
para que Lily no lo viera tan decaído.
Ella le sonrió.
—Yo también extraño a mi papá y lloro. No se tenía que ir cómo
se fue, como tampoco se tenía que ir mi abuela. Pero tengo amigos,
buenos amigos… —dijo.
Y lo abrazó, sin preguntarle nada.
Lloraron juntos.
Quizás eso era lo que ambos necesitaban.

114
Jesús nunca existió

Capítulo 14

ebastián sólo preguntó.


—¿Vos recordás la noche que chocaron con el colectivo de tu
papá? ¿Había alguien más con ustedes?
Lily, secándose las lágrimas, le contestó:
—Sí, la mamá del Tío…
Quedó pasmado por la seguridad y rapidez de la respuesta. A
pesar de su cara hinchada por el llanto, Lily sonrió y le contó.
—Por supuesto que sé que fue ella la que evitó que yo sufriera
más daños en ese accidente, como también sé que ella evitó que mi
mamá la pasara peor. Mirá, para que no me trates de loca, un día le
voy a decir a mi mamá que venga a verme y vas a hablar con ella,
así te cuenta cómo pasó todo esa noche.
—¿Estás loca? —le dijo Sebastián—. Si tu mamá se entera que
soy el hijo del tipo del auto, me va a odiar. Por culpa de mi viejo, tu
papá ya no está con ustedes…
—Cuando mi papá murió, mi mamá y él estaban buscando un
embarazo. Yo les insistía con que quería un hermanito. Al encon-
trarnos todos en la guardia, tu abuela, vos, mi mamá y yo, la madre
del Tío habló con ambas, las abrazó y las consoló. También te tuvo
en sus brazos. En la desesperación de darme un hermanito, mi
mamá le ofreció a tu abuela adoptarte y así darte otro hogar. Pero
tanto ella como la mamá del Tío le dijeron que no era buena idea.
Sebastián no salía de su asombro.
Su abuela Margarita nunca le había contado eso.
Lily siguió con su relato.
—Cuando era chiquita, mi juego preferido era la enfermera. Le
pedía a mi mamá que me comprara todo para serlo. Mi paciente era
un bebote de plástico, al cual abrazaba y cuidaba más que a mis
115
Silvina Dabini

otros muñecos. Y en mi léxico de nena de dos años, le decía que si


no tenía papás, yo lo iba a proteger. También jugaba con una señora
y un señor, que venían a mi hospital, y me decían que cuidara mu-
cho a ese bebé, que ellos eran los padres pero que no lo podían
atender; que había quedado a cargo de su abuela, pero ella ya esta-
ba grande…
—¿Cómo eran? —quiso saber Sebastián.
Lily se esforzó por recordar.
—Según lo que me acuerdo y lo que me contaba mi mamá, que
me veía jugar, el señor se llamaba Ricardo, creo… Y ella… Ana.
—¡Eran mis papás, Lily! —exclamó él, fuera de sí—. Por favor,
decime que esto es una broma de mal gusto, que hablaste con Ca-
cho, que el Tío te contó todo, que fue algo que te dijo tu mamá…
»¡Ya sé, no me digas! Viste los papeles del seguro, donde decía
los nombres de mis papás.
»¡EL TÍO! ¡TE LO DIJO EL TÍO! ¡YA ESTOY CANSADO DE
QUE SE META EN MI VIDA! Cuando vuelva de Neonatología lo
mato. Ya me tiene harto de toda la palabrería.
»Desde que ese tipo entró a mi vida, lo único que hizo fue re-
volverme más la cabeza. Y lo peor es que todos están complotados
con él, incluso vos. Todos parecen saben algo de lo cual yo estoy
completamente al margen. Me tengo que aguantar que me desauto-
ricen, que se metan en mi vida…
»Incluso hasta la mamá de este tipo lo hace y piensa que tiene
autoridad moral para hablarme. Deja a su hijo tirado, medio muer-
to, me habla mal de mi mamá… —le contaba, indignado.
—¿Por qué no ibas en el auto con tus papás? —preguntó Lily,
soportando su verborragia…
—Porque mi abuela les dijo que me dejen con ella… —susurró
Sebastián, después de sus gritos desmesurados.
—¿Sabés lo que me gusta de vos? —le dijo ella, con picardía—.
Que tu verdad de dolor la gritás y la repartís a los que te rodean,
pidiendo respuestas. Pero cuando las obtenés, susurrás.
—¿Vos también te vas a poner en misteriosa?
—No, simplemente quiero que notes que no sos el único al que
la vida lo golpeó. Yo perdí a mi papá de la misma manera que vos;
ya tendremos tiempo de buscar culpables.
116
Jesús nunca existió
»Cuando yo era adolescente, se fue mi abuela Dora. Y nos que-
damos solas con mi mamá. Ella ahora tiene casi setenta años y pa-
dece cáncer de colon. Y lo que más la preocupa es saber quién me
va a cuidar cuando ella ya no esté.
»Mi vida tampoco fue fácil. La noche del choque, mi papá esta-
ba pegando una vuelta* más, porque estaba juntando plata para pa-
gar un juguete que le había pedido. Volvíamos de la casa de mi
abuela, de festejar mis dos años.
»Esperamos el colectivo en la parada, sabiendo que en cualquier
momento pasaba su interno y nos íbamos con él a casa. Debajo de
su asiento tenía mi regalo. Me había comprado un juego de enfer-
mería, porque yo quería ser la doctora de mis muñecos; quería ser
veterinaria. Ya era tarde y mi mamá tenía lista la pizza para meter al
horno. El resto de la historia ya lo conocés.
»Mi papá murió ese mismo día, el de mi cumpleaños. Por un
juego de enfermería, por trabajar más.
»Cada año, después de soplar las velitas, recuerdo un aniversario
más de haberlo perdido. Pero no lloro; le agradezco. Él se estaba
esforzando por mí, para darme lo mejor.
—¿Y cómo lidiás con la culpa? —cuestionó Sebastián, siguien-
do su relato.
—Yo no tengo culpa. No creo en eso, sino en hacer lo mejor que
uno tiene a mano para ayudar a los que quiere. Todos, tarde o tem-
prano, nos vamos a ir. Dios no nos dice cuándo y, a veces, ni si-
quiera lo elegimos. Sólo nos resta vivir lo que nos queda de vida
con mucha dignidad y amor.
—No te entiendo, Lily. Te juro que no te entiendo…
Sebastián no se explicaba la paz y determinación que ella tenía,
a pesar de su dolorosa historia.
—No sé si alguna vez hablaste con Patricia, de lo difícil que es
ser enfermera en Pediatría. Ahí te cuestionás muchas cosas…
—¡Por eso mismo no te entiendo! —la interrumpió.
—Al sacar lo peor de uno mismo, en el fondo, queda lo mejor…
—Lo mismo dijo el Tío hace un rato, pero no sé que significa.
__________
* Vuelta: recorrido completo de una línea de colectivos, de ida y regreso entre sus
terminales.
117
Silvina Dabini

—Que cuando uno toca fondo en su desesperanza, ahí se abren


las puertas, porque ya no es tu cabeza la que busca respuestas, sino
tu corazón. Cuando buscás con la cabeza, sólo encontrás cosas que
comprende la lógica. Pero al hacerlo con el corazón, las respuestas
aparecen. No es que no hayan estado, solo que las buscabas mal…
—Hay cosas que no tienen respuesta lógica y vos me lo podés
decir mejor que yo. Un chico se muere enfermo, mientras un tipo,
un delincuente, sobrevive a diez balazos. ¿Cómo me lo explicás?
—No sos el primero que pregunta eso. Calculo que tampoco vas
a ser el último. Vos ves morir adultos, con sus culpas, sus dudas,
sus pecados, su ceguera… Yo trato con chicos. Veo morir chicos…
—¡Precisamente! ¿Qué culpa tienen? Son angelitos. ¡Nada malo
tendría que pasarles!
—Sin embargo les pasa. Y a veces, peor que a un adulto. Pero
una vez que entendés cómo son las reglas del juego, terminás com-
prendiendo que sólo sos una ficha en este gran tablero de ajedrez.
—Lily, la vida es dura, no es un juego. Se ve que tanto tiempo
tratando con chicos hizo que veas todo de otra forma…
—Sí, definitivamente. Y no me quejo, porque ellos me enseña-
ron muchísimo. Patricia estaba empecinada en ver la vida como al-
go doloroso y difícil, por eso no aguantó mucho en Pediatría. Pero
yo los comprendo, los escucho y no los corrijo. No los tomo por
locos ni nada, porque si se presta atención, son todos maestros.
—Es obvio que cuando un chico tiene fiebre delira… —le dijo
Sebastián, burlándose.
—Ellos todavía no salieron de su maravillosa etapa de inocen-
cia; aún tienen ese hilo de oro que los sigue conectando con Dios y
algunos lo siguen conservando. Porque es el hilo que los vuelve a
llevar a Él. Ellos son luz en estado puro. Somos los adultos quienes
les oscurecemos el mundo y les sacamos la inocencia a patadas.
—En eso estamos de acuerdo. Los grandes abusamos y nos sen-
timos poderosos.
—A un chico se le saca la inocencia de la manera más rápida,
fácil y cruel que existe. Y ni siquiera hay que tocarlo para hacerlo.
La inocencia se le saca cuando se le enseña a tener miedo.

118
Jesús nunca existió
—El ser humano tiene que aprender a tener miedo, es parte de
su propia defensa. Por ejemplo, si uno no le tuviese miedo al fuego,
viviría quemándose.
—Se puede enseñar que el fuego quema, sin imponer el miedo
al fuego…
—Ellos quieren proteger a sus hijos…
—¿Sabés cuál es el peor miedo que se le puede inculcar a un ser
humano? El miedo a la muerte.
—Todos le tenemos miedo a la muerte…
—Yo no.
—¿Ahora me vas a decir que sos masoquista, que sos suicida?
—No. Sé lo que hay del otro lado y por eso no le temo.
—Sí, del otro lado hay un cajón, un cementerio, gusanos…
—No, del otro lado está Él… Ahora veo por qué le tenés miedo
y por qué tu relación con la muerte es tan sombría.
—¿Ahora me vas a decir que la muerte es linda? ¡Dejáte de jo-
der, Lily! Perdiste a tu papá y a tu abuela; tu mamá está enferma…
¿Me vas a decir que la muerte no te duele?
—Por empezar, no se le teme a la muerte sino al dolor. ¿Por qué
creés que la gente piensa que la mejor manera de morir es seguir
durmiendo ? No quieren tener una muerte traumática, pasando por el
dolor físico. Pero lo que ignoran es que el cuerpo, muchas veces, ni
siquiera llega a sentir ese dolor…
—Decíselo a alguien que chocó con el auto y está quebrado…
Pide morfina a los gritos, aunque a los diez minutos se mueran.
—Esa gente piensa igual que vos sobre la muerte y no se quiere
ir. Piensa que la vida aún les debe algo y se mantienen en ese cuer-
po roto. Cuando asumen que ya está, que les toca irse, dejan de
sentir dolor.
—¿Irse adónde?
—Con Él, Sebastián… Decime, ¿alguna vez te sacaste una
muela porque estaba muy cariada y te dolía mucho?
—Sí, varias.
—Después de que te la sacaron, ¿te siguió doliendo?
—Obvio que la muela no, pero la encía sí. Hasta que cicatriza
duele, sangra y hasta se infecta… ¿Nunca te sacaron una muela?

119
Silvina Dabini

—Cuando un ser querido está enfermo o por morir es como una


muela cariada. Su cuerpo está roto y es sacado de circulación. Y
cuando se lo saca, todo lo que lo rodea queda irritado, sangrando y
doliendo… Pero esa muela ya no duele; duele lo que queda e in-
cluso, a veces se infecta… Lo que agrava el dolor, esa infección, es
el apego. Cuando uno deja que esa persona se vaya en paz, es como
tener una buena cicatrización.
—¿Ahora me vas a comparar a la gente que uno quiere con
muelas podridas? Vos sí que tuviste mucho trato con chicos…
—¡Y vos tuviste mucho trato con adultos apegados!
—Perdoname, pero yo amaba a mi abuela. La perdí. ¿Qué
querés que haga? ¿Que salte en una pata porque se me murió?
—He ahí tu error. Tu abuela no se te murió… Se murió. ¡Punto!
—Yo tendría que haber estado…
—Todos estamos en el lugar y en el momento que tenemos que
estar… Ni más, ni menos.
—Se me fue…
—Se fue… No se te fue.
—La gente se me va, Lily, se muere…
—Todos nos vamos a morir. Vos, yo, mi mamá…
—¿Y lo decís así de campante?
—Nadie es inmortal; obvio que se va a morir. Pero yo trato de
disfrutar día a día a su lado y de darle lo mejor de mí. Y el día que
le toque irse, voy a agradecer que ya no sufre, que va a estar mejor.
—¿Muerta va a estar mejor? ¿Qué estupidez me estás diciendo?
—La muerte no es lo peor que le puede pasar a alguien, Sebas-
tián, te lo puedo asegurar. El infierno no está del otro lado. ESTO
es el infierno.
—Esta conversación es un infierno, porque te pregunté algo
simple y te pusiste a darme una clase de odontología —le dijo Se-
bastián, ya cansado.
—¿Sobre los chicos buenos que se mueren y los adultos malos
que siguen vivos?
—Sí, te pregunté eso. No Extracción de molares parte 1 .
—Fuiste a la secundaria, ¿no?
—Como todos los enfermeros graduados.
120
Jesús nunca existió
—Por lógica fuiste al jardín de infantes, a la primaria, todo lo
hiciste completo, lo pasaste…
—Si querés te traigo el diplomita de sala celeste… —se burló,
Sebastián.
—Por cada nivel que superaste, pasaste a uno superior… Nadie
se queda eternamente en el jardín de infantes… Y cuanto más nivel
tenés, más difíciles son las pruebas.
—¡Al grano! —la apuró Sebastián.
—Esos chicos sólo rinden materias sueltas que se llevaron a
marzo, mientras que los adultos malos son los repetidores…
—¿Cómo un chico de ocho años se lleva una materia a marzo?
—Ellos sólo tienen algunas pruebas que superar. Aprenden lo
que tienen que aprender y se van. Mientras que los adultos malos
siguen repitiendo porque no aprenden. Y, encima, distraen a otros
alumnos y los hacen equivocarse para que tampoco lo hagan...
—Definitivamente, juntarte con chicos te hizo mal. ¿No hay una
forma simple de que me expliques algo?
Lily le sonrió.
—Te lo puedo explicar mil veces pero dudo que quieras o pue-
das entender. Mejor preguntáselo a él… —dijo, señalando la puerta.
El Tío ya estaba de vuelta.
Lily se paró de su silla y fue a abrazarlo.
Él le respondió de igual modo.
Sebastián hizo un gesto de dolor, pensando en lo tanto que le
molestarían sus heridas.
Con gracia, el Tío lo miró:
—Todas las heridas sanan cuando hay amor.

121
Silvina Dabini

Capítulo 15

Sebastián ya lo empezaba a irritar que cada vez que quería


comprender algo, lo interrumpían. Incluso se había incomodado
cuando el Tío entró a su habitación.
Había algo en Lily que le generaba curiosidad. Ella podía ha-
blarle, decirle cualquier cosa y él no atinaba a contestarle mal... O,
por lo menos, no tanto como lo hacía con el resto de la gente.
El Tío murmuró algo al oído de Lily y ambos rieron.
Sebastián se sintió fuera de la situación.
—¿Y si contamos el chiste y nos reímos todos? —se molestó.
—Shhh... —le dijo el Tío a Lily, poniendo el dedo índice delan-
te de su boca, para acallar las risas.
—¿Qué les causa tanta gracia?
—Que por lo menos ahora sos más lindo que un bebote de plás-
tico… —contestó el Tío, mirándolo a los ojos.
—A mí no me causa gracia.
—A Lily sí... Aunque la verdad, no sé qué te ve... Sos narigón,
malhumorado, fumás y comés mucho ajo... Sin mencionar que de
noche roncás como un serrucho... —reía el Tío.
Lily, colorada, le acarició la mejilla derecha al Tío, guiñándole
un ojo. Después, se retiró en silencio de la pieza.
—Es una buena chica... Sabe explicar las cosas mejor que yo.
¡Lástima que no tuvo suerte! —dijo el Tío.
—¿Con qué? ¿Conque habla mucho? Ya me di cuenta.
—Suerte con los novios, con la vida… Las vidas... Pero perse-
vera. Es muy fuerte. Una de mis mejores alumnas.
—¿Vos fuiste maestro suyo... de qué? Ella es más grande que
vos. A vos como mucho te da la edad para ser maestro de primaria.
El Tío rió tan fuerte que Sebastián de vuelta se sintió incómodo.
122
Jesús nunca existió
—Seguís insistiendo con eso y con la edad de mi mamá…
¿Acaso te inculcaron que lo más importante en la vida es la edad?
Ya lo ves, Lily tiene casi cuarenta y dos años, y es una niña alegre.
Vos sos un viejo amargado y protestón de cuarenta.
—Sí, pero a mí…
—¿Otra vez me vas a contar la historia de tu vida? ¿Querés que
te cuente la mía?
»Nací en el exilio. Mis padres tuvieron que huir a la fuerza por-
que el político de turno había mandado a matar a todos los niños
menores de dos años. Ya de chiquito me empezaron a enseñar. Tuve
que viajar para aprender, para contactarme con la gente indicada.
»De adulto, recién a los treinta años pude establecerme, dedi-
cando mi vida a la gente. Trabajando, viendo cómo las personas a
mi alrededor sufrían, elegían caminos incorrectos. Incluso dentro
del grupo de mis más allegados.
»Mataron a mi primo Juan, por un capricho. Pero no hubo tiem-
po para el dolor. Tuve que seguir enseñando y ayudando. Con la
contra de que la mayoría no entendía, no asimilaba lo que les decía.
»Como quise ayudar a la gente a tener pensamientos propios y
que fuera libre, hubo personas a las cuales no les gustaron mis ideas
y me mandaron a torturar y a matar, sin siquiera someterme a un
juicio justo.
»Me mataron, llegué a estar muerto. Pero acá me ves. Vivo, ha-
blando con vos. Tan real como todo lo que te rodea.
Sebastián lo escuchaba en silencio; no había forma de rebatir to-
do eso, excepto que fuera mentira.
Sus argumentos se cayeron por el piso y sólo atinó a decirle:
—¿Naciste en un país en conflicto? ¿Qué clase de político man-
da a matar niños? ¿Qué clase de gente manda a matar a maestros,
sólo porque enseñan cosas que no les conviene?
—Se ve que no salís mucho al mundo y por lo visto, tampoco
ves el noticiero… —respondió triste el Tío—. Hoy mismo, en tu
mundo, hay gente que manda a matar niños y adolescentes. A mu-
chos poderosos no les conviene que la gente a la cual somete se
despierte. Por tanto, los exterminan. O para ahorrar esfuerzos, ma-
tan a quien los quiere despertar. Creen que muerto el maestro,
muertos los alumnos, pero se equivocan. Es así, desde que el tiem-
123
Silvina Dabini

po es tiempo, el mundo es mundo. El humano es codicioso y siem-


pre busca estar por sobre los demás.
—Perdón, ¿qué tiene que ver todo esto con que a mí me trates
de viejo amargado? —le dijo ofendido Sebastián.
—¿Ves? Te estoy explicando algo muy importante y lo único
que escuchaste que es que te dije viejo amargado… ¡Por eso el
mundo está como está! ¡Cada quien mira su propio ombligo!
—¿A vos te gusta que te insulten?
—No me molesta…
—¿Me vas a decir que no te molesta que te digan de todo?
—Te puedo asegurar que me han hecho cosas peores que insul-
tarme… Y lo siguen haciendo. —El Tío se destapó y le mostró a
Sebastián todas sus heridas—. Pero te voy a decir algo y espero que
me pongas atención. No me pegaron a mí. Se pegaron a ellos mis-
mos, a su rabia, a su codicia. Ellos mismos se castigaron, pero lo
proyectaron en mí. Con su forma de actuar incorrecta, en vez de
hacer una confesión de culpas, encontraron a alguien con quien
descargarse… Eso es lo que hace la mayoría de la gente. Como
vos, que en vez de mejorar un poco tu carácter, sólo te enojas con
quien te dice viejo amargado.
—¡Y dale con eso!
—Aparte, si te llega y te ofende, es porque lo sentís así… Con-
tame, Sebastián, ¿cuántos amigos tenés?
—Mi único amigo de verdad es Cachito.
—Cachito es tu hermano. ¿Quién más?
—Patricia…
—Patricia era tu jefa, tu compañera de trabajo. ¿Quién mas?
—No sé, no tengo mucho tiempo… —le dijo Sebastián, con una
sonrisa nerviosa.
—¡Excusas!
—No son excusas. No tengo tiempo…
—No tenés ganas.
—¿Por qué habría de tener ganas?
—Para tener amigos.
—¿Para qué quiero amigos?
—Para ser feliz…
—No me interesa… No puedo ser feliz. No tengo a nadie…
124
Jesús nunca existió
—¡Porque destruiste los puentes que te unían con las personas!
Una vez que murió tu abuela, cortaste todo lo que te enlazaba con el
mundo. Te peleaste con Melisa, ya no invitaste a más nadie a tu ca-
sa, ni siquiera a Cachito, tu mejor amigo. Antes te juntabas con tus
compañeros de secundaria, salían con los chicos de enfermería. Se
había formado un buen grupo, ¿te acordás?
Sebastián no podía creer que él supiera todo eso.
Primero, lo de la dificultad para sacar sangre y ahora le estaba
relatando su vida.
Recordó las veces que su abuela amasaba pizza para las reunio-
nes de sus compañeros de la secundaria en su casa. Cuando lo es-
peraba con la comida caliente al volver de la universidad…
Y hasta se acordó de Melisa, con quien había salido tres años,
hasta que Margarita falleció.
—¿Adónde se fue todo eso? —preguntó al Tío.
—"Adónde se fue", no. "Por qué se fue", es la pregunta…
—La gente cambia…
—La gente no cambia. Van cambiando sus rutinas, sus activida-
des… Y no culpes a la gente. Busca más adentro tuyo…
—Cada vez que quiero mirar hacia adentro, ¡veo dolor!
—Dolor tenemos todos. Como lo tuvo Melisa, que nunca enten-
dió por qué la dejaste. Dolor tiene Mabel, que perdió a su hijo y a
su nuera en menos de una semana y ahora tiene que hacerse cargo
de su nieto. Dolor tiene Lily, que perdió a su papá y en cualquier
momento pierde a su mamá. VOS TENÉS SUFRIMIENTO;
ELEGÍS TENER SUFRIMIENTO. Es dolor, pero mezclado con
otras cosas. En tu caso, con la culpa y el apego.
—¿Vos también me vas a venir con el verso de la muelita? —le
dijo Sebastián, fastidiado.
—El dolor está. Es parte de la condición humana. Es la respues-
ta que tiene nuestra alma a las cosas que nos dañan. Es el aviso de
que hay algo que está mal. Cuando uno elige seguir con eso, hacer-
lo carne y dejarlo que domine, se transforma en sufrimiento. Pero
no es culpa de nadie, más que de uno mismo.
—Admito que me siento culpable por mi abuela. Si yo hubiese
estado, a mi viejita la salvaba…

125
Silvina Dabini

—No la ibas a salvar. Era su hora. No le des vueltas. Todos es-


tamos en el momento y lugar que tenemos que estar…
—Pero, ¿culpa por mis viejos? —continuó el enfermero.
—Sí, sentís culpa por tus papás… De hecho, siempre te decís a
vos mismo, cada vez que querés flagelarte, ¿por qué no habré ido
en ese auto?
Sebastián se quedó mudo. El Tío había llegado al punto más ba-
jo de su dolor. Él conocía su momento, su rincón más oscuro.
—Sé eso y también que fuiste agarrando de la guardia blísteres*
sueltos de calmantes e intentaste darte una sobredosis. Lo que no
calculaste fue la dosis y sólo dormiste dos días seguidos.
—¿Tenés idea de lo que es estar solo, llegar a tu casa y que todo
en lo que creías y te apoyabas ya no esté?
—Te puedo contar muchas cosas, incluso cómo se siente que la
misma gente que alguna vez me siguió, gritaba a viva voz que me
mataran. Estás tan metido en tu dolor que lo respirás. Te drogás con
tu dolor; te hiciste adicto a él y lo implantaste tanto en tu vida, que
cada vez que algo puede llegar a sacártelo, lo espantás. Preferís se-
guir sufriendo, cuando podrías ser feliz y tener una vida plena o,
por lo menos, normal… Como Lily, por ejemplo.
—Ah, cierto, tu alumnita estrella… —le respondió Sebastián,
sarcástico—. Digo, ya que la preferís tanto, ¿por qué no le pediste a
ella que te cuidara, en vez de romperme las pelotas a mí? Yo quería
estar en paz. Viniste a mi casa, tomaste mate, comiste y hablaste
locuras. Estaba durmiendo tranquilo y, de golpe, lo tengo a Cacho y
al médico dándome por muerto. Me cargan en la ambulancia, me
llevan a una Iglesia, tengo que socorrerte, aguantarme que me de-
sautoricen frente a toda la guardia y que tu mamá haga lo que le
plazca, encima que no se quedó a cuidarte. Mabel me reta. Nelly
me reta. Lily se pone a darme un sermón… ¿Y encima vos me
tratás de narigón, viejo y amargado?
El Tío rió con picardía.
—Y lo que más te molestó es que te diga narigón, ¿no?
__________
* Blíster: envase en forma de tira plástica que contiene medicamentos, general-
mente píldoras, separándolos por unidades, para proteger su contenido.
126
Jesús nunca existió
—Por si no te viste, vos no tenés una naricita muy linda que di-
gamos… ¡Es bastante ganchuda!
El Tío seguía riendo; el diálogo había llegado a divertirlo.
—Sos la primera persona que me dice algo sobre mi nariz…
¿Ves? Si te llega lo que te digo es porque te afecta… Y lo mejor que
tenés a mano para defenderte, es un ataque, solo por algo tan insig-
nificante como una nariz… Imaginate los problemas que desata la
gente por cosas peores…
—Me tenés cansado. Todos me cansaron. Ya que se sienten tan
superiores a mí como para darme sermones, ¿por qué no te cuidan
ellos? ¡No! Todos me dan con un palo, ¡pero quien se queda acá
cuidándote soy yo!
—Vos no te quedás por mí; yo me quedo por vos… —le dijo el
Tío, mirándolo fijamente a los ojos.
—Lo mismo dijo tu mamá... Y me dejó, lavándose las manos…
—Sebastián, ¿de nuevo vas a empezar con eso? ¿No te cansás
de repartir culpas?
—No es repartir culpas. Es ver lo que hace la gente, nada más.
—¿Y vos que estás haciendo?
—Me estoy quedando con vos, ya que nadie más lo hizo.
—¿Y quién te obliga?
—Toda la gente que pidió que me quedara… Y vos, que le dijis-
te a la caba de la mañana que me pida una franquera… Todavía no
entiendo por qué yo y no otra persona porque, según vos, soy un
cabeza dura, narigón, tengo mal carácter… Te hubieras quedado
con Lily, por lo menos, ella es más agradable…
—¡Sin duda! Y tiene una nariz más bonita…
—¿Por qué no te vas a la mierda? —le contestó Sebastián,
parándose violentamente de su silla—. Me voy a mi casa. Me can-
saron vos y tus sermones. Y aparte, ¿me tengo que aguantar que se
rían de mí? Que soy más lindo que un bebote de plástico… ¿Se es-
cuchan las estupideces que dicen?
—Lily quería ser veterinaria... ¿Sabés por qué terminó estudian-
do enfermería?
—¿Descubrió que no le gustan los animales?
—Porque tenía que cuidarte a vos…

127
Silvina Dabini

Capítulo 16

ebastián estaba en silencio.


El Tío lo miraba callado, esperando que dentro de su mente, él
pudiese aclarar las cosas.
—Yo era ese bebote… —le dijo, con los ojos húmedos.
—Sí. Y ella te cuidaba, porque vos no tenías mamá ni papá.
—¿Y por qué me entero recién ahora?
—Porque también ahora se enteró… No te creas que ya lo sabía.
—Y ella, ¿cómo lo tomó?
—Está sorprendida, pero feliz.
—¿Feliz?
—Creció con ese propósito. Ese motor la impulsó a hacer mu-
chas cosas en su vida. Siempre con la meta de estudiar enfermería,
ella tuvo una vida gracias a eso.
—¿Vos lo sabías?
—Siempre lo supe.
—¿Y por qué no se lo dijiste? ¿O a mí? Así evitabas que queda-
se como un estúpido…
—Estúpido no… Malhumorado, ¡definitivamente! Tenían que
darse cuenta cada uno, sin ser forzados.
—Cuando me crucé con su papá en el colectivo, me dijo que yo
había salvado a la hija…
—Bueno, ¡es un avance! Sabés que nunca te cruzaste con él,
pero ya vas asimilando las cosas.
—No importa. La cuestión es que Mario me dijo eso. Tío, yo era
un bebé… ¿Cómo pude haberla salvado? ¿En algún momento ella
vino a la guardia a hacerse atender y yo no la recuerdo?
—El día del accidente fue muy importante para ustedes dos…
—¡No me digas! Dos familias quedaron destrozadas ese día…
128
Jesús nunca existió
—A pesar del drama, ese día despertó en ustedes una vocación,
un camino… Ese camino que hoy los vuelve a cruzar, cuarenta años
más tarde, para que puedan seguir…
—¿Seguir con qué?
—Ya en su momento te vas a dar cuenta.
—Tiraste la piedra, ¡ahora no escondas la mano!
—¿Alguna vez supiste cómo se conocieron tus abuelos?
—Mi abuela no hablaba mucho de esas cosas…
—Cuando era joven, Amadeo estaba por casarse con una chica
llamada Irene. Estaban muy enamorados, eran el uno para el otro…
Lo que uno llamaría almas gemelas.
»Tu abuelo era bombero, un gran hombre… pero bastante ma-
chista. Y todo ese amor que tenía por Irene, terminó el día en que
conoció a Margarita, cuando se incendió la casa de sus padres. Hu-
bo algo entre ellos que nadie supo explicar.
»En menos de un mes, Deo rompió el compromiso con Irene y,
al año, se casó con Margarita. Irene, que era maestra, se fue a tra-
bajar a otra provincia; no soportó el desplante de tu abuelo. Marga-
rita nunca supo que Amadeo había estado comprometido, hasta el
día que se murió y se lo confesó en su lecho de muerte.
»Cuando tus abuelos estaban de novios, Deo le regaló a Tita el
cuadro que tenían en su habitación. Ya de grande, estando casado y
habiendo tenido a tu papá, Amadeo comenzó a fumar. Fumaba co-
mo una chimenea; llegó a fumar casi cuatro atados por día. A sus
sesenta y cinco años, arruinado por cigarrillo, tu abuela tuvo que
cuidarlo hasta el día de su muerte, internado en este mismo hospital
y en esta misma cama. Tu abuelo siempre se sintió en deuda con
ella… Sobre todo, por no haberle contado nunca lo de Irene.
—¿Y qué tiene que ver la historia de mis abuelos con lo que Lily
y yo tenemos que seguir?
—¿Tan ciego estás? Por lo visto sí, porque seguís fumando… Y
vas a caer de vuelta…
—Aclará, que cada vez oscurece más.
—Irene siempre te extrañó, pero pudo volver a encontrarte…
—No conozco a ninguna Irene… —le dijo, incrédulo, Sebastián.
—Pero conocés a Lily…
—Sí, ¿y?
129
Silvina Dabini

—Sigue siendo una maravillosa maestra… Le siguen gustando


los chicos, se siente muy a gusto con ellos. Lo único que espera es
que, esta vez, no le rompas el corazón…
—¿No te parece que mirás muchas novelas?
—¿No será que vos mirás muchas películas de terror? —le res-
pondió el Tío, con el mismo tono irónico—. Sebastián, ¿no en-
tendés? La vida los trajo hasta acá. Ustedes tenían que llevar una
vida con un plan trazado. Tenían que encontrarse de tal manera que
ambos estuviesen motivados a elegir un camino que los cruce. Vos
siempre tuviste vocación de servicio y a ella siempre le gustaron
los chicos. Por eso mi mamá le dijo a la mamá de Lily y a tu abuela
que no era conveniente que te dieran en adopción. Sus vidas iban a
cruzarse, pero no de esa manera.
»Aparte, antes de morir, te propusiste acompañar a tu abuela.
Mejor dicho, a tu mujer, en agradecimiento por lo que hizo cuando
estuviste enfermo. Vos sabías que iba a pasar lo de tus papás y en-
carnaste igual. De una forma u otra, ayudaste a tu abuela a vivir.
—Yo era un bebé… No la ayudé. Al contrario, le di trabajo…
—Le diste un propósito. Ella, después de que tu abuelo… vos te
fuiste, quedó muy triste. Y la vida le volvió al alma cuando fue
abuela. Ese encuentro en la guardia fue crucial para todos. Irene,
mejor dicho Lily, se cruzó con Margarita, la mujer por la cual tu
abuelo la dejó.
—¿De que murió Irene, lo sabés?
—De un infarto, un año después de haberse separado de Ama-
deo... de vos.
—Era joven… ¿Cuántos años tenía?
—La misma edad que tu abuelo… veinticinco…
—¿Tan joven y con un infarto?
—Se le rompió el corazón, Sebastián.
—La verdad es que no entiendo. Vos me hablás de repartir cul-
pas, pero ahora me estás hablando de cosas que no hice, que le hizo
mi abuelo a Lily, que era Irene, su novia… O la deshidratación te
afectó mucho o…
—Si las entiendes, las cosas son como son. Si no las entiendes,
las cosas son como son , dice el proverbio zen. Algunas cosas son
de una forma y que las entiendas o no, no cambia su naturaleza.
130
Jesús nunca existió
Sos vos el que tiene que cambiar para entender.
—¿Entender o creer?
—Una mezcla de ambas. No te sirve de nada creer si no en-
tendés… ¿Creés en Dios, Sebastián?
—No puedo creer en algo que no existe. Veo demasiado dolor en
el mundo, demasiada injusticia para creer que haya alguien sentado
en un trono, viendo cómo todo pasa…
—En tu caso, para creer te hace falta entender… Aunque tam-
bién es malo que la gente crea sin entender. La fe ciega muchas ve-
ces motiva a fanatismos, a querer inculcar cosas a los demás. La
verdadera fe proviene del entendimiento.
—Ya te lo dije a vos y a Lily, veo mucha injusticia en el mundo
para incluso poder entenderla…
—¿Y qué contestó Lily a eso?
—Que al comprender las reglas del juego, sabemos que sólo
somos fichas en un tablero de ajedrez.
—¡Nadie hubiera podido explicarlo mejor! ¿Ves? Sigue siendo
una excelente maestra.
—No me simpatiza la idea de ser una ficha en un juego, porque
eso significa que alguien nos mueve y que tarde o temprano, me
voy a tener que enfrentar con otro bando.
—Todos los días te enfrentás con otro bando, Sebastián. Pero
vos no te das cuenta… Cascarones, quemaduras… Todo está frente
a tus ojos… Todos eligen. Todos pueden elegir…
Sebastián lo miró fijamente, cansado y fastidioso.
—Lo que no entiendo es por qué se necesitan dos bandos…
—El bien necesita del mal, así como el día necesita de la noche
y la luz, de la oscuridad. Todo se entrelaza porque, al final, vamos
al mismo tablero, a la misma caja.
—Sí, al tablerito con crucecitas y placas de bronce… —le dijo
Sebastián, haciendo clara alusión al cementerio.
—No. Todos vamos hacia Dios, no importa nuestra creencia ni
nuestro bando. Todos vamos hacia Él; tarde o temprano, todos lle-
gamos. Incluso, algunos llegan en esta vida, cuando encuentran la
felicidad y el amor, cuando obedecen a su vocación de servicio…
Como vos, que siempre ayudás a la gente, porque nace de tu ser,
como también lo hiciste cuando eras bombero…
131
Silvina Dabini

—Yo no fui bombero, lo fue mi abuelo…


—Ya hablaremos de eso para que lo entiendas mejor, pero tu
vocación de servicio es lo que hace que Dios se manifieste en vos,
creas o no en Él…
—Si Dios se manifiesta en mí como vos decís, ¿por qué se me
muere la gente? ¿Ves? ¡Dios no existe! ¡No puede querer que la
gente se me muera!
—Ya te lo dijo Lily. La gente no se te muere. Se muere, como
nos morimos todos; como también morí yo. Y aparte, sanar, salvar
a alguien, no significa sólo evitar su muerte. Implica dejar que
muera con dignidad, ayudar a que ese tránsito lo haga de la mejor
manera posible. Los trabajadores de la salud, lo saben muy bien,
sobre todo los que tienen trato directo con la muerte.
—¿Y qué me decís de los que quedamos? ¿También me vas a
hablar de encías, de infección y todo eso?
—También te lo explicó Lily. Lo que duele no es la muerte sino
el apego.
—¿Apego a qué?
—A las cosas, a las personas, al propio cuerpo…
—Yo soy esto —le dijo Sebastián, palpando su propio torso—,
es obvio que me va a molestar morir.
—¿Alguna vez te pasó? Digo… morir —le preguntó el Tío.
—Por suerte no…
—¿Alguna vez hablaste con alguien que haya estado muerto
clínicamente?
—No, nunca… Pero tuve el caso de un paciente que había lle-
gado a la guardia con un golpe en la cabeza, por un accidente
doméstico. Cuando lo trajeron hizo paro cardiaco; intentamos rea-
nimarlo durante más de tres minutos, estuvo en línea plana* du-
rante dos, hasta que el monitor comenzó a mostrar un leve latido…
¡No lo podíamos creer!
—¿Pudiste hablar con esa persona?
—Con él charlaron mis compañeros, una vez que lo pasaron a
terapia intermedia… Yo, nunca…
__________
* Línea plana: estado del monitor de frecuencia cardiaca que muestra la falta com-
pleta de latidos en el corazón de un paciente.
132
Jesús nunca existió
—Ellos pierden el miedo, ya no sienten dolor, son aire que flota,
amor en estado puro, queriendo unirse a Él, su creador. Pero mu-
chas veces tienen planes o lecciones por terminar y por eso deben
quedarse. Esa persona que salvaron, ¿cómo era?
—Un señor joven, con mujer y un hijo, según recuerdo.
—¿Ves? Tenía un motivo para volver. Como vos para no irte,
cuando tomaste los blísteres de calmantes y sólo te quedaste dormi-
do. Se llama propósito. Y creo de deberías escucharlo más seguido.
—Mi propósito se fue cuando perdí a mi abuela…
El Tío le respondió.
—Tu propósito sigue vivo, en tu pecho. Y está en Pediatría.
—¿Lily?
—Sí, Irene… Ahora, Lily…
—¿Vos estás loco? Jamás se me ocurriría…
—¿Entonces por qué te ponés incómodo, incluso celoso, si ella
me saluda o si los interrumpo?
—Es que…
—Dale, creo que es hora de que hables con ella…
—¿Y qué le digo? ¿Hola, soy el bombero machista que te plantó
en tu otra vida… ? —se burló Sebastián.
—Ay… ¡No podés ser tan ciego y testarudo! Andá a Pediatría,
yo me quedo acá. Si necesito algo, llamo a la enfermera… Pero
quiero dormir. Necesito descansar un poco.
Sebastián cruzó la puerta de la habitación.
No sabía con lo que se podía encontrar en Pediatría…
Dejarse llevar por las palabras del Tío podía ser peligroso.
Pero, a esa altura, prefería correr el riesgo.
Al salir, el Tío le susurró:
—Le gustan las rosas amarillas…

133
Silvina Dabini

Capítulo 17

ebastián cruzó tímidamente la puerta de Pediatría.


Los chicos estaban durmiendo.
Lily se encontraba en su escritorio, tomando algunas notas,
mientras leía un libro bastante grueso.
Apenas lo vio, le sonrió con un gesto calido.
—¿El Tío ya se durmió? ¡Pobre! Hoy tuvo un día agitado. Se-
guro que te tuvo hasta ahora charlando… Le gusta hablar y, si pue-
de, también tomar mate.
—Con el mate tuvimos un problemita… Pero sí, ya se durmió.
Aproveché para venir a pedirte disculpas. Fui muy grosero con vos.
Yo estoy triste y no te merecés lo que te dije ni cómo te traté…
—Sí, mejor que se durmió. Hay veces que habla por demás y
dan ganas de…
—Sí, ya lo creo que habla por demás…
—¿Querés tomar unos mates? Justo me lo iba a preparar.
—Uy, sí, dale, ¿me esperás? En la pecera dejé unos bizcochitos;
los traigo.
—No, no te preocupes, yo tengo…
Lily fue a un casillero que tenía detrás de su escritorio. Ahí
guardaba el juego de mate, la yerba, varios paquetes de galletitas,
una taza, algunos libros…
Y lo que le llamó más la atención a Sebastián fue una imagen
recortada de una revista. Curioso, preguntó:
—¿Y esa foto?
—Son rosas amarillas, mis favoritas… Siempre me gustaron, no
sé por qué. La mayoría prefiere las rojas o blancas, pero a mí me
gustan las amarillas. —Sacó un pañuelo del bolsillo de su ambo;
era de tela, bordado—. Mirá, me lo regaló mi abuela Dora, antes de
134
Jesús nunca existió
morir. Era de su hermana. Siempre lo tengo conmigo, para que el
recuerdo de mi abuela me acompañe…. No sé por qué, pero las ro-
sas amarillas me hacen acordar a alguien… que alguna vez conocí.
Sebastián la miraba, curioso y, a su vez, incrédulo.
Era obvio que el Tío había escuchado también ese relato y, como
detalle, para romper el hielo, se lo había comentado antes que él
fuera a Pediatría.
—Contame, Lily… —le dijo, sentándose frente a ella—. ¿Siem-
pre quisiste trabajar con chicos?
—Sí, después de estudiar enfermería, la docencia fue mi segun-
da opción —decía, mientras preparaba el mate y ponía las galletitas
en el escritorio.
—¿No pensaste en ser maestra de primaria o jardín de infantes?
—Sí, claro. Pero enfermería me llamaba más la atención. Algo
dentro mío se resistía a la docencia, como si no hubiese tenido un
buen recuerdo. Calculo que me habrá pasado algo de chica en la
primaria… También me interesaba la medicina, pero prefiero traba-
jar con el corazón, no tanto con la cabeza. Y siendo enfermera pue-
do tener más trato con los pacientes…
Sebastián se atragantó con un bizcochito que estaba comiendo.
—¿Estás bien? ¿Dije algo que te incomodó? —se disculpó Lily.
—¡No! No te preocupes… Yo siempre pensé igual. Un médico
es más frío, más metódico. Viene, hace la ronda, da el diagnóstico,
prescribe las drogas y se va. Los que metemos la mano…
—Sí, ya sé. ¡Los que metemos la mano en la mierda somos no-
sotros! Y por eso, al leer lo que anotamos, ellos saben qué tiene el
paciente… Pienso igual, pero de haber seguido medicina, me hu-
biera especializado en cardiología. Me interesa mucho todo lo que
tenga que ver con el corazón. La gente piensa que es sólo un
músculo que bombea sangre, pero es más complicado que eso…
—¡Ya lo creo! —le dijo Sebastián, tomando el primer mate que
le daba Lily—. Decímelo a mí. Tan complicado es hacer que un co-
razón vuelva a latir una vez que decidió no hacerlo…
—Y no solo eso. Yo tengo la teoría de que un corazón puede de-
jar de funcionar porque la misma persona ya no quiere vivir. El co-
razón está unido al cerebro; eso vos lo sabés muy bien. Cuando uno
se pone nervioso, el corazón late más rápido para activar circuitos
135
Silvina Dabini

en el cuerpo y, la mayoría de las veces, cuando una persona muere,


primero se apaga el corazón y, minutos después, el cerebro…
—Pero, ¿qué me decís de la gente que está en coma o con
muerte cerebral y su corazón sigue latiendo normalmente?
—Lo que sigue ahí es su alma, ese motor más potente que el
mismísimo corazón…
—No creo en el alma. Yo creo que soy esto y esto… —dijo Se-
bastián, señalando su torso y su frente, respectivamente.
—La gente viene a esta vida a aprender, a saldar. Pero hay per-
sonas que se resisten porque no quieren; no les conviene entender.
No acatan las leyes universales, tales como la ley de causa y efecto.
Algunos la llaman la ley de oro; otros, Karma. El universo obra pa-
ra enseñarle… Su alma comprende que tiene que aprender, pero la
persona, con su mente, bloquea cosas. Entonces, para aprender las
lecciones, su cerebro se apaga, quedando sólo su alma…
—No creo en esas cosas, Lily. Ya te lo dije.
—Sí, me hablaste de cajones y gusanitos… —bromeó ella, con
voz grave y tenebrosa.
—Es una forma infantil de decirlo…
—¡Es que me causó mucha gracia! Decime, ¿cómo explicás que
una persona en coma profundo o con muerte clínica pueda ver, con
lujo de detalle, cosas que sucedieron a su alrededor y después las
describa cuando vuelve a vivir?
—Quizás su cerebro no había muerto del todo…
—Según un electroencefalograma, no tenía actividad…
—No sé, Lily. Qué sé yo…
—El alma guarda cosas…
—¡El alma no existe! No se ve, no se palpa, el corazón se apa-
ga… Calculo que algún loco inventó el versito del túnel de luz y,
para llamar la atención, varios lo copiaron…
—¿Alguna vez le tuviste miedo al fuego?
—Todos le tenemos miedo al fuego…
—Yo no. Mi mamá me enseñó que el fuego quema, pero no le
tengo miedo. Le tengo respeto… ¿Sabés nadar?
—Sí. Además de lo que estudié, también tomé el curso de sal-
vamento en agua. Por las dudas…
—¿Le tenés miedo al agua?
136
Jesús nunca existió
—No, no le temo. Sé hasta donde se puede ir y cómo manejarme
de la mejor manera para que la corriente no me lleve.
—Le tenés miedo a la muerte…
—¿Otra vez vas a empezar con el sermón?
—Contestame. ¿Le tenés miedo a la muerte?
—Calculo que sí… ¿Por?
—Yo no, porque creo que soy más que todo esto… —le respon-
dió Lily, señalando su cuerpo—, que mi cerebro, mi corazón, mis
piernas… Algo dentro mío me dice que soy inmortal y no interesa
si tengo un cuerpo o no. ¡Sigo viva! Lo que no quiere decir que ha-
ga locuras. Mi cuerpo es mi herramienta y lo tengo que cuidar…
—Cada cual cree en lo que puede —dijo Sebastián, despectivo.
—En eso estamos de acuerdo. Pero a veces pienso que creer no
es suficiente, también hay que entender.
—Creer y entender son dos cosas completamente distintas. Yo
entiendo lo que veo; creo en lo que no veo… Y si no lo veo, no
creo, porque no tengo pruebas… —le respondió Sebastián, tratando
de hilar una cadena lógica.
—¿No te habló el Tío respecto a eso?
—Me dijo algo así como si las entiendes, las cosas son como
son, si no las entiendes, las cosas son como son …
—Sí, es un proverbio zen…
—Zen sentido… —bromeó Sebastián.
—¿Por qué decís eso?
—Porque en base a cómo entendemos las cosas, las cosas son…
—¿Cuánto es dos más dos?
—¿Me estás cargando?
—¿Cuánto es? —insistió Lily.
—¡Cuatro!
—Si no entendieses matemáticas, ¿sería un resultado distinto?
—Es obvio que no; siempre sería cuatro…
—¿Ahora entendés?
—No.
—Las cosas no son el problema. El problema radica en la forma
en que uno las puede ver. Para un nene de dos años, dos más dos es
un acertijo, mientras que para un chico de secundaria es mucho más
que una obviedad…
137
Silvina Dabini

—¿Me das clases de odontología y de matemáticas también?


—Simplemente te estoy explicando que, a mayor nivel espiri-
tual, mayor comprensión. Pero si tu cerebro bloquea cosas, es por-
que no te conviene entenderlas. Tu alma va a buscar una manera; la
parte de Dios que vive en vos siempre va a buscar la Luz…
—O va a buscar la forma de terminar la charla, que me aburre…
—¿No era que te venías a disculpar por ser tan grosero conmi-
go? —lo reprendió Lily, enojada.
—La verdad, vengo por otra cosa…
Quiso hablarle sobre Irene, Margarita y Amadeo, pero no sabía
cómo encarar el tema. Sobre todo, porque podía ser una maquina-
ción del Tío, como mucho de lo que le pasaba últimamente.
Terminó el mate y, cuando se lo entregó a Lily, su vista se
nubló. El objeto se transformó en un ramo de media docena de ro-
sas amarillas. Su brazo, descubierto por la manga corta de la reme-
ra que llevaba puesta, se convirtió en uno cubierto por un puño de
camisa y una manga de saco. Su mano aparentaba ser más joven,
aunque con cortes y lastimaduras.
Y aquel ramo era recibido por una mano femenina, adornada
con una pulsera dorada y un anillo plateado.
Levantó la vista y la vio.
Una mujer bellísima, dulce, con ojos celestes y cabello castaño,
que le sonreía con un gesto de profundo amor. Por esos breves se-
gundos se sintió en paz, como en un sueño del cual no quería des-
pertar. Apenas susurraba y le decía: Te amo, Deo…
—Dale, Sebas. Dame el mate, ¡que se enfría!
La voz de Lily lo sacó de su sueño. Ella estaba sonrojada, como
si por su mente hubiese pasado un pensamiento…
—¿Irene? —le dijo Sebastián, sin poder salir de su asombro.
—¿Deo? —le respondió Lily—. Te vi con una camisa, un saco.
Tenías las manos lastimadas. Me estabas dando… rosas amarillas…
Ambos quedaron el silencio.
Se miraron a los ojos, quizás esperando que esa visión, ese
sueño en el cual ambos se tenían un profundo amor, volviese.
Una vez más, el Tío había tenido razón…

138
Jesús nunca existió

Capítulo 18

a enfermera franquera se asomó a la puerta de Pediatría.


—Sebastián, te llama el señor de la 33. Te quiere pedir un favor.
Tanto él como Lily seguían mirándose a los ojos, sin poder creer
lo que les estaba pasando.
—Sí, ya voy… ¡Andá! —gritó, queriendo echar a la franquera.
—Andá, ya vamos a tener tiempo de charlar… Él te necesita.
—Es un hincha pelotas. No me necesita. Interrumpe porque sí.
—Tenele paciencia, ¡pobre hombre!
—¿No creés que ya le tuve demasiada?
—Tanta como él te tiene a vos. Sos muy tosco cuando querés…
—Perdón… ¿En qué te basás?
—En tus gritos y el choque del mate contra la pared…
—La franquera dijo que no escuchó nada… Lily, estás a dos pi-
sos, ¿cómo pudiste...?
—Andá, Sebastián. El Tío te espera….
—Sí, mejor voy. No sea cosa que me reten porque no lo cuido.
Al fin y al cabo, para eso me quedé.
—Vos no te quedaste por él. Él se quedó…
—¡Por mí! Curioso, eso me dijo su mamá y también él.
—Siempre es así. Si tuvieras una pálida idea de todo lo que él
hace por nosotros…
—¡La tengo! Sobre todo cuando cae sin avisar en casa, se come
las facturas y deja las muñecas quemadas y perforadas, las sábanas
sucias, manchadas con sangre…
Lily reía divertida.
—¿Y vos te pensás que eso es algo malo? —le dijo—. Ay, nene.
¡Cuánto más te falta entender! Andá, el Tío te necesita.
No le hizo gracia que se burlara de él.
139
Silvina Dabini

Se levantó de mala gana de la silla y se fue sin saludarla.


Sebastián iba murmurando entre dientes, dispuesto a cantarle las
cuarenta al Tío.
Salió del ascensor y entró a la 33, hecho una tromba.
El Tío le dijo, sonriendo:
—La pulsera dorada se la habías regalado vos.
—¡Explicame qué está pasando! ¿Tu locura nos llegó a los dos?
¿También a ella le contaste el cuentito de mi abuelo y de la novia?
—Algunas cosas pasan, las entiendas o no. Y en vez de refle-
xionar sobre lo maravillosa que puede ser tu vida, elegís tratarme
de loco, de mentiroso y de chusma…
—Es la primera vez que me entero que mi abuelo era bombero.
—Nunca hablaste con tu abuela de eso. Es lógico, ella te contó
que fue su hermano Niceto quien los presentó… Bueno, para vos,
Cachito. Él también era bombero y el día del incendio fueron los
dos juntos en la dotación*.
»Tu abuelo, aunque era bastante pícaro, no siempre se encarga-
ba él de conquistar a las mujeres. Tenía una treta armada con su
hermano, donde él le decía que tenía un hermano bastante tímido
para presentar… Bueno, no viene al caso. Seguís con el mismo
carácter, cortando puentes con la gente. Pero, cuando querés, sos
bastante respondón.
»La cuestión es que Amadeo… Vos estabas de novio con Irene.
Ella era una mujer independiente. Era maestra, trabajaba, tenía opi-
nión propia y hasta una postura política tomada. A pesar de lo tanto
que la amabas, tu machismo pudo más. Y en cuanto viste a una
mujer que te necesitaba, a la cual podías rescatar y deslumbrar con
tu plumaje de pavo real, te importó más convertirte en héroe que el
amor que sentías por esa dulce y fuerte mujer. Y esa molesta cos-
tumbre de querer salvar a todo el mundo la seguís teniendo…
»De hecho, de ahí nace la culpa por no haber salvado a tu hijo
Ricardo y a Ana; es lo que te hace sentir culpable por haber perdido
a Margarita. Y cuando volviste a perder a tu papá, en esa guardia,
colapsaste…
__________
* Dotación: cada una de las autobombas o camiones de bomberos que acuden en
salvamento a un siniestro o incendio.
140
Jesús nunca existió
—Cuando mis papás murieron yo era un bebé… ¿Cómo pude
haberlos salvado del accidente?
—En el alma queda grabado todo, lo de esta vida y lo de las an-
teriores. El alma es como una hoja, uno escribe y, al volver a nacer,
se pasa la goma para volver a escribir sobre la página. Quien tiene
buen ojo observa que, a pesar de haber borrado lo escrito, el papel
queda marcado. Y las marcas más fuertes surgen de las equivoca-
ciones, porque ahí es donde uno presionó más el lápiz. Ésas son las
marcas más difíciles de borrar, porque ahí la vida te va a forzar a
volver escribir correctamente…
—Lily enseña odontología… Ah, cierto. Vos eras maestro…
—¡Esa misma actitud soberbia y sobrante te hizo perder al amor
de tu vida, porque preferiste una mujer sumisa a una independiente
y con pensamiento propio!
—¡Y dale con eso! No era yo, ¡era mi abuelo!
—El nombre del verdadero amor queda escrito y no se borra.
Tarde o temprano, todos llegan a esa parte de la página. Queda en
uno elegir que ese nombre forme parte de la historia que se va es-
cribiendo o si pasarlo por alto. Incluso tachándolo, como hiciste
vos. Pero, al pasar la goma, eso no se borra y vuelve a aparecer.
—¿Ahora sos poeta también?
—Sebastián, ¿sos ciego o estúpido? Tenés enfrente al amor de tu
vida, a esa mujer que puede completar tu felicidad, que puede com-
prenderte… Ella pasó por la misma tormenta que vos; toda su vida
fue escrita con un propósito. En su hoja, tu nombre no se borró. Ella
escribió su historia así y, ahora, hay que darle un final feliz.
—No puede completar mi felicidad. ¡NO TENGO FELICIDAD!
—¡No querés tenerla, porque pensás que siendo infeliz te estás
castigando por toda la gente que no pudiste salvar, ni en esta vida,
ni en las anteriores! ¿Vos viste lo que es tu casa? Es el reflejo de tu
mente. Es un desorden, con cosas pudriéndose por todos lados. Y en
vez de limpiar y ordenar, echaste a todo el mundo. Como le cerraste
las puertas de tu casa a la gente, así la echaste de tu cabeza, de tu
vida, preferiste vivir en tu propio infierno…
—Encima me vas a decir que me mandé más cagadas todavía…
—¿Sirve que te las recuerde?
—Y dale. ¿Qué le hace una mancha más al tigre?
141
Silvina Dabini

—No, Sebastián. Eso sería hacer leña del árbol caído. Pero te
voy a explicar algo. Las almas encarnan en grupos, es como cuando
te mandan a hacer trabajos grupales, cada uno se encarga de algo
distinto y, para la próxima tarea, cambian de roles. Para equiparar,
las cosas son devueltas. Si alguien mata, en la próxima vida es
muerto a mano de alguien. Si uno roba, en su siguiente vida es po-
bre. Si alguien priva de visión o es ciego espiritual, en su próxima
encarnación va a ser ciego físicamente. Si se es violento o tirano, lo
más probable es que nazca sometido…
Sebastián se aburría con el sermón.
Estaba tan incómodo con las verdades que el Tío le exponía que,
mientras lo escuchaba, buscaba en su mente cómo responderle de la
mejor manera para hacerlo callar. Finalmente le dijo:
—Si yo me apoyara en lo que decís, te tendría que preguntar...
¿A quién dañaste o a quién mataste para que te hagan todo lo que te
hicieron? Ah, Buda. ¿Viste? Te quedaste sin respuestas…
El Tío rió divertido con su planteo.
—Hace mucho que nadie me llama así, pero vas por el buen ca-
mino. No, yo no lastimé a nadie. No es mi naturaleza, nunca lo fue
y nunca lo va a ser. Creo en la justicia y en entender las cosas que
se me explican, sin contestar con una ofensa sin fundamento.
—¿Y por qué no te vengás de los que te hicieron esto? —le dijo
Sebastián, señalando sus heridas.
—Ya te lo dije. Cada vez que alguien daña a otra persona, se lo
está haciendo a sí mismo. Tarde o temprano lo paga, en esta vida o
en la otra. O en la otra… O en las futuras generaciones…
—O sea, si yo hago algo malo, quizás no tenga que pagarlo
yo… ¿Lo paga la gente que viene después? —preguntó Sebastián,
queriendo comprender un sistema bastante complicado de deudas.
—En tu caso, vos fuiste la próxima generación y eso le pasa a la
mayoría. Como ya te expliqué, la gente evoluciona individualmente
y en grupos.
—Si también tuviera que basarme en toda la estupidez que me
decís, ¿de qué me sirve estar con Lily? Si yo la dejé y, según vos, le
rompí el corazón… Ahora me toca que me la devuelva. ¡Ni loco
salgo con una mina que sé que me va a romper el corazón y que me
va a dejar! Ya demasiado fracaso tuve en mi vida para arriesgarme
142
Jesús nunca existió
a que me pase algo así… Insisto, si toda esa cosita de la hoja y de la
goma que me decís es cierta…
—Lily te ama. Irene te ama. Quien ama de verdad no hiere. Vos
le diste un propósito a su vida y, a pesar de ser un viejo amargado,
protestón, narigón y porfiado, ella te va a amar igual. Porque tu
nombre está escrito en su vida; ella escribió su vida con tu nombre
incluido, lo creas o no, y vos le diste más protagonismo a Margari-
ta, dejándola de lado. En tu historia de héroe y de mártir, ni Lily ni
Irene tienen un lugar; obviamente sí lo tuvieron Margarita, Ricardo,
Ana, Matías, Natalia e incluso Alejandro. A toda la gente que te ro-
dea y que busca que tu historia cambie, la borrás. Como borraste
también a Melisa, que era una excelente chica; como borraste a tus
compañeros de secundaria, con los que te llevabas muy bien; y co-
mo borraste a tus compañeros de universidad, con los cuales apren-
diste mucho…
—¿Cuántas veces más me vas a dar el mismo sermón?
—La vida te va a dar todos los sermones… Una y otra vez…
¡hasta que los aprendas!
—Aparte, yo estaba hablando con Lily, vimos lo de las flores,
todo muy lindo… Pero como sos un hinchapelotas, tuviste que ve-
nir a interrumpir… Si según vos, yo tengo que escribir una historia
de amor, no sirve que me interrumpas…
—Te equivocás. En tu cabeza, esa parte de la historia era una
maquinación mía. Si ese momento seguía su curso, ibas a tirar todo
por la borda diciéndole a Lily que yo había inventado todo y que
ella también escuchaba mis locuras. Incluso hasta la ibas a tratar de
loca y le ibas a volver a romper el corazón. No te interrumpí… Te
salvé del error que ibas a cometer, para que no vuelvas a cometer
errores. Antes tenías que comprender en qué te equivocabas.
—Aparte de psicólogo, ¿sos adivino? Creo que me estoy equi-
vocando al escucharte demasiado. Tengo sueño y estoy cansado…
Además, ¿cómo sabés lo que pasó allá? Estás a dos pisos de distan-
cia… ¿Nos espiaste? No entiendo cómo supo Lily lo del mate y lo
de los gritos, si ni siquiera la franquera escuchó algo…
—Cuando Lily entró, vio la pared manchada con agua verde y
yerba mal barrida en el piso. También notó tu gesto de sumisión,
como que te habías mandado alguna macana. Y cuando estás enoja-
143
Silvina Dabini

do, levantás los hombros; hablando conmigo te ponés a la defensi-


va, por si no lo notaste. Vos nos sos el único que se da cuenta de las
cosas con sólo verlas. Lily es una chica muy observadora, igual a
vos. Sabías que Rodolfo tenía cuarenta años, que había sufrido un
accidente y que estaba operado, aunque no había historia clínica…
¿Cómo supiste eso? ¿Cómo notaste que Gladis no se había caído
por la escalera? Gracias a eso, pudiste salvarle la vida…
—Sí, sobre el paciente de la 5, fue una broma de mal gusto…
—¿Todo en tu vida es una broma de mal gusto? ¿Aquello que te
quieren enseñar, mostrar o explicar, es una broma de mal gusto? Si
algo no encaja a tu rompecabezas de mártir, ¿no existe?
—Explicame todo lo que quieras, pero nada me va a devolver a
la gente que perdí… —le dijo Sebastián, levantando la cara.
—Te estoy explicando todo esto para evitar que sigas perdiendo
gente, sobre todo la que realmente te importa. Porque una vez que
lo entiendas, vas a dejar de perderla…
—¿Acaso van a dejar de morirse?
—La gente se va a morir de todos modos… Vas a dejar de per-
derla porque te vas a dar cuenta de que esa gente nunca fue tuya…
—Lo que no termino de entender es… Si yo hago algo y me lo
devuelven, y por lógica, lo voy a querer devolver… ¿Cuándo se
termina?
—Cuando hay amor y cuando hay perdón… Lily te ama y ella
no va a herirte, si ésa es tu duda.
—No sé si pueda amar a una desconocida…
—No es una desconocida. Es una persona que estudió enfer-
mería porque los enfermeros no trabajan con la cabeza sino con el
corazón .

144
Jesús nunca existió

Capítulo 19

ebastián miró al Tío.


Por primera vez, no supo qué contestarle.
Ese desconocido llegó a tocar el centro de su dolor y de su alma.
Como una película que se sabe de memoria, fue contándole parte a
parte. Incluso, sus más profundos secretos y miedos, aquellos rin-
cones a los cuales no había permitido ingresar a nadie, jamás.
—¿Ahora ves la diferencia entre creer y entender? —dijo el Tío.
—No puedo creer en tus locuras… Un tipo que me viene a ha-
blar de amor, de almas, de perdón… Pero termina todos las sema-
nas en la guardia, apaleado. Si tanto sabés, si tantos consejos podés
dar a los demás, ¿por qué no lo aplicás y te conseguís una vida co-
mo la gente? ¿En una casa, con una mujer o lo que sea y dejás de
meterte en problemas?
—Yo no me meto en problemas. Tengo una misión, como la te-
nemos todos… Distintas, pero misiones al fin.
—¿Y cuál es tu misión?
—Enseñar.
—¿Y la mía? —preguntó Sebastián, desafiante.
—Ayudar a la gente.
—¿Te escuchás lo que decís? Si la tengo que ayudar y se muere,
es porque estoy fallando. Según tu explicación, mi misión falla.
¡Dejá de alentarme porque cada vez la estás embarrando peor!
—Mi misión es enseñar y, por lo visto, vos no estás aprendien-
do. No estás comprendiendo ni una palabra de todo lo que te digo,
porque seguís en la misma postura. Cuanto más te hablo, peor te
ponés. Como vos… No importa lo que hagas, la gente se te muere
igual. ¿Sabés por qué es eso?
—¿Porque sos pésimo enseñando como yo salvando a la gente?
145
Silvina Dabini

—A nuestro modo, los dos salvamos a la gente… La única dife-


rencia es que yo lo hago de forma indirecta y vos lo querés hacer de
forma directa… Pero no todos necesitan ser salvados.
—Algo así me dijo Nelly cuando estábamos trayéndote desde la
guardia para acá… —susurró Sebastián—. Si la gente no necesita
ser salvada, según tu lógica, ambos perdemos el propósito...
—En absoluto. Cuando uno busca salvar a otra persona, le
coarta la libertad, el libre albedrío, porque quizás esa persona no
quiere ser salvada… Como vos ahora. Yo intento ayudarte a que
comprendas pero vos seguís en tu postura de viejo amargado.
»Siempre respondés mal, insultando, menospreciando, colocan-
do tu coraza de martirio y dolor, antes que abrir tu corazón y acep-
tar la ayuda que se te brinda desde el amor. Tanto Patricia como
Cacho y Lily, en estos días, no buscaron salvarte sino ayudarte. Pe-
ro vos querés salvar a toda costa a la gente, sin tener en cuenta lo
que esa persona quiere o necesita.
—Para eso estudié. Me quemé la cabeza siete años…
—Vos no estudiaste para salvar gente. Estudiaste para ayudarla,
para que pueda estar mejor en su calidad de vida… Por ejemplo, tu
abuela ya estaba muy vieja, ¿qué ibas a hacer por ella si la salva-
bas? ¿Estirar su vida y su enfermedad aún más? Ella ya había cum-
plido su ciclo y su propósito… Y se fue, sin dolor.
»Matías estaba estallado por dentro. Sus hemorragias internas,
más los órganos despedazados que tenía, le iban a hacer imposible
sobrevivir incluso si vos lograbas que su corazón volviese a latir. Él
también había cumplido su ciclo y vivió lo suficiente para ver a su
hijo convertido en un hombre…
—¿Quién, Alejandro, el nietito de Mabel? Ni lo vio nacer. ¿Có-
mo pudo haber visto eso?
—¡Vos sos su hijo! Se ve que todavía no comprendiste la mecá-
nica del juego… Vos no recordás, pero él vino varias veces a la
guardia; incluso vino a ver a Mabel al hospital. Siempre le llamaste
la atención. Sin saber tu nombre, preguntó en distintas oportunida-
des por vos, mientras estabas en el turno mañana.
»Ya te expliqué el tema de los nombres escritos en la hoja; tu
nombre aparecía en su vida. Pero nuevamente eligió la inconscien-
cia y volvió a perderte.
146
Jesús nunca existió
»Esa noche, cuando tuvo el accidente, la vida volvió a cruzarlos.
Él estaba entubado, sin poder hablar, pero si te tomaste el trabajo de
observarlo, una lágrima corría por su mejilla.
—Obvio, pobre pibe. Habrá sentido un profundo dolor…
—En ese momento, él no sentía dolor físico. Pero sí le dolía el
alma. Antes de que su corazón se detuviese, te miró y comprendió.
Cuando el alma se eleva, uno deja de pensar con la mente y empie-
za ver con el corazón. De hecho, como te explicó Lily, la gente que
está muriendo o en coma profundo, lo está para aprender cosas que
de otra forma, metiendo su cabeza testaruda de por medio, no
podría comprender…
—Digna explicación de un neurólogo… —se burló Sebastián.
—¿Ves? Como vos ahora ponés tu mente en automático para
burlarte de todo lo que te digo… Esa parte queda suspendida y sólo
te queda aprender…
—¿Qué sentido tiene que te expliquen si no tenés mente para
comprender?
—Porque no sólo se comprende con la mente. Ésta somete a jui-
cio; no así el alma y el corazón…
—Muy lindo tu discursito de autoayuda, pero yo tendría que es-
tar en mi casa durmiendo o, por lo menos, que estar trabajando co-
mo cualquier día normal. Es evidente que, cuando viniste a mi casa,
me hiciste el truquito de desactivar el despertador. Por eso seguí
durmiendo y mirá el lío en el que me metiste. Nada de esto hubiera
pasado si yo me hubiese despertado a horario, hubiese entrado a
trabajar el jueves y el viernes a la mañana me hubiera ido a mi casa.
Yo tendría que estar en esa pecera trabajando, tomando mate. Y no
acá, mientras vos me das sermones sobre lo maravillosa que es la
vida, ni aguantándome los discursos de Lily. Estaría llevando mi
vida tranquila…
—¿Considerás que tu vida es tranquila? ¡Mirá hasta donde te
trajo tu vida tranquila! Tu vida monótona, enterrada en el dolor…
Te llevó al colapso, a emborracharte, a considerar que todo lo que
pasa a tu alrededor es tu culpa, cuando intento explicarte que no es
así. Tu vida tranquila, según tu definición, era flagelarte todo el
tiempo con las cosas que no lograste, incluso hasta intentaste suici-
darte. —El Tío comenzó a parafrasearlo—. Y siguiendo tu lógica, la
147
Silvina Dabini

vida que ahora se te está complicando, es lo contrario. Es el alivio,


es el amor, es el perdón.
»Si te sirve de consuelo, tu abuela no murió sola. Murió reco-
nociendo a Niceto, por quien sentía un gran cariño y un infinito
agradecimiento, porque él fue quien permitió que se conocieran. Y
como en su momento te dijo Patricia, esperó a que no estuvieras
presente para irse. De haber estado, no la hubieses dejado ir en paz.
Cacho tuvo la delicadeza de pedirle al médico que no la desfibri-
le… Hizo lo mejor. El alma sabe cuándo es el momento justo. To-
dos estamos en el lugar y en el momento que tenemos que estar, ni
más, ni menos.
—Lo mismo me dijo Lily…
—Ya te lo dije, ella es muy buena alumna.
—O sea, que me voy a tener que aguantar tus palabras saliendo
de su boca…
—¿Te das cuenta de que, a pesar de todo el rechazo que te ge-
nero, pudiste irte y, sin embargo, no lo hiciste?
—Tengo que quedarme a cuidarte, porque vos me metiste en es-
te compromiso… Y no me vengas con que vos te quedás por mí y
no yo por vos… ¡Me cansaron con el versito!
—Esa tarde, cuando fui a tu casa, era evidente la curiosidad que
sentías por ver en qué me iba a meter. Pero no te correspondía estar
ahí. El enfrentamiento no era a la altura de lo que podías presenciar.
—¿Y por eso me tendiste la trampita del despertador?
—Funcionó, porque ahora estas acá cuidándome y podés pre-
guntarme lo que quieras…
—¿Qué te pasó ese día?
—¿Recordás al tipo que estaba acostado en mi cama cuando me
trajiste? ¿Ése que le vende drogas a los chicos en el kiosco?
—Debe ser uno de tus amigotes, ya que también se mete en mi
casa y me quema la mesa, la cama, el lavarropas…
—No es mi amigote. Es mi hermano…
—Ah, bueno… ¡Tu hermano! Tenemos a toda la familia junta…
—Mi papá siempre nos amó a los dos por igual. Pero él no
comprendió eso y creció lleno de orgullo, de rencor, queriendo in-
culcar su mala elección de vida a los que lo rodeaban. Incluso quiso
hacerlo conmigo. Y como no lo consiguió, convenció a la gente pa-
148
Jesús nunca existió
ra matarme. A él no le gusta que las personas se amen, que sean fe-
lices. Él eligió desde el principio el sufrimiento, el dolor y la men-
tira, pensando que ése era el camino correcto. Y, al verse atrapado,
intentó sumar más gente a su causa.
—¿Tanto odio puede tenerte que mandó a matarte?
—Es evidente que no ves los noticieros… ¿Acaso no sabés lo
que pasa en Medio Oriente? Son hermanos y se matan unos a otros.
—¿Y qué te pasó ese día?
—Fui a la panadería, porque esa noche tenía que ayudar a la
dueña a repartir el pan. Llegaron varios chicos y estuve con ellos
conversando. Como no van a la escuela porque trabajan, yo les ex-
plico cosas, los ayudo, los aconsejo y ellos me escuchan. Pero más
tarde cayó la banda que los hace trabajar, la que también trafica
drogas, y de la cual mi hermano es el jefe. Me sacaron a la fuerza
de la panadería; incluso llegaron a pegarle a varios chicos. Me lle-
varon en una camioneta a la plaza y ahí me golpearon con ramas
caídas de los árboles, me sacaron la ropa, se repartieron las zapati-
llas, el jean y la remera. Incluso uno de ellos me orinó; saben que la
orina sobre las heridas arde mucho.
—Ya me había parecido eso… Pero lo que no entendí nunca fue
la quemadura de cigarrillo de la espalda. Incluso Cacho, que en-
tiendo que ya te había ido a buscar varias veces, era la primera vez
que la veía…
—La banda de mi hermano me golpeó hasta donde pudo, porque
incluso ellos se cansaban… Y cuando quedé tumbado boca abajo,
mi hermano vino hacia mí y me apagó el cigarrillo en la espalda,
como lo hace en todos lados, para dejar su marca. Pero la quema-
dura de cigarrillo no fue para mí… Fue una advertencia para vos…
—Ahora me cierra que ese tipo se haya metido en mi casa y que
haya estado por todos lados… Pero lo que no entiendo es qué hice
yo para provocarlo. Si yo no ando en nada raro…
—Según él, sí. Vos sos un buen pibe; ayudás a la gente, igual
que en tu otra vida. Incluso intentás ayudarme a mí y él no tolera
eso… Para él, la gente buena es una amenaza, porque es contagiosa,
inspiradora. Y a él no le conviene que la gente sea feliz.
—Entonces no veo por qué tanta bronca. Si el problema es que
yo sea feliz, decile que ni se gaste en molestar ni amenazar. Yo no
149
Silvina Dabini

soy feliz; por tanto, no soy una amenaza para nadie.


—El bien vive en tu corazón, aún cubierto de dolor. Sufrís, pero
eso no te impide querer ayudar a la gente. Según su razonamiento,
eso no tiene lógica. Desde su óptica, la gente infeliz se suicida, se
encierra… Pero vos, a pesar de todo, seguís adelante, luchás…
—Mirá, es algo simple, conmigo no tiene que meterse. Yo no
me drogo, no me emborracho…
—Recordá aquella noche, Sebastián…
—¿La noche del cuadro…?
—Sí, esa noche. En la guardia se produjo un quiebre. Tu papá
estaba pidiéndote perdón, vos lo estabas salvando y eso a él no le
gusta; prefiere que la gente siga con sus lazos destructivos… Por
eso se dio todo para que esa noche terminaras borracho y tocando
fondo… Pero el bien que vive en tu corazón pudo más… y es lo
que en este momento te tiene sentado en esa silla.
»Ya está amaneciendo. Aún cuando estás cansado, el dolor te
agobia y tu mente lucha por comprender o rechazar las cosas, en tu
interior está Dios, como lo está en el interior de todos nosotros. To-
dos vamos hacia Él; a algunos nos toma más trabajo, a otros, me-
nos… Pero todos llegamos. El papel de mi hermano es retrasar eso,
induciendo a que la gente odie, tenga miedo y se pierda…
—Insisto Tío, yo estudié para ayudar a la gente, es mi vocación.
No sé si lo hago de forma correcta porque, según tus palabras, a
veces se me va la mano y quiero ayudar más de la cuenta. Pero
nunca lo hice con maldad...
—Maldad, no… Egoísmo, tal vez… Para saciar tu sed de he-
roísmo, tu vanidad, tu orgullo. Pero, sacando eso, siempre lo hiciste
para bien.
—No creo que pueda afectarme. Nunca me gustó juntarme con
alguna gentuza así. De hecho, comprendo que Pablo lo haya sacado
corriendo de tu cama.
—¿Sabés por qué lo hizo?
—No.
—Porque le vio puesta la remera que me había prestado la no-
che anterior, toda manchada de sangre. Y Pablo sabe lo que pasa…
Todos lo saben…
150
Jesús nunca existió
—¿Y por qué no te ayudan, entonces? No creo que prestándote
una remera y un pantalón te estén ayudando. Te juro que si veo a
ese mal nacido alguna vez cerca tuyo…
—Es una lucha entre él y yo; no le fue bien a la gente que in-
tentó meterse…
—¿Le tenés miedo? ¡Es un cobarde! Yo no le tengo miedo, ¡si
me lo cruzo va a ver!
—No le temo; siento compasión por él… Le gusta confundir a la
gente… Vos temblaste al pensar que había estado en tu casa…
—Mirá, te prometo esto: la próxima vez que lo vea, lo denuncio.
O le mando un patrullero al kiosco; algo van a tener que hacer…
—¿Sabés qué hace la policía cuando él y su banda me muelen a
golpes en la plaza?
—Por lo que puedo entender, nada. Si no, no estarías acá…
—¡Exacto! Piensan que es un asunto de linyeras y se lavan las
manos. El único que a veces me defiende es el comisario; su hijo
fue alumno mío… Pero cuando dice lo que realmente pasa, lo tratan
de loco y no le llevan el apunte…
—¡No te puedo creer! ¿Te dejan tirado así nomás?
—No. A veces viene algún que otro policía, a ver si estoy vivo o
muerto, y me traen a la guardia… Siempre y cuando mi hermano y
su banda no hagan lo que acostumbran…
—Sí, me imagino. Llevarte a la Iglesia…
—Acertaste. Me dejan tirado al pie del altar y, en tono burlón,
dicen la sangre de un inocente, para ustedes… Y se van. El
sacerdote o alguna persona que esté cuidando la Iglesia ve lo que
ocurre y llama al hospital para que vayan a buscarme.
—¿El sacerdote tampoco se mete a defenderte?
—Insisto, no salís mucho al mundo…
—No te entiendo…
—¿Vas seguido a la Iglesia?
—No tanto; no me gusta.
—¿Por qué?
—Porque su símbolo más significativo es mostrar a su máximo
representante colgado de una cruz, muerto, cuando predican el
amor. Y ese símbolo exhala todo lo contrario. Muestra muerte, cul-
pa, dolor… Así no dan ganas…
151
Silvina Dabini

—En algo estamos de acuerdo. Sigo pensando que la imagen del


Sagrado Corazón es una de las más gratas, aunque algo inexacta…
—¿Por qué lo decís? ¿Porque lo muestran rubio y de ojos ver-
des? Parece un galán de cine. Yo me lo imagino un poco más mo-
rocho, de ojos marrones. Y si era de ascendencia semita, como
dicen, habrá sido narigón… así como vos, con esa nariz de gancho
que tenés vos…
Ambos rieron.
Por primera vez, Sebastián dejó de sentir ese dolor dentro suyo.
Comenzaba a hacer las paces con ese desconocido.
Lo estaba dejando entrar en su vida, poco a poco…

152
Jesús nunca existió

Capítulo 20

na duda yacía en su corazón…


Sebastián, sin querer romper el clima de confianza que estaba
generando con el Tío, le preguntó:
—¿Tu mamá sabe que vos tenés esta pelea con tu hermano?
¿Cómo lo permite?
—Para que entiendas. Sólo somos hermanos por parte de padre.
Él es mayor que yo, en edad. Mi madre vino después y ahí nací yo.
—¿Tu papá tuvo a tu hermano en un primer matrimonio?
El Tío rió.
La concepción humanizada de las relaciones que tenía Sebastián
le dejaba poco margen para explicarle ciertas cosas.
—Digamos que sí…
—Ya sé, no me digas nada. Tu papá después te dio más bolilla a
vos y tu hermano se puso celoso… Suele pasar entre hermanos, pe-
ro nunca vi algo tan patológico, como para que te mande a pegar así
o casi a matar…
—No creo que sea cuestión de bolilla… Yo seguí los pasos de
mi papá o, mejor dicho, hice lo que él quería que hiciera. Calculo
que a los ojos de cualquier padre es más grato ver a un hijo seguir
su mandato pero, de todos modos, continúa amando a los dos.
—A pesar de que tu hermano te deja casi muerto, ¿tu papá lo
perdona? ¿Qué clase de padre es? Yo nunca permitiría eso…
—Conozco tu filosofía… Pero comprendé, vos no sos padre en
esta vida. Sin ir más lejos, al encontrarte con Matías, lo hiciste con
Ricardo. En tu alma lo perdonaste, a pesar de los errores que come-
tió. Como también quisiste ayudar a Natalia y así, a tu mamá…
Sebastián lo observaba con la mirada perdida.
—¿En qué estas pensando? —indagó el Tío.
153
Silvina Dabini

Preguntó por respeto, para no demostrarle que ya lo sabía.


—Si es como vos decís, es triste ver cómo la gente sigue sin
aprender, a pesar de experimentar la…
—¿La reencarnación? —concluyó la frase el Tío.
—Sí, calculo que se dice así. Te juro, yo no creo… Para mí, la
gente nace, vive y termina en la tierra.
—Muchas culturas creen en la reencarnación; otras no… Y las
que no creen, están mal influenciadas con la idea de un Dios casti-
gador. Si en esta vida no te portás bien, te tira a un infierno lleno de
gente vestida de rojo, que te pincha el traste con tridentes.
»El alma no muere; es inmortal, es eterna, porque es parte de
Dios. Como las fichas del tablero de ajedrez, nunca se usan para
una única partida. A veces gana el bien; otras, el mal… lamentable-
mente. Pero Dios es tan generoso que nos brinda las revanchas ne-
cesarias para poder ganarnos el gran premio…
»Algunos prefirieron decir lo contrario: que Dios es malo, que
es un juez implacable que no perdona y que sólo da una oportuni-
dad. De esa manera, se aseguran la buena conducta de la gente.
»En otras culturas creen en la infinita cadena de oportunidades.
Entonces ni se esmeran por mejorar, ya que tienen la eternidad…
»Pero existe un punto medio, que es tratar de hacer y de dar lo
mejor de nosotros, para ir perfeccionándonos y así ganar las mejo-
res partidas cada vez que nos toque jugar. Evolucionar como almas,
para que, en nuestro próximo juego, todo salga de forma óptima.
—Pero lo que vi estando con Lily me hizo dudar…
—¿Por qué?
—Fue muy real… Muchas veces me vi buscando esa mirada en
la multitud… Muchas veces soñé con Irene, aún sin saber que se
llamaba así… Y de todo el tiempo que llevo trabajando en el hos-
pital, nunca le había prestado atención a Lily…
—Lily trabaja a la noche. Vos hace un año que pasaste de turno.
Por circunstancias de la vida se tenían que cruzar recién ahora. Lily
comenzó a trabajar dos años antes que vos y, cuando te cruzaba por
los pasillos, ni la mirabas. Era lógico; salías con Melisa. Después
de que murió tu abuela, te encerraste y te limitaste sólo a interac-
tuar con la gente que necesitabas. Por una cosa u otra, recién ahora
notaste su presencia…
154
Jesús nunca existió
—Cuando pasé al tercer piso, ella vino a ver si necesitaba ayuda
y yo le contesté tan mal… Incluso pensé que era una verborrági-
ca… Pobre mujer, ¡debe odiarme!
—No te odia. Sacate eso de la cabeza.
—¡Ahora caigo en la cuenta! No puedo ser tan… tan…
—¿Viejo amargado? —le dijo el Tío, sonriendo.
—Que seas menor que yo no te autoriza a que me digas viejo...
—¡Y dale con la edad! ¿Cuántos años me das?
—Y… ¿unos treinta y pico?
—¿En qué te basás?
—Después de los cuarenta, la espalda y la cara van tomando una
forma característica. Vos tenés un físico todavía atlético, no como
yo. Mirá, estoy por cumplir los cuarenta y ya tengo pancita… —le
dijo Sebastián, levantándose la remera y mostrándole su abdomen.
—Tenés pancita porque comés lo que no debés. ¿Cuánto hace
que no comés una ensalada, una fruta cruda o te tomás un vaso de
leche? ¿Vas y volvés caminando de tu casa muy seguido? No, por-
que fumás y te agitás a las dos cuadras…
—Sí, tenés razón. Soy un desastre…
—Yo intento ir caminando a todos lados.
—Eso es bueno. Lástima que no siempre hay tiempo.
—Siempre hay tiempo; que lo quieras emplear en otras cosas, es
muy distinto…
—Mi casa me demanda mucho tiempo…
—Y deberías dedicarle más. Las cucarachas muertas en la ala-
cena son bastante desagradables…
—¿También revisaste mis alacenas? Ya ni me extraña…
Sebastián quedó perplejo al recordar.
Corrió a su casillero; ahí guardaba el tubito de plástico con el
hisopo, que contenía la muestra de sangre que había tomado de la
sábana. Para su sorpresa, seguía fresca.
Fue hasta la guardia. Le pidió los reactivos a Patricia y, después
de hacerle las pruebas, determinó que la sangre era AB positivo*.
Patricia estaba en su escritorio, viéndolo ir y venir, desencajado.
—¿Qué estás haciendo, Pipo?
—Nada, una pruebita…
155
Silvina Dabini

—Estás muy misterioso últimamente.


—Me quedé cuidando al Tío.
—Sí, ¡un desastre! Me enteré que plantaste la guardia del jueves
por la noche y que Nelly te pidió una franquera…
—Patri, ¿qué grupo sanguíneo tenés? —preguntó, ignorándola.
—Cero negativo, ¿por?
—Por nada. No me lo acordaba…
—¿Te vas a convertir en vampiro y me vas a chupar la sangre?
No te conviene, vos sos A positivo… —le contestó ella, riendo.
—¿Te acordás por casualidad qué grupo tiene Cacho?
—El universal, cero positivo… Me acuerdo porque una vez fue
a donar para una amiga…
—Sí, qué lindo … ¡Chau! —le dijo Sebastián, llevándose una
hoja de papel para una prueba ABO**, una aguja descartable y los
frascos de reactivos.
—¡Traeme todo eso en cuanto puedas! Si hay algún problema y
me faltan los reactivos, ¡te reviento!
—¡Ya te los traigo, hinchapelotas! —le gritó, desde el pasillo.
Llegó a la habitación.
El Tío lo esperaba sentado y destapado. Al ver a Sebastián, ex-
tendió la mano, sonriendo.
—Que el pinchazo sea leve. No me gustan las agujas.
Sebastián pinchó el dedo índice de la mano derecha del Tío y
puso una gota de sangre en cada círculo del papel. Mientas este úl-
timo se prestaba pacientemente a aquel experimento, dijo:
—No sos el primero que se toma la molestia de sacar sangre de
una sábana. No me gustan las suturas; es lógico que las heridas tar-
den tanto en cerrar…

__________
* Según los estudios hechos a la Sábana de Turín o Santo Sudario, la sangre ha-
llada fue del grupo AB, factor Rhesus positivo.
**El sistema de detección de grupo sanguíneo ABO emplea para su fin, gotas de
sangre y reactivos líquidos, los cuales, al mezclarse con la sangre, determinan a
qué grupo y factor pertenecen las muestras.
156
Jesús nunca existió
Sebastián terminó de aplicar los reactivos y lo miró asombrado.
—¡LA SANGRE ES TUYA! El tipo AB positivo es muy raro...
¿Cuándo me dejaste la marca en la sábana? Yo recién la noté el lu-
nes por la mañana, cuando se fue Cacho y me dejó la cama armada,
con la lámina del Sagrado Corazón metida en el medio…
—La madrugada del viernes fui a tu casa. Te vi saliendo del
hospital tan mal, que quise hablar con vos y te seguí. Vi que para-
bas en el kiosco, te comprabas el whisky y te ibas.
»Esperé del otro lado de la puerta del hall pero entraste. Cerraste
con bronca y empezaste a tomar, a fumar y después te fuiste a la
pieza de tu abuela. Ahí entré a tu casa.
»Estabas muy enojado y temía que, si yo aparecía en tu casa,
comenzaras a pegarme por suponerme un ladrón u otra cosa.
»Cuando ya estabas borracho, gritándole al cuadro, quise ha-
blarte. Estaba detrás tuyo pero era obvio que no ibas a escucharme.
Para colmo, mi hermano también nos había seguido. A los dos mi-
nutos lo tenía al lado mío diciendo vos seguí preocupándote por es-
ta gente, seguí ayudándolos, que así te pagan .
»Pero yo seguía atrás tuyo, hasta que tomaste el cuadro y lo es-
trellaste contra la mesa de luz. Ahí los vidrios volaron por todos la-
dos. Mi hermano reía porque uno de los vidrios fue a parar justo en
mi pecho, en mi esternón, mientras él seguía riendo y me decía así
te pagan … Y se fue al comedor a fumar. Como es su costumbre,
apoyó el cigarrillo en la mesa, al borde, al tiempo que decía si sigue
fumando, va a ser mío más rápido .
»Quiso acostarse en tu cama, pero se lo impedí. Y comenzamos
a forcejear. Vos estabas llorando en la cama de Margarita, cuando él
me dijo a que no te animás a mostrarte ahora, salvador…
»Se fue al comedor y dejó su cigarrillo prendido; quería iniciar
un incendio. Pero justo se desató una tormenta. La ventana del co-
medor se abrió y el cigarrillo se apagó.
—Y se mojaron el sillón y el piso… —le dijo Sebastián, repa-
sando mentalmente esa noche, aunque mucho no recordaba.
—Mi hermano se fue y yo quise quedarme en tu casa por si
volvía. Pero el sillón estaba mojado y tu cama estaba disponible.
Entonces me acosté en ella, agotado, y me desperté el viernes a las

157
Silvina Dabini

dos y media de la tarde. Fui al botiquín de tu baño, tomé un poco


de gasa y la puse en la herida del esternón. Ahí fui a la guardia…
—Y yo vi la mancha el lunes por la mañana…
—Vos el viernes dormiste en el sillón. El sábado estabas tan
cansado que no viste la mancha… Y recién decidiste cambiar las
sábanas cuando se fue Cacho.
—O sea… Vos viniste el jueves a casa y te fuiste herido al día
siguiente, viernes por la tarde, antes que yo despertara…
—Tal cual…
—Y ahí los chicos te atendieron, como todos los viernes…
—Exacto…
—¿Te tomaste las molestia de seguirme porque me viste mal?
—No exactamente…
—¿Qué pasó esa noche…?
—Lily no lo recuerda bien… Por eso te lo contó un tanto distor-
sionado… —dijo el Tío. Prosiguió su relato—. El jueves por la tar-
de, yo estaba tomando mate con Mabel en la pecera. Charlando con
ella, me contó lo triste que estaba por su hijo, porque iba a ser papá
y no sentaba cabeza.
»Ella era consciente de que su hijo tomaba, fumaba marihuana y
que, incluso, robaba a mano armada. Tenía miedo; si seguía así, en
cualquier momento iba a terminar mal o en algún tiroteo con la po-
licía. Ella le había hablado un montón de veces pero la nuera, Na-
talia, era más fuerte y mucho más influyente con su hijo.
»Ninguno de los dos caía en la cuenta de que iban a ser padres y
que tenían que cambiar para darle a ese hijo todo el amor. El primer
marido del Mabel era policía; murió en medio de un tiroteo durante
un robo. Y Matías creció con la idea errónea del odio hacia la po-
licía, pensando que si el padre no hubiese dedicado su vida a eso, él
estaría vivo. Perdió a su padre siendo muy chico.
—O sea, ese chico tuvo un padre policía y uno bombero…
—¡Bien, vas entendiendo el juego!
—¿Y qué tiene que ver el hijo de Mabel conmigo? Digo, por lo
del jueves…
—Mabel cumplió su turno, se fue a su casa y yo me fui del hos-
pital, como todos los jueves. Al pasar por el kiosco de la avenida,
su hijo estaba fumando marihuana. Estaba con la moto, mientras
158
Jesús nunca existió
tomaba una cerveza, con mi hermano sentado al lado… hablándole.
Yo vi la escena y me senté del otro lado. Traté de hacerlo recapaci-
tar sobre su paternidad, pero mi hermano se reía.
»Matías se subió a la moto y se fue… A las dos cuadras, chocó
contra un volquete. Tanto mi hermano como yo corrimos a verlo.
Había quedado en el piso, sin respirar. Mi hermano reía, fumaba y
me decía ya le apostaste una vez, ¿lo vas a volver a hacer? No
pensó en su hijo antes. ¿Y vos creés que lo va a hacer ahora?
—Entonces, ¿tu hermano cree en lo mismo que vos?
—Sí y no. Yo creo que la gente puede mejorar y aprender de sus
errores… Y ya te lo dije, a él no le gusta que la gente sea feliz.
—¿Qué pasó después?
—Los vecinos llamaron a la ambulancia al escuchar el impacto.
Cuando ésta fue a buscarlo, yo iba con él, tomándole la mano,
mientras mi hermano iba al pie de la camilla, diciendo que no iba a
sobrevivir y que no servía de nada. A lo cual le respondí que el
amor lo sanaba todo… Pero él seguía riendo.
»La ambulancia llegó al hospital y lo bajaron. Patricia y todo su
equipo se encargaron. Apenas lo fueron a levantar, el chofer reco-
noció que se trataba del hijo de Mabel y por radio pidió que le avi-
saran. A partir de ahí, ya conocés la historia.
—¿Por qué yo te crucé en el pasillo… mejor dicho, te atropellé?
—Yo estaba hablando por teléfono con Mabel, después de entrar
en la guardia, mientras mi hermano seguía a su lado gritando que
todo era inútil y que ya no lo intentaran…
—Tío, perdóname. Recuerdo bien esa noche y no había nadie
gritando eso… Sólo uno de los enfermeros diciendo que lo deje y
Patricia pidiéndome que parase porque ya había desfibrilado cinco
veces sin responder a la adrenalina…
—¿Alguna vez levantaste la vista para ver quién era ese enfer-
mero que te decía que pares?
—No, yo tenía que salvar a ese chico a toda costa. No reparé…
—Era mi hermano…
—¡Otro más que se mete en la guardia sin permiso!
—Cuando vos te fuiste enojado a la chimenea, ahí supe que no
habías podido reanimarlo; de hecho, no tenías que hacerlo. Supe del
acto de amor y perdón que había sucedido en esa guardia… Y mi
159
Silvina Dabini

hermano también. Se fue derrotado al kiosco, porque estaba seguro


de que vos ibas a estar mal y a necesitar alcohol y cigarrillos para
esa noche. Ahí él quería tener su oportunidad de demostrarme que
nadie se mete con sus condenaditos.
—¿Condenaditos? —le preguntó Sebastián al Tío.
—Cuando llegó Mabel, estaban llevando a su hijo a la morgue.
Patricia y yo nos quedamos con ella mientas vos estabas en la chi-
menea. Estaba triste, pero quería agradecer a todo el personal que
había luchado por su hijo. Yo les sugerí que vos pasaras al tercer
piso. Pude ver el dolor en vos y ahí me propuse ayudarte.
—Y por eso Patricia me dijo que iba a hablar con la caba del
tercer piso… Ahí cuando yo me fui, vos me seguiste; tu hermano
me siguió y pasó todo eso… Y acá estamos… ¿todo esto fue pla-
neado, desde el principio?
—Más o menos… Ya te lo dije, cada quien salva a su manera…
—Lily me dijo que todos éramos una ficha en un juego de aje-
drez y yo me siento manipulado. Vos te tomaste la atribución desde
hace una semana de meterte en mi vida, determinar junto con mis
superiores a qué sector iba e, incluso, ahora estoy acá con vos, por
una trampa. Me desactivaste el despertador, le pediste a Nelly que
me mande una franquera… ¿Tanta influencia tenés sobre la gente
de este hospital? Incluso el mismo director bajó a curarte con gasas
ayer por la tarde…
—Yo fui maestro de todos, Sebastián, pero no lo entendés…
—No lo entiendo ni lo creo… Porque el hecho que dos herma-
nos se disputen mi vida como mejor les parece y conviertan mi casa
en un desastre… Mi vida en un desastre… Es incomprensible.
—En eso no coincido con vos. Ninguno de los dos hicimos nada
en tu vida. Fuiste siempre vos el que eligió…
—Dejalo así. Ya es de día y me quiero ir. Ahora cuando llegue la
enfermera le paso el parte de cómo fue la noche y me voy…
Además, por todo lo que me contás, veo incluso que hasta te metis-
te en la pieza de mi abuela, tomaste la lámina del Sagrado Corazón,
la manchaste con sangre y la pusiste en mi cama. Encima que no
permitís que nadie te cure las heridas, te metés donde no te lla-
man… Esa lámina… Mi abuelo… Yo se la regalé a mi abuela…
Mejor me despido de Lily y me voy.
160
Jesús nunca existió
—Yo no iría a saludarla. Está hablando por teléfono y ya se tiene
que ir. Es una emergencia…
—¿Ves? Es eso lo que no me banco. Vivís metido en todo…
El Tío le respondió:
—Todos estamos en el momento y lugar en que tenemos que es-
tar.

161
Silvina Dabini

Capítulo 21

ebastián saludó al Tío.


Tomó los frascos de los reactivos, fue a la pecera, le comentó a
la franquera del turno mañana que el Tío estaba bien y se fue.
Sólo pasó por la puerta de la 18 y saludó desde la puerta a Gla-
dis, quien le respondió el saludo con alegría.
Al pasar por la guardia, notó algo raro.
Lily hablaba con Patricia y Nelly. Estaba llorando.
Sebastián fue a guardar los frascos de reactivos y la saludó.
Lily corrió y lo abrazó, largándose a llorar aún más fuerte.
—Mi mamá llamó a la ambulancia. Cacho está yendo a buscar-
la. Está con una hemorragia muy fuerte. Ella se trata acá porque
confía en nosotros, pero yo no quiero estar, Sebastián. Sé que no
voy a resistirlo. Una cosa es ver el sufrimiento de cualquier perso-
na, pero no soporto ver sufrir a mi mamá. Me tocó inyectarle mor-
fina en sus peores momentos; nunca quiso venir a internarse. Esta
vez es diferente; ella llamó a la ambulancia. Tiene obra social, pero
eligió venir acá…
—Quedate tranquila. Yo me quedo con ustedes…
—Andá a mi casillero, tengo un ambo extra… —dijo Pablo—.
No te quedes con la ropa de ayer. Teresa viene con hemorragias…
—Muchas gracias. ¿Qué casillero es?
—El 12.
Sebastián fue a cambiarse al vestuario.
La última vez que había entrado allí había sido ese jueves, antes
de irse a su casa, después de haber perdido al hijo de Mabel.
La chaqueta de Pablo le quedaba un poco ajustada, pero para el
caso le servía.
162
Jesús nunca existió
Apenas volvió a cruzar la puerta de la guardia, entraba la cami-
lla con Teresa, empujada por Cacho.
—Sebastián, coordiná todo vos, yo me quedo con Lily… —le
dijo Nelly—. Patricia va a hablar a terapia intensiva. Esto amerita
que los chicos la traten lo mejor posible.
—Sí, Nelly. Quedate tranquila.
Apenas la camilla se adentró en la guardia, tres enfermeros y
Cacho la colocaron en una de las camas. Le conectaron el monitor
de frecuencia cardiaca, para que le vaya tomando la presión, el pul-
so y la saturación de oxígeno.
Sebastián le colocó un suero y, al ver el gesto de dolor de Teresa,
le adicionó morfina. Pidió que le bajaran la historia clínica de On-
cología, del cuarto piso, y la revisaron junto con el médico.
Le tomaron una ecografía de abdomen y confirmaron lo peor: a
pesar de haberla vaciado* y de haberse sometido a varios trata-
mientos, las células cancerígenas se habían trasladado al colon,
provocándole un tumor que se desarrolló a pasos agigantados.
Planearon operarla, pero todavía seguía con el tratamiento de
quimioterapia complementaria a la histerectomía.
Pero, en el transcurso de la noche, la hemorragia empeoró.
Por la mañana, decidió llamar a Lily, que lloraba en la pecera, en
compañía de Nelly.
Patricia pidió a los chicos de terapia que preparasen una cama,
con el suero con morfina.
Sebastián intentaba hablar con Teresa, pero la medicación había
empezado a hacerle efecto. Quería preguntarle hacía cuánto estaba
con hemorragia, para darle más suero y así hidratarla más rápido.
Pidió a Hemoterapia que le bajaran dos bolsas de cero positivo,
para hacerle una transfusión y así recuperar un poco de la sangre
que había perdido en la noche.

__________
* Vaciar: término coloquial que se usa para designar a la histerectomía total, ci-
rugía donde se extirpan el útero, los ovarios y las trompas de Falopio, en caso de
algunas enfermedades, por ejemplo, cáncer de útero.
163
Silvina Dabini

Mientras le colocaba la vía en el brazo libre, Teresa giró la ca-


beza hacia él. Le habló con voz muy apagada.
—Sebastián, ¿sos vos?
—Sí, soy yo… Quedate tranquila, vas a estar bien.
—No voy a estar bien. Pero estoy tranquila porque Lily te en-
contró. Y no me va a alcanzar lo poco que me queda de vida para
agradecerte…
—¿Agradecerme qué? Yo por tu hija no hice nada…
—Ella creció pensando en vos. Estudió enfermería pensando en
vos. Ella todavía tiene ese bebote de plástico en su habitación, por-
que es lo que la motivó todos estos años en su carrera. Cuidar chi-
cos fue su pasión…
—¿Y yo fui ese bebote, no?
—Ya te habrás enterado… Nunca tuve la oportunidad de volver
a ver a tu abuela, aunque vivíamos cerca. Quizás el destino quiso
que ustedes se reencontraran en este momento… Por favor, cuidala
mucho. Es muy buena y tiene un gran corazón… Tus papás…
—Lily ya me lo contó. No hables, Teresa. Guardá fuerzas. Tenés
poco oxígeno... Lily me dijo que de chica ella veía a mis papás…
—Yo conocí a tu abuela, una gran mujer… Margarita…
—Ella me crió…
—Yo quise adoptarte…
—Ya lo sé, Teresa, no hables más…
—Ella nos dijo que no, que todavía no era el momento ni la ma-
nera en que ustedes tenían que conocerse…
—¿Quién les dijo eso?
—La mamá de…
El corazón de Teresa comenzó a fallar.
Lily escuchó el monitor de frecuencia cardiaca, anunciando un
inminente infarto.
Salió a la guardia.
Tras ella fue Nelly, para tomar control de la situación.
El equipo comenzó a preparar el desfibrilador y Sebastián le
puso gel a las paletas…
Hasta que se escuchó la voz de Lily…
—¡DEJALA, SEBASTIÁN! YA LUCHÓ SUFICIENTE. DE-
JALA QUE SE VAYA… ¡NO QUIERO QUE SUFRA MÁS!
164
Jesús nunca existió
Sebastián volvió a poner las paletas en el sostén. Por dentro se
debatía si debía hacerle RCP o no, a pesar de que el monitor de fre-
cuencia cardiaca mostraba el curso de un infarto de miocardio.
La mirada de Lily decía más que todo signo que él hubiera
aprendido a leer en los instrumentales o que cualquier libro sobre
resucitación o cardiología.
Lily la tomó de la mano y, con lágrimas en los ojos, le habló.
—Andá, mamá. La abuela y papá te esperan. Yo estoy bien… Ya
ves que estoy bien… —Y mirando a Sebastián, agregó—. Ya en-
contré lo que estaba buscando. Ya no estoy sola.
Teresa miró a Sebastián y después a su hija.
Sonrió.
Cerró los ojos…
Y su mano se fue aflojando de a poco, mientras el latido de su
corazón se fue haciendo más tenue, para terminar convirtiéndose en
una línea plana.
Lily le acarició la frente y, llorando, le dijo:
—Gracias por todo, mami. Ya nos vamos a encontrar…
Sebastián acarició la mejilla de Teresa, por la cual seguía sur-
cando una lágrima todavía tibia. Esa mujer se había ofrecido a
adoptarlo, sin conocerlo, para darle un hogar, a pesar de su dolor y
de haber perdido a su marido. Y la manera de agradecerle fue es-
tando con ella, en su último minuto, junto a Lily.
Mientras ambos le desconectaban el instrumental, el equipo de
guardia junto con el médico certificaban la muerte.
Sebastián miró a Lily y le dijo:
—Ahora comprendo las palabras del Tío… Tu mamá acaba de
pedirme también que te cuide…
—Como también me lo pedían tus papás cuando yo era chica y
jugaba a ser doctora… Y cuidaba a ese bebé… —le respondió ella.
Ambos se abrazaron y lloraron durante un momento breve, que a
ellos se les hizo eterno.
—Le prometí algo a tu mamá y lo voy a cumplir.
—Y yo le prometí algo a tus papás y también pienso cumplir-
lo… Ya va a haber tiempo…

165
Silvina Dabini

—Lily, dejame quedarme con vos. Ahora te toca todo el papeleo


de tu mamá, certificados, ir a reconocerla a la morgue… No quiero
que pases por esto sola.
—No, Sebastián. Vos te estabas yendo a tu casa. De todos mo-
dos, tengo que esperar seis horas. Mientras voy a casa, me baño y
preparo ropa para cuando la vengan a buscar de la cochería.
—Pasamos primero por mi casa y yo después te acompaño a la
tuya. No quiero que estés sola, mucho menos ahora. Me pego una
ducha, busco ropa limpia, nos vamos a tu casa y te doy una mano.
Lily finalmente aceptó.
Ambos fueron a sus respectivos vestuarios.
Sebastián le devolvió el ambo a Pablo y se puso su ropa. Fue a
buscar su billetera y su celular a la 333.
El Tío ya se había dormido.
Intentó hacer el menor ruido posible y fue al quinto piso a bus-
car a Lily, que estaba poniendo sus cosas en la mochila.
Bajaron por el ascensor.
Lily se secaba las lágrimas con el pañuelo bordado de su abuela,
con flores amarillas.
Él lo sabía muy bien. Ya le había roto el corazón una vez y, aho-
ra, la vida le daba otra oportunidad para enmendar las cosas.
Salieron del hospital y fueron caminando juntos.
Patricia, quien miraba la escena en silencio, susurró:
—Ya era hora, Pipo. Ya era hora…
La 333 daba a la calle. Mientras ellos cruzaban por la avenida,
el Tío, que se había hecho el dormido, pegado al vidrio susurró:
—En el lugar y el momento en que tenemos que estar…

166
Jesús nunca existió

Capítulo 22

legaron al departamento de Sebastián.


Había un poco de desorden, pero no tanto como ese jueves por
la noche. La cama estaba revuelta; tuvo que dejarla así para poder ir
rápido con Cacho y el médico a buscar al Tío a la iglesia.
Le ofreció mate. Lily aceptó. Desde la madrugada que no toma-
ba ni comía nada y sabía que le esperaba un día bastante agitado.
—Andá a bañarte. Mientras me fijo qué hay para comer y lo
preparo. No creo que las cosas en esta casa varíen mucho de la
mía… —dijo ella.
—No te creas, suelen pasar cosas locas acá… —soltó Sebastián,
resignado, refiriéndose a esa última semana que había pasado.
Fue a su habitación, tomó ropa y zapatillas limpias, mientras
Lily preparaba el mate y ponía galletitas en un plato.
Era agradable tener a alguien en la casa. Después de tanto tiem-
po, aparte de Cacho y de Patricia, nadie más había entrado desde la
muerte de Margarita.
Esa chica que hasta hacía un par de días era casi una desconoci-
da, estaba en su casa preparando mate, sin que él le indicara nada.
Salió de bañarse, perfumado y vestido.
Y encontró a Lily en el comedor, con un viejo marco de foto-
grafía en la mano y lágrimas en sus ojos.
—Este es el hombre que vi, cuando tomábamos mate en Pe-
diatría, yo le decía Deo y él me daba rosas amarillas…
—Era mi abuelo… Yo era Amadeo…
Lily estaba desencajada.
—¿Vos fuiste tu abuelo? Yo fui mi tía abuela, la hermana de mi
abuela Dora. Irene, que había sido maestra…
167
Silvina Dabini

—El Tío intentó explicármelo hasta que se cansó, pero por lo


menos logré entender eso… Mi abuelo era bombero…
—Sí, ya lo sé… Y una gran persona. Lástima que tenía la gran
falla de ser vanidoso y un tanto machista…
—¿Vos cómo sabés eso?
—No lo sé, lo recuerdo… Algo dentro mío me lo dice.
—¡Dichosa de vos! Yo no puedo recordar nada de eso. Lo único
que pude ver fue cuando te di las rosas amarillas…
—¿La que está al lado es tu abuela, de joven?
—Sí, apenas se casaron…
Lily se puso seria.
—Por ella me dejó… Me dejaste… Tu vanidad hizo que…
Sebastián estaba dispuesto a decirle la verdad o, por lo menos,
lo que el Tío le había contado, para poder asumir la culpa.
Pero precisamente ése no era un buen momento para volver a
romperle el corazón.
—Sí, Lily. Y espero que me perdones. El Tío me explicó todo.
Yo era bombero y, tal como ahora, tenía esa manía de querer salvar
a la gente. Vos eras una mujer única, excepcional, independiente…
—Mi abuela Dora decía lo mismo de su hermana y de mí…
—Mi machismo, mi estupidez pudo más…
—Y me dejaste…
—Conocí a alguien más…
—Yo te amaba…
—Yo también te amaba…
—¿Y por qué me dejaste?
—Porque fui un estúpido…
—Mi abuela me contó que su hermana se fue a vivir a otra pro-
vincia y al año murió. La encontraron en su cama, con una rosa
amarilla en la mano. Había tenido…
—Un infarto. Pero no le falló el corazón... Se le rompió.
—¿Cómo pudiste?
La discusión iba en aumento.
Ya se desdibujaban los años, las edades…
Lily estaba en aquel romance mientras Sebastián seguía en esta
época, cuando la tomó por los hombros y le dijo:
168
Jesús nunca existió
—¡Pará! Yo entiendo que para vos es natural lo que me estás
contando. Hablabas con tu abuela, te contaba cosas… Incluso podés
recordar, ¡pero yo no! Yo no creía en eso… Hasta que te vi, en ese
sueño… Y hasta que hablé con el Tío.
—¿Qué te hizo desistir de salvar a mi mamá?
—Tu mirada…
—Entendiste mi mirada. Eso hizo que la dejaras ir… Compren-
diste que no todos necesitan ser salvados. Mi mamá tenía que irse,
no necesitaba quedarse, porque su cuerpo ya estaba agotado. Se fue
con la promesa que vos me ibas a cuidar…
—Y la pienso cumplir. Pero creo que no tiene sentido ponerse a
revolver lo que ya pasó… Y encima en otra vida, ¿no?
—Tenés razón, Sebastián… Tenés razón…
Tomaron mate, conversando. Hasta que Lily le pidió que le
mostrara el resto de la casa. Sebastián, avergonzado, se negó. A pe-
sar de la limpieza que había hecho el fin de semana anterior, sentía
que todavía faltaban muchos rincones por limpiar.
—¿Acaso es momento de avergonzarse? Creo que no tendría
que existir eso entre nosotros… —le dijo Lily, guiñándole un ojo.
Sebastián le mostró la cocina, el lavadero, su habitación, la te-
rraza… Pero una puerta aún se negaba a abrir.
—¿Qué hay ahí adentro?
—La pieza de mi abuela…
—Puedo convivir con eso… El pasado es pasado…
—Más bien me avergüenzo por el presente…
Lily tomó la pequeña llave dorada y abrió.
Encontró una cama sin colchón, un clavo a medio arrancar de la
pared de la cabecera y, sobre la cómoda, la lámina del Sagrado Co-
razón. Sebastián se adelantó a tomarla antes que ella. Detrás estaba
la dedicatoria de su abuelo a Margarita y no quería que la leyera.
Pero algo le llamó la atención. La sangre que había fluido por el
corte en el pecho ya se había secado y había formado una cascarita
que volvía a unir el papel.
Y, como si fuera poco, la escritura estaba casi borrada.
Abrió un cajón de la cómoda y la puso ahí, antes de que Lily
pudiera tomarla. Caminando por la habitación, se escuchó un crujir
169
Silvina Dabini

entre los zapatos de Lily y la alfombra. Un trozo de vidrio del mar-


co de la lámina había quedado allí. En el filo había sangre seca.
—Éste fue el que le dio en el pecho… —susurró Sebastián, le-
vantando el vidrio del piso.
—¿Qué, Sebas? —preguntó Lily.
—Tengo que contarte algo… —afirmó Sebastián.
Y narró todo lo sucedido ese jueves por la noche, lo que él re-
cordaba y lo que el Tío le había dicho.
—Yo lo recordaba de otra manera. Para serte sincera, a mí tam-
bién siempre me intrigó lo que hacía el Tío todas las semanas y ese
jueves me propuse seguirlo. Pero uno de los chicos del sector me
dio más trabajo y me perdí todo.
—Según lo que me dijo, es una lucha personal, de él contra…
—¿El otro linyera…?
—Según tengo entendido, no es un linyera común y corriente…
¡Es su hermano!
—¡Eso tiene más sentido todavía! —respondió ella.
—Lily, siento mucha vergüenza… Llegaste a mi vida en un mo-
mento muy malo. Soy un desastre. Después de que murió mi abue-
la, mi vida, mi cabeza y mi casa se convirtieron en un infierno. ¿A
vos te parece? Toda la gente que me rodea, que me rodeó… ¿Y
aparece un desconocido a ayudarme?
—Ése es el problema… Pensar que es un desconocido y tratarlo
como tal, cuando él te conoce más que vos a vos mismo.
—Tanto él como su mamá me hablaron de cosas que pasaron
incluso antes que ellos nacieran. El Tío no debe tener más de treinta
y cinco años. Y la mamá calculo que no llegará a los cincuenta. Me
hablaron de cosas que sólo yo sabía; ni siquiera mi abuela sabía…
Y eso me genera desconfianza… Me siento vigilado, invadido.
—Le pasa a la mayoría hasta que comienza a entender…
—¿Qué tengo que entender? Esta semana fue la más desordena-
da de mi vida. Te juro que no entiendo nada. Parece que todo el
mundo se confabuló en mi contra o algo por el estilo. Es como si
pasara algo y yo estuviera parado al costado…
—Antes de hacerte tanto problema, ¿por qué no te enfocás en lo
bueno de todo esto que te pasó?
—¿Bueno como qué? Yo tenía mi vida establecida…
170
Jesús nunca existió
—No estabas establecido. Estabas cómodo en tu círculo de do-
lor y sufrimiento, hasta que llegó el Tío a sacarte...
—¿Te das cuenta? Un tipo que ni siquiera se hace llamar por su
nombre tiene más poder que el director mismo… En los años que
trabajo en el hospital, jamás vi al director bajar a la guardia y me-
nos, para curar a un paciente. Él decidió sobre el personal, sobre los
pacientes… Y ni un nombre tiene, porque todos le dicen Tío…
—Tiene un nombre, lo tuvo… Pero preferimos llamarlo Tío. A
mucha gente no le gusta enterarse de su verdadero nombre, porque
para muchas personas, él está muerto, no existe, es una leyenda, un
mito, una mentira inventada… Incluso hay gente que lo odia…
—¡Y si se mete en cuanto problema hay! Es lógico que le tengan
bronca…
—No lo odian por eso sino por todas las cosas que se hicieron
en su nombre, incluso cuando él estaba en completo desacuerdo. Lo
culpan de muchas cosas, tanto a él como a su padre. Lo culpan de
muertes, de masacres, de robos, de secuestros, de violaciones… Y
lo que más le achacan son las muertes de los niños…
—Ahora entiendo… ¡Menuda familia tiene! Él y su padre meti-
dos en todo eso… ¿Y después se queja de cómo salió el hermano?
—¡Es evidente que no estás entendiendo! Si él anduviera en lo
mismo que el hermano, ¿lo buscaría para matarlo o por arruinarle
el negocio ?
—Quizás quiere sacarle clientes…
—Sí, pero no de la forma que vos pensás…
—Tal vez soy el único que ve lo tan peligroso que es ese tipo,
mientras todos ustedes lo siguen defendiendo…
—O le tenés tanto miedo porque él es quien se atreve a sacarte
de tu pesadilla y vos no querés despertarte… ¡A nadie le gusta des-
pertar, aunque sea de una pesadilla!
—¿Por qué no dejamos de filosofar? Tenés que ir a tu casa.
Tenés que bañarte, cambiarte, dormir un poco… En un par de horas
vas a tener que hacer los trámites por tu mamá y no es algo grato.
—Un par de mates más y nos vamos.
Terminaron de tomar mate.
Sebastián se preparó y salieron.

171
Silvina Dabini

Caminando por la avenida, escucharon una voz que gritaba


detrás de ellos.
—Sigan confiando en él, tarde o temprano no va a volver.
Voltearon a ver qué pasaba.
El hermano del Tío, tenía una botella de vino en una mano y un
cigarrillo en la otra.
—¡A vos, pibe, a vos! Seguí ayudando a la gente, vamos a ver
quién te va a ayudar a vos.
—Dejalo, es un loco. Demasiada droga le quemó la cabeza…
dijo Sebastián—. Seguí caminando y no te des vuelta.
Así avanzaron las cinco cuadras que faltaban.
Al llegar, una atmósfera familiar se respiraba.
Había manchas de sangre por toda la casa, sobre todo en la ca-
ma de Teresa. Las ventanas estaban cerradas y toallones sucios en
el piso evidenciaban la fuerte hemorragia que había tenido la mujer,
esperando a la ambulancia.
Sebastián había previsto que eso podía pasar. Sacó de su mochi-
la una caja de guantes de látex y le pidió a Lily bolsas de residuos.
Mientras ella lloraba, se pusieron a ordenar y a limpiar la casa.
—Ya pasamos por esto cuando tuvo el cáncer de útero. No
pensé que volvería a ocurrir… —decía Lily, juntando toallones en-
sangrentados del piso y poniéndolos en bolsas—. Mi mamá ya está
en paz. No los pienso lavar. Voy a comprar toallas nuevas…
—Hacés bien, Lily. Semejante desastre no se quita con jabón o
quitamanchas…
—No quiero recordar su sangre, sino su sonrisa…
—Lo mismo me pasó el jueves… Tuve que dar todo lo de mi
abuela. Su ropa, zapatos…
Siguieron limpiando.
Lily llevó las bolsas llenas al canasto de basura en la vereda.
Ya había pasado el mediodía y sus ojos se cerraban.
De sueño, de cansancio y de dolor.
—Me voy a pegar una ducha. Me quiero acostar un rato…
—dijo—. Esperame, no te vayas…
—Hacé tranquila. No me voy.
172
Jesús nunca existió
—Si querés, recostate un rato en mi cama. Mi pieza es el único
lugar decente de la casa como para que puedas estar un rato.
—Sí, está bien. ¡Andá a bañarte!
Mientras Lily se bañaba, Sebastián entró a su habitación.
Estaba muy bien decorada, con paredes de colores, una bibliote-
ca ordenada… Absolutamente todo contrastaba con la suya, gris,
caótica y con olor a cigarrillo.
Sobre el lecho armado vio algo que lo impactó: un bebote de
plástico, cuyo desgaste por los años se notaba, pero seguía en bue-
nas condiciones.
Se sentó al borde de la cama, con el bebote en las manos, incré-
dulo. Ese muñeco era la prueba más contundente de que todo lo que
había dicho el Tío era cierto.
Lily salió de bañarse, con el pelo suelto y su pijama puesto. Su
perfume, dulce y suave a rosas, por un instante lo dejó sin habla.
—¿Puedo pedirte algo?
—Sí, lo que quieras…
—Tengo mucho sueño y un solo lugar en toda la casa donde es-
tar. Quedate a dormir conmigo, hasta que me llamen del hospital.
No quiero estar sola.
Sebastián se sacó las zapatillas y se recostó a su lado, frente a
frente, tomándose de las manos.
Lily tardó poco en quedarse dormida. Estaba tan cansada que
apenas respiraba.
Él la observaba en silencio.
Había algo en ella que le recordaba viejas épocas de felicidad,
incluso, en medio de la tormenta.

173
Silvina Dabini

Capítulo 23

mbos estaban dormidos, cuando sonó el teléfono.


Lily se levantó a atender y, cuando colgó, despertó a Sebastián.
—Llamaron del hospital. Tengo que hacer el papeleo y recono-
cer a mi mamá en la morgue antes de que se la lleve la cochería.
—¿Pensaste qué vas a hacer? ¿Si vas a velarla o qué?
—Su voluntad era que no la velara. Quería que la cremara y la
tirase sus cenizas junto a las de mi papá… Eso ya estaba hablado
desde la última vez que tuvo el cáncer en el útero. Yo sé que es un
tema poco grato, pero mi mamá se fue preparando desde aquel en-
tonces. Calculo que ya se estaba despidiendo.
—Contá conmigo para lo que necesites… —le dijo Sebastián,
abrazándola—. Comienzo a pensar que todo lo que pasó esta sema-
na no fue casualidad. Yo tenía que estar con vos y con tu mamá.
—¿Todavía creés en las casualidades? Nunca existieron…
—O fue una casualidad… O todo tuvo que ser un plan de…
—¿Del Tío?
—Calculo que sí. Toda esta semana se dio de tal forma que
pienso que él estuvo metido…
—¡Sí, pero no como vos pensás! Todos estamos en el lugar y en
el momento en que tenemos que estar.
—Eso también me lo dijo el Tío…
—¿Nunca te pasó, por ejemplo, perder un colectivo, subirte al
siguiente y enterarte después de que el primero terminó chocando?
—lo probó Lily.
—Me pasó algo más delicado… Yo tendría que haber ido en el
auto cuando mis papás chocaron. De haber ido con ellos, quizás mi
papá no hubiese tomado y no hubiese chocado con el tuyo, y todos
estarían vivos…
174
Jesús nunca existió
—O no… Nunca se sabe… La vida no puede basarse en qué hu-
biese pasado si… ¿Vos me decís que fuiste tu abuelo?
—Es una forma fácil de decirlo. El Tío estuvo bastante tiempo
tratando de explicarme…
—Cuando un alma desencarna, o sea, la persona muere, pasa un
tiempo hasta que vuelve a encarnar. Es decir, vuelve a nacer o vuel-
ve a ser la energía que forma a un ser humano. En ese momento,
que pueden ser horas, días, meses, años… es instruido en la misión
de su próxima vida. Y la vida que elige también sirve para que pue-
da pagar aquellas cosas malas que hizo anteriormente, que las pue-
da saldar… Lo que algunas culturas y religiones llaman karma.
—Ay, Lily, hablame en criollo, por favor.
—Vos, como tu abuelo, moriste sabiendo que tenías algo por
hacer, por empezar: quedarte con tu mujer, que resultó ser tu abue-
la. Debías cuidarla, porque ella se iba a quedar sola. Vos lo sabías
antes de encarnar. Todos sabemos qué es lo que va a pasar, como
una película que ya vimos, pero para que las cosas puedan pasar
naturalmente nos olvidamos de la trama. Hay personas que pueden
ver las películas de todas sus vidas, incluso a futuro, y pueden ver
las de los demás. Ése es el caso del Tío.
—Hasta ahí vamos bien, pero… ¿cómo pueden ver? Es mi vida;
fue mi vida…
—Todo queda escrito…
—Algo dijo el Tío sobre una hoja que se escribe, que se borra…
—Y donde más te equivocaste, queda marcado… Eso es el kar-
ma. Ahí la vida te va a obligar a escribir mejor…
—Pero hay veces que no podés escribir. Si la vida te borra de un
plumazo, si te morís, si te matan… Creo que es un tanto injusto.
—Yo también debí haber muerto el día del choque. Yo iba en el
primer asiento con mi mamá… Pero ya te conté. Ella nos atajó…
—¿La madre del Tío? Esa parte no la entiendo.
—Porque no tenés que entenderla, tenés que creerla…
—Me cuesta mucho, Lily…
—Más allá de tener que quedarte por tu abuela, lo cual hiciste
cumpliendo lo que te habías fijado, un propósito mayor te mantuvo
con vida, igual que a mí, formándonos un camino…

175
Silvina Dabini

—Ahora entiendo las palabras del Tío… Ese día despertó en


ustedes dos una vocación, un camino que hoy los vuelve a cruzar,
cuarenta años más tarde, para que puedan seguir…
—¡Por fin lo estás escuchando! ¿Viste? Tanto te resistís y es ob-
vio que en el fondo lo estás escuchando.
Sebastián tomó el bebote de plástico. Mostrándoselo, dijo:
—¡Esto me hace creer!
Sacándoselo de las manos, Lily lo miró a los ojos.
—Lo que te hizo creer, en todo caso, fue ese ramo de rosas
amarillas...
Y lo abrazó.
Sebastián le correspondió al abrazo, con una inmensa necesidad,
sintiéndose el uno con el otro…
Como muchos años atrás, cuando se amaban.
—Ya va a haber tiempo —le dijo Sebastián—. Vamos al hospi-
tal y te doy una mano con todo lo que tengas que hacer.
Lily preparó una muda de ropa para su mamá: el vestido favori-
to de su papá, según le había contado Teresa.
Camino al hospital, tuvieron que pasar enfrente de ese fatídico
kiosco, donde estaba un grupo de muchachos tomando cerveza.
Entre ellos, se encontraba el hermano del Tío.
Sebastián y Lily ni miraron, pero desde la otra vereda se es-
cuchó una voz burlona gritándoles.
—¡Saludos a sus papis! ¡Dentro de poco los van a ir a visitar!
Todo el grupo que estaba con él se rió, quizás sin conocer el
sentido de esa frase. Lily dijo entre dientes.
—Me tiene harta ese tipo, pero no pienso contestarle. Lo más
probable es que si cruzo a decirle algo, termine en problemas o
atropellada por un auto. Es obvio que nos quiere provocar.
Sebastián levantó la mirada y, clavándola en los ojos de ese
hombre, lo miró fijo y le dijo:
—No vemos a nuestros papis. ¿Vos cómo te llevás con el tuyo?
Las risas del grupo que lo acompañaba se callaron… Y una pro-
funda mirada de odio cruzó la avenida.

176
Jesús nunca existió
Sebastián y Lily siguieron caminando.
En la guardia los esperaba el Tío, en bata, un poco más repuesto
de sus heridas. Lily corrió hacia él y lo abrazó muy fuerte, llorando.
Sebastián fue a hablar con Nelly, que estaba en la pecera.
—Gracias por acompañarla —le dijo—. No podía estar sola en
un momento así y vos sos la mejor compañía que puede tener.
—¡Pobre chica! Si yo soy la mejor compañía…
—Porque vos comprendés lo que es perder a tus papás y no la
vas a juzgar en su dolor, a pesar de todo lo que pasó…
—¿De todo lo que pasó? —parafraseó Sebastián.
—Ya sé que su papá fue el que chocó con tu padres… Me lo dijo
el Tío hace un rato. Yo no lo sabía. La única que lo sabía de acá era
Mabel, que ese día estaba de guardia.
—¿Cómo están ella y el nietito?
—Bien, por suerte. Ella pudo ir la casa a descansar un poco y ya
volvió. El nietito está en Neonatología. Está estable. Quizás el lunes
le dan el alta.
—Me alegro. Nelly, me voy, así ayudo a Lily con los papeles.
Quiso ubicar a Lily en la morgue, en planta baja, pero no la en-
contró. Y como la última persona con quien la había visto era el
Tío, supuso que quizás estaría charlando con él en su habitación.
O en el quinto piso, en su sector.
Subió al tercer piso y fue derecho a la 333.
El Tío estaba sentado en la cama, de espaldas a la puerta, con la
bandeja de la merienda y tomando mate.
—La franquera me prestó el juego de mate de la pecera. Te es-
taba esperando. Lily se fue a hacer un par de trámites al sector ad-
misión, según me dijo. Pero después de hacer todo, viene para acá.
¿Querés un mate mientras la esperás?
Sebastián había aprendido a no resistirse a sus invitaciones.
Al contrario, su curiosidad por saber adonde llevaría la conver-
sación lo hizo sentarse a su lado y aceptar un mate.
—Estoy muy contento por ustedes —dijo el Tío.
—¡Gracias! Algo me dice que vos tuviste que ver en todo esto.
Vos y tu mamá.
El Tío rió divertido.
177
Silvina Dabini

—Bueno, un poquito… Pero prometeme que no te vas a enojar.


Un suave y dulce olor a rosas llenó la habitación. Sebastián lo
conocía muy bien.
Ahí estaba ella, sonriendo, en la puerta.
Se acercó al Tío, lo miró a los ojos y él le devolvió la sonrisa.
Luego lo miró a Sebastián, sonriendo.
Éste se puso de pie y la abrazó muy fuerte, como si algo dentro
suyo tuviese la necesidad de ese contacto maternal, compañero,
cómplice.
—¡Gracias, madre, muchas gracias! —dijo Sebastián, con sus
ojos llenos de lágrimas—. Usted salvó a Lily ese día… Usted le di-
jo a su mamá y a mi abuela qué camino teníamos que seguir…
Gracias por todo este tiempo, ¡gracias!
—Ustedes dos tenían que encontrarse, Sebastián —respondió
ella—. Yo sólo hice lo que debía hacer.
—¿Cómo puedo agradecerle lo que hizo por nosotros?
—Cuidándola, respetándola, sabiendo lo que vale... Su corazón
está lleno de bondad. La mejor forma de agradecer es amando.
Sebastián lloraba, desahogando todo el dolor que tenía dentro.
Al fin comprendía que había vivido sufriendo, cuestionándose to-
do… Y ahora todo encontraba su causa, como un cielo que, después
de la tormenta, se aclara para dar paso al sol.
—Ella es muy fuerte —le dijo el Tío—, pero también es vulne-
rable. Cuidala mucho y amala.
Lily entró a la pieza.
—Ya hice los papeles y se la lleva la cochería… ¡Hola madre!
Lily abrazó a la mujer y se puso a llorar.
Sebastián secó sus lágrimas. Mirando a Lily, le dijo al Tío:
—Definitivamente, es más fuerte que yo. Yo no vi morir a mis
padres, no vi morir a mi abuela, pero ella sí. Y ahí está, entera,
mientras todos estos años yo consideré que mi vida era un infierno.
—Eso es el amor. El amor te mantiene entero, como a mí, des-
pués de cada golpiza. El amor sana heridas y todo lo perdona. El
amor no retiene, no cela. El amor lo es todo…
—Recién ahora puedo ver lo bella que es —confesó Sebas-
tián—. Puedo ver sus ojos, puedo verla… Pero no de la manera que
vi hasta ahora. Vi su sonrisa y sus lágrimas, la vi durmiendo, la vi...
178
Jesús nunca existió
Cuando era Irene, la vi hablándome, dándome un sermón. La vi en
mi casa haciendo mate…
—Eso es amor. Ni más ni menos que amor…
—Tío, ¡la conozco hace una semana!
—La conocés desde siempre —le dijo el Tío, sonriendo—, pero
recién ahora la reconociste…

179
Silvina Dabini

Capítulo 24

n camillero de la morgue se asomó a la 333.


—Ya se la llevan... ¿Querés despedirte?
Lily miró a Sebastián, al Tío y a su mamá.
—Quedate tranquila. Vamos con vos... —le dijo el Tío.
Juntos fueron hasta el ascensor y la acompañaron.
Teresa ya estaba lista para que se la lleven y ellos habían cum-
plido su último deseo: lucir el mismo vestido que usó el día de su
compromiso con Mario.
Lily besó su frente, dejando sobre ella una lágrima.
—Gracias, mamá. Gracias por todo. Por darme la vida, por
brindarme un camino, por el mejor papá del mundo... Y por estar
siempre conmigo...
El Tío y su mamá también se inclinaron y besaron su frente.
Él puso su mano sobre las de Teresa, cerró los ojos y rezó una
pequeña oración. Luego sonrió y le dijo a Lily:
—Ya pronto volverán a verse. Las almas grandes siempre se
reencuentran.
La gente de la cochería cerró el cajón y se lo llevó.
Lily quedó abrazada a Sebastián.
En un instante, el Tío y su madre habían desaparecido.
—Gracias, Sebastián. De no haber estado conmigo, hubiese pa-
sado por esto sola.
—No estás sola. Tenés amigos, compañeros…
—Pero nadie puede comprenderme como vos…
Sebastián la tomó de la mano, para salir de la morgue.
—Yo llegaba por la mañana a casa, pasaba por la panadería y
llevaba algo para tomar mate con mi mamá. Me quedé sin mi com-
pañera… —dijo Lily, con lágrimas en los ojos.
180
Jesús nunca existió
—Te propongo algo... —aportó él—. Vayamos a casa, pedimos
una pizza y te quedás… Así no pasás la noche sola. Todavía me si-
gue cubriendo la franquera. Charlamos y comemos. Algo me dice
que tenemos mucho por hablar.
—Primero pasemos por mi casa. Tengo que llevar unos papeles
de mi mamá. Además, necesito terminar de limpiar algunas cosas,
si no te molesta...
—De la misma manera en que Patricia me ayudó a limpiar mi
casa, yo te voy a ayudar a limpiar la tuya…
—Esperame en la guardia…
—Mejor te espero en la pecera. Quiero hablar con la franquera
que cubre a Mabel. Y con ella también. Nos vemos en un rato.
Lily fue a agradecerle a Nelly y a los chicos de la guardia por
haber atendido a su mamá. También hizo su parte con Cacho, por
haber ido a buscarla.
—Nena, ni lo digas. Para eso somos compañeros.
—¿Te diste cuenta que fuiste a buscar tanto a la abuela de Sebas
como a mi mamá? Fuiste muy importante en nuestras vidas. Sebas-
tián te quiere mucho, como a un hermano...
—Y yo también a él, aunque es un cabeza dura. Las cosas le pe-
gan en la cara y no las ve… Como vos, por ejemplo…
—¡Ya me vio! —contestó Lily, guiñándole un ojo.
—¡Bien! Ahora te toca domesticarlo. Tiene mal carácter, ronca
de noche y le gusta comer con mucho ajo…
Ambos rieron.
Lily abrazó a Carlos en agradecimiento y, mientras le devolvía
el gesto, le pidió:
—¡Cuidalo! Que no se meta en problemas.
—Sí, Cachito… ¡Te prometo que lo voy a tener cortito!
Mientras Sebastián subía al tercer piso a hablar con la franquera,
se encontró un panorama poco grato.
El marido de Gladis discutía con la enfermera y con el médico…
Otra vez.
—Encima que me tiran al policía encima, no me puedo llevar a
mi mujer… —decía alterado.
181
Silvina Dabini

—Señor, creo que quedó más que clara la denuncia que asentó
su mujer. Usted no puede estar acá.
—¡Decile a esa puta que todavía está casada conmigo y que si
quiero me la llevo!
Alfredo se dio vuelta y vio a Sebastián a pasos del ascensor.
—¡Ahí estás, hijo de puta! Vos ayudaste a mi mujer a encontrar-
se con el amante, ese tipo estuvo acá. Vos lo dejaste entrar, llamaste
a la policía, me metieron en la comisaría por tu culpa… Pero con-
migo no vas a poder. ¡El comisario es amigo mío, pendejo!
Sebastián habló en tono calmo.
—¿El comisario sabe que a usted le gusta pegarle a las mujeres?
¿Así y todo lo dejó suelto? Vamos a tener que rever las cosas, en-
tonces... —Y mientras lo miraba, notó que en la manga de su cami-
sa comenzaba a aparecer una quemadura de cigarrillo. Su muñeca
empezó a dolerle y un cascarón de sangre se formaba. Sin dudar,
gritó hacia la 333—. ¡Tío, te necesito!
Un policía grande y fornido salió de la habitación.
Se paró al lado de Sebastián y dijo:
—¿Este tipo está causando problemas?
—Sí, está molestando a la enfermera, al médico, a una paciente,
a mí y a la tranquilidad de todo el piso. Estamos en problemas. El
señor es policía retirado y ha venido armado al hospital. Calculo
que con la intención de matar a su mujer…
—¡Callate, infeliz! —gritaba Alfredo—. A vos también te voy a
bajar…
—Explíqueselo a asuntos internos cuando lo bajen de la fuerza,
señor —habló el policía—. Acompáñeme. No haga esto más difícil.
Alfredo tragó saliva. De exonerarlo de la fuerza perdería su ju-
bilación y la tenencia de sus armas. Sin hablar, acompañó al policía
hacia el ascensor y se dejó esposar de forma pacífica.
—Gracias, Sebastián —dijo la franquera que cubría a Mabel—.
Este tipo se estaba poniendo pesado. Gracias por ayudarnos. Nin-
guno de los dos podía ir a la pecera y llamar a la policía.
Sebastián estaba intrigado. Pensó que iba a aparecer el Tío y, en
cambio, lo hizo aquel policía.
Fue a la 333 y encontró al Tío sentado en una silla, sonriendo.
182
Jesús nunca existió
—Te dije que el hijo del comisario es alumno mío. Conozco al
comisario también. No es amigo de Alfredo, pero lo dejó libre para
darle una oportunidad… Ese hombre tiene tan mal genio. Era obvio
que iba a venir por su mujer y solo se iba a cavar su propia fosa...
—¿Por qué apareció una quemadura de cigarrillo en su camisa?
—Mi hermano lo encontró en la puerta del hospital y le contó
todo… Vos sabés que él deja su marca…
—¿Y cómo sabías que Alfredo venía a buscar a Gladis? ¿De
dónde salió ese policía?
—Lo mandó el comisario. Conociendo la historia, la única fuer-
za que puede meterse es asuntos internos.
—¿Cómo sabías que todo eso iba a pasar hoy?
—Intuición…
—¿Y cómo te arriesgaste a que viniera? Seguro estaba armado.
¡La iba a matar!
—No estaba armado. Cuando estuvo preso, le avisé al comisario
que tenía tenencia de armas y se las secuestró.
—No entiendo... ¿También podés influenciar al comisario?
—La salvaste, ¿sí o no?
—No, vos la salvaste. Vos hiciste todo...
—Si vos, en vez de contestarle en forma calma, hubieses tenido
tu instinto de héroe y hubieras obedecido a tu primer impulso de
golpearlo, hubiéramos estado en problemas. Tenía un cuchillo en su
bolsillo. Pero se ve que estás aprendiendo a controlarte, por tu bien
y por el de la gente que te rodea.
—No sé si tanto. Pero por Lily, seguro…
—¡Esas eran las palabras que estaba esperando! —dijo el Tío,
sonriendo—. Ahora andá a Neonatología. Saludá a Mabel, que te
quiere hablar.
Sebastián fue a tomar el ascensor y subió al quinto piso.
Ahí estaba Mabel, con su nietito en brazos. Al verlo a Sebastián,
dejó a Alejandro en su cunita y lo abrazó.
—Gracias, pibe. Lo que hiciste por Lily fue muy grande. ¡Gra-
cias por no dejarla sola!
Sebastián le contó lo sucedido en las últimas horas, incluido lo
que había pasado con Gladis, Alfredo y el Tío.
183
Silvina Dabini

Mabel lo miró y luego habló.


—Por fin vas aprendiendo. La gente no necesita héroes ni sal-
vadores. Necesita una mano y una ayuda.
Sebastián la abrazó.
—Me tengo que ir con Lily. No quiere pasar la noche sola.
Mabel le sonrió.
—Tardaste cuarenta años... Andá, no la hagas esperar.
Cuando salieron del hospital, comenzaron a caminar.
Sebastián sabía que Lily no tomaría un colectivo. Aparte, a él le
estaba comenzando a agradar esa rutina.
Ya caía el sol.
Fueron la panadería, que estaba a punto de cerrar.
Compraron facturas para el mate.
Y tuvieron que pasar nuevamente por enfrente del kiosco.
Ahí estaba sentado el hermano del Tío, fumando en silencio.
Al verlo pasar lo amenazó, pasándose el dedo índice por su cue-
llo, de lado a lado. Sebastián comprendió el gesto y le gritó:
—¡Lo de Alfredo te falló! ¡Gladis sigue viva! ¡Suerte para la
próxima!
A lo que el linyera contestó:
—¡Si seguís, el próximo sos vos, héroe!
Lily miró a Sebastián.
—¿Sos estúpido o qué? No le contestes, es un loco. Lo único
que busca es provocar.
Sebastián le contó lo que había pasado en el tercer piso, mien-
tras ellos estaban en el hospital. Lily lo miró asombrada.
—¿Sabés cuántas veces me llamó la atención la ropa de los pa-
dres que venían a ver a sus hijos lastimados, diciendo que habían
tenido un accidente? Yo pensaba que habían sido ellos... Siempre
les veía quemaduras de cigarrillos…
—¿Vos también las ves? —preguntó Sebastián.
—Siempre las vi…

184
Jesús nunca existió

Capítulo 25

iguieron caminando hacia la casa de Lily.


Conversando, ella le dijo:
—Mucha gente estuvo en mi vida en estos cuarenta años…
Amigos, compañeros de carrera, de trabajo, mi abuela, mi mamá...
Me parece mentira que la persona que motivó mi camino haya rea-
parecido recién ahora.
—Lo mismo le pregunté al Tío pero, como siempre, se hace el
misterioso…
—¿Notaste que al principio ni me mirabas a los ojos?
—Ese día estaba cansado. Vos viniste y me preguntabas cosas…
—Mabel me había dicho que en el tercero iba a trabajar de no-
che un chico nuevo, amigo de ella. Me encomendó que te cuidara y
te guiara, por si necesitabas algo. Que ya venías de guardia, con
mucho estrés y que te pasaban a terapia intermedia porque necesi-
tabas calmarte un poco. En un momento dado me hizo un chiste.
Quizás le veas cara conocida, es un bebote… Yo quería hacer me-
moria, por si te conocía. Pero como yo subo directo al quinto y no
interactúo mucho con la guardia, pensé que era cualquiera de tus
compañeros menos vos…
—¿Por qué nunca pensaste que era yo?
—Porque Mabel me dijo "es un bebote"… Yo me imaginaba al-
guien más chico… Pero ahora es obvio por qué lo estaba diciendo.
—De todos modos, no definiría como estrés lo que me pasó…
—Es normal que la gente trabajadora de la salud, en algún mo-
mento, toque fondo y se estrese. Lo importante es no explotar y po-
der darse cuenta…
—¡Yo exploté, Lily! Ese día me fui de la guardia sin hacer el
descargo en el libro…
185
Silvina Dabini

—Pero todos supieron que estabas ahí…


—Después le contesté mal a Patricia y ella me dijo cosas que
me dejó planchado.
—¿Te contó las cosas de Pediatría? Ella tampoco lo soportó;
duró poquísimo… Tuvo que irse; prefirió trabajar con adultos.
—Yo entiendo que trabajar con chicos en más difícil…
—¿Y del nene de diez años que murió de cáncer de cerebro?
—Sí. Y si mal no recuerdo, fue el último que vio morir…
—Era su hijo, Marcos. Duró meses. Se lo detectaron cuando ya
era tarde. Quiso que se tratara acá, para poder tenerlo con ella.
—¿Por qué yo nunca me enteré? Hace quince años que trabajo
en el hospital...
—Vos trabajás hace quince, pero Patricia se pasó a la guardia
hace ocho, después incluso de que falleció tu abuela… Vos todavía
estabas en turno mañana, con Nelly.
—Un dolor tan grande muchas veces se queda adentro y no sale.
A veces pienso que toda la gente que me rodea tiene dolores peores
que los míos. Y se me van las ganas de quejarme...
—Lo tuyo no es dolor, ¡es sufrimiento! Porque aparte del dolor
de la pérdida, arrastrás culpa...
—Calculo que mi abuela sabía que, a pesar de todo el amor que
se tuvieron con mi abuelo, ella no era su verdadero amor. Y cuando
uno está con alguien que no es ese su verdadero amor…
—¡Me sorprendés! Hasta hace una semana eras un huraño…
¿Te estás escuchando? —lo interrumpió Lily.
—Mucho juntarme con el Tío —dijo Sebastián, suspirando.
Ambos rieron.
Ya habían llegado a la casa de Lily.
Al abrir la puerta, lo miró a los ojos y lo abrazó.
—Gracias, Sebastián. Gracias por estar conmigo.
Abrazándola aún más fuerte, él le contestó.
—Tardé cuarenta años, pero llegué.
Fueron directo a la cocina.
Tenían muchísimo por hablar.
—¿Pedimos la pizza? —dijo él—. Y mientras, tomamos mate.
186
Jesús nunca existió
Sentados en el comedor, Lily observó que todavía quedaban co-
sas por limpiar de la noche anterior.
Sebastián la consoló.
—No te preocupes por mí. Si hubieses visto lo que era mi casa
el viernes pasado... La tuya es un hotel de lujo. Mañana te ayudo y
la limpiamos bien; te acompaño al supermercado y compramos de
todo. —Enseguida cambió el tema de conversación—. La verdad,
me dejaste helado con lo del nene de Patricia. Varias veces le había
visto colgando dos dijes, uno de un nene y otro de una nena, pero
siempre venía una chica a verla. Tendrá unos catorce años…
—Esa es la menor, Belén. La tuvo a los dos años de tener al
varón. Después de perder al hijo, Patricia se separó. Ahora vive en
la casa de la madre, con su hija.
—¡Qué mal momento para separarse, cuando más tendría que
haber estado con su marido!
—Patricia sintió mucha culpa después de haber perdido al hijo.
Se sumió en una depresión muy fuerte; pensaba que no era digna de
tener al lado a ese hombre, a pesar de que él la amaba con locura.
Yo estaba cuando pasó lo del nene. Fue un día muy triste. Conocer
lo tan buena madre que es Patricia y verla derrumbarse así… Me
partió el corazón.
Sebastián se quedó pensativo.
Algo en la conducta de Patricia le recordaba a cuando él había
perdido a Margarita.
—¡Qué curioso es el ser humano! Cuando perdemos a alguien y
sentimos culpa, en vez de buscar amor, huimos, nos escondemos,
destruimos los puentes que nos unen a las personas, como querien-
do cavar un foso que nos separe del mundo...
—Es un mecanismo de defensa. Es tan profundo y tan fuerte el
juicio que uno mismo se emite a sí mismo, que piensa que los
demás nos van a juzgar de la misma manera. Para evitarnos eso, nos
aislamos. Aparte, Patricia me decía que ya había perdido a un hijo y
que no quería perder a otro. Durante meses la nena vivió con el
papá, en la casa de la abuela paterna, mientras ella estaba sola en su
casa. La culpa llega a ser tanta, que la delgada línea entre culposo y
doloso desaparece…
—No entiendo…
187
Silvina Dabini

—Que al final, uno no sabe si esa persona se murió porque uno


no hizo lo que debía… O a esa persona la mató lo que uno hizo…
—Yo puedo entender que uno no quiera prolongar el sufrimien-
to de un familiar, como fue el caso de tu mamá, pero eso no fue
matarla, fue dejarla ir…
—¡Por fin lo entendés! Lástima que Patri en su momento no lo
vio así.
—No creo a Patricia capaz de desearle sufrimiento a su hijo. Es
una de las mejores minas que conozco.
Sebastián recordó esa vez que Patricia había limpiado con él su
casa y cuando le ayudó a sacar el colchón…
—Ahora comprendo el infierno por el que pasó. Calculo que lo
que me decía, lo hacía con conocimiento de causa. Ella pasó por
algo mucho más penoso que yo y tuvo la fuerza para superarlo.
Durante un tiempo, después que se me murió mi abuela, mi preo-
cupación era que la gente que me rodeaba se me muriera, me dejara
o le pasara algo. Y ahora me doy cuenta que lo único que hacía era
protegerlos. De alguna manera, yo perdí a mi abuela por no estar…
—Llegaste a sentir que la mataste... ¿Notás que cada vez que
hablás de ella decís se me murió y se me fue? Reflejás la culpa di-
rectamente en vos…
—Mi propósito en esta vida era cuidarla… ¡Pobre viejita! Si
Cacho no hubiese ido a buscarla, moría solita, en casa…
—¿Alguna vez hablaste con Cacho, de por qué eligió esta pro-
fesión? —preguntó Lily.
—Cuando era joven, tenía menos de veinte años, trabajaba con
su papá en la carpintería de la familia. El padre, sin querer, pasó
mal la mano por la sierra y se cortó dos dedos. En la cuadra sólo un
vecino tenía teléfono. Llamaron a la ambulancia, pero tardó mucho.
Del susto, Cacho le hizo un torniquete, pero ya había perdido de-
masiada sangre. Cuando llegaron al hospital, era tarde. Después de
que murió el viejo, cerraron la carpintería.
»Cacho aprendió a manejar y se puso a estudiar para hacer el
trabajo que hace ahora. Cada vez que puede, lleva un paciente a
destino y se asegura de que se salve, como no pudo hacerlo con el
padre. Por eso la vida lo puso en el momento justo para que fuera él
188
Jesús nunca existió
a buscar tanto a mi abuela como a tu mamá… Aunque ninguna de
ellas se salvó…
—Pero ninguna de ellas murió sola y eso es lo que importa…
—Calculo que sí… Él estuvo con su papá, hasta el final, mien-
tras le decía que no se culpara por lo que había pasado.
—¿Te acordás de Pablo, el chico que te prestó el ambo?
—Sí. También le prestó ropa al Tío para que fuera a mi casa.
—Ese muchacho tiene treinta y cinco años. Antes, él y su novio
trabajaban en un geriátrico. Había viejitos a los que la familia no
iba a ver y la misma gente del lugar les tenía que conseguir ropa.
»El caso que más lo marcó fue el de un abuelo que murió des-
nudo en su cama. Por eso él siempre tiene en su bolso y en su casi-
llero ropa extra.
»Cuando tenía quince años, su papá lo echó de su casa, por su
condición sexual. Se tuvo que ir con lo puesto; no le dejó agarrar ni
dos o tres prendas. Sabe lo que es estar desnudo, sin apoyo.
»Su novio, Ignacio, sigue trabajando en el geriátrico. Es un
hombre maravilloso, que lo ama y tiene su misma vocación.
»Ambos conocen al Tío. De hecho, Ignacio a veces lo viene a
visitar y él lo recibe con gusto.
»¿Ves? Todos nosotros, a pesar del dolor y de las experiencias,
seguimos. Porque hay algo más fuerte dentro nuestro que nos im-
pulsa a seguir…
—La vocación es fuerte…
—Es más que eso. Es una llama que arde, aunque no todos la
puedan ver y hasta duden de su existencia. Mabel, Patricia, Pablo,
Cacho, vos, yo… Y calculo que toda la gente que trabaja en el hos-
pital, los que tenemos la vocación de servir a los demás, tenemos
esa misma llama, que es la que nos va marcando el camino…
—Es la vocación…
—Es lo que inspira la vocación… ¡es Dios!

189
Silvina Dabini

Capítulo 26

onó el timbre.
—Esa debe ser la pizza, dejá que yo voy —le dijo Sebastián.
Fue hasta la puerta y se encontró algo que lo dejó sin aliento.
Era Matías, el hijo de Mabel, con una moto parada al lado.
—¿Sos vos? —preguntó Sebastián, sin salir de su asombro.
—Sí, hijo. Soy yo… Gracias. Gracias por todo lo que hiciste por
mí, por Margarita, por Natalia, por Lily... Gracias por lo que hacés
por toda la gente que te rodea y por lo que hiciste por Alejandro.
Cuidalo mucho. Dale un hogar. Es tu hermano. Aunque no lo en-
tiendas, Mabel va a estar feliz…
El motoquero sacó una pizza de la caja de la moto y se la dio.
Sebastián le dio un billete y le dijo:
—Quedate con el vuelto.
Cuando le extendió la mano, notó que el motoquero tenía cas-
carones de sangre en sus muñecas, igual a las que tenía Matías por
haberse raspado contra el manubrio de la moto.
Sebastián dejó la caja de pizza en el piso y lo abrazó.
El muchacho le correspondió el abrazo.
Luego se subió a la moto y se fue. Sebastián levantó la caja con
la pizza del suelo y fue de nuevo al comedor.
—¡Lily, no sabés a quien vi! ¡A mi papá!
—Sebastián, yo escuché bien claro que abriste la puerta, la moto
seguía andando, el pibe te dijo jefe, son noventa pesos, arrancó y se
fue. No te escuché hablar en ningún momento, salvo cuando le di-
jiste quedate con el vuelto… ¿Te pasó algo?
—Era Matías… ¡Lo vi! Tenía las heridas en las muñecas... Esa
cara no me la olvido más en mi vida.

190
Jesús nunca existió
—¿El hijo de Mabel? Trabajaba de motoquero en la pizzería
donde llamamos… pero dudo mucho que haya sido él…
—¡Era él, Lily, era él! ¡Lo juro! Era mi papá…
—¿Era tu papá o era Matías?
Sebastián le explicó el parentesco, tal cual se lo había revelado
el Tío. Repitió palabra por palabra lo que acababa de decir el mu-
chacho… Y Lily comprendió.
No quiso sacarlo de su trance.
En su mente, ese muchacho era Matías y también su papá; una
razón más poderosa hizo que él pudiera ver eso.
—Es hora de que dejes de culparte. La gente por la cual te sentís
mal te está agradeciendo y tenés que comprender que no todo lo
que pasa a tu alrededor es culpa tuya. Flagelándote no ganás nada.
Ya la vida te va a dar oportunidades…
Sebastián estaba emocionado.
Algo dentro de él se iluminó.
Estaba en paz.
Comieron en silencio, hasta que Sebastián habló.
—¿Puedo sentarme al lado tuyo? —dijo.
Estaba ubicado en un extremo de la mesa.
—Sí, obvio, vení... —respondió dijo Lily, poniendo una silla
junto a la suya.
—Tratame de loco, pero necesito eso…
Lily rió.
—Dudo que alguno de los dos pueda tratar de loco al otro. Hace
una semana ni nos mirábamos y ahora estás cenando en mi casa…
Con todo lo que pasó en el medio, ¿no?
—Perdoname que te diga esto, pero sos la primera persona que
me inspira sentarme a su lado, ni con mis nov… Ay, perdón, me
pasé… —confesó Sebastián, sonrojándose.
Lily reía divertida.
—Me causás mucha gracia… A la gente la sacás a patadas de tu
lado… Y cuando querés acercarte a alguien, te agarra la timidez…
—Calculo que es eso... Pero, por primera vez, siento que estoy a
gusto, que haga lo que haga, diga lo que diga, no voy a tener un de-
do acusador señalándome.
191
Silvina Dabini

—Nunca lo tuviste. Ese dedo acusador siempre fue el tuyo…


—Tenés razón…
—¿Escuché mal? —decía Lily, sonriendo—. ¡ME DISTE LA
RAZÓN Y NO EMPEZASTE A LLORAR TUS DESGRACIAS!
¡Esto hay que celebrarlo! Brindemos por eso...
Levantó el vaso de gaseosa y la porción de pizza que tenía en el
plato a medio morder.
—Admiro tu capacidad de… ¿cómo decirlo? Sobreponerte… A
mí me tuvo que pasar un maremoto por encima para entender…
—Si todo eso te pasó para entender, ¡no me imagino lo que va a
pasarte para que creas! —respondió ella, dejando el vaso y la pizza
en la mesa.
—Me cuesta, Lily... ¡Tiempo al tiempo! Aparte ¿creer en qué?
De todo lo que pasó, de lo que me enteré... Estuve haciendo análisis
y no vi a Dios en nada. Ni en la historia de Patricia, ni en la tuya.
—Él se esconde en el mejor lugar: dentro de uno. Y la gente se
empeña tanto en buscarlo afuera… Por eso no lo encuentran. Se
esconde a la plena vista; lo tuviste siempre cerca tuyo, hablándote,
susurrándote, inspirándote... Pero así es el humano, lo que más tie-
ne enfrente, no lo ve. Dios está en el corazón de toda la gente que
tiende una mano, incluso está en el corazón de quien tiene miedo y
cuestiona su existencia, de quien lo odia….
—¿Cómo Dios puede estar dentro del corazón de la gente que lo
odia, Lily? ¡Eso es imposible!
—No son tan peligrosos quienes dicen que lo odian; ellos tienen
un proceso por cumplir. Más peligrosos son quienes dicen que lo
aman y obran de forma completamente opuesta. Son lobos disfra-
zados de corderos...
—¿Cómo, Lily? No te entiendo.
—¿Lo de los corderos y los lobos?
—No, lo del odio… lo del dolor.
—El dolor nos dice que algo está mal, que tenemos que cambiar
y es lo que inicia un proceso… Muchas veces, Dios no se da a
mostrar como tal. Si lo hiciera, mucha gente huiría despavorida.
—Si tan bueno es, ¿por qué huirían? No entiendo…
—Porque se han cometido grandes atrocidades y errores en
nombre de Dios. Se ha masacrado gente, se han invadido ciudades,
192
Jesús nunca existió
se han colocado bombas, se ha robado, matado, violado, secuestra-
do, todo en su nombre… Y esas victimas lo odian, porque creen que
él fue quien impulsó todo eso… Cuando en realidad fueron los
hombres quienes cometieron esos crímenes usando su nombre co-
mo excusa. Y el miedo se fue transmitiendo de generación en gene-
ración… Como también se fue transmitiendo la verdad...
—¿Y cual es la verdad, Lily? ¿Que Dios no existe?
—DIOS EXISTE. La falla es siempre humana… Y la peor de
todas es la de querer someter al otro a través de religiones, políticas,
doctrinas, culpas... Como muchas veces no se puede someter a otro
así porque sí, se buscan excusas. Y para desgracia de la humanidad,
se encontró a la excusa perfecta: a Dios.
—Si Dios existe y sabe que lo usan de excusa, ¿por qué no hace
algo? A mí me molestaría mucho si alguien usa mi nombre para co-
meter crímenes...
—Él hizo algo. Envió a varias personas, incluso a alguien para
explicarle a la gente su naturaleza, para que puedan perder el miedo
y ser libres. Pero como ese alguien comenzó a quitarle a la gente la
capacidad de abusar del nombre de Dios para justificar sus críme-
nes, lo mataron…
—Es evidente que mucho no logró… La gente sigue matando
igual, sigue sin aprender... —dijo Sebastián, indignado.
—¡No te creas! Hay gente que lo escuchó y lo escucha… To-
davía hoy, a pesar que se resiste… Pero el mensaje todavía nos lle-
ga a todos.
—Lily, ¿no te enojás? Estoy cansado... ¿Te molesta si nos vamos
a dormir?
—No, Sebas. Yo también necesito descansar…
—Te aviso que ronco…
—Yo también… Y tengo el sueño pesado…
Juntaron las cosas de la mesa y tiraron la caja vacía a la basura.
Sebastián sacó de su mochila un short y una remera para cam-
biarse. Lily lo observaba, sonriendo.
—¿Cómo sabés que te iba a pedir que te quedes?
—No, no lo sabía... En este tiempo, sobre todo cuando me quedé
con el Tío, usé siempre la ropa con la que salí de casa y estuve

193
Silvina Dabini

incómodo. Como ya no sé lo que me puede deparar la vida, puse el


cepillo de dientes y el pijama en la mochila.
Lily fue al baño y se acostó.
Quedaron frente a frente, mirándose, sin decir nada.
Le extendió la mano y él la tomó.
En menos de un minuto, Lily cayó en un profundo sueño, en el
cual apenas respiraba. Y, enseguida comenzó a roncar.
Sebastián sonrió.
Suavemente, despejó de su cara un mechón de pelo que caía so-
bre su mejilla.
Y así cerró los ojos, viéndola en silencio.
Apenas dormido, comenzó a soñar.
El mismo de la plaza, donde él era chiquito.
Su abuela se iba, él comenzaba a ahogarse y una mano lo sacaba
de la arena. Era el Tío, sonriéndole.
Alguien tomaba su otra mano. Era una mujer. Sus rasgos se
mezclaban entre los de Irene y los de Lily, pero él conocía esa mi-
rada y esa sonrisa. Ella lo ayudaba a salir.
Y cuando hubo logrado verse fuera de la arena, mojado, su
cuerpo era el de un adulto. Esa mujer lo abrazaba y le decía:
—Nunca vas a saber quién salva a quién... Él miraba hacia el
centro de la plaza y veía cómo un grupo de hombres le pegaba al
Tío; quería correr a defenderlo, pero tropezaba.
Al llegar, todos se habían ido, dejando al Tío tirado, sangrando y
moribundo. Él lo tomaba en sus brazos.
El Tío, apenas respirando, hablaba:
—No todos me escuchan, pero algunos sí...
Y se quedó con los ojos cerrados, junto a él.
Despertó sobresaltado.
Lily estaba sentada su lado.
Eran las tres de la mañana.
—¿Qué te pasó? Comenzaste a llorar dormido, a patalear...
Pensé que estabas teniendo una pesadilla.
—Soñé algo horrible con el Tío… Unos hombres lo golpeaban,
lo dejaban moribundo, en la plaza... Yo corría a ayudarlo.
194
Jesús nunca existió
—No es la primera vez que le hacen semejante cosa...
—Vos estabas en ese sueño, sacándome de…
—¿De un arenero inundado?
—¿Cómo sabés?
—Porque es un sueño recurrente que siempre tuve. Yo sacaba a
un nene de ahí. Su abuela se iba, lo dejaba solo y un hombre de tú-
nica blanca me pedía que lo ayudara.
Lily acarició su frente, quitándole algunas gotas de sudor.
—Siempre voy a estar; siempre estuve... —decía, confortándolo.
—De haber estado con vos cuando pasé por todo, no hubiese
llegado a esto…
—Estamos en el lugar y en el momento en que tenemos que es-
tar, Sebastián. Dios sabe por qué…
—Mi vida no tenía mucho sentido… Hasta este jueves… Mi ca-
sa era un desorden; llegué a tener comida pudriéndose en el cesto
de basura, cucarachas muertas en la alacena...
—Tu casa era el reflejo de tu interior…
—¡Pero yo no tenía cucarachas! —bromeó Sebastián.
—Pero tenías cajones y gusanitos...
—¿Sabés algo, Lily? Reconozco que me siento culpable por mis
papás, por mi abuela, por el hijo de Mabel, por su nuera... Pero re-
cién vi algo en un sueño…
—¿El sueño del arenero?
—Sí, pero no esa parte… El Tío estaba en el medio de la plaza,
le pegaban, yo corría para defenderlo y me tropezaba en el cami-
no… Para cuando llegué, ya casi se me moría en los brazos…
—La mayoría de los que conocemos al Tío en algún momento
tuvimos ese sueño o alguno parecido. Sabemos su historia y a veces
cargamos con la culpa de lo que le pasó… Él nos enseñó a muchos
de nosotros… Y pocos podemos ayudarlo…
—Yo no sentía culpa en el sueño, pero sí el deber de hacer algo
por él. Hasta te podría decir que sentía que estaba ayudando a un
amigo, al cual ya le estoy tomando cariño. Pero, ¿cómo decirte? No
sentí que se me iba; todo lo contrario, sentía… AMOR. Me sentía
en paz, con él en mis brazos, como si hubiese esperado ese mo-
mento y me hubiese elegido a mí para que lo ayudara…

195
Silvina Dabini

—Varios tenemos ese sueño, de ahogarnos, de no poder hablar...


Y luego nos sacan… Como el sueño de querer correr y no avanzar,
de no llegar... O el de caer y aparecer en la cama…
—Esta vez era distinto. Yo me sentía en paz, con él en brazos…
—Él sabrá por qué está…
—Lily, ¿podemos volver a dormir? Descansemos, mañana te
ayudo a limpiar toda tu casa.
Sebastián apoyó la cabeza en la almohada. Acostado por sobre
la sábana y el acolchado, por pudor, para no estar tan cerca de Lily.
Ella se inclinó sobre él y besó su mejilla, cuando él se quedó dor-
mido. Ese momento había tardado cuarenta años en llegar y, gracias
a todas las circunstancias de la vida, estaba sucediendo.

196
Jesús nunca existió

Capítulo 27

ebastián tenía la mejilla llena de saliva.


Lily tenía todo el pelo en su cara.
Ambos roncaban.
Los despertó el silbato del vendedor de churros que pasaba por
la calle. Ambos habían dormido tan profundamente que no notaron
que estaban prácticamente abrazados en la cama.
Sebastián bromeó al respecto.
—Yo sé que soy irresistible, pero tampoco era para que te aba-
lances sobre mí...
Lily respondió divertida.
—Estaba cuidando a mi habitación de los estallidos que salían
de tu cuerpo. Definitivamente tenés que comer menos ajo. Por lo
menos, por el bien de mi nariz...
Sebastián se sonrojó y Lily reía con el alma.
Hacía menos de una semana, ni le había dirigido la palabra y ahí
estaba ella, despeinada pero radiante, riendo. Y eso le causaba un
bienestar que hasta ahora él no había sentido.
Se levantaron, se cambiaron, se lavaron los dientes y la cara, y
prepararon el mate para desayunar.
Se sentaron en silencio en el comedor.
Sebastián tomó de la mesa el pañuelo bordado con rosas amari-
llas que Lily había dejado la noche anterior; tenía que lavarlo.
—No seas asqueroso. Está lleno de lágrimas y de moco... Ese
pañuelo ayer me acompañó todo el día. No te vas a encontrar con lo
mejor de mí si lo seguís revisando...
Sebastián lo puso en el bolsillo de su jean y le dijo:

197
Silvina Dabini

—Yo fui el causante de tus lágrimas en alguna otra vida. Y esta


vida me da la oportunidad de devolverte la sonrisa, de sanar ese
corazón que se rompió por mí y por mi orgullo. Tus lágrimas no
son asquerosas; salen del mismo lugar que tu risa: salen de tu alma.
Después de mucho tiempo, me siento en paz. No voy a dejar que
esta vez la felicidad se escape de mi vida…
Sin pedirle permiso esta vez, fue a sentarse a su lado. Miró sus
profundos ojos grises y, sin decirle nada, besó sus labios.
Lily se quedó quieta, sorprendida. Pero no rehusó ese beso. Los
pocos segundos que duró, el tiempo pareció detenerse para ambos.
Separaron sus rostros; se miraron a los ojos y se abrazaron.
—Ya vamos a tener tiempo. Ya nos encontramos… —decía Se-
bastián, mientras Lily comenzaba a llorar en su hombro. Sentía una
mezcla de tristeza por la pérdida de su madre, y de alegría, por el
reencuentro con el amor de su vida.
Terminaron de tomar mate. Juntaron todo de la mesa y se dispu-
sieron a seguir ordenando y limpiando.
Tal como había hecho la noche anterior, Sebastián sacó de su
mochila guantes de látex.
Pero Lily no quiso ponérselos.
—Ésta va a ser la última vez que toque las cosas de mi mamá.
No quiero usar guantes. Quiero sentir sus vestidos, su ropa, su per-
fume... Ya te dije, no quiero recordar sus cosas; prefiero recordar
sus sonrisas, sus momentos.
Fueron a la habitación de Teresa.
La situación le recordó a ese sábado, cuando Patricia fue a su
casa a ayudarlo. El colchón estaba manchado de sangre, por lo que
Lily optó por tirarlo. Ya había sacado las sábanas la tarde anterior.
Con ayuda de franelas y trapos lograron limpiar bien la habitación.
Llegó el momento que tanto le había costado a Sebastián en la
habitación de Margarita: abrir el placard. Se encontró con un cua-
dro más ameno: la ropa estaba prolijamente guardada, sin esa capa
de polvo y sin olor a naftalina. Un dulce aroma a rosas llenaba la
vestimenta, ya que Teresa usaba el mismo perfume que su hija.
Por cada percha que Lily descolgaba y ponía en la caja, le con-
taba a Sebastián una anécdota, paseos, salidas, reuniones familiares
que habían ocurrido mientras su mamá usaba esa prenda.
198
Jesús nunca existió
Ambos reían.
A Sebastián le gustaba escuchar historias de una familia feliz. A
pesar de no estar su papá, ella guardaba hermosos recuerdos de su
madre y de su abuela.
Hasta que llegó a una percha que estaba colgada, casi escondida.
Allí había un pantalón negro y una blusa verde. Ésta tenía una gran
mancha de sangre, ya seca, casi desaparecida.
—Mi mamá usó esto el día del accidente. Esa sangre es mía. Mi
mamá quiso guardar esto, no sé para qué. Y yo siempre lo quise ti-
rar a la basura… Ya está. Creo que ya es tiempo; esa herida está cu-
rada... —dijo, señalando la cicatriz sobre su labio.
Sebastián le sacó la percha de la mano, suavemente. Y fue a ti-
rarla a una bolsa de basura que estaba en el comedor.
Lily lo miraba en silencio, agradeciéndole el gesto.
—Le hice una promesa a tu mamá. Vos cuidaste a ese bebote; yo
voy a cuidar a esa nenita que quería estudiar enfermería…
Cuando el placard estaba prácticamente vacío, encontraron una
caja de zapatos en el piso, al fondo. Tenía escrito el nombre DORA
en la tapa. Al abrirla, encontraron fotos viejas y cartas en sobres que
ya estaban amarillentos.
—Seguramente era de mi abuela. Tengo una idea. ¿Nos hacemos
de vuelta el mate y nos sentamos en el comedor a ver todo esto?
Sebastián fue a calentar el agua, mientras Lily llevaba la caja a
la mesa del comedor. Ya tendrían el resto del día para limpiar.
En la caja había fotos de su abuela de cuando era joven, de su
madre Teresa y de su padre Mario. Una imagen le llamó la atención
a ambos. Su abuela Dora, con una mujer muy similar a ella, ambas
en la foto, en blanco y negro, casi sepia.
Sebastián miró a Lily y le dijo.
—Esa es Irene... Así te vi en mi sueño.
Debajo de la foto había una carta. Como remitente tenía a Irene,
que escribía desde esa provincia a la cual se había ido a practicar
docencia. Como destinataria estaba Dora.
Irene relataba cómo estaba siendo su vida como docente en el
interior del país, que extrañaba su casa, su familia, pero cuanto más

199
Silvina Dabini

lejos podía estar de Amadeo, mejor. Lo había amado con toda su


alma y había sufrido mucho con la separación.
Algo me dice que encontró a otra persona —rezaba la carta—.
Su carácter pasó de ser dulce a ser casi un troglodita. No soporta-
ba que yo trabajara, ni que tuviera una idea política. Su última
frase antes de irse ese día y de sacarse el anillo fue: CREO QUE
YA NO ME NECESITÁS. ESTA RELACION ASÍ NO PUEDE FUN-
CIONAR. Dora, acá te envío los anillos; el de él y el mío. No tengo
fuerzas para tirarlos a la basura...

Lily abrió un poco más el sobre y ahí estaban: los dos anillos de
plata que tenían los nombres grabados, Irene y Amadeo.
Sebastián los tomó y le llamó la atención algo muy particular: la
fecha del compromiso. Era la misma en la cual sus respectivos pa-
dres habían tenido el accidente, pero cuarenta y dos años antes.
Sacaron cuentas y todo cerraba; el compromiso, la ruptura, el
casamiento de Amadeo y Margarita.
Ella había renacido cuarenta años después de su compromiso
con Amadeo y se habían vuelto a encontrar, en esa misma fecha…
Dos años después, para volver a reencontrarse casi cuarenta
años más tarde y poder retomar su historia.
Se pusieron los anillos, que les calzaban a la perfección.
Sebastián la miró en silencio.
—Pasaron casi ochenta y dos años. Ya no somos los mismos; ya
nada es lo mismo. Mucha agua pasó bajo este puente, pero… Lily,
concedeme este honor…
Lily estaba sentada.
Sebastián se arrodilló ante ella, la tomó de la mano y le dijo:
—No sé cuando o cómo, pero quiero que estés conmigo, como
amiga, como novia, como compañera... Quiero que te quedes a mi
lado, por ser la persona que me salvó, por haber dedicado tu vida a
salvarme… Que esta vez, estos anillos tengan un final feliz.
Con lágrimas en los ojos, Lily lo besó y lo abrazó.
—Toda mi vida esperé este momento. Mi camino me trajo hasta
acá… Yo también quiero estar con vos…

200
Jesús nunca existió
Estaban abrazados, en silencio, cuando sonó el timbre.
—¿Esperás a alguien? —preguntó Sebastián.
—Todavía no le avisé lo de mi mamá a nadie más de la familia.
Lo iba a hacer a partir de mañana, hoy quería estar tranquila…
—Bueno, dejá, voy yo…
Sebastián caminó hasta la puerta de entrada y, por precaución,
miró por la mirilla.
Y ahí estaba Él.
Con un ambo bordó, seguramente préstamo de algún chico del
hospital, con su pelo atado y descalzo.
El Tío sonreía.
—¿Y? ¿Me van a abrir o no? ¡Quiero tomar mate yo también!
En otro momento, Sebastián habría protestado. Pero, esta vez,
abrió la puerta de par en par y abrazó al Tío, sin recordar que podría
estar herido. De él brotaba un dulce olor a rosas, idéntico al que
había cada vez que aparecía su madre.
En su mano derecha tenía una bolsa, con un paquete de pana-
dería. Miró a Sebastián, sonriendo.
—Recién me robé dos docenas de facturas, le dije que eran para
una parejita amiga y la señora me las dio. Hay media docena de
tortitas negras, ¡y son todas para mí! —decía el Tío, riendo.
Sebastián lo hizo pasar, mientras iba anunciando.
—Mirá quién nos vino a visitar...
Lily salió a su encuentro y lo abrazó tan fuerte que el paquete de
la panadería cayó al piso.
—Me hicieron caer las tortitas negras, ¡todo mal, chicos! —bro-
meaba el Tío.
Pasó al comedor, como quien ya conoce la casa, y se puso a re-
visar la caja de fotos que estaban viendo. Por cada imagen, él con-
taba una anécdota y Lily asentía con la cabeza.
Sebastián pensó que ella ya le había contado varias cosas pero,
esta vez, no se sintió incómodo.
Hasta que llegó al sobre que tenía la carta que le había escrito
Irene a Dora. Un semblante de tristeza nubló su mirada.
—Le envió los anillos a su hermana y, al día siguiente, murió.
Su corazón no lo resistió. Pero los veo en sus manos y eso me ale-

201
Silvina Dabini

gra. El verdadero amor escribe su nombre en nuestras páginas… Y


siempre vuelve a aparecer… —dijo a Sebastián, guiñándole un ojo.
Lily llevó a la mesa una nueva pava de agua caliente y el mate
recién preparado.
Los tres siguieron conversando.
El Tío estaba feliz de ver a Lily y a Sebastián, sentados uno
junto al otro. A pesar de la pérdida de su madre, ella lucía en paz. Y
él, por primera vez en su vida, no se quejaba de nada.En un mo-
mento, Sebastián miró al Tío. Serio, le comentó:
—Anoche pedimos pizza y vino alguien muy especial a traerla...
El Tío le guiñó un ojo a Lily y, en tono de intriga, preguntó.
—No me imagino... ¿Quién pudo ser?
Y Sebastián le contó todo lo acontecido.
El Tío lo miró y tiernamente acarició su mejilla.
—¿Sabés que eso es imposible, no? Vos viste morir a Matías
frente a tus ojos…Sebastián comenzó a fastidiarse.
—Yo sé lo que vi y ese muchacho era Matías. Me dijo todo lo
que me dijo. Yo lo escuché…
El Tío miró a los ojos a Sebastián y le preguntó con voz firme:
—¿Sabés lo que significa eso?
—¿Que me estoy volviendo loco?
—No. Que en tu cabeza, vos hiciste las paces con tu papá. Ya no
sentís culpa, ni por él, ni por Matías, ni por Natalia... Tu dolor está
sanando, porque estás amando… Ya te lo dije. Todas las heridas sa-
nan cuando hay amor.

202
Jesús nunca existió

Capítulo 28

a pasaban las tres de la tarde, cuando Sebastián dijo:


—Tengo que ir a trabajar hoy; seguro no me pidieron franquera.
Desde la noche del miércoles que no cubro el puesto...
El Tío rió.
—¡Dejá, no vuelvas! La franquera tiene mejor carácter que
vos… y una nariz más bonita...
Pero Sebastián, en vez de enojarse, retrucó.
—Para narigón, en el piso ya estás vos.
El Tío le comentó que había estado hablando con Gladis; ese
mismo día ya le daban el alta. Al igual que al nietito de Mabel, Ale-
jandro. Pero ella estaba preocupada. Ella estaba mayor para hacerse
cargo de su nieto; todavía no podía jubilarse y la licencia que podía
pedir en su trabajo era máxima de un año.
—Ya se va a solucionar todo... —dijo el Tío confiado.
Sebastián preparaba su mochila y se despedía de Lily.
—¿Vas para tu casa?
—Sí, tengo que ordenar algunas cosas y lavar ropa... Ya ni re-
cuerdo hace cuánto no pongo un poco de orden.
—Buena señal —contestó riendo el Tío—. Hasta hace diez días
era un desorden y ahora se preocupa por limpiar…
—Vos decís que el amor todo lo puede... —observó Lily,
guiñándole un ojo al Tío.
—Bueno, me lo llevo. Mientras vamos charlando en el camino,
lo acompaño a la casa... —agregó el Tío, respondiendo al guiño.
Lily besó a Sebastián, a modo de despedida.
El Tío bromeó.
—¡Suerte! Vas a necesitar práctica para esquivar esa nariz…
Los tres rieron.
203
Silvina Dabini

Comenzaron a caminar por la avenida, mientras Sebastián lo


ponía al tanto de lo que había pasado en las últimas horas.
El Tío estaba feliz. Palmeando su espalda, le dijo:
—Todo llega en su momento. Ustedes dos, juntos, tienen gran-
des cosas por delante.
Ambos iban riendo, cuando se escuchó una voz socarrona.
—Ahí van los salvadores. Háganles reverencias, muchachos...
Era el hermano del Tío, con un grupo de jóvenes, en estado casi
de ebriedad. Estaban sentados en una esquina. Algunos fumaban
marihuana, otros tenían jeringas con sustancias extrañas, las cuales
inyectaban en sus brazos.
—Seguí caminando, cobarde... Con tu amiguito estás protegido,
¿no? ¡La próxima no vas a poder salir de esa plaza! Y vos, héroe, sé
donde viven vos y tu amiguita. En cualquier momento le hago una
visita, a ver si llegás a tiempo a salvarla…
Sebastián estuvo a punto de cruzar la calle para enfrentarlo,
cuando el Tío lo retuvo del brazo.
—Ya te dije, le gusta provocar. Lo mejor que podés hacer es ig-
norarlo. Pero Sebastián estaba preocupado.
—Si lastima a Lily, ¡lo mato!
El Tío le sonrió.
—No creo que lo puedas matar; mejor concentrate en seguir vos
con vida. Te espera una larga vida junto a Lily y lo que menos ne-
cesitás ahora, es esto.
Siguieron caminando, mientras se escuchaba al hermano del Tío
y a varias personas más, burlándose de ellos e insultándolos.
—¿Por qué siempre hay varios con él? Siempre está rodeado de
gente enviciada...
—Él mismo los envicia. La gente despierta no lo escucha, en-
tonces recurre a las cosas que duermen los sentidos… Ya te lo ex-
pliqué, como a vos te pasó esa noche, la del cuadro…
—Sí. Con respecto al cuadro, cuando te acostaste en mi cama
quizás perdiste sangre de alguna herida, la cual se posó en el tajo
que se le hizo… Porque la herida ya está cerrada…
—El amor, Sebastián. El amor…

204
Jesús nunca existió
Llegaron a la puerta del departamento.
Sebastián no recordaba dónde había puesto la llave y acudió a la
de repuesto que había escondido debajo de la maceta.
Dudoso, la puso en la cerradura, recordando que Cacho no había
podido abrir el viernes por la tarde cuando había ido a buscarlo con
el médico. Pero esta vez abrió perfectamente y el Tío sonrió.
—Vos tuviste algo que ver para que Cacho no pudiera abrir la
puerta, ¿no? —aseveró Sebastián.
—Y, sí, un poquito… Pero yo no…
Entraron.
Y encontraron un cuadro espeluznante. Quemaduras de cigarri-
llo por todos lados, en muebles, fotos, manteles, cortinas... Así re-
corrieron toda la casa...
Sebastián pensó en la lámina del Sagrado Corazón y se dirigió
hasta ella. Sobre el tajo que ya había sanado con sangre seca, había
un cigarrillo apagado.
—Éste fue tu hermano, sin duda. Esperó que yo me fuera y vino.
Entró a mi casa, agarró la llave de la puerta... ¡y mirá todo lo que
hizo! ¡Pudo haber quemado mi casa! ¡Mirá cómo dejó la lámina!
Sebastián tomó del botiquín un trozo de cinta adhesiva medici-
nal y remendó la lámina por detrás. Con una letra sumamente des-
prolija, tachando la dedicatoria de Amadeo hacia Margarita, yacía
escrita una leyenda:
Te espero en la plaza hoy a la noche, héroe.
A a ver si llega tu amiguito a salvarte…
Saludos de tus abuelitos.

No lo soportó más.
—¡Hay que ponerle punto final a esto! Lo que más me molesta
es que se meta con vos. Intentás ayudar a esos chicos y a toda la
gente que tenés a mano, y este tipo, lo único que hace, es molestar...
—No tenés que acceder a sus provocaciones. Por caer en ellas,
toda tu vida fue dolor, fue un infierno... ¡Basta! Dedicate a amar…
—Si lastima a la gente que amo y que quiero en mi vida, no me
va a quedar nadie para amar. Ya perdí suficiente seres queridos…
Esta vez, ¡es personal!
205
Silvina Dabini

—No, Pipo. Nunca es personal. ¡No lo tomes personal!


—¿Escuché mal o... me dijiste Pipo?
—¿Te molesta que te diga así?
—No, ya te considero mi amigo. Sabés incluso más de mí que
mis amistades de toda la vida.
—Entonces escúchame, por favor. Aparte de todo lo que ya te
dije y que creo haber tenido la razón... No le prestes atención, sólo
quiere desestabilizarte. Vos estás encontrando tu felicidad. A él no
le gusta que la sea gente feliz. Todo lo bueno que les está pasando
les costó mucho tiempo y trabajo a los dos. Le prometiste algo a
Teresa y lo tenés que cumplir.
—¡No lo voy a poder cumplir si dejo que lastimen a Lily!
—No la va a tocar, ¡te está provocando!
—Mejor no me fío…
—¡NO PODÉS SEGUIR TAN CIEGO DESPUÉS DE TODO
LO QUE PASASTE Y LO QUE TE DIJE! ¡POR FAVOR, NO CE-
DAS! —le pidió el Tío, tomándolo por los hombros.
—Está bien... Te prometo que no lo voy a escuchar… Hoy sal-
go, me tomo el colectivo y voy derecho al hospital.
—Más te vale… Te voy a estar vigilando.
—Tío, tengo que dejar mi casa en condiciones y quiero acostar-
me un rato. Andá al hospital. Hoy a la noche nos vemos.
El Tío lo miró y, señalándole el ambo bordó que tenía puesto.
—No acostumbro a usar pantalón, me queda más cómoda la ba-
ta, pero este color me gusta. Le voy a pedir al muchacho que me lo
prestó si me lo puede regalar...
Sebastián le devolvió la mirada.
—Ese día, cuando casi te atropellé a la salida de la guardia,
pensé que eras un médico. Con ese ambo, tranquilamente podrías
pasar por enfermero. Pero lo ideal sería que te calces.
Fue a su placard y buscó un par de zuecos de goma.
Hizo sentar al Tío y observó que tenía los pies sucios. Preparó
un fuentón con agua tibia, un jabón, una toalla.
Comenzó a lavarle los pies, con sumo cuidado de no tocarle los
cascarones sobre sus empeines. Y notó que éstos también estaban
por debajo, como si algo los hubiese atravesado.
Lo único que atinó a preguntarle fue:
206
Jesús nunca existió
—¿Te duele mucho?
El Tío, posando la mano sobre su cabeza, respondió:
—Ahora no. Hace mucho tiempo que alguien no hace algo así
por mí... Yo he llegado a hacer algo parecido por algunos de mis
alumnos… Una chica una vez los lavó con perfume de nardos y sus
lágrimas, y los secó con sus cabellos. Pero que vos lo hagas, es un
honor, después de todo lo que pasó entre nosotros…
Sebastián le sonrió y siguió con la tarea. Terminó de lavarlos,
los secó, corrió el fuentón y le puso los zuecos.
El Tío se puso de pie y caminó un par de pasos.
—Son muy cómodos… —dijo.
—¡Quedátelos! Tengo otros pares. Son frescos.
El Tío lo abrazó, agradeciéndole.
—Anduve sin ropas y me vistieron —susurró.
Sebastián lo acompañó hasta la puerta y lo despidió, mientras se
iba caminando muy contento con sus zuecos de goma nuevos.
Subió al departamento.
Cuando entró, las marcas de cigarrillo habían desaparecido.
Pero, esta vez ya no lo atribuyó al sueño; había dormido toda la
noche. Tampoco lo justificó el estrés, porque él consideraba que es-
taba bastante tranquilo.
Un extraño molesto se había metido en su casa y no lo iba a de-
jar pasar así nomás, por más promesas que le hubiera hecho al Tío.
Ordenó algunas cosas y se acostó a dormir un rato, para poder
tomar su turno lo más descansado posible.
Apenas se durmió, comenzó a tener el sueño del arenero.
Él se ahogaba; el Tío y Lily lo sacaban.
Y veía cómo atacaban al Tío en el centro de la plaza.
Cuando llegaba a socorrerlo, mientras lo tenía en sus brazos, el
Tío le decía:
—No todos me escuchan, pero algunos sí…
Una voz burlona hablaba por detrás.
—Ya no te va a escuchar más nadie, salvador...
Un hombre le disparaba al Tío en el pecho y apoyaba el arma en
su cabeza, mientras él lo miraba, agonizando.
207
Silvina Dabini

—Vas a estar bien, yo te voy a salvar… —decía Sebastián.


Escuchó el gatillar del arma…
Y ahí se despertó.
Ya eran las ocho y tenía que ir al hospital.
Por primera vez, estaba ansioso por ir a trabajar, después de
tanto tiempo. Sobre todo, para poder compartir una noche de charla
y mate con el Tío.

208
Jesús nunca existió

Capítulo 29

reparó su mochila, puso ropa limpia, algunos ambos plancha-


dos, un par de zuecos y, para evitar que lámina del Sagrado Co-
razón volviera a sufrir algún daño, la colocó en un folio. Al día
siguiente la llevaría a una vidriería de la avenida para enmarcarla.
Ése era el único recuerdo que conservaba de sus abuelos.
Miró su mano y ahí lucía el anillo que había usado con su pro-
metida. Fue al comedor. Sobre la mesa permanecía la foto que
había tomado Lily, donde Amadeo y Margarita estaban juntos. Con
lágrimas en los ojos, la miró.
—Viejita, gracias por haberme cuidado como esposa y como
abuela. Pero encontré a mi viejo amor y tengo que seguir. Siempre
vas a tener un lugar en mi corazón...
Una ráfaga de viento abrió la ventana del comedor y un colibrí
entró. Volando veloz, pasó por todas las fotografías y voló hasta él,
para acercarse a su cara.
A pesar del sobresalto, no se asustó. En ese momento sintió un
perfume que recordaba, en el cual buscaba refugio cada vez que iba
a acostarse a su cama, cuando su abuela ya no estaba.
No tardó en comprender que, de alguna forma, Margarita, desde
algún lugar, estaba bendiciendo aquel instante.
El colibrí se fue.
Sebastián cerró la ventana y dejó el marco sobre la mesa.
Al tocar el bolsillo de su pantalón, notó que no estaba ni el pa-
quete de cigarrillos ni el encendedor.
Recordó que la última vez que había fumado había sido el jue-
ves… ese fatídico jueves. Otras veces había intentado fumar, pero
nunca había llegado a la chimenea, entre otras causas, porque se
había encontrado con Lily.
209
Silvina Dabini

Decidió que era buen momento para dejar el vicio.


Si él comenzaba una nueva vida, quería estar más sano, para vi-
vir muchos años más y no morir como su abuelo.
Salió para el hospital.
Llegó a la parada y justo venía el colectivo que tomaba él. A pe-
sar de hacerle señas, el chofer no paró, aunque no iba fuera de lí-
nea. Así siguieron de largo tres más.
Se le estaba haciendo tarde. Ya eran las nueve y media y a las
diez debía tomar su turno. Aparte, quería llegar temprano para aco-
modar sus cosas y poner en orden su casillero.
Pensó en tomar un taxi, pero ninguno de los que pasaban por la
avenida se detuvo, a pesar de tener el cartel de libre encendido.
Comenzó a caminar lo más rápido que pudo, lanzando insultos.
En distintas ocasiones cruzó sin mirar los semáforos, por lo que
varios conductores tuvieron que esquivarlo. Pero él seguía cami-
nando, con la esperanza de llegar, aunque sea, a horario.
Al pasar frente al kiosco en el que paraba el hermano del Tío,
observó que sólo estaba el kioskero atendiendo.
Supuso que esa noche no lo iban a molestar.
—Se habrá acobardado... —susurró.
Y siguió avanzando rápidamente.
Cuando iba por la vereda de la plaza, le sonó el celular.
Era Mabel, llamándolo desde el hospital.
—Nene, ¿vas a venir a trabajar? Son las diez menos cuarto y si
tengo que pedir franquera, tiene que ser ya… O pedirle a la de tur-
no mañana que se quede un rato más.
—¡Estoy yendo! Se me fueron cuatro colectivos y no me quiso
parar ningún taxi. Estoy caminando lo más rápido que puedo…
—Bueno, ¡dale! Porque tengo que…
Sebastián tropezó y su celular salió despedido, haciéndose añi-
cos contra el piso. Él también cayó, apenas pudiéndose atajar con la
mano que le quedaba libre.
Cuando estaba intentando levantarse, una mano salió de la os-
curidad para ayudarlo.
—¿Te ayudo, pibe? —le dijo esa persona.
—¡Gracias, jefe! —contestó Sebastián…
210
Jesús nunca existió
Y cuando levantó la vista, ya era tarde.
Lo primero que sintió fue un penetrante olor a cigarrillo y un
fuerte aliento a alcohol.
—Jefe… ¡Me gusta este título! Tendría que poner a más giles a
trabajar para mí… Lástima que hay algunos que todavía se me re-
toban y quieren seguir salvando gente...
Le propinó un salvaje golpe en el estómago, dejándolo casi in-
consciente.
Dos personas más aparecieron y el hermano del Tío les decía:
—Llévenlo al arenero; ahí el nenito se siente indefenso.
Lo arrastraron hasta aquel lugar, tomándolo de una mano y una
pierna. Su cuerpo se raspaba contra el áspero cemento. El linyera
reía mientras se dirigía a sus acompañantes:
—No me gustan los héroes, sobre todo, cuando se meten con
quienes no deben…
Sebastián, recuperándose del golpe, habló.
—¡Era mi papá, hijo de puta! ¡Y era un chico indefenso! ¡Yo
salvo a la gente! ¡Vos sos la basura que les arruina la vida!
Mientras el hermano del Tío prendía un cigarrillo, los otros dos
lo mantenían tirado en el piso. El hombre se acercó a Sebastián.
—Vos salvás a tu propia conciencia... A vos la gente no te im-
porta; te importa quedar como un héroe. Si realmente te hubiese
dolido la muerte de tus papitos, te hubieses suicidado… Pero tuvis-
te que seguir haciendo de héroe, ¡inútil! La gente se te muere en las
manos, no servís para nada...
Inclinándose, le apagó el cigarrillo en el pecho.
Sebastián dio un alarido de dolor, mientras veía que el linyera
tomaba la rama caída de algún árbol. Los acompañantes le rasgaban
la remera y comenzaban a azotarlo, mientras le gritaban.
—¿Y, héroe? ¿Qué se siente ahora? Tanto que querías averiguar
con qué lastimábamos a tu salvador... ¿Querías evitar que lo vol-
viésemos a lastimar? Acá tenés esta linda ramita, ¡disfrutala!
Sentía, con cada golpe, que su piel se laceraba, despidiendo san-
gre... La corteza raspaba su piel en carne viva.
Lo despojaron de su pantalón, de su ropa interior, de sus medias
y de sus zapatillas. Lo golpearon en todo el cuerpo, al costado de
sus costillas, en sus genitales y en sus muslos.
211
Silvina Dabini

—¿Tenías curiosidad, héroe? ¡Así se siente! —le decían riendo,


mientras lo lastimaban.
Uno de ellos sacó su miembro y comenzó a orinarlo, provocán-
dole una sensación de ardor insoportable en las heridas.
El hermano del Tío desenfundó un trozo de metal oxidado y
puntiagudo, de más de veinte centímetros.
Y teniéndolo casi moribundo y desangrado sobre la arena, se lo
clavó en ambas muñecas y empeines.
—Me encanta matar salvadores; se sienten tan importantes…
Aunque así, desnudo, ya no parece tan heroico, ¿no?
Los otros dos comenzaron a revisar su mochila, rompiendo la
ropa, los zuecos… hasta que uno descubrió la lámina del Sagrado
Corazón dentro del folio. Y se la entregó al hermano del Tío.
Éste tomó el encendedor de su bolsillo y, frente a Sebastián, co-
menzó a prenderla fuego, mientras reía.
—Así desaparecen los salvadores...
Y tiró la lámina junto a Sebastián.
Luego sacó un arma de su bolsillo. Mientras le apuntaba a la
cabeza, dispuesto a gatillar, le dijo:
—¿Y, pibe? ¿Dónde esta tu salvador ahora?
Se escuchó un disparo y una sirena.
El linyera y sus dos acompañantes salieron corriendo.
Sebastián quedó tirado, de costado, herido, moribundo, golpea-
do, orinado, desangrándose, mientras veía con sus ojos entreabier-
tos, hinchados por los golpes, cómo ardía la lámina del Sagrado
Corazón dentro del folio.
De a poco fue cerrando los ojos…
Hasta perder la consciencia.
Se vio flotando, dentro de una profunda oscuridad. Escuchaba el
sonido de una sirena y la voz de Cacho:
—No te vayas, Pipo, aguantá, quedate, ¡no te vayas!
También oía risas, la voz de Margarita, la de Lily…
No sentía el cuerpo ni dolor físico; sólo sentía un gran ardor en
el pecho y un inmenso dolor en su alma.
Recordó las palabras del Tío esa tarde. Y también a Lily y su
sonrisa... Pensó en el amor que sentía por ella…
212
Jesús nunca existió
Por reaccionar así, por acceder a las provocaciones, lo estaba
perdiendo todo.
Repasó toda su vida y se dio cuenta de que su infancia no había
sido tan mala. Pero había crecido con culpa y apego, y ese curioso
personaje, el Tío, le había enseñado las lecciones más valiosas de
su existencia.
Sumido en esa oscuridad, pudo escuchar cómo lo bajaban de la
ambulancia y lo ingresaban al hospital. El blanco hielo de los tubos
de luz iluminaba su cuerpo desnudo y herido.
Justo llegó en el cambio de guardia.
Lo esperaban Nelly y Patricia, juntas. Cacho y Pablo trasladaban
la camilla, mientras otro enfermero llevaba el suero que le habían
puesto en la ambulancia. Hasta Mabel había bajado ante el aviso de
que fueran preparando todo.
Le conectaron el instrumental; había perdido tanta sangre que
prácticamente estaba deshidratado, con su corazón al borde de un
infarto. Su cuerpo no sentía los cortes ni las heridas; sólo experi-
mentaba ardor, ya que la orina seguía metiéndose en cada milímetro
de su piel en carne viva.
Hasta que apareció un enfermero en la guardia, con ambo bordó,
que dijo a los presentes:
—DÉJENMELO A MÍ.
Todos despejaron alrededor de la camilla y, en silencio, se escu-
chaba el monitor de frecuencia cardiaca.
Una voz dulce le dijo al oído.
—Yo hablo... No todos me escuchan, pero otros sí…
Los pip del monitor eran cada vez más espaciados.
Sebastián pudo recobrar la consciencia y entreabrir sus ojos.
Miró a ese enfermero...
Y la imagen del Sagrado Corazón quemándose se representó
frente a sus ojos.
—Jesús, ¿sos vos? —pronunció Sebastián, apenas abriendo sus
labios. El Tío lo miró con ternura y le hizo un gesto para que guar-
dara silencio.
—Ahora creo… —dijo Sebastián, que ya había comenzado a
despedir sangre por su boca y se estaba ahogando—, pero es tar-
de…Los latidos se hacían cada vez más irregulares…
213
Silvina Dabini

—Nunca es tarde —respondió el Tío—. Muchas veces hay que


morir para volver a nacer…
—¡Pero yo no quiero morir! —soltó Sebastián, ahogándose…
—Ya salvaste a mucha gente... Por una vez, dejá que alguien te
salve a vos…
El monitor comenzó a mostrar los signos del infarto.
El Tío tomó el desfibrilador y le aplicó gel a las paletas.
—Carga 200… ¡va! —gritó el Tío, gatillando el desfibrilador.
—¿Sigo reanimando? —dijo Pablo.
—No reacciona, ¡carajo! ¡Seguí en el pecho! —gritó Patricia.
El hermano del Tío había aparecido en la guardia y, mirándolo a
los ojos y en tono burlón, lo quiso desanimar.
—Pulso cero… con actividad cerebral... —decía sonriente.
—No. ¡No se va! Carga 200… ¡Va! —pronunció, volviendo a
desfibrilar.
—Pará, Jesús, ¡lo vas a freír! —comentaba el Diablo, riendo.
—Éste no se me va. ¡Éste es mío! —respondió Jesús, mirándolo
a los ojos.
—¡Basta, ya le diste varias oportunidades!
—¡Que no se me va! ¡Es mío!
—¡Que lo dejes, ahora! —insistía el Diablo.
—Carga 200… ¡va!
—¡Basta! No aprendió lo que tenías que enseñarle… ¡Se fue!
… piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…

—¡YO NO QUIERO MORIR! —gritaba Sebastián, elevándose por


sobre su cuerpo y viendo cómo toda la gente de la guardia corría
para socorrerlo.
Jesús lo miró a los ojos con ternura y lo tomó de las manos.
—Siempre fuiste vos... ¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó
Sebastián, afligido.
—Estabas tan lleno de dolor y de odio, que no me reconociste.
Si te hubiese dicho quién era de entrada, me hubieses sacado a pa-
tadas de tu vida antes de poder hablarte. Para algunos soy Jesús;
para otros soy Dios… Y los chicos me dicen Tío… Dío… Dios…
214
Jesús nunca existió
—¿Qué va a ser de Lily? La amo... Ella se va quedar sola...
—No, Sebastián. Ella no va a estar sola.
—¿Por qué me pasa esto? Había comenzado a ser feliz, estaba
perdiendo el miedo y mermando el dolor... Estaba entendiendo mu-
chas cosas en las que fui un ciego toda mi vida... ¿Por qué me de-
jaste tener tantas experiencias hermosas si ahora las pierdo?
—Las perdiste porque no me escuchaste y seguiste con tus vie-
jos patrones... Cuando te decía que no respondieses a provocacio-
nes, dentro tuyo, vos querías seguir siendo un héroe.
—¿Y Gladis? ¿Y Alejandro? Mabel se queda sola con su nieto...
¿Y Patricia?
Jesús lo llevaba en sus brazos, hacia una luz muy brillante.
Sebastián lloraba.
—Voy a extrañar a Lily; la amo y prometí cuidarla…
—Todos eligen, Sebastián, todos podemos elegir...
—Esa gente a la que ayudé y a la que perdí, estuvieron en mi
vida por una razón… Todo me llevó a Lily…
—¿Y vos considerás que valió la pena?
—Amo a Lily; quiero quedarme con ella. Pasaría de nuevo por
todo lo que pasé, si ése es mi camino para estar con ella…
—Si ella es tu propósito, ¿estás dispuesto a hacer las cosas bien
esta vez?
—Por ella, lo que sea.
—Sólo te pido que no le cuentes esto a nadie, ya que no te lo
van a creer… A ninguno de todos los que te rodean… Dejá que las
cosas sigan su curso. Sólo te lo va a creer Lily, en su momento…
—¿Qué es lo que no tengo que contarle a nadie?
Jesús lo soltó desde una gran altura...
Y Sebastián comenzó a caer a un ritmo vertiginoso.

215
Silvina Dabini

Capítulo 30

espertó sobresaltado.
Se sentó en la cama, mirando a su alrededor.
Estaba acostado en la cama de Margarita. A su alrededor había
trozos de vidrio del cuadro del Sagrado Corazón.
Lo había despertado el sonido del despertador, que estaba pues-
to a las ocho, y el ruido del movimiento diurno de la calle.
Su ambo celeste se sentía transpirado, pero la cama estaba lim-
pia, con apenas algunos trozos de vidrio y pequeñas manchas de
sangre, seguramente por haber dormido con ellos encima.
De todo el desastre que podía recordar, sólo estaba la petaca
tumbada junto a la cama, la almohada llena de saliva y lágrimas
casi secas, y el cuadro roto.
Esquivando los vidrios en el piso, fue a buscar la lámina del Sa-
grado Corazón. Notó que el golpe le había provocado un tajo en la
figura a la altura del pecho. Fue al botiquín del baño, tomó cinta
adhesiva y lo remendó por detrás.
—Yo te hice esa herida. Mientras le sanaba a la lámina, te estaba
sanando a vos. Nunca más voy a volver a lastimarte... —le decía a
la imagen de Jesús, intentando que quedara lo mejor posible.
La puso en un cajón, con la promesa de conseguirle esa misma
tarde un marco nuevo. Al guardarla, vio la dedicatoria.
Tita, gracias por ser mi amor.
Siempre voy a estar a tu lado.
Te amo con todo mi corazón,
Deo.

216
Jesús nunca existió
Era la primera vez que él tenía acceso a esa dedicatoria. Siempre
había visto la lámina dentro del cuadro, nunca fuera de él.
Fue hacia el comedor y buscó por todos lados.
No había ninguna quemadura de cigarrillo en la mesa.
La tormenta que se había desatado esa noche había hecho que el
cigarrillo cayera, apagado, al piso.
Su contractura cervical había desaparecido.
A pesar del largo sueño que había tenido esa noche, se levantó
relajado, como si su cuerpo hubiera estado flotando.
Tomó el paquete de cigarrillos y lo tiró a la basura.
Se propuso seriamente dejar de fumar.
Preparó el mate, se sentó en el comedor y observó el caos a su
alrededor. Como todavía el turno de Patricia no había terminado,
llamó a la guardia para hablar con ella.
—¿Hola?
—Patri, ¡soy Pipo!
—¿Qué hacés, nene?
—Recién me levanto. Dormí como un bebé. ¿Cómo está Mabel?
—¿Y cómo querés que esté? ¡Hecha pelota! Pero hablé con ella
y aceptó pasarte al tercer piso. El lunes entrás a las diez y, acordate,
sin olor a cigarrillo.
—Sí, Patri, nos vemos… Escuchame, mañana cuando salís...
¿me das una mano para limpiar la casa? Yo compro todo: bolsas,
detergente... No traigas nada.
—Dale, yo llevo guantes de látex, por si no tenés…
—Sí. Tengo. No traigas nada.
—Dale, Pipo, ¡nos vemos!
Cortó con Patricia y llamó a Cacho.
—¡Cachito!
—¿Qué hacés, Pipa? ¿Cómo andás? Justo me estaba preparando
para ir al hospital. ¿Todo bien?
—Mejor que nunca. Escuchame, te quería invitar, ¿venís el do-
mingo a comer unas pizzas a casa?
—Dale, salgo y voy para allá. ¿Entro con la llavecita?
—No, ¡esta vez te abro yo!
—¿Llevo algo?
217
Silvina Dabini

—¡Con que vengas bañado es suficiente! Te quedás a dormir si


querés y te vas a trabajar el lunes...
—Bueno, dale. Nos vemos.
Tomó algunos mates, mientras ordenaba su departamento.
Comenzó a tirar cosas. A pesar de que la cama de su abuela no
se encontraba en un estado deplorable, quiso donar todo, incluido el
placard con toda la ropa, la cama y las mesitas de luz...
Quería aprovechar esa habitación para convertirla en una bi-
blioteca, así podía sacar todos los libros de su propia habitación y,
en honor a Margarita, estudiar para seguir perfeccionándose.
Fue hasta el supermercado para comprar más bolsas y jabón en
polvo. Cuando volvía, al pasar por la plaza, vio que en el centro,
los vecinos habían hecho con ladrillos una capillita y habían puesto
dentro una imagen de Jesús Misericordioso.
Fue hacia ella, dejó las bolsas en el piso y abrazó a esa capilla,
como si estrechara al mismísimo Jesús.
Mientras lloraba, le decía:
—Gracias, Maestro... ¡Gracias!
Cuando volvió, se puso a ordenar y a limpiar.
Tomando mate y comiendo bizcochitos, recorrió toda la casa,
sacando suciedad y algunas cucarachas de los rincones.
Buscó en vano las quemaduras de cigarrillos; sólo habían sido
parte de un sueño.
Las sábanas apenas estaban sucias, pero no había ninguna man-
cha con formas raras. Aquel sueño había sido tan real... Pero él reía,
mientras se descubría buscando signos por todos lados.
Miró el reloj.
Ya eran las dos y cuarto…
Y era viernes.
—El tío llega a la guardia a las tres, tengo que estar ahí... —se
recordó en voz alta. Bajó a toda velocidad y, apenas tomando su
celular y su billetera, fue a tomar el colectivo.
A las tres menos cuarto entró a guardia.
Nelly se extrañó al verlo.
218
Jesús nunca existió
—¿Qué hacés acá? ¿No estabas con licencia? Andate, por favor.
Nos avisaron por radio que llega una paciente delicada, una emba-
razada con sobredosis de heroína y está pariendo al bebé…
Sebastián miró a Nelly y le preguntó.
—¿Ya le avisaron a Mabel?
—¿Y vos cómo sabés? ¡Es su nuera! Mabel está bajando del ter-
cero. Ayer perdió al hijo, pero no quiso volver a su casa...
Eran las 14:50.
En la guardia estaba Mabel, esperando, cuando entró la camilla
y el médico que iba en la ambulancia gritó:
—¡Todos a quirófano! ¡Hay que sacar al bebé urgente!
La camilla siguió derecho al ascensor, hacia el segundo piso.
Llegaron, la conectaron, le dieron el antídoto para la heroína y la
chica dejó de convulsionar. La limpiaron y la anestesiaron, pero
entró en paro. Rápidamente le hicieron la cesárea y, cuando logra-
ron sacar al bebé, Mabel lo recibió en sus brazos. Llorando, la mi-
raba con rencor; pero no quería soltar a su nieto.
Ya eran las 15 hs.
—Hay que llevarlo a Neonatología, los chicos se van a encar-
gar... Sebastián, ¡acompañala!
Fueron con un grupo de médicos y enfermeros, llevando al re-
cién nacido al quinto piso, en una cunita de acrílico y con el suero
conectado.
Mabel lloraba, mientras decía:
—Ayer perdí a mi hijo; hoy casi pierdo a mi nieto... Todo por
culpa de las malditas drogas… ¿Qué hice mal, Sebastián? Ahora me
queda mi nieto… ¿Qué voy a hacer?
Sebastián la abrazó lo más fuerte que pudo.
—Dios te va a ayudar… Siempre nos ayuda... —le respondió.
Una chica rubia de ojos grises se asomó a Neonatología.
Fue a abrazar a Mabel.
—Cacho me mandó un mensajito al celular. Tenía que estar con
vos y con tu nieto... Quedate tranquila, él va a estar bien.
Mabel miró a Sebastián, que no dejaba de observar a esa chica.
—Ella es Lily, la caba de Pediatría del turno noche. Va a ser tu
compañera a partir del lunes.
219
Silvina Dabini

Lily lloraba y abrazaba a Mabel.


Sebastián alcanzó a ver entre sus manos un pañuelo bordado con
flores amarillas.
—Ya vengo. Mabel, te voy a cubrir al tercer piso, quedó sin en-
fermero, ¿no?
—Sí, pibe, andá. En la pecera hay un ambo de repuesto, es
bordó. Quizás te vaya.
Mabel abrazó a Sebastián y le dijo:
—A vos te mandó Dios... Gracias, nene.
Sebastián fue al tercer piso.
Estaban titilando la luces de las habitaciones 18 y 33.
Primero fue a la 18.
Ahí estaba Gladis, llorando. Y necesitaba calmantes.
Mientras Sebastián le inyectaba uno en el suero, ella decía:
—¡Qué forma tan estúpida de caerme! ¿A vos te parece? Una
pisa mal la escalera y se viene abajo rodando...
A lo que Sebastián le respondió:
—Hasta anoche yo trabajaba en la guardia. A partir del lunes
voy a trabajar en este piso y necesito saber la verdad de lo que te
pasó, para poder ayudarte mejor.
Gladis se soltó y le contó la historia de su matrimonio, la de su
amante y de cómo su marido, oficial retirado, la había golpeado,
rompiéndole una pierna.
Sebastián le sugirió hacer la denuncia a la policía, preferente-
mente, a asuntos internos.
Volvió a la pecera.
La luz de la 33 seguía titilando.
Cuando llegó, encontró a una señora de unos sesenta y cinco
años. Notó que junto a la bolsa de suero, había otra tapada con
plástico negro. Asumió que era morfina.
—Hola, soy Teresa —dijo la mujer—. ¿Sos nuevo?
—Más o menos. Mi nombre es Sebastián. Estaba en la guardia,
pero a partir del lunes voy a estar trabajando acá.
—¿Vos sos el nieto de Margarita? —preguntó ella, asombrada.
—No me diga nada. Usted es la mamá de Lily, la de Pediatría...
220
Jesús nunca existió
—¿Cómo adivinaste?
—Me lo contó un amigo…
Mientras la ayudaba a orinar, Teresa le contó que había tenido
cáncer de útero y lo había remitido, pero ahora se le estaba mani-
festado un tumor en el colon y había elegido el hospital donde tra-
bajaba su hija para tratarse. Le habló también sobre la fuerte
vocación de enfermera que tenía Lily y que ella había quedado viu-
da cuando su hija tenía dos años.
Sebastián escuchaba la historia por respeto, pero sentía que era
una película que ya había visto.
Se quedó en la pecera cubriendo a Mabel, que estaba en Neona-
tología con su nieto. Sebastián estaba tomando mate, cuando llegó
Lily al tercer piso, con los ojos llorosos.
—Pobre Mabel, está destrozada...
—Yo ayer tuve a su hijo en la guardia y no pude salvarlo... Hoy
tampoco pudimos hacer nada por su nuera.
—Pero su nietito va a salir; es un nene fuerte.
—¿Ya eligió el nombre?
—Uno de los enfermeros de Neonatología le sugirió Alejandro...
—Es un muy buen nombre.
—¿Puedo tomar unos mates con vos? —le pidió Lily.
—Con mucho gusto —respondió Sebastián.
—¿Ya la conociste a mi mamá? Mabel le asignó esa habitación.
Está muy grave y quiero que esté bien cuidada.
—No te preocupes, va a estar muy bien cuidada. Sebastián mi-
raba insistentemente el pañuelo bordado en la mano de Lily.
—Me lo regaló mi abuela Dora, era de su hermana mayor, Irene.
Siempre dijo que yo le recordaba a ella y me lo obsequió…
—¿Te gustan las rosas amarillas? —le preguntó Sebastián.
—¡Me encantan! —fue la respuesta de Lily.
Siguieron tomando mate, cuando ella lo miró.
—Estaba durmiendo la siesta en casa, cuando me mandó un
mensaje Cacho, avisándome que estaba yendo a buscar a la nuera
de Mabel. Antes de que sonara el celular, estaba teniendo un sueño.

221
Silvina Dabini

Cuando yo era chica, tenía un bebote de plástico, con el cual jugaba


a ser enfermera y lo cuidaba. Jesús apareció en ese sueño. Me sacó
el bebote de las manos, me entregó media docena de rosas amari-
llas y me dijo Ya vuelve Amadeo. Tu corazón va a ser salvado... Y
ahí me desperté… Nunca supe qué me quiso decir…
Sebastián la miró fijamente.
Y, tomándola de las manos, le dijo.
—Algo me dice que, esta vez, vos me vas a salvar a mí…

222
Jesús nunca existió

eresa murió tres días después, justo el lunes que Sebastián co-
menzaba su puesto como enfermero en el tercer piso.
Lily y él se hicieron grandes amigos.
Comenzaron a noviar, llevándose de maravillas.
Y ahora están comprometidos.
Ambos vendieron sus departamentos y se mudaron a una casa
más amplia, a tres cuadras del hospital, para ahorrarle a Lily la mo-
lestia de caminar tanto, ya que ella no tomaba colectivo.
Planean casarse y adoptar al nieto de Mabel, para darle un hogar
estable. Mabel proyecta retirarse en algunos años.
Lily y Sebastián invitaron a ella y a Miguel a mudarse con ellos,
para que vean crecer a su nieto.
Y así, ambos, poder tener a mano a esa madre maravillosa que le
salvó la vida a los dos.
Tras haber denunciado a su marido por violencia de género,
Gladis se fue a vivir con Raúl. Asuntos internos le quitó la tenencia
de las armas a Alfredo y le dio la baja deshonrosa de la fuerza,
quitándole su jubilación.
Lily y Sebastián tienen un cuadro sobre la cabecera de su cama.
Es la lámina del Sagrado Corazón, enmarcada con un vidrio nuevo.
Éste los observa, los protege y los cuida para que, a través de su
trabajo, ellos puedan salvar todos los días a más personas.
Se supo que Lily está embarazada… Es una nena…
Y tal como había dicho el Tío, luego de la muerte de Teresa…
—Ya pronto volverán a verse. . . Las almas grandes siempre se
reencuentran .

223
Marcelo González, el amor de mis vidas, quien pacientemente
leyó cada uno de estos capítulos, dándome su punto de vista, corri-
giéndome y hablándome de su experiencia con el Maestro.
A toda la gente que soportó día a día, con paciencia, que yo le
leyera párrafos enteros, pidiéndole su opinión.
A mis maestros de Reiki, a los que están presentes en mi vida y
los que no, porque ellos marcaron mi camino.
A todas las personas reales y ficticias que me inspiraron, pre-
sentes y ausentes. Ellas están reflejadas en estas páginas y tienen un
lugar en mi corazón. De todos ellos aprendí algo, a todos ellos pude
enseñarles algo.
A todos los trabajadores de la salud: médicos, enfermeros,
choferes, cirujanos… Especialmente a un ángel en el cielo, Teresa
Pereira Silva, quien fue la pediatra de mi hija y la mejor doctora
que haya conocido en mi vida. Su partida fue uno de los grandes
impulsos para que yo escribiera este libro.
A todos los héroes anónimos que, día a día, arriesgan su vida.
Bomberos, policías, defensa civil... A ellos, todo mi respeto.
A los amigos que me aconsejaron, me corrigieron y me apunta-
laron. ¡Gracias, Gordo!
A mi mamá, que me hizo el aguante para que yo pueda escribir.
A mi hija, cuyo amor me llena el alma y hace que yo pueda sa-
car siempre lo mejor de mí.
A Teresita McAllister, mi mentora, mi profesora de Lengua y
Literatura en la secundaria. Ella vio algo especial en mí. Insistió
para que escriba. Escribí. Y acá estoy, editando mi primer libro.
Y mi agradecimiento eterno a la persona más especial de todas:
al Maestro. Quien todas las mañanas se sentó conmigo a tomar ma-
te, mientras yo escribía…

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