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Dice la segunda ley: “Para la formación del reflejo condicionado se requiere que
no solamente el estímulo condicionante anteceda al estímulo absoluto en la
producción de la respuesta —un determinado número de veces— sino que, una vez
constituida la asociación que permite dar efectividad a aquél, vea su acción, de vez en
cuando, reforzada por la presencia del estímulo absoluto”. Eso significa que precisa
que la experiencia revalorice periódicamente al signo anticipador del acto, pues de
otro modo este último se hace “en el vacío”, no se acompaña de satisfacción ni
provecho biológico (el animal o el hombre no siente confirmada su esperanza) y
entonces —por resultar inadecuado— desaparece o se extingue espontáneamente la
condicionalización refleja, de manera que solamente vuelve a ser efectivo el estimulo
primitivo o absoluto.
Por eso, como los actos necesarios para asegurar la vida (alimentación,
respiración, sueño, etc.) son los que más se necesitan, son también los que más pronto
se aprenden a realizar. Les siguen en importancia los movimientos de traslación
(marcha) y de expresión (lenguaje), que son aprendidos en segundo lugar. Es más, la
base nerviosa, es decir, las pautas de reacción refleja, para asegurar esos primeros
actos, se encuentra ya predeterminada en el sujeto al nacer y constituye un especial
equipo de series de movimientos llamados “reflejos”, que surgen directamente en el
Ser, constituyendo los denominados “actos instintivos” (deglutir, vomitar, toser,
defecar, respirar, etc.).
La vieja sabiduría popular había expresado uno de los efectos de esta ley con el
dicho de “nadie escarmienta en cabeza ajena”, o sea, que nadie crea un reflejo
condicional negativo si no es sobre la base de que está en peligro la satisfacción de
una necesidad personal.