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Debe existir una proporcionalidad entre la dimensión de las aspiraciones

y la posibilidad de sufragarlas. Cada ley que sanciona el Congreso de la


Nación para crear nuevos derechos y nuevas áreas de gestión pública
implica una exigencia de mayor productividad a los argentinos para
hacer posibles esas aspiraciones. De lo contrario, serán letra muerta o la
causa de desequilibrios con funestas consecuencias. En eso consiste
"merecer el Estado".

A medida que la sociedad madura y se "visibilizan" problemas que antes


se ignoraban, surgen grupos afectados que se organizan y requieren
apoyo de algún ministerio para solucionar su malestar. Y así se amplía la
órbita de los menesteres estatales haciendo sonar la alarma que alerta
sobre un potencial desequilibrio estructural. Para merecerlos, serán
necesarias nuevas inversiones, mejores tecnologías, menores barreras de
entrada y eliminación de privilegios como forma de ascender un escalón
de productividad. Es la única manera de sufragar esas prestaciones sin
que resulten una carga que obligue a "achicarse para agrandar la
Nación".

El Estado que la mayoría desea, que los argentinos votan y que los
políticos propugnan, hay que merecerlo. Un país improductivo solo
puede tener un Estado en diminutivo; un Estado expandido, solo quien
es competitivo .

No basta con crear nuevos impuestos ni tomar deuda ni imprimir billetes


para dar por cumplida la necesidad de financiar nuevos derechos. Sin
espaldas suficientes, el Estado expandido y débil solo colapsará bajo el
peso de sus gastos corrientes y su carga financiera. El buen Estado solo
es viable mediante aumentos de productividad en forma proporcional a
su crecimiento, como lo hacen los países que tomamos como modelos.
Debe merecerse, sin recurrir a atajos, construirse sobre la arena o
pintarse sobre un cartón.

El buen Estado debe crecer desde abajo hacia arriba, como una
construcción sólida que se expande en la medida en que sus cimientos
permitan sostenerlo. No a la inversa. Y los cimientos están conformados
por una actividad privada de primera clase, con fuertes inversiones de
capital y tecnología para abrirse al mundo. Esto requiere, como tantas
veces lo hemos señalado desde estas columnas, crear confianza para
otorgar seguridad jurídica y reducir el costo argentino para que los
privilegios sectoriales no impliquen plusvalías para pocos y pobreza para
la mayoría.

Cuando el Estado crece en forma armoniosa y la sociedad está dispuesta


al sacrificio de merecerlo, el sector público no suscitará enojos a nadie;
será un Estado respetado, dimensionado en función de ese esfuerzo, sin
ser un ogro filantrópico ni requerir la Rebelión de Atlas.

Como lo advirtieron los socialistas de la "tercera vía" (Tony Blair,


Gerhard Schröder y Fernando Cardoso), no hay forma de lograr un
Estado de bienestar sin un capitalismo moderno que sustente la
demanda creciente de recursos para cumplir con las nuevas demandas
sociales. Sin crecimiento económico, la redistribución solo iguala para
abajo, hasta alcanzar -todos por igual- el piso de la pobreza.
Eso lo entendió bien la China comunista, que, aun sacrificando las
libertades individuales, puso en funcionamiento una economía de
mercado tan competitiva que ha cambiado la estructura social del país y
expandido su influencia mundial con el silencioso poder del dinero y no
con anexiones belicosas.

A la inversa de Venezuela, que, pregonando idénticos ideales, fue a la


bancarrota por ignorar que el socialismo del siglo XXI carece de sustrato
productivo y haberse limitado a distribuir lo poco que quedaba, sin
incentivos para trabajar ni crear riqueza. La llamada cultura extractivista
de suma cero, donde lo que se consume jamás se repone.

En la Argentina, el falso progresismo, inspirado en la razón populista de


Ernesto Laclau, dejó completamente de lado el concepto del
merecimiento. El Estado fue instrumento para la lucha contra el
enemigo, hasta vaciarlo mediante un festival de subsidios, jubilaciones
sin aportes y clientelismo desvergonzado. Sumado a un vaciamiento aún
peor: los contratos de obras públicas con los amigos del poder, el desvío
de fondos de los entes nacionales, las moratorias fiscales indebidas, los
subsidios discrecionales al transporte y otras defraudaciones conocidas.
Esa mentirosa exaltación de lo público solo tuvo por objeto lograr votos
ingenuos o resentidos, a pesar de ser una oferta vacía, con
inauguraciones ficticias y palabras huecas transmitidas en cadena. Los
recursos se desviaron por la ruta del dinero malversado, creando una
asimetría aún más grave entre derechos adquiridos y capacidad para
satisfacerlos.
La tropelía ya está hecha, el populismo hizo crecer el Estado de arriba
para abajo, sin importarle los cimientos ni los cálculos estructurales. El
gradualismo impide desmantelar el peso excedente. Ahora se impone
una labor de merecimiento ex post para reforzar las bases de una obra
construida.

La Argentina necesita crecer para sostener el Estado, un buen Estado,


cumpliendo con las aspiraciones colectivas en forma sustentable.

Esto exige profundos cambios para lograr competitivdad basados en una


clase empresaria renovada. En la era del algoritmo, no hay más lugar
para prepotencia camionera, ni privilegios sectoriales, ni industrias
atrasadas, ni armadurías importadoras, ni profesionales del arancel, ni
mercados cautivos, ni plusvalías regulatorias.

Si no hacemos el esfuerzo, no merecemos el Estado que queremos y


quedará el que tenemos, un fantasma insolvente que elude sus
obligaciones y frustra a quienes menos tienen.

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