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Ferrajoli 1995 ElDerechoPenalMnimo PDF
Ferrajoli 1995 ElDerechoPenalMnimo PDF
En Prevención y teoría de
la pena, 25–48. Santiago de Chile: Editorial Jurídica ConoSur Ltda., 1995.
NEOPANOPTICUM
Derecho, criminología y ciencias sociales
http://neopanopticum.wordpress.com
EL DERECHO PENAL MÍNIMO
LUIGI FERRAIOLI
(Universidad de Camerino
Las doctrinas normativas del fin y las teorías explicativas de la función son
entre ellas asimétricas no sólo en el plano semántico y en el pragmático, sino tam-
bién en el plano sintáctico. Con base en la ley de Hume, en efecto, una tesis
prescriptiva no puede derivar de una tesis descriptiva, ni al contrario. De aquí
resulta que mientras las teorías explicativas no pueden ser favorecidas ni, des-
mentidas con argumentos normativos extraídos de elecciones o juicios de talor
—sino sólo partiendo de la observación y de la descripción de aquello que de
hecho sucede— las doctrinas normativas tampoco pueden favorecerse ni confutarse
con argumentos fácticas extraídos de la observación empírica, sino sólo teniendo en
cuenta su conformidad o disconformidad con valores.
En un vicio ideológico simétrico a aquel que influyen muchas doctrinas de
justificación de la pena incurren también muchas doctrinas abolicionistas. Éstas
contestan el fundamento axiológico de las primeras con el argumento asertivo de
que la pena no satisface en concreto los fines a ella atribuidos; por ejemplo, que
no previene los delitos, o no reeduca a los condenados o incluso tiene una fun-
ción criminògena opuesta a los fines indicados que la justifican. Semejantes crí-
ticas están en principio viciadas a su vez por una falacia naturalista, siendo im-
posible derivar así de argumentos asertivos tanto el rechazo como la aceptación
de proposiciones prescriptivas. Hay un sólo caso en que dichas críticas son per-
tinentes y es cuando ellas argumentan tanto la no realización cuanto la imposibi-
lidad de constatar empíricamente el fin indicado como justificante. Piénsese con
tal objeto en las doctrinas que asignan a la pena el fin retributivo de reparar el
delito realizado o bien el fin preventivo de impedir cualquier delito futuro; esto
EL DERECHO PENAL MINIMO 29
es, que le atribuyen fines ostensiblemente inalcanzables.^ Pero en este caso no nos
encontramos frente a doctrinas propiamente normativas, sino a ideologías viciadas
por una falacia normativista; ello así, pues condición de sentido de cualquier
norma es la posibilidad aleatoria de que ella sea observada (además de violada),^
siempre que se confirme que el fin prescripto no puede ser materialmente realizado
y, no obstante ello, se asuma la posible realización como criterio de justificación.
Esto supone que la tesis de la posible realización, contradictoria con la tesis em-
pírica de la irrealizabilidad, ha sido derivada de la norma violando la ley de
Hume.
Más allá de este caso, las doctrinas de justificación del derecho penal no ad-
miten su crítica sólo porque el fin por ellas indicado como justificador no resulte
empíricamente satisfecho. La tesis de que tal fin no es realizado aunque sea rea-
lizable es una crítica que debe dirigirse al derecho penal y no a la doctrina nor-
mativa de justificación; es decir, debe dirigirse contra las prácticas punitivas —le-
gislativas y judiciales— en cuanto éstas desatienden los fines que las justifican,
pero no a sus modelos justificadores.^ En resumen, dicha tesis se convierte en un
argumento que no va contra la doctrina de justificación, sino contra la justifica-
ción misma. De tal manera, hemos llegado así a la segunda distinción a que he
hecho alusión al comienzo, o sea a aquella que aparece entre los diversos niveles
de discurso sobre los cuales se colocan los discursos sobre la justificación y los
discursos de justificación o de no justificación de la pena.
Los discursos sobre la justificación (o doctrinas de justificación), son discursos
orientados a la argumentación de criterios de aceptación de los medios penales
en relación a los fines a ellos asignados. Los discursos de justificación (o justi-
ficaciones), están en cambio orientados a argumentar la adaptación de los me-
dios penales en cuanto éstos son reconocidos como funcionales a los fines que
se asumen como justificadores. Los primeros pertenecen a un nivel metalinguis-
tico respecto a aquel al cual pertenecen los segundos. En este sentido, mientras
las doctrinas de justificación tienen como objeto las justificaciones mismas, es
decir, los fines justificadores del derecho penal y de las penas, son precisamente
las justificaciones (y las no justificaciones) las que tienen por objeto el mismo
derecho penal y las penas.
El defecto epistemológico del que adolecen habitualmente las justificaciones
de la pena sugeridas por las doctrinas de justificación —y particularmente por las
doctrinas utilitarias— consiste en la confusión que se genera entre los dos nive-
les de discurso que he diferenciado. A causa de esta confusión, las doctrinas
normativas de justificación aparecen casi siempre presentadas directamente como
cada por fines extrapunitivos, sino por el valor intrinseco asociado a su aplicación;
en este sentido la pena se configura corno un bien en sí y como un fin a sí misma
en razón del valor intrínseco y no extrapenal que asimismo se atribuye a la
prohibición. En la base de estas concepciones de la pena existe siempre una
confusión entre derecho y moral. Esto se manifiesta en las doctrinas de deriva-
ción kantiana de la pena como «retribución ética», justificada como el valor mo-
ral del imperativo violado y del castigo consecuentemente aplicado; también se
revela en las doctrinas de ascendencia hegeliana de la pena como «retribución
jurídica», justificada por la necesidad de reintegrar con una violencia opuesta al
delito el derecho violado, el cual, a su vez, es concebido como valor moral o
«substancia ética».' Pero, asimismo, puede constatarse en las doctrinas correc-
cionales de inspiración católica o positivista que también conciben el delito como
enfermedad moral o natural y la pena como «medicina» del alma o «tratamien-
to» terapéutico. En todos los casos el medio punitivo resulta identificado con el
fin, fientras la justificación de la pena, definiéndose como legitimación moral
aprioristica e incondicionada, se reduce a una petición de principios. Estas doc-
trinas eticistas son consecuentemente ideologías en los dos sentidos ya ilustrados.
Las doctrinas retribucionistas son, precisamente, ideologías naturalistas, puesto
que valoran el carácter retributivo de la pena, que es un hecho, substituyendo la
motivación con la justificación * y así deducen el deber ser del ser. Al contrario,
las doctrinas correccionales de la prevención especial son ideologías normativis-
tas, dado que asignan a la pena un fin ético, asumiéndolo aprioristicamente como
satisfecho no obstante que de hecho no se realice o quizá sea irrealizable; así es
como estas doctrinas deducen el ser del deber ser.
Un discurso totalmente diferente debe hacerse, en cambio, respecto de las
doctrinas utilitaristas de la prevención general. De modo diferente a las retribu-
cionistas y a las correccionales, estas doctrinas tienen el mérito de disociar los
medios penales, concebidos como males, de los fines extrapenales idóneos para
justificarles. Esta disociación resulta ser una condición necesaria —aunque por
sí sola insuficiente— para: a) consentir un equilibrio entre los costos represen-
tados por las penas v los daños que éstas tienen el fin de prevenir; b) impedir la
autojustificación de los medios penales como consecuencia de la confusión entre
derecho y moral; y c) hacer posible la justificación de las prohibiciones penales
antes que de las penas, sobre la base de finalidades externas a la pena y al dere-
cho penal.
El utilitarismo —precisamente porque excluye las penas inútiles no justifi-
cándolas con supuestas razones morales— es, en suma, el presupuesto de toda
doctrina racional de justificación de la pena y también de los límites de la po-
testad punitiva del Estado. Éste es el motivo por el cual dicho utilitarismo ha
resultado ser un elemento constante de la tradición penalista laica y liberal que
se ha desarrollado por obra del pensamiento dominante en los siglos xvii y xviii,
7. Sobre la misma confusión entre derecho y moral, en la que incurren las doctrinas
de la retribución ética y las de la retribución jurídica, cfr. M. A. CATTANEO (1978, 16-17).
8. A. ROSS (1972, 76-79). Una crítica análoga ha sido desarrollada por H. L. A. HART
(1968, 4, 8-13), según la cual las doctrinas retribucionistas confunden entre ellos dos pro-
blemas completamente diversos: el problema del «fin justificante de la pena», que no puede
ser sino utilitario y mirar hacia el futuro, y el de su «distribución», que no puede más que
concretarse sobre bases retributivas y, por lo tanto, mirar al pasado.
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 33
el cual echó las bases del Estado de derecho y del derecho penal moderno. Desde
Grozio, Hobbes, Locke, Puffendorf y Thomasius hasta Montesquieu, Beccaria,
Voltaire, Filangieri, Bentham y Pagano, todo el pensamiento penal reformador
está de acuerdo en considerar que las aflicciones penales son precios necesarios
para impedir daños mayores a los ciudadanos, y no constituyen homenajes gra-
tuitos a la ética o a la religión o al sentimiento de venganza.
En cuanto necesario, el utilitarismo no es, sin embargo, un presupuesto de
por sí suficiente para fundamentar, en el plan metaético, aquellos criterios de
justificación idóneos no sólo para legitimar la pena, sino también para deslegi-
timarla, aun cuando ellos no resulten satisfechos. ¿En qué consisten, en efecto,
las utilidades procuradas y/o los daños ocasionados por el derecho penal? ¿Quié-
nes son los sujetos a cuyas utilidades se hace referencia? De las respuestas a estas
preguntas es que depende la posibilidad de adecuar a las utilidades identificadas
como fin los costos representados por las penas y, en consecuencia, así poder
establecer los límites y las condiciones en ausencia de los cuales la pena resulta-
ría injustificada.
Según mi opinión, el utilitarismo penal es, en principio, una doctrina am-
bivalente. De él, lógicamente, se pueden extraer dos versiones, según el tipo de
fin asignado a la pena y al derecho penal. Una primera versión es aquella que
compara el fin con la máxima utilidad posible que pueda asegurarse a la mayoría
de los no desviados. Una segunda versión es la que parangona el fin con el mí-
nimo sufrimiento necesario a infligirse a la minoría de los desviados. La primera
versión relaciona el fin (únicamente) con los intereses de seguridad social, dife-
rentes de aquellos que pertenecen a los sujetos a quienes les es aplicada la pena,
y hace entonces imposible la comparación entre costos y beneficios. La segunda
relaciona en cambio el fin (también) con los intereses de los mismos destinatarios
de la pena —quienes en ausencia de ésta podrían sufrir mayores males extra-
penales— y permite entonces la comparación entre ellos y los medios penales
adoptados. Además, mientras la primera versión no está en condiciones de exigir
ningún límite ni garantía a la intervención punitiva del Estado, la segunda es
una doctrina de los límites del derecho penal, del cual acepta su justificación,
sólo si sus intervenciones se reducen al mínimo necesario. Resulta a todas luces
evidente que si el fin es la máxima seguridad social alcanzable contra la repe-
tición de futuros delitos, ella servirá para legitimar aprioristicamente los máxi-
mos medios. Así ocurre con las penas más severas, comprendida la pena de
muerte; los procedimientos más antigarantistas, comprendidas la tortura y las
medidas de policía más antiliberales e invadientes. Lógicamente entonces, el uti-
litarismo, entendido en este sentido, no garantiza en ningún modo contra el
arbitrio potestativo. Al contrario, si el fin es el mínimo de sufrimiento necesario
para la prevención de males futuros, estarán justificados únicamente los medios
mínimos, es decir, el mínimo de las penas como también de las prohibiciones.
Haré otras precisiones sobre el modelo de justificación con base en esta se-
gunda posible versión del utilitarismo penal. Resalto, entretanto, que toda la tra-
dición penal utilitarista está casi íntegramente informada en la primera de las
dos versiones del principio de utilidad antes diferenciadas. Existen, es verdad, en
el pensamiento iluminista, algunos enunciados generales también de la primera
versión. «Toute peine qui ne derive pas de la nécessité est tyrannique», escribe
34 LUIGI FERRAIOLI
Montesquieu.' «Fu dunque la necessità», dice Beccaria; «che costrince gli uomi-
ni a cedere parte della propria libertà: egli è adunque certo che ciascuno non ne
vuol mettere nel pubblico deposito che la minima porzion possibile, quella sola
che basti ad indurre gli altri a difenderlo. L'aggregato di queste minimi porzioni
possìbili forma il diritto di punire: tutto il più è abuso e non giustizia, è fatto, ma
non già diritto».'" También Bentham," Romagnosi " y Carmignani " aluden repe-
tidamente a la «necesidad» como criterio de justificación de la pena." Estas
indicaciones, valiosas pero embrionales, serán luego abandonadas por las doctri-
nas utilitaristas del xix, las cuales se orientaron según modelos correccionalistas
e intimidacionistas de derecho penal máximo o ilimitado. Por otra parte, estas
doctrinas fueron asimismo rebatidas por la misma concepción iluminista del prin-
cipio de utilidad penal, identificado concordemente —^por Beccaria " y Bent-
ham "— con el criterio mayoritario y tendencialmente iliberal de la «máxima
felicidad dividida entre el mayor número».
Coherentemente con este criterio —que refleja perfectamente la primera de
las dos versiones del utilitarismo penal antes aludidas— toda las doctrinas utili-
taristas han siempre atribuido a la pena el único fin de la prevención de los deli-
tos futuros, protegiendo la mayoría no desviada, y no el de la prevención de los
castigos arbitrarios o excesivos, tutelando la minoría de los desviados y de todos
aquellos considerados en esta categoría. Ello ha llevado a justificar su calificación
indiferenciada como doctrinas de la «defensa social» en sentido amplio." Todas
las finalidades que confusa o variadamente han sido indicadas por el utilitarismo
penal clásico como justificaciones de la pena, se relacionan efectivamente con la
prevención de los delitos; así ocurre con la neutralización o corrección de los
delincuentes, con la disuasión de todas las personas para que no cometan deli-
tos mediante el ejemplo de la pena o su amenaza legal, con la integración disci-
plinaria de unos y de otros por medio de la reafirmación de los valores jurídicos
lesionados, etc.
La asimetría entre fines justificadores —que atañen a los no desviados y a
los medios justificados—, los cuales lesionan el interés de los desviados, trans-
forma por lo tanto en inconmensurables los medios presupuestados y los fines
perseguidos y, a su vez, convierte en arbitraria la justificación de los primeros a
través de los segundos. Es por esta razón que todas las doctrinas de la preven-
ción de los delitos sirven para ser utilizadas como criterios de justificación ideo-
lógica, por defecto del segundo tipo de requisitos metaéticos antes establecidos.
Es posible, además, agregar otras dos consideraciones. Tales justificaciones no
requieren ser compartidas por quienes sufren las penas; en contraste, pueden ser
doctrinas que no reconocen justificación alguna a! derecho penal y que auspician su elimi-
nación. Asimismo, ellas son las que refutan desde su raíz el fundamento ético-político no
admitiendo ningún posible fin o ventaja como justificante de las mayores aflicciones provo-
cadas por ese derecho penal o bien reputan ventajosa la abolición de la forma jurídico-
penal de la sanción punitiva y de su substitución con medios pedagógicos o instrumentos de
control de tipo informal, ya institucionales o meramente sociales. No son, por el contrario,
doctrinas abolicionistas, sino simplemente reformadoras, aquellas doctrinas penales que pro-
pugnan ia abolición de la específica pena moderna, cual es la reclusión carcelaria, en favor
de sanciones penales menos aflictivas. Personalmente, por ejemplo, voy a sostener en este
ensayo la necesidad de abolir la pena de cárcel por inhumana, inútil y absolutamente dañi-
na; pero defender al mismo tiempo, contra las hipótesis propiamente abolicionistas, la
forma jurídica de la pena como técnica institucional de minimización de la reacción violenta
contra la desviación socialmente intolerada.
23. MARCONI, 1979.
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 37
Ha sido visto en el parágrafo precedente que el límite común a todas las doc-
trinas utilitaristas es la asunción, como fin de la pena, de la sola prevención
de «delitos similares» ^* respecto del delincuente y de los otros ciudadanos. Esta
concepción del fin hace del moderno utilitarismo penal un utilitarismo dividido,
que observa solamente la máxima utilidad de la mayoría y consecuentemente se
expone a tentaciones de autolegitimación y a involuciones autoritarias hacia mo-
delos de derecho penal máximo. Se comprende que un fin semejante no está
en condiciones de dictar algún límite máximo, sino únicamente el límite mínimo
por debajo del cual ese fin no es adecuadamente realizable y la sanción no es
más una «pena» sino una «tasa». Lo que más cuenta además, en el plano me-
taético, es que los medios penales y los fines extrapenales resultan heterogéneos
entre ellos y no comparables; atendiendo a sujetos diferentes, los males represen-
tados por los primeros no son, en efecto, comparables, ni éticamente justificables,
con los bienes representados por los segundos.
Para obviar estos defectos y para fundamentar una adecuada doctrina de la
justificación y también de los límites del derecho penal, es entonces necesario
recurrir a un segundo parámetro utilitario: más allá del máximo bienestar posi-
ble para los no desviados, hay que alcanzar también el mínimo malestar necesario
de los desviados. Este segundo parámetro señala un segundo fin justificador, cual
es: el de la prevención, más que de los delitos, de otro tipo de mal, antitético
al delito que habitualmente es olvidado tanto por las doctrinas justificacionistas
como por las abolicionistas. Se alude aquí a la mayor reacción (informal, salvaje,
espontánea, arbitraria, punitiva pero no penal) que en ausencia de penas mani-
festaría la parte ofendida o ciertas fuerzas sociales e institucionales con ella soli-
darias. Creo que evitar este otro mal, del cual sería víctima el delincuente, re-
presenta el fin primario del derecho penal. Entiendo decir con ello que la pena
no sirve únicamente para prevenir los injustos delitos, sino también los injustos
castigos; la pena no es amenazada e infligida ne peccetur, también lo es ne pu-
nietur; no tutela solamente la persona ofendida por el delito, del mismo modo
protege al delincuente de las reacciones informales, públicas o privadas. En esta
perspectiva la «pena mínima necesaria» de la cual hablaron los iluministas no es
únicamente un medio, es ella misma un fin: el fin de la minimización de la reacción
violenta contra el delito. Este fin, entonces, a diferencia del de la prevención de
los delitos, es también idóneo para indicar —por su homogeneidad con el medio—
el límite máximo de la pena por encima del cual no se justifica la substitución de
las penas informales.
Una concepción semejante del fin de la pena no es extraña a la tradición
iluminista, pero es dentro de ella donde se confunde con la teoría explicativa
acerca del origen y de la función histórica de la pena. Según una idea amplia-
mente difundida y de clara derivación jusnaturalista pero también contractualista,
la pena es primero el producto de la socialización y segundo el de la estatalización
de la venganza privada, concebida a su vez como expresión del derecho natural
«de defensa» que pertenece a cada hombre para su conservación en ^, estado de
naturaleza." Empero, es sobre esta idea que se ha basado a menudo la tesis de la
24. La expresión es de }. BENTHAM (1840a, 133): «Le but principal des peines c'est
de prevenir des délits semblables». Cfr. también J. BENTHAM (1840b, 9).
25. «Homini competit jus puniendi eum qui ipsum laesit», escribe C. WOLFF (1751,
§ 93). Antes aún era LOCKE quien indicaba en el «jus punitionis» el contenido del «dere-
38 l-UIGI FERRAJOLI
continuidad histórica y teórica entre pena y venganza. Esta situación indica cla-
ramente un paralogismo, en el cual no sólo han caído muchos retribucionistas,
sino también otros tantos utilitaristas —de Filangieri ^ a Romagnosi " y de Carra-
ra^ a Enrico Ferri ^—, todos los cuales han concebido y justificado el derecho
penal como derecho (no más natural sino positivo) ¿fe defensa a través del que
se habría desarrollado y perfeccionado el derecho natural de defensa individual.
Esta tesis debe rechazarse. En efecto, el derecho penal no nace como nega-
ción de la venganza sino como desarrollo, no como continuidad sino como dis-
continuidad y en conflicto con ella; y se justifica no ya con el fin de asegurarla,
sino con el de impedirla. Es verdad que la pena, históricamente, substituye a la
venganza privada. Pero esta substitución no es ni explicable históricamente ni
tanto menos justificable axiológicamente con el fin de mejor satisfacer el deseo
de venganza; por el contrario, sólo se puede justificar con el fin de poner remedio
y de prevenir las manifestaciones. En este sentido es posible decir que la historia
del derecho penal y de la pena puede ser leída como la historia de una larga
lucha contra la venganza. El primer paso de esta historia se da cuando la ven-
ganza fue regulada como derecho-deber privado, superando a la parte ofendida
y a su grupo parental según los principios de la venganza de la sangre y la ley
del tallón. El segundo paso, mucho más decisivo, se marcó cuando se produjo
una disociación entre el juez y la parte ofendida, de modo que la justicia pri-
vada —los duelos, los linchamientos, las ejecuciones sumarias, los ajustes de
cuentas— fue no sólo dejada sin tutela sino también prohibida. El derecho penal
nace precisamente en este momento, o sea cuando la relación bilateral parte ofen-
dida/ofensor es substituida por una relación trilateral, que ve en tercera posición
o como imparcial a una autoridad judicial. Es por esto que cada vez que un juez
aparece animado por sentimientos de venganza, o parciales, o de defensa social,
o bien el Estado deja un espacio a la justicia sumaria de los particulares, quiere
decir que el derecho penal regresa a un estado salvaje, anterior al nacimiento de
la civilización.
Esto no significa, naturalmente, que el fin de la prevención general de los
delitos no constituya una finalidad esencial del derecho penal. Significa más bien
que el derecho penal está dirigido a cumplir una doble función preventiva, una
como otra negativa, o sea a la prevención de los delitos y a la prevención gene-
ral de las penas privadas o arbitrarias o desproporcionadas. La primera función
indica el límite mínimo, la segunda el límite máximo de las penas. De los dos
fines, el segundo, a menudo abandonado, es sin embargo el más importante. Esto
es así pues, mientras es indudable la idoneidad del derecho penal para satis-
facer eficazmente al primero —no pudiéndose desconocer las complejas razones
sociales, psicológicas y culturales, no ciertamente neutralizables con el único temor
de las penas— es en cambio mucho más cierta su idoneidad, además que su ne-
cesidad, para satisfacer el segundo, aun cuando se haga con penas modestas y
poco más que simbólicas.
cho de defensa» que le corresponde a cada hombre en el estado de naturaleza para la propia
autoconservación (}. LOCKE, 1968, 243-247).
26. FILANGIERI, 1841, Lib. III, P. II, cap. XXVI, 502504.
27. ROMAGNOSI, 1834, §§ 243-262, 94 y ss.
28. CARRARA, 1907, P. Gen., §§ 598-612, 572 y ss.
29. FERRI, 1900, 501 y ss.
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 39
tiza —con la libertad física de infringir la ley a costa de las penas— la liber-
tad de todos. Es efectivamente evidente que la prohibición y la represión penal
producen restricciones de la libertad, incomparablemente menores respecto de aque-
llas que serían necesarias, para el mismo fin, con la sola prevención policial,
quizá completándose ésta por la prevención especial. Esto ocurre, ya porque la
represión de los comportamientos prohibidos ataca únicamente la libertad de los
delincuentes, mientras la prevención policial va contra la libertad de todos; ya
porque la una interviene solamente ex post, en presencia de hechos predetermi-
nados, mientras la otra interviene ex ante, en presencia del único peligro de deli-
tos futuros que puede ser inducido de indicios indeterminados e indeterminables
normativamente.
Mas el derecho penal no garantiza solamente la libertad física u objetiva de
delinquir y de no delinquir. Él garantiza también la libertad moral o subjetiva
que, en cambio, es impedida por la tercera alternativa abolicionista, la del control
social-disciplinario, basado sobre la interiorización de la represión y sobre el
temor de las censuras colectivas informales, antes que de las penas, las cuales
pueden ser paralizadoras de las sanciones formales. «La sanción penal —escribe
Filangieri— es aquella parte de la ley con la cual se ofrece al ciudadano la elec-
ción o el incumplimiento de un deber social o la pérdida de un derecho social»;
es decir ,«un freno desagradable opuesto a la "pasión innata"» que «la sociedad
no puede destruir»,** y no un medio de homologación de las conciencias y de
destrucción o normalización disciplinaria de las pasiones y de los deseos. Al mis-
mo tiempo, respecto a las invasiones de los controles sociales informales, la pena
formalizada garantiza el respeto de la persona, protegiéndola contra pretensiones
de socializarla coactivamente y de estigmas y censuras morales. Como tal, ella
es una alternativa a las penas infamantes premodernas —la «gogna» (antigua
pena que consistía en estrechar un collar de hierro al cuello de los condenados
expuestos al ludibrio público), la exposición frente al público con un cartel apli-
cado al pecho o a la espalda y similares— dirigidas esencialmente a humillar al
culpable provocando la reprobación social. Pero, asimismo, corresponde también
por este aspecto a un momento iluminista que se inscribe en el proceso de laici-
zación del derecho penal moderno. «Hay una categoría de penas —escribía Hum-
boldt— que debería ser absolutamente abolida; hablo de la marca de infamia.
El honor de un hombre, la estima que a su respeto pueden tener sus conciuda-
danos, no caen bajo la autoridad del Estado.» ^' «Terminada la pena —afirmó
todavía más radicalmente Morelly en su Code de la Nature— estará prohibido
a cada ciudadano hacer el mínimo reproche a la persona que la ha descontado
o a sus parientes, de informar las personas que la ignoran y asimismo demostrar
el mínimo desprecio por los culpables, en su presencia y ausencia, bajo pena de
sufrir el mismo castigo.» ^
Si con relación a las alternativas abolicionistas representadas como sistemas
disciplinarios, las formas jurídicas de la prohibición y de la pena se justifican
como técnicas de control que maximizan la libertad de todos, es con respecto a
las alternativas representadas por los sistemas salvajes que ellas se justifican
como técnicas, las cuales, compatiblemente con las libertades, maximizan la se-
guridad de la generalidad y antes todavía la de los delincuentes. El fin primario
del derecho penal, se ha dicho, es el de impedir o prevenir las reacciones infor-
males al delito. Este fin se articula a su vez en dos finalidades: la prevención
general de la venganza privada, individual y colectiva, tal como se expresa en la
venganza de la sangre, en la razón construida, en el linchamiento, en la represalia
y similares; y la prevención general de la venganza pública que sería cumplida,
en ausencia de derecho penal, por los poderes soberanos de tipo absoluto y des-
pótico no regulados ni limitados por normas y por garantías. De estos dos sistemas
punitivos, que he denominado «salvajes», el primero pertenece a una fase pri-
mordial de nuestra historia, aun cuando no debe descuidarse su reaparición en
fenómenos modernos como las policías privadas, las escuadras de vigilantes, las
justicias penales domésticas y, en general, la relativa anarquía y autonomía puni-
tiva presente en las zonas sociales marginadas o periféricas también de los países
evolucionados. El segundo, aunque correspondiendo a ordenamientos arcaicos de
tipo prepenal, es virtualmente inherente a todo momento de crisis del derecho
penal, a las que éste retrocede siempre que se debilitan los vínculos garantistas
del poder punitivo y se amplían sus espacios de arbitrio.
Si se consideran las alternativas conformadas por estas cuatro formas de re-
presión incontrolada y oculta, se hace evidente el fin justificante del derecho
penal como sistema racional de minimización de la violencia y del arbitrio puni-
tivo y de maximización de la libertad y de la seguridad de los ciudadanos. El
abolicionismo penal —cualesquiera que sean los intentos libertarios y humanita-
rios que pueden animarlo— se configura, en consecuencia, como una utopía re-
gresiva que presenta, sobre el presupuesto ilusorio de una sociedad buena o de
un Estado bueno, modelos de hechos desregulados o autorregulados de vigilancia
y/o punición, con relación a los cuales es el derecho penal —tal como ha sido
fatigosamente concebido con su complejo sistema de garantías por el pensamiento
jurídico iluminista— el que constituye, histórica y axiológicamente, una alterna-
tiva progresista.
del derecho penal vuelve a adquirir hoy el sentido originario que tuvo en la edad
del iluminismo, cuando fueron puestos en cuestión los ordenamientos despóticos
del antiguo régimen. De tal manera, el asunto se identifica con el problema de
las garantías penales y procesales, o sea, de las técnicas normativas más idóneas
para minimizar la violencia punitiva y para maximizar la tutela de los derechos
de todos los ciudadanos, tanto de los desviados como de los no desviados, todo
lo cual constituye, precisamente, los fines —nunca perfectamente realizables, de
hecho ampliamente irrealizados y sin embargo no del todo irrealizables— que
por sí solos justifican el derecho penal.
34. Véase el terrible panorama histórico del derecho penal premodemo descripto por
M. A. VACCARO (1908) cuando polemiza con la Scuola Positiva de la defensa social.
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BIBLIOGRAFÍA