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REFERENCIA: Ferrajoli, Luigi. «El Derecho penal mínimo».

En Prevención y teoría de
la pena, 25–48. Santiago de Chile: Editorial Jurídica ConoSur Ltda., 1995.

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NEOPANOPTICUM
Derecho, criminología y ciencias sociales
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EL DERECHO PENAL MÍNIMO

LUIGI FERRAIOLI
(Universidad de Camerino

1. Doctrinas, teorías e ideologías de la pena. — 2. Doctrinas de la justificación y justifi-


caciones. La justificación a posteriori y sus condiciones metaéticas. — 3. Las ideologías jus-
tificadoras. Ambivalencia del utilitarismo penal: máxima utilidad posible o mínimo sufri-
miento necesario. — 4. Un utilitarismo penal reformado. El doble fin del derecho penal: la
prevención de los delitos y la prevención de las penas informales. — 5. El derecho penal
mínimo como técnica de tutela de los derechos fundamentales. La ley penal como ley del
más débil. — 6. La prevención penal de cuatro alternativas abolicionistas: la minimización
de la violencia y del poder. — 7. Prácticas abolicionistas y utopía garantista. — 8. Justifica-
ciones condicionadas, condiciones de justificación y garantías. El garantismo como doctrina
de deslegitimación.

1. Doctrinas, teorías e ideologías de la pena


Muchos de los equívocos que influyen sobre las discusiones teóricas y filo-
sóficas, en tomo a la clásica pregunta de «¿por qué castigar?», dependen, según
mi opinión, de la frecuente conclusión que se genera entre los diversos signifi-
cados que a ella se atribuyen, entre los diversos problemas que ella refleja y en-
tre los diversos niveles y universos de discursos a los cuales pertenecen las res-
puestas admitidas por aquella pregunta. Estos equívocos se manifiestan también
en el debate entre «abolicionistas» y «justificadores» del derecho penal, lo cual
da lugar a incomprensiones teóricas que a menudo son interpretadas como disen-
timientos ético-políticos. Lo que es más grave, además, es que ellas confieren a
las doctrinas justificadoras de la pena unas funciones apologéticas y de apoyo al
derecho penal existente, por lo cual las mismas doctrinas abolicionistas quedan
supeditadas en el plano metodológico. De tal forma, semejantes equívocos resul-
tan ser los responsables de ciertos proyectos y estrategias de una política crimi-
nal conservadora o utópicamente regresiva.
La tarea preliminar del análisisfilosófico»es entonces la de aclarar los dis-
tintos estatutos epistemológicos de los problemas reflejados por la pregunta «¿por
qué castigar?», como así mismo de sus diferentes soluciones. Para alcanzar estos

• Traducción de Roberto Bergalli, con la colaboración de Héctor C. Silveira y José L.


Domínguez.
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fines me parece esencial realizar dos clases de distinciones. La primera —que,


siendo banal, no siempre es tenida en cuenta— se relaciona con los posibles sig-
nificados de la pregunta; la segunda —más importante y habitualmente olvida-
da— se refiere a los niveles de discurso desde los cuales se pueden ensayar las
posibles respuestas.
La pregunta «¿por qué castigar?» puede ser entendida con dos sentidos dis-
tintos: a) el de porqué existe la pena, o bien porqué se castiga; b) el de porqué
debe existir la pena, o bien por qué se debe castigar. En el primer sentido el
problema del «porqué» de la pena es un problema científico, o bien empírico
o de hecho, que admite respuestas de carácter historiográfico o sociológico formu-
ladas en forma de proposiciones asertivas, verificables y falsificables pero de
cualquier modo susceptibles de ser creídas como verdaderas o falsas. En el se-
gundo sentido el problema es, en cambio, uno de naturaleza filosófica —más
precisamente de filosofía moral o política— que admite respuestas de carácter
ético-político expresadas bajo la forma de proposiciones normativas las que sin
ser verdaderas ni falsas, son aceptables o inaceptables en cuanto axiológicamen-
te válidas o inválidas. Para evitar confusiones será útil utilizar dos palabras dis-
tintas para designar estos significados del «porqué»; la palabra función para in-
dicar los usos descriptivos y la palabra fin para indicar los usos normativos.
Emplearé correlativamente dos palabras distintas para designar el diverso estatuto
epistemológico de las respuestas admitidas por las clases de cuestiones: diré que
son teorías explicativas o explicaciones las respuestas a las cuestiones históricas
o sociológicas sobre la función (o las funciones) que de hecho cumplen el dere-
cho penal y las penas, mientras son doctrinas axiológicas o de justificación las
respuestas a las cuestiones ético-filosóficas sobre el fin (o los fines) que ellas
deberían perseguir.
Un vicio metodológico que puede observarse en muchas de las respuestas
a la pregunta «¿por qué castigar?», consiste en la confusión en la que caen aqué-
llas entre función y fin, o bien entre el ser y el deber ser de la pena, y en la con-
secuente asunción de las explicaciones como justificaciones o viceversa. Esta
confusión es practicada antes que nada por quienes producen o sostienen las
doctrinas filosóficas de la justificación, presentándolas como «teorías de la pena».
Es de tal modo que ellos hablan, a propósito de las tesis sobre los fines de la
pena, de «teorías absolutas» o «relativas», de «teorías retributivas» o «utilita-
rias», de «teorías de la prevención general» o «de la prevención especial» o
similares, sugiriendo la idea que la pena posee un efecto (antes que un fin) retri-
butivo o reparador, o que ella previene (antes de que deba prevenir) los delitos,
o que reeduca (antes que debe reeducar) a los condenados, o que disuade (antes
que deba disuadir) a la generalidad de los ciudadanos de cometer delitos. Mas
en una confusión análoga caen también quienes producen o sostienen teorías
sociológicas de la pena, presentándolas como doctrinas de justificación. Contra-
riamente a los primeros, estos últimos conciben como fines las funciones o los
efectos de la pena o del derecho penal verificados empíricamente; es así que
afirman que la pena debe ser aflictiva sobre la base de que lo es concretamente,
o que debe estigmatizar o aislar o neutralizar a los condenados en cuanto de
hecho cumple tales funciones.
Es esencial, en cambio, aclarar que las tesis axiológicas y los discursos filo-
sóficos sobre el fin que justifica (o no justifica) la pena, y más en general el de-
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recho penal, no constituyen «teorías» en el sentido empírico o asertivo que co-


múnmente se atribuye a esta expresión. Éstas son más bien doctrinas normativas
—o más simplemente normas, o modelos normativos de valoración o justificación—
formuladas o rechazadas con referencia a valores. Son, por el contrario, teorías
descriptivas únicamente (y no «doctrinas») —en la medida en la cual resultan aser-
ciones formuladas sobre la base de la observación de los hechos y con relación a
que éstos sean verificables y falsificables— las explicaciones empíricas de la
función de la pena puestas de manifiesto por la historiografía y por la sociología
de las instituciones penales. Las doctrinas normativas del fin y las teorías expli-
cativas de la función resultan además asimétricas entre ellas no sólo en el terre-
no semántico, a causa del distinto significado de «fin» y de «función», sino tam-
bién en el plano pragmático, a consecuencia de las finalidades directivas de las
primeras y descriptivas de las segundas.'
Propongo llamar «ideologías» ya sea a las doctrinas como a las teorías que
incurren en las confusiones antes indicadas entre modelos de justificación y es-
quemas de explicación. Por «ideología» —según la definición estipulativa que he
asumido en otra ocasión ^— entiendo, efectivamente, toda tesis o conjunto de
tesis que confunde entre «deber ser» y «ser» (o bien entre proposiciones norma-
tivas y proposiciones asertivas), contraviniendo así el principio meta-lógico co-
nocido con el nombre de «ley de Hume», según el cual no se pueden derivar
lógicamente conclusiones prescriptivas o morales de premisas descriptivas o fác-
ticas, ni viceversa. Llamaré más precisamente ideologías naturalistas o realistas a las
ideologías que asumen las explicaciones empíricas (también) como justificaciones
axiológicas, incurriendo así en la «falacia naturalista» que origina la derivación
del deber ser del ser; y denominaré ideologías normativistas o idealistas a las que
asumen las justificaciones axiológicas (también) como explicaciones empíricas, in-
curriendo así, para decirlo de algún modo, en la «falacia normativista» que pro-
duce la derivación del ser del deber ser.
Diré, en consecuencia, que las doctrinas normativas del fin de la pena de-
vienen ideologías (normativistas) siempre que son contrabandeadas como teo-
rías, es decir, que asuman como descriptivos los que sólo son modelos o proyectos
1. No es una prueba el hecho de que el fin indicado por las primeras y la función
descrita por las segundas puedan ser idénticos, sin que esto comporte entre ellas ninguna
implicación. El juez Victoriano James Fitzjames STEPHEN (1874, 159-165), por ejemplo,
sostuvo que las penas están dirigidas a suscitar la indignación moral y los sentimientos co-
lectivos de aversión contra los delitos, pues de tal modo se refuerzan los sentimientos de
solidaridad social. Pero esta doctrina prescriptiva de legitimación no tiene nada que ver
—contrariamente a la asimilación realizada por H. L. A. HART (1968, 267) y por M. A.
CATTANEO (1978, 32-33)— con la conocida teoría sociológica formulada por Emile DURK-
HEIM (1893), según la cual las penas tienen de hecho una función de cohesión social, sir-
viendo para sancionaí'y para reforzar los sentimientos colectivos de la mayoría no desviada.
No es una casualidad que la teoría funcionalista de la anomia y de la pena de Durkheim
haya sido interpretada como la primera crítica criminológica en derecho penal (A. BARATTA,
1982, 20-21 y 57 ss.). Más en general, A. BARATTA ha contrapuesto a cada una de las
distintas dotcrinas axiológicas de la justificación y del fin de la pena (calificadas por él como
ideológicas) otras tantas doctrinas criminológicas críticas. La contraposición es muy intere-
sante a condición, sin embargo, de que no se pretenda concebir las teorías criminológicas
como impugnaciones de las doctrinas axiológicas. Como demostraré más adelante, en efecto,
también éste es un argumento falaz: una doctrina normativa, de verdad, no sólo no puede
sostenerse, sino que tampoco puede impugnarse con argumentos (únicamente) asertivos.
2. FERRAJOLI, 1985, 138.
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normativos. Mientras, las teorías descriptivas de la función de la pena devienen


a su vez en ideologías (naturalistas) siempre que son contrabandeadas como doc-
trinas, o sea cuando asumen como descriptivos o justificadores aquellos que úni-
camente son esquemas explicativos. Tanto las doctrinas ideológicas del primer
tipo como las teorías ideológicas del segundo son lógicamente falaces; esto ocu-
rre porque ya substituyen el deber ser con el ser, deduciendo aserciones de pres-
cripciones, o ya porque suplantan el ser con el deber ser, deduciendo prescrip-
ciones de aserciones. Unas y otras, además, cumplen una función de legitimación
o desvaloración del derecho existente; las primeras porque acreditan como fun-
ciones de hecho las satisfacciones de los que únicamente son fines axiológica o
normativamente perseguidos (por ejemplo, del hecho que a la pena se le asigna
el fin de prevenir los delitos, las primeras teorías deducen el hecho de que con-
cretamente se les previene); las segundas, porque acreditan como fines o modelos
axiológicos para perseguir, aquellos que solamente son las funciones o los defec-
tos de hecho realizados (por ejemplo, del hecho que la pena retribuye un mal con
otro mal, estas teorías deducen que la pena debe retribuir un mal con otro mal).
Una de las tareas del meta-análisis filosófico del derecho penal es la de identi-
ficar e impedir estos dos tipos de ideologías, manteniendo diferenciadas las doc-
trinas de la justificación de las teorías de la explicación, de suerte que ellas no
se acrediten o desacrediten recíprocamente.

2. Doctrinas de la justificación y justificaciones. La justificación a posteriori y


sus condiciones metaéticas

Las doctrinas normativas del fin y las teorías explicativas de la función son
entre ellas asimétricas no sólo en el plano semántico y en el pragmático, sino tam-
bién en el plano sintáctico. Con base en la ley de Hume, en efecto, una tesis
prescriptiva no puede derivar de una tesis descriptiva, ni al contrario. De aquí
resulta que mientras las teorías explicativas no pueden ser favorecidas ni, des-
mentidas con argumentos normativos extraídos de elecciones o juicios de talor
—sino sólo partiendo de la observación y de la descripción de aquello que de
hecho sucede— las doctrinas normativas tampoco pueden favorecerse ni confutarse
con argumentos fácticas extraídos de la observación empírica, sino sólo teniendo en
cuenta su conformidad o disconformidad con valores.
En un vicio ideológico simétrico a aquel que influyen muchas doctrinas de
justificación de la pena incurren también muchas doctrinas abolicionistas. Éstas
contestan el fundamento axiológico de las primeras con el argumento asertivo de
que la pena no satisface en concreto los fines a ella atribuidos; por ejemplo, que
no previene los delitos, o no reeduca a los condenados o incluso tiene una fun-
ción criminògena opuesta a los fines indicados que la justifican. Semejantes crí-
ticas están en principio viciadas a su vez por una falacia naturalista, siendo im-
posible derivar así de argumentos asertivos tanto el rechazo como la aceptación
de proposiciones prescriptivas. Hay un sólo caso en que dichas críticas son per-
tinentes y es cuando ellas argumentan tanto la no realización cuanto la imposibi-
lidad de constatar empíricamente el fin indicado como justificante. Piénsese con
tal objeto en las doctrinas que asignan a la pena el fin retributivo de reparar el
delito realizado o bien el fin preventivo de impedir cualquier delito futuro; esto
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es, que le atribuyen fines ostensiblemente inalcanzables.^ Pero en este caso no nos
encontramos frente a doctrinas propiamente normativas, sino a ideologías viciadas
por una falacia normativista; ello así, pues condición de sentido de cualquier
norma es la posibilidad aleatoria de que ella sea observada (además de violada),^
siempre que se confirme que el fin prescripto no puede ser materialmente realizado
y, no obstante ello, se asuma la posible realización como criterio de justificación.
Esto supone que la tesis de la posible realización, contradictoria con la tesis em-
pírica de la irrealizabilidad, ha sido derivada de la norma violando la ley de
Hume.
Más allá de este caso, las doctrinas de justificación del derecho penal no ad-
miten su crítica sólo porque el fin por ellas indicado como justificador no resulte
empíricamente satisfecho. La tesis de que tal fin no es realizado aunque sea rea-
lizable es una crítica que debe dirigirse al derecho penal y no a la doctrina nor-
mativa de justificación; es decir, debe dirigirse contra las prácticas punitivas —le-
gislativas y judiciales— en cuanto éstas desatienden los fines que las justifican,
pero no a sus modelos justificadores.^ En resumen, dicha tesis se convierte en un
argumento que no va contra la doctrina de justificación, sino contra la justifica-
ción misma. De tal manera, hemos llegado así a la segunda distinción a que he
hecho alusión al comienzo, o sea a aquella que aparece entre los diversos niveles
de discurso sobre los cuales se colocan los discursos sobre la justificación y los
discursos de justificación o de no justificación de la pena.
Los discursos sobre la justificación (o doctrinas de justificación), son discursos
orientados a la argumentación de criterios de aceptación de los medios penales
en relación a los fines a ellos asignados. Los discursos de justificación (o justi-
ficaciones), están en cambio orientados a argumentar la adaptación de los me-
dios penales en cuanto éstos son reconocidos como funcionales a los fines que
se asumen como justificadores. Los primeros pertenecen a un nivel metalinguis-
tico respecto a aquel al cual pertenecen los segundos. En este sentido, mientras
las doctrinas de justificación tienen como objeto las justificaciones mismas, es
decir, los fines justificadores del derecho penal y de las penas, son precisamente
las justificaciones (y las no justificaciones) las que tienen por objeto el mismo
derecho penal y las penas.
El defecto epistemológico del que adolecen habitualmente las justificaciones
de la pena sugeridas por las doctrinas de justificación —y particularmente por las
doctrinas utilitarias— consiste en la confusión que se genera entre los dos nive-
les de discurso que he diferenciado. A causa de esta confusión, las doctrinas
normativas de justificación aparecen casi siempre presentadas directamente como

3. La imposibilidad de realizar el fin reparador fue ya destacada por PLATÓN, con


la obvia consideración que «aquello que ha sido hecho no puede ser deshecho» (1953a, 324).
La imposibilidad de realizar el fin de prevención de todos los delitos es asimismo obvia-
mente resahada, como entre otros, por G. FILANGIERI (1841, Lib. III, P. II, Cap. XXVII,
505) y F. CARRARA (1906, P. Especial, I, 22 y ss.).
4. Para el desarrollo de esta tesis, remito a L. FERRAJOLI (1967, 522 y ss.).
5. Disiento, por lo tanto, con A. BARATTA (1985), quien critica como «ideológicas
todas las doctrinas cuyo fin, de hecho, resulta simplemente incumplido y no sólo incumplible.
Las doctrinas normativas semejantes no son, en realidad, per se ideológicas, aun cuando
—como se verá en seguida— se hace un uso ideológico de ellas todas las veces que se las
presenta, antes que como criterios de justificación (y de deslegitimación) directamente como
justificaciones.
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justificaciones. Es de aquí que nacen las justificaciones apriorísticas; pero no


de este o de aquel ordenamiento penal o de esta o de aquella institución concreta,
sino del derecho penal o de la pena en cuanto tal, o mejor de la idea de derecho
penal o de pena. En este caso la violación de la ley de Hume no se refiere a la
doctrina de justificación, sino a la justificación misma. De la doctrina normativa,
la cual destaca un fin preciso como criterio de justificación de la pena o del
derecho penal en general, se deduce en efecto que las penas o los concretos orde-
namientos penales satisfacen de hecho dicho fin y son por lo tanto justificados.
El resultado es una falacia normativista, absolutamente idéntica a aquella de la
substitución de los fines con las funciones, en la cual incurren las doctrinas ideo-
lógicas normativistas. Las justificaciones, en verdad, son provistas a posteriori,
sobre la base de la correspondencia verificada entre los fines justificadores y las
funciones efectivamente realizadas. Cuando una justificación es aprioristica, es
decir, prescinda de la observación de los hechos justificados, entonces ella se
convierte en una ideología normativista o, si se quiere, idealista.
Llegados a este punto es posible estipular los requisitos metaéticos de un
modelo de justificación de la pena, capaz de escapar a los distintos tipos de fala-
cia —naturalista y normativista— que hasta ahora se han señalado y, en conse-
cuencia, no caer así en una ideología de legitimación aprioristica. Estos requisi-
tos son de dos tipos.
El primero de estos tipos de requisitos se vincula con la valoración del fin
penal justificador y de los medios penales para justificar. Con el objeto de impe-
dir las autojustificaciones ideológicas del derecho penal y de las penas, viciadas
por falacias naturalistas o normativistas, es necesario que el fin sea reconocido
como un bien extrajurídico —es decir, externo al derecho— y que el medio sea
reconocido como un mal —esto es, como un costo humano y social que preci-
samente por eso ha de justificarse—. Una doctrina de justificación de la pena
consistente, supone, por ello, la aceptación del postulado jurídico-positivo de la
separación del derecho de la moral, de modo tal que ni el delito ha de ser con-
siderado como un mal en sí (quia prohibitum), ni la pena lo será como un bien
o un valor en sí {quia peccatum). La justificación de las penas debe entonces'
suponer la de las prohibiciones penales, de forma que dicha justificación no pue-
de ser ofrecida sin una preventiva fundación ético-política de los bienes mate-
riales merecedores de protección penal.
El segundo de los tipos de requisitos aludidos atiende las relaciones entre
los medios y los fines penales. Para que una doctrina de justificación no se con-
vierta en una ideología de legitimación normativista, es necesario que los medios
sean congruentes con los fines, de modo que las metas justificadoras del derecho
penal puedan ser empíricamente alcanzadas con las penas y no lo sean sin las
penas. Pero además, para que ella no sea utilizada directamente como justifica-
ción aprioristica, es asimismo necesario que los fines sean homogéneos con los
medios, de forma que el mal procurado por las penas sea confrontable con el
bien perseguido como fin y, del mismo modo, se pueda justificar no sólo la nece-
sidad sino también la naturaleza y la medida como mal o costo menor en rela-
ción con la fallida satisfacción del fin.
Un modelo de justificación que satisfaga estos dos tipos de requisitos está en
condiciones de fundar no sólo justificaciones; podrá también instituir —según
los casos— no justificaciones de las penas y de los sistemas penales. Él podrá
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entonces operar como modelo o doctrina de legitimación y, asimismo, de desle-


gitimación moral v política del derecho penal. Por lo demás, éste es el elemento
que distingue una doctrina o modelo de justificación de una ideología de jus-
tificación; es decir, se prueba así su idoneidad no tanto para justificar aprioris-
ticamente, sino para indicar las condiciones en presencia de las cuales el derecho
penal está justificado y en ausencia de las cuales no puede estarlo. Con esto
queda dicho que las justificaciones otorgadas con base en una doctrina de jus-
tificación de la pena deben consistir en justificaciones relativas y condicionadas,
para no convertirse a su vez en operaciones de legitimación aprioristica y, por lo
tanto, ideológicas. De tal modo, aquéllas serán justificaciones a posteriori, parcia-
les y contingentes, porque están orientadas a la realización del bien extrajurídico
asumido como fin y a la graduación de los medios penales justificados respecto
a dicho fin. Serán además perfectamente compatibles con las no justificaciones e
hipótesis de reforma o de abolición —de la misma manera a posteriori y contin-
gentes— del sistema penal valorado o de sus instituciones concretas.
Es comprensible que la no justificación particular de un sistema penal o de
una pena, si no es suficiente para impugnar la doctrina de justificación en base
a la cual se formula, no es tampoco suficiente para confirmar una doctrina abo-
licionista; equivale únicamente a un proyecto de abolición o de reforma del sis-
tema o de la institución penal no justificada. Efectivamente, es necesario que los
requisitos antes indicados como necesarios para un modelo de justificación deban
ser considerados tanto insatisfechos como imposibles de satisfacer; de tal modo,
una doctrina abolicionista podrá ser consistente y no convertirse en una ideolo-
gía. Resumiendo, es necesario que con base en una tal doctrina ningún fin extra-
penal sea compartido moralmente o comprendido como empíricamente realiza-
ble, o también que ningún medio penal sea considerado moralmente aceptable o
empíricamente congruente y conmensurable con el fin.

3. Las ideologías justificadoras. Ambivalencia del utilitarismo penal: máxima


felicidad posible o mínimo sufrimiento necesario
Si ahora analizamos —con la medida de nuestro esquema metaético y pres-
cindiendo de las críticas directamente éticas "— las doctrinas de justificación de
la pena elaboradas en la historia del pensamiento penal, debemos resaltar que
ellas, por defecto de alguno de los requisitos epistemológicos más arriba indica-
dos, han resultado ser doctrinas ideológicas o también se han prestado para acre-
ditar justificaciones ideológicas.
Es evidente que tanto las doctrinas llamadas «absolutas» o «retribucionis-
tas» como las doctrinas correccionales de la denominada «prevención especial
positiva», acusan el defecto del primero de los dos tipos de requisitos aludidos.
En ambos casos, en efecto, la pena (como también la prohibición) no está justifi-
6. Son críticas éticas todas aquellas que son formuladas en nombre de valores morales,
como por ejemplo aquellas que señalan la inmoralidad del fin penal vindicativo o del fin
de la enmienda o de la corrección forzada. Son en cambio críticas meta-éticas aquellas que
se formulan sobre la base de argumentos meta-éticos, como la inconsistencia o la contradic-
ción o la incongruencia entre medios y fines. Se pueden dar también argumentos al mismo
tiempo éticos y meta-éticos (cfr., infra, notas 14 y 18).
32 LUIGI FERRAJOLI

cada por fines extrapunitivos, sino por el valor intrinseco asociado a su aplicación;
en este sentido la pena se configura corno un bien en sí y como un fin a sí misma
en razón del valor intrínseco y no extrapenal que asimismo se atribuye a la
prohibición. En la base de estas concepciones de la pena existe siempre una
confusión entre derecho y moral. Esto se manifiesta en las doctrinas de deriva-
ción kantiana de la pena como «retribución ética», justificada como el valor mo-
ral del imperativo violado y del castigo consecuentemente aplicado; también se
revela en las doctrinas de ascendencia hegeliana de la pena como «retribución
jurídica», justificada por la necesidad de reintegrar con una violencia opuesta al
delito el derecho violado, el cual, a su vez, es concebido como valor moral o
«substancia ética».' Pero, asimismo, puede constatarse en las doctrinas correc-
cionales de inspiración católica o positivista que también conciben el delito como
enfermedad moral o natural y la pena como «medicina» del alma o «tratamien-
to» terapéutico. En todos los casos el medio punitivo resulta identificado con el
fin, fientras la justificación de la pena, definiéndose como legitimación moral
aprioristica e incondicionada, se reduce a una petición de principios. Estas doc-
trinas eticistas son consecuentemente ideologías en los dos sentidos ya ilustrados.
Las doctrinas retribucionistas son, precisamente, ideologías naturalistas, puesto
que valoran el carácter retributivo de la pena, que es un hecho, substituyendo la
motivación con la justificación * y así deducen el deber ser del ser. Al contrario,
las doctrinas correccionales de la prevención especial son ideologías normativis-
tas, dado que asignan a la pena un fin ético, asumiéndolo aprioristicamente como
satisfecho no obstante que de hecho no se realice o quizá sea irrealizable; así es
como estas doctrinas deducen el ser del deber ser.
Un discurso totalmente diferente debe hacerse, en cambio, respecto de las
doctrinas utilitaristas de la prevención general. De modo diferente a las retribu-
cionistas y a las correccionales, estas doctrinas tienen el mérito de disociar los
medios penales, concebidos como males, de los fines extrapenales idóneos para
justificarles. Esta disociación resulta ser una condición necesaria —aunque por
sí sola insuficiente— para: a) consentir un equilibrio entre los costos represen-
tados por las penas v los daños que éstas tienen el fin de prevenir; b) impedir la
autojustificación de los medios penales como consecuencia de la confusión entre
derecho y moral; y c) hacer posible la justificación de las prohibiciones penales
antes que de las penas, sobre la base de finalidades externas a la pena y al dere-
cho penal.
El utilitarismo —precisamente porque excluye las penas inútiles no justifi-
cándolas con supuestas razones morales— es, en suma, el presupuesto de toda
doctrina racional de justificación de la pena y también de los límites de la po-
testad punitiva del Estado. Éste es el motivo por el cual dicho utilitarismo ha
resultado ser un elemento constante de la tradición penalista laica y liberal que
se ha desarrollado por obra del pensamiento dominante en los siglos xvii y xviii,

7. Sobre la misma confusión entre derecho y moral, en la que incurren las doctrinas
de la retribución ética y las de la retribución jurídica, cfr. M. A. CATTANEO (1978, 16-17).
8. A. ROSS (1972, 76-79). Una crítica análoga ha sido desarrollada por H. L. A. HART
(1968, 4, 8-13), según la cual las doctrinas retribucionistas confunden entre ellos dos pro-
blemas completamente diversos: el problema del «fin justificante de la pena», que no puede
ser sino utilitario y mirar hacia el futuro, y el de su «distribución», que no puede más que
concretarse sobre bases retributivas y, por lo tanto, mirar al pasado.
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 33

el cual echó las bases del Estado de derecho y del derecho penal moderno. Desde
Grozio, Hobbes, Locke, Puffendorf y Thomasius hasta Montesquieu, Beccaria,
Voltaire, Filangieri, Bentham y Pagano, todo el pensamiento penal reformador
está de acuerdo en considerar que las aflicciones penales son precios necesarios
para impedir daños mayores a los ciudadanos, y no constituyen homenajes gra-
tuitos a la ética o a la religión o al sentimiento de venganza.
En cuanto necesario, el utilitarismo no es, sin embargo, un presupuesto de
por sí suficiente para fundamentar, en el plan metaético, aquellos criterios de
justificación idóneos no sólo para legitimar la pena, sino también para deslegi-
timarla, aun cuando ellos no resulten satisfechos. ¿En qué consisten, en efecto,
las utilidades procuradas y/o los daños ocasionados por el derecho penal? ¿Quié-
nes son los sujetos a cuyas utilidades se hace referencia? De las respuestas a estas
preguntas es que depende la posibilidad de adecuar a las utilidades identificadas
como fin los costos representados por las penas y, en consecuencia, así poder
establecer los límites y las condiciones en ausencia de los cuales la pena resulta-
ría injustificada.
Según mi opinión, el utilitarismo penal es, en principio, una doctrina am-
bivalente. De él, lógicamente, se pueden extraer dos versiones, según el tipo de
fin asignado a la pena y al derecho penal. Una primera versión es aquella que
compara el fin con la máxima utilidad posible que pueda asegurarse a la mayoría
de los no desviados. Una segunda versión es la que parangona el fin con el mí-
nimo sufrimiento necesario a infligirse a la minoría de los desviados. La primera
versión relaciona el fin (únicamente) con los intereses de seguridad social, dife-
rentes de aquellos que pertenecen a los sujetos a quienes les es aplicada la pena,
y hace entonces imposible la comparación entre costos y beneficios. La segunda
relaciona en cambio el fin (también) con los intereses de los mismos destinatarios
de la pena —quienes en ausencia de ésta podrían sufrir mayores males extra-
penales— y permite entonces la comparación entre ellos y los medios penales
adoptados. Además, mientras la primera versión no está en condiciones de exigir
ningún límite ni garantía a la intervención punitiva del Estado, la segunda es
una doctrina de los límites del derecho penal, del cual acepta su justificación,
sólo si sus intervenciones se reducen al mínimo necesario. Resulta a todas luces
evidente que si el fin es la máxima seguridad social alcanzable contra la repe-
tición de futuros delitos, ella servirá para legitimar aprioristicamente los máxi-
mos medios. Así ocurre con las penas más severas, comprendida la pena de
muerte; los procedimientos más antigarantistas, comprendidas la tortura y las
medidas de policía más antiliberales e invadientes. Lógicamente entonces, el uti-
litarismo, entendido en este sentido, no garantiza en ningún modo contra el
arbitrio potestativo. Al contrario, si el fin es el mínimo de sufrimiento necesario
para la prevención de males futuros, estarán justificados únicamente los medios
mínimos, es decir, el mínimo de las penas como también de las prohibiciones.
Haré otras precisiones sobre el modelo de justificación con base en esta se-
gunda posible versión del utilitarismo penal. Resalto, entretanto, que toda la tra-
dición penal utilitarista está casi íntegramente informada en la primera de las
dos versiones del principio de utilidad antes diferenciadas. Existen, es verdad, en
el pensamiento iluminista, algunos enunciados generales también de la primera
versión. «Toute peine qui ne derive pas de la nécessité est tyrannique», escribe
34 LUIGI FERRAIOLI

Montesquieu.' «Fu dunque la necessità», dice Beccaria; «che costrince gli uomi-
ni a cedere parte della propria libertà: egli è adunque certo che ciascuno non ne
vuol mettere nel pubblico deposito che la minima porzion possibile, quella sola
che basti ad indurre gli altri a difenderlo. L'aggregato di queste minimi porzioni
possìbili forma il diritto di punire: tutto il più è abuso e non giustizia, è fatto, ma
non già diritto».'" También Bentham," Romagnosi " y Carmignani " aluden repe-
tidamente a la «necesidad» como criterio de justificación de la pena." Estas
indicaciones, valiosas pero embrionales, serán luego abandonadas por las doctri-
nas utilitaristas del xix, las cuales se orientaron según modelos correccionalistas
e intimidacionistas de derecho penal máximo o ilimitado. Por otra parte, estas
doctrinas fueron asimismo rebatidas por la misma concepción iluminista del prin-
cipio de utilidad penal, identificado concordemente —^por Beccaria " y Bent-
ham "— con el criterio mayoritario y tendencialmente iliberal de la «máxima
felicidad dividida entre el mayor número».
Coherentemente con este criterio —que refleja perfectamente la primera de
las dos versiones del utilitarismo penal antes aludidas— toda las doctrinas utili-
taristas han siempre atribuido a la pena el único fin de la prevención de los deli-
tos futuros, protegiendo la mayoría no desviada, y no el de la prevención de los
castigos arbitrarios o excesivos, tutelando la minoría de los desviados y de todos
aquellos considerados en esta categoría. Ello ha llevado a justificar su calificación
indiferenciada como doctrinas de la «defensa social» en sentido amplio." Todas
las finalidades que confusa o variadamente han sido indicadas por el utilitarismo
penal clásico como justificaciones de la pena, se relacionan efectivamente con la
prevención de los delitos; así ocurre con la neutralización o corrección de los
delincuentes, con la disuasión de todas las personas para que no cometan deli-
tos mediante el ejemplo de la pena o su amenaza legal, con la integración disci-
plinaria de unos y de otros por medio de la reafirmación de los valores jurídicos
lesionados, etc.
La asimetría entre fines justificadores —que atañen a los no desviados y a
los medios justificados—, los cuales lesionan el interés de los desviados, trans-
forma por lo tanto en inconmensurables los medios presupuestados y los fines
perseguidos y, a su vez, convierte en arbitraria la justificación de los primeros a
través de los segundos. Es por esta razón que todas las doctrinas de la preven-
ción de los delitos sirven para ser utilizadas como criterios de justificación ideo-
lógica, por defecto del segundo tipo de requisitos metaéticos antes establecidos.
Es posible, además, agregar otras dos consideraciones. Tales justificaciones no
requieren ser compartidas por quienes sufren las penas; en contraste, pueden ser

9. V. MONTESQUIEU, 1822, Liv. XIX, cap. 14, vol. III, 310.


10. V. BECCARIA, 1981, II, 13.
11. V. BENTHAM, 1840b, Liv. I, cap. 1, 9.
12. V. ROMAGNOSI, 1834, § 404-405, 131-133.
13. V. CARMIGNANI, 1854, 49, 22; 312-390.
14. El principio de «necesidad» de las penas fue también formalmente establecido en
el art. 8 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, recogido
luego por el art. 16 de la Declaración del '93 y por el art. 12 de la Constitución del '95: «La
ley no debe establecer más que penas estricta y evidentemente necesarias».
15. BECCARIA. 1981, 9.
16. BENTHAM, 1960, eh. 1, § 148.
17. BARATTA, 1982, 37-40.
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 55

calificadas con el principio de la universalidad de los juicios morales expresados


por la primera ley kantiana de la moral," como justificaciones a-morales. Además,
contraviniendo la segunda ley kantiana de la moral, según la cual ninguna per-
sona puede ser utilizada como un medio para fines que le son extraños," aunque
sean sociales y recomendables, las penas pueden ser también calificadas como
justificaciones in-morales.^''

4. Un utilitarismo penal reformado. El doble fin del derecho penal: la preven-


ción de los delitos y la prevención de las penas informales
Los vicios ideológicos de las doctrinas de justificación y/o de las justificacio-
nes corrientes, parecerían dar apoyo a los proyectos abolicionistas que desde mu-
chos ángulos ^' han sido recientemente repropuestos. Ninguno de los fines indi-
cados por dichas doctrinas parece, en efecto, por sí mismo suficiente como para
justificar aquella violencia organizada y programada que es la pena, contra un ciu-
dadano inerme. Como es natural, ésta sería una conclusión impropia, tanto lógica
como teóricamente. Lógicamente impropia, porque la fallida satisfacción de fines
justificadores e incluso su ausente identificación, no son razones suficientes —se-
gún la ley de Hume— para fundar doctrinas normativas, tales como lo son las
abolicionistas. Teóricamente impropia, porque las doctrinas normativas de seme-
jante género son a su vez valoradas sobre la base de las perspectivas que su
actuación abriría.
Veremos más adelante que tales perspectivas no son para nada atrayentes.
No obstante, al abolicionismo penal ^^ deben reconocérsele dos méritos que no
deben dejarse de lado. Puesto que en la prefiguración de la sociedad futura di-
chas perspectivas expresan una explícita confusión entre derecho y moral con
18. «Actúa de modo que la máxima de tu acción pueda convertirse en una ley gene-
ral» (1. KANT, 1970, 239). El principio ha sido reformado en el ámbito de la meta-ética
por R. M. HARÉ (1961).
19. «El hombre no debe jamás ser tratado como un puro medio al servicio de los
fines de otro» (I. KANT, 1970, 164, 332-333). También este principio ético puede ser ob-
servado como un principio metaético de congruencia y conmisuración entre medios y fines.
20. Esta segunda crítica es la que dirige M. A. CATTANEO a las doctrinas de la preven-
ción general que se verifican con la inflicción de la pena (1975, 55) únicamente y no a las
de la prevención general que se constatan a través de la amenaza legal de la pena: es en
realidad la inflicción de la pena —o sea el aplicar un mal a un individuo concreto, a un
hombre real— con el fin de la intimidación, lo que constituye el uso del hombre como un
medio para un fin; sin embargo, esto no es válido para la amenaza de la pena, la cual,
orientada abstracta y preventivamente en la ley hacia clases de personas, no constituye vio-
lación alguna de los derechos fundamentales del hombre» (1970, 413-414). Esto me parece
que sea un paralogismo: la amenaza es tal por que está destinada a individuos concretos
y reales cuando la pena se inflige. En todo caso el medio es heterogéneo respecto al fin, el cual
consiste en un bien para sujetos diversos de aquellos a quienes se aplica la pena, de modo tal
que el mal que se causa a ciertas personas es «medio» para el fin del bienestar de otro. Véanse,
por lo demás, las dudas que el mismo CATTANEO expresa sobre el utilitarismo penal: «La
idea de utilidad en el derecho penal como única justificación de la pena sacrifica los dere-
chos del individuo en favor de la colectividad y de la razón de Estado» (M. A. CATTANEO,
1974, 143-144).
21. HULSMAN, 1983.
22. Es oportuno hacer una precisión terminológica a causa de los innumerables equívo-
cos generados por esta expresión. Considero doctrinas abolicionistas únicamente aquellas
36 LUIGI FERRAJOLI

consecuencias inevitablemente iliberales,^^ es en la crítica de la sociedad presente


que ellas están por el contrario orientadas a separar —hasta su contraposición—
las instancias éticas de justicia y el derecho positivo vigente. Esta contraposición
se manifiesta, por un lado, en la deslegitimación de los ordenamientos existentes
o de sus partes singulares; por otro lado, en la justificación de los delitos antes
que de las penas respecto de los cuales éstas revelan sus causas sociales o psi-
cológicas, o sus legítimas motivaciones políticas o la ilegitimidad moral de los
intereses lesionados por tales delitos. El punto de vista abolicionista —precisa-
mente por que se coloca de la parte de quien sufre el costo de las penas antes que
del poder punitivo y es por lo tanto programáticamente externo a las institucio-
nes penales vigentes— ha tenido entonces el mérito de favorecer la autonomía
de la criminología crítica y de provocar asimismo las investigaciones sobre los
orígenes culturales y sociales de la desviación como de la relatividad histórica y
política de los intereses penalmente protegidos. Fero, por ello, también ha per-
mitido —quizá más que cualquier otro— contrastar la latente legitimidad moral
de la filosofía y de la ciencia penal oficiales.
Existe luego un segundo mérito —más pertinente para nuestro problema
porque es de carácter euristico y metodológico— que es necesario reconocer a
las doctrinas abolicionistas. Deslegitimando el derecho penal desde una óptica
programáticamente externa y denunciando la arbitrariedad, como también los
costos y los sufrimientos que él acarrea, los abolicionistas vuelcan sobre los justi-
ficacionistas el peso de la justificación. Esta inversión del cargo de la prueba
se agrega, por lo tanto, a los otros requisitos de nuestro modelo normativo de
justificación de la pena. Las justificaciones adecuadas de aquel producto humano
y artificial, que es el derecho penal, deben ofrecer unas réplicas convincentes a
las hipótesis abolicionistas, demostrando no sólo que la suma global de los cos-
tos que él provoca es inferior a la de las ventajas procuradas, sino también que
lo mismo puede decirse de sus penas, de sus prohibiciones y de sus técnicas de
verificación. Y puesto que el punto de vista externo de los abolicionistas es el
de los destinatarios de las penas, es también con referencia al primero que las
justificaciones ofrecidas deberán ser satisfactorias y antes aun pertinentes.
Partiendo del punto de vista radicalmente externo de las doctrinas abolicio-
nistas, intentaré aquí elaborar un modelo normativo de justificación de la pena
que sea lógicamente consistente gracias a los requisitos metaéticos indicados en
el párrafo 2 y al mismo tiempo capaz de replicar a la provocación abolicionista.

doctrinas que no reconocen justificación alguna a! derecho penal y que auspician su elimi-
nación. Asimismo, ellas son las que refutan desde su raíz el fundamento ético-político no
admitiendo ningún posible fin o ventaja como justificante de las mayores aflicciones provo-
cadas por ese derecho penal o bien reputan ventajosa la abolición de la forma jurídico-
penal de la sanción punitiva y de su substitución con medios pedagógicos o instrumentos de
control de tipo informal, ya institucionales o meramente sociales. No son, por el contrario,
doctrinas abolicionistas, sino simplemente reformadoras, aquellas doctrinas penales que pro-
pugnan ia abolición de la específica pena moderna, cual es la reclusión carcelaria, en favor
de sanciones penales menos aflictivas. Personalmente, por ejemplo, voy a sostener en este
ensayo la necesidad de abolir la pena de cárcel por inhumana, inútil y absolutamente dañi-
na; pero defender al mismo tiempo, contra las hipótesis propiamente abolicionistas, la
forma jurídica de la pena como técnica institucional de minimización de la reacción violenta
contra la desviación socialmente intolerada.
23. MARCONI, 1979.
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 37

Ha sido visto en el parágrafo precedente que el límite común a todas las doc-
trinas utilitaristas es la asunción, como fin de la pena, de la sola prevención
de «delitos similares» ^* respecto del delincuente y de los otros ciudadanos. Esta
concepción del fin hace del moderno utilitarismo penal un utilitarismo dividido,
que observa solamente la máxima utilidad de la mayoría y consecuentemente se
expone a tentaciones de autolegitimación y a involuciones autoritarias hacia mo-
delos de derecho penal máximo. Se comprende que un fin semejante no está
en condiciones de dictar algún límite máximo, sino únicamente el límite mínimo
por debajo del cual ese fin no es adecuadamente realizable y la sanción no es
más una «pena» sino una «tasa». Lo que más cuenta además, en el plano me-
taético, es que los medios penales y los fines extrapenales resultan heterogéneos
entre ellos y no comparables; atendiendo a sujetos diferentes, los males represen-
tados por los primeros no son, en efecto, comparables, ni éticamente justificables,
con los bienes representados por los segundos.
Para obviar estos defectos y para fundamentar una adecuada doctrina de la
justificación y también de los límites del derecho penal, es entonces necesario
recurrir a un segundo parámetro utilitario: más allá del máximo bienestar posi-
ble para los no desviados, hay que alcanzar también el mínimo malestar necesario
de los desviados. Este segundo parámetro señala un segundo fin justificador, cual
es: el de la prevención, más que de los delitos, de otro tipo de mal, antitético
al delito que habitualmente es olvidado tanto por las doctrinas justificacionistas
como por las abolicionistas. Se alude aquí a la mayor reacción (informal, salvaje,
espontánea, arbitraria, punitiva pero no penal) que en ausencia de penas mani-
festaría la parte ofendida o ciertas fuerzas sociales e institucionales con ella soli-
darias. Creo que evitar este otro mal, del cual sería víctima el delincuente, re-
presenta el fin primario del derecho penal. Entiendo decir con ello que la pena
no sirve únicamente para prevenir los injustos delitos, sino también los injustos
castigos; la pena no es amenazada e infligida ne peccetur, también lo es ne pu-
nietur; no tutela solamente la persona ofendida por el delito, del mismo modo
protege al delincuente de las reacciones informales, públicas o privadas. En esta
perspectiva la «pena mínima necesaria» de la cual hablaron los iluministas no es
únicamente un medio, es ella misma un fin: el fin de la minimización de la reacción
violenta contra el delito. Este fin, entonces, a diferencia del de la prevención de
los delitos, es también idóneo para indicar —por su homogeneidad con el medio—
el límite máximo de la pena por encima del cual no se justifica la substitución de
las penas informales.
Una concepción semejante del fin de la pena no es extraña a la tradición
iluminista, pero es dentro de ella donde se confunde con la teoría explicativa
acerca del origen y de la función histórica de la pena. Según una idea amplia-
mente difundida y de clara derivación jusnaturalista pero también contractualista,
la pena es primero el producto de la socialización y segundo el de la estatalización
de la venganza privada, concebida a su vez como expresión del derecho natural
«de defensa» que pertenece a cada hombre para su conservación en ^, estado de
naturaleza." Empero, es sobre esta idea que se ha basado a menudo la tesis de la
24. La expresión es de }. BENTHAM (1840a, 133): «Le but principal des peines c'est
de prevenir des délits semblables». Cfr. también J. BENTHAM (1840b, 9).
25. «Homini competit jus puniendi eum qui ipsum laesit», escribe C. WOLFF (1751,
§ 93). Antes aún era LOCKE quien indicaba en el «jus punitionis» el contenido del «dere-
38 l-UIGI FERRAJOLI

continuidad histórica y teórica entre pena y venganza. Esta situación indica cla-
ramente un paralogismo, en el cual no sólo han caído muchos retribucionistas,
sino también otros tantos utilitaristas —de Filangieri ^ a Romagnosi " y de Carra-
ra^ a Enrico Ferri ^—, todos los cuales han concebido y justificado el derecho
penal como derecho (no más natural sino positivo) ¿fe defensa a través del que
se habría desarrollado y perfeccionado el derecho natural de defensa individual.
Esta tesis debe rechazarse. En efecto, el derecho penal no nace como nega-
ción de la venganza sino como desarrollo, no como continuidad sino como dis-
continuidad y en conflicto con ella; y se justifica no ya con el fin de asegurarla,
sino con el de impedirla. Es verdad que la pena, históricamente, substituye a la
venganza privada. Pero esta substitución no es ni explicable históricamente ni
tanto menos justificable axiológicamente con el fin de mejor satisfacer el deseo
de venganza; por el contrario, sólo se puede justificar con el fin de poner remedio
y de prevenir las manifestaciones. En este sentido es posible decir que la historia
del derecho penal y de la pena puede ser leída como la historia de una larga
lucha contra la venganza. El primer paso de esta historia se da cuando la ven-
ganza fue regulada como derecho-deber privado, superando a la parte ofendida
y a su grupo parental según los principios de la venganza de la sangre y la ley
del tallón. El segundo paso, mucho más decisivo, se marcó cuando se produjo
una disociación entre el juez y la parte ofendida, de modo que la justicia pri-
vada —los duelos, los linchamientos, las ejecuciones sumarias, los ajustes de
cuentas— fue no sólo dejada sin tutela sino también prohibida. El derecho penal
nace precisamente en este momento, o sea cuando la relación bilateral parte ofen-
dida/ofensor es substituida por una relación trilateral, que ve en tercera posición
o como imparcial a una autoridad judicial. Es por esto que cada vez que un juez
aparece animado por sentimientos de venganza, o parciales, o de defensa social,
o bien el Estado deja un espacio a la justicia sumaria de los particulares, quiere
decir que el derecho penal regresa a un estado salvaje, anterior al nacimiento de
la civilización.
Esto no significa, naturalmente, que el fin de la prevención general de los
delitos no constituya una finalidad esencial del derecho penal. Significa más bien
que el derecho penal está dirigido a cumplir una doble función preventiva, una
como otra negativa, o sea a la prevención de los delitos y a la prevención gene-
ral de las penas privadas o arbitrarias o desproporcionadas. La primera función
indica el límite mínimo, la segunda el límite máximo de las penas. De los dos
fines, el segundo, a menudo abandonado, es sin embargo el más importante. Esto
es así pues, mientras es indudable la idoneidad del derecho penal para satis-
facer eficazmente al primero —no pudiéndose desconocer las complejas razones
sociales, psicológicas y culturales, no ciertamente neutralizables con el único temor
de las penas— es en cambio mucho más cierta su idoneidad, además que su ne-
cesidad, para satisfacer el segundo, aun cuando se haga con penas modestas y
poco más que simbólicas.

cho de defensa» que le corresponde a cada hombre en el estado de naturaleza para la propia
autoconservación (}. LOCKE, 1968, 243-247).
26. FILANGIERI, 1841, Lib. III, P. II, cap. XXVI, 502504.
27. ROMAGNOSI, 1834, §§ 243-262, 94 y ss.
28. CARRARA, 1907, P. Gen., §§ 598-612, 572 y ss.
29. FERRI, 1900, 501 y ss.
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 39

5. El derecho penal mínimo como técnica de tutela de los derechos fundamen-


tales. La ley penal como ley del más débil.
El fin general del derecho penal, tal como resulta de la doble finalidad pre-
ventiva recién ilustrada, consiste entonces en impedir la razón construida, o sea
en la minimización de la violencia en la sociedad. Es razón construida el delito.
Es razón construida la venganza. En ambos casos se verifica un conflicto violento
resuelto por la fuerza; por la fuerza del delincuente en el primer caso, por la de
la parte ofendida en el segundo. Mas la fuerza es en las dos situaciones casi arbi-
traria e incontrolada; pero no sólo, como es obvio, en la ofensa, sino también
en la venganza, que por naturaleza es incierta, desprop9rcionada, no regulada,
dirigida a veces contra el inocente. La ley penal está dirigida a minimizar esta
doble violencia, previniendo mediante su parte punitiva la razón construida, ex-
presada por la venganza o por otras posibles razones informales.
Es claro que, entendido de esta manera, el fin del derecho penal no puede
reducirse a la mera defensa social de los intereses constituidos contra la amenaza
representada por los delitos. Dicho fin supone más bien la protección del débil
contra el más fuerte, tanto del débil ofendido o amenazado por el delito, como
del débil ofendido o amenazado por las venganzas; contra el más fuerte, que en
el delito es el delincuente y en la venganza es la parte ofendida o los sujetos con
ella solidarios. Precisamente —monopolizando la fuerza, delimitando los presu-
puestos y las modalidades e impidiendo el ejercicio arbitrario por parte de los
sujetos no autorizados— la prohibición y la amenaza de las penas protegen a los
reos contra las venganzas u otras reacciones más severas. En ambos aspectos la
ley penal se justifica en cuanto ley del más débil, orientada hacia la tutela de sus
derechos contra las violencias arbitrarias del más fuerte. De este modo, los dere-
chos fundamentales constituyen precisamente los parámetros que definen ios ám-
bitos y los límites como bienes, los cuales no se justifica ofender ni con los deli-
tos ni con las puniciones.
Yo creo que sólo concibiendo de esta manera el fin del derecho penal es
posible formular una adecuada doctrina de justificación, como asimismo de los
vínculos y de los límites —y por lo tanto de los criterios de deslegitimación—
de la potestad^ punitiva del Estado. Un sistema penal —puede decirse— está
justificado únicamente si la suma de las violencias —delitos, venganzas y puni-
ciones arbitrarias— que él puede prevenir, es superior a la de las violencias cons-
tituidas por los delitos no prevenidos y por las penas para ellos conminadas. Na-
turalmente, un cálculo de este género es imposible. Se puede decir, no obstante,
que la pena está justificada como mal menor —esto es, sólo si es menor, o sea
menos aflictiva y menos arbitraria— respecto a otras reacciones no jurídicas y
más en general, que el monopolio estatal de la potestad punitiva está tanto más
justificado cuanto más bajos son los costos del derecho penal respecto a los costos
de la anarquía punitiva.
Nuestro modelo normativo de justificación satisface por lo tanto todas las
condiciones de adecuación ética y de consistencia lógica requeridas para el plano
metaetico en el párrafo 2. En primer lugar, orientando el derecho penal hacia
el único fin de la prevención general negativa —de las penas (informales) ade-
más que de los delitos—, se excluye la confusión del derecho penal con la moral
que distingue las doctrinas retribucionistas y las correccionalistas; asimismo, en-
40 LUIGI FERRAJOLI

tonces, se impide la autolegitimacoón moralista o, peor, naturalista. En segundo


lugar, se responde así tanto a la pregunta «¿por qué prohibir?» como a la de
«¿por qué castigar?», imponiendo a las prohibiciones y a las penas dos finalida-
des distintas y concurrentes que son, respectivamente, el máximo bienestar po-
sible de los que no se desvían y el mínimo malestar necesario de los desviados,
dentro del fin general de la limitación de los arbitrios y de la minimización de
la violencia en la sociedad. Asignando al derecho penal el fin prioritario de mi-
nimizar las lesiones (o maximizar la tutela) a los derechos de los desviados,
además del fin secundario de minimizar las lesiones (o maximizar la tutela) a
los derechos de los no desviados, se evitan así las autojustificaciones apriorísticas
de modelos de derecho penal máximo y se aceptan únicamente las justificaciones
a posteriori de modelos de derecho penal mínimo. En tercer lugar, nuestro mo-
delo reconoce que la pena, por su carácter aflictivo y coercitivo, es en todo caso
un mal, al que no sirve encubrir con finalidades filantrópicas de tipo reeducativo
o resocializante y de hecho, por último, siempre aflictivo. Siendo un mal, sin
embargo, la pena es siempre justificable si (y sólo si) se reduce a un mal menor
respecto a la venganza o a otras reacciones sociales, y si (y sólo si) el condenado
obtiene el bien de substraerse —gracias a ella— a informales puniciones impre-
visibles, incontroladas y desproporcionadas. Y esto, en cuarto lugar, es suficiente
para que dicha justificación no entre en conflicto con el principio ético kantiano
—que por cierto es también un criterio metaético de homogeneidad y de compa-
ración entre medios y fines— según el cual ninguna persona puede ser tratada
como un medio por un fin que no es el suyo. La pena, en efecto, como se ha dicho,
está justificada no sólo ne peccetur, o sea en el interés de otros, sino también ne
punietur, es decir, en el interés del reo de no sufrir abusos mayores.
Finalmente, nuestro modelo justificativo permite una réplica persuasoria
—aunque siempre contingente, parcial y problemática— frente a las doctrinas
normativas abolicionistas. Si estas doctrinas ponen de manifiesto los costos del
derecho penal, el modelo de justificación aquí presentado revela los costos del
mismo tipo pero más elevados que pueden generar —no sólo para la generalidad,
sino también para los reos— la anarquía punitiva nacida de la ausencia de un
derecho penal. Estos costos son de dos tipos y no necesariamente se excluyen
entre ellos; ellos son el del libre abandono del sistema social al bellum omnium
y a la reacción salvaje e incontrolada contra las ofensas, con un inevitable pre-
dominio del más fuerte, y el de la regulación disciplinaria de la sociedad, en
condición de prevenir las ofensas y las reacciones a éstas con medios diversos y
quizá más eficaces que las penas pero seguramente más costosos para la liber-
tad de todos. Éstas son las alternativas abolicionistas que es oportuno analizar
ahora para cumplir, con base en el esquema utilitarista aquí esbozado, con la
obligación de la justificación de lo que he llamado «derecho penal mínimo» y
precisar con mayor exactitud el sistema de garantías que lo define.

6. La prevención penal de cuatro alternativas abolicionistas. La minimización


de la violencia y del poder

Distinguiré cada una de las dos alternativas abolicionistas arriba indicadas


en dos tipos de alternativas, según que ellas se confíen a mecanismos de control
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 41

espontáneos o bien institucionales. Presentaré, en consecuencia, como alternativa


al derecho penal, cuatro posibles sistemas de control social, no todos necesaria-
mente incompatibles entre ellos, pero todos obviamente carentes de cualquier
garantía contra el abuso y el arbitrio. Estos sistemas son: a) los sistemas de con-
trol social-salvaje, los cuales se han manifestado históricamente en todos los or-
denamientos punitivos arcaicos, cuando la reacción frente a la ofensa ha sido
confiada a la venganza individual o parental antes que a la pena, en casos tales
como la venganza de la sangre, la «faida» (venganza privada especialmente cruen-
ta), el duelo, el «guidrigildo» (en el antiguo derecho germánico, el precio que el
homicida de un hombre libre pagaba para evitar la venganza familiar) y simi-
lares, en todos los cuales se verificaba un amplio espacio para la ley del más
fuerte; b) los sistemas de control estatal-salvaje, los cuales han sido histórica-
mente utilizados, ya en ordenamientos primitivos de carácter despótico, ya en los
modernos ordenamientos autoritarios, cuando la pena es aplicada sobre la base
de procedimientos potestativos generados por el arbitrio o los intereses contin-
gentes de quien la determina, sin garantías que tutelen al condenado; c) los siste-
mas de control social-disciplinarios, o autorregulados, también ellos característicos
de comunidades primitivas pero más en general de todas las comunidades de
fuerte índole ética e ideologizadas, sujetas a la acción de rígidos conformismos
que operan bajo formas autocensurantes, como también bajo las presiones de ojos
colectivos, policías morales, panoptismos sociales difundidos, linchamientos mora-
les, ostracismos y demonizaciones públicas; y d) los sistemas de control estatal-
disciplinarios que son un producto típicamente moderno y sobre todo un peligro
en el futuro, los cuales se caracterizan por el desarrollo de las funciones pre-
ventivas de policía y de seguridad pública a través de técnicas de vigilancia total,
tales como aquellas introducidas, además del espionaje sobre los ciudadanos por
obra de potentes policías secretas, por los actuales sistemas informáticos de regis-
tro generalizado y de control audiovisivo.
Estos cuatro sistemas —sociedad salvaje. Estado salvaje, sociedad discipli-
naria y Estado disciplinario— corresponden a otras tantas alternativas abolicio-
nistas que potencialmente se presentan cada vez que entra en crisis el derecho
penal; su fin justificante, aunque no sea el propio de tales sistemas, puede ser
identificado precisamente en su prevención. El último de estos sistemas es el más
alarmante, por su capacidad para convivir ocultamente también con las modernas
democracias. Es muy posible eliminar o reducir al máximo los delitos mediante
una limitación preventiva de la libertad de todos. Ello se obtiene con los tanques
en las calles y con los policías a las espaldas de los ciudadanos pero también
—más moderna y silenciosamente— con las radiosespías, las telecámaras en los
lugares de vida y de trabajo, las interceptaciones telefónicas y todo el conjunto
de técnicas informáticas y telemáticas de control a distancia que hacen hoy posi-
ble un Panópticon social mucho más capilar y penetrante del carcelario conce-
bido por Bentham e idóneo para funciones no sólo de prevención de los delitos,
sino también de gobierno político de la sociedad. Respecto a un sistema tan
penetrante, que puede muy bien combinarse con medidas de prevención especial
para quien es considerado peligroso, la defensa del derecho penal equivale a la
defensa de la libertad física y contra la transgresión, en cuanto ésta es prohibida
deónticamente y no ya imposibilitada materialmente. El derecho penal, en apa-
rente paradoja, viene así a configurarse como una técnica de control que garan-
42 LUIGI FERRAIOLI

tiza —con la libertad física de infringir la ley a costa de las penas— la liber-
tad de todos. Es efectivamente evidente que la prohibición y la represión penal
producen restricciones de la libertad, incomparablemente menores respecto de aque-
llas que serían necesarias, para el mismo fin, con la sola prevención policial,
quizá completándose ésta por la prevención especial. Esto ocurre, ya porque la
represión de los comportamientos prohibidos ataca únicamente la libertad de los
delincuentes, mientras la prevención policial va contra la libertad de todos; ya
porque la una interviene solamente ex post, en presencia de hechos predetermi-
nados, mientras la otra interviene ex ante, en presencia del único peligro de deli-
tos futuros que puede ser inducido de indicios indeterminados e indeterminables
normativamente.
Mas el derecho penal no garantiza solamente la libertad física u objetiva de
delinquir y de no delinquir. Él garantiza también la libertad moral o subjetiva
que, en cambio, es impedida por la tercera alternativa abolicionista, la del control
social-disciplinario, basado sobre la interiorización de la represión y sobre el
temor de las censuras colectivas informales, antes que de las penas, las cuales
pueden ser paralizadoras de las sanciones formales. «La sanción penal —escribe
Filangieri— es aquella parte de la ley con la cual se ofrece al ciudadano la elec-
ción o el incumplimiento de un deber social o la pérdida de un derecho social»;
es decir ,«un freno desagradable opuesto a la "pasión innata"» que «la sociedad
no puede destruir»,** y no un medio de homologación de las conciencias y de
destrucción o normalización disciplinaria de las pasiones y de los deseos. Al mis-
mo tiempo, respecto a las invasiones de los controles sociales informales, la pena
formalizada garantiza el respeto de la persona, protegiéndola contra pretensiones
de socializarla coactivamente y de estigmas y censuras morales. Como tal, ella
es una alternativa a las penas infamantes premodernas —la «gogna» (antigua
pena que consistía en estrechar un collar de hierro al cuello de los condenados
expuestos al ludibrio público), la exposición frente al público con un cartel apli-
cado al pecho o a la espalda y similares— dirigidas esencialmente a humillar al
culpable provocando la reprobación social. Pero, asimismo, corresponde también
por este aspecto a un momento iluminista que se inscribe en el proceso de laici-
zación del derecho penal moderno. «Hay una categoría de penas —escribía Hum-
boldt— que debería ser absolutamente abolida; hablo de la marca de infamia.
El honor de un hombre, la estima que a su respeto pueden tener sus conciuda-
danos, no caen bajo la autoridad del Estado.» ^' «Terminada la pena —afirmó
todavía más radicalmente Morelly en su Code de la Nature— estará prohibido
a cada ciudadano hacer el mínimo reproche a la persona que la ha descontado
o a sus parientes, de informar las personas que la ignoran y asimismo demostrar
el mínimo desprecio por los culpables, en su presencia y ausencia, bajo pena de
sufrir el mismo castigo.» ^
Si con relación a las alternativas abolicionistas representadas como sistemas
disciplinarios, las formas jurídicas de la prohibición y de la pena se justifican
como técnicas de control que maximizan la libertad de todos, es con respecto a
las alternativas representadas por los sistemas salvajes que ellas se justifican

30. FILANGIERI, 1841, Lib. III. P. II, cap. XXVI, 502.


31. HUMBOLDT. 1965, 126.
32. MORELLY. 1975. 162.
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 43

como técnicas, las cuales, compatiblemente con las libertades, maximizan la se-
guridad de la generalidad y antes todavía la de los delincuentes. El fin primario
del derecho penal, se ha dicho, es el de impedir o prevenir las reacciones infor-
males al delito. Este fin se articula a su vez en dos finalidades: la prevención
general de la venganza privada, individual y colectiva, tal como se expresa en la
venganza de la sangre, en la razón construida, en el linchamiento, en la represalia
y similares; y la prevención general de la venganza pública que sería cumplida,
en ausencia de derecho penal, por los poderes soberanos de tipo absoluto y des-
pótico no regulados ni limitados por normas y por garantías. De estos dos sistemas
punitivos, que he denominado «salvajes», el primero pertenece a una fase pri-
mordial de nuestra historia, aun cuando no debe descuidarse su reaparición en
fenómenos modernos como las policías privadas, las escuadras de vigilantes, las
justicias penales domésticas y, en general, la relativa anarquía y autonomía puni-
tiva presente en las zonas sociales marginadas o periféricas también de los países
evolucionados. El segundo, aunque correspondiendo a ordenamientos arcaicos de
tipo prepenal, es virtualmente inherente a todo momento de crisis del derecho
penal, a las que éste retrocede siempre que se debilitan los vínculos garantistas
del poder punitivo y se amplían sus espacios de arbitrio.
Si se consideran las alternativas conformadas por estas cuatro formas de re-
presión incontrolada y oculta, se hace evidente el fin justificante del derecho
penal como sistema racional de minimización de la violencia y del arbitrio puni-
tivo y de maximización de la libertad y de la seguridad de los ciudadanos. El
abolicionismo penal —cualesquiera que sean los intentos libertarios y humanita-
rios que pueden animarlo— se configura, en consecuencia, como una utopía re-
gresiva que presenta, sobre el presupuesto ilusorio de una sociedad buena o de
un Estado bueno, modelos de hechos desregulados o autorregulados de vigilancia
y/o punición, con relación a los cuales es el derecho penal —tal como ha sido
fatigosamente concebido con su complejo sistema de garantías por el pensamiento
jurídico iluminista— el que constituye, histórica y axiológicamente, una alterna-
tiva progresista.

7. Praxis abolicionista y utopía garantista


Lamentablemente, las cuatro perspectivas abolicionistas hasta ahora ilustra-
das son sólo en parte utopías. Su formulación hipotética no es en absoluto un
ejercicio intelectual propuesto como argumento a contrario a fin de satisfacer la
obligación de la justificación del derecho penal. Esos cuatro sistemas, no obstan-
te que alternativos, conviven siempre en alguna medida con el derecho penal; lo
hacen, en la medida, precisamente en la cual resulta insatisfecho y violado el
conjunto de las garantías que definen y justifican la forma mínima de tutela de
los derechos fundamentales, en la que decae el Estado de derecho cuando se
convierte en Estado extra-legal o de policía. Abolicionismo y justificacionismo
apriorísticos llegan a ser paradójica y equívocamente convergentes en razón de
las hipotecas ideológicas que gravan a ambos. En tema de abolición de la pena
y del derecho penal la realidad parece haber superado la utopía. Si observamos
el funcionamiento efectivo del derecho penal italiano —y un no muy diferente
discurso podría hacerse respecto de la mayor parte de los ordenamientos penales
44 LUIGI FERRAJOLI

contemporáneos— es más bien la abolición de la pena y la justificación en su


lugar de instrumentos de control extrapenales, los que representan el inquietante
fenómeno que debemos denunciar y en lo posible contrastar.
La pena en sentido propio —esto es, como sanción legal post delictum y
post Judicium— es siempre más, en Italia, una técnica punitiva obsoleta, en gran
parte privada de técnicas más veloces e informales de control judicial y policial.
Tres cuartos de nuestra población carcelaria, como es sabido, se encuentran de-
tenidos a la espera de juicio. La prisión preventiva, y por otro lado el proceso,
como instrumento espectacular de estigmatización pública, antes todavía que la
condena, han ocupado ya el lugar de la pena como sanciones del delito o, más
precisamente, de la sospecha de delito. De tal modo, la cárcel ha vuelto a ser, al
menos prevalentemente, mucho más un lugar de tránsito y de custodia cautelar
—como lo era en la edad premoderna— que no un lugar de pena.
Por otra parte —junto al subsistema penal ordinario v a su desordenado
conjunto de garantías—, una ininterrumpida tradición policíaca que arranca en
la Italia postunitaria, desarrollada por el fascismo y luego por la reciente legisla-
ción de emergencia, ha erigido progresivamente un subsistema punitivo especial,
de carácter no penal pero substancialmente administrativo. Aludo aquí al amplio
abanico de las sanciones extra-, ante- o ultra-delictum y extra-ante- o ultra-judicium
representado por las medidas de seguridad, por las medidas de prevención y de
orden público y, sobre todo, por las medidas cautelares de policía mediante las
cuales se confían a órganos policiales unas funciones instructorias y unos pode-
res de limitación de la libertad personal. Contamos así con dos subsistemas pena-
les y procesales, paralelos y autónomos, aunque se interfieren de forma diversa
entre sí; el primero, en principio, aparece sometido —aunque siempre menos,
de hecho— a las clásicas garantías del Estado de derecho, tales como la estrecha
legalidad y la taxatividad de las hipótesis criminales, la inmediación de las penas
con los delitos, la responsabilidad personal, el juicio contradictorio, la presun-
ción de inocencia, la carga acusatoria de la prueba, la calidad de tercero del juez
V su independencia bajo la ley. El segundo de esos subsistemas aparece explícita-
mente substraído a tales garantías e informado por meras razones de seguridad
pública, aunque incide, de la misma manera que el primero, sobre la libertad de
las personas.'^
En semejantes condiciones, hablar de función de la pena —retributiva, ree-
ducativa o preventiva— parece bastante irreal y académico a causa del defecto no
de las funciones, sino, antes todavía, del medio que tales funciones deberían ase-
gurar. Los sistemas punitivos modernos —gracias a sus contaminaciones policía-
cas y a las rupturas más o menos excepcionales de sus formas garantistas— se
dirigen hacia una transformación en sistemas de control siempre más informales
v siempre menos penales. De tal manera, el verdadero problema penal de nues-
tro tiempo es la crisis del derecho penal, o sea de ese conjunto de formas y
garantías que le distinguen de otra forma de control social más o menos salvaje
v disciplinario. Quizá lo que hoy es utopía no son las alternativas al derecho
penal, sino el derecho penal mismo y sus garantías; la utopía no es el abolicio-
nismo, lo es el garantismo, inevitablemente parcial e imperfecto.
Si todo esto es verdad, entonces el problema normativo de la justificación

33. FERRAJOLI, 1984.


EL DERECHO PENAL MÍNIMO 45

del derecho penal vuelve a adquirir hoy el sentido originario que tuvo en la edad
del iluminismo, cuando fueron puestos en cuestión los ordenamientos despóticos
del antiguo régimen. De tal manera, el asunto se identifica con el problema de
las garantías penales y procesales, o sea, de las técnicas normativas más idóneas
para minimizar la violencia punitiva y para maximizar la tutela de los derechos
de todos los ciudadanos, tanto de los desviados como de los no desviados, todo
lo cual constituye, precisamente, los fines —nunca perfectamente realizables, de
hecho ampliamente irrealizados y sin embargo no del todo irrealizables— que
por sí solos justifican el derecho penal.

8. Justificaciones condicionadas, condiciones de justificación y garantías. El ga-


rantismo como doctrina de deslegitimación
Existe entonces una correspondencia biunivoca entre justificación y garan-
tismo penal. Un sistema penal está justificado si y únicamente se minimiza la
violencia arbitraria en la sociedad. Este fin es alcanzado en la medida en la cual
él satisfaga las garantías penales y procesales del derecho penal mínimo. Estas
garantías, por lo tanto, pueden ser concebidas como otras tantas condiciones de
justificación del derecho penal, en el sentido que sólo su realización es válida
para satisfacer los fines justificantes.
Esto quiere decir, obviamente, que por semejantes fines no se justifican me-
dios violentos o de cualquier forma opresores, alternativos al derecho penal mis-
mo y a sus garantías. Pero también refleja, ciertamente, que el derecho penal
no es el único medio, y ni siquiera el más importante, para prevenir los delitos
y reducir la violencia arbitraria. Por el contrario, el progreso de un sistema polí-
tico se mide por su capacidad de tolerar simplemente la desviación como un
signo y producto de tensiones y de disfunciones sociales irresolutas como, asimis-
mo, la de prevenir aquélla, sin medios punitivos o iliberales, removiendo sus
causas materiales. Según esta perspectiva, es obviamente posible la abolición de
aquella pena específica —tan gravemente aflictiva, como inútil y hasta criminò-
gena— que constituye la reclusión carcelaria. De esta manera es francamente
auspiciable, de forma general, la reducción cuantitativa del ámbito de interven-
ción penal, hasta el límite de su tendencial supresión. Pero esta reducción del
derecho penal se justifica únicamente si se vincula con la intervención punitiva
en cuanto tal y no con su forma jurídica. Hasta cuando existan tratamientos
punitivos y técnicas institucionales de prevención que vayan contra los derechos
V las libertades de los ciudadanos, éstos deberán estar siempre asistidos con
todas las garantías del Estado de derecho. Aun en una improbable sociedad per-
fecta del futuro, en la cual la dehncuencia no existiese o de cualquier manera no
se advirtiera la necesidad de reprimirla, el derecho penal, con su complejo sis-
tema de garantías, debería siempre permanecer para aquel único caso que pudie-
ra producirse de reacción institucional coactiva frente a un hecho delictivo.
A diferencia de las justificaciones utilitarias tradicionales, que sostienen to-
das modelos de derecho penal máximo, el esquema justificativo aquí elaborado
sirve además para fundamentar solamente modelos de derecho penal mínimo.
Lo dicho se justifica en el triple sentido de la máxima reducción cuantitativa de
la intervención penal, de la más amplia extensión de sus vínculos y límites ga-
46 LUIGI FERRAJOLI

rantistas y de la rigida exclusión de otros métodos de intervención coercitiva.


Esto depende de la aceptación como fin del derecho penal, no sólo de la máxima
ventaja de los no desviados a través de su defensa contra los delitos, sino también
del mínimo daño de los desviados por medio de su defensa frente a daños más
graves. Este segundo parámetro corresponde a un aspecto del problema penal a
menudo abandonado, cual es el del costo social de las penas y, más en general,
de los medios de prevención de los delitos, que puede ser superior al mismo
costo de las violencias que aquéllos tienen el fin de prevenir. La seguridad y la
libertad de los ciudadanos no son en efecto amenazadas únicamente por los de-
litos, sino también, y habitualmente en mayor medida, por las penas excesivas
y despóticas, por los arrestos y los procesos sumarios, por los controles de policía
arbitrarios e invasores; en una palabra, por aquel conjunto de intervenciones
que se definen con el noble nombre de «justicia penal» la que quizás, en la his-
toria de la humanidad, ha costado más dolores e injusticias que el total de los
delitos cometidos. Seguramente mayor que los daños producidos por todos los de-
litos castigados y prevenidos ha sido, en efecto, el daño causado por aquella
suma de atrocidades y de infamias —torturas, suplicios, expoliaciones, masa-
cres— que provocó la mayor parte de los ordenamientos punitivos premodemos,
desde el antiguo Egipto a la Santa Inquisición, a la que muy difícilmente puede
reconocérsele una función cualquiera de «defensa social»." Otro tanto debe de-
cirse acerca de la justicia penal en los años obscuros del nazismo alemán y del
stalinismo soviético, pero aun hoy de muchos regímenes militares y fascistas
del tercer mundo. Pero también es en los ordenamientos desarrollados del primer
y segundo mundo, comenzando por el nuestro, que el arbitrio judicial y policial,
producido por la crisis contemporánea de las garantías penales y procesales, ha-
cen incierto y problemático el balance de los costos y de los beneficios del
derecho penal, como también su justificación.
La primera consecuencia de la adopción de un semejante esquema justifica-
tivo es la de que él no suministra una justificación en abstracto del derecho penal,
sino que únicamente consiente justificaciones de los sistemas penales concretos,
en modo diverso según su mayor o menor adhesión al modelo de derecho penal
mínimo y garantista aquí esbozado. Por lo tanto, este modelo no vale solamente
como parámetro de justificación, sino también —y sobre todo— como criterio
de deslegitimación. Por lo tanto, ningún sistema penal puede estar aprioristica-
mente justificado sobre esa base; no son justificables, por ejemplo, los sistemas
despóticos y totalitarios más arriba recordados, admitido que se los quiera con-
siderar conio «penales» antes que como «pre-penales». Así es como poseen una
escasa justificación muchos ordenamientos desarrollados que dejan espacio libre,
aunque sea excepcional y sectorialmente, al arbitrio punitivo.
La segunda consecuencia consiste en que toda justificación es histórica y
espacialmente relativa, estando condicionada por el nivel de civilización de los
ordenamientos de los cuales se habla. En una sociedad bárbara, en la que la
tasa de violencia es elevada, ya sea por lo que se refiere a las ofensas como por lo
que atiende a la propensión hacia la venganza, será relativamente alta también
la violencia institucional y la intolerancia por los delitos; mientras tanto, en una

34. Véase el terrible panorama histórico del derecho penal premodemo descripto por
M. A. VACCARO (1908) cuando polemiza con la Scuola Positiva de la defensa social.
EL DERECHO PENAL MÍNIMO 47

sociedad desarrollada y tolerante, en la cual la tasa de violencia social sea baja,


no se justifica un derecho penal particularmente severo. La suavidad de las penas,
decía Montesquieu, va en concordancia con las sociedades civilizadas.''
La tercera consecuencia trae consigo que este modelo permita no sólo y no
tanto justificaciones globales, sino justificaciones y deslegitimaciones parciales y
diferenciadas, para particulares normas o institutos o prácticas de cada ordena-
miento. Su interés reposa, en cambio, no ya en el criterio de justificación global,
sino en los criterios de justificación y de deslegitimación parcial por él sugeridos.
Estos criterios consisten, como se ha dicho, en las distintas garantías penales con-
tra el arbitrio, los excesos y los errores. Su elaboración teórica es la tarea prin-
cipal de una teoría garantista del derecho penal, la cual, entonces, puede ser
considerada como una doctrina normativa de justificación y al mismo tiempo de
deslegitimación de los sistemas penales concretos.

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