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Y a mi nona Dora,
¡el título de “madre”
siempre te quedó chico!
Prólogo ........................................................................................ 9
Capítulo 1: El último cigarrillo del día ....................................... 15
Capítulo 2: Desenterrando a los muertos ................................... 22
Capítulo 3: Recomenzando ......................................................... 30
Capítulo 4: Habitación 333, el Tío............................................... 41
Capítulo 5: Señales ...................................................................... 48
Capítulo 6: Quien quiera oír ........................................................ 59
Capítulo 7: Salvando vidas .......................................................... 68
Capítulo 8: ¿Por qué cuesta tanto? ............................. .................... 74
Capítulo 9: Confianza .................................................................. 80
Capítulo 10: En familia ............................................................... 88
Capítulo 11: Derrotar al miedo .................................................... 94
Capítulo 12: Los ojos del bien, los ojos del mal......................... 100
Capítulo 13: Uniendo las piezas ................................................. 109
Capítulo 14: Donde yacen los motivos ....................................... 115
Capítulo 15: Ni mejores ni peores .............................................. 122
Capítulo 16: Verdades escondidas .............................................. 128
Capítulo 17: Irene y Amadeo ...................................................... 134
Capítulo 18: Orgullo, mentiras y desencuentro ......................... 139
Capítulo 19: Conviviendo con el dolor ...................................... 145
Capítulo 20: Ni agujas ni sutura ................................................. 153
Capítulo 21: En el lugar y momento justos ................................ 162
Capítulo 22: Viejas fotografías ................................................... 167
Capítulo 23: Lo que está destinado ............................................ 174
Capítulo 24: Encuentros ............................................................. 180
Capítulo 25: Rompecabezas ....................................................... 185
Capítulo 26: Saldando deudas .................................................... 190
Capítulo 27: Dialogando con el pasado ..................................... 197
Capítulo 28: La segunda oportunidad ........................................ 203
Capítulo 29: Nunca sabrás ......................................................... 209
Capítulo 30: ...quién puede salvar a quién.................................. 216
Epílogo ...................................................................................... 223
Agradecimientos ....................................................................... 225
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Porque tuve hambre y ustedes me alimentaron;
tuve sed y ustedes me dieron de beber.
Pasé como forastero y ustedes me recibieron en su casa.
Anduve sin ropas y me vistieron. Estaba enfermo
y fueron a visitarme. Estuve en la cárcel y me fueron a ver.
El Rey responderá:
En verdad les digo que, cuando lo hicieron
con alguno de estos más pequeños,
que son mis hermanos, lo hicieron conmigo.
Capítulo 1
Una delgada línea verde pasaba una y otra vez por el monitor de
frecuencia cardiaca.
Matías, un muchacho de veinticinco años, había tenido un acci-
dente con su moto. Alcoholizado, había perdido el control, dando
de lleno contra un volquete. Los vecinos que habían escuchado el
impacto salieron a ver lo ocurrido y llamaron a la ambulancia.
Lo que más llenaba de bronca a Sebastián no era el alcohol, la
moto ni el volquete mal puesto casi en la esquina, sino la temprana
edad de ese desconocido. No comprendía cómo la gente, sobre todo
los más jóvenes, se ponían en peligro tan absurdamente.
Y tenía una razón para que aquello le molestase.
__________
* 200 joules (o julios) es la medida estándar de desfibrilación para un adulto pro-
medio.
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* Caba: jefa del cuerpo de enfermeros de un hospital o sanatorio.
** La adrenalina es una hormona natural. Su forma sintética se usa como medica-
mento para tratar el paro cardiaco y otras arritmias. Suele usarse en el proceso de
la reanimación cardiaca.
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* Ambo: traje característico de trabajo de médicos y enfermeros, compuesto de
chaqueta y pantalón.
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Capítulo 2
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El clima estaba fresco. La noche anterior había llovido, pero él
ni se había enterado. Durante la tormenta, se había abierto la venta-
na del comedor, mojándose un sillón y parte de parquet del piso.
Y entonces recordó…
—¡Dejé un cigarrillo encendido en la mesa! —gritó.
Y se dirigió hacia el lugar del hecho.
La madera apenas se había quemado. El cigarrillo se había apa-
gado justo donde ésta terminaba.
«De pura suerte no hubo un incendio», pensó.
Juntó todo lo que había sobre la mesa: el mate con la yerba mo-
jada, la pava con agua fría, las sobras de la milanesa de pollo del
almuerzo del día anterior y los apuntes de cardiología.
Llevó las carpetas a su habitación y lo demás a la cocina.
El olor a basura era bastante penetrante. Hacía casi una semana
que no cambiaba la bolsa y los restos de comida ya habían comen-
zado a descomponerse.
Buscó el encendedor nuevo, que estaba junto a la primera petaca
vacía. Puso a calentar agua para el mate pero tenía el estómago tan
revuelto que prefirió un té y un analgésico.
Hasta la sola idea de fumar le generó asco.
Así encaró la tarea de reacomodar el desastre que había causado
en la habitación de su abuela.
Por primera vez en diez años, abrió la ventana.
El vidrio parecía esmerilado por tanta tierra pegada. El marco
estaba negro a causa del hollín e hinchado por la humedad. Le costó
bastante abrirla, pero de un golpe seco pudo hacerlo. El aire húme-
do de la tormenta hizo correntada y la pestilencia comenzó a irse.
Desarmó la cama y, capa a capa, fue descubriendo que el perfu-
me protector y reconfortante de su abuela ya no estaba…
Hacía tiempo, un fuerte olor ácido lo había reemplazado.
Tomó algunas bolsas grandes de residuos y desechó todo.
Ya no tenía sentido guardar nada.
El sol comenzaba a caer y ya no entraba luz natural por la ven-
tana. Sebastián encendió la lámpara central, cubierta de telarañas.
El vidrio naranja aún se conservaba desde hacía cuarenta años.
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A las dos y media de la madrugada, le llegó un mensaje al mó-
vil.
Sebas, ¿cómo estás?
Era de Patricia.
Maldijo la costumbre nocturna de pensar que los demás tenían el
mismo horario, pero de todas formas la llamó a la guardia.
—¿Hola?
—¿Qué hacés, Patri? —le dijo, entredormido.
—Uy, nene. ¿Te desperté?
—No, estaba en la cama con dos morochas —bromeó Sebastián.
—O sea, que estabas durmiendo… ¡Sólo soñando podés hacer
eso! —respondió Patricia, riendo—. Hablé con la caba del tercero.
Te espera el lunes a las diez de la noche. Andá para allá, yo me en-
cargo de los papeles.
—Tengo que pedirte un favor… —Sebastián dudó—. Que me
ayudes a limpiar mi casa…
—Mañana tengo franco. Salgo y voy para allá a darte una mano.
¡Nos vemos, Pipo!
Sebastián tenía una nariz bastante prominente, herencia de su
padre. Gracias a ese rasgo en la secundaria comenzaron a decirle
Pipa, Pipeta y ahora su jefa lo llamaba Pipo . Era un gesto de con-
fianza que sólo les permitía a sus amigos.
Apoyó como pudo el teléfono en la mesa ratona y se volvió a
dormir, tan profundamente que el tirón de sueño hasta las ocho de
la mañana pareció un suspiro.
Apagó el despertador y se volvió a dormir un rato más…
Hasta que sonó el timbre…
—¡Patricia!
Saltó del sillón, se puso ojotas, un short y la primera remera que
encontró. Abrió la puerta, despeinado y sin lavarse los dientes.
Ahí estaba.
Ambo lila, rodete, ojeras, una sonrisa de par en par y las com-
pras del supermercado. Por un lado traía medialunas, galletitas y
yerba. Por el otro, lavandina, detergente, esponja, trapos rejilla,
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—Se te fueron de la vida, pero no de la cabeza. Vos enterrás a la
gente en tu cabeza, por eso tus pensamientos están tan revueltos.
Los muertos se están pudriendo en tu mente: tus viejos, tu abuela,
tus pacientes… —le respondió con firmeza Patricia.
Sebastián no aguantó más.
Se deslizó contra la pared, se sentó en el piso y comenzó a llorar
tan fuerte y con tanta amargura, que apenas podía respirar.
Otra vez, ella tenía razón.
—Dejá, Pipo, el colchón lo saco yo. Andá a dormir, yo también
estoy cansada. Nos vemos el lunes —le dijo, yéndose.
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Capítulo 3
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Se despertó a las diez de la mañana.
Carlos ya se había ido hacía rato. Su cama estaba armada y so-
bre la almohada había una nota:
Nos vemos a la salida.
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Capítulo 4
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* Pecera: cuarto con paredes de vidrio que se usa de oficina para los enfermeros,
con todos sus insumos, generalmente ubicado junto al pasillo.
** Forma coloquial de referirse a los 220 voltios, denominación común de la elec-
tricidad de uso doméstico.
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Continuó.
—Yo me voy. Cualquier cosa marcá el interno 5946, te atiende
Lily, la enfermera de pediatría. Ella estuvo mucho tiempo acá y te
puede sacar del apuro.
Mabel se retiró sin despedirse.
—Qué humor de mierda… —susurró Sebastián. Y se fue a
cambiar de ropa a un cuartito que tenía a pocos metros.
Se sentó en la pecera. Vio que había un juego de mate y se lo
preparó con gran placer. Lo llenó, mojó la yerba y…
Una luz en el tablero comenzó a titilar.
El cuarto 33 requería enfermero.
Atravesó el pasillo alumbrado por los tubos de blanco hielo.
Cuando llegó a la habitación, estaba todo en penumbras. Al
intentar prender la luz, la llave no funcionaba.
Desde la cama, se escuchó la voz de un hombre mayor:
—Bienvenido, nene. Ya la escuché a la enfermera. ¿Sos nuevo?
—Sí, abuelo. Soy nuevo en el sector —respondió Sebastián.
—Yo llevo mucho tiempo acá. Ésta es casi mi habitación. Cada
vez que vengo me dan la misma…
Sebastián se fue acercando, en la oscuridad. Quería ver el rostro
de esa persona, para identificarlo mejor.
Una voz dulce, como de un hombre de setenta años, le hablaba.
—No soy abuelo, pero los chicos del hospital me dicen Tío.
Cuando Sebastián estuvo a punto de llegar a su cama, sonó la
alarma del tablero.
—Abuelo, si no se enoja, me llaman de la 18…
Al otro lado del pasillo, una mujer de unos cincuenta años y
operada de fractura de fémur, necesitaba orinar.
Su nombre era Gladis.
Mientras Sebastián le ponía la chata*, ella le contaba:
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* Chata: recipiente en forma de pala, que se usa en caso de que un paciente esté
imposibilitado de movimiento, acostado, para recoger su orina o materia fecal.
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—¡Qué forma tan estúpida de caerme! ¿A vos te parece? Una
pisa mal la escalera y se viene abajo rodando…
Sebastián estaba más pendiente de no mojar la cama que de lo
que le contaba la paciente.
La higienizó, desechó la orina en el baño y salió.
Fue a pedirle disculpas por la interrupción al señor de la 33.
Al llegar, quiso prender la luz. Pero, al presionar la llave, re-
cordó que no funcionaba.
—El marido le pegó y la empujó. No se cayó sola y menos por
la escalera. Cuando salga de la internación, ella le va a pedir el di-
vorcio pero… ¡Lástima! Él tiene un arma y no se lo va a dar. La va
a matar… —dijo el Tío, un tanto dormido.
Sebastián se quedó asombrado por el buen oído del hombre, que
había oído desde la otra punta del pasillo, y de su facilidad para ha-
cer vaticinios.
—Abuelo, ¿qué dice? Duerma y si necesita algo de verdad me
llama —le dijo, intentado ignorar su comentario.
Mientras salía de la habitación, el Tío murmuró.
—Yo no necesito nada. Ella te necesita a vos… —sonrió.
Y se quedó dormido.
"Muchas veces llegan pacientes recurrentes al hospital y, por
solidaridad, se les da una cama", pensó Sebastián, "porque en el
portatablillas no hay historia clínica de la 33".
A la media hora, haciendo la ronda, notó que la señora de la 18
lloraba casi en silencio. Pero como no lo había llamado para pedirle
calmantes, no la molestó.
Solo fue a las tres de la mañana a revisarle la herida, por si le
supuraba, y ella solo repetía:
—Qué tonta fui…
Sebastián miró su dedo anular izquierdo y no vio ningún anillo.
"El Tío se equivocó", pensó. "No es casada".
A las diez de la mañana, en su última ronda, estaba descargando
todo en el libro de guardia y las historias clínicas.
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Llegó una chica rubia, ojos grises, ambo rosa y una gran sonrisa.
—Vos sos Sebastián, el nuevito, ¿no? Yo soy Lily, la enfermera
de pediatría… Noche tranquila, ¿no?
—Sí… —le respondió Sebastián, hoscamente y sin mirarla.
Repasaba qué medicamentos había sacado del botiquín.
—Yo fui compañera de Patri. ¡Es duro esto! No lo soportó. Pero
a mí me gustan los chicos. Los comprendo y ellos a mí —continuó
diciéndole Lily.
«¡Qué verborrágica!», pensó Sebastián, mientras la observaba.
Esperaba que se callase, para preguntarle por el Tío.
Ni necesitó preguntarle, porque ella continuó hablando.
—¿Ya conociste al Tío? Es un linyera* que cae todas las sema-
nas en la guardia. Llega el viernes por la tarde y se va el jueves si-
guiente. Pero dura poco, porque al otro día ya lo tenemos de vuelta.
Algunos chicos de mi sector me dijeron que lo ven deambular por
ahí, con una bata blanca del hospital, descalzo y con el pelo suelto.
Les habla, les toca la frente y se va… Ya sabés cómo son los chi-
cos. Pero desde que él viene, se curan más rápido. Será por eso que
Mabel siempre lo recibe y le da la misma cama. Esa ya es la pieza
de él. Nadie sabe su nombre. Le decimos Tío. Se ve que le va mal y
que se pelea con otros crotos**, porque siempre vuelve lastimado.
Sebastián miraba el reloj en la pared.
Estaba cansado y se quería ir.
No había podido fumar en toda la noche y eso lo tenía alterado.
Groseramente la dejó hablando sola y se fue a tomar el ascensor.
Llegó a la chimenea y ahí todavía estaba el paquete de cigarri-
llos que se había olvidado el jueves. Tenía un cartel con letra de
Patricia que decía: TE DIJE QUE LO DEJES, PIPO, con un co-
razón dibujado.
Estaba por encender un cigarrillo cuando algo en la mesa le
llamó la atención: una quemadura de cigarrillo al borde de la fór-
mica, a dos centímetros del cenicero.
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* Linyera: denominación en lunfardo que se le da a la gente pobre o que vive en
la calle, sin residencia fija.
** Croto: otra forma coloquial para referirse a un linyera.
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—¿Quién habrá sido tan estúpido como para hacer esto? —dijo
en voz alta.
Y justo se abrió la puerta.
Era el Tío.
Tenía puesta una bata blanca y estaba descalzo. Llevaba el pelo
suelto y sucio con plastas de sangre, la cara llena de marcas y el ojo
derecho hinchado. Sus brazos y piernas tenían cortes casi cicatriza-
dos, seguramente de larga data. También mostraba cascarones de
sangre en las muñecas y en los empeines.
Su aspecto era deplorable, pero no tenía feo olor como otros lin-
yeras que Sebastián hubo atendido en la guardia.
¡Éste olía a rosas!
«Seguramente Mabel lo debe asear y perfumar», pensó Sebas-
tián, que seguía viendo la marca en la mesa.
—Es de mala educación dejar hablando sola a una mujer, ¿nunca
te lo dijeron? —le comentó el Tío.
—¿Y vos quién sos? —le respondió Sebastián, alterado.
Nunca había visto a ese paciente en el hospital y, mucho menos,
merodeando y entrando a la chimenea.
—Yo soy el paciente de la 333. Solía ser maestro… —le dijo el
Tío—, pero a muchos políticos, sacerdotes y comerciantes no les
gustó lo que yo enseñaba y me lastimaron. No ellos. Los cobardes
enviaron policías. Todavía me persiguen. Me siguen lastimando
cuando pueden… Políticos, policía, gente joven… Yo quiero en-
señar pero no me escuchan… ¡Mirá! El último que no me quiso es-
cuchar me hizo esto…
Se levantó la bata. Sebastián lo miró casi horrorizado.
Tenía el torso repleto de cortes. Un gran tajo bajo las costillas
derechas y otro, a la altura del esternón.
—Éste me lo hizo un muchacho con un vidrio… —continuó,
señalando el corte a la altura del pecho.
Aunque no tenía guantes, Sebastián quiso revisarlo.
—Tío, espere. Voy a la pecera, traigo las cosas y lo curo. No se
vaya… —le pidió.
—¡Dale pibe! —contestó el Tío.
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* Kit de sutura: equipo necesario para efectuar costura y cierre de heridas, que
consta de tijeras, pinzas, aguja de sutura curva e hilo.
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Fue al vestuario a cambiarse.
Dejó el kit, las gasas y el desinfectante en su casillero.
Lo cerró con llave y salió, saludando a Mabel, que había arriba-
do a la pecera. Antes de irse quiso ir a ver al Tío.
Pero la mujer intuyó sus intenciones.
—No quiero héroes —le recordó—. Andá a tu casa, pibe. Dejalo
que duerma.
Sebastián giró en sus talones y se retiró.
Como el colectivo tardaba, se fue caminando.
Pasó por el supermercado, compró lo necesario para cocinar
carne al horno y más jabón en polvo.
Cocinó, almorzó, lavó la ropa y se fue a dormir la siesta.
Obviamente, sin dejar de pensar en el Tío.
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* Fajar: palabra que en lunfardo significa golpear o castigar.
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—Y yo soy Rodolfo… Dame un calmante, pibe, ¡me duele todo!
La pierna me está matando, no la aguanto. Ese hijo de puta… Si lo
agarro, ¡lo reviento!
Mientras Sebastián le inyectaba un analgésico en el suero, Ro-
dolfo seguía quejándose del dolor y seguía murmurando.
—¿A vos te parece? ¡Me tiró el colectivo encima! Venía a mil
por hora… Mi señora, pibe… ¡Perdí a mi señora! La quisieron sal-
var… No pudieron. Y ese turro salió ileso… A mí me trajeron en
ambulancia… Y a él, ¿qué?
—Señor, tranquilícese —pidió el enfermero—. Cuanto más se
altere, más le va a doler. Ahora duerma.
—Gracias, pibe —decía el paciente, cerrando los ojos—. ¿Vos
tenés hijos?
—No, jefe. Todavía no. Ni novia tengo... ¿Y usted?
—Tengo un nene chiquito… Pero me quedé sin mujer… Todo
por un tipo que se cruzó en rojo… ¡El volquete y la puta que lo pa-
rió! —fueron sus últimas palabras, antes de quedarse dormido.
Es común el delirio ante una sedación.
Sebastián le revisó las heridas. Estaban casi cicatrizadas.
—No se preocupe, Rodolfo. Estoy seguro de que su señora sigue
cuidando de su hijo. Su chiquito va a estar bien. Descanse. Póngase
bien por su hijo… —lo animó Sebastián, recordando las veces que
había escuchado a Patricia diciendo lo mismo.
Ese hombre le recordaba a su padre; no sabía por qué.
No tenía memoria de él.
Sin embargo, la historia del accidente, su mujer y su bebito le
resultaba familiar.
Una vez en la pecera, quiso anotar en la tablilla correspondiente
que le había dado un calmante al paciente.
Pero no la encontró.
—¿Dónde está la historia clínica de la 5?
—Perdoná, estoy hablando con el director —y continuó, en un
susurro—. No hay nadie en la 5. Me di cuenta después de que en-
traste a la habitación… ¿Por qué tardaste tanto?
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Sebastián la examinó y le fue describiendo las heridas en cuello,
cuero cabelludo, brazos… Todas coincidían con el maltrato que
Gladis le relataba al policía. Incluso, cuando de un golpe con una
llave inglesa la desmayó y la pateó estando en el piso, quebrándole
la pierna, por la cual había sido internada.
—Todo lo hacía con un arma en la mano; me amenazaba con su
revólver calibre 38. Él es policía retirado y todavía tiene la tenen-
cia*. Cuando se iba a trabajar a la fábrica, yo buscaba el arma para
deshacerme de ella. Y nunca la encontraba… Aunque creo que tenía
más de una… —contaba Gladis con la voz entrecortada y los ojos
llenos de lágrimas—. Mi matrimonio fue un infierno. Sobre todo,
después de que nuestro hijo se fue a vivir con la novia.
»Y hace cinco meses lo conocí a Raúl, un remisero que solía
llevarme a la casa de mi hermana. Él estaba separado. Y a escondi-
das tuvimos lo nuestro. Pero esa semana previa al ataque de Alfre-
do, yo le había dicho a Raúl de cortar nuestra relación. Si bien era
mi refugio y lo mejor que me podía pasar, mi marido seguro sospe-
chaba algo y no daba para más. Raúl quiso hablar con Alfredo, so-
bre todo, porque sabía lo tanto que me maltrataba. Hasta me
propuso irme a vivir con él si dejaba a mi marido…
»¿Sabés qué estaba haciendo yo cuando llegó Alfredo esa
mañana y me pegó hasta casi matarme? La valija. Me iba a ir, con
lo puesto, un poco de ropa, con los documentos y la plata que tenía
ahorrada por mi trabajo de costurera.
»No quiso que me fuera y, para asegurarse, me rompió una pier-
na. Así me ama, así me cuida y así me retiene: golpeándome.
»Nunca llegué a decirle lo de Raúl, por miedo a que lo mate. Y
hasta ahora, nunca hablé con él, no le pude avisar lo que pasó ni
contestarle los mensajes… Se habrá quedado esperando a que yo
fuera a su casa… Preferí dejar que el celular se quedara sin batería,
porque era un peligro que sonara delante de Alfredo. Lo tenía agen-
dado como Mary… Mi marido es tan desconfiado que muchas ve-
ces me revisaba el teléfono...
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* Tenencia: permiso legal que se da a través de organismos competentes a las per-
sonas pertenecientes a las fuerzas armadas o a civiles para tenencia doméstica
armas de fuego, pero no para su portación.
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—Llega los viernes después de las 3 de la tarde. No lo veo hasta
mañana. Primero pasa por guardia para que lo curen y después se
va derecho a la habitación.
—Entonces les pido a los chicos de la guardia que me avisen
mañana, cuando llegue. Me voy, no doy más. Quiero llegar a casa y
dormir. Tengo sueño y hambre…
Se fue a su casa. Tenía mucho por hacer y ya había pasado
bastante tiempo en el hospital.
Cuando llegó, se preparó el mate.
Todavía estaba el juego de sábanas y otra ropa, sin lavar.
Su curiosidad pudo más y, antes de volver a poner el lavarropas,
sacó las telas y las inspeccionó. No tenían una sola mancha, ni que-
maduras, ni sangre, ni olor a clorofila… Como si mágicamente se
hubiesen esfumado o si alguien ya las hubiese lavado.
Cansado, después de haber trabajado toda la noche, se limitó a
poner el lavarropas, que anduvo sin mayor problema.
Ya comenzaba a pensar que se estaba volviendo loco, que el
agotamiento le hacía ver cosas, que el estrés le estaba jugando una
mala pasada…
Hacía una semana que no tenía paz.
Algo dentro de él se había quebrado… En su guardia había visto
mucha muerte, injusticia… Pero esta vez, lo que sucedido con
Matías, el hijo de Mabel, le había calado hondo y no sabía por qué.
Dejó el lavarropas funcionando.
Se sentó en el comedor, con el mate, una docena de facturas que
había comprado en el camino para almorzar y se dispuso a comer.
Sonó el timbre del departamento.
—¿Y ahora quién es? —dijo, cansado.
Con pesadez, se levantó de la silla y fue a ver por la ventana.
Y ahí estaba, esperando en la puerta.
Era el Tío.
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Era tarde. Tenía que dormir, tender la ropa que había lavado,
emprolijar un poco la casa…
Había sido una semana dura.
Lo que más le intrigaba era que el Tío siempre salía los jueves
del hospital para volver el viernes, lleno de heridas, como si se hu-
biese peleado con otros linyeras.
Pero ese jueves, se había tomado la molestia de pasar por su de-
partamento antes, totalmente impecable, limpio, peinado, con ropa
común , zapatillas, la barba recortada… ¿Quién se tomaba la moles-
tia de salir así para volver hecho una piltrafa al hospital?
Guardó el equipo de mate; puso las facturas en un plato.
Y se fue a acostar.
Sobre una cajonera que había en su habitación, estaba la lámina
del cuadro del Sagrado Corazón de su abuela. La tomó y notó que
el corte a la altura del pecho casi se había cerrado, por una gota de
sangre que había corrido por ahí y se había secado. Era como si al
cuadro se le hubiese formado una cascarita.
La volvió a dejar sobre la cómoda y se dispuso a dormir.
Lo despertó su celular, que sonaba con insistencia. A su vez, al-
guien golpeaba la puerta del departamento muy fuerte.
—¡Abrime, Pipo! —gritaba Cacho del otro lado.
Sebastián se levantó sin entender nada. Era de día y creyó haber
dormido sólo un par de horas.
Vio su celular. Tenía quince llamadas perdidas y veintinueve
mensajes de Mabel, Patricia, Cacho y la franquera de la noche. La
luz del identificador de llamadas de su casa titilaba, marcando que
había treinta mensajes.
«Uno no puede dormir una siesta que ya lo llaman. Qué locos
están todos», pensaba, confundido, mientras se ponía las ojotas.
Llegó a la puerta y, apenas sacó la traba, ésta se abrió gracias a
la fuerza que hacía Cacho del otro lado. Junto a él estaba el médico
de la ambulancia, con el maletín de desfibrilador en su mano.
—¿Se puede saber que te pasó? Anoche no fuiste a trabajar. Te
llamamos, mandamos mensajes… Vine y la llave de debajo de la
maceta no abría la puerta. Le pedí al médico que venga conmigo.
Ya te veía tirado en el baño, desmayado… No sé, cualquier cosa…
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Jesús nunca existió
dos, mientras todos miraban atónitos la escena—. Si no es médico o
enfermero, se va o la hago sacar por seguridad.
—Es mi hijo y me quedo —contestó la señora con voz apacible.
Esquivó a Sebastián, yendo hacia el Tío. Susurró unas palabras en
su oído, le besó la frente todavía ensangrentada y recostó la cabeza
en su pecho. Sus lágrimas caían de sus ojos.
Nadie se atrevía a interrumpir ese momento.
—¿Hasta cuándo, hijo, hasta cuándo? —Fueron sus palabras.
La mano del Tío se levantó muy lentamente y se posó sobre la
cabeza de la madre. Quizás a modo de consuelo o para hacerle sa-
ber que estaba bien… o vivo.
Todos respiraron aliviados y continuaron con la tarea de limpiar
su cuerpo lleno de cortes y su rostro.
La mujer le posaba la mano en la frente y rezaba.
Sebastián contemplaba la situación desde un costado. Había sido
desautorizado por una extraña, delante del personal del hospital.
Nadie había hecho nada por detenerla ni nada por salvarlo.
Y de nuevo, la impotencia se apoderó de él.
La tomó del brazo y, sin dudar, la corrió a un costado.
—¡No me importa quién sea, usted se va de la guardia! ¡Acá no
se puede estar!
De golpe, se abrió la puerta de guardia.
Era Mabel.
—¡Madre! —exclamó. Fue hacia la señora y la abrazó muy
fuerte, mientras las lágrimas caían de sus ojos—. ¡Gracias! Gracias
por venir, ¡no se imagina cuánto que la esperaba!
Sebastián todavía estaba al costado, de pie.
—Mabel, no me importa quién sea la mujer, no puede estar acá.
Estamos curando al Tío… Bueh, curando… Estos idiotas le ponen
gasas, ni suero le…
—¡QUIEN LO CURA ES ELLA, SU MADRE! —soltó Ma-
bel—. Y vos, maleducado, creyéndote el héroe de la guardia, ¿la
sacás a patadas? ¿Qué hacés acá? ¡Éste no es tu horario!
—No, Mabel. Él ayudó a traer a mi hijo. Estaba en la Iglesia. Él
lo acompañó en la ambulancia… —dijo la madre del Tío—. Pobre-
cito, casi siempre va solo en la camilla. Muy pocas veces lo ha
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Una brisa recorrió el cuerpo del Tío; aliviado por sentir un poco
de aire fresco en las heridas, suspiró.
Sebastián miró atento cada parte de su cuerpo y vio algo que le
llamó la atención: sus manos no mostraban piel bajo las uñas ni
signos de haberse defendido. No estaban raspadas, señal que en
ningún momento había intentado frenar ninguna caída. Todo mos-
traba que se había dejado pegar. Quizás con alguna clase de rama,
porque no sólo tenía cortes, tenía raspones como si lo hubiesen
golpeado con algo que, aparte de cortarlo, le hubiese rasgado la
piel. A los costados de las costillas tenía marcas similares a los
arañazos de un gato, pero más grandes, en grupos de a tres. Y en
las heridas, todavía tenía suero*. Ya ni sangre le salía por las heri-
das a ese pobre hombre. En algunas laceraciones, sobre todo la de
las piernas, parecía como si alguien le hubiese tirado agua con
sal… o lo hubiese orinado una vez abiertas las heridas.
Recordó cómo lo encontraron al pie del altar en la iglesia y el
olor a orina que tenía. Pensó que, cuando alguien se orinaba enci-
ma, el líquido corría por entre las piernas. Pero él tenía la parte
frontal de los muslos orinados. Sin duda, alguien se lo había hecho.
¿Qué clase de persona le haría eso al Tío?
Una lágrima cayó por la mejilla de Sebastián.
Imaginar tanto dolor lo hacía pensar que quizás su vida no era
tan mala. Él podía llegar todos los días a su casa, comer algo, dor-
mir en una cama, bañarse. Ese pobre hombre, en cambio, vivía en
un hospital y una vez por semana resultaba herido de forma cruel.
No tenía ropa; necesitaba comer en casa de la gente. Incluso su
propia madre no se preocupaba por su bienestar. ¿Qué clase de ma-
dre podía dejar que su hijo sufriera todo eso sin siquiera ayudarlo?
La gente que había estado esa tarde en la guardia había actuado
sabiendo las heridas que tenía aquel hombre desamparado, viendo
cómo la madre no hacía nada para impedir el ataque.
A su vez, el Tío le generaba desconfianza. Un hombre que en-
traba a su casa con mentiras, que decía conocer a su abuela, se
metía en su vida, sabía en detalle sus movimientos…
__________
*Suero sanguíneo: componente líquido de la sangre. Resulta al formarse una heri-
da que queda tapada por un coágulo.
98
Jesús nunca existió
Incluso recordó cuando Cacho fue a buscarlo esa tarde a su casa,
por miedo a que le haya pasado algo.
Le había dicho que la llave que estaba debajo de la maceta no
había abierto la puerta. Quizás cuando el Tío se había ido el jueves
se la había cambiado.
Tuvo miedo.
Un desconocido merodeando la casa y, lo peor de todo, algo le
decía que el linyera con el cual peleaba el Tío tenía algo que ver…
Lo recordó fumando en la cama…
Instintivamente, buscó una quemadura de cigarrillo…
Y ahí estaba.
La misma que había aparecido en el lavarropas, en la camisa del
marido de Gladis, en su muñeca, en el colchón de su casa, en la es-
palda del Tío, en el borde de la mesa de su casa, en la mesa de la
chimenea…
Y llegó a la conclusión de que ese otro hombre también se había
metido en su casa y en cada lado donde había estado el Tío.
Un extraño escalofrío comenzó a surcarle el cuerpo.
Y un llanto inesperado brotó de sus ojos.
Se sintió indefenso e impotente.
Todo sucedía a su alrededor como un torbellino.
Se sentó en una silla, al lado de la cama del Tío. Mientras sus
lágrimas caían, su cuerpo temblaba y se acurrucó.
Una mano tibia se posó sobre su cabeza y una voz habló.
—No tengas miedo. Siempre te voy a cuidar…
El Tío se había despertado.
Y con su cuerpo herido, estaba acostado.
Expuesto y cansado, después de haber sufrido un abuso enorme
y un gran desamparo…
Él, en su miseria, lo estaba consolando.
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Silvina Dabini
Capítulo 12
fue calmando. Pero ignora que esa catástrofe que te revolvió por
dentro, va a terminar limpiándote.
Sebastián puso gentilmente el mate frente al Tío; era su turno
pero no lo quiso interrumpir antes, mientras hablaba.
Mientras el Tío sorbía el mate, le dijo, dudoso:
—¿Sabés lo que pasa? Uno escucha tantas mentiras, ve a diario
tanto dolor, tanto sufrimiento, tantos hijos de puta que lastiman a la
gente… Que se dificulta saber lo que está bien y lo que está mal.
¿Cómo alguien pudo enojarse porque intenté salvar una vida? ¿Có-
mo pueden pegarte hasta matarte porque le arruinás el negocio? Yo
trabajo salvando vidas, estudié para eso y hago lo mejor que puedo.
No me entra en la cabeza que haya gente interesada en que yo falle.
Somos muchos los que luchamos por salvar la vida de la gente, pa-
ra que estén mejor… Y no entiendo. Te juro que no entiendo…
El Tío terminó con el mate y le respondió.
—Todos pueden elegir…
Sebastián lo interrumpió groseramente.
—Con ese mismo versito me saltaste vos y Nelly. Pero explica-
me, ¿qué elección tiene un nene de ocho años cuyos padres le pe-
gan hasta matarlo? ¿O una chica cuando la violan? ¿Qué elección
tuvieron mis viejos, que se murieron con un colectivo incrustado?
El Tío lo miró fijo y, parafraseándolo, le dijo:
—No sos el primero que me salta con ese mismo versito… Pero
nadie escucha la respuesta, todos están tan metidos en su dolor…
Uno les ofrece la respuesta ¡y no la escuchan! Hace años que les
hablo, les hablo y les hablo, ¡pero no! Prefieren seguir con su dolor.
No sé quién inventó el concepto de que el dolor limpia, el dolor
purifica… ¡lo que purifica es aprender, no sufrir!
—¡YO NO ELIJO SUFRIR, LAS COSAS ME PASAN! YO NO
ELEGÍ PERDER A MI MAMÁ, A MI PAPÁ O A MI ABUELA.
¡SE ME FUERON, LA PUTA MADRE, SE ME FUERON! YO
NO ELIJO PERDER A LOS PACIENTES, ¡Y SE ME VAN! ¿Y
PRETENDÉS QUE ME QUEDE COMO UN ESTÚPIDO, SON-
RIENDO? DECIME, VOS QUE SABÉS TANTO, ¿DÓNDE
MIERDA ESTÁ DIOS CUANDO PASA TODO ESO? LA GENTE
SE MATA, ¡Y ÉL NO HACE NADA!
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Jesús nunca existió
La respiración de Sebastián se agitó. Con furia arrojó el mate
contra la pared, salpicando el piso con yerba mojada.
Se paró violentamente, increpando al Tío, que lo miraba recos-
tado en la cama, quieto.
—Y ahora te aparecés vos a decirme que la vida me caga a palos
¿y yo tengo que aprender? ¿Qué querés que aprenda? ¿Que todo es
una mierda? ¿Que todo tiene que ser según el capricho de Dios?
Estoy solo, ¡por si no te diste cuenta!
—Sebastián, ¡pará un poco!
El Tío intentaba llamarle la atención; quería dialogar con él pero
estaba ciego en su dolor. Seguía insultando, a los gritos…
El Tío se incorporó hasta quedar casi sentado en la cama y sólo
atinó a gritarle:
—¡DEO!
Sebastián enmudeció.
Quedó quieto y firme en su lugar, sin respirar.
Miró al Tío y sólo le dijo en forma de susurro…
—Es la segunda vez que me llamas así. Yo no soy Deo. ¡Deo era
mi abuelo!
—Bien, ya capté tu atención. ¿Ahora te vas a callar y me vas a
escuchar? ¿O siempre te manejás así? Lo único que espero es que
de nuevo no tengas un cuadro a mano…
Sebastián lo miró; un gesto de vergüenza surcó su cara.
En menos de diez minutos había gritado, tirado un mate, ensu-
ciando la habitación con yerba…
Pensó en la gente de limpieza y en su compañera enfermera del
turno día. La puerta estaba abierta y todo el piso pudo haber escu-
chado sus gritos.
—Sentate, nadie nos escuchó —lo tranquilizó el Tío—. Ya co-
nozco tus preguntas, ahora quiero darte mis respuestas.
Cuando Sebastián se fue a sentar, notó que del corte en el es-
ternón del Tío salía sangre. Quizás la fuerza que había hecho para
incorporarse o para hablarle había vuelto a abrir la herida.
Tomó gasa de la mesita junto a su cama y se la puso, asegurán-
dola con cinta. La colocó como pudo, para no lastimarlo más, aun-
que el patrón de cortes y latigazos llamativamente no se daba en el
medio del pecho.
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* Coma farmacológico o coma inducido: estado de sedación profundo, producido
por medicamentos, que se le provoca a un paciente, en ciertos casos, para paliar
dolores intensos.
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Capítulo 13
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—Uy, sí. ¡Qué buena madre! —Sebastián le respondió iróni-
co—, pero vos seguís tirado en esta cama, mientras vaya a saber
dónde se va ella…
—¿Dónde está tu mamá? Ya que tanto criticás a la mía…
Sebastián enmudeció.
Un volcán de insultos quería hacer erupción dentro de él.
—Cuando tu papá no paraba de tomar cerveza, ¿dónde estaba tu
mamá? Cuando tomó la llave del auto para irse manejando comple-
tamente borracho a tu casa… ¿dónde estaba ella? Mientras su no-
vio, drogado, se estrellaba contra un volquete, no hizo nada.
Sentada, tomando cerveza en el kiosco de la avenida, mientras su
hijo estaba dentro suyo, volvió a apelar a su inconsciencia y metió
heroína como para tres personas… ¿Y vos cuestionás a mi madre?
—¿Qué me dijiste? —lo increpó Sebastián—. Mi mamá murió
en esta misma guardia, por un choque contra un colectivo, contra
ese… El papá de Lily… Nunca tomó drogas… Jamás. Mi abuela
siempre me habló de lo sana que era.
—Natalia, ¿te suena ese nombre?
—La única Natalia… la nuera de… ¿Mabel? ¿Qué tiene que ver
la nuera de Mabel o su hijo con mis papás? ¿No te parece que te
estás yendo un poquito a la mierda? —soltó groseramente Sebas-
tián, mientras lo miraba fijo.
—¿Nunca te detuviste a pensar que pasó dentro tuyo ese jueves,
cuando no pudiste salvar a ese muchacho? ¿Cuántos pacientes per-
diste en guardia?
—Calculo que bastantes… —contestó Sebastián, intentando sa-
car la cuenta mentalmente.
—¿Y nunca te preguntaste por qué ése te costó tanto? O por qué
tuviste que ir vos cuando fue lo de la nuera de Mabel, si vos estabas
en el tercer piso y ya no trabajabas en la guardia. Tu hermanito…
¿Cuántas veces de chico quisiste uno? ¿Alejandro se iba a llamar?
Sebastián recordó su infancia a solas con su abuela, jugando de
niño, con amigos imaginarios, teniendo un carácter social en el co-
legio, porque siempre había ansiado tener un hermano…
Comenzó a llorar.
Nunca las palabras de un extraño le habían llegado tan de cerca.
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Capítulo 14
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—El ser humano tiene que aprender a tener miedo, es parte de
su propia defensa. Por ejemplo, si uno no le tuviese miedo al fuego,
viviría quemándose.
—Se puede enseñar que el fuego quema, sin imponer el miedo
al fuego…
—Ellos quieren proteger a sus hijos…
—¿Sabés cuál es el peor miedo que se le puede inculcar a un ser
humano? El miedo a la muerte.
—Todos le tenemos miedo a la muerte…
—Yo no.
—¿Ahora me vas a decir que sos masoquista, que sos suicida?
—No. Sé lo que hay del otro lado y por eso no le temo.
—Sí, del otro lado hay un cajón, un cementerio, gusanos…
—No, del otro lado está Él… Ahora veo por qué le tenés miedo
y por qué tu relación con la muerte es tan sombría.
—¿Ahora me vas a decir que la muerte es linda? ¡Dejáte de jo-
der, Lily! Perdiste a tu papá y a tu abuela; tu mamá está enferma…
¿Me vas a decir que la muerte no te duele?
—Por empezar, no se le teme a la muerte sino al dolor. ¿Por qué
creés que la gente piensa que la mejor manera de morir es seguir
durmiendo ? No quieren tener una muerte traumática, pasando por el
dolor físico. Pero lo que ignoran es que el cuerpo, muchas veces, ni
siquiera llega a sentir ese dolor…
—Decíselo a alguien que chocó con el auto y está quebrado…
Pide morfina a los gritos, aunque a los diez minutos se mueran.
—Esa gente piensa igual que vos sobre la muerte y no se quiere
ir. Piensa que la vida aún les debe algo y se mantienen en ese cuer-
po roto. Cuando asumen que ya está, que les toca irse, dejan de
sentir dolor.
—¿Irse adónde?
—Con Él, Sebastián… Decime, ¿alguna vez te sacaste una
muela porque estaba muy cariada y te dolía mucho?
—Sí, varias.
—Después de que te la sacaron, ¿te siguió doliendo?
—Obvio que la muela no, pero la encía sí. Hasta que cicatriza
duele, sangra y hasta se infecta… ¿Nunca te sacaron una muela?
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—No, Sebastián. Eso sería hacer leña del árbol caído. Pero te
voy a explicar algo. Las almas encarnan en grupos, es como cuando
te mandan a hacer trabajos grupales, cada uno se encarga de algo
distinto y, para la próxima tarea, cambian de roles. Para equiparar,
las cosas son devueltas. Si alguien mata, en la próxima vida es
muerto a mano de alguien. Si uno roba, en su siguiente vida es po-
bre. Si alguien priva de visión o es ciego espiritual, en su próxima
encarnación va a ser ciego físicamente. Si se es violento o tirano, lo
más probable es que nazca sometido…
Sebastián se aburría con el sermón.
Estaba tan incómodo con las verdades que el Tío le exponía que,
mientras lo escuchaba, buscaba en su mente cómo responderle de la
mejor manera para hacerlo callar. Finalmente le dijo:
—Si yo me apoyara en lo que decís, te tendría que preguntar...
¿A quién dañaste o a quién mataste para que te hagan todo lo que te
hicieron? Ah, Buda. ¿Viste? Te quedaste sin respuestas…
El Tío rió divertido con su planteo.
—Hace mucho que nadie me llama así, pero vas por el buen ca-
mino. No, yo no lastimé a nadie. No es mi naturaleza, nunca lo fue
y nunca lo va a ser. Creo en la justicia y en entender las cosas que
se me explican, sin contestar con una ofensa sin fundamento.
—¿Y por qué no te vengás de los que te hicieron esto? —le dijo
Sebastián, señalando sus heridas.
—Ya te lo dije. Cada vez que alguien daña a otra persona, se lo
está haciendo a sí mismo. Tarde o temprano lo paga, en esta vida o
en la otra. O en la otra… O en las futuras generaciones…
—O sea, si yo hago algo malo, quizás no tenga que pagarlo
yo… ¿Lo paga la gente que viene después? —preguntó Sebastián,
queriendo comprender un sistema bastante complicado de deudas.
—En tu caso, vos fuiste la próxima generación y eso le pasa a la
mayoría. Como ya te expliqué, la gente evoluciona individualmente
y en grupos.
—Si también tuviera que basarme en toda la estupidez que me
decís, ¿de qué me sirve estar con Lily? Si yo la dejé y, según vos, le
rompí el corazón… Ahora me toca que me la devuelva. ¡Ni loco
salgo con una mina que sé que me va a romper el corazón y que me
va a dejar! Ya demasiado fracaso tuve en mi vida para arriesgarme
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Jesús nunca existió
a que me pase algo así… Insisto, si toda esa cosita de la hoja y de la
goma que me decís es cierta…
—Lily te ama. Irene te ama. Quien ama de verdad no hiere. Vos
le diste un propósito a su vida y, a pesar de ser un viejo amargado,
protestón, narigón y porfiado, ella te va a amar igual. Porque tu
nombre está escrito en su vida; ella escribió su vida con tu nombre
incluido, lo creas o no, y vos le diste más protagonismo a Margari-
ta, dejándola de lado. En tu historia de héroe y de mártir, ni Lily ni
Irene tienen un lugar; obviamente sí lo tuvieron Margarita, Ricardo,
Ana, Matías, Natalia e incluso Alejandro. A toda la gente que te ro-
dea y que busca que tu historia cambie, la borrás. Como borraste
también a Melisa, que era una excelente chica; como borraste a tus
compañeros de secundaria, con los que te llevabas muy bien; y co-
mo borraste a tus compañeros de universidad, con los cuales apren-
diste mucho…
—¿Cuántas veces más me vas a dar el mismo sermón?
—La vida te va a dar todos los sermones… Una y otra vez…
¡hasta que los aprendas!
—Aparte, yo estaba hablando con Lily, vimos lo de las flores,
todo muy lindo… Pero como sos un hinchapelotas, tuviste que ve-
nir a interrumpir… Si según vos, yo tengo que escribir una historia
de amor, no sirve que me interrumpas…
—Te equivocás. En tu cabeza, esa parte de la historia era una
maquinación mía. Si ese momento seguía su curso, ibas a tirar todo
por la borda diciéndole a Lily que yo había inventado todo y que
ella también escuchaba mis locuras. Incluso hasta la ibas a tratar de
loca y le ibas a volver a romper el corazón. No te interrumpí… Te
salvé del error que ibas a cometer, para que no vuelvas a cometer
errores. Antes tenías que comprender en qué te equivocabas.
—Aparte de psicólogo, ¿sos adivino? Creo que me estoy equi-
vocando al escucharte demasiado. Tengo sueño y estoy cansado…
Además, ¿cómo sabés lo que pasó allá? Estás a dos pisos de distan-
cia… ¿Nos espiaste? No entiendo cómo supo Lily lo del mate y lo
de los gritos, si ni siquiera la franquera escuchó algo…
—Cuando Lily entró, vio la pared manchada con agua verde y
yerba mal barrida en el piso. También notó tu gesto de sumisión,
como que te habías mandado alguna macana. Y cuando estás enoja-
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* Según los estudios hechos a la Sábana de Turín o Santo Sudario, la sangre ha-
llada fue del grupo AB, factor Rhesus positivo.
**El sistema de detección de grupo sanguíneo ABO emplea para su fin, gotas de
sangre y reactivos líquidos, los cuales, al mezclarse con la sangre, determinan a
qué grupo y factor pertenecen las muestras.
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Sebastián terminó de aplicar los reactivos y lo miró asombrado.
—¡LA SANGRE ES TUYA! El tipo AB positivo es muy raro...
¿Cuándo me dejaste la marca en la sábana? Yo recién la noté el lu-
nes por la mañana, cuando se fue Cacho y me dejó la cama armada,
con la lámina del Sagrado Corazón metida en el medio…
—La madrugada del viernes fui a tu casa. Te vi saliendo del
hospital tan mal, que quise hablar con vos y te seguí. Vi que para-
bas en el kiosco, te comprabas el whisky y te ibas.
»Esperé del otro lado de la puerta del hall pero entraste. Cerraste
con bronca y empezaste a tomar, a fumar y después te fuiste a la
pieza de tu abuela. Ahí entré a tu casa.
»Estabas muy enojado y temía que, si yo aparecía en tu casa,
comenzaras a pegarme por suponerme un ladrón u otra cosa.
»Cuando ya estabas borracho, gritándole al cuadro, quise ha-
blarte. Estaba detrás tuyo pero era obvio que no ibas a escucharme.
Para colmo, mi hermano también nos había seguido. A los dos mi-
nutos lo tenía al lado mío diciendo vos seguí preocupándote por es-
ta gente, seguí ayudándolos, que así te pagan .
»Pero yo seguía atrás tuyo, hasta que tomaste el cuadro y lo es-
trellaste contra la mesa de luz. Ahí los vidrios volaron por todos la-
dos. Mi hermano reía porque uno de los vidrios fue a parar justo en
mi pecho, en mi esternón, mientras él seguía riendo y me decía así
te pagan … Y se fue al comedor a fumar. Como es su costumbre,
apoyó el cigarrillo en la mesa, al borde, al tiempo que decía si sigue
fumando, va a ser mío más rápido .
»Quiso acostarse en tu cama, pero se lo impedí. Y comenzamos
a forcejear. Vos estabas llorando en la cama de Margarita, cuando él
me dijo a que no te animás a mostrarte ahora, salvador…
»Se fue al comedor y dejó su cigarrillo prendido; quería iniciar
un incendio. Pero justo se desató una tormenta. La ventana del co-
medor se abrió y el cigarrillo se apagó.
—Y se mojaron el sillón y el piso… —le dijo Sebastián, repa-
sando mentalmente esa noche, aunque mucho no recordaba.
—Mi hermano se fue y yo quise quedarme en tu casa por si
volvía. Pero el sillón estaba mojado y tu cama estaba disponible.
Entonces me acosté en ella, agotado, y me desperté el viernes a las
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* Vaciar: término coloquial que se usa para designar a la histerectomía total, ci-
rugía donde se extirpan el útero, los ovarios y las trompas de Falopio, en caso de
algunas enfermedades, por ejemplo, cáncer de útero.
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Sebastián y Lily siguieron caminando.
En la guardia los esperaba el Tío, en bata, un poco más repuesto
de sus heridas. Lily corrió hacia él y lo abrazó muy fuerte, llorando.
Sebastián fue a hablar con Nelly, que estaba en la pecera.
—Gracias por acompañarla —le dijo—. No podía estar sola en
un momento así y vos sos la mejor compañía que puede tener.
—¡Pobre chica! Si yo soy la mejor compañía…
—Porque vos comprendés lo que es perder a tus papás y no la
vas a juzgar en su dolor, a pesar de todo lo que pasó…
—¿De todo lo que pasó? —parafraseó Sebastián.
—Ya sé que su papá fue el que chocó con tu padres… Me lo dijo
el Tío hace un rato. Yo no lo sabía. La única que lo sabía de acá era
Mabel, que ese día estaba de guardia.
—¿Cómo están ella y el nietito?
—Bien, por suerte. Ella pudo ir la casa a descansar un poco y ya
volvió. El nietito está en Neonatología. Está estable. Quizás el lunes
le dan el alta.
—Me alegro. Nelly, me voy, así ayudo a Lily con los papeles.
Quiso ubicar a Lily en la morgue, en planta baja, pero no la en-
contró. Y como la última persona con quien la había visto era el
Tío, supuso que quizás estaría charlando con él en su habitación.
O en el quinto piso, en su sector.
Subió al tercer piso y fue derecho a la 333.
El Tío estaba sentado en la cama, de espaldas a la puerta, con la
bandeja de la merienda y tomando mate.
—La franquera me prestó el juego de mate de la pecera. Te es-
taba esperando. Lily se fue a hacer un par de trámites al sector ad-
misión, según me dijo. Pero después de hacer todo, viene para acá.
¿Querés un mate mientras la esperás?
Sebastián había aprendido a no resistirse a sus invitaciones.
Al contrario, su curiosidad por saber adonde llevaría la conver-
sación lo hizo sentarse a su lado y aceptar un mate.
—Estoy muy contento por ustedes —dijo el Tío.
—¡Gracias! Algo me dice que vos tuviste que ver en todo esto.
Vos y tu mamá.
El Tío rió divertido.
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Capítulo 24
—Señor, creo que quedó más que clara la denuncia que asentó
su mujer. Usted no puede estar acá.
—¡Decile a esa puta que todavía está casada conmigo y que si
quiero me la llevo!
Alfredo se dio vuelta y vio a Sebastián a pasos del ascensor.
—¡Ahí estás, hijo de puta! Vos ayudaste a mi mujer a encontrar-
se con el amante, ese tipo estuvo acá. Vos lo dejaste entrar, llamaste
a la policía, me metieron en la comisaría por tu culpa… Pero con-
migo no vas a poder. ¡El comisario es amigo mío, pendejo!
Sebastián habló en tono calmo.
—¿El comisario sabe que a usted le gusta pegarle a las mujeres?
¿Así y todo lo dejó suelto? Vamos a tener que rever las cosas, en-
tonces... —Y mientras lo miraba, notó que en la manga de su cami-
sa comenzaba a aparecer una quemadura de cigarrillo. Su muñeca
empezó a dolerle y un cascarón de sangre se formaba. Sin dudar,
gritó hacia la 333—. ¡Tío, te necesito!
Un policía grande y fornido salió de la habitación.
Se paró al lado de Sebastián y dijo:
—¿Este tipo está causando problemas?
—Sí, está molestando a la enfermera, al médico, a una paciente,
a mí y a la tranquilidad de todo el piso. Estamos en problemas. El
señor es policía retirado y ha venido armado al hospital. Calculo
que con la intención de matar a su mujer…
—¡Callate, infeliz! —gritaba Alfredo—. A vos también te voy a
bajar…
—Explíqueselo a asuntos internos cuando lo bajen de la fuerza,
señor —habló el policía—. Acompáñeme. No haga esto más difícil.
Alfredo tragó saliva. De exonerarlo de la fuerza perdería su ju-
bilación y la tenencia de sus armas. Sin hablar, acompañó al policía
hacia el ascensor y se dejó esposar de forma pacífica.
—Gracias, Sebastián —dijo la franquera que cubría a Mabel—.
Este tipo se estaba poniendo pesado. Gracias por ayudarnos. Nin-
guno de los dos podía ir a la pecera y llamar a la policía.
Sebastián estaba intrigado. Pensó que iba a aparecer el Tío y, en
cambio, lo hizo aquel policía.
Fue a la 333 y encontró al Tío sentado en una silla, sonriendo.
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—Te dije que el hijo del comisario es alumno mío. Conozco al
comisario también. No es amigo de Alfredo, pero lo dejó libre para
darle una oportunidad… Ese hombre tiene tan mal genio. Era obvio
que iba a venir por su mujer y solo se iba a cavar su propia fosa...
—¿Por qué apareció una quemadura de cigarrillo en su camisa?
—Mi hermano lo encontró en la puerta del hospital y le contó
todo… Vos sabés que él deja su marca…
—¿Y cómo sabías que Alfredo venía a buscar a Gladis? ¿De
dónde salió ese policía?
—Lo mandó el comisario. Conociendo la historia, la única fuer-
za que puede meterse es asuntos internos.
—¿Cómo sabías que todo eso iba a pasar hoy?
—Intuición…
—¿Y cómo te arriesgaste a que viniera? Seguro estaba armado.
¡La iba a matar!
—No estaba armado. Cuando estuvo preso, le avisé al comisario
que tenía tenencia de armas y se las secuestró.
—No entiendo... ¿También podés influenciar al comisario?
—La salvaste, ¿sí o no?
—No, vos la salvaste. Vos hiciste todo...
—Si vos, en vez de contestarle en forma calma, hubieses tenido
tu instinto de héroe y hubieras obedecido a tu primer impulso de
golpearlo, hubiéramos estado en problemas. Tenía un cuchillo en su
bolsillo. Pero se ve que estás aprendiendo a controlarte, por tu bien
y por el de la gente que te rodea.
—No sé si tanto. Pero por Lily, seguro…
—¡Esas eran las palabras que estaba esperando! —dijo el Tío,
sonriendo—. Ahora andá a Neonatología. Saludá a Mabel, que te
quiere hablar.
Sebastián fue a tomar el ascensor y subió al quinto piso.
Ahí estaba Mabel, con su nietito en brazos. Al verlo a Sebastián,
dejó a Alejandro en su cunita y lo abrazó.
—Gracias, pibe. Lo que hiciste por Lily fue muy grande. ¡Gra-
cias por no dejarla sola!
Sebastián le contó lo sucedido en las últimas horas, incluido lo
que había pasado con Gladis, Alfredo y el Tío.
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Capítulo 25
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Capítulo 26
onó el timbre.
—Esa debe ser la pizza, dejá que yo voy —le dijo Sebastián.
Fue hasta la puerta y se encontró algo que lo dejó sin aliento.
Era Matías, el hijo de Mabel, con una moto parada al lado.
—¿Sos vos? —preguntó Sebastián, sin salir de su asombro.
—Sí, hijo. Soy yo… Gracias. Gracias por todo lo que hiciste por
mí, por Margarita, por Natalia, por Lily... Gracias por lo que hacés
por toda la gente que te rodea y por lo que hiciste por Alejandro.
Cuidalo mucho. Dale un hogar. Es tu hermano. Aunque no lo en-
tiendas, Mabel va a estar feliz…
El motoquero sacó una pizza de la caja de la moto y se la dio.
Sebastián le dio un billete y le dijo:
—Quedate con el vuelto.
Cuando le extendió la mano, notó que el motoquero tenía cas-
carones de sangre en sus muñecas, igual a las que tenía Matías por
haberse raspado contra el manubrio de la moto.
Sebastián dejó la caja de pizza en el piso y lo abrazó.
El muchacho le correspondió el abrazo.
Luego se subió a la moto y se fue. Sebastián levantó la caja con
la pizza del suelo y fue de nuevo al comedor.
—¡Lily, no sabés a quien vi! ¡A mi papá!
—Sebastián, yo escuché bien claro que abriste la puerta, la moto
seguía andando, el pibe te dijo jefe, son noventa pesos, arrancó y se
fue. No te escuché hablar en ningún momento, salvo cuando le di-
jiste quedate con el vuelto… ¿Te pasó algo?
—Era Matías… ¡Lo vi! Tenía las heridas en las muñecas... Esa
cara no me la olvido más en mi vida.
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—¿El hijo de Mabel? Trabajaba de motoquero en la pizzería
donde llamamos… pero dudo mucho que haya sido él…
—¡Era él, Lily, era él! ¡Lo juro! Era mi papá…
—¿Era tu papá o era Matías?
Sebastián le explicó el parentesco, tal cual se lo había revelado
el Tío. Repitió palabra por palabra lo que acababa de decir el mu-
chacho… Y Lily comprendió.
No quiso sacarlo de su trance.
En su mente, ese muchacho era Matías y también su papá; una
razón más poderosa hizo que él pudiera ver eso.
—Es hora de que dejes de culparte. La gente por la cual te sentís
mal te está agradeciendo y tenés que comprender que no todo lo
que pasa a tu alrededor es culpa tuya. Flagelándote no ganás nada.
Ya la vida te va a dar oportunidades…
Sebastián estaba emocionado.
Algo dentro de él se iluminó.
Estaba en paz.
Comieron en silencio, hasta que Sebastián habló.
—¿Puedo sentarme al lado tuyo? —dijo.
Estaba ubicado en un extremo de la mesa.
—Sí, obvio, vení... —respondió dijo Lily, poniendo una silla
junto a la suya.
—Tratame de loco, pero necesito eso…
Lily rió.
—Dudo que alguno de los dos pueda tratar de loco al otro. Hace
una semana ni nos mirábamos y ahora estás cenando en mi casa…
Con todo lo que pasó en el medio, ¿no?
—Perdoname que te diga esto, pero sos la primera persona que
me inspira sentarme a su lado, ni con mis nov… Ay, perdón, me
pasé… —confesó Sebastián, sonrojándose.
Lily reía divertida.
—Me causás mucha gracia… A la gente la sacás a patadas de tu
lado… Y cuando querés acercarte a alguien, te agarra la timidez…
—Calculo que es eso... Pero, por primera vez, siento que estoy a
gusto, que haga lo que haga, diga lo que diga, no voy a tener un de-
do acusador señalándome.
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Lily abrió un poco más el sobre y ahí estaban: los dos anillos de
plata que tenían los nombres grabados, Irene y Amadeo.
Sebastián los tomó y le llamó la atención algo muy particular: la
fecha del compromiso. Era la misma en la cual sus respectivos pa-
dres habían tenido el accidente, pero cuarenta y dos años antes.
Sacaron cuentas y todo cerraba; el compromiso, la ruptura, el
casamiento de Amadeo y Margarita.
Ella había renacido cuarenta años después de su compromiso
con Amadeo y se habían vuelto a encontrar, en esa misma fecha…
Dos años después, para volver a reencontrarse casi cuarenta
años más tarde y poder retomar su historia.
Se pusieron los anillos, que les calzaban a la perfección.
Sebastián la miró en silencio.
—Pasaron casi ochenta y dos años. Ya no somos los mismos; ya
nada es lo mismo. Mucha agua pasó bajo este puente, pero… Lily,
concedeme este honor…
Lily estaba sentada.
Sebastián se arrodilló ante ella, la tomó de la mano y le dijo:
—No sé cuando o cómo, pero quiero que estés conmigo, como
amiga, como novia, como compañera... Quiero que te quedes a mi
lado, por ser la persona que me salvó, por haber dedicado tu vida a
salvarme… Que esta vez, estos anillos tengan un final feliz.
Con lágrimas en los ojos, Lily lo besó y lo abrazó.
—Toda mi vida esperé este momento. Mi camino me trajo hasta
acá… Yo también quiero estar con vos…
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Estaban abrazados, en silencio, cuando sonó el timbre.
—¿Esperás a alguien? —preguntó Sebastián.
—Todavía no le avisé lo de mi mamá a nadie más de la familia.
Lo iba a hacer a partir de mañana, hoy quería estar tranquila…
—Bueno, dejá, voy yo…
Sebastián caminó hasta la puerta de entrada y, por precaución,
miró por la mirilla.
Y ahí estaba Él.
Con un ambo bordó, seguramente préstamo de algún chico del
hospital, con su pelo atado y descalzo.
El Tío sonreía.
—¿Y? ¿Me van a abrir o no? ¡Quiero tomar mate yo también!
En otro momento, Sebastián habría protestado. Pero, esta vez,
abrió la puerta de par en par y abrazó al Tío, sin recordar que podría
estar herido. De él brotaba un dulce olor a rosas, idéntico al que
había cada vez que aparecía su madre.
En su mano derecha tenía una bolsa, con un paquete de pana-
dería. Miró a Sebastián, sonriendo.
—Recién me robé dos docenas de facturas, le dije que eran para
una parejita amiga y la señora me las dio. Hay media docena de
tortitas negras, ¡y son todas para mí! —decía el Tío, riendo.
Sebastián lo hizo pasar, mientras iba anunciando.
—Mirá quién nos vino a visitar...
Lily salió a su encuentro y lo abrazó tan fuerte que el paquete de
la panadería cayó al piso.
—Me hicieron caer las tortitas negras, ¡todo mal, chicos! —bro-
meaba el Tío.
Pasó al comedor, como quien ya conoce la casa, y se puso a re-
visar la caja de fotos que estaban viendo. Por cada imagen, él con-
taba una anécdota y Lily asentía con la cabeza.
Sebastián pensó que ella ya le había contado varias cosas pero,
esta vez, no se sintió incómodo.
Hasta que llegó al sobre que tenía la carta que le había escrito
Irene a Dora. Un semblante de tristeza nubló su mirada.
—Le envió los anillos a su hermana y, al día siguiente, murió.
Su corazón no lo resistió. Pero los veo en sus manos y eso me ale-
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Capítulo 28
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Llegaron a la puerta del departamento.
Sebastián no recordaba dónde había puesto la llave y acudió a la
de repuesto que había escondido debajo de la maceta.
Dudoso, la puso en la cerradura, recordando que Cacho no había
podido abrir el viernes por la tarde cuando había ido a buscarlo con
el médico. Pero esta vez abrió perfectamente y el Tío sonrió.
—Vos tuviste algo que ver para que Cacho no pudiera abrir la
puerta, ¿no? —aseveró Sebastián.
—Y, sí, un poquito… Pero yo no…
Entraron.
Y encontraron un cuadro espeluznante. Quemaduras de cigarri-
llo por todos lados, en muebles, fotos, manteles, cortinas... Así re-
corrieron toda la casa...
Sebastián pensó en la lámina del Sagrado Corazón y se dirigió
hasta ella. Sobre el tajo que ya había sanado con sangre seca, había
un cigarrillo apagado.
—Éste fue tu hermano, sin duda. Esperó que yo me fuera y vino.
Entró a mi casa, agarró la llave de la puerta... ¡y mirá todo lo que
hizo! ¡Pudo haber quemado mi casa! ¡Mirá cómo dejó la lámina!
Sebastián tomó del botiquín un trozo de cinta adhesiva medici-
nal y remendó la lámina por detrás. Con una letra sumamente des-
prolija, tachando la dedicatoria de Amadeo hacia Margarita, yacía
escrita una leyenda:
Te espero en la plaza hoy a la noche, héroe.
A a ver si llega tu amiguito a salvarte…
Saludos de tus abuelitos.
No lo soportó más.
—¡Hay que ponerle punto final a esto! Lo que más me molesta
es que se meta con vos. Intentás ayudar a esos chicos y a toda la
gente que tenés a mano, y este tipo, lo único que hace, es molestar...
—No tenés que acceder a sus provocaciones. Por caer en ellas,
toda tu vida fue dolor, fue un infierno... ¡Basta! Dedicate a amar…
—Si lastima a la gente que amo y que quiero en mi vida, no me
va a quedar nadie para amar. Ya perdí suficiente seres queridos…
Esta vez, ¡es personal!
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Capítulo 30
espertó sobresaltado.
Se sentó en la cama, mirando a su alrededor.
Estaba acostado en la cama de Margarita. A su alrededor había
trozos de vidrio del cuadro del Sagrado Corazón.
Lo había despertado el sonido del despertador, que estaba pues-
to a las ocho, y el ruido del movimiento diurno de la calle.
Su ambo celeste se sentía transpirado, pero la cama estaba lim-
pia, con apenas algunos trozos de vidrio y pequeñas manchas de
sangre, seguramente por haber dormido con ellos encima.
De todo el desastre que podía recordar, sólo estaba la petaca
tumbada junto a la cama, la almohada llena de saliva y lágrimas
casi secas, y el cuadro roto.
Esquivando los vidrios en el piso, fue a buscar la lámina del Sa-
grado Corazón. Notó que el golpe le había provocado un tajo en la
figura a la altura del pecho. Fue al botiquín del baño, tomó cinta
adhesiva y lo remendó por detrás.
—Yo te hice esa herida. Mientras le sanaba a la lámina, te estaba
sanando a vos. Nunca más voy a volver a lastimarte... —le decía a
la imagen de Jesús, intentando que quedara lo mejor posible.
La puso en un cajón, con la promesa de conseguirle esa misma
tarde un marco nuevo. Al guardarla, vio la dedicatoria.
Tita, gracias por ser mi amor.
Siempre voy a estar a tu lado.
Te amo con todo mi corazón,
Deo.
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Era la primera vez que él tenía acceso a esa dedicatoria. Siempre
había visto la lámina dentro del cuadro, nunca fuera de él.
Fue hacia el comedor y buscó por todos lados.
No había ninguna quemadura de cigarrillo en la mesa.
La tormenta que se había desatado esa noche había hecho que el
cigarrillo cayera, apagado, al piso.
Su contractura cervical había desaparecido.
A pesar del largo sueño que había tenido esa noche, se levantó
relajado, como si su cuerpo hubiera estado flotando.
Tomó el paquete de cigarrillos y lo tiró a la basura.
Se propuso seriamente dejar de fumar.
Preparó el mate, se sentó en el comedor y observó el caos a su
alrededor. Como todavía el turno de Patricia no había terminado,
llamó a la guardia para hablar con ella.
—¿Hola?
—Patri, ¡soy Pipo!
—¿Qué hacés, nene?
—Recién me levanto. Dormí como un bebé. ¿Cómo está Mabel?
—¿Y cómo querés que esté? ¡Hecha pelota! Pero hablé con ella
y aceptó pasarte al tercer piso. El lunes entrás a las diez y, acordate,
sin olor a cigarrillo.
—Sí, Patri, nos vemos… Escuchame, mañana cuando salís...
¿me das una mano para limpiar la casa? Yo compro todo: bolsas,
detergente... No traigas nada.
—Dale, yo llevo guantes de látex, por si no tenés…
—Sí. Tengo. No traigas nada.
—Dale, Pipo, ¡nos vemos!
Cortó con Patricia y llamó a Cacho.
—¡Cachito!
—¿Qué hacés, Pipa? ¿Cómo andás? Justo me estaba preparando
para ir al hospital. ¿Todo bien?
—Mejor que nunca. Escuchame, te quería invitar, ¿venís el do-
mingo a comer unas pizzas a casa?
—Dale, salgo y voy para allá. ¿Entro con la llavecita?
—No, ¡esta vez te abro yo!
—¿Llevo algo?
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eresa murió tres días después, justo el lunes que Sebastián co-
menzaba su puesto como enfermero en el tercer piso.
Lily y él se hicieron grandes amigos.
Comenzaron a noviar, llevándose de maravillas.
Y ahora están comprometidos.
Ambos vendieron sus departamentos y se mudaron a una casa
más amplia, a tres cuadras del hospital, para ahorrarle a Lily la mo-
lestia de caminar tanto, ya que ella no tomaba colectivo.
Planean casarse y adoptar al nieto de Mabel, para darle un hogar
estable. Mabel proyecta retirarse en algunos años.
Lily y Sebastián invitaron a ella y a Miguel a mudarse con ellos,
para que vean crecer a su nieto.
Y así, ambos, poder tener a mano a esa madre maravillosa que le
salvó la vida a los dos.
Tras haber denunciado a su marido por violencia de género,
Gladis se fue a vivir con Raúl. Asuntos internos le quitó la tenencia
de las armas a Alfredo y le dio la baja deshonrosa de la fuerza,
quitándole su jubilación.
Lily y Sebastián tienen un cuadro sobre la cabecera de su cama.
Es la lámina del Sagrado Corazón, enmarcada con un vidrio nuevo.
Éste los observa, los protege y los cuida para que, a través de su
trabajo, ellos puedan salvar todos los días a más personas.
Se supo que Lily está embarazada… Es una nena…
Y tal como había dicho el Tío, luego de la muerte de Teresa…
—Ya pronto volverán a verse. . . Las almas grandes siempre se
reencuentran .
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Marcelo González, el amor de mis vidas, quien pacientemente
leyó cada uno de estos capítulos, dándome su punto de vista, corri-
giéndome y hablándome de su experiencia con el Maestro.
A toda la gente que soportó día a día, con paciencia, que yo le
leyera párrafos enteros, pidiéndole su opinión.
A mis maestros de Reiki, a los que están presentes en mi vida y
los que no, porque ellos marcaron mi camino.
A todas las personas reales y ficticias que me inspiraron, pre-
sentes y ausentes. Ellas están reflejadas en estas páginas y tienen un
lugar en mi corazón. De todos ellos aprendí algo, a todos ellos pude
enseñarles algo.
A todos los trabajadores de la salud: médicos, enfermeros,
choferes, cirujanos… Especialmente a un ángel en el cielo, Teresa
Pereira Silva, quien fue la pediatra de mi hija y la mejor doctora
que haya conocido en mi vida. Su partida fue uno de los grandes
impulsos para que yo escribiera este libro.
A todos los héroes anónimos que, día a día, arriesgan su vida.
Bomberos, policías, defensa civil... A ellos, todo mi respeto.
A los amigos que me aconsejaron, me corrigieron y me apunta-
laron. ¡Gracias, Gordo!
A mi mamá, que me hizo el aguante para que yo pueda escribir.
A mi hija, cuyo amor me llena el alma y hace que yo pueda sa-
car siempre lo mejor de mí.
A Teresita McAllister, mi mentora, mi profesora de Lengua y
Literatura en la secundaria. Ella vio algo especial en mí. Insistió
para que escriba. Escribí. Y acá estoy, editando mi primer libro.
Y mi agradecimiento eterno a la persona más especial de todas:
al Maestro. Quien todas las mañanas se sentó conmigo a tomar ma-
te, mientras yo escribía…
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