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ERIC HOBSBAWM

HISTORIA DEL
SIGLO XX
1914-1991
[Síntesis]

Síntesis elaborada por Irving Reynoso Jaime


a partir de la versión de Editorial Crítica, Barcelona, 2001.
VISTA PANORÁMICA DEL SIGLO XX

La destrucción de los mecanismos sociales que vinculan la


experiencia contemporánea del individuo con la de las
generaciones del pasado, es uno de los fenómenos característicos
y extraños de las postrimerías del siglo XX.
El estudio del siglo XX se puede dividir en tres partes:
1. Una época de catástrofes, que se extiende desde 1914 hasta
el fin de la segunda guerra mundial.
2. Un periodo de 25 o 30 años de extraordinario crecimiento
económico y transformación social, que probablemente
transformó la sociedad humana más profundamente que
cualquier otro periodo de duración similar.
3. Una nueva era de descomposición, incertidumbre y crisis y,
para algunos países, de catástrofes.
La primera etapa comienza con la primera guerra mundial, que
marcó el derrumbe de la civilización (occidental del siglo XIX).
Esta civilización era capitalista desde el punto de vista
económico, liberal en su estructura jurídica y constitucional,
burguesa por la imagen de su clase hegemónica y brillante por sus
adelantos alcanzados en el ámbito de la ciencia, el conocimiento y
la educación, así como el progreso material y moral. Época
convencida de la posición central de Europa, cuna de las
revoluciones científica, artística política e industrial, con una
economía influyente en todo y el mundo y una población que
representaba la tercera parte de la humanidad.
El periodo que va del comienzo de la primera guerra mundial
al término de la segunda fue una época de catástrofes para esta
sociedad. A las dos guerras mundiales siguieron dos oleadas de
rebelión y revolución generalizadas, que situaron en el poder a un
sistema que reclamaba ser la alternativa a la sociedad burguesa y
capitalista (el comunismo), primero en una sexta parte del mundo
y tras la segunda guerra mundial a más de la tercera parte. Los
grandes imperios coloniales se derrumbaron. Se desencadenó una
crisis económica mundial que pareció poner fin a la economía
mundial global.
El periodo de alianza entre el capitalismo y el comunismo
contra el fascismo (1930-1940) es el momento decisivo de la
historia del siglo XX. El gran logro de la URSS fue haber
derrotado a Hitler, pues de otro modo gran parte del mundo
occidental tendría regímenes autoritarios y fascistas y no
parlamentarios liberales. La revolución de octubre proporcionó a
su enemigo –el capitalismo- el incentivo del temor para reformar
sus procedimientos y salvarse.
Fue la Gran Depresión de la década de 1930 la que hizo que
se considerara al socialismo como una alternativa viable a la
economía capitalista a escala mundial. Sin embargo, tras la
segunda guerra mundial, el capitalismo inició su edad de oro de
1947-1973.
El impacto extraordinario de la transformación económica,
social y cultural que se produjo en esos años es la mayor y más
rápida y decisiva desde que existe el registro histórico. El cambio
el enfrentamiento entre capitalismo y socialismo tiene un interés
histórico más limitado (las revoluciones sociales, la guerra fría, el
socialismo realmente existente) aunque para nuestra época son de
vital importancia. La repercusión más importante de los
regímenes socialistas fue la de haber acelerado la modernización
de los países agrarios atrasados, que coincidieron con la edad de
oro del capitalismo. Al inicio de los años sesenta ambas fuerzas
(capitalismo y socialismo) parecían dos fuerzas igualadas.
A la edad de oro siguieron decenios de crisis universal o
mundial, cuyo acontecimiento más destacado fue el hundimiento
del socialismo soviético. La crisis afectó a todo el mundo (en
diferentes formas y grados) con independencia de las
configuraciones políticas, sociales o económicas, porque la edad
de oro había creado una economía mundial que trascendía las
fronteras estatales y sus ideologías. En el periodo de 1980-1990,
el mundo capitalista se vio en los mismos problemas del periodo
de entreguerras que la edad de oro había superado: desempleo
masivo, depresiones cíclicas, mendigos sin hogar y clases
acomodadas, ingresos limitados del estado y gasto público sin
límite. El hundimiento de los países socialistas con unas
economías débiles y vulnerables, abocados a una ruptura radical
con el pasado marca el fin del siglo XX corto.
Paralelismos entre 1914 y 1990 (inicio y fin del siglo XX corto)

• En 1990 el mundo cuenta con cinco o seis millones de


habitantes, tres veces más que al comenzar la primera
guerra mundial, ha pesar de que en las guerras se
exterminó a más gente que en cualquier otro periodo de
la historia.
• El mundo es incomparablemente más rico de lo que lo
ha sido nunca, por lo que respecta a su capacidad para
producir bienes y servicios. De no haber sido así no
habría sido posible mantener a una población mundial
tan grande.
• En 1980 la mayor parte de la gente vivía mejor que sus
padres.
• La humanidad es mucho más instruida que en 1914, se
ha alfabetizado a la mayor parte de los seres humanos,
aunque este logro tiene una trascendencia discutible por
el poco dominio de la lectura y escritura necesarios para
un nivel elevado de instrucción.
• Desde la primera guerra mundial ha habido muchas más
bajas civiles que militares en todos los países beligerantes,
con la excepción de EE.UU.
• Es un mundo cualitativamente distinto en tres aspectos:
1. No es ya eurocéntrico. En 1914 los EE.UU. eran la
principal economía industrial y el principal impulsor
de la producción y la cultura. Sin embargo, los países
europeos en conjunto tienen la mayor concentración
de riqueza y poder económico y científico-
tecnológico del mundo, y sus poblaciones tienen el
más elevado nivel de vida.
2. El mundo ha avanzado notablemente en el camino
que ha de convertirlo en una única unidad operativa.
En las cuestiones económicas el mundo es ahora la
principal unidad operativa y las antiguas unidades,
como las “economías nacionales” de los estados
territoriales han quedado reducidas a la condición de
complicaciones de las actividades trasnacionales.
La desintegración de las antiguas pautas por las que se regían las
relaciones sociales entre los seres humanos y, con ella, la ruptura
de los vínculos con las generaciones, es decir, entre pasado y
presente. En la práctica la nueva sociedad no ha destruido toda la
herencia del pasado, sino que la ha adaptado de forma selectiva.
Se vislumbra un mundo en el que el pasado ha perdido su
función, incluido el pasado en el presente, en el que los viejos
mapas que guiaban a los seres humanos, individual y
colectivamente, ya no reproducen el paisaje en el que sólo no
sabemos adonde nos dirigimos, sino tampoco adonde deberíamos
dirigirnos.
I: LA ÉPOCA DE LA GUERRA TOTAL

Este periodo duró 31 años, que van desde la declaración austriaca


de guerra contra Serbia el 28 de julio de 1914 y la rendición
incondicional del Japón el 14 de agosto de 1945 cuatro días
después de que hiciera explosión la primera bomba nuclear.
El gran edificio de la civilización decimonónica se derrumbó
con las guerras mundiales, al hundirse los pilares que lo
sustentaban. En ese momento los principales del escenario
internacional eran “las seis grandes potencias” europeas (Gran
Bretaña, Francia, Rusia, Austria-Hungría, Italia y Prusia –
extendida a Alemania desde 1871-), Estados Unidos y Japón. La
mayor parte de los conflictos en los que estaban involucradas
algunas de las grandes potencias había concluido con cierta
rapidez. Anteriormente no se había registrado un conflicto en el
que participaran todas las grandes potencias, es decir, una guerra
mundial.
En la primera guerra mundial participaron todas las grandes
potencias y todos los estados europeos excepto España, los
Países Bajos, los tres países escandinavos y Suiza. Aunque la
actividad militar fuera de Europa fue escasa, excepto en el
Próximo Oriente, la guerra naval adquirió una dimensión
mundial. La segunda guerra mundial fue un conflicto literalmente
mundial, prácticamente todos los estados independientes del
mundo se vieron involucrados en la contienda, voluntaria o
involuntariamente.
Ya fueran locales, regionales o mundiales, las guerras del siglo
XX tendrían una dimensión mucho mayor que los conflictos
anteriores. 1914 inaugura la era de las matanzas.

La primera guerra mundial

Comenzó como una guerra europea entre la Triple Alianza de


Francia, Gran Bretaña y Rusia y las llamadas potencias centrales
(Alemania y Austria-Hungría). Serbia y Bélgica se incorporaron
como consecuencia del ataque austriaco sobre la primera y el
ataque alemán contra la segunda. Turquía y Bulgaria le alinearon a
las potencias centrales, y la Triple Alianza formó una gran
coalición que incorporó a Italia, Grecia, Rumania y Portugal.
Japón intervino para ocupar posiciones alemanas en el Extremo
Oriente y el Pacífico occidental. Los EE.UU. entraron a la guerra
en 1917 y su intervención iba a resultar decisiva.
El plan alemán consistía en aplastar rápidamente a Francia en
el oeste y luego actuar en el este para eliminar a Rusia, antes de
que el imperio zarista se pudiera organizar militarmente. Los
alemanes penetraron en Francia y fueron detenidos en el río
Marne, gracias al apoyo belga e inglés brindado a Francia,
retirándose ligeramente los alemanes; ambos bandos
improvisaron líneas paralelas de trincheras y fortificaciones
defensivas que se extendían desde la costa del canal de la Mancha
en Flandes hasta la frontera suiza, ese era el “frente occidental”,
que se convirtió probablemente en la maquinaria más mortífera
que había conocido hasta entonces la historia de la guerra, debido
a la parálisis entre ambos bandos con respecto a sus posiciones
militares.
El “frente oriental” era dominado por Alemania, con la ayuda
de los austriacos expulsaron de Polonia a los ejércitos rusos. Las
potencias centrales dominaban la situación y ante el avance
alemán, Rusia se limitaba a una acción defensiva. Mientras
Francia, Gran Bretaña y Alemania se desangraban en el frente
occidental, Rusia se hallaba sufría una inestabilidad ocasionada
por la derrota que estaba sufriendo en la guerra y el imperio
austrohúngaro avanzaba hacia su desmembramiento.
Ambos bandos se preocuparon por superar la parálisis del
frente occidental, pues sin la victoria en el oeste no se podía ganar
la guerra. Ambos bandos confiaron en la tecnología. Los
alemanes desarrollaron la guerra química, los ingleses vehículos
blindados (tanques), ambos bandos utilizaron aeroplanos y
Alemania utiliza aeronaves cargadas de helio para experimentar el
bombardeo aéreo.
El submarino fue la única arma tecnológica importante para el
desarrollo de la guerra de 1914-1918, pues ambos bandos, al no
poder derrotar al ejército contrario, trataron de provocar el
hambre entre la población enemiga. La campaña alemana de
estrangular por esta vía a la Gran Bretaña estuvo a punto de
triunfar en 1917, esto fue el principal argumento que motivó la
participación de EE.UU. en la guerra, pues la superioridad del
ejército alemán podía haber sido decisiva si los aliados no
hubieran podido contar con los recursos prácticamente ilimitados
de EE.UU.
Alemania alcanzó la victoria total en el este, consiguió que
Rusia abandonara la guerra, la empujó hacia la revolución y en
1917-1918 le hizo renunciar a una gran parte de sus territorios
europeos. Después de imponer la paz a Rusia (Brest-Litvosk
1918) Alemania avanzó a París para romper el frente occidental.
Sin embargo Alemania estaba exhausta, los aliados avanzaron en
el verano de 1918 la conclusión de la guerra era cuestión de
semanas. Las potencias centrales admitieron su derrota y se
derrumbaron. Ese mismo año la revolución domino toda Europa
central y suroriental. Ninguno de los gobiernos existentes entre
las fronteras de Francia y el mar de Japón se mantuvo en el
poder.
Cabe preguntarse porqué las potencias de ambos bandos
consideraron a la primera guerra mundial como un conflicto en el
que sólo se podía contemplar la victoria o la derrota total. La
razón es que la primera guerra mundial perseguía objetivos
ilimitados, se había producido la fusión de la política y la
economía. La rivalidad política internacional se establecía en
función del crecimiento y la competitividad de la economía, pero
el rasgo característico era precisamente que no tenía límites. Era
un objetivo absurdo y destructivo que precipitó a los países
derrotados en la revolución y a los vencedores en la bancarrota y
en el agotamiento material.
Los aliados impusieron la paz a Alemania por medio del
Tratado de Versalles, que respondía a cinco consideraciones
especiales:
1. El derrumbamiento de un gran número de regímenes de
Europa y la eclosión en Rusia del régimen bolchevique,
dedicado a apoyar las fuerzas revolucionarias de todo el
mundo.
2. Controlar a Alemania, que había estado a punto de
derrotar a toda una coalición aliada.
3. Reestructurar el mapa de Europa, para debilitar a
Alemania y para llenar los espacios que había dejado el
hundimiento de los imperios ruso, austrohúngaro y turco
(creación de estados nacionales étnico-lingüísticos).
4. La política nacional de los países vencedores y sus
fricciones entre ellos. Finalmente EE.UU. se negó a
ratificar el tratado y se retiró del mismo.
5. Conseguir una paz que hiciera imposible una nueva guerra.
La maniobra inmediata para enfrentar a la Rusia
revolucionaria era aislarla tras un cordon sanitaire de estados
anticomunistas. Dado que éstos se habían constituido en el
antiguo territorio ruso, su hostilidad hacia Moscú estaba
garantizada. En el este los aliados aceptaron las fronteras
impuestas por Alemania a la Rusia revolucionaria (tratado Brest-
Litvosk), siempre y cuando no existieran fuerzas más allá de su
control que las hiciera inoperantes.
Las zonas del imperio austrohúngaro se reestructuraron:
• Austria y Hungría fueron reducidas a apéndices alemán y
magiar.
• Serbia se fusionó con Eslovenia y Croacia para formar
Yugoslavia.
• Se constituyó Checoslovaquia con partes del imperio de
los Habsburgo y zonas rurales de Eslovenia y Rutenia.
No había lógica posible en la constitución de Yugoslavia
(eslavos del sur) y Checoslovaquia (eslavos occidentales), que eran
construcciones de una ideología nacionalistas que creía en la
fuerza de la etnia común y en la inconveniencia de los estados
nacionales reducidos. Estos matrimonios políticos celebrados por
la fuerza tuvieron poca solidez.
A Alemania se le impuso una paz con muy duras condiciones,
con el argumento de que era la única responsable de la guerra y
de todas sus consecuencias con el fin de mantener a ese país en
una situación de permanente debilidad.
La Sociedad de Naciones se constituyó como un organismo
con alcance universal que solucionara los problemas pacífica y
democráticamente antes de que escaparan a un posible control.
Su fracaso fue casi total, excepto como institución que servía para
recopilar estadísticas. La negativa de los EE.UU. a integrarse a la
Sociedad de Naciones vació de contenido real a dicha institución.
El tratado de Versalles no podía ser la base de una paz estable,
estaba condenado al fracaso desde el principio y, por lo tanto, el
estallido de otra guerra era prácticamente seguro. Alemania y la
Unión Soviética fueron eliminadas temporalmente del escenario
internacional y además se les negó su existencia como
protagonistas independientes. Las pocas posibilidades de paz que
existían fueron estropeadas por la negativa de las potencias
vencedoras a permitir la rehabilitación de los vencidos.
La segunda guerra mundial se habría evitado si se hubiera
restablecido la economía, sin embargo, la economía mundial se
sumergió en una crisis profunda y dramática, que instaló en el
poder, tanto en Alemania como en Japón, a las fuerzas del
militarismo y la extrema derecha, decididas a romper con el statu
quo mediante el enfrentamiento militar, y no mediante el cambio
gradual negociado.

La segunda guerra mundial

No se pone en duda que Alemania, Japón y menos claramente


Italia fueron los agresores, los países socialistas o capitalistas que
se vieron arrastrados a la guerra contra éstas países hicieron
cuanto estuvo en su mano para evitarla. Qué o quién causó la
segunda guerra mundial: Adolf Hitler. Todos los partidos
alemanes que cualquier ideología coincidían en condenar el
Tratado de Versalles como injusto e inaceptable.
Los dos países derrotados (Rusia y Turquía) en los que se
había registrado una revolución estaban ocupados en la defensa
de sus fronteras, como para poder desestabilizar la situación
internacional. Sin embargo, Japón e Italia, aunque integrados al
bando vencedor, se sentían insatisfechos, sobre todo Japón cuyos
anhelos imperialistas lo hacían creerse acreedor a un pedazo más
grande del pastel del Extremo Oriente que el que las potencias
imperialistas blancas le habían concedido. Italia no había
conseguido todo lo que le habían prometido los aliados en 1915 a
cambio de su adhesión.
La causa inmediata de la segunda guerra mundial fue la
agresión de las tres potencias descontentas, vinculadas por
diversos tratados desde mediados de los años treinta. Las
invasiones de estas potencias a varios países y la decisión de la
Sociedad de Naciones y de los Aliados de no intervenir en los
conflictos jalonaron el camino a la guerra.
La guerra comenzó en 1939 como un conflicto europeo.
Alemania venció a Polonia y la repartió con la URSS, en Europa
occidental se enfrentaron Alemania contra Francia y Gran
Bretaña. En la primavera de 1940 Alemania derrotó a Noruega,
Dinamarca, Países Bajos, Bélgica y Francia con gran facilidad.
Para hacer frente a Alemania sólo quedaba Gran Bretaña, donde
se estableció una coalición encabezada por Churchill
fundamentada en el rechazo radical a cualquier tipo de acuerdo
con Hitler. En ese momento Italia abandonó la neutralidad y se
pasó del lado alemán.
La guerra se estancó, pues Alemania no podía invadir Gran
Bretaña por el doble obstáculo de el mar y la fuerza aérea inglesa,
por otra parte, Gran Bretaña no podía retornar al continente y
menos derrotar a Alemania. El programa de rearme de EE.UU.
daba por sentado que no tenía sentido seguir enviando armas a
Gran Bretaña. La guerra se reanudó con la invasión de la URSS
lanzada por Hitler (22 de junio de 1941) fecha decisiva en la
segunda guerra mundial. Era una operación disparatada, pues
forzaba a Alemania a luchar en dos frentes, el propósito de Hitler
era conquistar un imperio terrestre en el Este, rico en recurso y
en mano de obra servil, subestimando la capacidad soviética de
resistencia.
Las reservar rusas de espacio, recursos humanos, resistencia
física y un gran esfuerzo de guerra derrotaron a los alemanes y
dieron a la URSS el tiempo necesario para reorganizarse.
Alemania estaba perdida, pues no estaba equipada para una
guerra larga ni podía sostenerla. Poseía y producía menos aviones
y carros de combate que Gran Bretaña y Rusia, para no hablar de
EE.UU., los ejércitos alemanes fueron contenidos al intentar su
segunda ofensiva después del invierno y se vieron obligados a
rendirse en Stalingrado. La derrota alemana era cuestión de
tiempo.
La guerra aunque seguía siendo básicamente europea, se
convirtió en un conflicto mundial. Esto se debió a las agitaciones
antiimperialistas de las colonias británicas, y en mayor medida al
vacío que dejó en el sureste de Asia el triunfo de Hitler en
Europa. Japón aprovechó la ocasión e instaló un protectorado en
las posesiones francesas de Indochina. EE.UU. consideró
inaceptable esta ampliación del poder del eje y ejerció un fuerte
presión económica sobre Japón, pues la opinión pública
estadounidense consideraba el pacífico (no así Europa) como
escenario normal de intervención de los EE.UU., consideración
que también se extendía a América Latina.. Este conflicto
desencadenó la guerra entre los dos países, el ataque japonés a
Pearl Harbor (diciembre 7 1941) dio al conflicto una dimensión
mundial.
El misterio es porqué Hitler declaró gratuitamente la guerra a
los EE.UU. dando al gobierno de Roosevelt la posibilidad de
entrar en la guerra europea al lado de los británicos sin tener que
enfrentar una oposición política en el interior. La Alemania nazi
era un peligro mucho más grave que Japón. Por ellos EE.UU.
decidió concentrar sus fuerzas en derrotar a Alemania, después de
lo cual la rendición de Japón se obtuvo en un corto plazo. Las
decisiones de invadir Rusia y declarar la guerra a EE.UU.
decidieron el resultado de la segunda guerra mundial. Esto no se
apreció de inmediato, pues las potencias del eje alcanzaron el
cenit de sus éxitos a mediados de 1942, sin embargo, los ejércitos
soviéticos constituyeron un movimiento de resistencia armada de
inspiración comunista que causó serios quebrantos militares a
Alemania e Italia. Desde los últimos meses de 1942 nadie dudaba
del triunfo de la alianza contra las potencias del eje.
En el oeste la resistencia alemana fue difícil de superar, en el
este, la determinación de Japón de luchar hasta el final fue
inquebrantable, por lo cual se utilizaron armas nucleares para
conseguir una rápida rendición japonesa. La victoria de 1945 fue
total y la rendición incondicional. Los estados derrotados fueron
totalmente ocupados por los vencedores y no se firmó una paz
oficial porque no se reconoció a ninguna autoridad distinta de las
fuerzas ocupantes.
Entre 1943 y 1945 se estableció un marco más general para las
relaciones políticas y económicas de los estados, decidiéndose el
establecimiento de las Naciones Unidas.
La segunda guerra mundial significó el paso de la guerra
masiva a la guerra total. Para ambos bandos era una guerra de
ideologías. Era también una lucha por la supervivencia para la
mayor parte de los países involucrados. Las muertes causadas
directamente por la guerra fueron de tres a cinco veces superiores
a las de la primera guerra mundial. Una vez terminada la guerra,
fue más fácil la reconstrucción de los edificios que la de las vidas
de los seres humanos.

Características de la guerra moderna

La guerra moderna involucra a todos los ciudadanos, la mayor


parte de los cuales son movilizados; se utiliza un armamento que
exige una modificación del conjunto de la economía para
producirlo, causa un elevadísimo nivel de destrucción y domina y
transforma por completo la vida de los países participantes.
La movilización masiva de la población durante varios años
no puede mantenerse excepto en una economía industrializada
moderna con una elevada productividad y/o en una economía
sustentada en la población no beligerante. Incluso en las
sociedades industriales, una movilización de estas características
conlleva unas enormes necesidades de mano de obra, razón por la
cual las guerras modernas masivas reforzaron el poder de las
organizaciones obreras y produjeron una revolución en cuanto a
la incorporación de la mujer al trabajo fuera del hogar. La guerra
masiva exigía una producción masiva.
El principio básico vigente era que en tiempo de guerra la
economía tenía que seguir funcionando, en la medida de lo
posible, como en tiempo de paz, aunque algunas industrias tenían
que sentir los efectos de la guerra. Durante la primera guerra
mundial le economía continuó funcionando como en tiempo de
paz lo que imposibilitó el control de los ministerios de Hacienda,
aunque sus funcionarios no aceptaban la tendencia de los
políticos a preocuparse de conseguir el triunfo sin tener en cuenta
los costos financieros. En la guerra moderna no sólo había que
tener en cuenta los costos sino que era necesario dirigir y
planificar la producción de guerra, y en definitiva toda la
economía.
La guerra total hizo que progresara el desarrollo tecnológico,
pues el conflicto no sólo enfrentaba a los ejércitos sino que era un
enfrentamiento de tecnologías para conseguir las armas más
efectivas. La preparación para la guerra ha sido el factor
fundamental para acelerar el progreso técnico, al soportar los
costos de desarrollo de innovaciones tecnológicas que, casi con
toda seguridad, nadie en tiempo de paz se habría decidido a
intentar. La guerra no impulsó en crecimiento económico en los
países europeos, la pérdida de recursos productivos fue enorme,
por no mencionar la disminución de la población activa. Todo lo
que quedó después de la guerra era una vasta industria
armamentística imposible de adaptar a otros usos, una población
hambrienta y diezmada y una destrucción material generalizada.
Las guerras repercutieron favorablemente en la economía de
EE.UU., que alcanzó un extraordinario índice de crecimiento (en
la segunda guerra: 10 % anual, el ritmo más rápido de su historia).
Se benefició de su alejamiento del escenario de la lucha, de su
condición de principal arsenal de sus aliados y de su capacidad
para expandir la producción.

Impacto de las guerras en la humanidad

El número de bajas mucho más reducido de la primera guerra


mundial tuvo un impacto más fuerte que las pérdidas enormes en
vidas humanas de la segunda, como lo atestigua la mayor
proliferación de monumentos a los caídos de la primera guerra
mundial. Los 10 millones de muertos de la primera guerra
mundial impresionaron más a quienes nunca habían pensado en
soportar ese sacrificio que 54 millones de muertos a quienes ya
habían experimentado una ocasión la masacre de la guerra.
Las guerras totales se convirtieron en guerras del pueblo, tanto
porque la población y la vida civil pasó a ser el blanco lógico de la
estrategia como porque en las guerras democráticas, como en la
política democrática, se demoniza naturalmente al adversario para
hacer de él un ser odioso, o al menos despreciable. Una guerra en
la que se movilizan los sentimientos nacionales de la masa no
puede ser limitada, como lo son las guerras aristocráticas.
La nueva impersonalidad de la guerra convirtió la muerte y la
mutilación en la consecuencia remota de apretar un botón o
levantar una palanca. La tecnología hacía invisibles a sus víctimas,
lo cual era imposible cuando las bayonetas reventaban las vísceras
de los soldados o cuando éstos debían ser encarados en el punto
de mira de las armas de fuego.
El mundo se acostumbró al destierro obligatorio y a las
matanzas perpetradas a escala astronómica, fenómenos tan
frecuentes que fue necesario inventar nuevos términos para
designarlos: “apartida” o “genocidio”. El periodo 1914-1922
generó entre 4 y 5 millones de refugiados. En mayo de 1945 había
en Europa alrededor de 40,5 millones de desarraigados que huían
del avance de los ejércitos soviéticos.
La catástrofe humana que desencadenó la segunda guerra
mundial es casi con toda seguridad la mayor de la historia. Uno
de los aspectos más trágicos de esta catástrofe es que la
humanidad ha aprendido a vivir en un mundo en el que la
matanza, la tortura y el exilio masivo han adquirido la condición
de experiencias cotidianas que ya no sorprenden a nadie.
Ambos conflictos concluyeron con el derrumbamiento y la
revolución social en extensas zonas de Europa y Asia, y ambos
dejaron a los beligerantes exhaustos y debilitados, con la
excepción de EE.UU. que en las dos ocasiones terminaron
enriquecidos, como dominadores económicos del mundo.
La primera guerra mundial no resolvió nada. Las expectativas
de conseguir un mundo pacífico bajo el predominio de la
Sociedad de Naciones se vieron pronto defraudadas. En cambio,
la segunda guerra mundial aportó soluciones válidas al menos
para algunos decenios. Los problemas sociales y económicos del
capitalismo parecieron desaparecer. La economía del mundo
occidental inició su edad de oro, la democracia política occidental
era estable y la guerra se desplazó al tercer mundo. Los viejos
imperios colonias se habían desvanecido o estaban condenados a
hacerlo. Un consorcio de estados comunistas en torno a la URSS,
convertida ahora en superpotencia, parecía dispuesto para
competir con Occidente en la carrera del crecimiento económico.
Las dos guerras mundiales y los dos tipos de revolución de
posguerra pueden ser considerados como un solo proceso.
II: La revolución mundial

La revolución fue hija de la guerra del siglo XX, fue una


constante mundial. La revolución rusa (1917) dio origen a la
URSS convertida en superpotencia al inicio de la segunda guerra
mundial. El peso de la guerra sobre los estados los llevó al borde
del abismo. Sólo EE.UU. salió de las guerras intacto y hasta más
fuerte. En todos los demás países el fin de los conflictos
desencadenó agitación.
Los partidos socialistas encarnaban la alternativa para cambiar
el viejo sistema en la mayor parte de los países europeos. Sólo
faltaba un señal para que los pueblos cambiaran el socialismo por
el capitalismo, esa señal fue la revolución rusa, que originó el
movimiento revolucionario de mayor alcance de la historia
moderna, logrando que la tercera parte de la humanidad viviera
bajo regímenes socialistas.
La finalidad de la revolución rusa no era instaurar la libertad y
el socialismo en Rusia, sino llevar a cabo la revolución mundial
proletaria. Sin embargo, en Rusia no se daban las condiciones
para una revolución socialista (el proletariado industrial era una
minoría), así que el derrocamiento del zarismo sólo podía
desembocar en una revolución burguesa. Aunque Rusia tampoco
estaba preparada para una revolución burguesa (la clase media
liberal era débil y reducida). Existían dos posibilidades: 1)
implantar un régimen burgués-liberal con el levantamiento de
campesinos y obreros, o 2) las fuerzas revolucionarias irían más
allá de la fase burguesa-liberal hacia una revolución permanente
más radical.
Después de que los bolcheviques tomaran el poder se
mezclaron los deseos de paz y revolución social. El sentimiento
antibelicista reforzó la influencia política de los socialistas, que
encarnaron la oposición a la guerra.
La caída del zarismo se produjo cuando los cosacos se
negaron a reprimir una manifestación de mujeres que pedían pan,
se amotinaron y el zar abdicó, siendo sustituido por un gobierno
provisional. Lo que sobrevino no fue una Rusia liberal y
constitucional occidentalizada, sino un impotente gobierno
provisional y una multitud de “consejos” populares (soviets) que
surgían espontáneamente por todas partes.
La exigencia de la población urbana era conseguir pan, los
obreros querían mejores salarios y un horario más reducido, el
80% de la población era agrícola, y pedían como siempre la tierra.
El lema “pan, paz y tierra” suscitó cada vez más apoyo para los
bolcheviques, que en 1917 eran ya 250,000. El éxito del programa
de Lenin se debió a que supo adaptarlo a las necesidades y
exigencias de la población, aún cuando estas fueran en contra del
programa socialista.
En cambio, el gobierno provisional fracasó al no reconocer su
incapacidad para conseguir que Rusia obedeciera sus leyes y
decretos. En el verano de 1917 se intensificó la radicalización en
el ejército y en las principales ciudades, y eso favoreció a los
bolcheviques, su afianzamiento en las principales ciudades
(Petrogrado y Moscú) y su rápida implantación en el ejército
debilitó al gobierno provisional. El sector más radicalizado de sus
seguidores impulsó a los bolcheviques a la toma del poder,
ocupando el Palacio de Invierto el 7 de noviembre de 1917,
disolviendo al gobierno provisional que ya nadie defendía.
Ningún partido, aparte de los bolcheviques de Lenin, estaba
preparado para tomar el poder por sí solo. La tarea principal de
los bolcheviques fue mantenerse. El nuevo régimen declaró que
el socialismo era su objetivo, ocupó los bancos y declaró el
control obrero sobre la gestión de las empresas, mientras urgió a
los obreros a que mantuvieran la producción. El régimen logró
mantenerse.
Sin embargo, diversos ejércitos y regímenes
contrarrevolucionarios (blancos) se levantaron contra los soviets,
financiados por los aliados (guerra civil 1918-1920). El nuevo
régimen creó de la nada un ejército a la postre vencedor, mientras
que en las fuerzas “blancas” reinaba la incompetencia y la
división, que mostraron incapacidad para ganar el apoyo del
campesinado ruso. La victoria bolchevique se consumó en 1920.
Los bolcheviques extendieron su poder y lo conservaron por
tres razones principales: 1) contaban con un instrumento
poderoso, el Partido Comunista con 600 mil miembros,
fuertemente centralizado y disciplinado, 2) consiguieron el apoyo
de otros grupos hostiles a ellos políticamente, porque eran el
único gobierno que quería mantener a Rusia unida como un
Estado, 3) la revolución permitió al campesinado obtener la
tierra.
En los dos años siguientes a la revolución de octubre una
oleada revolucionaria barrió el planeta, el ejemplo ruso repercutió
en todos los lugares donde existían movimientos obreros y
socialistas, con independencia de su ideología. Esta oleada creó
revolucionarios y revoluciones. En enero de 1918 Europa central
fue barrida por una oleada de huelgas políticas y manifestaciones
antibelicistas. Cuando se vio que la potencias centrales serían
derrotadas, sus ejércitos se desintegraron. Se establecieron
entonces estados nacionales nuevos con la esperanza de que los
aliados los prefirieran a los peligros de la revolución bolchevique.
La revolución era una revuelta contra la guerra, y la firma de la
paz diluyó gran parte de su carga explosiva. La creación de
pequeños estados nacionales según los principios del presidente
Wilson frenó el avance bolchevique, aunque no puso fin a los
conflictos nacionales revolucionarios.
Sin embargo, el impacto de la revolución rusa en las
insurrecciones europeas de 1918-1919 era tan evidente que
alentaba en Moscú la esperanza de extender la revolución del
proletariado mundial, sobre todo en Alemania (1918) cuando se
proclamó en Baviera una efímera república socialista y en 1919
una república soviética, no obstante, estos movimientos fueron
sofocados con brutalidad. Fracasando los intentos de propagar la
revolución bolchevique (a Alemania y Hungría), en 1920 se inició
un rápido reflujo de la marea revolucionaria.
Fue precisamente en 1920 cando los bolcheviques cometieron
un error fundamental, dividiendo permanentemente el
movimiento comunista internacional según el modelo del partido
de vanguardia de Lenin, constituido por una elite de
“revolucionarios profesionales” con plena dedicación. A pesar de
que se generó una simpatía a la revolución rusa por parte de
partidos socialistas y obreros de toda Europa, a los partidos que
se negaron a adoptar la estructura leninista se les impidió
incorporarse a la nueva Internacional, o fueron expulsados de
ella. Los bolcheviques no querían simpatizantes, sino una fuerza
de asalto para la conquista revolucionaria.
En 1920 era evidente que la revolución bolchevique no era
inminente en Occidente. El ejército ruso fue rechazado en
Varsovia (guerra ruso-polaca). Así, las perspectivas
revolucionarias se desplazaron hacia Asia. Entre 1920 y 1927 las
esperanzas de la revolución mundial se sustentaron en la
revolución china. Sin embargo, la promesa de Asia no pudo
ocultar el fracaso de la revolución en Occidente.
En 1921 la revolución se batía en retirada en la Rusia
soviética, aunque el poder político bolchevique era inamovible. El
tercer congreso de la Comintern reconoció que la revolución no
era factible en Occidente, haciendo un llamamiento a la unidad
socialista. Sin embargo el movimiento se había dividido de
manera permanente. La mayoría de los socialistas de izquierda se
integraron en el movimiento socialdemócrata, constituido en su
mayoría por anticomunistas moderados.
Después de haberse estabilizado la revolución en Europa y de
haber sido derrotada en Asia, los pocos intentos que los
comunistas hicieron de organizar una insurrección armada
independiente fracasaron por completo. Cuando Stalin tomó el
control del PC se asumió la retórica ultrarevolucionaria y del
izquierdismo sectario. Prevalecieron los intereses de estado de la
Unión soviética (que necesitaba coexistir con otros estados) sobre
los afanes de la revolución mundial de la Internacional
Comunista, a la que Stalin redujo a un instrumento al servicio de
la política del estado soviético bajo el control del PC. La
revolución mundial pertenecía a la retórica del pasado.
De todas formas, la Rusia soviética fue considerada como algo
más que una superpotencia. La emancipación universal y la
construcción de una alternativa al capitalismo eran la principal
razón de su existencia.
Mientras el movimiento comunista conservó su unidad, su
cohesión y su inmunidad a las escisiones, fue la única fuerza real
para la mayor parte de los que creían en la necesidad de la
revolución mundial. Incluso en la segunda gran oleada de la
revolución social universal (1944-1949) los países que rompieron
con el capitalismo lo hicieron bajo los auspicios de partidos
comunistas ortodoxos de inspiración soviética.
Los partidos leninistas consistían en elites (vanguardias) de
líderes, o contraelites antes de que triunfaran las revoluciones. Sin
embargo, como quedó demostrado en 1917 las revoluciones
sociales dependen de la actitud de las masas y se producen en
situaciones que ni las elites ni las contraelites pueden controlar
permanentemente. En cambio, los sentimientos de las masas
estaban enfrentados a menudo con las ideas de sus líderes,
especialmente en los momentos en que se producía una auténtica
insurrección de masas.
El modelo típico del movimiento revolucionario posterior a
1917 se suele iniciar con un golpe (casi siempre militar), con la
ocupación de la capital, o como resultado de una larga
insurrección armada, esencialmente rural. Estas iniciativas solían
ocurrir en los países pobres, donde la vida militar ofrecía buenas
perspectivas profesionales a los oficiales de menor rango con
inclinaciones izquierdistas o radicales. En los países desarrollados,
la estructura social, las tradiciones ideológicas y las funciones
políticas de las fuerzas armadas inclinaban hacia la derecha a los
militares con intereses políticos. Por tanto, un posible golpe en
alianza con los comunistas o socialistas no entraba en sus
esquemas.
La guerra de guerrillas fue un descubrimiento tardío de los
revolucionarios del siglo XX, pues esta se asociaba con
movimientos conservadores, reaccionarios o
contrarrevolucionarios. Con anterioridad a la primera guerra
mundial, la guerrilla no figuraba entre las tácticas de los
revolucionarios. Excepto en China, donde Mao creía que la
táctica de la guerrilla era un componente tradicional de los
conflictos sociales chinos; los cierto es que en un principio ni
siquiera tuvo éxito en China, donde el gobierno nacional obligó
en 1934 a los comunistas a abandonar sus “territorios soviéticos
libres” y a retirarse en la Larga Marcha.
La segunda guerra mundial ofreció una ocasión más inmediata
y general para adoptar el camino de la guerrilla hacia la
revolución: la necesidad de resistir a la ocupación de la mayor
parte de la Europa continental por los ejércitos de Hitler y sus
aliados. La resistencia armada surgió después de que el ataque de
Hitler a la URSS movilizara a diferentes movimientos comunistas.
Cuando el ejército alemán fue derrotado los regímenes de la
Europa ocupada o fascista se desintegraron y los revolucionarios
sociales ocuparon el poder o intentaron hacerlo.
La segunda oleada de la revolución social mundial surgió de la
segunda guerra mundial, esta vez fue la participación en la guerra
y no su rechazo lo que llevó a la revolución al poder.
Este proceso revolucionario se distingue del clásico de 1789 y
del de 1917 en varios aspectos. Los grupos políticos vinculados a
las fuerzas armadas de la URSS ,y no las fuerzas de la resistencia,
hicieron la revolución, y ejercieron el poder. Por otra parte, la
guerra de guerrillas significaba apartarse de las ciudades y de los
centros industriales donde estaba la fuerza de los movimientos
obreros, y llevar la lucha al medio rural. Para la población, la
guerra de guerrillas suponía tener que esperar mucho tiempo a
que el cambio procediera desde afuera y sin que pudiera hacerse
mucho para acelerarlo. La guerrilla necesitaba el apoyo de una
gran parte de la población, porque en los conflictos prolongados
sus miembros se reclutan entre la población local. Sin embargo,
por las profundas divisiones que existen en el campo, conseguir
amigos significaba automáticamente arriesgarse a tener enemigos.
La liberación era una cuestión mucho más compleja que el simple
levantamiento de un pueblo oprimido contra los conquistadores
extranjeros.
A pesar de todo, los comunistas ocupaban todos los
gobiernos entre el río Elba y el mar de China. La segunda gran
oleada de la revolución mundial, encabezada por una de las
grandes superpotencias del mundo había surdido de una docena
de estados. El ímpetu de la revolución mundial no se había
agotado, como lo atestigua el proceso de descolonización de las
antiguas posesiones imperialistas de ultramar.
En el periodo posterior a la guerra, los gobernantes y políticos
socialistas no se preocupaban por el futuro del socialismo, sino en
cómo reconstruir unos países empobrecidos, exhaustos y
arruinados, en peligro de que las potencias capitalistas iniciaran
una guerra contra el bando socialistas. Tras la segunda oleada de
la revolución mundial la guerra fría se enseñoreó del mundo. La
revolución de octubre transformó al mundo, aunque no en la
forma en que los esperaban Lenin y quienes se inspiraron en la
revolución rusa. Fuera del hemisferio occidental, los pocos los
estados que no han pasado por alguna combinación de
revolución, guerra civil, resistencia y liberación frente a la
ocupación extranjera, o por la descolonización preventiva de
unos imperios condenados en una era de revolución mundial.
La historia del siglo XX no puede entenderse sin la revolución
rusa y sus repercusiones directas e indirectas. Salvó al capitalismo
liberal, al permitir que Occidente derrotara a la Alemania de
Hitler en la segunda guerra mundial y al dar un incentivo al
capitalismo para reformarse y para abandonar la ortodoxia del
libre mercado.
III: EL ABISMO ECONÓMICO

Nos ocuparemos de las profundas consecuencias que tuvo el


hundimiento económico mundial del periodo de entreguerras en
el devenir histórico del siglo XX.
La primera guerra mundial fue seguida de un derrumbamiento
planetario de la economía basada en transacciones comerciales
impersonales. Los EE.UU. lejos de quedar inmunes, fueron el
epicentro del terremoto financiero que significó la Gran
Depresión que se registró entre las dos guerras mundiales. La
economía capitalista pareció derrumbarse en el periodo de
entreguerras y nade sabía como podría recuperarse.
El funcionamiento de la economía capitalista no es nunca
uniforme y las fluctuaciones de diversa duración, a menudo muy
intensas, constituyen una parte esencial de esta forma de
organizar los asuntos del mundo. Los hombres de negocios y los
economistas aceptaban la existencia de las ondas y los ciclos,
largos medios y cortos, con mucha familiaridad. Sólo los
socialistas consideraban que los ciclos suponían una amenaza
para la existencia del sistema económico. Probablemente por
primera vez en la historia del capitalismo, sus fluctuaciones
parecían poner realmente en peligro al sistema.
En la Gran Depresión (1929-1933) el crecimiento económico
no se interrumpió, simplemente se desaceleró. La mundialización
de la economía parecía haberse interrumpido. La integración de la
economía mundial se estancó o retrocedió. Pareció interrumpirse
incluso el flujo internacional de capitales. Entre 1927 y 1933 el
volumen de los préstamos internacionales disminuyó más del
90%.
Para explicar este estancamiento se apela a que la principal
economía mundial (EE.UU.) estaba alcanzando la situación de
autosuficiencia y que nunca había tenido una gran dependencia
del comercio exterior. Sin embargo, incluso en los países con
tradición comercial se daba la misma tendencia. Probablemente
las causas se deben a que los estados protegían su economía
frente a las amenazas del exterior (una economía mundial que se
hallaba en una difícil situación).
En Gran Bretaña, los países neutrales y Japón fue posible
iniciar un proceso deflacionario, retornar a los viejos principios
de una moneda sólida garantizada por una situación financiera
sólida. En cambio, en la zona de derrota (Alemania y Rusia,
principalmente) se registró un hundimiento espectacular del
sistema monetario.
El ahorro privado se esfumó por completo. El término de la
gran inflación (1922-1923) se debió a la decisión de los gobiernos
de dejar de imprimir papel moneda en cantidad ilimitada y de
modificar el valor de la moneda.
En 1924 se reanudó el crecimiento mundial, hasta 1929 el
periodo se considera una etapa de bonanza. Sin embargo, la
mayor parte de los países de Europa occidental tenían un
desempleo sorprendente, y se registró un descenso del precio de
los productos primarios, que demostraba que la demanda era muy
inferior a la capacidad de producción. Estos factores indicaban
que la economía estaba aquejada de graves problemas.
El crac de la Bolsa de Nueva York el 29 de octubre de 1929
fue un acontecimiento que supuso el colapso de la economía
capitalista mundial, que parecía atrapado en un círculo vicioso
donde cada descenso de los índices económicos reforzaba la baja
de todos los demás. Entre 1929 y 1931 la producción industrial
disminuyó un tercio en EE.UU. y en una medida parecida en
Alemania. Se produjo una crisis en la producción de artículos de
primera necesidad, tanto alimentos como materias primas, dado
que sus precios, que ya no se protegían acumulando existencias,
iniciaron una caída libre. Este fenómeno transformó la Depresión
en un acontecimiento literalmente mundial.
Los campesinos intentaron compensar el descenso de los
precios aumentando sus cultivos y sus ventas y eso se tradujo en
una caída adicional de los precios. Esto llevó a la ruina a los
agricultores que dependían del mercado de exportación, algunos
pudieron refugiarse en una producción de subsistencia, último
reducto tradicional del campesino.
Para las personas que trabajaban a cambio de un salario, la
principal consecuencia de la Depresión fue el desempleo en una
escala inimaginada y sin precedentes, y por mucho más tiempo
del que nadie pudiera haber previsto. En los peores momentos de
la crisis (1932-1933) los índices de desempleo se dispararon. El
dramatismo aumentó debido a que los sistemas públicos de
seguridad social no existían, o eran extraordinariamente
insuficientes. El desempleo generalizado fue la primera
consecuencia y la principal de la Gran Depresión para el grueso
de la población, y tuvo un impacto traumático en la política de los
países industrializados.
El sentimiento de catástrofe causado por la Gran Depresión
fue mayor entre los hombres de negocios, los economistas y los
políticos que entre las masas. El desempleo y la baja de los
precios perjudicó a las masas, pero están seguras de que existían
una solución política para esas injusticias para que los pobres
cubrieran sus necesidades. No obstante, la inexistencia de
soluciones en el marco de la vieja economía liberal era lo que
hacía tan dramática la situación de los responsables de las
decisiones económicas.
Entre 1929 y 1932 el comercio mundial disminuyó el 60%, y
los estados comenzaron a levantar barreras para proteger sus
mercados nacionales y sus monedas frente a los ciclones
económicos mundiales, a pesar de que eso significaba
desmantelar el sistema mundial de comercio unilateral en el que
se creía debía sustentarse la prosperidad del mundo.
La Gran Depresión desterró el liberalismo económico durante
medio siglo. En 1931-1932 Gran Bretaña, Canadá, EE.UU. y los
países escandinavos abandonaron el patrón oro (fundamento del
intercambio internacional estable) y en 1936 se sumaron Bélgica,
Holanda y Francia. En 1931 Gran Bretaña abandona el libre
comercio, lo que ilustra dramáticamente la rápida generalización
del proteccionismo en ese momento. La Gran Depresión obligó a
los gobiernos occidentales a dar prioridad a las consideraciones
sociales sobre las económicas en la formulación de sus políticas.
Durante la Depresión, los gobiernos subvencionaron la
actividad agraria garantizando los precios al productor,
comprando los excedentes o pagando a los agricultores para que
no produjeran. La eliminación del desempleo generalizado pasó a
ser el objetivo de la política económica en los países en que se
instauró un capitalismo democrático reformado (basado en las
teorías de Keynes). Los keynesianos sostenían que la demanda
que generan los ingresos de los trabajadores ocupados tendría un
efecto estimulante sobre las economías deprimidas. Sin embargo,
la razón por la que se dio la máxima prioridad al estímulo de la
demanda fue la consideración de que el desempleo era social y
políticamente explosivo, como quedó demostrado durante la
Gran Depresión. Como consecuencia de ésta, se implantaron los
sistemas modernos de seguridad social.
El único país que había rechazado el capitalismo, la URSS,
parecía ser inmune a sus consecuencias. Mientras el capitalismo
liberal occidental se sumía en el estancamiento, la URSS estaba
inmersa en un proceso de industrialización acelerada, con la
aplicación de los planes quinquenales. Además, en la Unión
Soviética no existía desempleo. A raíz de los planes quinquenales
de Rusia, los términos “plan” y “planificación” estaban en boca
de todos los políticos. Los partidos socialdemócratas comenzaron
a aplicar “planes” y algunos funcionarios señalaban que para que
el mundo pudiera escapar al círculo vicioso de la Gran Depresión
era esencial construir una sociedad planificada.
La causa del mal funcionamiento de la economía capitalista se
tiene que buscar en la situación de EE.UU., la primera guerra
mundial benefició su economía de manera espectacular. En 1913
eran ya la mayor economía del mundo, con la tercera parte de la
producción industrial. Fue la Gran Depresión lo que interrumpió
temporalmente esa situación hegemónica.
Los EE.UU. al comenzar la guerra eran un país deudor, al
terminar el conflicto eran el principal acreedor internacional. Sólo
la situación de EE.UU. puede explicar la crisis económica
mundial, en los veinte eran el principal exportador del mundo y el
segundo importador. Pero también fue el principal víctima de la
crisis. Sus importaciones cayeron en un 70% entre 1929 y 1932,
no fue menor el descenso de sus exportaciones.
Las raíces de la crisis son europeas, cuyo origen es político. Se
le impuso a Alemania unos pagos onerosos y no definidos en
concepto de “reparaciones” por el costo de la guerra. Se le fijó
una suma que todo el mundo sabía que era imposible de pagar –
Francia pretendía mantener una Alemania débil-. Por otra parte,
EE.UU. pretendía vincular la cuestión de las reparaciones de
Alemania con el pago de las deudas de guerra que tenían los
aliados con Washington.
Dos cuestiones estaban en juego. Si no se reconstruía la
economía alemana la restauración de una civilización y una
economía liberal estables en Europa sería imposible. La política
francesa de perpetuar la debilidad alemana como garantía de la
seguridad de Francia era contraproducente. A partir de 1924
Francia tuvo que tolerar el fortalecimiento de la economía
alemana.
Además, estaba la cuestión de cómo debían pagarse las
reparaciones. Los que querían una Alemania débil pretendían el
pago en efectivo, en lugar de exigir una parte de la producción.
Obligaron a Alemania a recurrir a los créditos, de manera que las
reparaciones que se pagaran se costearon con los préstamos
norteamericanos solicitados a mediados de los años veinte. Todo
el castillo construido en torno a las reparaciones se derrumbó
durante la Depresión.
Sin embargo, los problemas políticos de la posguerra sólo
explican la gravedad del hundimiento económico. El análisis
económico debe centrarse en dos aspectos.
El primero es la existencia de un desequilibrio en la economía
internacional, como consecuencia de la asimetría entre el nivel de
desarrollo de EE.UU. y el del resto del mundo. EE.UU. no
asumió una función estabilizadora de la economía mundial
porque no dependían del resto del mundo, porque desde el final
de la primera guerra mundial necesitaban importar menos capital,
mano de obra y nuevas mercancías, excepto algunas materias
primas. En segundo lugar, está la incapacidad de la economía
mundial para generar una demanda suficiente que pudiera
sustentar una expansión duradera. Al no existir un equilibrio
entre la demanda y la productividad del sistema industrial, el
resultado fue la sobreproducción y la especulación, que
desencadenaron el colapso.
La crisis fue más espectacular en EE.UU. donde se había
intentado reforzar la demanda mediante una gran expansión del
crédito a los consumidores. Los bancos afectados por la euforia
inmobiliaria especulativa y abrumados por deudas incobrables, se
negaron a conceder créditos y a refinanciar los existentes. Sin
embargo, eso no impidió que quebraran por millares.
Lo que hacía que la economía fuera vulnerable al boom
crediticio era que los prestatarios no utilizaban el dinero para
comprar los bienes de consumo tradicionales, necesarios para
subsistir, lo que compraban eran los bienes de consumo
duraderos típicos de la sociedad de moderna consumo, en la que
EE.UU. era pionera. Los nuevos productos y el nuevo estilo de
vida requerían, para difundirse con rapidez, unos niveles de
ingresos cada vez mayores y un elevado grado de confianza en el
futuro. Pero eso era precisamente lo que se estaba derrumbando.
A partir de 1932 había indicios de que lo pero había pasado.
Algunas economías se hallaban en situación floreciente. Japón y
Suecia habían duplicado al final de los treinta la producción de los
años anteriores a la Depresión. Incluso las economías más débiles
mostraban signos de dinamismo. Pese a todo, no se produjo el
esperado relanzamiento y la economía mundial siguió sumida en
la Depresión. En EE.UU. los intentos de estimular la economía
no dieron los resultados esperados. A unos años de fuerte
actividad siguió una nueva crisis en 1937-1938 aunque de
proporciones más modestas que la Gran Depresión de 1929.
Todo esto a pesar de que en los treinta se dieron innovaciones
tecnológicas en la industria. El periodo de entreguerras
contempló el triunfo de la radio como medio de comunicación de
masas y de la industria del cine de Hollywood, por no mencionar
la moderna rotativa de huecograbado.
La Gran Depresión confirmó que algo no funcionaba bien en
el mundo. El capitalismo del periodo de entreguerras estaba muy
lejos de la libre competencia de la economía del siglo XIX. En los
últimos años del decenio de 1930, las ortodoxias liberales de la
competencia en un mercado libre habían desaparecido, hasta tal
punto que la economía mundial podía considerarse como un
triple sistema formado por un sector de mercado, un sector
antigubernamental, y un sector constituido por poderes
internacionales públicos o semipúblicos que regulaban
determinadas partes de la economía.
Los efectos de la Gran Depresión sobre la política fueron
grandes e inmediatos. A mediados de los años treinta eran pocos
los estados donde la política no se hubiera modificado con
respecto al período anterior a la Gran Depresión. La
consecuencia política más importante de la Gran Depresión fue el
triunfo casi simultáneo de un régimen nacionalista, belicista y
agresivo en dos importantes potencias militares: Japón (1931) y
Alemania (1933). Las puestas que daba paso a la segunda guerra
mundial estaban abiertas en 1931.
El retroceso de la izquierda revolucionaria contribuyó al
fortalecimiento de la derecha radical. Lejos de iniciar un nuevo
proceso revolucionario, la Depresión redujo al movimiento
comunista internacional fuera de la URSS a una situación de
debilidad sin precedentes. El resultado inmediato de la Depresión
fue justamente el contrario del que preveían los revolucionarios
sociales. La mayor parte del socialismo europeo se encontraba
entre la espada y la pared.
En la zona septentrional del continente americano se registró
un marcado giro hacia la izquierda, cuando EE.UU. puso en
práctica con Roosevelt un New Deal más radical. Las
repercusiones de la crisis en América Latina fueron diversas, sin
embargo, fueron más los gobiernos que cayeron hacia la izquierda
que hacia la derecha, aunque sólo fuera por breve tiempo.
La crisis intensificó la actividad antiimperialista, por el
hundimiento de los precios de los productos básicos (base de las
economías coloniales) y en parte porque los países
metropolitanos sólo se preocuparon de proteger su agricultura y
su empleo, sin tener en cuenta las consecuencias de esas políticas
sobre las colonias. La universalidad de la Gran Depresión se
demuestra por los efectos de carácter universal de las
insurrecciones políticas que desencadenó en un periodo de meses
o pocos años.
Fue una catástrofe que acabó con cualquier esperanza de
restablecer la economía y la sociedad del siglo XIX. El viejo
liberalismo estaba muerto o parecía condenado a desaparecer.
Tres opciones competían por la hegemonía político-intelectual.
La primera era el comunismo marxista. La segunda un
capitalismo que había abandonado la fe en los principios del
mercado libre, y que había sido reformado por una especie de
maridaje informal con la socialdemocracia moderada de los
movimientos obreros no comunistas. La tercera opción era el
fascismo, que la Depresión convirtió en un movimiento mundial
o, más exactamente, en un peligro mundial.
A medida que la Gran Depresión fortaleció la marea del
fascismo, empezó a hacerse cada vez más patente que en la era de
las catástrofes no sólo la paz, la estabilidad social y la economía,
sino también las instituciones políticas y los valores intelectuales
de la sociedad burguesa liberal del siglo XIX estaban
retrocediendo o derrumbándose.
IV: LA CAÍDA DEL LIBERALISMO

La civilización liberal implicaba el rechazo a la dictadura y del


gobierno autoritario, el constitucionalismo, el respeto a los
derechos y libertades del ciudadano. En el Estado debían imperar
la razón, el debate público, la educación y la ciencia. Hasta 1914,
estos valores sólo eran rechazados por los tradicionalistas como la
Iglesia católica y algunos intelectuales rebeldes.
Los movimientos de masas democráticos entrañaban un
peligro inmediato, sobre todo el movimiento obrero socialista,
que defendía los valores de la razón, la ciencia, el progreso, la
educación y la libertad individual con tanta energía, como
cualquier otro. Lo que rechazaban era el sistema económico, no el
gobierno constitucional y los principios de convivencia.
Las instituciones de la democracia liberal habían progresado
en la esfera política y la primera guerra mundial parecía ayudar a
acelerar ese progreso. Excepto en la URSS todos los regímenes de
la posguerra, viejos o nuevos, eran regímenes parlamentarios
representativos, sin embargo, en los veinte años que van desde la
“marcha sobre Roma” de Mussolini, hasta el apogeo de las
potencias del Eje, las instituciones políticas liberales sufrieron un
retroceso. Este retroceso se aceleró cuando Hitler tomó el poder
en Alemania (1933), en 1920 había 35 gobiernos constitucionales,
en 1938, 17, y en 1944 sólo una docena.
En estos veinte años del retroceso del liberalismo ni un solo
régimen democrático-liberal fue desalojado del poder desde la
izquierda, el peligro procedía de los movimiento de derecha, que
amenazaban al gobierno constitucional y a la civilización liberal
como tal, por su contenido ideológico de alcance mundial. Estos
movimientos son llamados “fascistas”, aunque no todas las
fuerzas que derrocaron regímenes liberales eran fascistas.
El fascismo inspiró a otras fuerzas antiliberales, las apoyó y
dio a la derecha internacional una confianza histórica. En los años
treinta perecía la fuerza del futuro. Estas fuerzas tienen varias
características: eran contrarias a la revolución social, autoritarias y
hostiles a las instituciones políticas liberales, tendían a favorecer al
ejército y a la policía por representar la fuerza inmediata contra la
subversión y tendían a ser nacionalistas. Había, sin embargo,
diferencias entre ellas.
Los autoritarios o conservadores de viejo cuño carecían de
una ideología concreta, más allá del anticomunismo y de los
prejuicios tradicionales de su clase. Si apoyaron a Hitler y a los
movimientos fascistas fue porque en la coyuntura del periodo de
entreguerras la alianza natural era la de todos los sectores de la
derecha. Por otra parte estaban los llamados “estados orgánicos”,
regímenes conservadores que más que defender el orden
tradicional, recreaban sus principios como una forma de
resistencia al individualismo liberal y al desafío que planteaba el
movimiento obrero y el socialismo. Se reconocía la existencia de
clases o grupos económicos, pero se conjuraba el peligro de la
lucha de clases mediante la aceptación de la jerarquía social, y el
reconocimiento de que cada grupo social desempeñaba una
función en la sociedad orgánica.
El nexo de unión entre la Iglesia, los reaccionarios de viejo
cuño y los fascistas era el odio común a la Ilustración, a la
revolución francesa y a la democracia, el liberalismo y el
comunismo ateo. El antifascismo legitimó por primera vez al
catolicismo democrático en el seno de la Iglesia. Comenzaron a
aparecer partidos políticos que aglutinaban el voto católico cuyo
interés era defender los intereses de la Iglesia frente a los estaos
laicos.
El primer movimiento fascista fue el italiano, que dio nombre
al movimiento, creación de Mussolini, seguido de la versión
alemana creada por Hitler, quien reconocía su deuda con éste
último. De no haber triunfado Hitler en Alemania en 1933, el
fascismo no se habría convertido en un movimiento general.
Salvo el italiano, todos los movimientos fascistas se establecieron
después de la subida de Hitler al poder. Sin este hecho no se
habría desarrollado la idea del fascismo como movimiento
universal, como un equivalente de la derecha del comunismo
internacional, con Berlín como su Moscú. Los gobernantes
reaccionarios se preocuparon por declarar su simpatía al fascismo.
La teoría no era el punto fuerte de estos movimientos que
predicaban la insuficiencia de la razón y del racionalismo y la
superioridad del instinto y de la voluntad. No se identifica al
fascismo como una forma concreta de organización del estado, el
estado cooperativo. De hecho, el racismo estaba ausente al
principio del fascismo italiano, además, el fascismo compartía el
nacionalismo, el anticomunismo, el antiliberalismo, etc., con otros
movimientos no fascistas de derecha.
La diferencia entre derecha fascista y no fascistas era que la
primera movilizaba a las masas desde abajo. Pertenecía a la era de
la política democrática y popular que los reaccionarios
tradicionales rechazaban y que los paladines del estado orgánico
intentaban sobrepasar. El fascismo denunciaba la emancipación
liberal –la mujer debía permanecer en el hogar y dar a luz a
muchos hijos- y desconfiaba de la influencia de la cultura
moderna y del arte de vanguardia.
Los principales movimientos fascistas (italiano y alemán) no
recurrieron a la Iglesia y a la monarquía. Al contrario, intentaron
suplantarlos por un principio de liderazgo encarnado en el
hombre hecho a sí mismo y legitimado por el apoyo de las masas
y por unas ideologías de carácter laico. Hostil a la revolución
francesa y a la Ilustración, el fascismo no creía formalmente en la
modernidad y en el progreso, pero no tenía dificultad en llevar a
la práctica la modernización tecnológica. El fascismo triunfó
sobre el liberalismo al demostrar que los hombres pueden
conjurar sus creencias absurdas sobre el mundo con un dominio
eficaz de la alta tecnología contemporánea.
Esos movimientos de la derecha radical que combinaban
valores conservadores con técnicas de la democracia de masas,
habían surgido en los países europeos a finales del siglo XIX
como reacción contra el liberalismo y contra la corriente de
extranjeros que se desplazaban de uno otro lado del planeta en el
mayor movimiento migratorio que la historia había registrado.
Esto anticipó lo que ocurriría en el siglo XX, iniciando la
xenofobia masiva, de la que el racismo pasó a ser la expresión
habitual.
Estos movimientos tenían en común el resentimiento de los
humildes en una sociedad que los aplastaba entre el gran capital, y
los movimientos obreros. Encontraron su expresión más
característica en el antisemitismo, que a finales del XIX comenzó
a animar en diversos países, movimientos políticos específicos
basados en la hostilidad hacia los judíos, que eran el símbolo del
odiado capitalista/financiero, agitador revolucionario,
competencia “injusta” a los puestos de determinadas profesiones,
etc.
Estos movimientos calaban en las capas medias y bajas de la
sociedad europea, y su retórica y su teoría fueron formuladas por
intelectuales nacionales en la década de 1890. en los países
centrales del liberalismo occidental (Gran Bretaña, Francia y
EE.UU.) la hegemonía de la tradición revolucionaria impidió la
aparición de movimientos racistas importantes. Las capas medias
y medias bajas fueron el sustento de esos movimientos durante
todo el período de vigencia del fascismo, que ejerció un fuerte
atractivo entre los jóvenes de clase media, especialmente entre los
universitarios de la Europa continental que, durante el periodo de
entreguerras, daban apoyo a la ultraderecha.
La atracción de la derecha radical era mayor cuanto más fuerte
era la amenaza, real o temida, que se cernía sobre la posición de
un grupo de la clase media, a medida que se desbarataba el marco
que se suponía que tenía que mantener en su lugar el orden social.
Durante el periodo de entreguerras, la alianza natural de la
derecha abarcaba desde conservadores tradicionales hasta los
extremos del fascismo, pasando por los reaccionarios de viejo
cuño. Estas fuerzas eran poco activas, pero el fascismo les dio
una dinámica y el ejemplo de su triunfo sobre las fuerzas del
desorden.
El ascenso de la derecha radical después de la primera guerra
mundial fue una respuesta a la revolución social y al
fortalecimiento de la clase obrera, o en particular a la revolución
de octubre y al leninismo. Sin ellos no habría existido el fascismo,
aunque esta tesis necesita ser matizada en dos aspectos.
En primer lugar, subestima el impacto de la primera guerra
mundial tuvo sobre un importante segmento de las capas medias
y medias bajas. Los jóvenes soldados nacionalistas se sintieron
defraudados al término de la guerra por ver esfumarse su
oportunidad de acceder al heroísmo. Por otra parte, la reacción
derechista no fue una respuesta al bolchevismo como tal, sino a
todos los movimientos que amenazaban el orden vigente de la
sociedad. La amenaza no residía en los partidos socialistas
obreros, sino en el fortalecimiento del poder, la confianza y el
radicalismo de la clase obrera, que daba a los viejos partidos
socialistas una nueva fuerza política y que los convirtió en el
sostén indispensable de los estados liberales. Ha sido una
racionalización a posteriori la que ha hecho de Lenin y Stalin la
excusa del fascismo.
Lo que le dio a la reacción de la derecha la oportunidad de
triunfar después de la primera guerra mundial fue el hundimiento
de los viejos regímenes y, con ellos, de las viejas clases dirigentes
y de su maquinaria de poder, influencia y hegemonía. En los
países en los que esos regímenes se conservaron en buen estado
no fue necesario el fascismo, como tampoco lo fue cuando una
nueva clase nacionalista (reaccionaria y autoritaria, pero fascista
sólo en la retórica) se hizo con el poder en los países que había
conquistado su independencia.
En cambio, las condiciones óptimas para el triunfo de la
derecha extrema eran un estado caduco inoperante, una masa de
ciudadanos descontentos y desconfiados, movimientos socialistas
fuertes que amenazaran con la revolución social pero sin tener los
medio para lograrlo, y un resentimiento nacionalistas por los
tratados de paz de 1918-1920. Esas fueron las condiciones que
convirtieron los movimientos de la derecha radical en poderosas
fuerzas paramilitares organizadas.
Una vez tomado el poder en Alemania e Italia, el fascismo se
negó a respetar las viejas formas del juego político y, cuando le
fue posible, impuso su autoridad absoluta. Una vez conseguida la
eliminación de sus adversarios, no hubo ya límites políticos
internos para lo que pasó a ser la dictadura ilimitada de un “líder”
populista supremo (duce o Führer).
La tesis fascista de que hubo una “revolución fascista” y la
tesis marxista de que el fascismo representó la expresión del
“capitalismo monopolista” han sido rechazadas.
Sin duda, el nazismo tenía un programa social para las masas,
que cumplió parcialmente: vacaciones, deportes, el “coche del
pueblo”. Sin embargo, su principal logro fe haber superado la
Gran Depresión con mayor éxito que ningún otro gobierno,
gracias a que su antiliberalismo le permitía no comprometerse a
aceptar a priori el libre mercado. Más que un régimen diferente y
nuevo, el nazismo era el viejo régimen renovado y revitalizado. El
fascismo italiano era mucho más claramente un régimen que
defendía los intereses de las viejas clases dirigentes, pues surgió
como una defensa frente a la agitación revolucionaria posterior a
1918, más que como una reacción a los traumas de la Gran
Depresión.
Con respecto a la tesis del “capitalismo monopolista de
estado”, lo cierto es que el capital se puede entender con
cualquier régimen que no pretende expropiarlo y que cualquier
régimen debe alcanzar un entendimiento con él. Aunque el
fascismo no representa “la expresión de los intereses del capital
monopolista”, presenta algunas ventajas para el capital que no
tenían otros regímenes: eliminó o venció a la revolución social
izquierdista y pareció convertirse en el principal bastión contra
ella, suprimió los sindicatos obreros y otros elementos que
limitaban los derechos de la patronal. La destrucción de los
movimientos obreros contribuyó a garantizar al capital una
respuesta favorable a la Gran Depresión.
Probablemente el fascismo no habría alcanzado importancia
de no haberse producido la Gran Depresión. En los veinte
debido a que la primera oleada revolucionaria se había agotado y
la economía iniciaba una fase de recuperación, ningún otro
movimiento europeo de derecha radical o de revolución social
comunista parecía tener un gran futuro. Fue la Gran Depresión lo
que transformó a Hitler de un fenómeno de la política marginal
en el dominador de Alemania.
La conquista del poder en Alemania por Hitler (un estado
destinado por su tamaño, potencial económico y militar y su
posición geográfica a desempeñar un papel político de primer
orden en Europa con cualquier forma de gobierno) pareció
confirmar el éxito de la Italia de Mussolini e hizo del fascismo un
poderoso movimiento político de alcance mundial. Así que una
serie de países se sintieron atraídos e influidos por el fascismo,
buscaron apoyo de Alemania e Italia, dado el expansionismo de
esos dos países.
Aunque en los treinta el fascismo influyó a escala mundial por
ser impulsado por dos potencias, fuera de Europa no existían
condiciones favorables para la aparición de grupos fascistas. A
diferencia del comunismo, el fascismo no arraigó en Asia y África
porque no respondía a las situaciones políticas locales. Por otra
parte, a pesar de las similitudes con el nacionalsocialismo alemán
(y afinidades menores con Italia), Japón no era fascista.
Los estados y movimientos que buscaron el apoyo de
Alemania e Italia, particularmente durante la segunda guerra
mundial, las razones ideológicas no eran el motivo fundamental
de ello. Algunos de ellos negociaron el apoyo alemán, basándose
en el principio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”.
Fue en América Latina donde la influencia del fascismo europeo
resultó abierta y reconocida, en Colombia (Eliécer Gaitán),
Argentina (Perón), Brasil (Getulio Vargas). A pesar de los
infundados temores de EE.UU. de verse asediado por el nazismo
desde el sur, la principal repercusión del fascismo en América
latina fue de carácter interno.
Esto se explica dado que EE.UU. no aparecía ya, desde 1914,
como un aliado de la fuerzas progresistas y un contrapeso al
imperialismo. Las conquistas imperialistas de EE.UU. hicieron
surgir un antiimperialismo antiyanqui en la política
latinoamericana. En la década de 1930, EE.UU. debilitado en
parte por la Gran Depresión, no parecía una potencia tan
poderosa como antaño, y América Latina no se sentía inclinada a
dirigir su mirada hacia el norte.
Lo que tomaron del fascismo los dirigentes latinoamericanos
fue la divinización de líderes populistas valorados por su
activismo. Pero las masas que movilizaron no eran las que tenían
temor por lo que pudieran perder, sino las que no tenían nada
que perder, y sus enemigos no fueron los extranjeros o los grupos
marginales, sino la oligarquía, los ricos y la clase dirigente local.
Mientras que los regímenes fascistas europeos aniquilaron los
movimientos obreros, los dirigentes latinoamericanos inspirados
por él fueron sus creadores.
Se suele identificar erróneamente al fascismo con el
nacionalismo. Es innegable que los movimientos fascistas tendían
a estimular las pasiones y prejuicios nacionalistas, pero es
evidente también que no todos los nacionalismos simpatizaban
con el fascismo, pues las ambiciones de Hitler y Mussolini
suponían una amenaza para algunos de ellos. La movilización
contra el fascismo impulsó en algunos países un patriotismo de
izquierda, sobre todo durante la guerra, en la que la resistencia al
Eje se encarnó en frentes nacionales.
El alineamiento de un nacionalismo local junto al fascismo
dependía de si el avance de las potencias del Eje podía reportarle
más beneficios que inconvenientes y de si su odio hacia el
comunismo, o hacia algún otro estado o etnia, era más fuerte que
el rechazo que le inspiraban los alemanes e italianos.
En el periodo de entreguerras donde el liberalismo retrocedió,
se consideraba la era de la crisis mundial como la agonía final del
sistema capitalista. La burguesía enfrentada a problemas
económicos y a una clase obrera cada vez más revolucionaria, se
veía obligada a recurrir a la fuerza y a la coerción, esto es, a algo
similar al fascismo.
Los sistemas democráticos no pueden funcionar si no existe
un consenso básico entre la gran mayoría de los ciudadanos
acerca de la aceptación de su estado y de sus sistema social. A la
inversa, es innegable que la estabilidad de los regímenes
democráticos tras la segunda guerra mundial, se cimentó en el
milagro económico de esos años. El compromiso y el consenso
tienden a prevalecer, pues los enemigos del capitalismo
encuentran la situación más tolerable en la práctica que en la
teoría y sus defensores a ultranza aceptan la existencia de sistemas
de seguridad y de negociaciones con los sindicatos para negociar
incrementos a los sueldos, etc.
En la era de las catástrofes, la política liberal demostró su
debilidad para dirigir de forma convincente los estados, pues las
condiciones no eran favorables para una democracia
representativa. Entre estas condiciones están: 1) gozar del
consenso y aceptación generales (en el período de entreguerras
muy pocas democracias eran sólidas), 2) un cierto grado de
compatibilidad entre los diferentes componentes del pueblo –la
democracia era viable donde el voto iba más allá de las divisiones
de la población nacional-, sin embargo, en una era de
revoluciones, la norma era la lucha de clases trasladada a la
política y no la paz entre las diversas clases; 3) que los gobiernos
democráticos no tuvieran que desempeñar una labor intensa de
gobierno, los parlamentos se habían constituido no tanto para
gobernar como para controlar el poder de los que lo hacían, pero
en el siglo XX fue cada vez más necesaria intervención del
gobierno, el estado que se limitaba a dar las normas básicas para
regir la economía y la sociedad había quedado obsoleto. 4) La
condición de riqueza y prosperidad; las democracias de los veinte
se quebraron bajo la tensión de la revolución y la
contrarrevolución y en los treinta sufrieron los efectos de las
tensiones de la crisis mundial.
En estas circunstancias, la democracia parlamentaria era débil,
y funcionaba más bien como un mecanismo para formalizar las
divisiones entre grupos irreconciliables. Nadie esperó que la
democracia se revitalizara después de la guerra y menos que al
principio de los noventa sería la forma predominante de gobierno
en el planeta. La caía de los sistemas políticos liberales en el
período de entreguerras es una breve interrupción en su
conquista secular del planeta.
V: CONTRA EL ENEMIGO COMÚN

EE.UU. y la URSS hicieron causa común porque consideraban a


Alemania un peligro más grave del que cada uno veía en el otro
país, esta unión estuvo condicionada por el ascenso y la caía de
Hitler (1933-1945). El factor que impulsó la unión es que
Alemania era una potencia fascista.
La política de Occidente había de interpretarse como una
guerra civil ideológica internacional. Una guerra internacional
póquer suscitó las mismas respuestas en la mayor parte de los
países occidentales y una guerra civil porque en las sociedades se
registró un enfrentamiento entre las fuerzas pro y antifascistas.
Fue el ascenso de Hitler el factor que convirtió esas divisiones
civiles en una única guerra mundial, civil e internacional al mismo
tiempo.
Desde 1931 la guerra se consideraba inevitable, pues las
potencias del Eje progresaban en sus conquistas. Como se decía:
“el fascismo significa la guerra”. La debilidad de las democracias
liberales (triunfantes en la primera guerra) y su incapacidad para
actuar para resistir el avance de los enemigos, convirtió las
políticas nacionales en un conflicto internacional.
El apoyo contra el fascismo tuvo un triple llamamiento: a la
unión de todas las fuerzas políticas con un interés común en
oponerse al avance del Eje, a una política real de asistencia y a
unos gobiernos dispuestos a practicar esa política.
Las fuerzas unidas de los trabajadores (Frente Unido) y los
demócratas liberales (El Frente popular) hicieron una alianza
política y electoral. Ante el peligro alemán, los comunistas
consideraron ampliar la alianza en un Frente Nacional de todos lo
que pensaban que el fascismo era el peligro principal, más allá de
sus ideologías o creencias. La unión del centro y la izquierda
estableció Frentes Populares en Francia y España, que
consiguieron rechazar la ofensiva de la derecha.
Estas victorias no entrañaron un aumento importante del
apoyo político de las fuerzas antifascistas. De hecho, en la década
de 1930 no había signos de un giro electoral hacia la izquierda, en
los países de la Europa oriental y suroriental donde se celebraban
elecciones, se registraron avances de la derecha.
El antifascismo organizó a los enemigos tradicionales de la
derecha pero no aumentó su número, movilizó a las minorías más
fácilmente que a las mayorías..
Los intelectuales y los artistas fueron los que se adhirieron
más fácilmente al antifascismo. El racismo nazi se tradujo en el
éxodo en masa de intelectuales judíos e izquierdistas, que se
dispersaron por las zonas del mundo donde había tolerancia,
aunque al principio la estrategia alemana no era el exterminio,
sino la expulsión sistemática. No obstante, Alemania era un país
estable y económicamente floreciente, dotado de un gobierno
popular, aunque con algunas características desagradables.
La política contra el fascismo consistía en unir a todos los
países contra los agresores, en no hacerles concesiones y en
disuadirles o derrotarles mediante la amenaza, o, en su caso, la
acción concertada. El principal obstáculo era la división de
intereses entre los países que compartían el temor al fascismo.
Muchos conservadores consideraban que la mejor solución sería
una guerra germano-soviética, que serviría para debilitar, y tal vez
destruir, a los dos enemigos. Fue el temor a enfrentar a Hitler en
solitario lo que indujo finalmente a Stalin a firmar en Ribbentrop
el pacto de agosto de 1939, para concluir una alianza con
Occidente contra Alemania.
La segunda guerra mundial puso en evidencia que cualquier
alianza antifascistas debía incluir a la URSS. Pero una cosa era
reconocer el peligro del Eje y otra hacer algo para conjurarlo.
La democracia liberal retrasó o impidió las decisiones políticas
e hizo difícil o imposible adoptar medidas impopulares. Esto
sirvió de pretexto para justificar la apatía de algunos gobiernos.
En EE.UU. un presidente popular como Roosevelt no pudo
realizar su política antifascista contra la opinión contraria del
electorado. Fue el episodio de Pearl Harbour y la declaración de
guerra de Hitler lo que permitió a EE.UU. entrar a la segunda
guerra mundial. En Francia y Gran Bretaña el recuerdo de la
primera guerra debilitó la determinación.
La izquierda estaba en un dilema. El hecho de que el fascismo
significara la guerra era una buena razón para oponérsele, pero la
resistencia al fascismo no podía ser eficaz sin las armas. Los
antifascistas no albergaban ninguna duda de que cuado llegara el
momento no podrían hacer otra cosa que luchar.
Para Francia y Gran Bretaña, demasiado débiles para defender
el orden establecido en 1919, la política más lógica era negociar
con Alemania para alcanzar una situación más estable en Europa
y para ello era necesario hacer concesiones al creciente poderío
alemán. Lamentablemente, esa Alemania renacida era la de Adolf
Hitler.
No era difícil prever que una segunda guerra arruinaría la
economía de Inglaterra, aunque este era un precio que los
socialistas, los comunistas, los movimientos de liberación colonial
y Rooselvetl estaban dispuestos a pagar para derrotar al fascismo.
El compromiso y la negociaciones eran imposibles con Alemania
porque los objetivos políticos del nacionalsocialismo eran
irracionales e ilimitados.
La ocupación alemana de Checoslovaquia en marzo de 1939
fue el episodio que decidió a la opinión pública de Gran Bretaña a
resistir al fascismo, y éste forzó a su vez a Francia, a la que no le
quedó otra opción que alinearse junto a su único aliado efectivo.
Como la guerra era evidente, lo único que hacer era prepararse lo
mejor posible para ella.
No obstante, había la duda acerca de si, en caso de que fuera
imposible mantener el statu quo, no era mejor el fascismo que la
solución alternativa: la revolución social y el bolchevismo.
La política interna de España encarnaba las cuestiones
políticas fundamentales de la época: la democracia y la revolución
social por una parte, y la alianza de una contrarrevolución o
reacción, inspirada en la Iglesia católica. Lo liberales
reemplazaron en el poder a los Borbones mediante una
revolución pacífica en 1931, pero no pudieron contener la
agitación social de los más pobres con reformas sociales efectivas.
En 1933 fueron sustituidos por conservadores cuya política de
represión contribuyó a aumentar la presión revolucionaria. Fue
cuando la izquierda española descubrió la fórmula frentepopulista
de la Comintern.
La idea de que todos los partidos formaran un frente único
electoral contra la derecha fue bien recibida por una izquierda que
no sabía que rumbo seguir. En febrero de 1936 el Frente Popular
triunfó en las elecciones y consiguió una importante mayoría en
las Cortes. Fracasada la política ortodoxa de la derecha, España
retornó a la fórmula política del pronunciamiento o golpe militar.
De la misma forma que la izquierda española importó el
frentepopulismo, la derecha se aproximó a las potencias fascistas.
Las condiciones para un pronunciamiento no se daban en
España. El golpe de los generales en junio de 1936 triunfó en
algunas ciudades y encontró gran resistencia en la población, por
lo que se precipitó la revolución social en algunas zonas que
pretendían evitar una guerra civil entre la República y los
generales insurgentes.
Uno de ellos, Franco, se convirtió en el líder de un nuevo
régimen, que en el curso de la guerra se convirtió en un estado
autoritario, con un partido único y un conglomerado de derechas.
Con la política de no intervención Francia e Inglaterra se negaron
a responder a la intervención del Eje en España, abandonando así
a la República. Esto reforzó el prestigio de la URSS, única
potencia que ayudó a España.
En España los hombres que se opusieron con las armas a la
derecha frenaron la caía desmoralizadora de la izquierda. Más de
40 mil jóvenes extranjeros lucharon por la República. En el
bando de Franco no había mas de un millar de voluntarios. El
avance gradual del bando nacionalsocialista hacía más
desesperadamente urgente la necesidad de forjar una unión contra
el fascismo mundial.
La guerra civil española (1936-1939) no era un buen presagio
para la derrota del fascismo. Fue una versión en miniatura de una
guerra europea en la que se enfrentaron un estado fascista y un
comunista. En el frente interno, la derecha se movilizó con
mucho más éxito que la izquierda, que fue totalmente derrotada.
Sin embargo, prefiguró la estrategia política de la segunda guerra
mundial: la alianza de frentes nacionales de conservadores
patriotas y revolucionarios sociales, unidos para derrotar al
enemigo de la nación y conseguir la regeneración social.
En todos los países europeos que había sido ocupados, se
formó, después de la victoria, el mismo tipo de gobierno de
unidad nacional con participación de todas las fuerzas que se
habían opuesto al fascismo, sin distinciones ideológicas.
Esta unificación habría sido imposible de no suavizarse los
conflictos entre los defensores y enemigos de la revolución de
octubre. La guerra civil española lo hizo mucho más fácil. Tanto
el gobierno español como los comunistas insistieron en que su
objetivo no era la revolución social. Ambos insistieron en que lo
que estaba en juego no era la revolución sino la defensa de la
democracia. Esta posición, que no era una traición a la
revolución, reflejaba la evolución del método insurreccional, la
negociación e incluso la vía parlamentaria de acceso al poder.
Durante la guerra la economía estaría regida por el Estado y
en conflicto terminaría en los territorios ocupados con grandes
avances del sector público.La lógica de la guerra antifascista
conducía hacia la izquierda.
Tras una década de lo que parecía el fracaso de la estrategia
antifascista, Stalin alcanzó un entendimiento con Hitler y dio
instrucciones para que el movimiento internacional abandonara la
estrategia antifascista. En 1941 cuando Alemania invadió la URSS
provocó la entrada de EE.UU. a la guerra, convirtiendo la lucha
contra el fascismo en un conflicto mundial, la guerra fue política y
militar.
Esto se tradujo en una alianza entre el capitalismo de EE.UU.
y el comunismo de la URSS, en Europa se aspiró a construir una
coalición de todo el espectro político para organizar la resistencia.
Es necesario hacer dos matizaciones en cuanto a estos
movimientos europeos de resistencia: con la excepción de Rusia,
su importancia militar fue mínima y no resultó decisiva en ningún
sitio, tuvieron una importancia política y moral. Además, se
orientaba políticamente hacia la izquierda, los sectores
conservadores de los países europeos temían a la revolución
social y simpatizaban o no se oponían a los alemanes.
Esto explica el predominio de los comunistas en los
movimientos de resistencia y el avance político que consiguieron
durante la guerra (1945-1947), con excepción de Alemania, donde
los comunistas no se recuperaron al golpe sufrido en 1933
(Hitler). Los comunistas participaron en los movimientos de
resistencia sólo porque la estructura del partido de vanguardia de
Lenin había sido creado para conseguir cuadros disciplinados
para situaciones extremas como la ilegalidad, la represión y la
guerra. Eran diferentes de los partidos socialistas de masas, que
no podían actuar fuera de la legalidad que definía y determinaba
sus acciones.
Sin embargo, los comunistas no trataron de establecer
regímenes revolucionarios. Las revoluciones comunistas que se
llevaron a cabo (Yugoslavia, Albania, China) se realizaron contra
la opinión de Stalin. El objetivo era la coexistencia a largo plazo,
la simbiosis de los sistemas capitalista y comunista, de modo que
los cambios sociales y políticos tendrían que surgir de las
democracias de nuevo tipo que emergerían de coaliciones
establecidas durante la guerra.
La decisión de Stalin significaba un adiós definitivo a la
revolución social. El socialismo quedaría limitado a la URSS y al
territorio que se le asignara en las negociaciones, pero incluso
dentro de esta zona sería un vago proyecto de futuro más que un
programa inmediato para la consecución de nuevas “democracias
populares”.
En los países donde se celebraron elecciones libres se produjo
un marcado giro a la izquierda. Este fue un fenómeno general en
los países beligerantes de Europa occidental, pero no hay que
exagerar su intensidad y su radicalismo, como sucedió con su
imagen pública, a consecuencia de la eliminación temporal de la
derecha fascista.
La situación es más difícil de evaluar en las zonas de Europa
liberada por la revolución de la guerrilla o por el ejército rojo, ya
que el genocidio, el desplazamiento en masa de la población y la
expulsión o emigración forzosa hacen imposible la comparación
de determinados países antes y después de la guerra. No obstante,
en todos estos países estaban a punto de iniciarse una era de
profunda transformación social.
La URSS y EE.UU. fueron los únicos países en los que la
guerra no entraño un cambio social e institucional significativo.
Sin embargo, en la mayor parte de Asia, África y el mundo
islámico, el fascismo como ideología o como política, no fue
nunca el principal enemigo. Esta condición de correspondía al
imperialismo o al colonialismo, y las principales potencias
imperialistas eran las democracias liberales: Inglaterra, Francia,
Países Bajos, Bélgica y EE.UU.
Los enemigos de la metrópoli imperial eran aliados potenciales
de la lucha de liberación colonial. De ahí que la lucha
antiimperialista y la lucha antifascista tendieron a desarrollarse en
direcciones opuestas. El antiimperialismo y los movimientos de
liberación colonial se inclinaron mayoritariamente hacia la
izquierda, pues la izquierda occidental había desarrollado la teoría
y las políticas antiimperialistas, además, estos movimientos fueron
apoyados por la izquierda internacional, y sobre todo por la
URSS.
Sin embargo, sólo durante este periodo antifascista
consiguieron los partidos comunistas apoyo e influencia en al
mundo islámico. Fue mucho después cuando las voces seculares y
modernizadoras quedaron silenciadas por la política de masas del
fundamentalismo. El escenario bélico no europeo no brindó
grandes triunfos políticos a los comunistas, salvo donde
coincidieron el antifascismo y la liberación nacional/social: en
China y Corea.
El principal atractivo del fascismo europeo, fue su condición
de salvaguarda contra los movimientos obreros, el socialismo y el
comunismo, lo que le deparó un importante apoyo en las clases
adineradas conservadoras, adhesión por razones prácticas más
que por razones de principio. La consecuencia final de doce años
de dominio del nacionalsocialismo era que extensas zonas de
Europa habían quedado a merced de los bolcheviques. El
fascismo desapareció junto con la crisis mundial que había
permitido que surgiera. Nunca había sido un programa o un
proyecto político universal.
En cambio, el antifascismo, desde el punto de vista ideológico,
se cimentaba en los valores y aspiraciones compartidos de la
Ilustración y de la era de las revoluciones: el progreso mediante la
razón y la ciencia, la educación y el gobierno popular, el rechazo a
las desigualdades, sociedades que miraban hacia el futuro y no
hacia el pasado.
Todos eran estados laicos y partir de 1945 todos rechazaban
deliberadamente la supremacía del mercado y eran partidarios de
la gestión y planificación de la economía por el estado. Los
gobiernos capitalistas tenían la convicción de que sólo el
intervensionismo económico podía impedir que se reprodujera la
catástrofe económica del periodo de entreguerras y evitar el
peligro político del comunismo.
Los países del Tercer Mundo creían que sólo la intervención
del estado podía sacar sus economías de la situación de atraso y
dependencia. Para la URSS y sus nuevos aliados, el dogma de fe
fundamental era la planificación centralizada.
La primera contingencia que tuvieron que afrontar fue la
ruptura casi inmediata de la gran alianza antifascista. En cuanto
desapareció el fascismo, el capitalismo y el comunismo se
dispusieron de nuevo a enfrentarse como enemigos
irreconciliables.
VI: LAS ARTES, 1914-1945

Hacia 1914 ya existían las vanguardias: cubismo, expresionismo,


futurismo y la abstracción en la pintura, el funcionalismo y el
rechazo del ornamento en la arquitectura, el abandono de la
tonalidad en la música y la ruptura con la tradición en la literatura.
Después de 1914 sólo se registran dos innovaciones en el
vanguardismo: el dadaísmo (que prefiguró al surrealismo) en la mitad
occidental de Europa, y el constructivismo soviético en el este. El
dadaísmo surgió en 1916 en un grupo de exiliados en Zurcí,
como una protesta nihilista e irónica contra la guerra mundial, la
sociedad que generó y su arte. Tomó de los cubistas y futuristas el
recurso del collage. Todo lo que causara la perplejidad del
aficionado al arte burgués era aceptado como dadá. La
provocación era su rasgo característico. El constructivismo
(incursión en las construcciones tridimensionales básicas) se
incorporó a las tendencias arquitectónicas y de diseño industrial,
sobre todo a través de la Bauhaus.
El dadaísmo desapareció a principios de los veinte, junto con
la guerra y la revolución que lo había engendrado, en cambio el
surrealismo nació de ella, como “el deseo de revitalizar la
imaginación, basándose en el subconsciente a través del
psicoanálisis, enfatizando lo mágico, lo accidental, la
irracionalidad, los símbolos y los sueños. Es una reposición del
romanticismo con ropaje del siglo XX con un mayor sentido del
absurdo y de la burla, no tenía interés por la innovación formal
por sí misma. Fue un movimiento fecundo en Francia y los países
con influencia francesa (hispánicos), sobre todo en poetas (Éluar,
Aragón, García Lorca, Vallejo, Neruda), pintores (Dalí, Miró,
Magritte), cineastas (Buñuel, Prévert) y fotógrafos (Cartier-
Bresson).
Cabe destacar algunos aspectos de estas vanguardias de la era
de los cataclismos: el vanguardismo se integró en la cultura
institucionalizada, pasó a formar parte de la vida cotidiana;
experimentó una gran politización, sin embargo, permaneció al
margen de los gustos y los preocupaciones de la gran masa de la
población, incluso en los países occidentales. No obstante, que el
vanguardismo se institucionalizara no equivale a decir que
desplazara a las formas clásicas ni a las de moda, sino que las
complementó.
El vanguardismo que se difundió por el mundo occidental no
fue siempre el mismo, aunque París mantenía la hegemonía en
muchas de las manifestaciones de la cultura de elite en el viejo
mundo ya no existía un cultura unificada. París tuvo que competir
con el eje Moscú-Berlín hasta que los triunfos de Stalin y Hitler
acallaron o dispersaron a los vanguardistas.
Sólo el cine y el jazz, conseguían suscitar admiración en todos
los países, y ambas procedían del nuevo mundo. La vanguardia
adoptó el cine durante la primera guerra mundial. No sólo fue la
personalidad de Chaplin, sino que los mismos artistas
vanguardistas se dedicaron el cine, principalmente en la Alemania
de Weimar y en la Rusia soviética donde dominaron la
producción. Desde mediados de los treinta los intelectuales
favorecieron el cine populista francés, que contenía un mayor
contenido artístico que la mayoría de las producciones de
Hollywood.
El jazz contó con la aprobación unánime de los seguidores del
vanguardismo, no tanto por méritos propios como porque era
otro símbolo de la modernidad, de la era de la máquina y de la
ruptura con el pasado; en suma, un nuevo manifiesto de la
revolución cultural.
En el periodo de entreguerras, la modernidad se convirtió en
el distintivo de cuantos pretendían demostrar que eran personas
cultas y que estaban al día. Resultó interesante que la vanguardia
cultural de cada país reinscribiera o reinterpretara el pasado para
adecuarlo a las exigencias contemporáneas. Todo cuanto tenía
que ver con la era del capitalismo y con la era del imperio no sólo
era rechazado, sino que acabó resultando invisible. El mero
intento de conceder cierto mérito a la arquitectura victoriana se
consideraba una ofenda deliberada al auténtico buen gusto y se
asociaba con una mentalidad reaccionaria.
La modernidad empezaba a dejar su impronta en la vida
cotidiana, como lo indica la influencia del vanguardismo en el
cine comercial. A menos de veinte años del estallido de la primera
guerra mundial, la vida urbana del mundo occidental estaba
visiblemente marcada por la modernidad, aunque el estilo Art
Decó moderó la angulosidad y la abstracción modernas. Fue
después de la segunda guerra mundial cuando el llamado “estilo
internacional” de la arquitectura moderna transformó el entorno
urbano. La modernidad remodeló muy pronto los pequeños
objetos de la vida cotidiana.
Una institución de corta vida, que se inició como un centro
político y artístico vanguardista, llegó a marcar el estilo de dos
generaciones, tanto en la arquitectura como en las artes aplicadas
dicha institución fue la Bauhaus, la escuela de arte y diseño de
Weimar y luego de Dessau, en la Alemania central (1919-1933).
La Bauhaus adquirió la reputación de ser profundamente
subversiva. Es verdad que el arte serio de la era de las catástrofes
estuvo dominado por el compromiso político de uno u otro
signo. Aunque el compromiso político no se reducía a la
izquierda, en la Europa occidental se encuentran convicciones
reaccionarias, especialmente en la literatura, que en ocasiones se
manifiestan en actitudes fascistas.
No obstante, sí es posible afirmar que la vanguardia se sintió
principalmente atraída por las posiciones de izquierda, y a
menudo de la izquierda revolucionaria, sobre todo durante la
época antifascista. El eje Berlín-Moscú que modeló en gran parte
la cultura de la República de Weimar, se sustentaba en estas
simpatías políticas comunes. El gran drama de los artistas
modernos, tanto de izquierdas como de derechas, era que los
rechazaban los movimientos de masas a los que pertenecía y los
políticos de esos movimientos. En consecuencia, ni el
vanguardismo alemán ni el ruso sobrevivieron a la llegada al
poder de Hitler y Stalin, ambos países (los más progresistas de las
artes de los años veinte) desaparecieron de la escena cultural.
En la era de los cataclismos, el arte vanguardista de la Europa
central no se caracterizaba por su tono esperanzador, aunque las
convicciones ideológicas llevasen a sus representantes
revolucionarios a adoptar una visión optimista del futuro. Pese al
trauma de la primera guerra mundial, la continuidad con el
pasado no se rompió de manera evidente hasta los años treinta,
decenio de la Gran Depresión, el fascismo y la amenaza de una
nueva guerra.
Por otra parte, la vanguardia no europea era prácticamente
inexistente fuera del hemisferio occidental, donde se había
afianzado tanto en la experimentación artística como en la
revolución social. Aún así, para la mayoría de los artistas del
mundo no occidental, el principal problema residía en la
modernidad y no en el vanguardismo. Los talentos creadores del
mundo no europeo, que ni se limitaban a sus tradiciones ni
estaban simplemente occidentalizados, la tarea principal parecía
ser la de descubrir, desvelar y representar la realidad
contemporánea de sus pueblos. Su movimiento era el realismo.
El siglo XX fue el siglo de la gente común, estuvo dominado
por el arte producido por ella y para ella. Los reportajes y la
cámara permitieron mostrar el mundo del hombre común.
Ninguno de los dos era nuevo, pero ambos vieron una edad de
oro a partir de 1914.
El reportaje alcanzó en los años veinte la condición de un
género de literatura y representación visual con un contenido de
crítica social, en gran medida por la influencia de la vanguardia
revolucionaria rusa. La vanguardia de izquierdas convirtió al
documental en un género autónomo, además, se adoptaron las
innovaciones técnicas de los fotógrafos vanguardistas, para
inaugurar una época dorada de las revistas gráficas.
El triunfo del periodismo gráfico no se debió solo a la
fotografía, sino tal vez ante todo al predominio universal del cine.
Todo el mundo aprendió a ver la realidad a través del objetivo de
la cámara. La era de las catástrofes fue el periodo de la gran
pantalla cinematográfica. A finales de los años treinta, por cada
británico que compraba un diario, dos compraban una entrada al
cine.
El arte (o más bien entretenimiento) que consiguió un
situación de predominio fue el que se dirigía a la gran masa de la
población, y no sólo al público creciente de las capas medias y
medias bajas, de gustos más tradicionales. La novedad más
interesante fue el desarrollo del género de las novelas policíacas,
cuya precursora fue Agatha Christie. Es un género
profundamente conservador y expresa un mundo aún confiado
(donde el orden se restablece gracias a la inteligencia del detective
para solucionar el problema) a diferencia de las novelas de
espionaje caracterizadas por un cierto histerismo, que también
triunfaría en la segunda mitad del siglo.
Al crecimiento de los medios de comunicación de masas en la
era de los cataclismos fue espectacular. La venta de periódicos
aumento, La prensa interesaba a las personas instruidas, aunque
en los países donde la enseñanza estaba generalizada hacía lo
posible por llegar a las personas menos cultas.
A diferencia de la prensa, que interesaba a una elite, el cine
fue, desde el principio, el medio internacional de masas. El
abandono del lenguaje universal del cine mudo, con sus códigos
de comunicación transcultural, favoreció la difusión internacional
del inglés hablado y contribuyó a que en los años finales del siglo
XX sea la lengua de comunicación universal.
La radio, a diferencia de los otros dos, requería la propiedad
privada por parte del oyente de lo que era todavía un artilugio
complejo y relativamente caro, y por tanto sólo tuvo éxito en los
países desarrollados. La radio transformó la vida de los pobres,
sobre todo de las amas de casa pobres. Introducía el mundo en
sus casas, permitió tener al alcance todo lo que se podía decir,
cantar o expresar por medio del sonido.
Sin embargo, a diferencia del cine o de la prensa popular, el
radio no creó nuevos modos de ver o de establecer relaciones
entre las impresiones sensoriales y las ideas. Era un medio, no un
mensaje. Pero su capacidad para llegar simultáneamente a
millones de personas la convirtió en un instrumento de
información de masas poderoso y en un medio de propaganda y
publicidad. La radio demostró su valor durante la segunda guerra
mundial como un instrumento político y como medio de
información.
El cambio más profundo fue el de privatizar y estructurar la
vida según un horario riguroso, que desde ese momento dominó
no sólo la esfera del trabajo sino también el tiempo libre.
Fue la música la manifestación artística en la que la radio
influyó de forma más directa. Por primera vez, la radio permitió
que un número teóricamente ilimitado de oyentes escuchara
música a distancia con una duración ininterrumpida de más de
cinco minutos. Se convirtió en un instrumento único de
divulgación de la música minoritaria (incluida la clásica) y en el
medio más eficaz de promocionar la venta de discos, condición
de todavía conserva.
Las fuerzas que dominaba las artes populares eran, pues,
tecnológicas e industriales: la prensa, la cámara, el cine, el disco y
la radio. No obstante, un auténtico torrente de innovación
creativa surgió de los barrios populares y de algunas ciudades,
como la samba, destinada a simbolizar a Brasil como el tango a
Argentina. El descubrimiento más importante en este ámbito fue
el del jazz, que surgió en los EE.UU. como resultado de la
emigración de la población negra de los estados sureños a las
grandes ciudades del medio oeste y del noroeste: un arte musical
autónomo de artistas profesionales (principalmente negros).
En la esfera de la cultura popular, el mundo era o
norteamericano o provinciano. Con la excepción del deporte,
ningún otro modelo nacional o regional alcanzó un predominio
mundial, aunque algunos tuvieron una importante influencia
regional y aunque ocasionalmente una nota exótica pudiera
integrarse a la cultura popular internacional, como los elementos
caribeños y latinoamericanos del baile.
El deporte que adquirió preeminencia mundial fue el fútbol,
como consecuencia de la presencia económica del Reino Unido,
que había introducido equipos con los nombres de empresas
británicas, o formados por británicos expatriados.
VII: El FIN DE LOS IMPERIOS

La mayor parte de la historia mundial del siglo XX consiste


fundamentalmente en los intentos de una parte de las elites de las
sociedades no burguesas de imitar el modelo occidental, que era
percibido como el de unas sociedades que generaban el progreso,
en forma de riqueza, poder y cultura, mediante el “desarrollo”
económico y técnico-científico en la variante capitalista o
socialista.
El modelo operacional de desarrollo podía combinarse con
otros conjuntos de creencias e ideologías, en tanto en cuanto no
interfirieran con él. Por otra parte, cuando este conjunto de
creencias se oponían en la práctica y no sólo en la teoría, al
proceso de desarrollo, el resultado era el fracaso y la derrota.
El tradicionalismo y el socialismo detectaron el vacío moral
del capitalismo, que destruía todos los vínculos entre los
individuos excepto aquellos que se basaban en la inclinación a
comerciar y a perseguir sus satisfacciones e intereses personales.
Como medio para movilizar a las masas de las sociedades
tradicionalistas contra la modernización (capitalista o socialista),
las ideologías tradicionalistas y los sistemas de valores no
capitalistas podrían resultar eficaces en algunas circunstancias. Las
movilizaciones auspiciadas por la religión eran movimientos
campesinos heroicos y tenaces.. El fundamentalismo religioso
como fuerza capaz de movilizar a las masas es un fenómeno de
las últimas décadas del siglo XX.
En cambio, las ideologías, los programas e incluso los
métodos y las formas de organización política en que se
inspiraron los países dependientes o atrasados, eran occidentales,
utilizaron los medios desarrollados para los fines de la vida
pública en las sociedades burguesas: prensa, mítines, partidos, etc.
La transformación del Tercer Mundo la llevaron a cabo minorías
de elite, reducidas a un pequeño estrato que poseía los
conocimientos, la educación e incluso la instrucción elemental
requeridos.
Ello no implica que las elites aceptaran todos los valores
occidentales, sus opiniones variaban desde la asimilación hasta la
profunda desconfianza hacia Occidente, combinadas con la
convicción de que sólo adoptando sus innovaciones sería posible
preservar los valores de la civilización autóctona. Fueran cuales
fueran los objetivos de estas elites, la modernización era el
instrumento necesario e indispensable para conseguirlos.
Todos los países se vieron arrastrados hacia el mercado
mundial cuando entraron en contacto con las potencias del
Atlántico norte. La posición que se les reservaba en el mercado
mundial era el de suministradores de productos primarios y la de
destinatarios de las inversiones, principalmente en forma de
préstamos a los gobiernos, o en las infraestructuras del
transporte.
La industrialización del mundo dependiente ni figuraba en los
planes de los desarrollados, ni siquiera en países como los de
América Latina. En el esquema de las potencias, al mundo
dependiente le correspondía pagar las manufacturas que
importaba mediante la venta de sus productos primarios (como
sucedía en la era del imperio con Gran Bretaña). Su interés era
que el mercado de las colonias dependiera completamente de lo
que ellos fabricaban, es decir, que se ruralizaran.
Sin embargo, este objetivo no podía ser alcanzado, porque los
mercados locales estimularon la producción local de bienes de
consumo que resultaban más baratos y porque muchas de las
economías regionales dependientes, eran estructuras con una
considerable sofisticación y un potencial técnico e humano
impresionante.
En 1960 más del 70% de la producción mundial bruta
precedía de los núcleos de la industrialización de Europa
occidental y América del norte. Ha sido en el último tercio del
siglo cuando se ha producido un desplazamiento de la industria
hacia otros lugares.
El imperialismo tenía una tendencia a reforzar el monopolio
de los viejos países industriales. Los marxistas atacaron al
imperialismo como una forma de perpetuar el atraso de los países
pobres. No obstante, era la relativa inmadures del desarrollo de la
economía capitalista y de la tecnología del transporte y la
comunicación, la que impedía que la industria abandonara sus
núcleos originarios. Incluso los gobiernos imperiales podían tener
razones para industrializar sus colonias, aunque sólo Japón lo
llevo a cabo, porque sus colonias (Corea, Manchuria y Taiwán)
datadas de grandes recursos, estaban muy próximas a Japón para
contribuir directamente a la industrialización nacional japonesa.
Con la Gran Depresión, las rentas agrícolas bajaron, por lo
que los gobiernos coloniales elevaron los aranceles sobre la
producción, y fomentaron la producción local en esos mercados
marginales.
Prácticamente todas las regiones de Asia, África, América
Latina y el Caribe dependían de lo que ocurría en un reducido
número de países del hemisferio septentrional, excepto América,
la mayor parte de esas regiones eran propiedad de esos países o
estaban bajo su dominio o administración. Era inevitable que en
esas zonas se planteara la necesidad de liberarse de la dominación
extranjera.
Desde 1945 el mundo colonial se transformó en un mosaico
de estados nominalmente soberanos, sin embargo, sólo algunos
deseaban tan cosa. Los países con una larga historia como
entidades políticas (China, Persia, Turquía, Egipto) tenían un
sentimiento popular contra los extranjeros fácilmente politizable,
pero estos casos son excepcionales. En la mayoría de las regiones
el único fundamento de los estados independientes aparecidos en
el siglo XX eran las divisiones territoriales que la conquista y las
rivalidades imperiales establecieron, sin ninguna relación con las
estructuras locales. El mundo poscolonial está casi
completamente dividido por las fronteras del imperialismo.
En el tercer mundo había quienes rechazaban a los
occidentales, se oponían también a la convicción de las elites de
que la modernización era indispensable. En esos países, la
principal tarea de los nacionalistas era conseguir el apoyo de las
masas , amantes de la tradición y opuestas a lo moderno, sin
poner en peligro sus propios proyectos de modernización.
Líderes hindúes como Tilak y Gandhi consiguieron movilizar
a las masas apelando igualmente al nacionalismo con
espiritualidad hindú, aunque cuidando de no romper el frente
común con los modernizadores, y evitando el antagonismo con
la India musulmana, que había estado siempre implícito en el
nacionalismo hindú. Sin embargo, como Gandhi reconoció, a la
larga resultaba imposible conciliar lo que movía a las masas y lo
que convenía hacer.
En el mundo musulmán surgió un planteamiento parecido,
aunque en él todos los modernizadores manifestaban su respeto a
la piedad popular. La movilización de masas se podía conseguir
más fácilmente partiendo de una religiosidad popular
antimoderna (el “fundamentalismo islámico”).Es decir, en el
tercer mundo un profundo conflicto separaba a los
modernizadores, que eran también nacionalistas de la gran masa
de la población.
Fue la primera guerra mundial la que comenzó a quebrantar la
estructura del colonialismo mundial, además de destruir dos
imperios (el alemán y el turco) y de dislocar temporalmente un
tercero: Rusia. El impacto de la revolución de octubre y el
hundimiento general de los viejos regímenes, al que siguió la
independencia irlandesa (1921) hicieron pensar que los imperios
extranjeros no eran inmortales.
El periodo revolucionario de 1918-1922 transformó la política
nacionalista de masas en la India (“matanza de Amritsar”,
huelgas, “desobediencia civil”, Congreso radicalizado), a partir de
entonces fue prácticamente ingobernable. A partir de 1919 la
clase dirigente consideraba inevitable conceder a la India una
autonomía similar al estatuto de “dominio”, y que le futuro de
Gran Bretaña dependía de un entendimiento con la elite
nacionalista india.
Dado que la India era el corazón del imperio, su futuro (del
imperio) parecía incierto, cuando su posición se hizo insostenible,
después de la segunda guerra mundial, los británicos no se
resistieron a la descolonización. Por el contrario, otros imperios
(Francia y Holanda) utilizaron las armas para intentar mantener
sus posiciones coloniales después de 1945. Sus imperios no
habían sido socavados por la primera guerra mundial.
La Gran Depresión hizo tambalearse a todo el mundo
dependiente. La era del imperialismo había sido un periodo de
crecimiento casi constante, que ni siquiera se había interrumpido
con la primera guerra mundial. La economía imperialista modificó
sustancialmente la vida de la gente corriente, especialmente en las
regiones de producción de materias primas destinadas a la
exportación. Se alteró el significado de bienes, servicios y
transacciones entre personas, y con ello cambiaron los valores
morales de la sociedad y su formas de distribución social. Este
tipo de cambios se dieron con frecuencia en el mundo
dependiente, en el seno de las comunidades que apenas tenían
contacto directo con el mundo exterior.
A pesar de ello, la economía mundial parecía remota, porque
sus efectos inmediatos y reconocibles no habían adquirido el
carácter de un cataclismo. Todo ello fue trastocado por la Gran
Depresión, durante la cual chocaron por primera vez de manera
patente los intereses de la economía de la metrópoli y los de las
economías dependientes, sobre todo porque los precios de los
productos primarios, de los que dependía el tercer mundo, se
hundieron mucho más que los de los productos manufacturados
que se compraban a Occidente. Se formó así la base de masas
para una movilización política. La Depresión desestabilizó tanto
la política nacional como la internacional del mundo dependiente.
La década de 1930 fue crucial para el tercer mundo, porque
determinó que en los diferentes países entraran en contacto las
minorías políticas y la población común (como en la India y otros
países donde la movilización había sido escasa). Comenzaron a
distinguirse los perfiles de la política de masas del futuro: el
populismo latinoamericano (líderes autoritarios con apoyo de
trabajadores urbanos), la movilización política a cargo de líderes
sindicales que luego serían dirigentes partidistas. Al final de los
treinta la crisis del colonialismo se había extendido a otros
imperios, a pesar que dos de ellos (Italia y Japón) estaban todavía
expandiéndose.
La Depresión provocó a partir de 1935 las primeras huelgas
importantes de las zonas productoras de cobre del África central.
Por primera vez los gobiernos coloniales comenzaron a
reflexionar sobre el efecto desestabilizador de las
transformaciones económicas en la sociedad rural africana y a
fomentar la investigación de los antropólogos sociales sobre este
tema.
Surgieron los dirigentes del nacionalismo político local,
influidos por las ideas del movimiento negro de EE.UU., la
Francia del Frente Popular e incluso el movimiento comunista.
Sin embargo, nada de esto parecía preocupar a los ministros
coloniales europeos.
Lo que transformó la situación fue la segunda guerra mundial:
una guerra entre potencias imperialistas. La demostración de que
el hombre blanco podía ser derrotado de manera deshonrosa y de
que esas viejas potencias coloniales eran débiles, aún después de
haber triunfado en la guerra, dañó irreversiblemente a esas
potencias. Las colonias no ignoraron el hecho de que las dos
potencias que en realidad habían derrotado al Eje, EE.UU. y la
URSS eran hostiles al viejo colonialismo.
Fue en Asia donde primer se quebrantó el viejo sistema
colonial (Siria y Líbano, 1945; India y Pakistán, 1947; Birmania,
Sri Lanka, Palestina, Indonesia, 1948). En 1946 EE.UU.
concedieron la independencia a Filipinas. Sólo en algunas zonas
del sureste asiático encontró resistencia el proceso de
descolonización política (Vietnam, Camboya y Laos).
Su larga experiencia en la India había enseñado a Gran
Bretaña algo que no sabían franceses y holandeses: cuando surgía
un movimiento nacionalista importante, la renuncia al poder
formal era la única forma de seguir disfrutando de las ventajas del
imperio.
(La división de la India en función de parámetros religiosos
creó un precedente siniestro para el futuro del mundo: creación
de Pakistán por la Liga Musulmana de Ali Jinnah).
Con la excepción de Indochina, el proceso de descolonización
estaba ya concluido en Asia en 1950. A finales de los años
cincuenta los viejos imperios eran conscientes de la necesidad de
liquidar el colonialismo formal. París, Londres y Brusuelas
decidieron que la concesión voluntaria de la independencia
formal y el mantenimiento de la dependencia económica y
cultural eran preferibles a una larga lucha que desembocaría en la
independencia y la instauración de regímenes de izquierda.
La era imperialista había llegado a su fin. Setenta y cinco años
antes el imperialismo parecía indestructible e incluso treinta años
antes afectaba a la mayor parte de los pueblos del planeta.
VIII: LA GUERRA FRÍA

La guerra fría entre EE.UU. y la URSS, con sus respectivos


aliados, dominó el escenario mundial de la segunda mitad del
siglo XX. Se vivió bajo la amenaza de un conflicto nuclear global,
que, como muchos creían, podía estallar en cualquier momento.
Los gobiernos de ambas potencias aceptaron el reparto global
de fuerzas establecido al final de la segunda guerra mundial. En
Europa las líneas de demarcación se trazaron en 1943-1945,
aunque hubo vacilaciones de Alemania y Austria, que se
resolvieron con la partición de Alemania según las líneas de
ocupación del Este y el Oeste. Asia fue la zona en que las dos
potencias compitieron en busca de apoyo e influencia durante
toda la guerra fría, y donde más conflictos armados podían
estallar. El bando comunista no presentó síntomas de expansión
significativa entre la revolución china y los años setenta, cuando
China ya no formaba parte del mismo.
Ambas potencias intentaron resolver las disputas sobre sus
zonas de influencia sin llegar a un choque abierto de sus fuerzas
armadas que pudiese llevarlas a la guerra. En contra de la retórica
de la época, actuaron suponiendo que la coexistencia pacífica
entre ambas era posible. La guerra fría no fue un enfrentamiento
en el que deshicieran los gobiernos, sino la sorda rivalidad entre
los distintos servicios secretos reconocidos y por reconocer.
Cuando la URSS se hizo de armas nucleares (1949) ambas
potencias dejaron de utilizar la guerra como arma política en sus
relaciones mutuas, pues era el equivalente de un pacto suicida. Sin
embargo, se sirvieron de la amenaza nuclear (sin tener intención
de cumplirla) en algunas ocasiones (Corea y Vietnam, 1953 –
EE.UU.-, 1954; Suez, 1956 –URSS-).
La guerra fría se baso en la creencia occidental de que el
futuro del capitalismo y de la sociedad liberal no estaba
garantizado. Los planes de EE.UU. para la posguerra se dirigían
mucho más a evitar otra Gran Depresión que a evitar otra guerra.
Se esperaban serias alteraciones en la estabilidad social, política y
económica porque la guerra había dejado una población
hambrienta, fácil de adoptar la revolución social.
La ruptura del pacto soviético-norteamericano después de la
guerra no basta para explicar porqué la política de EE.UU. tenía
que presentar a la URRS como la cabeza de una conspiración
comunista mundial y atea dispuesta a derrocar los dominios de la
libertad. Pues en 1945-1947 la URSS ni era expansionista, ni
contaba con extender el avance del comunismo más allá de lo que
se había acordado en las cumbres de 1943-1945. Además, la
URSS desmovilizó sus tropas, disminuyendo de 12 millones en
1945 a 3 millones a finales de 1948.
La URSS no representaba ninguna amenaza para quienes se
encontraran fuera de su ámbito de influencia. Por el contrario,
necesitaba toda la ayuda económica posible, y no tenía interés en
enemistarse con la única potencia que podía proporcionársela, los
EE.UU. su postura de fondo tras la guerra no era agresiva, sino
defensiva.
Sin embargo, la política de enfrentamiento entre ambos surgió
de su propia situación: la posición insegura de la URRS y los
EE.UU. preocupados por la posición insegura en Europa central
y occidental, además del futuro incierto de Asia. El
enfrentamiento es probable que se hubiese producido aún sin la
ideología de por medio.
Mientras que a los EE.UU. les preocupaba el peligro de un
posible dominio mundial de la URSS, a Moscú le preocupaba el
dominio real de los EE.UU. sobre todas las partes del mundo no
comunista. La intransigencia era la táctica lógica de los rusos
(negación a revisar ciertos tratados).
Pero esta política de mutua de intransigencia no implicó un
riesgo cotidiano de guerra. Sin embargo, hubo factores que
dieron otra dimensión al enfrentamiento, como el hecho de que
para los políticos estadounidenses el anticomunismo apocalíptico
resultaba útil y tentador, incluso para aquellos que no estaban
convencidos de su retórica. La histeria pública facilitaba a los
presidentes la obtención de sumas necesarias para financiar la
política norteamericana gracias a una ciudadanía con escasa
predisposición a pagar impuestos. Los EE.UU. se vieron
obligados a adoptar una actitud agresiva, con una flexibilidad
táctica mínima.
Ambos bandos se vieron envueltos en una carrera de
armamentos que llevaba a la destrucción mutua, en manos de
generales e intelectuales atómicos cuya profesión les exigía que no
se dieran cuenta de esta locura. Ambos instauraron un complejo
militar-industrial que contaron con el apoyo de sus respectivos
gobiernos para usar su superávit para atraerse y armar aliados y
satélites y para hacerse con lucrativos mercados para la
exportación.
El mutuo temor a un enfrentamiento explica la “congelación
de los frentes” en 1947-1949, la partición de Alemania y el
fracaso de evitar la subordinación a una u otra potencia. Pero no
explica el tono apocalíptico de la guerra fría, que vino por parte
de EE.UU., pues todos los gobiernos de la Europa occidental
fueron anticomunistas, decididos a protegerse contra un posible
ataque militar soviético. Sin embargo, la cuestión no era la
amenaza teórica de dominación mundial comunista, sino el
mantenimiento de la supremacía real de los EE.UU.
Sin embargo, la carrera del armamento atómico no fue el
impacto principal de la guerra fría. La armas nucleares no se
usaron pesa a que las potencias participaron en tres guerras (sin
enfrentarse) –Corea, 1950; Vietnam y Afganistán-. Los caros
equipos militares demostraron ser ineficaces. La amenaza de la
guerra generó movimientos pacifistas internacionales, dirigidos
contra las armas nucleares, que ocasionalmente se convirtieron en
movimientos de masas en parte de Europa.
Las consecuencias políticas de la guerra polarizaron el mundo
en dos bandos claramente divididos, se escindieron en regímenes
pro y anticomunistas homogéneos en 1947-1948. En Occidente
los comunistas desaparecieron de los gobiernos para convertirse
en parias políticos. La dominación soviética quedó establecida en
toda Europa oriental –excepto en Finlandia-.
La política del bloque comunista fue monolítica, aunque
fragilidad fue más evidente a partir de 1956 (fin del socialismo).
La política de los estados europeos alineados a EE.UU. fue más
uniforme, pues a todos los unía su antipatía por los soviéticos.
Los EE.UU. crearon en dos antiguos enemigos: Italia y Japón, un
sistema permanente de partido único, que trajo como
consecuencia la estabilización de los comunistas como la principal
fuerza opositora y la instalación de unos regímenes de corrupción
institucional.
La guerra eliminó al nacionalsocialismo, al fascismo y a los
sectores derechistas y nacionalistas. La base política de los
gobiernos occidentales de la guerra fría abarcaba desde la
izquierda socialdemócrata a la derecha moderada no nacionalista.
Los partidos vinculados a la Iglesia católica demostraron ser
útiles, por su anticomunismo y programas sociales no socialistas.
Los efectos de la guerra fría sobre la política internacional
crearon la Comunidad Europea con todos su problemas
(organización política permanente para integrar las economías y
los sistemas legales de una serie de estados-nación
independientes). Fue creada en 1957 por Francia, RFA, Italia,
Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo. Su creación ilustra el miedo
que mantenía unida a la alianza antisoviética, miedo no sólo a la
URSS, sino al renacimiento de Alemania y a los mismos EE.UU.,
aliados indispensable contra la URSS, pero sospechoso por su
falta de fiabilidad.
La situación económica de Europa occidental en 1946-1947
parecía tan tensa, que EE.UU. lanzó el plan Marshall en 1947, un
proyecto para la recuperación de Europa, más tarde ayudaría a
Japón. Sin embargo, para EE.UU. una Europa reconstruida tenía
que basarse en la fortaleza económica alemana ratificada con el
rearme de Alemania. Francia trató de vincularse a los asuntos de
Alemania para evitar un posible conflicto, y propusieron su
propia versión de una unión europea. La Comunidad Europea de
creó como una alternativa a los planes de integración europea de
los EE.UU.
Sin embargo, aunque los EE.UU. fuesen incapaces de
imponer a los europeos sus planes económico-políticos en todos
sus detalles, eran lo bastante fuertes como para controlar su
posición internacional. No obstante, a medida que se fue
prolongando la guerra fría se fue contrastando el poderío militar
de la alianza de Washington con el los pobres resultados
económico de los norteamericanos. El peso económico del
mundo se estaba desplazando hacia las economías europeas y
japonesa, que los EE.UU. estaban convencidos de haber
rescatado.
Este cambio se debió al financiamiento norteamericano del
déficit provocado por el costo de sus actividades militares y a los
costos de su programa de bienestar social. El dólar, pieza clave de
la economía de la posguerra, se debilitó. En los sesenta la
estabilidad del dólar ya no se basó en las reservas de los EE.UU.
sino en la disposición de los bancos centrales europeos a no
cambiar sus dólares por oro, y a unirse al bloque del oro para
estabilizar el precio del metal de los mercados. En 1968 este
bloque agotó sus recursos, y se puso fin a la convertibilidad del
dólar.
Cuando acabó la guerra fría, la hegemonía económica
norteamericana había quedado tan mermada que el país ni
siquiera podía financiar su propia hegemonía militar.
Los años más peligrosos de la guerra fría, desde 1947 hasta la
guerra de Corea, 1950-1953, habían transcurrido sin una
conflagración mundial. Lejos de desencadenarse una crisis social,
los países de Europa occidental empezaron a darse cuenta de que
estaban viviendo una época de prosperidad general inesperada. La
disminución de la tensión se llamó: “distensión”.
Kruschev estableció su supremacía en la URSS después de los
conflictos postestalinistas (1958-1964), este dirigente creía en la
reforma y en la coexistencia pacífica. Antes de la “distensión” se
enfrentaron los liderazgos de Kruschev y Kennedy. Las dos
potencias estaban dirigidas por amantes del riesgo en una época
en que el mundo occidental creía estar perdiendo su ventaja sobre
las economías comunistas, que habían crecido más deprisa en los
cincuenta. La descolonización y las revoluciones en el tercer
mundo parecían favorecer a los soviéticos. Los EE.UU. se
enfrentaron a una URSS confiada pero nerviosa por Berlín, El
Congo y Cuba.
Durante esta etapa el Muro de Berlín (1961) cerró la última
frontera entre Este y Oeste. Los EE.UU. aceptaron a la Cuba
comunista a su puerta. Las guerrillas América Latina y la
descolonización de África no se convirtieron en grandes guerras.
Kennedy fue asesinado (1963) y Kruschev dejó el mando en
1964. Se dieron pasos significativos hacia el control y la limitación
del armamento nuclear. El comercio entre EE.UU. y la URSS
empezó a florecer con el paso de los años setenta.
Sin embargo, a mediados de los setenta comenzó la segunda
guerra fría. Ambas potencias estaban satisfechas con su situación
económica. EE.UU. se vio menos afectado por la recesión
económica de Europa, y la URSS se beneficiaba porque la crisis
del petróleo de 1973 cuadruplicó el precio del petróleo, elemento
descubierto en la URSS a mediados de los sesenta.
Dos acontecimientos alteraron este aparente equilibrio.
Vietnam demostró el aislamiento de los EE.UU. La guerra del
Yom Kippur de 1973 entre Israel (aliado de EE.UU.) y Egipto-
Siria (equipadas por la URSS) también puso de manifiesto el
aislamiento norteamericano, cuando sus aliados europeos se
negaron a permitir que los aviones gringos emplearan sus bases
aéreas para apoyar a Israel.
Mediante la OPEP los países árabes del Oriente Próximo
intentaron impedir que se apoyara a Israel, cortando el suministro
de petróleo y amenazando con un embargo de crudo,
multiplicando el precio del petróleo. Vietnam y el Próximo
Oriente debilitaron a EE.UU. pero no alteraron el equilibrio
global de las potencias. Entre 1974 y 1979 surgió una nueva
oleada de revoluciones, esta tercera oleada pareció alterar el
equilibrio de las potencias en contra de EE.UU. ya que una serie
de regímenes africanos, asiáticos y americanos se pasaron del
bando soviético, y facilitaron bases navales a la URSS. La
conciencia de esta tercera oleada de revoluciones mundiales con
el fracaso y derrota públicos de EE.UU. fue lo que engendró la
segunda guerra fría.
Dado que la situación en Europa se había estabilizado, ambas
potencias trasladaron su rivalidad al tercer mundo. EE.UU. había
conseguido la expulsión de los soviéticos de Egipto y la entrada
informal de China a la alianza antisoviética. La nueva oleada de
revoluciones dirigida contra regímenes conservadores proyanquis,
dio a la URSS la oportunidad de recuperar la iniciativa. Por esta
razón, un estado de histeria se apoderó del debate público y
privado de EE.UU.
La injustificada autosatisfacción de los rusos alentó el miedo.
No obstante, el régimen de Brezhnev comenzó a arruinarse él
solo al emprender un programa de armamento que elevó los
gastos en defensa. El esfuerzo soviético por crear una marina con
presencia mundial en todos los océanos tampoco era una
estrategia sensata.
El poderío norteamericano seguía siendo mayor que el
poderío soviético. En cuanto a la economía y la tecnología de
ambos bandos, la superioridad occidental (y japonesa) era mayor.
No obstante, no había ningún indicio de que la URSS deseara una
guerra y mucho menos de que planeara un ataque militar contra
Occidente.
La política de Reagan (retórica apocalíptica), elegido en 1980,
sólo se entiende en su afán de lavar la afrenta de lo que se vivía
como una humillación (el caso Nixon, rehenes en Irán, crisis del
petróleo, aumento de los precios por parte de la OPEP),
demostrando la supremacía de los EE.UU. en gestos de fuerza
militar sobre objetivos fáciles (Granada, 1983; Libia, 1986;
Panamá, 1989).
El equilibrio mundial entre las potencias se llevó a cabo a
finales de los setenta, cuando la OTAN empezó a rearmarse, y a
los nuevos estados africados de izquierda los mantenían a raya
desde el principios movimientos apoyados por EE.UU. Hacia
1980, llegaron al poder en varios países gobiernos de la derecha
ideológica, comprometidos con una forma extrema de egoísmo
empresarial (Reagan, Thatcher). Para esta nueva derecha, el
capitalismo de la sociedad de bienestar de los años cincuenta y
sesenta, habían sido una subespecie de socialismo. La guerra fría
de Reagan fue contra el estado del bienestar igual que contra todo
intrusismo estatal. Sus enemigos eran el liberalismo tanto como el
comunismo.
Cuando la URSS se hundió al final de la era Reagan, los
norteamericanos afirmaron que su caída se debió a una activa
campaña de acoso y derribo, pero no hay la menor señal de que el
gobierno de los EE.UU. contemplara el hundimiento de la URSS
o de que estuviera preparado para ello llegado el momento. El
mismo Reagan creía en la coexistencia entre ambos países, pero
una coexistencia que no estuviera basada en un equilibrio de
terror nuclear mutuo.
La guerra fría acabó cuando una de la superpotencias, o
ambas, reconocieron el peligro de la carrera armamentista, y
cuando una o ambas, aceptaron acabar con esa carrera.
Gorvachov fue quien se encargó de convencer al gobierno de los
EE.UU. y a los demás gobiernos occidentales de que los
soviéticos en verdad querían acabar con esa carrera. A efectos
prácticos, la guerra fría acabó en las cumbres de Reykjavik (1986)
y Washington (1987).
El socialismo soviético afirmaba ser una alternativa global al
sistema capitalista. Dado que el capitalismo no se hundió, las
perspectivas del socialismo dependían de su capacidad de
competir con la economía capitalista mundial (reformada tras la
Gran Depresión y la segunda guerra mundial, y trasformada por
la revolución postindustrial de las comunicaciones y la
informática). No obstante, desde 1960 el socialismo ya no era
competitivo.
El sistema capitalista mundial podía absorber la deuda de 3
billones de dólares que en los ochenta hundieron a los EE.UU.
(mayor acreedor del mundo, hasta entonces). En cambio, nadie,
ni dentro ni fuera, estaba dispuesto a hacerse cargo de una deuda
equivalente en el caso soviético. A finales de los setenta, las
economías de la Comunidad Europea y Japón, juntas, eran un
60% mayores que la de los EE.UU.; en cambio, los aliados y
satélites de los soviéticos nunca llegaron a emanciparse, sino que
siguieron practicando una sangría de decenas de miles de millones
de dólares anuales a la URSS. Los países del tercer mundo (que
según Moscú acabarían con el capitalismo) representaban el 80%
del planeta, pero sus economías eran secundarias. A medida que
la superioridad tecnológica occidental fue creciendo no hubo
competencia posible.
Lo que precipitó la caída del socialismo, fue la combinación de
sus defectos económicos y la invasión acelerada de la economía
socialista por parte de la economía capitalista, más dinámica,
avanzada y dominante. Fue la interacción de la economía de
modelo soviético con la economía capitalista a partir de los
sesenta lo que hizo vulnerable al socialismo. La derrota de la
URSS no se debió a la confrontación, sino a la distensión. No fue
posible reconocer que la guerra había acabado hasta el
hundimiento del imperio soviético (1989) y la disolución de la
URSS (1989-1991).
* La guerra fría transformó la escena internacional en tres
sentidos:
1) Había eliminado o eclipsado totalmente las rivalidades y
conflictos que configuraron la política antes de la segunda
guerra mundial (salvo uno). Todas las grandes potencias
(excepto dos) quedaron relegadas a la segunda o tercera
división de la política internacional. Francia y Alemania no
entraron en lucha después de 1947, porque los alemanes
podían ser controlados por EE.UU.
2) Congeló y estabilizó la situación internacional. Alemania
permaneció dividida 46 años en sectores: occidental (RFA-
1948), central (RDA-1954) y oriental (que se convirtió en
parte de Polonia y de la URSS). El fin de la guerra fría y el
hundimiento de la URSS reunificó a los dos sectores
occidentales y dejó las zonas de Prusia oriental
anexionadas por los soviéticos aisladas, separadas del resto
de Rusia por el estado ahora independiente de Lituania.
La política interna no se congeló de la misma forma, salvo
en el caso donde los cambios alteraran la lealtad de un
estado a su respectiva potencia dominante. Los EE.UU. no
estaban dispuestos a tolerar comunistas en el poder en
Italia, Chile o Guatemala, y la URSS no estaba dispuesta a
renunciar al derecho de mandar tropas a repúblicas
hermanas con gobiernos disidentes como Hungría y
Checoslovaquia. Con excepción de China, ningún país
importante cambio de bando.
3) La guerra fría llenó al mundo de armas. Fue el resultado
natural de cuarenta años de competencia entre ambas
potencias por armarse. A las economías muy militarizadas
les interesaba vender sus productos en el exterior. Todo el
mundo exportaba armas. El surgimiento de una época de
guerrillas y terrorismo originó una gran demanda de armas
ligeras y portátiles, las ciudades de finales del siglo XX
proporcionaron un nuevo mercado civil de esos productos.

El fin de la guerra fría suprimió los puntuales que habían


sostenido la estructura internacional: quedó un mundo en
confusión y parcialmente en ruinas. La idea norteamericana de
que el antiguo orden bipolar podía ser sustituido con un nuevo
orden mundial basado en la única superpotencia que había
quedado, pronto demostró ser irreal. El fin de la guerra fría
demostró no ser el fin de un conflicto internacional, sino el fin de
una época, no sólo para Occidente, sino para el mundo entero.
Los años entorno a 1990 fueron claramente uno de los
momentos decisivos del siglo.
Sólo una cosa parecía sólida entre tanta incertidumbre: los
extraordinarios cambios que experimentó la economía mundial y
las sociedades humanas, durante un periodo transcurrido desde el
inicio de la guerra fría.
IX: LOS AÑOS DORADOS

Sólo al final de los años setenta, los observadores se dieron


cuenta de que el mundo capitalista desarrollado –principalmente-
había atravesado una etapa excepcional. Para los EE.UU. que
dominaron la economía tras el fin de la segunda guerra mundial
supuso la prolongación de la expansión de los años de la guerra,
debido al tamaño de su economía, su comportamiento no fue tan
impresionante como el de otros países. En el resto de los países
industrializados la edad de oro batió todas las marcas anteriores
de desarrollo.
La recuperación tras la guerra era la prioridad de los europeos
y Japón, después de 1945 su éxito se midió por la cercanía a los
objetivos del pasado y no del presente. En 1950 la mayoría de los
países (excepto Alemania y Japón) habían vuelto a los niveles de
preguerra, pero el principio de la guerra fría y el empuje de los
partidos comunistas no invitaban a la euforia. Fue hasta los
sesenta cuando se asentó la prosperidad de Europa, y los
observadores admitían que la economía en su conjunto
continuaría subiendo y subiendo para siempre.
La edad de oro correspondía básicamente a los países
capitalistas desarrollados, que representaban ¾ partes de la
producción y el 80% de las exportaciones de productos
elaborados, aunque en un principio pareció que la parte socialista
llevaba la delantera. El crecimiento de la URSS en los cincuenta
era mayor al de cualquier país occidental. Sin embargo, en los
sesenta se hizo evidente que era el capitalismo, más que el
socialismo, el que se estaba abriendo camino.
La edad de oro fue un fenómeno mundial aunque la opulencia
generalizada quedara lejos del alcance de la mayoría de la
población mundial. La población del tercer mundo se duplicó en
los siguientes 35 años a partir de 1950 (África, Extremo Oriente,
sur de Asia y América Latina). La esperanza de vida se prolongó
una media de siete años, o diecisiete con relación a los años
treinta. Esto significa que la producción de alimentos aumentó
más deprisa que la población, tanto en las zonas desarrolladas
como en las regiones no industrializadas.
El problema de los países desarrollados era que producían
unos excedentes de productos alimentarios, que en los ochenta
decidieron producir bastante menos, o inundar el mercado por
debajo del precio de coste, compitiendo así con el precio de los
productores de los países pobres.
El mundo industrial se expandió por los países capitalistas y
socialistas y por el tercer mundo. En todas partes el número de
países dependientes de la agricultura, por lo menos para financiar
sus importaciones del resto del mundo, disminuyó de forma
notable. La producción mundial de manufacturas se cuadriplicó
entre principios de los cincuenta y principios de los setenta,
además, el comercio mundial de productos elaborados se
multiplicó por diez. La producción agrícola mundial también se
disparó, no por el cultivo de nuevas tierras, sino por el aumento
de la productividad.
El efecto de esta explosión fue la contaminación y el deterioro
ecológico, aunque en esta época fue un efecto secundario. La
ideología del progreso daba por sentado que el creciente dominio
de la naturaleza por parte del hombre era la justa medida del
avance de la humanidad. Se utilizaron métodos industriales de
producción para construir viviendas públicas rápido y barato, por
lo que los sesenta fueron el decenio más nefasto del urbanismo
humano. Los aeropuertos sustituyeron a las estaciones de
ferrocarril como el edificio simbólico del transporte.
El impacto de las actividades humanas (industriales y
agrícolas) sobre la naturaleza, se incrementó por el aumento del
uso de combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas natural). La
edad de oro es fue de oro porque el precio medio de barril de
crudo saudí era inferior a los dos dólares a lo largo de todo el
periodo de 1950-1973, haciendo que la energía fuese muy barata y
continuara abaratándose. Las emisiones de dióxido de carbono se
triplicaron entre 1950-1973.
La era del automóvil –hacía tiempo en Norteamérica- llegó a
Europa y luego al mundo socialista y a la clase media
latinoamericana, mientras que la baratura de los combustibles
hizo al camión y el autobús los principales medios de transporte
del planeta. Buena parte de la expansión mundial fue un proceso
de ir acortando distancias. Bienes y servicios restringidos a las
minorías se pensaba ahora para un mercado de masas, como
sucedió con el turismo a playas soleadas. Neveras, lavadoras,
teléfonos, se convirtieron en indicador de bienestar habitual.
Ahora el ciudadano medio podía vivir como sólo los muy ricos
habían vivido en tiempos de sus padres, con la diferencia de que
la mecanización había sustituido a los sirvientes.
El motor de la expansión económica fue la revolución
tecnológica. No sólo contribuyó a la multiplicación de los
productos, sino a la de productos desconocidos. La guerra, con
su demanda de alta tecnología preparó una serie de procesos
revolucionarios luego adaptados al uso civil (televisión,
magnetófonos, radar, motor a reacción, electrónica e
informática). La industria e incluso la agricultura superaron por
primera vez la tecnología del siglo XIX.
Este terremoto tecnológico tuvo varias consecuencias:
Primero. Transformó la vida cotidiana en los países ricos e
incluso en los pobres, donde la radio llegaba hasta las aldeas más
remotas; la “revolución verde” transformó el cultivo del arroz y el
trigo, y el uso del plástico se generalizó en el calzado. La
revolución tecnológica penetró en la conciencia del consumidor
que la novedad se convirtió en el principal atractivo a la hora de
venderlo todo. La premisa era que lo nuevo no sólo quería decir
mejor, sino revolucionario.
Los productos que representaron novedades tecnológicas son
incontables: televisión, LPs, cassettes, CDs, relojes digitales,
calculadoras de bolsillo, equipos de sonido, fotográficos y vídeo
domésticos. Estas innovaciones sufrieron el sistemático proceso
de miniaturización: la portabilidad aumentó intensamente su
gama y su mercado potenciales.
Segundo. A más complejidad de la tecnología en cuestión, más
complicado se hizo el camino desde el descubrimiento o la
invención hasta la producción, y más complejo y caro el proceso
de creación. La investigación y el desarrollo consolidaron la
ventaja de las economías de mercado desarrolladas, la innovación
tecnológica no floreció en las economías socialistas. El proceso
innovador se hizo tan continuo, que el coste del desarrollo de
nuevos productos se convirtió en una proporción cada vez mayor
e indispensable de los costes de producción.
Tercero. Las nuevas tecnologías emplearon de forma intensiva
el capital y eliminaron la mano de obra (menos científicos y
técnicos) o llegaron a sustituirla. La característica de la edad de
oro es que necesitó grandes inversiones constantes, y no necesitó
a la gente, salvo como consumidores. Aunque esto no resultó
evidente durante una generación, pues en los países
industrializados, la clase trabajadora industrial mantuvo o
aumentó dentro de la población activa. El ideal al que aspiraba la
edad de oro era la producción o el servicio sin la intervención del
ser humano, que sólo resultaba necesario para la economía en un
sentido: como comprador de bienes y servicios.
Todos los problemas que había afligido al capitalismo en la era
de las catástrofes parecieron disolverse y desaparecer. El ciclo de
expansión y recesión se convirtió en una sucesión de leves
oscilaciones. No se puede hablar de desempleo masivo en
Occidente, cuando Europa tenía un paro medio de 1,5% y Japón
un 1,3%. Sólo en Norteamérica no se había eliminado aún. Los
ingresos de los trabajadores aumentaba año tras año de forma
casi automática. La gama de bienes y servicios que ofrecía el
sistema productivo convirtió lo que había sido un lujo en
productos de consumo diario, y esa gama se ampliaba un año tras
otro.
Vista en perspectiva, la edad de oro fue sólo otra fase
culminante del ciclo de Kondratiev, esta sucesión de ciclos de
onda larga de aproximadamente medio siglo de duración era
normal desde el siglo XVIII. Lo que hay que explicar no es eso,
sino la escala y el grado de profundidad de esta época de
expansión dentro del siglo XX. Es evidente que el gran salto de la
economía produjo una reestructuración y una reforma
sustanciales en el capitalismo, y una gran avance en la
globalización e internacionalización de la economía.
El primer punto produjo una economía mixta, que facilitó los
estados de la planificación y la gestión de la modernización
económica, además de incrementar la demanda. El compromiso
político de los gobiernos con el pleno empleo y –en menor
grado- con el bienestar y la seguridad social, dio pie a la existencia
de un mercado de consumo masivo de artículos de lujo que ahora
pasarían a considerarse necesarios.
El segundo factor multiplicó la capacidad productiva de la
economía mundial al posibilitar la división internacional del
trabajo más compleja y minuciosa. Al inicio esto se limitó a los
países desarrollados, el área socialista quedó aparte y el tercer
mundo optó por una industrialización planificada y separada,
reemplazando la importación con la propia producción de
artículos manufacturados. Lo que experimento el gran estallido
fue el comercio de productos industriales, el comercio de
manufacturas se multiplicó por diez en los veinte años posteriores
a 1953.
La reestructuración del capitalismo y el avance de la
internacionalización de la economía fueron fundamentales.
Aunque no está claro que la revolución tecnológica no explica
por sí sola la edad de oro, pues gran parte de la nueva
industrialización consistió en la extensión a nuevos países de las
viejas industrias basadas en las viejas tecnologías del XIX e inicios
del XX (carbón, hierro, acero, petróleo y motor de explosión. La
alta tecnología y sus innovaciones pronto se constituyeron en
parte misma de la expansión económica, aunque no son decisivas
por sí mismas.
El capitalismo de la posguerra era una especie de matrimonio
entre liberalismo económico y socialdemocracia, con préstamos
sustanciales de la URSS (planificación económica). No obstante,
los teólogos del mercado libre reaccionaron defendiendo la
pureza del mercado, condenando las políticas que hicieron de la
edad de oro una época de prosperidad.
La memoria de la experiencia de entreguerras y la Gran
Depresión contribuyeron a reformar al capitalismo, ahora se
anexaba la perspectiva del comunismo y del poderío soviético.
El desastre de entre guerras se debió en gran parte a la
disrupción del sistema comercial y financiero mundial y su
fragmentación en economías nacionales. El sistema gozó de
estabilidad gracias a la hegemonía de la economía británica y la
libra esterlina, ahora ese control lo tenía que asumir EE.UU. y el
dólar. La Gran Depresión se debió al fracaso del mercado libre
sin restricciones. A partir de entonces, habría que complementar
al mercado con la planificación y la gestión pública de la
economía, o actuar dentro del marco de las mismas.
La tutuela y planificación estatal no era novedad en algunos
países, desde Francia hasta Japón, incluso era bastante habitual en
occidente después de 1945. No era cuestión de socialismo o
antisocialismo. Los partidos socialistas y los movimientos obreros
encajaban en el nuevo capitalismo reformado, porque no
disponían de una política económica propia, excepto los
comunistas, cuya meta era tomar el poder y seguir el modelo
soviético. La izquierda dirigió su atención hacia la mejora de las
condiciones de vida de su electorado de clase obrera. Un
capitalismo reformado que reconociera la importancia de la mano
de obra y de las aspiraciones socialdemócratas les parecía bien.
La clase dirigente occidental de la posguerra estaba
convencida de que la vuelta al laissez-faire y a una economía de
libre mercado inalterable era impensable. El pleno empleo, la
detención del comunismo y la modernización de la economía
eran la prioridad y justificaban una intervención estatal de
máxima firmeza, estando incluso dispuestos a asociarse con
movimientos obreros organizados, siempre que no fuesen
comunistas. Estas políticas obtuvieron grandes éxitos. La
adaptación de las ideas soviéticas a las economías capitalistas
mixtas tuvieron grandes consecuencias, como ejemplo está
Francia que entre 1950 y 1979 acortó distancias con respecto a
EE.UU. más que ningún otro de los países industrializados.
La reconstrucción de la economía internacional se tradujo
parcialmente en acuerdos institucionales concretos. El Banco
Mundial y el FMI se crearon para facilitar la inversión a largo
plazo y mantener la estabilidad monetaria, además de abordar
problemas de la balanza de pagos. Cuando se hundió el modelo
original de la ONU con la guerra fría, estas instituciones
quedaron subordinadas a la política de los EE.UU.
Los planificadores del nuevo mundo intentaron crear
instituciones operativas para su proyectos, y fracasaron. A
diferencia de la ONU, el sistema internacional de comercio y de
pagos funcionó. La edad de oro fue la época de libre comercio,
libertad de movimiento de capitales y estabilidad cambiaria que
tenían en mente los planificadores durante la guerra. Ellos se
debió al dominio de los EE.UU. y al dólar, que fue eficaz
estabilizador por su vinculación con una cantidad concreta de
oro, hasta que el sistema se cayó a finales de los sesenta.
Una expansión agresiva estaba en el ánimo de la política
norteamericana al acabar la guerra. La guerra fría les incitó a
adoptar una perspectiva a largo plazo, al convencerlos de ayudar a
sus competidores acrecer lo más rápido posible (Plan Marshall).
La economía capitalista mundial se desarrolló en torno a los
EE.UU. cuya economía planteaba menos obstáculos a los
movimientos internacionales de los factores de producción que
cualquier otra, excepto en el caso de la migración. No obstante, la
gran expansión económica de la edad de oro se alimento de la
mano de obra parada y de los grandes flujos migratorios internos,
del campo a la ciudad y de las regiones pobres a las ricas. Sin
embargo, los gobiernos se resistieron a la libre inmigración, en su
mayoría sólo se concedieron permisos de residencia condicionales
y temporales, para que las personas pudieran ser repatriadas
fácilmente. En la edad de oro la inmigración era un tema político
delicado, en los setenta condujo a un aumento público de la
xenofobia en Europa.
Durante la edad de oro la economía siguió siendo más
internacional que trasnacional. El comercio recíproco entre países
era cada vez mayor, pero aunque las economías industrializadas
comprasen más los productos de unas y otras, el grueso de su
actividad económica continuó siendo doméstica. A partir de los
sesenta apareció una economía cada vez más trasnacional (sistema
de actividades económicas para las cuales los estados y sus
fronteras no son la estructura básica, sino meras complicaciones).
Este proceso vino acompañado de una creciente
internacionalización –entre 1965-1990 la producción mundial
dedicada a la exportación se duplicó-.
Esta trasnacionalización tiene tres aspectos: las compañías
trasnacionales (multinacionales); la nueva división del trabajo y el
surgimiento de las actividades offshore (extraterritoriales) en
paraísos fiscales, es decir, la práctica de registrar la sede legal de
un negocio en territorios minúsculos y fiscalmente generosos que
permitan evitar los impuestos y demás limitaciones de otros
países.
La City de Londres se convirtió en una plaza financiera
offshore gracias a la inversión de eurodólares. Los dólares
depositados en bancos fuera de los EE.UU. y no repatriados,
para evitar las restricciones de sus leyes financieras, se
convirtieron en un instrumento financiero negociable. Estos
dólares flotantes se convirtieron en la base de un mercado global
totalmente incontrolado, y experimentaron un tremendo
crecimiento. Primero EE.UU. y después todos los gobiernos
acabaron por ser sus víctimas, ya que perdieron el control sobre
los tipos de cambio y la masa monetaria.
Las compañías multinacionales estadounidenses aumentaron
sus filiales de 7,500 en 1950 a 23 mil en 1966. Además, cada vez
más compañías de otros países siguieron su ejemplo. La novedad
radicaba en la escala de las operaciones de estas entidades
trasnacionales: las estadounidenses a principios de los ochenta
acumulaban ¾ de las exportaciones y la mitad de las
importaciones de su país.
La función principal de tales compañías era internacionalizar
los mercados más allá de las fronteras nacionales, es decir,
convertirse en independientes de los estados y de su territorio.
Las estadísticas de importaciones y exportaciones reflejan en
realidad el comercio interno dentro de una entidad trasnacional
que opera en varios países. Este fenómeno reforzó la tendencia
natural del capital a concentrarse. En 1960 las ventas de las
mayores firmas del mundo (no socialista) equivalían al 17% del
PNB del mundo.
La mayoría de las trasnacionales tenían su sede en estados
desarrollados importantes. Si al principio la vinculación con sus
gobiernos fue estrecha, a finales de la edad de oro es dudoso que
cualquier de ellas pudiera decirse con certeza que se identificaba
con su gobierno o con los intereses de su país. La tendencia de
emanciparse de los estados nacionales se hizo más patente a
medida que la producción industrial empezó a trasladarse fuera de
los países europeos y norteamericanos.
Los países desarrollados empezaron a exportar un porcentaje
mayor de sus productos elaborados al resto del mundo, a su vez,
el tercer mundo empezó a exportar manufacturas a una escala
considerable hacia los países desarrollados e industrializados. Las
nuevas industrias del tercer mundo abastecían no sólo a unos
mercados locales en expansión, sino también al mercado mundial,
exportando artículos producidos por la industria local o
formando parte del proceso de fabricación transnacional.
Esta fue la innovación decisiva de la edad de oro, que no
hubiera podido darse sin la revolución en el ámbito del transporte
y las comunicaciones, que hizo posible dividir la producción de
un solo artículo entre varios países, transportando vía aérea el
producto parcialmente acabado entre estos centros y dirigiendo
de forma centralizada el proceso en su conjunto gracias a la
moderna informática.
A medida que el mundo se iba convirtiendo en una unidad, las
economías nacionales de los grandes estados se vieron
desplazadas por estas plazas financieras extraterritoriales, situadas
en su mayoría en los pequeños o minúsculos miniestados
(ciudades-estado), que en la edad de oro se hizo evidente que
podían prosperar tanto como las grandes economías nacionales, e
incluso más, proporcionando directamente servicios a la
economía global. El mundo más conveniente para los gigantes
multinacionales es un mundo poblado por estados enanos o sin
ningún estado.
El desplazamiento de las viejas industrias de su núcleo original
se basó en la combinación de crecimiento económico en una
economía capitalista basada en el consumo masivo por parte de
una población activa plenamente empleada y cada vez mejor
pagada y protegida. Se basaba también en un acuerdo tácito entre
las organización obreras y las patronales para mantener las
demandas de los trabajadores dentro de unos límites para no
mermar los beneficios, y no mantener las expectativas de tales
beneficios muy altas como para justificar las inversiones. Con el
fin de la edad de oro estos acuerdos sufrieron la crítica de los
teólogos del libre mercado que los acusaron de corporativismo.
A los empresarios no les importaba pagar salarios altos en
plena expansión y con cuantiosos beneficios. Los trabajadores
obtenían salarios y beneficios complementarios que iban
subiendo con regularidad. Los gobiernos conseguían estabilidad
política, debilitando así a los partidos comunistas y unas
condiciones predecibles para la gestión macroeconómica.
Tras la guerra hubo en todas partes gobiernos reformistas
(dominados por socialistas, socialdemócratas, incluso con
presencia comunista hasta 1947), aunque este reformismo pronto
se batió en retirada, aunque se mantuvo el consenso. La gran
expansión económica de los cincuenta estuvo dirigida por
gobiernos conservadores moderados. Lo que ocurrió es que el
espíritu de la época estaba en contra de la izquierda: no era
momento de cambiar.
En los sesenta se registró un giro hacia la izquierda, debido al
retroceso del liberalismo económico y en parte porque la
generación que presidió el sistema capitalistas desapareció hacia
1964. En los sesenta la izquierda moderada volvió a gobernar
muchos estados de Europa occidental. Esta cambio fue paralelo a
la aparición de los estados de bienestar, es decir, estados en los
que el gasto en bienestar se convirtió en la mayor parte del gasto
público total y la gente dedicada a actividades de bienestar social
formó el conjunto más importante de empleados públicos. A
finales de los sesenta todos los estados capitalistas avanzados se
habían convertido en estados de bienestar.
La política de las economías de mercado desarrolladas parecía
tranquila. Por eso el súbito estallido del radicalismo estudiantil en
1968 tomó a políticos e intelectuales por sorpresa. Era un signo
de que la estabilidad de la edad de oro no podía durar. Esta
dependía de el equilibro entre el aumento de la producción y la
capacidad de los consumidores de absorberlo. Los salarios tenían
que subir lo bastante deprisa como para mantener el mercado a
flote, pero no demasiado deprisa, para no recortar los márgenes
de beneficio. Además, dependía del dominio de EE.UU.
En los años sesenta la hegemonía de los EE.UU. entró en
decadencia y el sistema monetario mundial basado en la
convertibilidad del dólar en oro, se vino abajo. Además, las
grandes reservas de mano de obra provenientes de las
migraciones estaba a punto de agotarse.
Se registró un cambio de actitud de la moderación y la calma
de las negociaciones salariales anteriores a 1968 y las de los
últimos años de la edad de oro, debido al descubrimiento de que
los aumentos salariales peleados por los sindicatos eran inferiores
a los que podían conseguirse presionando al mercado. Este
cambio de actitud de los trabajadores fue más significativo que las
protestas estudiantiles de 1968, que fue un fenómeno ajeno a la
economía y a la política. Movilizó un sector minoritario de la
población: la juventud de clase media.
Su trascendencia cultural fue mayor que la política, a
diferencia de movimientos análogos en países dictatoriales y del
tercer mundo. Pero sirvió de aviso para una generación que creía
haber resuelto para siempre los problemas de la sociedad
occidental. El 68 no fue el fin ni el principio de nada, sino sólo un
signo.
A diferencia del estallido salarial, el hundimiento del sistema
financiero internacional en 1971, el boom de las materias primas
de 1972-1973 y de la crisis del petróleo de la OPEP de 1973, no
tiene gran relevancia para la historia económica.
A principios de los setenta la expansión de la economía
acelerada por una inflación en rápido crecimiento, por un enorme
aumento de la masa monetaria mundial y por el ingente déficil
norteamericano, se volvió frenética. La economía entró en crisis
en 1974 cuando el PNB de los países industrializados avanzados
cayó sustancialmente. La economía mundial no recuperó su
antiguo ímpetu tras el crac. Fue el fin de una época. Las décadas
posteriores a 1973 serian una era de crisis.
No obstante, la edad de oro llevó a cabo la revolución más
drástica, rápida y profunda en los asuntos humanos de la que se
tenga constancia histórica.
X: LA REVOLUCIÓN SOCIAL, 1945-1990

En el tercer cuarto del presente siglo se dio la transformación


social mayor y más intensa, rápida y universal de la historia de la
humanidad. Es verdad que en las zonas desarrolladas del mundo
hacía tiempo que vivían en un mundo de cambios,
transformaciones tecnológicas e innovaciones culturales
constantes. Pero para la mayor parte del planeta los cambios
fueron tan repentinos como cataclísmicos. Para el 80% de la
humanidad la Edad Media se terminó en los años cincuenta, o
mejor dicho, sintió que se había terminado en los años sesenta.
Quienes vivieron la realidad de estas transformaciones no se
hicieron cargo de su alcance, pues las experimentaron
progresivamente y no las concibieron como revoluciones
permanentes.
El cambio social más drástico y de mayor alcance de la
segunda mitad de siglo, y que nos separa para siempre del mundo
del pasado, es la muerte del campesinado. Es vísperas de la
segunda guerra mundial, sólo Gran Bretaña y Bélgica eran países
industrializados donde la agricultura y la pesca empleaban a
menos del 20% de la población. En los EE.UU. y Alemania, las
dos mayores economías industriales, la población rural
representaba la cuarta parte de la población. Para principios de
los ochenta ningún país occidental tenía una población rural
superior al 10% del total.
Algo aún más extraordinario fue el declive de la población
rural en los países con falta de desarrollo industrial. En América
Latina, al término de la segunda guerra mundial, los campesinos
constituían la mitad o la mayoría de la población activa. Pero ya
en los setenta no había ningún país en que no estuvieran en
minoría. La situación era parecida en los países islámicos. Sólo
tres regiones del planeta seguían dominadas por sus pueblos y
campos: el África subsahariana, el sur y el sureste de Asia y China.
Es cierto que estas regiones de población rural seguían
representando a la mitad del género humano a finales de la época.
Sin embargo, incluso ellas acusaban los embates del desarrollo
económico.
En las regiones pobres del mundo la revolución agrícola no
estuvo ausente, aunque fue más incompleta. En conjunto, los
países del tercer mundo y del segundo (anteriormente o todavía
socialista) dejaron de alimentarse a sí mismos, y no producían los
excedentes alimentarios exportables que serían de esperar siendo
países agrícolas. Como máximo se les animaba a especializarse en
cultivos de exportación para los mercados del mundo
desarrollado.
El mundo de la segunda mitad del siglo XX se urbanizo como
nunca, a mediados de los ochenta el 42% de su población era
urbana. Las aglomeraciones urbanas más grandes de finales de los
ochenta se encontraban en el tercer mundo: El Cario, Ciudad de
México, Sao Paulo y Shanghai; mientras el mundo desarrollado
seguía estando más urbanizado que el mundo pobre, sus propias
grandes ciudades se disolvían.
No obstante, el viejo mundo y el nuevo mundo convergieron.
La típica gran ciudad del mundo desarrollado se convirtió en una
región de centros urbanos interrelacionados, situados alrededor
de una zona administrativa o de negocios. Surgieron redes
periféricas de circulación subterránea rápida en todas partes. La
descentralización se extendió al irse desarrollando barrios o
complejos residenciales suburbanos con sus propios servicios
comerciales y de entretenimiento.
La ciudad del tercer mundo aunque conectada también por
redes de transporte público y un sin fin de números de autobuses
y taxis colectivos, no pudieron evitar estar mal dispuestas y
estructuradas, debido en parte a la magnitud de su población y
porque muchas surgieron a partir de barrios de chabolas en
espacios abiertos sin utilizar.
A la par de la decadencia del campesinado, se experimentó un
auge de las profesiones para las que se necesitaban estudios
secundarios y superiores. La demanda de plazas de enseñanza
secundaria y superior se multiplicó a un ritmo extraordinario, al
igual que la cantidad de gente que había cursado o estaba
cursando esos estudios. Este estallido se dejó sentir en la
enseñanza universitaria, hasta entonces insignificante desde el
punto de vista demográfico. A finales de los ochenta los
estudiantes se contaban por millones en varios países (del 2,5 al
3% de la población total). La fiebre universitaria fue menos
acusada en los países socialistas, pese al orgullo de su política de
educación de masas, a medida que las dificultades del sistema
crecieron en los setenta y ochenta, estos países se rezagaron con
respecto a Occidente.
La enseñanza superior se convirtió en la mejor forma de
conseguir ingresos más elevados, pero sobre todo, un nivel social
más alto. La mayoría de los estudiantes procedía de familias más
acomodadas que el término medio, pero no necesariamente ricas.
La expansión económica mundial hizo posible que familias
humildes pudieran permitirse que sus hijos estudiasen de tiempo
completo. En los setenta la cifra mundial de universidades se
duplicó con creces.
Esta multitud de jóvenes estudiantes y profesores eran un
nuevo factor tanto en la cultura como en la política. Tal como
revelaron los setenta, eran políticamente radicales y explosivos,
además de eficaces para dar expresión nacional e incluso
internacional al descontento político y social, como en el
movimiento estudiantil de 1968. El motivo porque el 68 no fue la
revolución fue que los estudiantes no podían hacerla solos. Su
eficacia radicaba en su ejemplo era capaz de denotar a grupos
mayores pero más difíciles de inflamar (como los movimientos
obreros). Tras el fracaso de los sueños del 68, algunos estudiantes
radicales intentaron hacer la revolución por su cuenta formando
bandas armadas terroristas, pero aunque estos movimientos
recibieron mucha publicidad, rara vez tuvieron incidencia política
seria.
Es significativo que el nuevo grupo social de los estudiantes
fuera el único de entre los nuevo y viejos agentes sociales que
optó por la izquierda radical. Se ha explicado en parte este
fenómeno por el esencial ímpetu revolucionario, entusiasta y de
desorden de la generación joven, pero esto no explica porqué los
jóvenes que estaban a las puertas de un futuro mucho mejor que
el de sus padres, se sentían atraídos por el radicalismo político.
En realidad, un alto porcentaje de estudiantes no era así, sino que
se contentaba con el título que le garantizaría el futuro, pero éstos
resultaban menos visibles que la minoría de los políticamente
activos.
La explosión de la demanda universitaria rebasó a las
instituciones universitarias que no estaban preparadas ni física ni
organizativa ni intelectualmente para esta afluencia. El
resentimiento contra las autoridades universitarias se hizo
fácilmente extensivo a todas las autoridades, y eso hizo en
Occidente que los estudiantes se inclinaran hacia la izquierda.
Este nuevo colectivo estudiantil se encontraba en una
situación incómoda con respecto al resto de la sociedad. Su
descontento no era menguado por la conciencia de estar viviendo
en unos tiempos que habían mejorado asombrosamente, mucho
mejor que el que sus padres pudieran llegar a vivir. Al contrario,
creían que las cosas podían ser distintas y mejores, aunque no
supieran exactamente cómo. La explosión de descontento
estudiantil se produjo en el momento culminante de la gran
expansión mundial.
El empuje de su radicalismo movilizó a grupos acostumbrados
a movilizarse por motivos económicos. El efecto más inmediato
de la rebelión estudiantil europea fue una oleada de huelgas de
obreros en demanda de salarios más altos y de mejores
condiciones laborales.
A diferencia de la población rural y universitaria, la clase
trabajadora industrial no experimento ningún cataclismo
demográfico hasta que en los ochenta entró en ostensible
decadencia. Al final de los años dorados había más obreros en el
mundo, en cifras absolutas, y una mayor proporción de
trabajadores industriales dentro de la población mundial más alta
que nunca.
Las viejas industrias del siglo XIX y principios del XX
entraron en decadencia (la minería del carbón, la industria
siderúrgica, la industria textil –que se desplazó a otros países-).
Las viejas zonas industriales se convirtieron en cinturones de
herrumbe (rustbelts) e incluso países como Gran Bretaña se
desindustrializaron en gran parte.
Las nuevas industrias eran muy diferentes a las viejas. Las
clásicas regiones industriales “posfordianas” no tenían grandes
ciudades industriales, empresas dominantes, enormes fábricas.
Eran mosaicos o redes de empresas que iban desde industrias
caseras hasta modestas fábricas (de alta tecnología) dispersas por
el campo y la ciudad. No obstante, al final la clase obrera acabó
siendo víctima de las nuevas tecnologías, especialmente los
hombres no cualificados, fácilmente sustituibles por máquinas
automáticas. Las crisis económicas de los ochenta generaron paro
masivo por primera vez en cuarenta años en Europa. Entre 1973
y finales de los ochenta, el total de los empleados de la industria
de los seis viejos países industrializados de Europa cayó en siete
millones, casi la cuarta parte.
No fue una crisis de clase, sino de conciencia. A finales del
siglo XIX los obreros aprendieron a verse como una clase obrera
única, y a considerar este hecho como el más importante de su
condición de seres humanos dentro de la sociedad. Los unía la
tremenda segregación social, su estilo de vida propio e incluso su
ropa, así como la falta de oportunidades en comparación con los
empleados administrativos y comerciales, a pesar de su igualdad
en términos económicos.
El elemento fundamental de sus vidas era la colectividad, el
predominio del “nosotros” sobre el “yo”. La fuerza de los
movimientos obreros era la convicción justificada de que la gente
como ellos no podía mejorar sino mediante la actuación colectiva,
a través de organizaciones.
Sin embargo, durante la época dorada casi todos estos
elementos quedaron tocados. El pleno empleo y una sociedad de
consumo de masas transformó por completo la vida de la gente
dela clase obrera de los países desarrollados. La prosperidad y la
privatización de la existencia separaron lo que la pobreza y el
colectivismo habían unido. Ahora la mayoría tenía al alcance una
cierta opulencia y la distancia entre el dueño de un bocho y el de
un mercedes era menor que entre el dueño de un coche y alguien
que no lo tiene.
Al final de los ochenta, durante la crisis económica, el
neoliberalismo presionó las políticas de bienestar. La mano de
obra cualificada se ajustó mejor a la era moderna de la producción
de alta tecnología, a pesar de que otros obreros perdieron terreno.
Los trabajadores cualificados se convirtieron en partidarios
potenciales de la derecha política, y más aún debido a que las
organizaciones socialistas y obreras tradicionales siguieron
comprometidas con el bienestar social.
Además, las migraciones en masa provocaron la aparición de
una diversificación étnica y racial de la clase obrera, con los
consiguientes conflictos en su seno. Dejando a un lado el
racismo, las migraciones en el XIX no dividían a la clase obrera,
ya que cada grupo encontraba un hueco dentro de la economía,
que acababa monopolizando. En la Europa occidental de la
posguerra los nuevos inmigrantes ingresaron en el mismo
mercado laboral que los nativos, y con los mismos derechos,
excepto donde se les consideró trabajadores invitados temporales
e inferiores. En ambos casos se produjeron tensiones.
Un cambio importante que afectó a la clase obrera fue el papel
de comenzaron a desempeñar las mujeres. La proporción de
mujeres en la población activa aumentó. Tanto su crecimiento
como su mantenimiento en los países desarrollados dependió de
las circunstancias nacionales. Las mujeres entraron en la
enseñanza superior, en 1960 no eran ni la mitad de la población
estudiantil ni en Europa ni en los EE.UU. (los estados socialistas
impulsaron en mayor grado la importación femenina al estudio).
En 1980 la mitad o más de todos los estudiantes eran mujeres en
EE.UU., Canadá y los países socialistas.
La entrada masiva de mujeres casada en el mercado laboral y
la expansión de la enseñanza superior son fundamentales para
explicar los movimientos feministas de los sesenta. En todos los
países que celebraban elecciones de algún tipo, las mujeres habían
obtenido el sufragio en los sesenta o antes, excepto en algunos
países islámicos y en Suiza. Estos cambios ni se lograron por
presiones feministas ni repercutieron de manera inmediata en la
situación de las mujeres. Sin embargo, a partir de los setenta hay
un renacer del feminismo, las mujeres como grupo se
convirtieron en una fuerza política destacada como nunca antes
lo había sido. La nueva conciencia sexual provocó la rebelión de
las mujeres tradicionalmente fieles de los países católicos contra
las doctrinas más impopulares de la Iglesia.
La entrada de las mujeres casadas en el mercado laboral
suponía cambios en las relaciones entre ambos sexos, aunque no
necesariamente fue así, como en la URSS, donde las mujeres
casadas se habían encontrado con la doble carga de las
responsabilidades familiares y las laborales, sin que hubiera
cambio alguno en las relaciones de ambos sexos ni en lo público
ni en lo privado.
La nueva importancia que adquirieron algunas mujeres en la
política (Indira Gandhi, Corazón Aquino, Isabel Perón) no puede
utilizarse como indicador directo de la situación del conjunto de
las mujeres en los países afectados. De hecho, el contraste entre
las gobernantes de países como India, Pakistán y Filipinas, y la
situación de opresión de las mujeres en esa parte del mundo pone
de relieve su carácter atípico.
Antes de la segunda guerra mundial, el acceso de cualquier
mujer a la jefatura de cualquier estado era considerado
políticamente impensable. Al llegar a 1990 las mujeres eran o
habían sido jefes de gobiernos en dieciséis estados.
En el tercer mundo, la inmensa mayoría de las mujeres de
clase humilde y escasa cultura permanecieron apartadas del
ámbito público, aunque en algunos estados apareció un reducido
sector de mujeres emancipadas y “avanzadas”. En el mundo
socialista la situación era paradójica, la práctica totalidad de las
mujeres eran asalariadas, el comunismo desde el punto de vista
ideológico era defensor de la igualdad y la liberación femeninas.
Pero con excepciones, las mujeres no destacaban en las primeras
filas de la política de sus partidos.
El sueño revolucionario de transformar las relaciones entre
ambos sexos no tuvo gran éxito incluso en los lugares como la
URSS en donde se intentó seriamente convertirlo en realidad. En
los países atrasados y comunistas el intento se vio bloqueado por
la no cooperación de poblaciones tradicionalistas, que seguían
con sus prácticas discriminatorias a pesar de lo que dijera la ley.
Sin embargo, las mujeres lograron en muchas partes la igualdad
de derechos legales y políticos, accedieron a la enseñanza, a los
mismos puestos de trabajo que los hombres, e incluso pudieron
quitarse el velo para circular libremente en público.
A pesar de los logros y fracasos del socialismo, éste no generó
movimientos específicamente feministas. Es improbable que las
cuestiones que preocupaban a los movimientos feministas
occidentales hubieran encontrado resonancia en los estados
comunistas. En los EE.UU. en 1981 las mujeres eliminaron
totalmente a los hombres de las profesiones administrativas, eran
el 50% de los agentes de la propiedad inmobiliaria y casi el 40%
de los cargos bancarios y financieros y una presencia sustancial en
las profesiones intelectuales: 35% del profesorado universitario y
una cuarta parte de los especialistas en ordenadores, además del
22% del personal en ciencias naturales. En cambio, el monopolio
masculino siguió en las profesiones manuales, cualificadas o no:
camioneros (2,7%), electricistas (1,6%) y mecánicos (0,6%) eran
mujeres.
La igualdad de trato y de oportunidades deban por sentado
que no había diferencias significativas entre hombres y mujeres,
pero para la mayor parte de las mujeres del mundo, sobre todo las
pobres, era evidente que la inferioridad social de la mujer se debía
en parte al hecho de no ser del mismo sexo que el hombre, y
necesitaban que tuvieran en cuenta esta especificidad. La fase
posterior del movimiento feminista aprendió a insistir en la
diferencia existente entre ambos sexos, además de en las
desigualdades.
La desaparición de la mano de obra infantil provocó que las
madres pobres fueran a trabajar después de 1945. Para las familias
cuyos hijos asistían a la escuela para mejorar sus perspectivas de
futuro, representó carga económica mayor. Pero las mujeres
casadas de clase media con maridos con ingresos
correspondientes a su nivel social, ir a trabajar rara vez
representaba una aportación sustancial a los ingresos familiares,
sino una forma de ejercer su derecho a ser una persona por sí
misma, y no un apéndice del marido y el hogar, alguien a quien el
mundo juzgase como individuo y no como miembro de una
especie (madre y ama de casa).
Las mujeres fueron un elemento crucial de la revolución
cultural, ya que ésta encontró su eje central, así como su
expresión, en los cambios experimentados por la familia y el
hogar tradicionales, de los que las mujeres siempre habían sido el
componente central.
XI: LA REVOLUCIÓN CULTURAL

La mejor forma de acercarse a la revolución cultural es a través de


las relaciones entre ambos sexos (la familia) y entre las distintas
generaciones (el hogar).
A pesar de las variaciones, la mayoría de la humanidad
compartía una serie de características: existencia del matrimonio
monogámicos, familias patriarcales, familias de varios miembros,
superioridad de los padres sobre los hijos de y de los viejos sobre
los más jóvenes.
En la segunda mitad del siglo XX esta distribución básica
empezó a cambiar de manera desigual, por lo menos en los países
desarrollados. En Inglaterra y Gales en 1938 por cada 58 bodas
había un divorcio, a mediados de los ochenta había uno por cada
2,2. De hecho, el los países con moral más estricta (Francia y
Bélgica) los divorcios se triplicaron entre 1970 y 1985.
Algo le estaba ocurriendo al matrimonio en Occidente. La
cantidad de gente que vivía sola también empezó a crecer. En
muchas de las grandes ciudades, constituían más de la mitad de
los hogares, en cambio, la familia nuclear occidental, se
encontraba en franca retirada: en los EE.UU. cayó del 44% al
29% del total de los hogares entre 1960-1980; en Suecia a
mediados de los ochenta la mitad de los niños nacidos eran hijos
de madres solteras.
Los años sesenta y setenta fueron una época de gran
liberalización tanto para los heterosexuales como para los
homosexuales y demás disidentes en cultura sexual. En Gran
Bretaña las prácticas homosexuales se legalizaron en los sesenta,
en Italia el divorcio se legalizó en 1970, los anticonceptivos y la
información sobre control natal se legalizaron en 1971 y el aborto
en 1978.
No obstante, la ley reconoció más que creó el nuevo clima de
relajación sexual. Pasaron a ser permitidas cosas que hasta
entonces habían estado prohibidas, no sólo por la ley o la
religión, sino por la moral y las convenciones sociales. Estas
tendencias no afectaron por igual a todo el mundo. Mientras el
divorcio aumentó en los países donde era permitido, el
matrimonio se volvió mucho menos estable en otros; el divorcio
era menos corriente en América Latina, España e Italia.
Por otra parte, el auge de la cultura juvenil indicaba un
profundo cambio en la relación existente entre las distintas
generaciones. Los jóvenes se convirtieron en un grupo social
independiente. La radicalización política de los sesenta de
automarginados culturales de varios tipos, perteneció a los
jóvenes y fue liderada por miembros de su mismo grupo.
La nueva autonomía de la juventud como estrato social
independiente quedó simbolizada por el héroe cuya vida y
juventud acaban al mismo tiempo; la manifestación característica
fue la música rock (Holly, Joplin, B. Jones, Marley, Hendrix)
fueron víctimas de un estilo de vida ideado para morir pronto.
Los ambientes burgueses esperaban que sus muchachos
pasasen una época turbulenta antes de sentar cabeza. Sin
embargo, la nueva cultura juvenil tenía una triple vertiente:
1) La juventud pasó a verse no como una fase preparatoria
para la vida adulta, sino como la fase culminante del pleno
desarrollo humano. El que esto no correspondiese con la realidad
social en la que el poder, la influencia, la riqueza y el éxito
aumentaba con la edad, era una prueba más del modo
insatisfactorio en que estaba organizado el mundo. A partir de los
sesenta hubo una tendencia a bajar la edad de voto a los 18 años,
y disminuyó la edad de consentimiento para las relaciones
sexuales.
2) La cultura juvenil se convirtió en dominante de las
economías desarrolladas del mercado. La velocidad del cambio
tecnológico daba a la juventud una ventaja sobre las edades más
conservadoras o no tan adaptables. Lo que los hijos podían
aprender de sus padres resultaba menos evidente que lo que los
padres no sabían y los hijos sí. El papel de las generaciones se
invirtió.
3) Una peculiaridad de la cultura juvenil fue su
internacionalización. Los tejanos y el rock se convirtieron en las
marcas de la juventud moderna, de las minorías destinadas a
convertirse en mayorías en muchos países. En este aspecto la
hegemonía cultura de los EE.UU. fue muy grande en los estilos
de vida populares. En el periodo de entreguerras su vector
principal fue el cine, la única industria con distribución masiva
planetaria, con el auge de la televisión y el fin de los estudios
Hollywood, su moda juvenil se distribuyó a través de discos y
luego cintas, difundidas por medio de la radio. Lo hizo también a
través de la distribución mundial de imágenes, por medio de los
contactos del turismo juvenil y de las universidades. Había nacido
una cultura juvenil global.
Fue el descubrimiento de este mercado juvenil a mediados de
los cincuenta lo que revolucionó el negocio de la música pop y el
sector de la industria de la moda dedicado al consumo de masas.
En Gran Bretaña primero estuvo dirigido a las muchachas
(blusas, faldas, cosméticos, discos), relativamente bien pagadas en
tiendas y oficinas urbanas, con mayor poder adquisitivo de los
varones. Esto facilitó a los jóvenes el descubrimiento de señas
materiales o culturales de identidad. Sin embargo, lo que definió
los contornos de identidad fue el abismo histórico que separaba a
las generaciones nacidas antes de 1925 y las nacidas después de
1950. Los jóvenes vivían en sociedades divorciadas de su pasado.
La edad de oro ensanchó este abismo, no era posible que
jóvenes que crecieron en una época de pleno empleo entendiesen
la experiencia de los años treinta. El drástico declive del
campesinado produjo brechas similares entre las generaciones
rurales y exrurales, manuales y mecanizadas. La mayoría de la
población mundial era más joven que nunca, por fuertes que
fueran sus lazos de familia, no podía dejar de haber un abismo
entre su concepción de la vida, sus experiencias y sus expectativas
y las de las generaciones mayores.
La cultura juvenil fue la matriz de la revolución cultural en el
comportamiento y las costumbres, en el modo de disponer del
ocio y en las artes comerciales. La mayoría de los espectáculos
populares y comerciales de entreguerras seguían bajo la
hegemonía de la clase media. Al igual que la edad de oro de
Hollywood, la edad de oro de Broadway se basaba en la simbiosis
de lo plebeyo y lo respetable, pero no era populista.
En los cincuenta se empezaron a aceptar como modelos la
música, la ropa e incluso el lenguaje de la clase baja urbana.
Anteriormente los jóvenes elegantes de clase trabajadora habían
adoptado los estilos de la moda de los niveles sociales más altos,
ahora el mercado de la moda joven plebeya se independizó, y
empezó a marcar la pauta del mercado patricio. Este giro
populista de los gustos de clase media y alta en Occidente, puede
tener algo que ver con el fervor revolucionario que en política e
ideología mostraron los estudiantes unos años más tarde.
El estilo populista era una forma de rechazar los valores de la
generación de los padres, un lenguaje con el que los jóvenes
tanteaban nuevas formas de relacionarse con el mundo para el
que las normas y los valores de sus mayores parecía que ya no
eran válidos.
El carácter iconoclasta de la nueva cultura juvenil afloró con
su plasmación intelectual. La consigna de mayo del 68: “Tomos
mis deseos por realidades, porque creo en la realidad de mis
deseos” mostraba que las consignas del movimientos no eran
políticas en el sentido tradicional, el subjetivismo era su esencia.
En boca de algunos sólo quería decir: “todo lo que me preocupe,
lo llamaré político”.
La liberación personal y la liberación social iban de la mano,
las formas más evidentes de romper las ataduras del poder, las
leyes y las normas del estado, de los padres y de los vecinos eran
el sexo y las drogas. Los gustos sexuales contra los usos
establecidos eran fáciles de realizar en los casos en que se dio una
tolerancia oficial o extraoficial. Las drogas, en cambio (menos el
alcohol y el tabaco) no se beneficiaron de mayor permisividad
legal y se confinaron a las subculturas de la alta y la baja sociedad,
además de los marginados.
La ampliación de los límites de comportamiento aumentó la
experimentación y la frecuencia de conductas consideradas
inaceptables o pervertidas, como la aparición pública de una
subcultura homosexual practicada abiertamente en los EE.UU.
Quienes se revelaban contra las convenciones partían de la
misma premisa en que se basaba la sociedad de consumo: se daba
por sentado que el mundo estaba compuesto por varios miles de
millones de seres humanos, definidos por el hecho de ir en pos de
la satisfacción de sus propios deseos, antes mal vistos y ahora
permitidos, no porque se hubieran convertido en moralmente
aceptables, sino porque los compartían un gran número de egos.
La revolución cultural de fines del siglo XX debe entenderse
como el triunfo del individuo sobre la sociedad, como la ruptura
de los hijos que habían imbricado a los individuos en el tejido
social. En la mayor parte del mundo los antiguos tejidos sociales
estaban en situación delicada, pero aún no en plena
desintegración, lo cual era una suerte para la mayor parte de la
humanidad, sobre todo para los pobres, ya que las redes de
parentesco, comunidad y vecindad eran básicas para la
supervivencia económica y para tener éxito en un mundo
cambiante.
La familia tradicional y las iglesias tradicionales de Occidente
fueron las instituciones a las que más afectó el nuevo
individualismo moral. La demanda por parte de las mujeres de
más medios de control natal, incluidos el aborto y el divorcio,
abrió la brecha más onda entre ellas y la iglesia. Las vocaciones
sacerdotales y demás formas de vida religiosa cayeron en picado,
al igual que la disposición del celibato, real u oficial. La autoridad
moral y material de la iglesia sobre los fieles desapareció la
distancia entre sus normas de vida y moral y la realidad del
comportamiento humano a finales del siglo XX.
La familia, como mecanismo de cooperación social, había sido
básica para el mantenimiento de la economía rural como de la
primitiva economía industrial. El comercio, la banca y las finanzas
internacionales, los habían manejado con mucho éxito grupos
empresariales relacionados por nexos de parentesco (judíos,
cuáqueros, hugonotes). Eran estos vínculos y esta solidaridad la
que se estaba erosionando, al igual que los sistemas morales que
los sustentaban. Al no ser aceptadas ya las prácticas que unían a
unos individuos con otros y garantizaba la cooperación y la
reproducción social, la mayor parte de su capacidad de
estructuración de la visa social humana se desvaneció, y se
redujeron a simples expresiones de preferencias individuales.
La oleada de prosperidad extendida por el mundo
desarrollado, reforzada por sistemas de seguridad social, parecían
haber eliminado los escombros de la desintegración social. Si bien
ser progenitor único era una garantía de pobreza, en los
modernos estados del bienestar, también garantizaba un mínimo
de ingresos y un techo. Parecía natural ocuparse de situaciones
que antes habían sido del orden familiar (guarderías y jardines
infantiles públicos). En el aspecto material, lo que los organismos
públicos podían proporcionar era muy superior a lo que la
mayoría de las familias podían dar de sí, bien por ser pobres o por
otras causas. Las comunidades cedieron el puesto a individuos
unidos en sociedades anónimas.
Las ventajas de vivir en un mundo donde la comunidad y la
familia estaban en decadencia eran innegables, pero las
consecuencias de su desintegración iban a ser duras. En la era de
la ideología neoliberal, ya en los ochentas, apareció el término de
los subclase, gente que subsistía gracias a la vivienda pública y a
los programas de bienestar social, completando ocasionalmente
sus ingresos con la economía del crimen, es decir, de las áreas sin
controles fiscales. En las viviendas de asistencia pública que
habitaban los subclase tampoco había comunidades, y bien poca
asistencia mutua familiar, tampoco el espíritu de vecindad,
reducido por la delincuencia.
En las zonas en que todavía sobrevivían en cierta medida las
comunidades y con ellas el orden social, la pobreza era
desoladora. Pero la mayoría carecía de la inseguridad propia de la
vida urbana en las sociedades desarrolladas, cuyos antiguos
modelos de comportamiento habían sido desmantelados y
sustituidos por un vacío de incertidumbre. El hundimiento de las
tradiciones y los valores generó la aparición de “políticas de
identidad”, grupos de tipo étnico/nacional o religioso, y de
movimientos nostálgicos extremistas que deseaban recuperar el
pasado hipotético sin problemas de orden y de seguridad.
En los ochenta, bajo la bandera de la soberanía del mercado
puro, se hizo patente que esta ruptura ponía en peligro la
triunfante economía capitalista, que pesa a cimentarse en las
operaciones del mercado, se basaba también en una serie de
tendencias que no estaban relacionadas con el afán de beneficio
personal (hábito de trabajo, ahorro, confianza mutua, lealtad). El
capitalismo podía funcionar en su ausencia, pero se convertía en
algo extraño y problemático, incluso para los propios hombres de
negocios.
La civilización del siglo XIX se basaba en un sistema industrial
que implicaba que el género humano se encontraba bajo el
dominio de una propensión particular al cambio o trueque de una
cosa por otra, en todas sus actividades. Sin embargo, esta
propensión no es intrínseca, el capitalismo había triunfado
porque no era sólo capitalista. La maximización y la acumulación
de beneficios eran condiciones necesarias para su éxito, pero no
suficientes. Fue la revolución cultural del último tercio del siglo lo
que comenzó a erosionar el patrimonio histórico del capitalismo y
a demostrar las dificultades de operar sin este patrimonio.
El neoliberalismo de finales de setenta y ochenta triunfó en el
momento mismo en que dejó de ser tan plausible como había
parecido antes.
XII: EL TERCER MUNDO

La descolonización y las revoluciones transformaron el mapa


político mundial. En África y América emergieron numerosos
estados independientes. Pero lo importante no es su número sino
el peso y presión demográficos que representaban en su conjunto.
De menos del 20% de la población mundial en 1750, los
europeos eran un tercio de la humanidad en 1900. A finales de los
ochenta, el mundo desarrollado (países de la OCDE) no
representaba más que el 15% de la humanidad.
La explosión demográfica en los países pobres despertó
preocupación mundial a finales de la edad de oro, y fue el cambio
fundamental del siglo XX. La explosión fue tan grande porque los
índices de natalidad de esos países solían ser más altos que los del
mismo periodo histórico en los países desarrollados, y porque los
altos índices de mortandad cayeron en picado a partir de los
cincuenta, debido a las innovaciones médicas y farmacológicas de
los cuarenta.
La historia de los países desarrollados indicaba que el tercer
mundo también pasaría por “la transición demográfica”, al
estabilizarse su población gracias a una natalidad y mortandad
bajas. Si bien se produjo en algunos países, la mayoría de los
países pobres no hicieron progresos en ese sentido (salvo en el
bloque exsoviético), de ahí su continua miseria.
Sin embargo, al principio el aumento de la población no fue su
principal preocupación, sino la forma política que debían adoptar,
emulando los sistemas políticos de sus amos imperiales o de sus
conquistadores. El mundo se llenó en teoría de “repúblicas
parlamentarias” con elecciones libres y de “repúblicas
democráticas populares” de partido único. En la práctica, la
mayoría de ellos carecía de las condiciones materiales y políticas
necesarias para hacer viables estos sistemas.
El predominio de regímenes militares unía a los estados del
tercer mundo, más allá de sus modalidades políticas. Dejando a
los comunistas del tercer mundo (Corea del Norte, China,
Indochina y Cuba) y a México, muy pocas repúblicas no
conocieron etapas de regímenes militares desde 1945. En cambio,
las ambiciones militares en países estables y adecuadamente
gobernados les llevaba a obedecer y mantenerse al margen de la
política, o a actuar en ella intrigando entre bastidores.
La mayoría de los países del tercer mundo carecían de
legitimidad y tenían sistemas políticas que creaban caos más que
estabilidad, de ahí que las fuerzas armadas fueran con frecuencia
el único organismo capaz de actuar en política. Con la guerra fría,
los militares de muchos países recibieron apoyo de la
superpotencia correspondiente.
En los países comunistas a los militares se les mantenía bajo
control gracias a la presunción de supremacía civil a través del
partido. Entre los aliados occidentales, la perspectiva de una
intervención militar se limitó por la ausencia de inestabilidad
política o por la eficacia de los mecanismos de control. La
situación era más favorable para una intervención en el tercer
mundo, con estados de reciente creación, débiles, algunos
diminutos, y donde la inexperiencia o incompetencia
gubernamental producía caos y corrupción. El peligro de caer en
manos de los comunistas impulsaba a los EE.UU. a apoyar a
estos países.
La política de los militares solía llenar el vacío que dejaba la
ausencia de política o de servicios ordinarios, ésta fue
adueñándose de los países del tercer mundo porque la práctica
totalidad de las colonias y territorios dependientes del mundo
estaban comprometidos en políticas que requerían un estado
estable, eficaz y con buen funcionamiento.
Muchos estados decidieron acabar con su atraso agrícola
mediante una industrialización sistemática basándose en la
intervención y el predominio del estado. Los gobiernos siguiendo
el ejemplo de México en 1938, comenzaron a nacionalizar y a
gestionar el petróleo como empresas estatales. La OPEP acabó
teniendo al mundo como rehén en los setenta porque la
propiedad del petróleo mundial había pasado de a las compañías
petrolíferas a un número limitado de países productores.
Tuvieron menos éxito los nuevos países que subestimaron las
limitaciones de su atraso: falta de técnicos, administradores y
cuadros económicos cualificados y con experiencia, como los
nuevos estados del África subsahariana, aunque su funesto
balance no debe inducir a subestimar los logros de otros países
que eligieron el desarrollo económico bajo la tutela del estado. A
pesar de que estas políticas generaban burocracia, corrupción y
despilfarro, países como Brasil y México tenían un índice de
crecimiento anual del 7% durante décadas, pasaron a ser
economías industriales modernas. Ambos países tenían una
población enorme capaz de constituir un importante mercado
interior, de modo que tuvo sentido sustituir las importaciones por
la industrialización. La actividad y el gasto público mantenía alta
la demanda interna. La planificación y la iniciativa estatal era lo
que se llevaba en todo el mundo en los cincuenta y sesenta.
El desarrollo, dirigido o no por el estado, era de interés para la
mayoría de los habitantes del tercer mundo que vivían del cultivo
de sus propios alimentos. Sólo en el hemisferio occidental y las
tierras áridas del mundo islámico el campo se estaba volcando
sobre las grandes ciudades, convirtiendo sociedades rurales en
urbanas en dos decenios. En buena parte del África negra, la
gente no necesitaba a sus estados, pues podían refugiarse en la
autosuficiencia de la vida rural, a muchos esto les pareció la mejor
opción y no mezclarse con los que pregonaban el desarrollo
económico como fuente de prosperidad y riquezas. Ni siquiera
esto los mantuvo al margen de la revolución económica global,
sino que tendió a dividir a la población entre los que actuaban en
oficinas y despachos y los demás. En el tercer mundo la
distinción era la costa o el interior.
En ambos territorios la mayoría de la población era analfabeta,
toda persona que deseara acceder dentro del gobierno tenía que
saber leer y escribir no sólo en lengua común de la región sino
una de las lenguas internacionales. Latinoamérica era la
excepción, pues la lengua oficial escrita (español y portugués)
coincidía con la lengua que hablaba la mayoría.
Tener estudios era tener un empleo como funcionario y con
suerte, hacer carrera, lo que permitía obtener sobornos y
comisiones y dar trabajo a parientes y amigos. En América Latina
el deseo de aprehender era casi universal. Esto explica la enorme
migración del campo a la ciudad que despobló el agro en América
del Sur a partir de los años cincuenta. En la ciudad se podía llegar
a ser algo. Ya en los sesenta se empezó a ver a la modernidad
como algo más prometedor que amenazador.
Entre 1945 y 1950 en casi la mitad del planeta se llevó a cabo
alguna clase de reforma agraria. Para los modernizadores, los
argumentos a favor de la reforma eran políticos y a veces
económicos, aunque no era mucho lo que se esperaba obtener
con el simple reparto de tierras a campesinos tradicionales. La
reforma agracia, sin embargo, demostró que el cultivo de la tierra
por los campesinos podía ser tan eficiente como la agricultura
latifundista tradicional y las plantaciones imperialistas. El
argumento económico más poderoso a favor de la reforma
agraria no se basaba en la productividad, sino en la igualdad, la
desigualdad social de América Latina guarda relación con la
ausencia de reforma agraria en tantos de sus países.
La reforma agraria fue bien acogida por el campesinado del
tercer mundo, pero lo que los modernizadores vieron en esa
reforma no era lo que representaba para los campesinos, a quines
no les interesaban los problemas macroeconómicos, sino las
exigencias concretas. A los campesinos no les interesaba el
mantenimiento de las viejas empresas como unidades de
producción, ni las prácticas agrícolas innovadoras, sino la
asistencia mutua tradicional en el seno de comunidades que no
eran igualitarias.
Los estados poscoloniales que surgieron después de la
segunda guerra mundial, y la mayor parte de América Latina, se
vieron agrupados con el nombre de el tercer mundo, para
distinguirlos del primero de los países desarrollados y del segundo
de los comunistas. Todos eran sociedades pobres en comparación
con el mundo desarrollado, todos querían desarrollo y ninguno
creía que el mercado mundial del capitalismo se lo iba a
proporcionar. Durante la guerra fría evitaron adherirse a
cualquiera de los dos sistemas de alianzas, pues aunque la
confrontación de las superpotencias dominase y estabilizase las
relaciones internacionales a nivel mundial, no las controlaba por
completo.
En el Próximo Oriente y el norte del subcontinente indio los
conflictos no tenían en principio relación con la guerra fría. De
ahí que en occidente se sepa poco de las guerras entre la India y
China (1962), y las guerras indo-pakistaníes de 1965 y 1971,
conflictos regionales que no estaban necesariamente relacionados
con la guerra fría. El primer elemento de disrupción fue Israel,
donde los colonos crearon un estado judío mayor de lo dispuesto
por los ingleses, expulsando a 700 mil palestinos no judíos, y
mantuvieron una guerra por década con ese fin.
El hundimiento de la URSS apartó al Próximo Oriente de la
primera línea de la guerra fría, pero la situación siguió siendo
explosiva, debido a los conflictos del Mediterráneo oriental, el
golfo pérsico y la región fronteriza entre Turquía, Irán, Irak y
Siria. La rivalidad entre las dos potencias del golfo pérsico: Irán e
Irak, por la obtención de mejores posiciones en sus costas,
provocó la guerra de ocho años (1980-1988) y más tarde, al
término de la guerra fría, la guerra entre los EE.UU. y sus aliados
contra Irak en 1991.
América Latina se mantuvo alejada de los conflictos globales y
regionales hasta después de la revolución cubana, porque cultural
y lingüísticamente, su población era occidental, pues la gran masa
de sus pobres habitantes eran católicos y hablaban o entendían
alguna lengua de la cultura europea. Por otra parte, estos países
cayeron bajo el dominio neocolonial de los EE.UU. La
Organización de Estados Americanos (OEA) fundada en 1948
con cede en Washington, no acostumbraba a discrepar con
Estados Unidos: cuando cuba hizo la revolución, fue expulsada.
En los sesenta se hizo evidente que no se podía encuadrar a
los países pobres bajo el término del tercer mundo. Lo que los
dividió fue básicamente el desarrollo económico. El triunfo de la
OPEP en 1973 generó un grupo de estado del tercer mundo, en
su mayoría atrasados, que se convirtieron en supermillonarios a
escala mundial. Muchos estados independientes se enriquecieron
con la exportación de una sola materia prima, aunque
invariablemente desperdiciaron esas ganancias.
Parte del tercer mundo se estaba industrializando
rápidamente, hasta unirse al primer mundo, aunque continuase
siendo mucho más pobre. En los setenta se dio el traslado masivo
de industrias productivas del mercado mundial desde los países
desarrollados a otras partes del mundo. El fenómeno se reforzó
por los esfuerzos de los gobiernos del tercer mundo por
industrializarse conquistando mercados para la exportación. La
globalización arrancó con lentitud en los setenta y experimento
una gran aceleración en las décadas de crisis posteriores a 1973.
Las estadísticas internacionales etiquetaron a una serie de
países cuya pobreza y atraso eran cada vez mayores, distinguiendo
a 3 mil millones de seres humanos con un ingreso per cápita de
330 dólares, de los 500 mil millones de habitantes pobres más
afortunados con ingresos tres veces mayores. La mayoría de estos
países se encontraba en África. Con el aumento de la división
entre los pobres, la globalización económica produjo
movimientos de personas que cruzaban las líneas entre regiones y
clasificaciones. Turistas de países ricos invadieron el tercer
mundo como jamás lo habían hecho. De los países pobres un
enorme torrente de mano de obra emigró a los países ricos,
siempre que no los frenasen las barreras políticas.
El gran salto delante de la economía y su globalización no sólo
provocó la disrupción del concepto de tercer mundo, sino que
situó a la práctica totalidad de sus habitantes en el mundo
moderno. Muchos de los movimientos fundamentalistas y
tradicionalistas que ganaron terreno en el tercer mundo, sobre
todo musulmanes, eran rebeliones contra la modernidad.
La gran ciudad se convirtió en el crisol del cambio, pues era
moderna por definición. En la ciudad era demasiado lo que había
de nuevo y sin precedentes, eran demasiados los hábitos propios
de la ciudad que entraban en conflictos con los tradicionales. Por
otra parte, la idea de modernidad pasó de la ciudad al campo a
través de la revolución verde del cultivo de variedades de cereales
que se difundió a partir de los setenta con el desarrollo de nuevos
cultivos para la exportación para los mercados mundiales, gracias
al transporte por vía aérea de productos perecederos y al
consumo de cocaína.
El campo estaba siendo transformado por la civilización
urbana y sus industrias, pues su economía dependía a menudo de
las remesas de los emigrantes. El cambio principal en la sociedad
del tercer mundo fue la que llevó a cabo la clase media y media
baja de inmigrantes, que se dedicaba a ganar dinero mediante una
o varias actividades distintas y cuya principal forma de vida era la
economía informal que quedaba fuera de las estadísticas oficiales.
En el último tercio del siglo la distancia entre las minorías
gobernantes modernizadoras del tercer mundo y la masa de la
población empezó a colmarse. Algo se movía en las ciudades del
tercer mundo por debajo de la conciencia de las elites. Esto
resultó menos visible en las regiones soviéticas, pues no suele
reconocerse que la revolución comunista fue un mecanismo de
conservación que si bien transformó una serie de aspectos de la
vida de la gente, congeló otros y los protegió contra los cambios
subversivos y continuos de las sociedades capitalistas. Incluso en
sociedades muy tradicionales, los sistemas de obligaciones mutuas
y de costumbres sufrieron tensiones cada vez mayores.
Con la irrupción de los jóvenes y los habitantes de la ciudad
en el mundo moderno, se desafiaba el monopolio de las elites
occidentalizadas que configuraban los programas, ideologías y el
propio vocabulario y la sintaxis del discurso público sobre los que
se asentaban los nuevos estados. Los pueblos trasformados por
los movimientos migratorios, divididos por las diferencias entre
ricos y pobres, hostigados por la desigualdad social basada en la
educación y por la desaparición de los indicadores materiales y
lingüísticos de casta y nivel que separaban a la gente, vivían en un
estado de ansiedad permanente acerca de su comunidad.
La política del mundo se volvió cambiante e inflamante. En
muchos países del tercer mundo la política nacional jamás había
existido o no la habían dejado funcionar. Donde había tradición
de política con un cierto apoyo en las masas podía mantenerse un
cierto grado de continuidad.
El rápido crecimiento de la industria tendía a generar una
subclase profesional amplia y cultivada que pese a no ser
subversiva en absoluto, habría acogido con gusto la liberalización
de los regímenes autoritarios industrializadores. Estas ansias de
liberalización podían encontrarse en los ochenta, en contextos y
con resultados diferentes, en América Latina y en los NIC del
Extremo Oriente (Corea del Sur y Taiwán) además de en el seno
del bloque soviético.
No cabía duda de que el mundo era inestable, impredecible e
inflamable.
XIII: EL SOCIALISMO REAL

A principios de los veinte, la mayor parte de lo que hasta 1914


había sido el imperio ortodoxo ruso de los zares se mantuvo
intacto como imperio, pero bajo la autoridad de los bolcheviques
y consagrado a la construcción del socialismo en el mundo. El
ruso fue un solo estado más pobre y atrasado que la Rusia zarista,
pero de enormes dimensiones dedicado a crear una sociedad
diferente y opuesta al capitalismo.
Su zona de influencia se amplio en 1945, Polonia,
Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Rumania, Bulgaria y
Albania pararon a la zona socialista, así como la RDA, China
(1949, la Indochina francesa (1945-1975) y Cuba (1959).
Esta era la parte del mundo cuyos sistemas sociales se
llamaron “socialismo real” para enfatizar que de entre las distintas
formas de socialismo, éste era el único que funcionaba. Este
bloque durante la mayor parte de su existencia formó un universo
autónomo y en gran medida autosuficiente política y
económicamente. Sólo un 4% de las exportaciones capitalistas
iban a parar a las “economías planificadas”. En las economías
socialistas dos tercios de su comercio internacional se realizaba
dentro de su propia zona.
La emigración y los desplazamientos temporales a países no
socialista estaban vigilados, y a veces eran imposibles. Estos
países se basaban en un partido único fuertemente jerarquizado y
autoritario que monopolizaba el poder estatal y que gestionaba
una economía de planificación centralizada e imponía un credo
marxista-leninista único a los habitantes del país. Después de la
revolución de octubre la Rusia soviética veía en el capitalismo al
enemigo que había que derrocar lo antes posible mediante la
revolución universal. Pero la revolución no se produjo y la Rusia
de los soviets quedó aislada, rodeada por el mundo capitalista.
Así, la joven Rusia se vio obligada a mantener un desarrollo
autárquico, aislada del resto de la economía mundial.
La guerra fría congeló tanto las relaciones políticas como las
económicas entre ambos bandos. El comercio entre los bloques
estaba en función de las relaciones políticas. No fue hasta los
setenta y ochenta cuando aparecieron indicios de que el universo
autónomo del campo socialista se estaba integrando a la
economía mundial.
Los fundadores del marxismo creían que la función de una
revolución en Rusia sería tan sólo la de precipitar el estallido
revolucionario en los países industrializados más avanzados,
donde se daban las condiciones previas para la construcción del
socialismo. Entre 1917-1918 parecía que eso era lo que iba a
ocurrir, para Lenin, Moscú era la sede temporal del socialismo
hasta que pudiera trasladarse a Berlín.
Cuando se hizo evidente que sólo en Rusia había triunfado la
revolución proletaria, la única política lógica que les quedó a los
bolcheviques fue la de transformar su economía y sociedad de
atrasada en moderna lo antes posible. El comunismo soviético se
convirtió en un programa para transformar países atrasados en
avanzados. La fórmula soviética de desarrollo económico era una
planificación estatal centralizada para construir rápidamente
industrias básicas e infraestructuras esenciales para una sociedad
industrial moderna.
Los países que se unieron al bloque socialista tenían
economías primitivas y agrícolas, por lo que la fórmula soviética
les parecía adecuada. En el periodo de entreguerras, el ritmo de
crecimiento de la URSS superó al de los demás países, menos
Japón, y después de la segunda guerra mundial las economías
socialistas crecieron más deprisa que las Occidentales.
La economía planificada comenzó con la guerra civil, que
condujo a la nacionalización de todas las industrias a mediados de
1918 y al comunismo de guerra mediante el cual es el estado
bolchevique organizó su lucha de vida o muerte frente a la
contrarrevolución y a la invasión extranjera. Todas las economías
de guerra, hasta en los países capitalistas, conllevan la
planificación y la dirección de la economía por el estado. Tras el
triunfo soviético en 1918-1920 era evidente que el comunismo de
guerra no podía continuar, pues los campesinos se sublevarían
contra la confiscación militar de su grano y los obreros contra sus
sufrimientos, además, el comunismo de guerra no resolvería el
atraso de la economía que había quedado destruida.
Lenin introdujo la Nueva Política Económica en 1921, lo que
significaba el restablecimiento del mercado y suponía una retirada
del comunismo de guerra al capitalismo de estado. La necesidad
de proceder a una industrialización masiva mediante la
planificación estatal se convirtió en una prioridad para el gobierno
soviético. Aunque la NEP desmanteló el comunismo de guerra, el
control y la coacción del estado siguió siendo el único modelo
conocido de una economía en que propiedad y gestión había sido
socializados.
En los veinte la NEP se veía como una derrota del
comunismo o una desviación del socialismo. Los radicales como
Trotsky, querían romper con la NEP y hacer la campaña de
industrialización acelerada. Los moderados como Bujarin eran
conscientes de las limitaciones del gobierno bolchevique y eran
partidarios de una transformación gradual.
Cuando la revolución fracasó en Alemania, la justificación del
gobierno socialista en Rusia desapareció, tras la guerra civil, se
encontraba en ruinas y mucho más atrasada que en la época de
los zares. La NEP fue una breve edad de oro para la Rusia rural.
No obstante, por encima de esta masa rural estaba el Partido
Bolchevique, que ya no representaba a nadie. Lo que gobernaba
era una plétora de burócratas.
La NEP tuvo éxito en restaurar la economía rusa, en 1926 la
producción industrial se había recuperado a los niveles de antes
de la guerra, sin embargo, la población seguía siendo rural, 82%, y
sólo un 7,5% trabajaba fuera del sector agrícola. Hasta que
hubiese un desarrollo industrial mucho mayor, era muy poco lo
que los campesinos podían comprar en las ciudades y que podía
motivarlos a vender sus excedentes antes de comérselos y
bebérselos en sus pueblos. Este hecho (crisis de las tijeras) acabó
estrangulando a la NEP. El crecimiento económico equilibrado
basado en una economía agrícola de mercado dirigida desde
arriba por el estado no parecía ser una estrategia duradera. Lo que
hacía dudar a los bolcheviques era el alto costo de una
industrialización forzosa impuesta por el poder desde arriba.
Fue Stalin quien dirigió la edad de hierro de la URSS.
Cualquier política de modernización acelerada de la URSS habría
resultado despiadada, porque había que imponerla en contra de la
mayoría de la población, a la que se condenaba a grandes
sacrificios, impuestos por la coacción. La NEP fue sustituida en
1928 por la economía planificada de los planes quinquenales. Su
tarea esencial era la de crear nuevas industrias más que
gestionarlas, dando máxima prioridad a las industrias pesada
básicas y a la producción de energía, que eran la base de todas las
grandes economías industriales: carbón, hierro y acero,
electricidad y petróleo.
Los objetivos de producción se fijaron sin tener en cuenta el
coste, ni la relación coste-eficacia, ya que el criterio es si se
cumplen y cuando. Los objetivos, una vez fijados, tenían que
emprenderlos y cumplirlos. El inconveniente de este proceder era
la enorme burocratización del aparato económico así como del
conjunto del sistema.
Para un país atrasado y primitivo, carente de toda asistencia
exterior, la industrialización dirigida, pese a su despilfarro e
ineficacia, funcionó. Convirtió a la URSS en una economía
industrial en pocos años, capaz de sobrevivir y ganar la guerra
contra Alemania. Si el sistema mantenía el nivel de consumo de la
población bajo mínimos les garantizaba un mínimo social, les
daba trabajo, comida, ropa y vivienda, pensiones, atención
sanitaria y cierto igualitarismo y educación. La transformación de
un país analfabeto en la moderna URSS fue un gran logro.
Sin embargo, este éxito no se hizo extensivo a la agricultura y
a quienes vivían de ella, ya que la industrialización se hizo a costa
de la explotación del campesinado. La política agrícola que
sustituyó a la NEP, la colectivización forzosa de la tierra en
cooperativas o granjas estatales, fue un desastre. La producción
de los cereales bajo y la cabaña ganadera se redujo a la mitad, lo
que provocó una hambruna en 1932-1933. La URSS cambió una
agricultura campesina ineficiente por una agricultura colectivista
ineficiente a un precio enorme.
Por otra parte, la centralización estatal produjo una enorme
burocratización. A finales de los treinta, creció dos veces y media
por encima del ritmo medio de creación de empleo. Poco antes
de la guerra había más de un administrador por cada dos
trabajadores manuales.
Otro inconveniente del sistema fue su inflexibilidad. Estaba
concebido para genera un aumento constante de la producción de
bienes cuya naturaleza y calidad habían sido predeterminada, pero
no estaba dotado del mecanismo externo ara variar la cantidad ni
la calidad, ni para innovar. El sistema no sabía que hacer con los
inventos, y no los utilizaba en la economía civil. Los
consumidores no contaba ni con un mercado, que habría
indicado sus preferencias, ni con un trato de favor en el sistema
económico ni en el político.
El sistema soviético estaba pensado para industrializar un país
atrasado y subdesarrollado lo más rápidamente posible, dando
por sentado que la población se conformaría con un nivel de vida
que garantizaba unos mínimos sociales y que se hallaba algo por
encima del de subsistencia. En 1986 la URSS con menos del 6%
de la población mundial, generaba el 14% de las rentas nacionales
del mundo y el 14,6% de la producción industrial. Sin embargo,
su dinamismo contenía el mecanismo de su propio agotamiento.
Y este era el sistema que a partir de 1944 se convirtió en el
modelo de las economías en que vivía un tercio del población
mundial.
Los movimientos populares europeos de izquierda tenían dos
influencias: la democracia electiva (con la que la URSS rompió) y
la ejecución de acciones revolucionarias de forma centralizada –
herencia jacobina- (que la URSS llevó más allá). Del mismo modo
en que la economía soviética era una economía dirigida, la política
soviética era también dirigida. El modelo leninista de partido de
vanguardia, una organización disciplinada y eficiente de
revolucionarios profesionales, era potencialmente autoritario.
Este peligro se hizo más inmediato después de la revolución, al
pasar los bolcheviques de ser un grupo de uno miles de activistas
a un partido de masa de cientos de miles y después de millones de
profesionales, activistas y supervisores.
Los bolcheviques ganaron la guerra civil como una dictadura
monopartidista apuntalada por un poderoso sistema de seguridad,
que empleaba métodos terroristas contra los
contrarrevolucionarios. La decisión de emprender la revolución
industrial desde arriba obligó a l sistema a imponer su autoridad,
de forma más despiadada que en los años de la guerra civil,
porque su maquinaria para el ejercicio continuo del poder era
ahora mucho mayor. Bajo la dirección de Stalin, se convirtió en
una autocracia que intentaba imponer su dominio sobre todos los
aspectos de la vida y el pensamiento de los ciudadanos,
subordinando toda su existencia al logro de los objetivos del
sistema, definidos y especificados por la autoridad suprema.
El socialismo marxista se convirtió en un movimiento de
masas, con tendencia a admirar a sus dirigentes. La construcción
del mausoleo de Lenin no derivaba de la tradición revolucionaria
rusa, sino que era una tentativa de utilizar la atracción de los
santos cristianos sobre un campesinado primitivo en provecho
del régimen soviético. La ortodoxia y la intolerancia habían sido
implantados no como valores en sí mismas, sino por razones
prácticas.
En un partido organizado sobre una baje jerárquica
centralizada, la dictadura es algo probable. No obstante, ello ni
implica la dictadura personal. Fue Stalin quien convirtió los
sistemas políticos comunistas en monarquías no hereditarias.
Stalin gobernó su partido, al igual que todo lo que estaba al
alcance de su poder personal, por medio del terror y del miedo.
Demostró además, un gran sentido de las relaciones públicas, el
cuerpo de Lenin convertido en santo secular fue una forma de
establecer la legitimidad del nuevo régimen, al igual que los
catecismos simples de marxismo-leninismo que eran ideales para
comunicar ideas a la primera generación de individuos que sabían
leer y escribir.
Todo lo que habían conseguido los bolcheviques con la
revolución de octubre era el poder en la URSS, así, sólo la
determinación de usar el poder de manera consistente y
despiadada con el fin de eliminar todos los obstáculos posibles al
proceso podía garantizar el éxito final.
Su política estuvo basada en varios absurdos mortíferos, como
la creencia de Stalin de que él era el único que sabía cuál era el
buen camino y estaba decidido a seguirlo. Los que lo defendieron
en los veinte y que apoyaron el salto a la industrialización,
concluyeron en los treinta que la crueldad de su régimen era más
de lo que estaban dispuestos a aceptar. El terror no tenía límites
de ninguna clase. No era la idea de que el fin justifica los medios,
sino la aplicación constante del principio de la guerra total. Tras la
muerte de Stalin, sus sucesores llegaron al acuerdo de terminar
con el derramamiento de sangre.
A finales de los cincuenta la URSS seguía tratando mal a sus
ciudadanos, pero dejó de ser una sociedad que los encarcelaba y
asesinaba en una escala única por sus dimensiones. No obstante,
siguió siendo un estado policial, una sociedad autoritaria y carente
de libertad. Sólo la información autorizada oficialmente estaba al
alcance del ciudadano y la libertad de desplazamiento y residencia
estaba sujeta a autorización oficial.
Sin embargo, por brutal y dictatorial que fuese, el sistema
soviético no era totalitario, término utilizado para criticar al
fascismo y al nacionalsocialismo, sinónimo de un sistema
centralizado que mediante el monopolio de la propaganda y la
educación conseguía que la gente interiorizase sus valores. Esto
era lo que Stalin hubiera deseado conseguir. En la medida en que
su objetivo era la práctica divinización del líder tuvo un cierto
éxito, pero en todos los demás sentidos, el sistema no era
totalitario, no practicaba el control del pensamiento de sus
súbditos y menos conseguía su conversión, sino que despolitizó a
la población de un modo asombroso. Las doctrinas oficiales del
marxismo-leninismo apenas tenían incidencia sobre la gran masa
de la población. Sólo los intelectuales estaban obligados a
tomarlas en serio, en una sociedad constituida con una ideología
que se decía racional y científica.
Los estados comunistas que nacieron después de la segunda
guerra mundial estaban formados según el patrón soviético, es
decir, estalinista. En todos encontramos sistemas políticos
monopartidistas con estructuras de autoridad centralizadas, una
verdad oficial, economías planificadas y el culto a la personalidad
de los dirigentes. Estos regímenes no fueron impuestos
exclusivamente por la fuerza de las armas, excepto en Polonia,
Alemania, Rumania y Hungría. Los demás fueron movimientos
más o menos de origen local con victorias electorales.
Incluso en los estados en que se impuso a los comunistas
gracias al poder ruso, los nuevos regímenes disfrutaron de una
legitimidad temporal y de un genuino apoyo popular. Por
impopulares que fuesen el partido y el gobierno, la tarea de
reconstrucción de la posguerra recibió una amplia aunque
reticente aprobación. Los estados comunistas empezaron a
formar un bloque único bajo el liderazgo de la URSS.
El régimen comunista de China (1949) apoyó a Rusia, aunque
se mantuvo independiente, y Stalin se cuidaba de no perturbar las
relaciones de su gobierno con China, no obstante su actitud hacia
los países comunistas de la Europa ocupada por el ejército rojo
fue menos conciliadora. El desmoronamiento político del bloque
soviético empezó con la muerte de Stalin en 1953 y con los
ataques oficiales al régimen en el XX Congreso del PCUS en
1956.
Una nueva dirección de reformadores comunistas de Polonia
recibió la aprobación pacífica de Moscú al mismo tiempo que
estallaba una revolución en Hungría, donde el nuevo gobierno
bajo la dirección de otro reformador comunista, Imre Nagy,
anunció el fin del monopartidismo y la retirada de Hungría del
Pacto de Varsovia y su futura neutralidad. Los rusos no estabas
dispuestos a tolerar esto y la revolución fue aniquilada por el
ejército rojo en 1956.
Las presiones a favor de la reforma de la economía y de la
introducción de flexibilidad en el sistema de planificación
soviético se hicieron más difíciles de resistir en los años setenta.
La descentralización económica se volvió explosiva al combinarse
con la exigencia de una liberalización intelectual y política. El
Checoslovaquia las demandas eran más fuertes, pues muchos
comunistas estaban dolidos por el contraste entre las esperanzas
comunistas y la realidad del régimen. Como siempre, la reforma
vino de arriba, del interior del partido.
El programa de actuación del PC checoslovaco llevaba la
dictadura de un solo partido a la democracia multipartidista. Los
regímenes de línea dura y sin apoyo popular (Polonia y Alemania
del Este) temían que la situación interna de sus países se
desestabilizara siguiendo el ejemplo checo, cuyo gobierno recibió
el apoyo de la mayoría de los partidos comunistas europeos.
Además, Rumania había tomado distancia de Moscú desde 1965,
bajo la dirección de Nicolae Ceaucescu. Por eso, Moscú, aunque
no sin divisiones ni dudas, decidió derrocar al régimen de Praga
por la fuerza de las armas. Este hecho demostró ser el fin del
movimiento comunista internacional como centro en Moscú,
resquebrajado con la crisis de 1956. El bloque soviético se
mantuvo unido por veinte años más, pero por la amenaza de una
intervención militar rusa.
Con independencia de la política, la necesidad de reformar el
sistema de economía dirigida de tipo soviético se fue haciendo
cada vez más urgente. Las economías desarrolladas no socialistas
crecían como nunca. El ritmo de crecimiento de las economía
socialistas empezó a disminuir. El PNB soviético que había
crecido al 5,7% en los cincuenta, bajo al 5,2% en los sesenta y al
3,7% a inicios de los setenta y al 2,6% al final de los setenta y al
2% en los ochenta.
Con la entrada de la economía mundial en un nuevo período
de incertidumbre, en los setenta, nadie en el Este o en Occidente
espera ya que las economías del socialismo real alcanzaran o
adelantaran el ritmo de las no socialistas.
XIV: LAS DÉCADAS DE CRISIS

Los veinte años después de 1973 presentan un mundo con


inestabilidad y crisis. Sin embargo, fue hasta los ochenta cuando
se vio que los cimientos de la edad de oro estaban minados. Fue
hasta los noventa cuando se admitió que los problemas
económicos del momento eran peores que los de los años treinta.
No se entendía porqué ahora el mundo era menos estable,
pues los elementos estabilizadores de la economía eran más
fuertes que antes. Los avances en la informática, las
comunicaciones y los transportes redujeron la importancia del
ciclo de stocks, ahora había una capacidad mayor de adaptarse a
corto plazo a los cambios de la demanda. Además, el peso del
consumo gubernamental y de los ingresos privados que procedían
del gobierno estabilizaban la economía.
No obstante, la edad de oro finalizó en 1971-1975 con una
clásica depresión cíclica, que redujo un 10% la producción
industrial de las economías desarrolladas de mercado y el
comercio internacional en un 13%. El mundo desarrollado
avanzó a un ritmo más lento, pero a finales del siglo XX estos
países eran más ricos y productivos que a principios de los
setenta.
Sin embargo, en África, Asia occidental y América Latina el
crecimiento del PIB se estancó. La mayor parte de la gente perdió
su poder adquisitivo y la producción cayó. En la zona del antiguo
socialismo real de Occidente, las economías se hundieron por
completo después de 1989, aunque contrasta con el crecimiento
espectacular de China en el mismo periodo.
Sin embargo, la pobreza, el paro, la miseria y la inestabilidad
reaparecieron tras 1973 en el primer mundo. El crecimiento
volvió a verse interrumpido por graves crisis en 1974-1975; 1980-
1982; y a fines de los ochenta. Los mendigos en las calles era una
visión cotidiana, la reaparición de los pobres sin hogar formaba
parte del gran crecimiento de las desigualdades sociales y
económicas de la nueva era.
En las décadas de crisis la desigualdad creció en los países de
las economías desarrolladas de mercado, desde el momento en
que el aumento de los ingresos reales al que se acostumbró a los
trabajadores en la edad de oro llegó a su fin. Debido a los
programas de bienestar y seguridad social, el malestar fue menor
al esperado, pero las haciendas gubernamentales se veían
agobiadas por los grandes gastos sociales que aumentaron con
mayor rapidez que los ingresos estatales cuyas economías crecían
más lento que antes de 1973.
El hecho fundamental de las décadas de crisis no es que el
capitalismo funcionase peor que en la edad de oro, sino que sus
operaciones estaban fuera de control. La herramienta principal
que se había empleado para hacer esa función –la acción política
coordinada nacional o internacionalmente- ya no funcionaba. Las
décadas de crisis fueron la época en la que el estado nacional
perdió sus poderes económicos.
Esto no fue evidente enseguida. En los setenta los gobiernos
pensaban que los problemas eran temporales y no pensaban
cambiar políticas que habían funcionado bien durante una
generación, además, la mayoría de los países capitalistas
mantuvieron gobiernos socialdemócratas en los setenta, que no
querían abandonar las políticas de la edad de oro.
La única alternativa que se ofrecía era la que abanderaban los
teólogos ultraliberales, que se vieron reforzados por la impotencia
y el fracaso de las políticas económicas convencionales después
de 1973. Tras 1974 los partidarios del libre mercado pasaron a la
ofensiva, aunque no llegaron a dominar las políticas
gubernamentales hasta 1980.
La batalla era entre keynesianos y neoliberales. Los
keynesianos afirmaban que los salarios altos, el pleno empleo y el
estado de bienestar creaban la demanda del consumidor que
alentaban la expansión, y que aumentar la demanda era lo mejor
para afrontar las depresiones económicas. Los neoliberales creían
que estas políticas dificultaban el control de la inflación y el
recorte de los costes, que hacían posible el aumento de los
beneficios, auténtico motor de la economía, creían que la “mano
oculta” del libre mercado produciría un mayor crecimiento y una
mejor distribución.
Los defensores de la economía de la edad de oro no tuvieron
éxito, pues estaba obligados a mantener su compromiso político
con el pleno empleo, el estado de bienestar y la política de
consenso de la posguerra. Se encontraban atenazados entre las
exigencias del capital y del trabajo, cuando ya no existía el
crecimiento de la edad de oro que hizo posible el aumento de los
beneficios y de las rentas.
Los neoliberales tuvieron pocos problemas para atacar las
ineficiencias económicas que conllevaban las políticas de la edad
de oro, cuando ésta ya no pudieron mantenerse a flote gracias a la
prosperidad, el empleo e ingresos gubernamentales. Había amplio
margen para aplicar el limpiador neoliberal y acabar con la
economía mixta.
No obstante, la simple fe en el mercado no era una política
económica alternativa. La mayoría de los gobiernos neoliberales
se vieron obligados a gestionar y dirigir sus economías, aunque
pretendiesen que sólo estimulaban las fuerzas del mercado. El
principal régimen neoliberal, los EE.UU. aunque oficialmente
comprometidos con el conservadurismo fiscal y con el
monetarismo, utilizaron en realidad métodos keynesianos para
salir de la depresión de 1979-1982.
La tendencia general de la industrialización ha sido sustituir la
destreza humana por la de las máquinas; el trabajo humano, por
fuerzas mecánicas, dejando a la gente sin trabajo. Las décadas de
crisis empezaron a reducir el empleo en grandes proporciones,
incluso en las industrias en proceso de expansión. El número de
trabajadores disminuyó en términos relativos y absolutos. El
creciente desempleo no era un simple ciclo, sino estructural. Los
puestos de trabajo perdidos en las épocas malas no se
recuperaban en las buenas: nunca volverían a recuperarse.
Esto se debió a la nueva división internacional del trabajo que
transfirió las industrias a otros países y creó centros industriales
en cinturones de herrumbre. Las industrias con uso intensivo de
trabajo emigraban de los países con salarios elevados a países con
salarios bajos. Pero incluso los países preindustriales o de reciente
industrialización estaban gobernados por la mecanización, que
hizo que incluso el trabajador más barato constase más caro que
una máquina capaz de hacer su trabajo. Cuanto más avanzada es
la tecnología, más caro resulta el componente humano de la
producción comparado con el mecánico.
La revolución agrícola hizo que el campesino resultase
innecesario, pero los millones de personas que ya no se ocupaban
en el campo fueron absorbidas por otras ocupaciones intensivas
en el uso del trabajo, pero era evidente que no habría puestos
suficientes para compensar los perdidos, y no estaba claro que
harían las personas desempleadas. En los países ricos del
capitalismo tenían sistemas de bienestar en los que apoyarse,
aunque empezaron a constituir una subclase cada vez más
segregada. En los países pobres entraban a formar parte de la
economía informal o paralela.
Aunque la recesión de principios de los ochenta trajo
inseguridad a los trabajadores industriales, no fue hasta la crisis de
los noventa que amplios sectores profesionales y administrativos
empezaron a sentir que ni su trabajo ni su futuro estaban
asegurados. Esta sensación de desorientación e inseguridad
produjo cambios en la política de los países desarrollados. Los
máximos perdedores fueron los partidos socialdemócratas o
laboristas occidentales, cuyo instrumento –la acción económica y
social a través de los gobiernos- perdió fuerza mientras que sus
partidarios, la clase obrera, se fragmentaba. Desde 1970 muchos
abandonaron los partidos de izquierda para sumarse a
movimientos ecologistas, feministas y otros de los llamados
nuevos movimientos sociales, con lo cual aquellos se debilitaron.
Las nuevas fuerzas políticas abarcaban desde los grupos
xenófobos y racistas hasta los diversos partidos verdes y otros
nuevos movimientos sociales. La importancia de estos
movimientos no reside en su contenido positivo como en su
rechazo de la vieja política. Durante las décadas de crisis las
estructuras políticas de los países democráticos empezaron a
desmoronarse y las nuevas fuerzas políticas mostraron un mayor
potencial de crecimientos combinando una demagogia populista
con fuertes liderazgos personales y la hostilidad hacia los
extranjeros.
También alrededor de 1970 se produjo una crisis similar en el
bloque del socialismo real. La entrada masiva de la URSS en el
mercado internacional de cereales y el impacto de la crisis
petrolífera de los setenta representaron el fin del campo socialista
como una economía regional autónoma, protegida de los
caprichos de la economía mundial.
Con la caída de la URSS se hundieron sus redes económicas, y
los países y regiones ligados a éstas se enfrentaron
individualmente a un mercado mundial para el que no estaban
preparados. Tampoco Occidente lo estaba para integrarlos a su
propio mercado mundial.
Lo que muchos reformistas del mundo socialista hubiesen
querido era transformar el comunismo en algo parecido a la
socialdemocracia occidental. Pero esto coincidió con la crisis de la
edad de oro del capitalismo, que fue a su vez la crisis de los
sistemas socialdemócratas. La crisis significó para el sistema
comunista una cuestión de vida o muerte, a la que no sobrevivió.
En los países capitalistas desarrollados lo que estaba en juego no
fue la supervivencia o la viabilidad del sistema.
Pero debido el mayor dinamismo de la economía capitalista, el
tejido social de las sociedades occidentales se minó más que el de
las sociedades socialistas, por tanto, en este aspecto la crisis fue
más grave en el Este que en el Oeste, cuyos habitantes se sentían
menos preocupados por problemas que agobiaban a los primeros:
la criminalidad, la inseguridad y la violencia de la juventud sin
normas. En otros aspectos ambos evolucionaron a la par, en
ambos las familias eran más pequeñas, los matrimonios se
rompían más fácil, y la población se reproducía poco.
Con todo, la relativa tranquilidad de la vida socialista no se
debía al temor. El sistema aisló a los ciudadanos del pleno
impacto de las transformaciones sociales de occidente, porque las
aisló del pleno impacto del capitalismo occidental. La paradoja
del comunismo en el poder es que resultó ser conservador.
En cuanto al tercer mundo es imposible hacer
generalizaciones. La única es que desde 1970 casi todos los países
de este bloque se habían endeudado enormemente. En 1990 se
los podía clasificar desde los tres gigantes de la deuda
internacional (entre 60 mil y 110 mil mdd) que eran Brasil,
México y Argentina, los veintiocho que debían más de 10 mil
millones, hasta los que debían de mil a dos mil millones.
A comienzos de los ochenta se produjo un momento de
pánico cuando los países con mayor deuda no pudieron seguir
pagando, y el sistema bancario estuvo al borde del colapso. Por
fortuna para los países ricos, los tres gigantes latinoamericanos de
la deuda no actuaron conjuntamente e hicieron arreglos
separados para renegociar sus deudas y los bancos y gobiernos
pudieron amortizar sus activos perdidos y mantener su solvencia
técnica.
En las décadas de crisis la economía capitalista mundial
decidió cancelar una gran parte del tercer mundo. De las 22
economías de renta baja 19 no recibieron ninguna inversión
extranjera. Una gran parte del mundo iba quedando, en conjunto,
descolgada de la economía mundial. En 1990 los únicos estados
exsocialistas de la Europa oriental que atrajeron inversión
extranjera fueron Polonia y Checoslovaquia. Dentro de la antigua
URSS había territorio ricos que atrajeron inversiones y zonas que
fueron abandonadas a sus propias y miserables posibilidades. El
principal efecto de las décadas de crisis fue el de ensanchar la
brecha entre los países ricos y los países pobres.
A medida que la economía trasnacional consolidaba su
dominio el estado-nación se iba debilitando, puesto que no podía
controlar más que una parte cada vez menor de sus asuntos. La
desaparición de las superpotencias que podían controlar a sus
estados satélites reforzó esta tendencia, así como por el
desmantelamiento de actividades hasta entonces realizadas por
organismo públicos, dejándoselas al mercado.
A este debilitamiento del estado-nación se le añadió una
tendencia a dividir los antiguos estados territoriales en lo que
pretendían ser otros más pequeños, la mayoría de ellos en
respuesta a la demanda de algún grupo étnico-lingüístico. El
ascenso de tales movimientos autonomistas y separatistas a partir
de 1970 fue un fenómeno occidental. La crisis del comunismo la
extendió por el Este, donde después de 1991 se formaron más
nuevos estados nacionales que en cualquier otra época del siglo
XX.
Este desarrollo resultaba paradójico, puesto que estaba claro
que los nuevos miniestados tenían los mismos problemas que los
antiguos, acrecentados por el hecho de ser menores. El nuevo
nacionalismo separatista de las décadas de crisis se trataba de una
combinación de tres fenómenos:
1) La resistencia de los estados-nación existentes a su
degradación. No obstante, el proteccionismo fue mucho más
débil en las décadas de crisis que en la era de las catástrofes. El
libre comercio mundial seguía siendo el ideal y la realidad, sobre
todos después de la caída de las economías controladas por el
estado. Sin embargo, el proteccionismo era mayor cuando lo que
estaba en juego no era simplemente económico, sino una
cuestión de identidad cultural.
2) El egoísmo colectivo de la riqueza. Los gobiernos del viejo
estilo de los estados-nación aceptaron la responsabilidad de
desarrollar sus territorios y la de igualar las cargas y beneficios en
todos ellos. La regiones más pobres recibirían subsidios de las
regiones más ricas con el fin de recudir las diferencias. Sin
embargo, la Comunidad Europea fue realista y admitió a
miembros cuyo atraso no significasen una carga excesiva para los
demás. La resistencia de las zonas ricas a dar subsidios a las
pobres es bastante conocida. Algunos de los nacionalismos
separatistas de las décadas de crisis se alimentaban de este
egoísmo colectivo.
3) La revolución cultural de la segunda mitad de siglo, que
disolvió las normas, tejidos y valores sociales tradicionales, e hizo
posible que muchos habitantes del mundo desarrollado se
sintieran huérfanos y desposeídos. Desde finales de los setenta se
dio el auge de los grupos de identidad, grupos a los cuales una
persona podía pertenecer de manera inequívoca y más allá de
cualquier duda o incertidumbre. Las políticas de identidad tienen
en común con el nacionalismo étnico de fin de siglo la insistencia
en que la identidad propia del grupo consistía en alguna
característica personal, existencial, primordial o inmutable;
compartida con los miembros del grupo y con nadie más. La
exclusividad era lo esencial.
La tragedia de esta política de identidad excluyente, tanto si
trataba como no de crear un estado independiente, era que no
podía funcionar, sólo podía pretenderlo. Incluso un mundo
dividido en territorio étnicos teóricamente homogéneos mediante
genocidios, expulsiones masivas y limpiezas étnicas, volvería
diversificarse inevitablemente con los movimientos de masa de
personas y de estilos como consecuencia de la acción de la
economía global. A medida que el siglo marcha hacia su término,
es más evidente la ausencia de mecanismos capaces de enfrentar
estos problemas.
Se han ideado fórmulas, como la ONU creada en 1945, que ha
seguido existiendo a lo largo del siglo y se ha convertido en un
club cuya pertenencia demuestra haber sido aceptado como
soberano. Aunque no tuvo poderes ni recursos suficientes ni
capacidad para actuar con independencia. La necesidad de una
coordinación global multiplicó las organizaciones internacionales,
aunque los únicos procedimientos para lograr sus objetivos
específicos (como los ecológicos) eran lentos, toscos e
inadecuados.
No obstante, se disponía de dos formas de asegurar la acción
internacional, que se reforzaron con las décadas de crisis:
1) La abdicación voluntaria del poder nacional a favor de
autoridades supranacionales. La Comunidad Económica Europea
dobló su tamaño en los setena y se preparó para expandirse aún
más en los noventa, mientras reforzaba su autoridad sobre sus
miembros. Su fuerza residía en el hecho de que su autoridad
central emprendía iniciativas políticas independientes y era
prácticamente inmune a las presiones de la política democrática.
2) Los organismos financieros internacionales creados tras la
segunda guerra mundial, el FMI y el Banco Mundial. Estos
organismos adquirieron más autoridad durante las décadas de
crisis, debido a la crisis de la deuda del tercer mundo y la caída de
la URSS y la crisis de los países afines, que provocó que muchos
países dependiesen más de la voluntad del mundo rico para
concederles préstamos, condicionados a la adopción de sus
políticas económicas.
El triunfo del neoliberalismo en los ochenta se tradujo en
políticas de privatización sistemática y de capitalismo de libre
mercado impuestas a gobiernos demasiados débiles para
oponerse a ellas, sin importar si eran adecuadas o no para sus
problemas económicos. Éstas resultaron ser autoridades
internacionales eficaces, por lo menos para imponer las políticas
de los países ricos a los pobres.
XV: EL TERCER MUNDO Y LA REVOLUCIÓN

Casi ningún estado pasó los años cincuenta sin revolución, golpes
militares que reprimir, prevenir o realizar la revolución, o
cualquier otro tipo de conflicto armado interno. Esta
inestabilidad social y política es el denominador común del tercer
mundo.
Al identificar estas acciones con el comunismo, los EE.UU.
combatieron este peligro con ayuda económica y propaganda
ideológica, en alianza con los regímenes locales o sin ella. Se
estima que 20 millones de personas murieron en las más de cien
guerras entre 1945 y 1983, casi todas ellas en el tercer mundo.
Los partidos comunistas no fueron frecuentes en el tercer
mundo, ninguno de ellos se convirtió en la fuerza dominante en
los movimientos de liberación nacional. La URSS adoptó una
visión pragmática en sus relaciones con estos movimientos,
puesto que ni se proponía ni esperaba ampliar la zona bajo
gobiernos comunistas más allá de sus límites. Cuando la Cuba de
Fidel se declaró comunista la URSS la puso bajo su protección,
pero sin poner en peligro sus relaciones con EE.UU. No hay
evidencias de que planeara ampliar el comunismo mediante la
revolución, lo que esperaba era que el capitalismo fuera enterrado
por la superioridad económica del socialismo.
El tercer mundo se convirtió en la esperanza de los que
seguían creyendo en la revolución social. La izquierda, incluyendo
a los liberales y socialdemócratas, necesitaban algo más que leyes
de seguridad social y aumento de salarios. El tercer mundo
mantenía vivos sus ideales, esto llevó a los liberales europeos de la
segunda mitad del siglo XX a apoyar a los revolucionarios y a las
revoluciones del tercer mundo.
Después de 1945, la forma más común de lucha
revolucionaria en el tercer mundo pareció ser la guerra de
guerrillas, pero con esto se subestima el papel de los golpes
militares de izquierda, las insurrecciones militares y el potencial de
las masas urbanas al viejo estilo. Sin embargo, en el tercer cuarto
del siglo todos los ojos estaban puestos en las guerrillas. Los
cincuenta estuvieron llenos de ellas en el tercer mundo, casi todas
en los países coloniales donde las potencias se resistían a la
descolonización. La revolución en Cuba (1959) fue la que llevó la
estrategia guerrillera a las primeras planas.
Fidel ganó porque Batista era frágil y carecía de apoyo real, se
desmoronó en cuanto la oposición de todas las clases, desde la
burguesía hasta los comunistas, se unió contra él y sus agentes,
concluyendo que su tiempo había pasado. Fidel lo puso en
evidencia y sus fuerzas heredaron el gobierno. Un mal régimen
con pocos apoyos había sido derrocado.
Ni Fidel ni sus camaradas eran comunistas (excepto dos) ni
admitían simpatías con el marxismo. El Partido Comunista
Cubano tenía pocas simpatías hacia él. Sin embargo, todo
empujaba al movimiento castrista en dirección al comunismo. El
populismo de Fidel no era una forma de gobernar un país,
necesitaba una organización y el Partido Comunista era el único
que podía dársela. Los dos se necesitaban y acabaron
convergiendo.
Esta revolución atrajo a la izquierda del hemisferio occidental
y de los países desarrollados después de una década de
conservadurismo, además de dar publicidad a la estrategia
guerrillera. Cuba empezó a alentar una insurrección continental,
animada por el Che. En toda América Latina grupos de jóvenes
entusiastas se lanzaron a luchas de guerrillas condenadas al
fracaso. Resultaron ser un error espectacular, pues las condiciones
de muchos de esos países eran adecuadas para movimientos
guerrilleros eficaces y duraderos.
Incluso cuando algunos campesinos emprendía la senda
guerrillera, las guerrillas fueron pocas veces un movimiento
campesino, sino movimientos realizados en zonas rurales del
tercer mundo dirigidos por jóvenes intelectuales provenientes de
las clases medias de sus países. Las operaciones guerrilleras son
más fáciles de realizar que las rurales, pues no se necesita de la
solidaridad y connivencia de las masas, ya que se puede
aprovechar el anonimato de la gran ciudad, el poder adquisitivo
del dinero y la existencia de un mínimo de simpatizantes, en su
mayoría de clase media.
Incluso en América Latina, la fuerzas más importantes para
promover el cambio eran los políticos civiles y los ejércitos. Una
ola de regímenes militares de derecha empezó a inundar gran
parte de Sudamérica en los años sesenta. Aunque había logrado
éxitos espectaculares en América Latina, Asia y África, la vía
guerrillera a la revolución no tenía sentido en los países
desarrollados. No obstante, el tercer mundo sirvió de inspiración
a los jóvenes rebeldes y revolucionarios, o a los disidentes
culturales del primer mundo. Lo que movilizaba a la izquierda en
el primer mundo era el apoyo a las guerrillas del tercero. El
tercermundismo, la creencia de que el mundo podía emanciparse
por medio de la liberación de su periferia, atrajo a muchos de los
teóricos de la izquierda del primer mundo.
En los países en que florecía el capitalismo industrial nadie
volvió a tomar en serio la expectativa de una revolución social
mediante la insurrección de las masas. En 1968-1969 una ola de
rebelión sacudió a los tres mundos, encabezada por la nueva
fuerza social de los estudiantes, cuyo número se contaba por
cientos de miles en los países occidentales y que pronto se
convertirían en millones.
Las revueltas estudiantiles resultaron eficaces en especial
donde -como en Francia e Italia- desencadenaron enormes
oleadas de huelgas de los trabajadores que paralizaron
temporalmente la economía de países enteros, y sin embargo, no
eran revoluciones. Los estudiantes del primer mundo rara vez se
interesaban en derrocar gobiernos y tomar el poder. No obstante,
las revueltas contribuyeron a politizar a muchos de los rebeldes
de la generación estudiantil. Por primera vez desde la era
antifascista, el marxismo atraía a los jóvenes intelectuales de
Occidente. Era un marxismo con orientación universitaria,
combinado con modas académicas y otras ideologías, puesto que
nacía de las aulas y no de la experiencia vital de los trabajadores.
Cuando las expectativas utópicas de rebelión de evaporaron,
muchos volvieron a los antiguos partidos de la izquierda, que se
revitalizaron con este aporte de entusiasmo juvenil. Como era un
movimiento de intelectuales, muchos entraron en la profesión
académica, pero otros organizaron pequeños cuadros de
vanguardia, con directrices leninistas para infiltrarse en
organizaciones de masas o con fines terroristas. En esto
Occidente convergió con el tercer mundo, que también se llenó
de organizaciones ilegales con métodos violentos.
Este fue el periodo más negros de la historia moderna de la
tortura, de escuadrones de la muerte, bandas de secuestro y
asesinato, desaparición de personas y guerras sucias. Resultó más
grave en América Latina, en cambio, los países socialistas apenas
se vieron afectados por este problema. Sus épocas de terror
habían quedado atrás y no había movimientos terroristas en sus
fronteras, sino grupos de disidentes públicos.
La revuelta estudiantil de fines de los sesenta fu el último
estertor de la revolución en el viejo mundo. Fue global porque
por primera vez, el mundo donde vivían los ideólogos
estudiantiles, era realmente global. Y sin embargo, esta no era la
revolución mundial como la había entendido la generación de
1917, sino el sueño de algo que ya no existía. Nadie esperaba ya
una revolución social en el mundo occidental. La mayoría de los
revolucionarios ya no consideraban a la clase obrera como
revolucionaria. El futuro de la revolución estaba en las zonas
campesinas del tercer mundo.
Incluso donde la revolución era una realidad o un
probabilidad, ya no era universal. Los distintos movimientos
guerrilleros de liberación colonial se preocupaban sólo de sus
propios asuntos nacionales. La revolución orientada más allá de
las fronteras sobrevivió en forma atenuada en los movimientos
regionales: panafricano, panárabe y panlatinoamericano. La
prueba del debilitamiento de la revolución mundial fue la
desintegración del movimiento internacional dedicado a ella.
Después de 1956 la URSS perdió el monopolio de la revolución y
de la teoría y la ideología que la unificaba, aunado a la ruptura con
China en 1958-1960, la invasión a Checoslovaquia (1968) clavó el
último clavo en el ataúd del internacionalismo proletario.
A pesar de esto, la inestabilidad social y política que generaban
las revoluciones proseguía. A principios de los setenta, una nueva
oleada de revoluciones sacudía gran parte del mundo, aunada a la
crisis en los ochenta de los sistemas comunistas que finalmente
concluyó con su derrumbe en 1989. Las revoluciones de los
setenta ocurrieron sobre todo en el tercer mundo, aunque se
desplazaron por diversas zonas.
Comenzaron en Europa, (Portugal 1974, derrocamiento del
régimen; España 1975, muerte de Franco y transición española).
Los movimientos guerrilleros africanos se multiplicaron a partir
del conflicto del Congo y de la política del apartheid en Sudáfrica.
Estos cambios crearon una moda de regímenes dedicados en
el papel a la causa del socialismo, aunque en realidad pertenecían
a un género muy distinto, debido a las diferencias de los
sociedades. Sólo en Sudáfrica surgió un genuino movimiento de
masas de liberación nacional con una organización sindical y un
Partido Comunista eficaz. Al acabar la guerra fría el régimen del
apartheid se vio obligado a la retirada. El retiro de los EE.UU. de
Indochina reforzó el avance de comunismo. Todo Vietnam esta
ahora bajo un gobierno comunista, lo mismo que Camboya y
Laos. En América Latina se dio la revolución nicaragüense
(1979), el movimiento guerrillero en El Salvador, y el
asentamiento de Torrijos en el canal de Panamá; estos
movimientos presentaban la novedad de la presencia de
sacerdotes católicos inspirados por la teología de la liberación.
Los EE.UU. consideraban estas revoluciones como un avance
de la ofensiva global de la URSS; puesto que se habían alineado a
las fuerzas conservadoras en el tercer mundo, se encontraban en
el lado perdedor de las revoluciones. Su posición como
superpotencia se vio debilitada por la derrota en Vietnam. Como
los EE.UU. veían su debilitamiento como un reto hacia ellos y
como un signo de la ambición soviética, las revoluciones de los
setenta desencadenaron la segunda guerra fría, cuyo campo de
combate fue África y Afganistán, donde la URSS participó por en
un conflicto armado primera vez después de la segunda guerra
mundial fuera de sus fronteras.
La URSS sentía que la revoluciones le permitirán mover a su
favor el equilibrio global, y compensar sus fracasos en China y
Egipto. Su retórica se refería ahora a los estados orientados hacia
el socialismo, aparte de los plenamente comunistas. De ahí que a
pesar de no haber hecho ni controlado tales revoluciones
(Angola, Mozambique, Etiopía, Nicaragua, Yemen del Sur y
Afganistán), las acogió como aliadas.
La caía del sha de Irán en 1979 fue la más importante
revolución de los setenta. Fue una respuesta al programa
modernizador e industrializador que el sha emprendió con el
apoyo gringo y la riqueza petrolífera, multiplicada tras 1973 por el
alza de los precios de la OPEP. Después de ser restituido en 1953
con apoyo de la CIA, el sha mantuvo a raya a los viejos
comunistas y a la oposición nacionalista en los sesenta y setenta
con ayuda de la policía secreta. La modernización cultural se
volvió contra él, y su entusiasmo por la educación aumentó la
instrucción de las masas y produjo un bloque de universitarios
revolucionarios. La industrialización reforzó la posición de la
clase obrera, en especial de la industria petrolífera.
El clero islámico y organizado políticamente movilizó a las
nuevas plebes urbanas lideradas por el ayatolá Jomeini, que a
principios de los setenta empezó a predicar a favor de una forma
de gobierno totalmente islámica, del deber del cero de rebelarse
contra el despotismo y tomar el poder, es decir, una revolución
islámica. Las guerrillas entraron en acción. Los trabajadores
cerraron los campos petrolíferos y los comerciantes sus tiendas.
El 16 de enero de 1979 el sha partió al exilio: la revolución iraní
había triunfado.
Su novedad fue ideológica. No provenía de la tradición de
1789 o 1917. fue la primera realizada y ganada bajo la bandera del
fundamentalismo religioso y la primera que remplazó al antiguo
régimen por una teocracia populista cuyo programa significaba
regresar al siglo VII d.C. desde los setenta los movimientos
religiosos del mundo islámico se convirtieron en una fuerza
política de masas entre las clases media e intelectual, influenciados
por la revolución iraní. No obstante, las viejas ideologías seguían
influenciando a América Latina (Sendero Luminoso en Perú),
África y a la India.
Las revoluciones de finales del siglo XX tenían dos
características. La atrofia de la tradición revolucionaria establecida
y el despertar de las masas. A partir de 1917-1918 pocas
revoluciones se han hecho desde abajo. La mayoría fueron
encabezadas por minorías de activistas o impuestas desde arriba
por golpes militares o conquistas armadas. Pero a finales del siglo
XX las masas volvieron a asumir un papel protagónico. Fuese lo
que fuese lo que estimulaba alas masas inertes a la acción era la
facilidad con la que las masas salían a la calle lo que decidió las
cuestiones.
Estas acciones de masas no derrocaron ni podían derrocar
regímenes por sí mismas. Podían incluso ser contenidas por la
coerción y por las armas. No eran ejércitos, sino multitudes. Para
ser eficaces necesitaban líderes, estructuras políticas o programas.
Por otra parte, la distancia entre gobernantes y gobernados se
ensanchó en casi todas partes. Incuso en sistemas democráticos
estables, las manifestaciones en masa de rechazo al existente
sistema político se convirtieron en algo común, así como la
aparición de nuevas fuerzas electorales que no se identificaban
con ninguno de los antiguos partidos.
Otra razón para el despertar de las masas fue la urbanización
del planeta y en especial del tercer mundo. A fines del siglo XX
las revoluciones surgieron de nuevo en la ciudad, incluso en el
tercer mundo, pues la mayoría de los habitantes de cualquier país
vivían en ellas, por otra parte, la gran ciudad, sede del poder,
podía sobrevivir y defenderse del desafío rural, gracias en parte a
las modernas tecnologías. Las revoluciones del siglo XX han de
ser urbanas para vencer.
El mundo que entra al siglo XXI se halla en una situación de
ruptura social más que de crisis revolucionaria, sin embargo, el
descontento contra el statu quo es hoy menos común que un
rechazo indefinido del presente, una ausencia de organización
política o una desconfianza hacia ella, o simplemente un proceso
de desintegración al que la política interior e internacional trata de
ajustarse.
También es un mundo lleno de violencia y lo que es más
importante, de armas. La facilidad de obtener explosivos y armas
de gran capacidad de destrucción hoy es tal, que ya no se puede
dar por seguro el monopolio estatal del armamento en las
sociedades desarrolladas. El mundo del tercer milenio seguirá
siendo un mundo de violencia política y de cambios políticos
violentos. Lo único que resulta inseguro es hacia donde llevarán.
XVI: EL FINAL DEL SOCIALISMO

En los setenta, China estaba preocupada por su atraso


económico, más evidente por el hecho de que Japón era el país
capitalista con más éxito. La mayoría de los chinos creían que
China era el centro y el modelo de la civilización mundial, en
cambio, todos lo países en los que había triunfado el comunismo,
incluyendo a la URSS, se consideraban atrasados culturalmente y
marginales en relación con otros centros más avanzados de
civilización. China no tenía ningún sentimiento de inferioridad
intelectual o cultural, fuese a título individual o colectivo.
Este sentido de autosuficiencia fue lo que les impidió realizar
algo parecido a la restauración Meiji de Japón en 1868: abrazar la
modernización adoptando modelos europeos. Esto sólo se hizo
sobre las ruinas del antiguo imperio chino, guardián de la vieja
civilización, y a través de una revolución social y cultural contra el
sistema confuciano.
El detonante social de la revolución comunista fue la pobreza
y opresión del pueblo chino, es decir, de las masas trabajadoras en
las grandes urbes costeras y el campesinado, que suponía el 90%
de la población, y cuya situación era peor que la de la población
urbana. El elemento nacional actuaba en el comunismo chino a
través de los intelectuales de clase media y alta y del sentimiento
difundido entre las masas de que los bárbaros extranjeros no
podían traer nada bueno ni a los individuos ni al país.
A los comunistas se oponía el partido del Kuomintang, que
intentaba reconstruir a China a partir de los fragmentos del
antiguo imperio, después de la caída en 1911. La base política de
ambos partidos estaba en las ciudades más avanzadas del sur de
China y su dirección procedía de la misma elite ilustrada, con la
diferencia de que unos se inclinaban hacia los empresarios y los
otros, hacia los trabajadores y campesinos.
Sun-Yat-sen, líder del Kuomintang, consideraba que el
modelo bolchevique de partido único era más apropiado que los
modelos occidentales. Su sucesor, Chiang Kai-shek nunca logró
controlar por completo al país, aunque en 1927 rompió con los
rusos y proscribió a los comunistas, cuyo principal apoyo era la
pequeña clase obrera urbana. Los comunistas emprendieron una
guerra de guerrillas con apoyo campesino contra el Kuomintang,
con escaso éxito. En 1934 sus ejércitos se retiraron hacia un
rincón en el extremo noroeste, en la heroica Larga Marcha. Esto
convirtió a Mao Tse-tung en el líder indiscutible del Partido
Comunista. El Kuomintang extendió su control por la mayor
parte del país hasta la invasión japonesa de 1937.
Sin embargo, la Kuomintang tenía poco atractivo para las
masas por su abandono del proyecto revolucionario, por lo que
no fue rival para los comunistas. Chiang contaba con el apoyo de
la mayor parte de la población de la clase media urbana, pero el
90% de los chinos estaba fuera de las ciudades. Cuando Japón
intentó la conquista de China, los ejércitos del Kuomintang no
pudieron evitar que tomaran las ciudades costeras, donde
radicaba su fuerza. En cambio, los comunistas movilizaron una
eficaz resistencia de masas a los japoneses en las zonas ocupadas.
En 1949 tomaron el poder en China tras derrotar al Kuomintang
en una breve guerra civil, y se convirtieron en el gobierno
legítimo de China. A partir de su experiencia marxista-leninista
crearon una organización disciplinada a escala nacional, que fue
bien recibida.
Para la mayoría de los chinos la revolución significaba una
restauración: de la paz y el orden, del bienestar, de un sistema de
gobierno que reivindicaba a la dinastía T’ang, de la grandeza de
un imperio y de una civilización. Durante los primeros años esto
era lo que parecía obtenerse: los campesinos aumentaron la
producción de cereales en más del 70% entre 1949 y 1956, la
planificación del desarrollo industrial y educativo comenzó a
principios de los cincuenta. En 1956, el deterioro de las relaciones
con la URSS concluyó con la ruptura de ambas en 1960 con el
retiro de la ayuda técnica y material de Moscú.
No obstante, esto no fue la principal causa del comienzo del
calvario del pueblo, sino la colectivización de la agricultura
campesina entre 1955 y 1957; el “gran salto adelante” de la
industria en 1958 (seguido de una hambruna en 1959-1961) y los
diez años de “revolución cultural” que acabaron con la muerte de
Mao, en 1976.
A diferencia del comunismo ruso, el chino no tenía relación
directa con Marx ni con el marxismo, era un movimiento influido
por octubre que llegó a Marx vía marxismo-leninismo estalinista.
En 1958 una oleada de entusiasmo industrializaría a China
inmediatamente, saltando todas las etapas hasta un futuro en que
el comunismo se realizaría inmediatamente. Por una parte estaban
las fundiciones caseras –de baja calidad- con las que China
duplicó su producción de hacer en un año, por la otra, las 24 mil
“comunas del pueblo” de campesinos establecidas en 1958 en
apenas dos meses, donde todos los aspectos de la vida campesina
estaban colectivizados incluyendo la vida familiar, la provisión de
seis servicios básicos (comida, salud, educación, funerales, cortes
de pelo y películas) remplazó a los salarios y los ingresos
monetarios. Esto no funcionó y en pocos meses ante la
resistencia pasiva, los aspectos más extremos del sistema se
abandonaron.
El rechazo de las masas a la visión romántica del sistema y la
explosión de libre pensamiento mostró la ausencia de un
entusiasmo generalizado por el nuevo orden. Así, Mao aumentó
su desconfianza hacia los intelectuales que tuvo su máxima
expresión en la “gran revolución cultural” en que se paralizó la
educación superior y los intelectuales fueron regenerados en masa
realizando trabajos físicos obligatorios en el campo.
La política maoísta era al mismo tiempo una forma extrema de
occidentalización y una revisión parcial de los modelos
tradicionales en los que se apoyaba, ya que el viejo imperio chino
se caracterizaba por la autocracia gobernante y la obediencia de
los súbditos. Esto lo demuestra el hecho de que en 1956 el 84%
de los pequeños propietarios hubieran aceptado pacíficamente la
colectivización. Al contrario de la URSS, la China de Mao no
experimentó un proceso de urbanización masiva.
Comparado con los niveles de pobreza del tercer mundo,
China no iba mal. Al final de la era de Mao el consumo medio de
alimentos estaba un poco por encima de la media de todos los
países. La esperanza media de vida al nacer subió de 35 años en
1949 a 68 en 1982. La población creció de unos 540 millones a
casi 950 entre 1949 y la muerte de Mao, en esta misma época el
número de niños escolarizados era del 90%. Sin embargo, era
innegable que a nivel internacional China había perdido influencia
a partir de la revolución, en particular en relación con sus vecinos
no comunistas. Su media de crecimiento per cápita, aunque tuvo
un gran aumento, era inferior a la de Japón, Hong Kong,
Singapur, Corea del Sur y Taiwán.
A la muerte de Mao en 1976 el maoísmo no sobrevivió y el
nuevo rumbo bajo el pragmático Deng Xiaoping comenzó de
forma inmediata.
En los ochenta se hizo evidente que algo andaba mal en todos
los sistemas que se proclamaban socialistas. Desde 1970, en vez
de convertirse en uno de los gigantes del comercio mundial, la
URSS parecía estar en regresión a escala internacional, no sólo se
estancaba el crecimiento económico, sino que los indicadores
sociales básicos, como la mortalidad, dejaban de mejorar, esto
causó más preocupación por el hecho de que en la mayoría de los
países seguía aumentando.
En la URSS, el término nomenclatura sugería las debilidades de
la egoísta burocracia del partido en la era de Brezhnev: una
combinación de incompetencia y corrupción. Con la excepción
de Hungría, los intentos de reformar las economías socialistas
europeas se abandonaron tras la primavera de Praga. Los años de
Brezhnev serían llamados “de estancamiento” por los reformistas,
porque el régimen había dejado de hacer algo con respecto a una
economía en decadencia.
Las economías europeas del socialismo real y de la URSS
fueron las verdaderas víctimas de la crisis que siguió a la edad de
oro del capitalismo mundial, mientras que las economías de
mercado, aunque debilitadas, pudieron superar las dificultades, al
menos hasta los noventa.
Con el alza de los precios del petróleo (1973), hizo que los
enormes recursos que entraban a la URSS pospusieran la
necesidad de reformas económicas y le permitieron pagar sus
importaciones del mundo capitalista con la energía que exportaba.
Por otra parte, los multimillonarios países de la OPEP
comenzaron a otorgar créditos a los países socialistas y en vía de
desarrollo a través del sistema bancario internacional, lo que
provocó una crisis mundial de la deuda a principios de los
ochenta, que se agudizó porque las economías socialistas eran
demasiado inflexibles para emplear productivamente la afluencia
de recursos.
A principios de los ochenta la Europa oriental se encontraba
en una aguda crisis energética. Esto produjo escasez de comida y
productos manufacturados; en esta situación el socialismo real en
Europa entró en lo que iba a ser su década final. Fue en este
momento cuando Gorbachov se convirtió en el líder de la URSS.
La política, tanto la alta como la baja, causaría el colapso
eurosoviético de 1989-1991. Desde la primavera de Praga quedó
claro que los regímenes satélites comunistas habían perdido su
legitimidad. Sólo en Polonia se dieron las condiciones para una
oposición organizada: la opinión pública estaba unida en su
rechazo al régimen, aunado a un nacionalismo antirruso y
católico, la Iglesia conservó su independencia y la clase obrera
demostró su fuerza política con grandes huelgas. En 1980 el
triunfo del Sindicato Solidaridad demostró que el régimen del
Partido Comunista en Polonia llegaba a su fin, pero también que
no podía ser derrocado por la agitación popular. Se esperaba una
intervención rusa, o que el régimen abandonara el sistema
unipartidista bajo el liderato del partido estatal, es decir, tendría
que abdicar.
En 1985 un reformista, Gorbachov, llegó al poder como
secretario general del Partido Comunista Soviético. Resultaba
evidente para los demás gobiernos comunistas que se iban a
realizar grandes cambios, aunque no estaba claro qué iban a traer.
Gorbachov representaba a las clases medias cultas y capacitadas
técnicamente, así como a los gestores que hacían funcionar la
economía del país: profesores, técnicos y expertos y ejecutivos de
varios tipos. No obstante, la respuesta de los estratos políticos e
intelectuales no debe tomarse como la respuesta de la gran masa
de los pueblos soviéticos.
Para éstos el régimen soviético estaba legitimado y era
totalmente aceptado, aunque sólo fuera porque no habían
conocido otro. Estaban cómodos en el sistema que les
proporcionaba una subsistencia garantizada y una amplia
seguridad social, una sociedad igualitaria tanto social como
económicamente. para la mayoría de los soviéticos, la era de
Brezhnev no era un estancamiento, sino la etapa mejor que
habían conocido. Los reformistas radicales se enfrentaron no sólo
a la burocracia soviética, sino a los hombres y mujeres soviéticos.
La presión para el cambio no vino del pueblo, sino de arriba.
Dos condiciones permitieron a Gorbachov llegar al poder: la
creciente corrupción de la cúpula del partido de la era de
Brezhnev, que indignó a la parte del partido que todavía creía en
su ideología, por otra parte, los estratos ilustrados y técnicos que
mantenían la economía funcionando, eran conscientes de que sin
cambios drásticos el sistema se hundiría, por sus debilidades,
inflexibilidad e ineficacia, y por las exigencias militares de la
guerra en Afganistán que la economía no podía soportar.
El objetivo inmediato de Gorbachov era acabar la segunda
guerra fría con los EE.UU. que estaba desangrando su economía,
y este fue su mayor éxito, pues convención a los gobiernos
occidentales que esta era la verdadera intención soviética. La
postura de Gorbachov era la de hacer más racionales y flexibles
las economías de planificación centralizada mediante la
introducción de precios de mercado y cálculos de pérdidas y
beneficios de empresas; todo para establecer un socialismo mejor
que el “realmente existente”.
Gorbachov inició su campaña de transformación del
socialismo soviético con los dos lemas de perestroika o
reestructuración (económica y política) y glasnost o libertad de
información.
Pronto se produjo un conflicto indisoluble entre ellas, pues lo
único que hacía funcionar y podía transformar al sistema
soviético era la estructura de mando del partido-estado heredada
de la etapa estalinista. Pero la estructura de partido-estado era, al
mismo tiempo, el mayor obstáculo para transformar el sistema
que lo había creado. Por otra parte, la consecuencia lógica de la
glasnost fue desgastar la única fuerza que era capaz de actuar, pues
democratizar un régimen con un modus operandi militar no mejora
su eficacia.
La glasnost significaba la introducción de un sistema
democrático constitucional basado en el imperio de la ley y el
disfrute de las libertades civiles. Esto implicaba la separación
entre partido y estado y el resurgimiento de los soviets en todos
sus niveles, culminando en el Soviet Supremo que iba a ser una
asamblea legislativa soberana con contrapeso al ejecutivo.
Esto era peligroso porque la reforma constitucional se
limitaba a desmantelar los mecanismos políticos reemplazándolos
por otros. Pero no dejaba claro las tareas de las nuevas
instituciones, además, los procesos de decisión iban a ser más
difíciles en una democracia que en un sistema de mando militar.
El nuevo sistema económico de la perestroika era una
legalización de pequeñas empresas privadas (cooperativas) con la
decisión de permitir que quebraran las empresas estatales con
pérdidas permanentes. La alternativa de los reformistas: una
economía socialista de mercado con empresas autónomas,
públicas, privadas y cooperativas, guiadas macro económicamente
por el centro de decisiones económico, significaba que los
reformistas querían tener las ventajas del capitalismo sin perder
las del socialismo.
Lo más cercano a un modelo de transición para los
reformistas de Gorbachov era la NEP de 1921-1928, que había
revitalizado la agricultura, el comercio, la industria y las finanzas
durante varios años después de 1921 y había saneado a una
economía colapsada porque confió en las fuerzas del mercado.
Pero no había comparación entre la Rusia atrasada
tecnológicamente y rural de los veinte, con la Rusia urbana e
industrializada de los ochenta. La perestroika hubiera funcionado si
en 1980 Rusia hubiera seguido siendo como China un país con un
80% de campesinos.
Lo que condujo a la URSS hacia el abismo fue la combinación
de glasnost, que significaba la desintegración de la autoridad, con
una perestroika que conllevó a la destrucción de los viejos
mecanismos que hacían funcionar la economía, sin proporcionar
ninguna alternativa, y provocó el creciente deterioro del nivel de
vida de los ciudadanos.
El rechazo de la corrupción de la nomenclatura fue el motor
inicial para el proceso de reforma: de ahí que Gorbachov
encontrara apoyo para su perestroika en los cuadros económicos
que querían mejorar la gestión de una economía estancada. No
necesitaban del partido para llevar a cabo sus actividades, si la
burocracia desaparecía, ellos seguirían en sus puestos, eran
indispensables y la burocracia no.
A pesar de los corrupto del sistema de partido único, seguía
siendo esencial en una economía basada en un sistema de
órdenes. La alternativa de la autoridad del partido no iba a ser la
autoridad constitucional y democrática, sino, a corto plazo, la
ausencia de autoridad. Las asambleas democráticas: el Congreso
del Pueblo y el Soviet Supremo (1989) se dieron cuenta de ello.
Nadie gobernaba, o más bien, nadie obedecía ya en la Unión
Soviética.
Las líneas de la desintegración de la URSS ya se habían
trazado: el sistema de poder territorial autónomo encarnado en la
estructura federal del estado y los complejos económicos
autónomos. El nacionalismo se radicalizó en 1989-1990 por el
impacto de la carrera política electoral y la lucha entre los
reformistas radicales y la resistencia del establishment del viejo
partido en las nuevas asambleas. Para Yeltsin –sucesor de
Gorbachov- el camino al poder pasaba por la conquista de la
Federación Rusa, lo que le permitiría soslayar las instituciones de
la Unión gorbachoviana. Al transformar a Rusia en una república
como todas las demás, Yeltsin favoreció la desintegración de la
unión, que sería suplantada por una Rusia bajo su control en
1991.
La desintegración económica ayudó a acelerar la política. Con
el fin de la planificación y de las órdenes del partido, ya no existía
una economía nacional, y comenzó una carrera en cada
comunidad que pudiera gestionarla, hacia la autoprotección y la
autosuficiencia o hacia los intercambios bilaterales. Como en la
Francia de 1789, el colapso político siguió al llamamiento de las
nuevas asambleas democráticas en 1989, al mismo tiempo que el
colapso económico se hizo irreversible. Entre agosto de 1989 y el
final de ese año el poder comunista abdicó en Polonia,
Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y la RDA (que sería
anexionada por la occidental), poco después en Yugoslavia y
Albania. En China el movimiento de liberalización fue aplacado
por la autoridad en 1989 (matanza de Tiananmen). China, Corea
del Norte y Vietnam no se vieron afectados de forma inmediata
por el derrumbe soviético.
Tras la caída de los antiguos regímenes, éstos fueron
denunciados con mucha fuerza, pues casi nadie creía en el sistema
o sentía lealtad alguna hacia él, ni siquiera los que lo gobernaban.
Tanto en Europa como en la URSS los comunistas que se habían
movido por las viejas convicciones eran ya una generación del
pasado. Para la mayoría el principio legitimador de estos estados
sólo era retórica oficial. Quienes gobernaban los satélites
soviéticos, o bien habían perdido su fe en su propio sistema o
bien nunca la habían tenido. Cuando quedó claro que la propia
URSS les abandonaba a su suerte, los reformistas intentaron
negociar una transición pacífica (Polonia y Hungría) o trataron de
resistir hasta que se hizo evidente que los ciudadanos ya no les
obedecían (Checoslovaquia y RDA).
Fueron remplazados por hombres que antes habían
representado la disidencia o la oposición y que habían organizado
las manifestaciones de masas que dieron la señal para la pacífica
abdicación de los antiguos regímenes. Los mismo sucedió en la
URSS donde el colapso del partido del estado se prolongó hasta
agosto de 1991. el fracaso de la perestroika y el rechazo ciudadano
de Gorbachov eran cada día más evidentes.
La caída de los satélites europeos en 1989 y la aceptación de la
reunificación alemana demostraron el colapso de la URSS como
potencia internacional. Aunque este debacle alentó el
secesionismo, la desintegración de la Unión no se debió a fuerzas
nacionalistas, fue obra de la desintegración de la autoridad central,
que forzó a cada región del país a mirar por sí misma, y a salvar lo
que pudiera de las ruinas de una economía que se deslizaba hacia
el caos. En términos económicos, el sistema debía ser pulverizado
mediante la privatización total y la introducción de un mercado
libre al 100%. Sin embargo, todos fracasaron al problema de
cómo una economía de planificación centralizada podía
transformarse en una dinamizada por el mercado.
La crisis final no fue económica sino política. Para la totalidad
del establishment de la URSS la idea de la ruptura era inaceptable,
en el referéndum de 1991 el 76% de los votantes estaban a favor
del mantenimiento de la Unión. No obstante, la disolución del
centro pareció hacer inevitable la ruptura, a causa también de la
política de Yeltsin. Gorbachov apoyado por las principales
repúblicas negoció un “tratado de la Unión” para preservar la
existencia de un centro de poder federal, pero el establishment lo
consideró como una tumba para la Unión y dos día antes de que
entrara en vigor sus principales miembros proclamaron que un
Comité de Emergencia tomaría el poder en ausencia del
presidente y secretario general.
No se trataba de un golpe de estado, sino de una
proclamación de que la maquinaria de poder real se ponía en
marcha con la esperanza de que la ciudadanía aceptaría la vuelta al
orden y al gobierno, la mayoría de los ciudadanos y miembros de
los comités de partido apoyaron “el golpe”. Pero la reafirmación
simbólica de la autoridad ya no era suficiente, si bien las
instituciones de la URSS se alinearon con los conspiradores, las
de la república de Rusia gobernada por Yeltsin no lo hicieron, y
éste aprovechó su oportunidad para disolver y expropiar al
Partido Comunista y tomar para la república rusa los activos que
quedaban de la URSS.
La insinuación de Yeltsin de que las fronteras entre las
repúblicas deberían renegociarse aceleró la carrera hacia la
separación total, esto puso fin a la esperanza de mantener ni
siquiera una apariencia de unión, puesto que la CEI que sucedió a
la URSS perdió muy pronto toda realidad. La destrucción de la
URSS puso fin a 400 años de historia rusa y devolvió al país las
dimensiones y estatus internacional de la época anterior a Pedro
el Grande (1672-1725).
Dos razones sirven para explicar este fenómeno histórico. El
comunismo no se basaba en la conversión de las masas, sino que
era una fe para los cuadros; en palabras de Lenin, para las
vanguardias. Todos los partidos comunistas en el poder eran
elites minoritarias. La aceptación del comunismo por parte de las
masas no dependía de sus convicciones ideológicas sino de cómo
juzgaban lo que les esperaba la vida bajo los regímenes
comunistas, y cuál era su situación comparada con la de otros.
Incluso los cuadros de los partidos comunistas empezaron a
concentrarse en la satisfacción de las necesidades ordinarias de la
vida cuando el objetivo milenarista del comunismo se desplazó
hacia un futuro indefinido.
Con el colapso de la URSS el experimento del socialismo real
llegó a su fin. Incluso donde sobrevivió el comunismo como en
China, se abandonó la idea de una economía única, centralizada y
planificada, basada en un estado colectivizado o en una economía
de propiedad totalmente cooperativa y sin mercado.
El experimento soviético se diseñó no como una alternativa
global al capitalismo, sino como un conjunto específico de
respuestas a la situación concreta de un país grande y atrasado en
una coyuntura histórica particular e irrepetible. El fracaso de la
revolución en todos los demás lugares dejó sola a la URSS con su
compromiso de construir un socialismo en un país donde, según
el consenso universal de los marxistas en 1917, las condiciones
para hacerlo no existían en absoluto.
El fracaso del socialismo soviético no empaña la posibilidad
de otros tipos de socialismo. La tragedia de la revolución de
octubre estriba precisamente en que sólo pudo dar lugar a este
tipo de socialismo, rudo, brutal y dominante.
XVII: LA MUERTE DE LA VANGUARDIA: LAS ARTES
DESPUÉS DE 1950

La tecnología revolucionó las artes haciéndolas omnipresentes. El


disco de larga duración (1948) se popularizó rápidamente en los
años cincuenta; pero lo que hizo posible trasportar la música
escogida fueron los cassettes. En los ochenta la música podía estar
en cualquier parte, acompañando cualquier actividad privada
gracias a los auriculares acoplados. La televisión nunca fue tan
portátil como la radio, pero llevó a los hogares las imágenes en
movimiento y aunque era mucho más caro que la radio, pronto se
hizo casi universal y resultó accesible incluso para los pobres en
algunos países atrasados. Sin embargo, la tecnología no sólo hizo
que el arte fuese omnipresente, sino que transformó su
percepción.
Europa dejó de ser el centro del gran arte. Nueva York se
enorgullecía de haber remplazado a París como centro de las artes
visuales, el jurado del Premio Novel comenzó a tomar en cuanta
a la literatura no europea a partir de los sesenta, se difundieron las
obras de los escritores de la escuela latinoamericana, las obras de
los directores japoneses, etc. Los mejores talentos de la literatura
germano-occidental no fueron nativos sino emigrantes del Este
(Celan, Grass y otros, llegados de la RDA). El “estilo
internacional” en la arquitectura realizó sus mayores y más
numerosos monumentos en los EE.UU. y se desarrolló
posteriormente a través de las cadenas hoteleras que se
extendieron por el mundo en los años sesenta.
Las excepciones a este desplazamiento se dieron en Italia,
donde el sentimiento antifascista inspiró una década de
renacimiento cultural que produjo el neorrealismo
cinematográfico; en Francia con los escritores de ficción y en
Inglaterra, donde Londres después de 1950 se transformó en uno
de los centros mundiales de espectáculos musicales y teatrales.
En la medida en que las artes dependían del patronazgo
público, es decir, del gobierno central, la habitual preferencia
dictatorial por el gigantismo pomposo reducía las opciones de los
artistas, al igual que la insistencia oficial en promover una especie
de mitología sentimental optimista conocida como “realismo
socialista”. En la URSS las artes visuales sufrieron por la
combinación de una rígida ortodoxia, tanto ideológica como
estética e institucional, y de un aislamiento total del resto del
mundo. La China de Mao alcanzó su clímax durante la
“revolución cultural” de 1966-1976, una campaña contra la
cultura, la educación y la intelectualidad que cerró prácticamente
la educación secundaria y universitaria durante diez años,
interrumpió la práctica de la música clásica y de otros tipos de
música y redujo el repertorio nacional de cine y teatro a media
docena de obras políticamente correctas.
Por otra parte, la creatividad floreció bajo los regímenes
comunistas de la Europa oriental, la industria cinematográfica en
Polonia, Checoslovaquia y Hungría surgió con fuerza desde fines
de los cincuenta, hasta convertirse en una de las más interesantes
producciones de películas de calidad del mundo.
En ausencia de una política real y de una prensa libre, los
artistas eran los únicos que hablaban de lo que su pueblo (por lo
menos el sector ilustrado) pensaba y sentía. El apartheid
sudafricano inspiró a sus adversarios la mejor literatura que ha
salido de aquel subcontinente hasta hoy. El hecho de que entre
los años cincuenta y noventa la mayoría de los intelectuales
latinoamericanos al surde México fueran en algún momento
refugiados políticos tiene que ver con las realizaciones culturales
de aquella parte del hemisferio occidental.
Paradójicamente, los artistas e intelectuales del mundo
socialista y del tercer mundo disfrutaban tanto de prestigio como
de una prosperidad y privilegios relativos. En el mundo socialista
podían figurar entre los ciudadanos más ricos y gozar de una
libertad rara en aquellas prisiones: la de viajar al extranjero y tener
acceso a la literatura extranjera. En América Latina los escritores
de mayor prestigio, al margen se sus opiniones políticas, podían
esperar cargar diplomáticos. Por el contrario, los artistas e
intelectuales en la mayoría de los países desarrollados occidentales
no tenían oportunidades políticas en ninguna circunstancia, salvo
como Ministros de Cultura.
En la edad de oro los recursos públicos y privados dedicados a
las artes fueron mayores que antes. El mecenazgo privado fue
menos importante, excepto en los EE.UU. donde los millonarios
estimulados por las ventajas fiscales protegieron la educación, el
saber y la cultura en una escala más generosa que en cualquier
otro lugar. En cuanto al mercado del arte, desde los cincuenta
aumentaron los precios de los impresionistas y postimpresionistas
franceses, así como de los modernos parisinos; en los setenta el
marcado artístico internacional igualó los récords históricos de la
era del imperio (en precios reales) para dejarlos atrás en los
ochenta. Cada vez más, quienes compraban arte lo hacían como
inversión, de la misma manera que antes se compraban
especulativamente acciones de minas de oro.
Otro tipo de fenómeno que afectó a las artes fue su
integración en la vida académica, en las instituciones de educación
superior. El hecho decisivo en el desarrollo cultural del siglo XX,
la creación de una revolucionaria industria del ocio destinada al
marcado de masas, redujo las formas tradicionales del “gran arte”
a los guetos de las elites. El público de la ópera y el teatro, los
lectores clásicos y los visitantes de galerías y museos eran
personas que en su mayoría habían completado la educación
secundaria. La cultura común de cualquier país urbanizado del
siglo XX se basaba en la industria del entretenimiento de masas –
cine, radio, TV, música pop- en la que también participaba la
elite.
La expansión de la educación superior proporcionó cada vez
más empleo y se convirtió en un mercado para hombres y
mujeres con escaso atractivo comercial. Los poetas escribían para
otros poetas o para estudiantes que se esperaba que discutieran
sus obras. Protegidas por salarios académicos, becas y listas de
lecturas obligatorias, las artes creativas no comerciales podían
esperar, si no florecer, al menos sobrevivir cómodamente.
Muchos géneros característicos que habían alcanzado gran
esplendor en el XIX decayeron aunque sobrevivieron durante la
primera mitad del siglo XX. La escultura, y su máxima expresión:
el monumento público, desapareció casi por completo después de
la primera guerra mundial salvo en los países dictatoriales donde
la calidad no igualaba a la cantidad. La pintura ya no era lo que
había sido en el periodo de entreguerras, es difícil hacer una lista
de pintores de entre 1950-1990 que pudieran considerarse
grandes figuras. En música clásica, la decadencia de los viejos
géneros quedaba oculta por el aumento de sus interpretaciones,
sobre todo como un repertorio de clásicos muertos. Salvo en
Alemania y Gran Bretaña, muy pocos compositores llegaron a
crear grandes óperas. Un retroceso parecido sufrió la novela,
aunque se siguió escribiendo y vendiendo en grandes cantidades,
lo más destacado es el primer Solzhenitsyn y la literatura de
ficción en América Latina, con Cien años... de García Márquez
como representante.
El declive de los géneros clásicos del “gran arte” y en la
literatura no se debió en modo alguno a la carencia de talento. El
talento artístico abandonó las antiguas formas de expresión
porque aparecieron formas nuevas más atractivas o gratificantes.
Gran parte del dibujo y la pintura rutinarios fueron reemplazados
por la cámara fotográfica que acaparó la representación de la
moda. El cine ocupó el lugar que antes tenía la novela y el teatro.
Dos factores fueron importantes para este declive. 1) El
triunfo universal de la sociedad de consumo. A partir de los
sesenta las imágenes que acompañaban a los seres humanos en el
mundo desde su nacimiento hasta su muerte eran las que
anunciaba o aplicaban el consumo, o las dedicadas al
entretenimiento comercial de las masas. 2) El triunfo del sonido y
la imagen propiciado por la tecnología desplazó al que había sido
el principal medio de expresión de la alta cultura: la palabra
impresa. Aunque la revolución educativa incrementó el número
de lectores en términos absolutos, el hábito de la lectura decayó
en los países de teórica alfabetización total cuando la letra
impresa dejó de ser la principal puerta de acceso al mundo más
allá de la comunicación oral.
Las palabras que dominaban las sociedades de consumo
occidentales ya no eran las de los libros sagrados o de los
escritores laicos, sino las marcas de cualquier cosa que pudiera
venderse. Las imágenes que se convirtieron en los íconos de estas
sociedades fueron las de los entretenimientos de masas y del
consumo masivo: estrellad de la pantalla y latas de conserva. El
pop art dedicó su tiempo a reproducir, con la mayor objetividad y
precisión posibles, las trampas visuales del comercialismo
estadounidense: latas de sopa, banderas, botellas de Coca-Cola,
Marilyn Monroe.
A partir de los cincuenta estuvo claro que todo aquello tenía
lo que podría llamarse una dimensión estética, una creatividad
popular, ocasionalmente activa pero casi siempre pasiva, que los
productores debían competir para ofrecer. En los sesenta unos
pocos críticos empezaron a investigar lo que antes había sido
rechazado y desestimado como “comercial” o carente de valor
estético, en especial lo que atraía al hombre y la mujer de la calle.
Los años cincuenta demostraron con el triunfo del rock-and-roll
que las masas sabían, o por lo menos distinguían lo que les
gustaba. La industria discográfica que se enriqueció con la música
rock, ni la creó ni muchos menos la planeó, sino que la recogió de
los aficionados y de los observadores que la descubrieron, aunque
sin duda la corrompió al adoptarla.
Otra fuerza poderosa que estaba minando al “gran arte” era la
muerte de la modernidad, que desde fines del siglo XIX había
legitimado la práctica de una creación artística no utilitaria y que
servía de justificación a los artistas en su afán de liberarse de toda
restricción. La innovación había sido su esencia. L a modernidad
presuponía que el arte era progresivo y por consiguiente, que el
estilo de hoy era superior al de ayer, había sido por definición el
arte de la “vanguardia”.
En la primera mitad del siglo XX la modernidad funcionó, la
debilidad de sus fundamentos teóricos pasó desapercibida, su
estructura se mantuvo intacta pese a sus contradicciones o fisuras
potenciales: la abstracción (arte no figurativo) en las artes visuales
y la modernidad en la arquitectura se hicieron parte, a veces la
parte dominante, de la escena cultural establecida.
Desde finales de los sesenta se fue manifestando una marcada
reacción contra esto, que en los ochenta se etiquetó como
posmodernidad, que no era tanto un movimiento como la
negación de cualquier criterio preestablecido de juicio y
valoración en las artes o, de hecho, la posibilidad de realizarlos.
Un aroma de muerte emanaba de las vanguardias. Si todo el
“gran arte” estaba segregado en guetos, la vanguardia no podía
ignorar que sus espacios en él eran minúsculos y menguantes.
Con al auge del arte pop, incluso el mayor baluarte de la
modernidad en las artes visuales, la abstracción, perdió su
hegemonía. La representación volvió a ser legítima. La
posmodernidad atacó tanto a los estilos autocomplacidos como a
los agotados, sería engañoso analizarla como una tendencia
artística, al modo del desarrollo de las vanguardias anteriores. En
realidad, sabemos que el término posmodernidad se extendió por
toda clase de campos que no tenían nada que ver con el arte.
La posmodernidad de cualquier disciplina tenía en común un
escepticismo esencial sobre la existencia de una realidad objetiva,
y/o la posibilidad de llegar a una comprensión consensuada de
ella por medios racionales. Todo tendía a un relativismo radical.
Todo, por tanto, cuestionaba la esencia de un mundo que
descansaba en supuestos contrarios, a saber, el mundo
transformado por la ciencia y la tecnología basada en ella, y la
ideología de progreso que lo reflejaba. Lo que la posmodernidad
produjo fue un separación, mayoritariamente generacional, entre
aquellos a quienes repelía lo que consideraban la frivolidad
nihilista de la nueva moda y quienes pensaban que tomarse las
artes “en serio” era tan sólo una reliquia más del pasado.
La era de la “reproducibilidad técnica” no sólo transformó la
forma en que se realizaba la creación, convirtiendo las películas y
todo lo que surgió de ellas (televisión, vídeo) en el arte central del
siglo XX, sino que también la forma en que los seres humanos
percibían la realidad y experimentaban las obras de creación. El
turismo, que ahora llenaba los museos, galerías, salas de
conciertos y teatros públicos con extranjeros más que con
nacionales, y la educación eran los últimos baluartes de este tipo
de consumo del arte. La tecnología impregnaba de arte la vida
cotidiana privada o pública. Nunca antes había sido tan difícil
escapar de una experiencia estética. La “obra de arte” se perdía en
una corriente de palabras, de sonidos, de imágenes, en el entorno
universal de lo que un día habríamos llamado arte.
Medir el mérito por la cronología nunca había convenido al
arte: las obras de creación nunca habían sido mejores porque
fueran más antiguas, como pensaron en el Renacimiento, o
porque fueran más recientes que otras, como sostenían los
vanguardistas. Esto último se convirtió en absurdo a finales del
siglo XX, al mezclarse con los intereses económicos de las
industrias de consumo que obtenían sus beneficios del corto ciclo
de la moda con ventas instantáneas y en masa de artículos para un
uso breve e intensivo.
En las artes todavía era posible y necesario aplicar la distinción
entre lo serio y lo trivial, entre lo bueno y lo malo, la obra
profesional y la del aficionado. Tanto más necesario por cuanto
había partes interesadas que negaban tales distinciones, aduciendo
que el mérito sólo podía medirse en virtud de las cifras de venta,
o bien sosteniendo, como los posmodernos, que no podían
hacerse distinciones objetivas de ningún tipo.
XVIII: BRUJOS Y APRENDICES:
LAS CIENCIAS NATURALES

Ningún otro periodo de la historia ha sido más impregnado por


las ciencias naturales, ni más dependiente de ella, que el siglo XX.
En 1919 el número total de físicos y químicos (alemanes y
británicos) era casi de 8 mil. A finales de los ochenta, el número
de científicos e ingenieros dedicados a la investigación, se
estimaba en unos 5 millones, casi 1 millón en los EE.UU.
El número de científicos, siempre una minoría de la
población, se duplicó en los veinte años posteriores a 1970. A
fines de los ochenta representaban el 2% de la población global, y
puede que el 5% de la población de EE.UU., signo de que el
eurocentrismo científico se acabó en el siglo XX, pues la era de
las catástrofes y el triunfo temporal del fascismo, desplazaron su
centro de gravedad a los EE.UU. donde ha permanecido. Entre
1900 y 1933 sólo se habían otorgado 7 premios Novel a EE.UU.,
pero entre 1933 y 1970 se le entregaron setenta y siete.
El auge de los científicos no europeos, especialmente de
Extremo Oriente y del subcontinente indio, era muy notable. A
finales de siglo la mayor parte de África y de América Latina
generaban muy pocos científicos en términos absolutos y aún
menos en relativos.
En un mundo cada vez más globalizado, los científicos se
concentraron en los pocos centros que disponían de los medios
adecuados para desarrollar su trabajo, es decir, en unos pocos
países ricos altamente desarrollados y sobre todo en los EE.UU.
Los cerebros del primer mundo que en la era de las catástrofes
escaparon de Europa por razones políticas, se han ido de los
países pobres a los países ricos desde 1945, principalmente por
razones económicas.
En los cincuenta y sesenta la mitad de los doctorados de los
EE.UU. salió de la quince universidades de mayor prestigio. En
un mundo democrático y populista, los científicos formaban una
elite que se concentró en unos pocos centros financiados.
La tecnología basada en la ciencia estaba ya en el centro del
mundo burgués del siglo XIX, aunque la gente prácticamente no
supiese bien qué hacer con los triunfos de la teoría científica. Sin
embargo, muchas áreas de la vida humana seguían estando
regidas casi exclusivamente por la experiencia, la
experimentación, la habilidad, el sentido común entrenado y la
difusión sistemática de conocimientos sobre las prácticas y
técnicas disponibles.
No obstante, aun cuando la alta ciencia del siglo XX era ya
perceptible antes de 1914 (automóviles, la aviación, la radio y el
cinematógrafo, la relatividad, la física cuántica o la genética), la
ciencia no había llegado a ser algo sin lo cual la vida cotidiana era
inconcebible en cualquier parte del mundo. La tecnología basada en
las teorías y en la investigación científica avanzada dominó la
explosión económica de la segunda mitad del siglo XX, y no sólo
en el mundo desarrollado. El caso es que las tecnologías se
basaban en descubrimientos y teorías tan alejados del entorno
cotidiano del ciudadano medio, que sólo una docenas o a lo más
centenares de personas en todo el mundo podían entrever
inicialmente que tenían implicaciones prácticas.
No obstante, por más incomprensibles que fuesen las
innovaciones científicas, una vez logradas se traducían casi
inmediatamente en tecnologías prácticas. Visto en un laboratorio
en 1960, el láser había llegado a principios de los ochenta a los
consumidores a través del disco compacto. La biotecnología llegó
con las técnicas de recombinación del ADN (combinar genes de
una especie con genes de otra) y con las inversiones principales
en medicina y agricultura.
Los nuevos avances científicos se traducían, en un lapso de
tiempo cada vez menor, en una tecnología que no requería
ningún tipo de comprensión por parte de los usuarios finales: el
método de cobro de los supermercados de los noventa tipifica la
eliminación del elemento humano, así como el milagro con una
tecnología científica de vanguardia que no necesitamos
comprender o modificar, aunque sepamos o creamos saber cómo
funciona.
Así, la ciencia es tan indispensable y omnipresente como lo es
Alá para el creyente musulmán. No cabe duda de que el siglo XX
ha sido el siglo que la ciencia ha transformado tanto el mundo
como nuestro conocimiento del mismo. La propia religión llegó a
ser tan dependiente de la alta tecnología científica como cualquier
otra actividad humana en el mundo desarrollado (el Vaticano se
comunicaba vía satélite; el ayatolá Jomeini difundía sus mensajes
en grabaciones magnetofócias; los estado coránicos trataban de
equiparse con armas nucleares).
Pese a todo, el siglo XX no se sentía cómodo con una ciencia
de la que dependía y que había sido su logro más extraordinario.
Los temores a la ciencia se vieron alimentados por el sentimiento
de que era incomprensible y que sus consecuencias eran
imprevisibles y probablemente catastróficas, que ponía de relieve
la indefensión del individuo y que minaba la autoridad, y el
sentimiento de que era intrínsecamente peligrosa pues interfería el
orden natural de las cosas.
Si bien los temores hacia la ciencia se mezclaban con el miedo
a sus consecuencias prácticas (como las armas nucleares), en la
primera mitad del siglo las mayores amenazas para la ciencia no
procedían de quienes se sentían humillados por su vasto e
incontrolable poder, sino de quienes creían poder controlarla. El
nacionalsocialismo alemán y el estalinismo rechazaban la ciencia
porque desafiaba visiones del mundo y valores expresadas en
formas de verdades a priori, los nazis se privaron de sus mejores
talentos dedicados a la física en la Europa continental al forzar el
exilio a los judíos y a otros antagonistas políticos, destruyendo la
supremacía científica germana de principios de siglo.
En la época de Stalin, la URSS se enfrentó con la genética
tanto por razones ideológicas como porque la política estatal
estaba comprometida con el principio de que, con un esfuerzo
suficiente, cualquier cambio era posible, siendo así que la ciencia
señalaba que este no era el caso en el campo de la evolución en
general y en el de la agricultura en particular. El régimen nazi y el
soviético compartían la creencia de que sus ciudadanos debían
aceptar una “doctrina verdadera” pero una que fuese formulada e
impuesta por las autoridades seculares político-ideológicas. A
finales del siglo XX la imposición de criterios oficiales a la teoría
científica volvió a ser practicada por regímenes basados en el
fundamentalismo religioso.
Desde la primera bomba atónica (1945) los científicos
alertaron a sus gobiernos acerca del poder destructivo que el
mundo tenía ahora a su disposición: la idea de que la ciencia
equivale a una catástrofe potencial pertenece a la segunda mitad
del siglo.
En algún momento de la era del imperio se rompieron los
vínculos entre los hallazgos científicos y la realidad basada en la
experiencia sensorial, al igual que entre la ciencia y el tipo de
lógica basada en el sentido común. En el 0siglo XX los teóricos
dirían a los técnicos lo que tenían que buscar y encontrar a la luz
de sus teorías.
No es que la observación y la experimentación fuesen
secundarias, de hecho, en la primera mitad de siglo las
limitaciones de la óptica se superaron gracias al microscopio
electrónico (1937) y al radiotelescopio (1957). Sin embargo, a
pesar de que la ciencia es y debe ser una colaboración entre teoría
y práctica, en el siglo XX los teóricos llevaban el volante.
Para los propios científicos la ruptura con la experiencia
sensoria y con el sentido común significó una ruptura con las
certezas tradicionales de su campo y su metodología. La física
newtoniana era el ámbito científico más sólido y coherente: era
objetiva, sus leyes eran universales, sus mecanismos se podían
explicar en términos de causa y efecto. Todo el sistema era en
principio determinista y el propósito de la experimentación en el
laboratorio era demostrar esta determinación. Todas esta
características se pusieron en entredicho entre 1895 y 1914 con
las teorías de Planck y de Einstein, con la transformación de la
teoría atómica que siguió al descubrimiento de la radiactividad en
1890.
Entre 1924 y 1927 las dualidades que preocupaban a los
físicos fueron eliminadas o soslayadas con la construcción de la
“mecánica cuántica”. Los conceptos clásicos de la física, como
posición, velocidad o impulso, no son aplicables más allá de
ciertos puntos, señalados por el “principios de indeterminación”
de Heisenber. La única forma de aprender la realidad era
describirla de modos diferentes y juntar todas las descripciones
para que se complementasen unas con otras, este era el “principio
de complementariedad” de Bohr. En 1931 las matemáticas
alcanzaron el último reducto de la certidumbre: Gödel demostró
que un sistema de axiomas nunca puede basarse en sí mismo. Si
hay que demostrar su solidez, hay que recurrir a afirmaciones
externas al sistema. Hubo pioneros de la ciencia a quienes resultó
imposible aceptar el fin de las viejas certidumbres, como Planck y
Einstein que expresó sus recelos en el remplazo de la causalidad
determinista por leyes puramente probabilísticas con su frase:
“Dios no juega a los dados con el universo”.
Sin embargo, hubo un presupuesto básico y esencialmente
estético que no se puso en duda: una teoría bella deber ser
elegante, económica y general. Debe unificar y simplificar, como
lo habían hecho hasta entonces los grandes hitos de la teoría
científica. Galileo y Newton demostraron que las leyes que
gobiernan la tierra y el cielo eran las mismas, la química redujo la
variedad de formas de la materia a 92 elementos, la física del XIX
demostró que la electricidad, el magnetismo y la óptica tenían las
mismas raíces. Sin embargo, la nueva revolución científica no
produjo una simplificación, sino una complicación.
Ejemplos de esta complicación fueron los problemas que
generó en las antiguas certidumbres la teoría de la relatividad de
Einstein, o el nuevo tipo de síntesis conocido como “teoría del
caso”, que rompió los lazos entre la causalidad y la posibilidad de
predicción, puesto que no sostenía que los hechos sucediesen de
manera fortuita, sino que los efectos que se seguían de unas
causas específicas no se podían predecir, en 1929 Hubble
descubrió que el universo entero parecía expandirse a una
velocidad de vértigo, lo que produjo el floreciente campo de la
cosmología, y disminuyó así, la identificación de la ciencia “dura”
con la experimentación, es decir, con la reproducción de los
fenómenos naturales, pues cómo se iban a repetir hechos que
eran irrepetibles por definición (como el Big-Ban).
Planck expresó la crisis de la ciencia en estos términos:
“Apenas hay un principio científico que no sea negado por
alguien”, aunque el pesimismo no prevalecía entre la mayoría de
los científicos, Rutherford afirmó: “estamos viviendo en la era
heroica de la física”.
La era de las catástrofes fue una etapa rara donde hubo
científicos politizados, y no sólo porque se demostró que no
podían dar por supuesta su integridad personal. A diferencia de lo
que pasa en la ciencias sociales o humanas, esta politización era
excepcional en las ciencias naturales, cuya materia no exige, ni
siquiera sugiere opiniones sobre los asuntos humanos.
Sin embargo, los científicos estaban más politizados por sus
creencias de que los políticos no tenían ni idea del potencial que
la ciencia moderna ponía en manos de la sociedad humana. Por
otra parte, cada vez resultaba más evidente que la investigación
no sólo necesitaba fondos públicos, sino también organización
pública. La segunda guerra mundial fue el primer conflicto (desde
la era jacobina) en que los científicos fueron movilizados de
forma sistemática y centralizada con fines militares.
Paradójicamente, la guerra atómica fue hija del antifascismo. Una
simple guerra entre estados-nación no hubiera movido a los
físicos nucleares, gran parte refugiados por el fascismo, a incitar a
los gobiernos británico y estadounidense a que construyeran la
bomba atómica. La guerra acabó de convencer a los gobiernos de
que dedicar grandes recursos a la investigación científica era
factible y esencial para el futuro.
La temperatura política de la ciencia bajó después de la
segunda guerra mundial. Entre 1947 y 1949 el radicalismo
experimentó un rápido descenso en los laboratorios. La guerra
fría entre Occidente y el bloque soviético nunca generó entre los
científicos nada parecido a las pasiones desencadenadas por el
fascismo. El patrocinio de los gobiernos y de las grandes
empresas alentó un tipo de investigadores que no discutían la
política de quienes les pagaban y preferían no pensar en las
posibles implicaciones de sus trabajos, en especial si pertenecían
al ámbito militar. Como un ejemplo, la mayoría de los doctores
en física de la NASA no tenían mayor interés en conocer las
razones que orientaban sus actividades (la carrera espacial contra
la URSS).
Fue en la zona de influencia soviética donde la ciencia se
politizó más a media que avanzaba la segunda mitad del siglo: el
portavoz de la disidencia política era el físico de la construcción
de la bomba H soviética, Andrei Sajarov. Los científicos
demostraron ser indispensables para la URSS, pues permitieron
que ésta aventajara a los EE.UU. en la tecnología espacial (primer
satélite: Sputnik, 1947; primer viaje espacial tripulado, 1961,
1963).
La ciencia hizo eco de su tiempo, era prácticamente inevitable
que tras la desordenada proliferación de partículas subatómicas
especialmente tras la aceleración experimentada en los años
cincuenta, condujese a los científicos a buscar simplificación. Los
ordenadores electrónicos permitían hacer simulaciones y
desarrollar modelos mecánicos que se consideraban funciones
físicas y mentales básicas de los organismos, incluyendo el
humano. Uno de los debates filosóficos habituales de la segunda
mitad del siglo era si se podía diferenciar la inteligencia humana
de la inteligencia artificial, es decir, qué es lo que había en la
mente humana que no fuese programable en teoría en un
ordenador.
En el siglo XIX las mejoras del progreso burgués, la
continuidad y el gradualismo dominaron los paradigmas de la
ciencia. El cambio geológico y la evolución de la vida en la tierra
se habían desarrollado sin catástrofes, poco a poco. La ciencia del
siglo XX ha desarrollado una imagen del mundo muy distinta.
Nuestro universo nació hace 15 millones de años, de una
explosión primordial y se especula que pueda terminar de igual
forma, por otra parte está lleno de cataclismos: novas,
supernovas, gigantes rojas, enanas, agujeros negros y otros
fenómenos astronómicos que antes de los veinte eran
desconocidos. En los sesenta la geología y la teoría evolucionista
regresaron a un catastrofismo directo a través de la paleontología,
se expuso un mundo compuesto por gigantescas placas
movedizas, a veces en rápido movimiento (tectónica de placas),
por otra parte, geólogos y paleontólogos exponen su
catastrofismo especulando sobre un bombardeo del espacio
exterior, es decir, la colisión de uno o varios grande meteoritos.
Sin embargo, a partir de los setenta el mundo exterior afectó a
la actividad de los laboratorios de una manera más indirecta, pero
más intensa, con el descubrimiento de que la tecnología derivada
de la ciencia era capaz de producir cambios fundamentales e
irreversibles en el planeta Tierra. En 1973 Rowland y Molina se
dieron cuenta de que los clorofluorocarbonados, empleados en la
refrigeración y en los aerosoles, destruían el ozono de la
atmósfera terrestre; también en los setenta empezó a discutirse el
problema del “efecto invernadero”, el calentamiento de la
temperatura del planeta debido a la emisión de gases producidos
por el hombre.
Estos temores explican porqué en los setenta las política y las
ideologías se interesaron por las ciencias naturales, hasta debatir
sobre la necesidad de límites prácticos y morales en la
investigación científica. Diez años después de la primera guerra
mundial, la ciencias de la vida experimentaron una revolución con
los avances de la biología molecular, que desvelaron los
mecanismo universales de la herencia, el “código genético”. La
revolución del ADN, el mayor descubrimiento de la biología,
dominó las ciencias de la vida durante la segunda mitad del siglo
XX y produjo serias controversias en la medida en que sus
trabajos podían utilizarse con fines racistas o políticos.
Fueron las perspectivas de la ingeniería genética las que
llevaron a plantearse la cuestión de si debían ponerse límites a la
investigación científica. Esto minó lo que se consideraba el
principio básico de la ciencia, que debía buscar la verdad
dondequiera que esta búsqueda la lleve. De lo que se trataba
ahora no era de la búsqueda de la verdad, sino de la imposibilidad
de separarla de sus condiciones y consecuencias. Para la mayoría
de los científicos financiados con fondos públicos, los
controladores de la investigación eran los gobiernos.
Las prioridades de éstos no eran, por definición, las de la
investigación “pura” especialmente cuando esta es cara. Tampoco
eran, ni podían ser, las prioridades de la investigación aplicada,
sino en función de la necesidad de lograr ciertos resultados
prácticos, como, por ejemplo, una terapia efectiva contra el
cáncer o el SIDA. Quienes trabajaban en estos campos no se
dedicaba a los que les interesaba, sino a lo que era socialmente útil
o económicamente rentable.
La verdad es que la ciencia es tan grande e indispensable como
para dejarla a merced de sí misma. La paradoja de esta situación
era que el poderoso motor de la tecnología del siglo XX, y la
economía que ésta hizo posible, dependía cada vez más de una
comunidad relativamente minúscula de personas para quienes las
colosales consecuencias de sus actividades resultaban secundarias
o triviales. Todos los estados apoyaron la ciencia a la vez que
evitaban interferir en ella en la medida de lo posible. Pero a los
gobiernos no les interesaban las verdades últimas, sino la verdad
instrumental.
XIX: EL FIN DEL MILENIO

Por primera vez en dos siglos, el mundo de los noventa carecía de


cualquier sistema o estructura internacional. El único estado que
se podía calificar de gran potencia, en el sentido en que el término
se planteaba en 1914, era los EE.UU. No está claro lo que
significaba en la práctica. Rusia había quedado reducida a las
dimensiones que tenía a mediados del siglo XVII. Reino Unido y
Francia se redujeron a un estatus regional, Alemania y Japón eran
grandes potencias económicas sin necesidad de reforzarse
militarmente.
El peligro de otro holocausto nuclear como el causado por las
grandes potencias en el siglo XX, ya no existía. La propia
desaparición o transformación de todos los actores –salvo uno-
del drama mundial significaba que una tercera guerra mundial al
viejo estilo era improbable. Esto no quiere decir que las guerras
terminaran, hubo guerras que no tenían nada que ver con la
confrontación entre superpotencias (guerra anglo-argelina 1982;
Irán-Irak 1980-1988). El peligro global de guerra no había
desaparecido, sólo había cambiado.
Ahora resultaba posible que pequeños grupos disidentes
pudieran crear problemas y destrucción en cualquier lugar del
mundo (como el IRA en Gran Bretaña, el fundamentalismo
islámico), aunque hasta fines del siglo XX el coste originado por
tales actividades era modesto, ya que el terrorismo no estatal era
mucho menos indiscriminado que los bombardeos de la guerra
oficial. La democratización de los medios de destrucción hizo que
los costes de controlar la violencia no oficial sufriesen un gran
aumento. En muy pocos casos los estados estaban preparados
para afrontar estos gastos.
Durante la segunda mitad del siglo quedó claro que el primer
mundo podía ganar batallas pero no guerras contra el tercer
mundo, había desaparecido el principal activo del imperialismo: la
disposición de las poblaciones para dejarse administrar una vez
conquistadas.
El siglo finalizó con un desorden global de naturaleza poco
clara, y sin ningún mecanismo para poner fin al desorden o
mantenerlo controlado.
El derrumbamiento de la URSS minó también las aspiraciones
del socialismo no comunista, marxista o no. Por otra parte, la fe
en una economía de mercado sin restricciones también estaba en
quiebra. Las bases de la teología neoliberal tenían poco que ver
con la realidad. El fracaso del modelo soviético confirmó que
ninguna economía podía operar sin un mercado de valores. El
fracaso del modelo ultraliberal confirmó que no se pueden dejar
todos los asuntos humanos al mercado.
Otro derrumbe fue el de las religiones occidentales. De 1960
en adelante, el declive del catolicismo romano se precipitó. Cada
vez menos hombres y mujeres prestaban oídos a las diversas
doctrinas de estas confesiones cristianas. Europa se vio invadida
después de la guerra por una mezcla de xenofobia y de política de
identidad étnico-lingüística-cultural muy peligrosa. Incluso a
principios de los noventa, algunos observadores empezaron a
proponer públicamente el abandono del “derecho a la
autodeterminación”.
A futuro, los dos problemas centrales son de tipo demográfico
y ecológico. Se espera que la población mundial se estabilice en
diez mil millones de personas para el 2030, debido a la reducción
de la natalidad en el tercer mundo, de no ser así, se puede
abandonar toda apuesta por el futuro. Las fricciones entre los
trabajadores nacionales y los inmigrantes a los países
desarrollados será uno de los factores principales de las políticas
de las próximas décadas. Por otra parte, un crecimiento
económico similar al de la primera mitad del siglo, tendría
consecuencias ecológicas catastróficas para el género humano.
Una respuesta a esta crisis ecológica debe ser objetiva y
realista. Se tendrá que buscar un equilibrio entre la humanidad,
los recursos (renovables) que consume y las consecuencias que
sus actividades producen en el medio ambiente, establecer este
equilibrio no es un problema científico y tecnológico, sino
político y social. Sería incompatible con una economía basada en
la búsqueda ilimitada de los beneficios económicos.
Tres aspectos de la economía mundial de fin de siglo han
dado motivo para la alarma: 1) la tecnología continúa expulsando
al trabajo humano de la producción de bienes y servicios, sin
proporcionar nuevos empleos, 2) el desplazamiento de las
industrias a lugares con mano de obra más barata a provocado la
caída de los salarios en las zonas donde son altos, y 3) la
economía mundial de mercado libre debilitó la mayor parte de los
instrumentos para gestionar los efectos sociales de los cataclismos
económicos, se ha vuelto una máquina incontrolable.
A finales de siglo los gobiernos occidentales coincidían en que
el coste de la seguridad social y de las políticas de bienestar
público era demasiado elevado y debía reducirse, también se
podían desatender de las personas muy pobres siempre y cuando
el número de consumidores fuera elevado. Las políticas de las
empresas era: a) reducir al máximo el número de sus empleados,
b) recortar los impuestos de la seguridad social.
Los catastróficos resultados de este modelo ha hecho que sus
partidarios tengan que repensarlo. Sin embargo, la reforma se ha
visto impedida porque el sistema no tienen ninguna amenaza
política creíble, el hundimiento de la URSS y la fragmentación de
la clase obrera, la insignificancia militar del tercer mundo, etc.
disminuyen el incentivo de la reforma.
Aunque a finales de siglo la característica principal de los
estados era la inestabilidad, algunas características del panorama
político global permanecieron inalterables. El estado-nación
perdió poder y atributos al transferirlos a entidades
supranacionales, y también los perdió, en la medida en que la
desintegración de grandes estados e imperios produjo una
multiplicidad de pequeños estados. Ahora el estado-nación esta a
la defensiva contra una economía mundial que no puede
controlar, contra las instituciones que creó para remediar su
propia debilidad internacional, como la Unión Europea, lucha
contra su capacidad para mantener la ley y el orden.
Y sin embargo, el estado resulta ahora más indispensable que
nunca para remediar las injusticias sociales y ambientales causadas
por la economía de mercado. La distribución social y no el
crecimiento es lo que dominará las políticas del nuevo milenio.
El final del siglo corto marcó un dilema para la toma de
decisiones de los estados. Ahora los estados democráticos ya no
podían prescindir de la opinión pública, mientras que sus
autoridades tenían que tomar decisiones para las que la opinión
pública no servía de guía. Quienes menos problemas tuvieron
para tomar decisiones eran los que podían eludir la política
democrática: las corporaciones privadas, las autoridades
supranacionales y los regímenes antidemocráticos. La dificultad
de los gobiernos democráticos para tomar decisiones los llevó a
eludir al electorado y a sus asambleas de representantes. La
política se convirtió en un ejercicio de evasión y parece que
continuará siéndolo. De hecho, un gran número de ciudadanos
abandonó la preocupación por la política, dejando los asuntos de
estado en manos de los miembros de la “clase política”. La
decadencia de los partidos de masas eliminó el principal
mecanismo social para convertir a hombres y mujeres en
ciudadanos políticamente activos.
Esta despolitización no dejó con las manos libres a las
autoridades para tomar decisiones. Al contrario, los medios de
comunicación se convirtieron en actores principales de la escena
pública, su importancia en el proceso electoral era superior
incluso a la de los partidos y a la del sistema electoral. Pero esta
claro que ni los medios, ni las asambleas ni el pueblo pueden
actuar como gobierno, ni que el gobierno puede tomar decisiones
públicas contra el pueblo o sin el pueblo.
Si el sufragio universal sigue siendo la regla general, parecen
existir dos opciones principales. Donde la toma de decisiones
sigue siendo política, se soslayará más el proceso electoral, o
mejor dicho, el control constante del gobierno inseparable de él.
La otra opción sería recrear el tipo de consenso que permite a las
autoridades mantener una sustancial libertad de acción, al menos
mientras el grueso de los ciudadanos no tenga demasiados
motivos de descontento.
Vivimos en un mundo cautivo, desarraigado y transformado
por el colosal proceso económico y técnico-científico del
desarrollo del capitalismo que ha dominado los dos o tres siglos
precedentes. Las fuerzas generadas por esta economía son lo
bastante poderosas como para destruir el medio ambiente, esto
es, el fundamento material de la vida humana. Si la humanidad ha
de tener un futuro, no será prolongado el pasado o el presente. Si
intentamos construir un tercer milenio sobre estas base,
fracasaremos.

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