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Ese contagio se realiza por el testimonio –todos ven cómo la gracia transforma
a una persona, y ven su alegría– y la palabra que ilustra lo que los demás ven,
y da razón de la propia esperanza –los motivos que lo llevan vivir como vive–.
El Papa Francisco, nos anima a avivar en nuestras almas el celo apostólico, que
surge como consecuencia de ser sal y luz. Y nos pone en guardia ante el
peligro de convertirnos en cristianos encerrados, porque “la sal que nosotros
hemos recibido es para darla, es para dar sabor, es para ofrecerla. De lo
contrario se vuelve insípida y no sirve. Debemos pedir al Señor que no nos
convirtamos en cristianos con la sal insípida, con la sal cerrada en el frasco”.
Seríamos “¡cristianos de museo! ¡Una sal sin sabor, una sal que no hace nada!”
De manera que habrá que excluir todo lo que contradiga el mensaje: ira, faltas
de caridad, enojos, agresividad, crítica, envidia, ofensas, mentiras,
discusiones, vanidad, soberbia, etc. Si se pretende que otra persona entienda
el cristianismo, tiene ver lo que se le explica en quien se lo explica (tiene que
ver lo que oye). Lo contrario sería como pretender trasladar agua en un
colador…
¿Hay alguno entre vosotros sabio y docto? Pues que muestre por su buena
conducta que hace sus obras con la mansedumbre propia de la sabiduría. Pero
si tenéis en vuestro corazón celo amargo y rencillas, no os jactéis ni falseéis la
verdad. Una sabiduría así no desciende de lo alto, sino que es terrena,
meramente natural, diabólica. Porque donde hay celos y rencillas, allí hay
desorden y toda clase de malas obras. En cambio, la sabiduría que viene de lo
alto es, en primer lugar, pura, y además pacífica, indulgente, dócil, llena de
misericordia y de buenos frutos, imparcial, sin hipocresía. Los que promueven
la paz siembran con la paz el fruto de la justicia. (Santiago 3,13–18)
¿Y quién podrá haceros daño, si sois celosos del bien? De todos modos, si
tuvierais que padecer por causa de la justicia, bienaventurados vosotros: No
temáis ante sus intimidaciones, ni os inquietéis, sino glorificad a Cristo en
vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida
razón de vuestra esperanza; pero con mansedumbre y respeto, y teniendo
limpia la conciencia, para que quienes calumnian vuestra buena conducta en
Cristo, queden confundidos en aquello que os critican. Porque es mejor
padecer por hacer el bien, si ésa es la voluntad de Dios, que por hacer el mal
(1 San Pedro 3, 13–17).
Ambos apóstoles nos advierten sobre las maneras… ¿Por qué? Porque la
certeza de la fe al contemplar el mundo –con el bien y el mal– provoca un celo
santo –pasión, ardor–: el afán apostólico –vibrante y alegre–. Pero también
existe un peligro, ya que podría producir en nosotros un celo amargo –enojado
y agresivo– ante la presencia del mal.
Cristo triunfó, no fracasó. Estos tiempos –y todos los tiempos– requieren gente
de fe, que se juegue por Dios: no lamentos estériles, pesimismos perezosos,
tristezas paralizantes. No es un tema menor. Es importante si nos ataca el celo
amargo, lo sacudamos para recuperar el afán apostólico.
El celo amargo es una tentación muy frecuente en gente que procura ser
buena: le importa el bien, sufre por el mal, lucha por el bien, es consciente del
mal que el pecado hace a las almas, a las que quiere. Esto fácilmente puede
torcerse: acabar siendo muy sensibles para percibir el mal (entonces se
reconoce la menor dosis de mal) por todas partes (ve todo infectado: aun los
buenos tienen defectos); y olvidarse del bien.
Otras personas en cambio, hacen decir que no están cuando se las llama,
ponen excusas ridículas, nos esquivan: es decir, no quieren saber nada. No
insistir. Rezar y esperar alguna ocasión de algo distinto.
Y presentar las cosas –que son maravillosas de por sí- de modo atractivo.
Explicar las razones. No a la insistencia voluntarista: tenés que ir, tenés que
ir… Argumentos: por qué le interesa, por qué lo necesita, por qué le va a
gustar. Pará le va a servir un retiro, qué es lo bueno de charlar con el cura,
cómo llena asistir a Misa…
Hay que tener en cuando una persona hace algo carente de motivación
racional (por ejemplo, dejó de ir a Misa porque le dio fiaca, pero cree en la
Eucaristía, sabe que es pecado –aunque lo niegue–) no puede defenderse
racionalmente, de manera que evitará absolutamente todo diálogo (así dirá a
su madre: “qué pesada que sos, otra vez con lo mismo…, estoy harto de que
me hables del tema…”). Mientras no cambien las disposiciones, no querrán que
les hablemos del asunto, ya que no quieren pensar en eso, que la propia razón
les grita que deberían hacer. ¿Qué hacer, entonces? Primero rezar (si cayeron
los muros de Jericó…). Y construir en positivo: con una estrategia, de a poco,
dando vueltas… No se trata de no hablar del asunto, pero espaciarlo en el
tiempo, con planeos distintos, sin tocarlo frontalmente; de otro modo el
rechazo está garantizado. Buscar quién o qué puede ayudar: algún amigo,
alguna lectura indirecta… Dicen que Borges rezaba todos los días una Avemaría
porque se lo había pedido su madre…
Expresiones del tipo: que horror como está el mundo, todo es un desastre,
todo está mal. Críticas a todo lo que no es tan bueno como debería serlo según
nuestro parecer…
Muchas veces el principal obstáculo para el apostolado es la propia frustración
y el pesimismo de quien se deja vencer por la tentación del celo amargo, su
sentimiento de impotencia. No es verdad: ¡fe! Ver la historia: primeros
cristianos muestra el camino: humildad y paciencia, esperanza y audacia, fe y
amor.
Y por supuesto… No quejarse de las cosas buenas: si lo Misa fue larga, si los
hijos dan los problemas… Si queremos que vean bien esas cosas (ir a Misa,
tener hijos, o lo que sea), transmitamos una vivencia positiva de ellas…
CONCLUSIÓN
Espero que estas líneas te sirvan como fuente de inspiración para lanzarte en
la maravillosa aventura de llevar a Dios a las almas y de llevar las almas a
Dios.
Es lo mejor que podemos hacer por los demás: ayudarles a descubrir el amor
de Dios, que les cambiará la vida, la llenará de sentido y sobre todo les dará la
felicidad que todos buscamos.
Pero te repito: hemos de aprender a hacerlo, no vaya a suceder que a pesar de
nuestra buena voluntad, pretendiendo llevar a Dios, alejemos a algunos por
malentendidos…
Siempre contamos con el Espíritu Santo que es quien hace fecundo el
apostolado.