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Un año desde que Ángel también se fue a los cielos.

Cristián Díaz O’Ryan

Si pudiéramos hablar de una voz cuya ausencia aún se sentía en el momento en que todo un país
coreaba el nombre de Violeta, ésta sería, sin duda, la de su hijo menor: Ángel. Esto porque el 11
de marzo del 2017, en el mismo año en que se celebraría el centenario del nacimiento de su
madre, Luis Ángel Cereceda Parra falleció producto de los embates de un cáncer pulmonar. Un
final inesperado, sin duda. Pero que, a su vez, fue capaz de revelar el heroico esfuerzo de un
hombre que aprovechó hasta al final de sus días para tomar y honrar la palabra. Una que, por
medio de él, resultaba inquieta, lúdica, mordaz y profunda. Por eso, muchos hubiésemos querido
escucharla durante ese 4 de octubre.
No obstante, a un año de su muerte, esta voz, lejos de perderse en el silencio, todavía resuena
con fuerza a través de su obra. Él mismo se encargaría de esto. Ya que, tras coronar su extensa
discografía con su álbum homenaje a Gardel, “Mi primer tango en París” (2015), no contento con
el descanso, continuó editando en el 2016 los libros “Mi nueva canción chilena: al pueblo lo que
es del pueblo” y “Al mundo niño le canto”. Para luego, en lo que fue su última visita al país,
estrenar el documental “Violeta más viva que nunca”. Ángel, hasta el final, siguió haciendo,
creando y cantando.
Toda esta prolijidad solo refleja el carácter de su genio, uno forjado desde niño y que, quizás,
nunca dejó de aparecer. Porque ese infante que aprendió a leer junto a su madre, creció viendo
el guitarrón chileno, y luego, cuando devino en hombre, compartió su guitarra junto a Atahualpa
Yupanqui y Víctor Jara, siempre conservó ese espíritu jovial que lo llevó a expandir los límites de
La Nueva Canción Chilena. Porque si Ángel es uno de los referentes de este movimiento, lo es no
solo por su contenido y compromiso social, sino también porque fue capaz de incursionar y
adentrarse en la ironía, el humor y nuevas tendencias. Por ello el autor de “La democracia” no se
limitó a cultivar la música de raíz folclórica chilena y latinoamericana, sino también se acercó a
ritmos que por entonces eran tachados de alienantes. Quizás por humorada, o tal vez por osadía,
pero el hecho es que colaboró directamente con uno de los referentes del rock chileno: Los Blops.
Llegando a grabar junto a sus miembros e, incluso, producir y financiarsu segunda placa “Del
volar de las palomas”.
Sin embargo, ese espíritu infantil y lúdico, como debió ocurrirle a la gran mayoría de los chilenos
por esos años, se vio obligado a madurar y endurecerse. Nada podría ser igual después de que
nuevamente las páginas de la historia de Chile se tiñeran de sangre. Y, menos aún, para alguien
que vivió en carne propia la una violencia ejercida por sus propios compatriotas. Ángel Parra, en
el año 1973, después del golpe militar, fue encarcelado y torturado. Siendo prisionero en el
Estadio Nacional y en Chacabuco, no sólo atestiguó y vivió de los vejámenes ocurridos en
dictadura, sino también se las ingenió para ser una voz de esperanza y sosiego en el encierro. Es
privado de libertad, y en colaboración con otros prisioneros, cuando compone e interpreta los
oratorios “Pasión según san Juan” y “Oratorio de Navidad”.
Una infancia que madura, pero que no desaparece. Por algo Ángel insistirá contar su historia
desde la perspectiva de un niño. Ya que, por una parte, fueron esos ojos los que brindaron la
posibilidad de aprehender y narrar la persona que fue su madre. Pero, por otra parte, también
fueron a esos ojos y esos oídos de niño a quienes dirigió más de una vez su canto y su palabra.
Para ellos se esmeró en dejar, como comentó una vez a Floridor Pérez, “un silencioso testimonio
para que pequeñas manos lo descubran”. Pequeñez que, tal vez, aún pervive en todos nosotros;
y sólo faltaría sólo su exhortación para su despertar.

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