Está en la página 1de 12

EL VUELO DE LA MARIPOSA LISA

Lisa era una mariposa con unas enormes alas violetas y unas gigantes antenas. Llamaba la atención en todo el
campo, porque era la mariposa más grande del lugar. Pero, además de ser popular por su tamaño, era conocida por
ser una mariposa muy inquieta. Cuando salía el sol ella buscaba ser bañada por todos y cada uno de los rayos, y
cuando había mucho viento intentaba volar y flotar todo el rato para ser impulsada por cada una de sus ráfagas.

Lisa estaba contenta de ser mariposa, pero si pudiera pedir algo para ser feliz sería ser un pájaro para poder volar
con facilidad. Muchas mariposas se reían de ella por sus alas tan grandes, que eran pesadas y le impedían volar con
facilidad. Cuando había muchas de sus compañeras alrededor decidía posarse en una flor y no volar más, pues
empezaban a reírse de ella y a decir que sus alas parecían pañuelos pesados, que era una mariposa fea. Ella se sentía
muy triste por ello.

Lo que más le gustaba de poder volar era conocer todas las flores del lugar. Cada vez que se posaba en una de ellas
charlaba durante un buen rato, se preocupaba de cómo estaban y cuando necesitaba su dulce néctar intentaba que
no fuera de una flor seca. Por eso las flores, cuando la veían, bailaban y no chillaban como decían las otras mariposas
por pensar que venía a posarse encima una mariposa grande.

Un día cualquiera, Lisa estaba posada en una pequeña ramita entre la hierba cuando un pequeño pájaro que no
conocía se apoyó en una flor a su lado. Comenzaron a hablar y Lisa le contó su problema. El pequeño pájaro le
prometió que si le enseñaba toda la zona que era nueva para él, a cambio le enseñaría a volar mejor. Lisa abrió sus
enormes ojos y movió sus grandes antenas de felicidad.

Esa misma tarde, Lisa y el pájaro recorrieron toda la hierba del campo y cruzaron todas las flore. Cuando acabaron,
ella estaba muy cansada y temía que el pajarito ya no quisiera ayudarla. Pero no fue así. Este le dijo que descansara
un poco, porque despue´s llegaba su clase de vuelo. Y así fue. El pájaro le enseñó cómo tenía que colocar las
antenas, cómo colocar las alas, e incluso pudieron probar distintos tipos de vuelo, porque el pájaro, cuando Lisa no
lo hacía del todo bien, le recolocaba sus alas con el pico. ¡Qué emoción! ¡Qué entusiasmo! , pensaba Lisa.

Cuando pasó la tarde, Lisa se sentía ágil como una pluma. Ya no era una mariposa pesada y torpe, porque ahora
podía calmar su inquietud y disfrutar todavía más conociendo otros sitios. Cuando llegó la noche, el pájaro se
dispuso a despedirse y Lisa le dio las gracias. Siempre recordará lo que su amigo le dijo: Olvídate de cómo eres, eso
no lo puedes cambiar; pero si puedes cambiar lo que haces y entrenar siempre para mejorar y ser como te gustaría
ser.

Lisa le saludó mientras iniciaba su vuelo y le prometió siempre tenerlo en cuenta, recordarle y ser tan feliz como él.
SANTI NO ATIENDE

Santiago era un niño al que todo el mundo quería, pero que en muchas ocasiones oía que le decían siempre lo
mismo: eres muy nervioso Santi, estate quieto. Santi sabía que le costaba concentrarse y muchas veces hacía
grandes esfuerzos por mantenerse atento en clase, cuando iba a la academia e incluso cuando iba con sus padres al
cine que tanto le gustaba, pero le pasaba lo mismo.

Al hacer esos esfuerzos hay veces que conseguía escuchar mejor y atender. Pero había otras veces que no lo
conseguía y era incapaz de no mover sus pies, de no mirar para diferentes sitios y escuchar todos los ruidos de su
alrededor.

Cuando hablaba con su madre de su problema para atender le decían que muchas veces también hacía las cosas sin
pensar. Es cierto que su pensamiento iba muy rápido. ¿No sé cómo pararlo?, pensaba Santi, ¿Los mayores paran los
pensamientos y los colocan de uno en uno?

Muchas veces Santi se sentaba en su habitación cuando lo castigaban y pensaba que estaba cansado de ser malo, de
que los demás lo vieran como un niño travieso. No intentaba hacer las cosas por fastidiar. Pero qué más da, nadie lo
entiende y, además, a veces, cuando papá le pregunta, tampoco le dice nada, porque le da mucha vergüenza decir
que no fue capaz de controlarse o que lo hizo porque no se dio cuenta.

En clase muchas veces pasaba el recreo castigado. Un día, su profesor le dio un día una nota para mamá donde decía
que tenía que ir a ver a otro profesor al que llamaban orientador. Pensó que sería un profesor que le reñiría, una
especie de director para niños con su problema, pero cuando llegó a ese despacho se encontró con un señor
sonriente que le dijo su nombre y lo mando sentarse.

El orientador se llamaba Carlos. Parecía un hombre tranquilo y agradable. Preguntó cosas sobre el colegio, sobre su
casa, cómo estudiaba, qué relación tenía con sus compañeros, con los profesores, cómo se veía a él mismo, qué
cosas creía que debía de intentar cambiar para que todo fuera mejor.

Santi se sintió escuchado y le contó todo lo que pensaba a Carlos. Cuando se despidió Santi pensó que esta vez había
tenido suerte nadie le había castigado, ni dicho nada negativo.

A la semana siguiente lo volvieron a llamar para que fuera a ver a Carlos. Esta vez fue contento y tranquilo. Cuando
llegó de nuevo al despacho, Carlos le dijo que iban a hacer una especie de ejercicios, que tenía que escuchar y
hacerlo lo mejor que supiera y que él mismo le iría diciendo las indicaciones. Estuvieron un par de horas y luego
Carlos le preguntó de nuevo sobre cómo estaba y hablaron de lo difícil que le resultaba hacer los exámenes y de
cómo mejorar en casa para prepararlos.

La siguiente semana los que visitaron a Carlos fueron mamá y papá. Allí el orientador les dio una información sobre
lo que le pasaba a Carlos y cómo poder ayudarlo. Cuando llegaron a casa sus padres explicaron a Santi que tenía
dificultades de concentración y que todo lo que sucedía muchas veces a su alrededor no era porque lo hiciera con
intención y que quisiera portarse mal, sino que le costaba controlarse y que a partir de ahora, con ayuda de todos, e
incluso de los profesores, intentarían ayudarlo para mejorar.
Santi estaba aliviado y muy contento porque Carlos le hubiera ayudado. Ahora podría sentirse mejor y no ponerse
triste por pensar que nadie le entendía y ser el malo. Además, a partir de ahora pondría todo su esfuerzo para
mejorar su grado de atención y poder hacer las cosas igual que los demás.

EL CERDITO POPPY

Poppy era un cerdito muy muy tímido al que le costaba salir por la pradera, saludar a sus vecinos e incluso molestar
a sus hermanos para jugar. Se sentía diferente porque todo el mundo animal le señalaba por ser un cerdito delgado.

Poppy tenía unas patas muy finas, un lomo estrecho, orejas pequeñas y su piel era de un color rosa muy intenso. Su
mamá no entendía por qué Poppy era diferente de sus otros hermanos, pero lo quería mucho igual que a los demás,
por supuesto.

Poppy, además, era un cerdito que comía muy bien, le encantaba la fruta que se encontraba en el suelo como las
naranjas, las cerezas, los higos o las castañas. Todo lo que era verde le fascinaba.

Un día que jugaba solo correteando entre los árboles chocó con uno de ellos al tropezar con una bellota grande que
aparecía entre la tierra.

-¡Ay! -chilló el árbol.

-¡Lo siento! -dijo Poppy tímidamente.

-¿A dónde ibas sin mirar?

-No me riñas, he tropezado sin querer.

El árbol que vio a Poppy tan tímido y temblando le dijo:

-Disculpa, no quería darte miedo, es que me has pisado las raíces. ¿Qué te pasa?

-A mi nada. ¿Cómo te llamas? Es que soy así todo me da miedo porque soy diferente.

-¿Diferente? ¿Eres un cerdito, no?

-Sí, pero ya me ve.


-No te entiendo.

-Un cerdito rosa, muy rosa y delgado ¿Conoces a alguno como yo?

-Sí.

-¿Sí?

Poppy abrió los ojos y luego se puso a dar vueltas sobre si mismo sin parar.

-Claro, más allá del bosque hay cerditos como tú -dijo el árbol riéndose.

-¡Anda! Así que no soy diferente.

-Claro que no, así que deja de temblar vuelve a tu casa y disfruta de lo que te rodea que nadie tiene por que verte
diferente.

-Genial. Gracias por la noticia árbol. Volveré a verte pero sin pisarte.

-Muy bien -contesto el árbol.

Poppy se despidió con un fuerte abrazo en el tronco y se fue correteando moviendo su trasero rosado y su pequeño
rabito. Cuando llegó donde estaban sus hermanos y vecinos grito a todos la noticia. Su madre cerdita sonrío para sí
misma y supo que a nadie le importaba si había otros cerditos como Poppy lo importante es que él ya se aceptaba.

EL PRÍNCIPE QUE QUISO CAMBIAR DE NOMBRE

Al príncipe Ludovico no le gustaba su nombre. Lo encontraba anticuado y señorial, y no le pegaba nada con su
aspecto. Aunque Ludovico era todavía un niño, era un muchacho apuesto y atlético, y con mucho don de gentes. Era
simpático, trabajador, perseverante clemente y además de un gran guerrero destinado a ser el mejor capitán que los
ejércitos de su padre, el rey, habían tenido más.
Pero su nombre…. ¡qué poco le gustaba a Ludovico su nombre!

Por eso un día decidió que quería cambiarlo, y partió con su séquito a las Montañas Borrosas, el inhóspito lugar en el
que vivían los Dadores de Nombres, unos duendes que tenían la misión de dar a cada bebé su nombre al nacer.

El camino hasta las Montañas Borrosas fue duro. Ludovico y su séquito tuvieron que luchar contra todo tipo de
maleantes y bandidos, contra animales salvajes y contra seres mágicos.

En una de sus trifulcas, Ludovico tuvo que enfrentarse personalmente a un ogro con cinco ojos para salvar a una
joven muchacha que estaba a punto de ser encerrada en una jaula, como si fuera un canario.

- Gracias, genil hombre -dijo la muchacha-. ¿Qué hacéis por estos parajes?

- Voy camino de las Montañas Borrosas para cambiar mi nombre -respondió-. Acompáñame y te llevaré de vuelta a
casa cuando regrese.

La muchacha aceptó encantada, aunque no le preguntó su nombre por miedo a parecer desagradable. Durante los
días que duró el viaje, Ludovico y la joven charlaron como si se conocieran de toda la vida.

Cuando por fin llegaron a las Montañas Borrosas, Ludovico se presentó antes los Dadores de Nombres.

- Señores, vengo a cambiar mi nombre -dijo con voz firme el príncipe.

- ¿Cómo te llamas? -preguntaron los duendes.

- Ludovico -respondió el príncipe.

- ¿Ludovico? -preguntó la joven-. ¿De verdad te llamas Ludovico? ¡Qué nombre tan bonito!

En aquel instante al príncipe le pareció que su nombre, por primera vez, había sonado hermoso, en labios de aquella
preciosa muchacha.

- ¿Por qué dices eso? -preguntó el príncipe, inseguro por primera vez en su vida.

- Ludovico significa guerrero famoso. Ese nombre lo han llevado grandes líderes en la historia -dijo ella.

Ludovico no supo qué decir. Así que la muchacha continuó hablando.

- Dicen que quien lleva ese nombre es una persona simpática, amable, segura de sí misma, culta y distinguida.

- Pero es un nombre feo -acertó a decir el príncipe.

- Es tu nombre, y es perfecto para ti. -dijo ella, un poco sonrojada-. ¿Qué sería de ti sin tu nombre? ¿Quién serías?
Ludovico entendió entonces que una persona es mucho más que su nombre, y si aquella muchacha había
conseguido mirar más allá, todos los demás podrían.

- Vaya, parece que hecho el viaje en balde... -dijo el príncipe.

Los duendes decidieron intervenir:

- Tu largo viaje te ha servido para descubrir que te otorgamos un gran nombre.

Ludovico, la joven muchacha y todo el séquito que les acompañaba regresaron a casa.

- Por cierto, ¿cómo te llamas? -preguntó el príncipe a la joven.

- Ludovica -dijo ella.

Si todavía le quedaba al príncipe alguna duda sobre si su nombre era bonito o no, se esfumó en ese instante.

- Ludovica -repitió, embobado.

Ludovico y Ludovica ya no se separaron jamás. Tuvieron un hijo y una hija, a los que también llamaron Ludovico y
Ludovica. Estos, a su vez, hicieron lo mismo con sus hijos, y estos lo mismo con los suyos, y así fue por siempre
jamás.

UN FLAMENCO DIFERENTE

Un día soleado de primavera nació una bebé flamenco llamada Adamina. Vestía un plumaje blanco que adornaba sus
largas patitas rosadas.
Los padres de Adamina la adoraban por lo peculiar que era y su madre continuamente la cobijaba entre sus plumas
para brindarle calor y cariño. Ella era un polluelo feliz que disfrutaba jugando con los otros polluelos del lugar.

Jugaban a esconderse, a nadar y hasta hacían carreras a ver quién era capaz de correr más rápido con esas largas
patas que la naturaleza les había dado.

Todos en el flamboyán (la bandada de aves flamenco) querían mucho a Adamina.

Pasaron tres años y Adamina se convirtió en toda una señorita. Sus patas rosadas se habían alargado aún más y
poseía un plumaje abundante que peinaba con esmero.

Pero había algo que empezó a llamar mucho su atención. Todos sus amigos comenzaron a cambiar de color. Algunos
tenían plumas rosadas, otros rojas, mientras que ella continuaba tan blanca como la nieve.

Preocupada, un día Adamina le dijo a su madre:

- Mami, ¿por qué soy diferente? ¿Por qué mis plumas no cambian de color? Yo solo quiero ser igual que todos...

- Oh hija mía, cuando eras niña tus plumas eran tan blancas y hermosas como lo son ahora y nunca te había
preocupado. No importa que seas diferente ahora, lo importante es como te sientas en tu interior y como hagas
sentir a los que te rodean - le contestó su madre mientras la abrazaba.

Adamina decidió seguir el consejo de su madre y se preocupó por aceptarse tal y como era. Fue cuando entonces
volvió a ser tan feliz como cuando era pequeña.

Aun cuando algunos flamencos la rechazaban por ser diferente, ella no permitió que le afectara y solo se rodeó de
esos amigos que siempre la aceptaron como ella era, tan blanca y hermosa como la nieve.

Mucho tiempo después un flamenco sabio de 20 unos años vió a Adamina bailando con sus amigos y decidió
acercarse a ella para contarle algo:

- Adamina, el secreto de tus plumas se encuentra en tu comida. Si algún día quieres ser tan rosa o roja como el
atardecer comienza a comer lo que tus amigos digieren.

Adamina analizó confundida las palabras del sabio flamenco y lo comprendió todo. ¡Era la comida que todos los
flamencos comían la que hacía que les salieran esas plumas de colores! Esa misma comida que ella desde pequeña
no comía porque no le gustaba.

Sabiendo por fin cual era la clave para ser igual que todos los demás, se quedó toda una tarde observando los
rosados camarones que ella tanto odiaba pensando en si debía probarlos o no.
Ese día al atardecer se vio un flamboyán de flamencos que se encontraban bailando en el lago y entre tantas plumas
rosadas y rojas había un ave feliz con un plumaje blanco, tan blanco y hermoso como la nieve. Efectivamente, era
Adamina, que había decidido dejar los camarones en un plato y continuar siendo diferente.

EL LEÓN QUE SE CREÍA CORDERO

Hace mucho tiempo una mamá oveja encontró un cachorro de león abandonado. Al verlo tan solito, la mamá oveja
decidió acogerlo y criarlo con sus hijos corderos. El pequeño león estaba tan a gusto con los corderos que creció
pensando que él también era uno de ellos.

Cuando el león se hizo mayor siguió viviendo entre las ovejas y los corderos como uno más del rebaño,
comportándose igual que lo hacían los demás. Las demás ovejas sabían que él era diferente, pero lo habían
aceptado.

El león pastaba con las ovejas, dormía con las ovejas e incluso emitía unos sonidos muy parecidos a los balidos de las
ovejas.

Un día apareció por allí un gran león, viejo y sabio, dispuesto a lanzarse sobre las ovejas para llevarse una para la
cena. Mientras analizaba escondido en la distancia cuál era la oveja más lenta y, por lo tanto, la más fácil de cazar, el
viejo león vio a un león joven pastando entre ellas.

El viejo león no salía de su asombro. ¡Se le veía tan tranquilo entre las ovejas que no se lo podía creer!

Después de pensarlo unos segundos, el viejo león decidió ir a por el león joven a ver qué pasaba.
Cuando las ovejas vieron llegar al león se asustaron y salieron corriendo. El joven león hizo lo mismo. El león viejo
corrió tras él hasta que consiguió pararlo.

-Por favor, no me hagas daño. No soy más que una débil oveja -dijo el joven león.

El león viejo comprendió que aquel león no sabía lo que realmente era.

-Si vienes conmigo hasta aquel estanque prometo no hacerte daño a ti ni a tus hermanas.

El león joven aceptó el trato y fue hasta el estanque.

-Acercáte a mi lado y mira el agua -dijo el león viejo.

El león joven hizo lo que le pidió el león viejo.

-¿Qué ves en el agua? -preguntó el león viejo.

El león joven se asustó.

-¡Dos leones! -gritó-.¿Dónde estoy yo?

-Mira bien -dijo el león viejo-. Somos tú y yo.

El león joven se miró fijamente. Entonces, una especie de fuerza interior le recorrió todo el cuerpo y emitió un feroz
rugido.

-¡Soy un león! -dijo.

En ese momento, toda la debilidad que el león había sentido por creerse oveja desapareció. Desde entonces, el león
se sintió poderoso. Pero no abandonó a su familia de ovejas, sino que se quedó con ellas para cuidarlas y
protegerlas, como hizo su mamá oveja con él cuando lo adoptó siendo un cachorro.
EL PATITO COJO

Había una vez un patito que nació cojo. Con su cojera, el patito tenía unos andares muy curiosos.

El patito cojo se tropezaba mucho al andar, pero él siempre se levantaba. Todos en el estanque lo trataban con
cariño, y le animaban para que siguiera avanzando, aunque le costara un poco.

Cuando se hizo mayor, el patito cojo se fue a conocer mundo. Pero nada más salir de su estanque, todos los
animales empezaron a reírse de él.

El pobre patito, muy triste, volvió a su estanque de siempre con su mamá y sus hermanos patitos.

- ¿Qué ha sucedido? ¿Y por qué estás llorando? -preguntó Mamá Pata en cuanto lo vio aparecer.

- Todos se han reído de mí -contestó el patito cojo.

- ¿Por qué se han reído de ti? -preguntó uno de los hermanos del patito cojo.

- Porque cojeo y soy diferente -respondió el patito cojo.

- Y eso, ¿qué importa? -preguntó otro de los hermanos.

El patito cojo se quedó pensando.

- No sé... ¿A vosotros no os importa? -preguntó el patito cojo de repente.

- ¡Claro que no! -contestaron todos a la vez.

El patito cojoMamá Pata se puso a su lado, le abrazó con una de sus enormes alas, y le dijo:
- Hijo mío, tus andares no son tan diferentes. Solo son un poco más patosos que los del resto de los patos.

Al patito cojo le hizo mucha gracia.

- ¡Ja, ja, ja! ¡Soy un patito patoso! -dijo riéndose.

El patito cojo volvió a irse a conocer mundo. Pero esta vez cuando alguien se reía de él, el patito cojo respondía:

- Es que soy un patito patoso.

A los animales les hacía tanta gracia que dejaban de burlarse de él y le echaban una mano cuando le hacía falta.

Y así fue como el patito cojo recorrió el mundo y vivió cientos de historias maravillosas.

https://es.slideshare.net/marisantos6/16-actividadesdeautoestima

https://www.youtube.com/watch?v=S1LEhmhxS0g

https://www.verkami.com/projects/17856

1. Juego simbólico. El juego por excelencia, el jugar a ser o el juego de roles es el mejor juego para desarrollar
habilidades personales y sociales, a la vez que aumenta la autoestima de los niños. Cualquier juego que implique
ponerse en el lugar de otro y relacionarse con otras personas, reales o imaginarias, es una excelente oportunidad
para fomentar la autoestima de nuestros niños. Aprovecha su juego para elogiar sus cualidades personales, sociales
y emocionales.

2. Reparto de estrellas. Edad recomendada a partir de los 5 años, aunque podemos empezar un poco antes.
Sentados en el suelo, en forma de círculo si somos muchos, por ejemplo papá, mamá, hermanos o un grupo de niños
de la misma edad, diremos algo positivo a cada uno de los participantes a la vez que les otorgamos una estrella de
papel o una pegatina. Lo de menos es la estrella ya que todos debemos acabar con el mismo número de ellas. Lo
fundamental es pensar en lo que decimos a los demás, lo que nos dicen y lo que sentimos. Al finalizar el juego es
importante que preguntemos qué es lo que más les ha gustado, lo que menos y cómo se han sentido a lo largo de la
actividad.
3. Caja del tesoro oculto. Este juego se debe realizar con un grupo de niños (3-4 mínimo). Se trata una dinámica que
permitirá que los niños descubran lo únicos y especiales que son. Dentro de una caja esconderemos un espejo. A los
niños les explicaremos que dentro hay un tesoro único en el mundo, algo especial, maravilloso, algo irrepetible.
Generaremos así expectativa. De uno en uno, abriremos la caja y pediremos que no diga nada a nadie. Cuando todos
los niños hayan visto el tesoro pediremos que digan en voz alta qué es lo que han visto. Tras esto, les preguntaremos
que digan en voz alta qué creen ellos que les hace únicos y especiales, personas irrepetibles y maravillosas.

También podría gustarte