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Domingo V de Cuaresma

22 marzo 2015

Evangelio de Juan 12, 20-33

En aquel tiempo entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había
algunos gentiles; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le
rogaban:
 Señor, quisiéramos ver a Jesús.
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a
Jesús.
Jesús les contestó:
 Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre.
Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde,
y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida
eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también
estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará.
Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora.
Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.
Entonces vino una voz del cielo:
 Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros
decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo:
 Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser
juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y
cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

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CUANDO SE PRESENTA LA ANGUSTIA

Este discurso de Jesús contiene una hondura espiritual impresionante.


Apunta lo que se necesita para poder cumplir el deseo que alienta en nuestros
corazones. Por eso constituye una palabra de sabiduría que quiere ayudarnos a
despertar.
Lo que hace es recoger, de forma vibrante, el sentido que Jesús da a su
vida y a su muerte, en una sola palabra: entrega. Será el mismo significado que
los sinópticos recogerán en el relato de la “última cena”: “esto soy yo que se
entrega”. Juan lo hace a su estilo y en un contexto que parece ser el paralelo al
de la “oración de Getsemaní”, tal como la narran los sinópticos (Mc 14,32-42, Mt

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26,36-46; Lc 22,39-46), y que no menciona el cuarto evangelio. Pero, en todos
esos casos, Jesús aparece abatido bajo el peso de la angustia.
Para empezar, se dice que van a ver a Jesús glorificado. Ya sabemos que,
para este evangelio, la glorificación tiene lugar en la cruz. Porque, para él, la cruz
significa la expresión máxima de amor de Dios al mundo (“ tanto amó Dios al
mundo que entregó a su Hijo único ”: Jn 3,16). La cruz es triunfo porque –en la
interpretación que hace Juan- es la prueba definitiva, tanto del amor del Padre,
como del hecho de que Jesús ha llevado hasta el final el designio divino:
manifestar su amor al ser humano. El Jesús glorificado es, pues, el crucificado .
Pero esta afirmación encierra mucha más sabiduría, que el propio evangelista
sigue desmenuzando con las palabras que pronuncia Jesús, en la imagen del
grano de trigo.

Con todo, nada de ello le impide experimentar la turbación: “ Ahora mi


alma está agitada y, ¿qué diré?: ¿Padre, líbrame de esta hora? ”. Sin embargo, la
capacidad de resituarse es casi inmediata: “ Pero si por esto he venido, para esta
hora. Padre, glorifica tu nombre ”. El yo sigue siendo sujeto de angustia, pero
basta conectar con quienes somos, para que se produzca la aceptación.
Somos presa del abatimiento y de la angustia cuando, por el motivo que
fuere, quedamos atrapados por algo que ocurre y que nos remueve en nuestro
interior. El detonante puede ser cualquier cosa, y la intensidad de lo despertado
depende de diferentes factores: desde la fragilidad del sujeto hasta los
condicionamientos propios de la psicobiografía de cada cual.
A veces, no podemos evitar que surjan determinados sentimientos o
emociones: no dependen de nuestra voluntad. Pero quizás sea posible desarrollar
la capacidad de no permanecer durante mucho tiempo a su merced . Y esto se
consigue en la medida en que, aceptando lo despertado, no nos reducimos a ello;
cuando somos capaces de pasar de “lo que ocurre” a la “consciencia de lo que
ocurre”. Lo cual es posible en la medida en que hemos desarrollado la capacidad
de reconocernos en la consciencia que somos , y que está a salvo de los vaivenes
mentales y emocionales.
Entonces es posible la aceptación y la rendición completa, desde una
actitud lúcida y humilde que se deja fluir con la corriente sabia de la vida. Esa
rendición a lo que es, se convierte en fuente de paz y de ajuste.
Nunca puede haber paz estable si no estamos alineados con el momento
presente, sin amar lo que es. Cuando amas lo que es, nada puede inquietarte.
Como decía Krishnamurti, el secreto de mi paz es que “ no me importa lo que
suceda”.
Pero eso solo puede decirse cuando se ha superado la identificación con el
yo. Este solo puede estar en lo que ocurre y es víctima de ello; por el contrario, la
consciencia de lo que sucede es, precisamente porque es aceptación , siempre
fuente inagotable de paz y de dicha. Ese es nuestro nombre más profundo:
Consciencia, Paz y Gozo.

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