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Una broma extraña

[Cuento - Texto completo.]


Agatha Christie

-Y esta -dijo Juana Helier completando la presentación- es la señorita Marple.


Como era actriz, supo darle entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.
Resultaba extraño que el objeto tan orgullosamente proclamado fuese una solterona de aspecto
amable y remilgado. En los ojos de los dos jóvenes que acababan de trabar conocimiento con ella
gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera decepción. Era una pareja muy atractiva; ella,
Charmian Straud, esbelta y morena… él era Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.
Charmian dijo, algo cortada:
-¡Oh!, estamos encantados de conocerla.
Mas sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana Helier.
-Querida -dijo ésta, respondiendo a la mirada-, es maravillosa. Déjenselo todo a ella. Te dije que
la traería aquí y eso he hecho -se dirigió a la señorita Marple-. Usted lo arreglará. Le será fácil.
La señorita Marple volvió sus ojos de un color azul porcelana hacia el señor Rossiter.
-¿No quiere decirme de qué se trata? -le dijo.
-Juana es amiga nuestra -intervino Charmian, impaciente-. Eduardo y yo estamos en un apuro. Y
Juana nos dijo que si veníamos a su fiesta nos presentaría a alguien que era… que haría… que
podría…
Eduardo acudió en su ayuda.
-Juana nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.
Los ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:
-¡Oh, no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en un pueblecito como vivo yo, una
aprende a conocer a sus semejantes. ¡Pero la verdad es que ha despertado usted mi curiosidad!
Cuénteme su problema.
-Me temo que sea algo vulgar… Se trata de un tesoro enterrado -explicó Eduardo Rossiter.
-¿De veras? ¡Pues me parece muy interesante!
-¿Sí? ¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de detalles románticos. No hay un mapa
señalado con una calavera y dos tibias cruzadas, ni indicaciones como por ejemplo…, «cuatro
pasos a la izquierda; dirección noroeste». Es terriblemente prosaico… Ni tan solo sabemos dónde
hemos de escarbar.
-¿Lo ha intentado ya?
-Yo diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el terreno lo hemos convertido casi en
un huerto, y sólo nos falta decidir si sembramos coles o papas.
-¿Podemos contárselo todo? -dijo Charmian con cierta brusquedad.
-Pues claro, querida.
-Entonces busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.
Y abrió la marcha en dirección a una salita del segundo piso, luego de abandonar aquella estancia
tan concurrida y llena de humo.
Cuando estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.
-¡Bueno, ahí va! La historia comienza con tío Mathew, nuestro tío… o mejor dicho, tío abuelo de
los dos. Era muy viejo. Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos quería y siempre dijo que
a su muerte repartiría su dinero entre nosotros. Bien, murió (el mes de marzo pasado) y dejó
dispuesto que todo debía repartirse entre Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le parezca a
usted algo dura… no quiero decir que hizo bien en morirse… los dos lo queríamos…, pero llevaba
mucho tiempo enfermo. El caso es que ese «todo» que nos había dejado resultó ser prácticamente
nada. Y eso, con franqueza, fue un golpe para los dos, ¿no es cierto, Eduardo?
El bueno de Eduardo asintió:
-Habíamos contado con ello -explicó-. Quiero decir que cuando uno sabe que va a heredar un buen
puñado de dinero…, bueno, no se preocupa demasiado en ganarlo. Yo estoy en el ejército… y no
cuento con nada más, aparte de mi paga… y Charmian no tiene un peso. Trabaja como directora
de escena de un teatro… cosa muy interesante… pero que no da dinero. Teníamos el propósito de
casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos sabíamos que llegaría un día
en que heredaríamos.
-¡Y ahora resulta que no heredamos nada! -exclamó Charmian-. Lo que es más, Ansteys… que es
la casa solariega, y que tanto queremos Eduardo y yo, tendrá que venderse. ¡Y no podemos
soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío Mathew, tendremos que venderla.
-Charmian, tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital -dijo el joven.
-Bien, habla tú entonces.
Eduardo se volvió hacia la señorita Marple.
-Verá usted -dijo-. A medida que tío Mathew iba envejeciendo, se volvía cada vez más suspicaz,
y no confiaba en nadie.
-Muy inteligente por su parte -replicó la señorita Marple-. La corrupción de la naturaleza humana
es inconcebible.
-Bueno, tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío Mathew lo pensó así. Tenía un amigo que
perdió todo su dinero en un Banco, y otro que se arruinó por confiar en su abogado, y él mismo
perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo se fue convenciendo de que lo único
seguro era convertir el dinero en barras de oro y plata y enterrarlo en algún lugar adecuado.
-¡Ah! -dijo la señorita Marple-. Empiezo a comprender algo.
-Sí. Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de este modo no obtendría interés alguno de
aquel capital, pero él sostenía que eso no le importaba. «El dinero -decía- hay que guardarlo en
una caja debajo de la cama o enterrarlo en el jardín». Y cuando murió era muy rico. Por eso
suponemos que debió enterrar su fortuna. Descubrimos que había vendido valores y sacado
grandes sumas de dinero de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero parece
probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y quedar tranquilo -explicó
Charmian.
-¿No dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?
-Esto es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había estado inconsciente durante varios días,
pero recobró el conocimiento antes de morir. Nos miró a los dos, se rió… con una risita débil y
burlona, y dijo: «Estarán muy bien, pareja de tortolitos.» Y señalándose un ojo… el derecho… nos
lo guiñó. Y entonces murió…
-Se señaló un ojo -repitió la señorita Marple, pensativa.
-¿Saca alguna consecuencia de esto? -lepreguntó Eduardo con ansiedad-. A mí me hace pensar en
el cuento de Arsenio Lupin. Algo escondido en un ojo de cristal. Pero nuestro tío Mathew no tenía
ningún ojo de cristal.
-No -dijo la señorita Marple meneando la cabeza-. No se me ocurre nada, de momento.
-¡Juana nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! -se lamentó Charmian,
contrariada.
-No soy precisamente una adivina -la señorita Marple sonreía-. No conocí a su tío, ni sé la clase
de hombre que era, ni he visto la casa que les legó ni sus alrededores.
-¿Y si visitase aquello, lo sabría? -preguntó Charmian.
-Bueno, la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo -replicó la señorita Marple.
-¡Sencillo! -repitió Charmian-. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!
Tal vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la solterona repuso
con presteza:
-Bien, querida, es usted muy amable. Siempre he deseado tener ocasión de buscar un tesoro
enterrado. ¡Y, además, en beneficio de una pareja de enamorados! -concluyó con una sonrisa
resplandeciente.

-¡Ya ha visto usted! -exclamó Charmian con gesto dramático.


Acababan de realizar el recorrido completo de Ansteys. Estuvieron en la huerta, convertida en un
campo atrincherado. En los bosquecillos, donde se había cavado al pie de cada árbol importante,
y contemplaron tristemente lo que antes fuera una cuidada pradera de césped. Subieron al ático,
contemplando los viejos baúles y cofres con su contenido esparcido por el suelo. Bajaron al sótano,
donde cada baldosa había sido levantada. Midieron y golpearon las paredes y la señorita Marple
inspeccionó todos los muebles que tenían o pudieran tener algún cajón secreto.
Sobre una mesa había un montón de papeles… todos los que había dejado el fallecido Mathew
Straud. No se destruyó ninguno y Charmian y Eduardo repasaban una y otra vez las facturas,
invitaciones y correspondencia comercial, con la esperanza de descubrir alguna pista.
-Cree usted que nos hemos olvidado de mirar en algún sitio? -le preguntó Charmian a la señorita
Marple.
-Me parece que ya lo han mirado todo, querida -dijo la solterona moviendo la cabeza-. Tal vez si
me permiten decirlo, han mirado demasiado. Siempre he pensado que hay que tener un plan. Es
como mi amiga la señorita Eldritch, que tenía una doncella estupenda que enceraba el linóleo a las
mil maravillas, pero era tan concienzuda que incluso enceró el suelo del cuarto de baño, y cuando
la señora Eldritch salía de la ducha, la alfombrita se escurrió bajo sus pies, y tuvo tan mala caída
que se rompió una pierna. Fue muy desagradable, pues naturalmente la puerta del cuarto de baño
estaba cerrada y el jardinero tuvo que coger una escalera y entrar por la ventana… con gran
disgusto de la señora Eldritch, que era una mujer muy pudorosa.
Eduardo se removió, inquieto.
-Por favor, perdóneme -apresuró a decir la señorita Marple-. Siempre tengo tendencia a salirme
por la tangente. Pero es que una cosa me recuerda otra, y algunas veces me resulta provechoso. Lo
que quise decir es que tal vez si intentáramos aguzar nuestro ingenio y pensar en un lugar
apropiado…
-Piénselo usted, señorita Marple -dijo Eduardo, contrariado-. Charmian y yo tenemos el cerebro
en blanco.
-Vamos, vamos. Claro… es una dura prueba para ustedes. Si no les importa voy a repasar bien
estos papales. Es decir, si no hay nada personal… no me gustaría que pensaran ustedes que me
meto en lo que no me importa.
-Oh, puede hacerlo. Pero me temo que no va a encontrar nada.
Se sentó a la mesa y metódicamente fue mirando el fajo de documentos… y clasificándolos en
varios montoncitos. Cuando hubo concluido se quedó mirando al vacío durante varios minutos.
Eduardo le preguntó, no sin cierta malicia:
-¿Y bien, señorita Marple?
Miss Marple se rehizo con un ligero sobresalto.
-Le ruego me perdone. Estos documentos me han servido de gran ayuda.
-¿Ha descubierto algo importante?
-¡Oh!, no, nada de eso. Pero creo que ya sé qué clase de hombre era su tío Mathew… bastante
parecido a mi tío Enrique, que era muy aficionado a las bromas. Un solterón sin duda… me
pregunto por qué… ¿tal vez a causa de un desengaño prematuro? Metódico hasta cierto punto,
pero poco amigo de sentirse atado…, como casi todos los solterones.
A espaldas de la señorita Marple, Charmian hizo un gesto a Eduardo que significaba: «Está loca
del todo.»
Miss Marple seguía hablando de su difunto tío Enrique.
-Era muy aficionado a las charadas -explicaba-. Para algunas personas las charadas resultan muy
difíciles y les molestan. Un mero juego de palabras puede irritarles. También era un hombre
receloso. Siempre pensaba que los criados le robaban. Y algunas veces era verdad, aunque no
siempre. Se convirtió en su obsesión. Hacia el fin de su vida pensó que envenenaban su comida, y
se negó a comer otra cosa que huevos pasados por agua. Decía que nadie podía alterar el contenido
de un huevo. Pobre tío Enrique, ¡era tan alegre en otros tiempos! Le gustaba mucho tomar café
después de cenar. Solía decir: «Este café es muy negro», y con ello quería significar que deseaba
otra taza.
Eduardo pensó que si oía algo más sobre el tío Enrique se volvería loco.
-Le gustaban mucho las personas jóvenes -proseguía la señorita Marple-, pero se sentía inclinado
a atormentarlos un poco… no sé si me entenderán… Solía poner bolsas de caramelos donde los
niños no pudieran alcanzarlas.
Dejando los cumplidos a un lado, Charmian exclamó:
-¡Me parece horrible!
-¡Oh, no, querida!, sólo era un viejo solterón, y no estaba acostumbrado a los pequeños. Y la verdad
es que no era nada tonto. Acostumbraba a guardar mucho dinero en la casa, y tenía un escondite
seguro. Armaba mucho alboroto por ello… diciendo lo bien escondido que estaba. Y por hablar
demasiado, una noche entraron los ladrones y abrieron un boquete en el escondrijo.
-Le estuvo muy bien empleado -exclamó Eduardo.
-Pero no encontraron nada -replicó la señorita Marple-. La verdad es que guardaba su dinero en
otra parte… detrás de unos libros de sermones, en la biblioteca. ¡Decía que nadie los sacaba nunca
de aquel estante!
-Oiga, es una idea -interrumpió Eduardo, excitado-. ¿Qué le parece si miráramos en la biblioteca?
Charmian meneó la cabeza.
-¿Crees que no he pensado en eso? El martes pasado miré todos los libros cuando tú fuiste a
Portsmouth. Los saqué uno por uno y los sacudí. Tampoco en la biblioteca hay nada.
Eduardo exhaló un suspiro. Levantándose de su asiento se dispuso a deshacerse con tacto de su
insoportable visitante.
-Ha sido usted muy amable al intentar ayudarnos. Siento que no haya servido de nada. Comprendo
que hemos abusado de su tiempo. No obstante… sacaré el coche y podrá alcanzar el tren de las
tres treinta…
-¡Oh! -repuso la señorita Marple-, pero antes tenemos que encontrar el dinero, ¿verdad? No debe
darse por vencido, señor Rossiter. Si la primera vez no tiene éxito, hay que intentarlo otra y otra,
y otra vez.
-¿Quiere decir que va a continuar intentándolo?
-Pues para hablar con exactitud -replicó la solterona- todavía no he empezado. Primero se coge la
liebre… como dice la señora Beeton en su libro de cocina… un libro estupendo, pero terriblemente
imposible… la mayoría de sus recetas empiezan diciendo: «Se toma una docena de huevos y una
libra de mantequilla.» Déjeme pensar…, ¿por dónde iba? Oh, sí. Bien, ya tenemos, por así decirlo,
nuestra liebre, que es, naturalmente, el tío Mathew, y ahora sólo nos falta decidir dónde podría
haber escondido el dinero. Puede que sea bien sencillo.
-¿Sencillo? -se extrañó Charmian.
-Oh, sí, querida. Estoy segura de que habrá utilizado el medio más fácil. Un cajón secreto… ésa
es mi solución.
Eduardo dijo con sequedad:
-No pueden guardarse muchos lingotes de oro en un cajoncito secreto.
-No, no, claro que no. Pero no hay razón para creer que el dinero fuese convertido en oro.
-Él siempre decía…
-¡Y mi tío Enrique siempre hablaba de su escondrijo! Por eso creo firmemente que lo dijo para
despistar. Los diamantes pueden esconderse con facilidad en un cajón secreto.
-Pero ya lo hemos mirado todo. Hicimos venir a un técnico para que examinase los muebles.
-¿De veras, querida? Hizo usted muy bien. Yo diría que el escritorio de su tío es el lugar más
apropiado. ¿Es aquél que está apoyado contra la pared?
-Sí. Voy a enseñárselo.
Charmian se acercó al mueble y lo abrió. En su interior aparecieron varios casilleros y cajoncitos.
Luego, accionando una puertecita que había en el centro, tocó un resorte situado en el interior del
cajón de la izquierda, El fondo de la caja del centro se adelantó y la joven la sacó dejando un hueco
descubierto. Estaba vacío.
-¿No es casualidad? -exclamó la señorita Marple-. Mi tío Enrique tenía un escritorio igual que éste
sólo que era de madera de nogal y éste es de caoba.
-De todas maneras -dijo Charmian-, como puede usted ver, aquí no hay nada.
-Me imagino -replicó la señorita Marple- que ese experto que trajeron ustedes sería joven…, y no
lo sabía todo. La gente era muy mañosa para construir sus escondrijos en aquellos tiempos. A
veces hay un secreto dentro de otro secreto.
Y quitándose una horquilla de entre sus cuidados cabellos grises, la enderezó y apretó con ella un
punto de la caja secreta en el que parecía haber un diminuto agujero tal vez producido por la
carcoma, y sin grandes dificultades sacó un cajón pequeñito. En él apareció un fajo de cartas
descoloridas y un papel doblado.
Eduardo y Charmian se apoderaron del hallazgo. Eduardo desplegó el papel con dedos
temblorosos, mas lo dejó caer con una exclamación de disgusto.
-¡Una receta de cocina! ¡Jamón al horno! ¡Bah!
Charmian estaba desatando la cinta que sujetaba el fajo de cartas. Y sacando una exclamó:
-¡Cartas de amor!
-¡Qué interesante! -exclamó la señorita Marple-. Tal vez nos explique la razón de que no se casara
su tío.
Charmian leyó:
«Mi querido Mathew, debo confesarte que el tiempo se me ha hecho muy largo desde que
recibí tu última carta. Trato de ocuparme en las distintas tareas que me fueron
encomendadas, y me digo a menudo lo afortunada que soy al poder ver tantas partes del
globo, aunque bien poco pensaba, cuando me fui a América, que iba a viajar hasta estas
lejanas islas.»
Charmian hizo una pausa.
-¿Dónde está fechado esto? ¡Oh, en Hawai!
«Cielos, estos nativos están todavía muy lejos de ver la luz. Viven semidesnudos y en un
estado completamente salvaje; pasan la mayor parte del tiempo nadando o bailando, y
adornándose con guirnaldas de flores. El señor Gray ha conseguido convertir a algunos,
pero es una tarea difícil y él y su esposa se sienten muy descorazonados. Yo procuro hacer
lo que puedo para animarlo, mas yo también me siento triste a menudo por la razón que
puedes adivinar, querido Mathew. La ausencia es una dura prueba para un corazón
enamorado. Tus renovadas promesas de amor me causaron gran alegría. Ahora y siempre
te pertenecerá mi corazón, querido Mathew, y seré siempre tuya,
betty martin
P. D.: Dirijo mi carta a nuestra mutua amiga Matilde Graves, como de costumbre. Espero
que el Cielo perdone este subterfugio.»
Eduardo lanzó un silbido.
-¡Una misionera! Conque ése fue el amor de tío Mathew. Me pregunto por qué no se casaron.
-Al parecer recorrió casi todo el mundo -dijo Charmian examinando las misivas-. Mauricio… toda
clase de sitios. Probablemente moriría víctima de la fiebre amarilla o algo así.
Una risa divertida les sobresaltó. La señorita Marple lo estaba pasando en grande.
-Vaya, vaya -dijo-. ¡Fíjense en esto ahora!
Estaba leyendo para sí la receta de jamón al horno, y al ver sus miradas interrogadoras, prosiguió
en voz alta:
«Jamón al horno con espinacas. Se toma un pedazo bonito de jamón, rellénese de dientes
de ajo y cúbrase con azúcar moreno. Cuézase a fuego lento. Servirlo con un borde de puré
de espinacas.»
-¿Qué opinan de esto?
-Yo creo que debe resultar un asco -dijo Eduardo.
-No, no, tiene que resultar muy bueno…, pero, ¿qué opinan de todo esto?
-¿Usted cree que se trata de una clave… o algo parecido? -exclamó Eduardo con el rostro
iluminado y cogiendo el papel-. Escucha, Charmian, ¡podría ser! Por otra parte, no hay razón para
guardar una receta de cocina en un lugar secreto.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Ya sé lo que puede ser… una tinta simpática -dijo Charmian-. Vamos a calentarlo. Enciende una
bombilla.
Pero hecha la prueba, no apareció ningún signo de escritura invisible.
-La verdad -dijo la señorita Marple, carraspeando-, creo que lo están complicando demasiado. Esta
receta es sólo una indicación, por así decir. Según mi parecer, son las cartas lo significativo.
-¿Las cartas?
-Especialmente la firma.
Mas Eduardo apenas la escuchaba, y gritó excitado:
-¡Charmian! ¡Ven aquí! Tiene razón… Mira… los sobres son bastante antiguos, pero las cartas
fueron escritas muchos años después.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Sólo se ha tratado de que parezcan antiguas. Apuesto a que el propio tío Mathew lo hizo…
-Precisamente -confirmó la solterona.
-Todo esto es un engaño. Nunca existió esa misionera. Debe tratarse de una clave.
-Mis queridos amigos… no hay necesidad de complicar tanto las cosas. Su tío en realidad era un
hombre muy sencillo. Quería gastarles una pequeña broma. Eso es todo.
Por primera vez le dedicaron toda su atención.
-¿Qué es exactamente lo que quiere usted decir, señorita Marple? -preguntó Charmian.
-Quiero decir que en este preciso momento tiene usted el dinero en la mano.
Charmian miró el papel.
-La firma, querida. Ahí es donde está la solución. La receta es sólo una indicación. Ajos, azúcar
moreno y lo demás, ¿qué es en realidad? Jamón y espinacas. ¿Qué significa? Una tontería. Así que
está bien claro que lo importante son las cartas. Y entonces si consideran lo que su tío hizo antes
de morir… guiñarles un ojo, según dijeron ustedes. Bien… eso, como ven, les da la pista.
-¿Está usted loca o lo estamos todos? -exclamó Charmian.
-Sin duda, querida, debe haber oído alguna vez la expresión que se emplea para significar que algo
no es cierto, ¿o es que ya no se utiliza hoy en día? Tengo más vista que Betty Martin.
Eduardo susurró mirando la carta que tenía en la mano:
-Betty Martin…
-Claro, señor Rossiter. Como usted acaba de decir, no existe… no ha existido jamás semejante
persona. Las cartas fueron escritas por su tío, y me atrevo a asegurar que se debió divertir de lo
lindo. Como usted dice, la escritura de los sobres es mucho más antigua… en resumen, los sobres
no corresponden a las cartas, porque el matasello de una de ellas data de 1851.
Hizo una pausa y repitió con énfasis.
-Mil ochocientos cincuenta y uno. Y eso lo explica todo, ¿verdad?
-A mí no me dice nada absolutamente -repuso Eduardo.
-Pues está bien claro -replicó la señorita Marple-. Confieso que no se me hubiera ocurrido, a no
ser por mi sobrino-nieto Lionel. Es un muchacho encantador y un apasionado coleccionista de
sellos. Sabe todo lo referente a la filatelia. Fue él quien me habló de ciertos sellos raros y rarísimos,
y de un nuevo hallazgo que había sido vendido en subasta. Y ahora recuerdo que mencionó uno…
de 1851 de 2 céntimos y color azul. Creo que vale unos veinticinco mil dólares. ¡Imagínese! Me
figuro que los demás también serán ejemplares raros y de precio. No dudo de que su tío los
compraría por medio de intermediarios y tendría buen cuidado en «despistar», como se dice en los
relatos de detectives.
Eduardo lanzó un gemido y, sentándose, escondió el rostro entre las manos.
-¿Qué te ocurre? -quiso saber Charmian.
-Nada. Es sólo de pensar que a no ser por la señorita Marple, pudimos haber quemado esas cartas
para no profanar los recuerdos sentimentales de nuestro tío.
-¡Ah! -replicó la señorita Marple-. Eso es lo que no piensan nunca esos viejos aficionados a las
bromas. Recuerdo que mi tío Enrique envió a su sobrina favorita un billete de cinco libras como
regalo de Navidad. Los metió dentro de una felicitación que pegó de modo que el billete quedara
dentro y escribió encima: «Con cariño y mis mejores augurios. Esto es todo lo que puedo mandarte
este año.» La pobre chica se disgustó mucho porque lo creyó un tacaño y arrojó al fuego la
felicitación. Y claro, entonces él tuvo que darle otro billete.
Los sentimientos de Eduardo hacia tío Enrique habían sufrido un cambio radical.
-SeñoritaMiss Marple -dijo-, voy a buscar una botella de champaña; brindemos a la salud de su tío
Enrique.
FIN
La hierba mortal
[Cuento - Texto completo.]
Agatha Christie

Ahora usted, señora B -dijo don Henry Clithering. La señora Bantry, su anfitriona, lo miró con aire
de reproche.
-Le he dicho muchas veces que no me gusta que me llame señora B. Es una falta de respeto.
-Scherezade, entonces…
-¡Y menos aún Sch… cómo se llame! Nunca fui capaz de contar una historia con propiedad.
Pregúntele a Arthur si no me cree.
-Eres bastante buena relatando los hechos, Dolly -exclamó el coronel Bantry-, pero no sabes
adornarlos.
-Eso es -respondió la señora Bantry, hojeando el catálogo de bulbos que tenía ante ella-. Les he
estado escuchando a todos y no sé cómo lo hacen. “Él dijo, ella dijo, yo me pregunté, ellos
pensaron, todos supieron…” Bueno, pues ¡yo no sé! Y además no tengo ninguna historia
interesante que contar.
-No podemos creerlo, señora Bantry -dijo el doctor Lloyd meneando su cabeza de grises cabellos
con incredulidad.
La anciana señorita Marple dijo con su dulce voz:
-Seguramente, querida…
La señora Bantry continuó insistiendo obstinadamente.
-Ustedes no saben lo monótona que es mi vida. Entre las dificultades del servicio, ir a la ciudad de
compras, al dentista y a Ascot (lo que por cierto odia Arthur), y luego el jardín…
-¡Ah! -dijo el doctor Lloyd-. El jardín. Ya sabemos todos dónde tiene usted puesto su corazón,
señora Bantry.
-Debe de ser muy bonito tener un jardín -dijo Jane Helier, la hermosa y joven actriz-. Es decir,
cuando no hay que cavar y ensuciarse las manos. ¡Me gustan tanto las flores!
-El jardín -exclamó don Henry-. ¿No podríamos tomarlo como punto de partida? Vamos, señora.
¡El bulbo envenenado, los narcisos de la muerte, la hierba mortal!
-Es curioso que haya dicho eso -observó la señora Bantry-. Acabo de recordar una cosa. Arthur,
¿te acuerdas de aquel caso que se presentó ante el juzgado de Clodderham? Ya sabes. El del viejo
don Ambrose Bercy. ¿Recuerdas que lo considerábamos un anciano cortés y encantador?
-Vaya, pues es verdad. Sí, fue un caso extraño. Adelante, Dolly.
-Sería mejor que lo contaras tú, querido.
-Tonterías, adelante. Eres muy capaz de dirigir tu propio barco. Yo ya he cumplido con mi parte.
La señora Bantry inhaló profundamente y, entrelazando las manos y con rostro angustiado, empezó
a hablar muy deprisa.
-Bueno, en realidad no hay mucho que contar. La hierba mortal es lo que me lo ha hecho recordar,
aunque yo lo llamo salvia y dedalera.
-¿Salvia y dedalera? -preguntó el doctor Lloyd.
La señora Bantry asintió.
-Así es como sucedió. Arthur y yo estábamos en casa de don Ambrose Bercy, en Clodderham
Court, y un día, por error (un error que siempre consideré muy estúpido), cogieron un montón de
hojas de dedalera entre la salvia. Aquella noche cenamos pato relleno con salvia y todos se
sintieron mal, y una pobre muchacha, la pupila de don Ambrose, murió.
Se detuvo.
-Vaya, vaya -dijo la señorita Marple-, qué tragedia.
-¿Verdad?
-Bien -replicó don Henry-, ¿y qué pasó luego?
-Pues nada más -contestó la señora Bantry-, eso es todo.
Todos se quedaron sorprendidos. Aunque ya habían sido advertidos, no esperaban una brevedad
semejante.
-Pero, mi querida señora -insistió don Henry-, tiene que haber algo más. Lo que usted acaba de
contarnos es un caso trágico, pero no tiene nada de problema.
-Bueno, claro que hay algo más -dijo la señora Bantry-. Pero si se lo dijera, ya sabrían de qué se
trata.
Y mirando desafiadoramente a los reunidos les dijo con sencillez:
-Ya les dije que yo no sabía adornar las cosas y convertirlas en una verdadera historia.
-¡Aja! -exclamó don Henry ajustándose las gafas-. ¿Sabe, Scherezade, que es muy ingenioso su
modo de desafiar nuestro ingenio? No estoy seguro de que no lo haya hecho a propósito para
estimular nuestra curiosidad. Propongo una ronda de preguntas. Señorita Marple, ¿quiere usted
empezar?
-Me gustaría saber algo de la cocinera -dijo la señorita Marple-. Debía de ser una mujer muy tonta
o muy inexperta.
-Era muy tonta -replicó la señora Bantry-. Después se lamentaba un montón y decía que le habían
llevado las hojas como si fueran de salvia, ¿y cómo iba ella a saber que no lo eran?
-Cualquiera lo hubiera visto -dijo la señorita Marple.
-¿Probablemente era una mujer mayor y buena cocinera?
-Excelente -contestó la señora Bantry.
-Ahora le toca a usted, señorita Helier -dijo don Henry.
-¡Oh! ¿Se refiere a que me toca preguntar? -hubo una pausa mientras Jane reflexionaba y al fin
dijo-: La verdad es que no sé qué preguntar.
Sus hermosos ojos miraron suplicantes a don Henry.
-¿Por qué no pregunta por los personajes del drama? -le sugirió con una sonrisa.
Jane seguía mirándolo desorientada.
-Que haga la presentación de los personajes por orden de aparición -continuó don Henry en tono
amable.
-¡Ah, sí! -exclamó Jane-. Es una buena idea.
La señora Bantry empezó a contarlos con los dedos.
-Don Ambrose, Sylvia Keene (la joven que murió), una amiga suya que pasaba unos días allí
llamada Maud Wye, una de esas muchachas morenas y feas que no sé cómo se las arreglan para
resultar atractivas, nunca he sabido cómo lo consiguen. Luego un tal señor Curie, que había ido a
discutir acerca de algunos libros con don Ambrose, libros raros con títulos en latín, todos ellos
mohosos pergaminos. Jerry Lorimer, una especie de vecino. Su finca, Firlies, lindaba con la de
don Ambrose. Y una tal señora Carpenter, una de esas gatas de mediana edad que siempre se las
arreglan para instalarse cómodamente en cualquier parte. Supongo que en cierto modo hacía
de dame de compagnie de Sylvia.
-Ahora me toca a mí -dijo don Henry-, puesto que estoy sentado junto a la señorita Helier. Y quiero
saber muchas cosas. Quiero que nos haga una breve descripción, señora Bantry, de todos los
personajes.
-¡Oh! -la señora Bantry vacilaba.
-Empiece por don Ambrose -continuó don Henry-. ¿Qué tal era?
-¡Oh! Era un anciano de aspecto distinguido y en realidad no muy viejo, supongo que no tendría
más de sesenta años. Pero estaba muy delicado, tenía el corazón muy débil y no podía subir la
escalera. Tuvieron que ponerle ascensor y por eso parecía mayor de lo que era en realidad. De
modales refinados… cortés, sí, creo que ésa es la palabra que mejor lo definiría. Nunca se enfadaba
o se mostraba molesto. Tenía unos hermosos cabellos blancos y una voz particularmente agradable.
-Bien -dijo don Henry-. Ya conozco a don Ambrose. Ahora pasemos a Sylvia. ¿Cómo dijo que se
llamaba?
-Sylvia Keene. Era muy bonita, mucho. Rubia y con un cutis precioso. Tal vez no muy inteligente,
mejor dicho, bastante estúpida.
-¡Oh, vamos, Dolly! -protestó su esposo.
-Es natural que Arthur no piense así -dijo la señora Bantry en tono seco-. Pero era estúpida. En
realidad nunca decía nada que valiera la pena escuchar.
-Era una de las criaturas más agraciadas que he visto nunca -dijo el coronel Bantry acaloradamente-
. Si la hubiesen visto jugando al tenis: encantadora, realmente encantadora. Y rebosaba simpatía.
Era divertidísima y muy bonita. Apuesto a que todos los jóvenes pensaban así.
-Ahí es donde te equivocas -dijo la señora Bantry-. Las jóvenes así no tienen encanto para los
muchachos de hoy en día. Sólo a los viejos chapados a la antigua como tú, Arthur, les gustan las
chicas jóvenes.
-Ser joven no lo es todo -intervino Jane-. Hay que tener C.S.
-¿Qué es C.S.? -quiso saber exactamente la señorita Marple.
-Carisma sexual -replicó Jane.
-¡Ah, sí! -dijo la señorita Marple-. Lo que en mis tiempos se llamaba “encanto”.
-No es mala descripción -comentó don Henry-. Creo haber entendido que ha descrito usted a la
dama de compañía como una gata, señora Bantry.
-No me refería a una gata, sino a algo muy distinto -exclamó la señora Bantry-. Adelaida Carpenter
era una persona muy dulce.
-¿Qué edad tendría?
-¡Oh! Yo diría que unos cuarenta años. Llevaba algún tiempo en la casa, creo que desde que Sylvia
tenía once años. Era una persona de mucho tacto. Una de esas viudas que quedan en una situación
económica delicada, con muchos parientes aristócratas, pero sin dinero. A mí no me gustaba
mucho, pues nunca me han gustado las personas de manos blancas y largas, ni tampoco los gatos.
-¿Y el señor Curie?
-¡Oh! Era uno de esos ancianos encorvados. Hay tantos como él, que apenas se distinguen unos de
otros. Demostraba gran entusiasmo cuando se hablaba de sus librejos, pero ninguno por otras
cosas. No creo que don Ambrose lo conociera muy bien.
-¿Y Jerry, el vecino?
-Era un muchacho realmente encantador y estaba prometido a Sylvia. Por eso fue tan triste.
-Quisiera saber… -empezó a decir la señorita Marple, y luego se calló.
-¿Qué?
-Nada, querida.
Don Henry contempló a la anciana con curiosidad y al cabo dijo pensativo:
-De modo que esa joven pareja estaba prometida. ¿Hacía mucho tiempo que eran novios?
-Cosa de un año. Don Ambrose se había opuesto a su noviazgo pretextando que Sylvia era
demasiado joven. Pero tras un año de relaciones se prometieron y la boda debía haberse celebrado
muy pronto.
-¡Ah! ¿Tenía alguna propiedad esa joven?
-Casi nada, sólo unas cien o doscientas libras al año.
-Ahí no hay gato encerrado, Clithering -dijo el coronel Bantry riendo.
-Ahora le toca preguntar al doctor -dijo don Henry-. Yo me reservo por ahora.
-Mi curiosidad es principalmente profesional -dijo el doctor Lloyd-. Quisiera saber el informe
médico que se presentó en la encuesta oficial, es decir, si nuestra anfitriona lo recuerda o lo sabe.
-Creo que lo recuerdo, más o menos -replicó la señora Bantry-. Dijeron que la muerte fue debida
a envenenamiento por digitalina. ¿Lo digo bien?
El doctor Lloyd asintió.
-El principio activo de la dedalera, la digitalina, actúa sobre el corazón. Por cierto, que es una
droga muy valiosa para ciertas afecciones cardíacas. Es un caso muy curioso. Nunca hubiera
pensado que tomar una infusión de hojas de dedalera pudiera resultar fatal. Se han exagerado
mucho los daños producidos por comer hojas venenosas y bayas. Muy pocas personas comprenden
que el principio vital o alcaloide ha de ser extraído con mucho cuidado y elaboración.
-La señora McArthur envió el otro día unos bulbos especiales a la señora Toomie -explicó la
señorita Marple-. La cocinera los tomó por cebollas y, al comerlos, toda la familia se puso enferma.
-Pero no murió nadie -dijo convencido el doctor Lloyd
-No, no se murió nadie -admitió la señorita Marple.
-Una amiga mía murió envenenada por alimentos en mal estado -dijo Jane Helier.
-Debemos continuar con nuestro crimen -intervino don Henry.
-¿Crimen? -exclamó Jane sobresaltada-. Creía que se trataba de un accidente.
-Si fuera un accidente -respondió don Henry en tono amable-, no creo que la señora Bantry nos
hubiera contado esta historia. No, por lo que deduzco, fue accidente sólo en apariencia, detrás se
escondía algo más siniestro. Recuerdo un caso: varios invitados a una fiesta charlaban después de
cenar. Las paredes estaban adornadas con toda clase de armas antiguas. Bromeando, uno de los
reunidos cogió una vieja pistola y apuntó a otro simulando disparar. La pistola estaba cargada, se
disparó y mató al otro hombre. Tuvimos que averiguar primero quién había preparado
secretamente la pistola y, segundo, quién había dirigido la conversación para obtener el resultado
final, pues el hombre que había disparado el arma era completamente inocente.
“Me parece que en este caso se nos presenta el mismo problema. Esas hojas de dedalera fueron
mezcladas deliberadamente con las de salvia sabiendo cuál sería el resultado. Puesto que
descartamos a la cocinera… la descartamos, ¿verdad…?, la pregunta es: ‘¿Quién cogió las hojas y
las llevó a la cocina?’.”
-Eso es fácil de responder -dijo la señora Bantry-. Por lo menos la última parte de la pregunta. Fue
la propia Sylvia quien las llevó a la cocina. Formaba parte de sus ocupaciones diarias recoger la
ensalada, las hierbas, los manojos de zanahorias, todas esas cosas que los jardineros nunca escogen
bien. No les gusta coger nada tierno, esperan hasta que maduran demasiado. Sylvia y la señora
Carpenter solían ir a buscarlas ellas mismas, y había una mata de dedalera entre las de salvia en
una esquina y por ello la equivocación era bastante natural.
-Pero ¿las cogió la propia Sylvia?
-Eso nadie lo sabe, se dio por supuesto.
-Las suposiciones son siempre muy peligrosas -comentó don Henry.
-Pero sé que no fue la señora Carpenter -replicó la señora Bantry-, porque dio la casualidad de que
estuvo toda la mañana paseando conmigo por la terraza. Salimos después de desayunar. Hacía un
día extraordinariamente cálido y espléndido para estar tan a principios de primavera. Sylvia bajó
sola al jardín, pero más tarde la vi paseando del brazo de Maud Wye.
-De modo que eran grandes amigas, ¿verdad? -preguntó la señorita Marple.
-Sí -contestó la señora Bantry y pareció querer añadir algo más, pero no lo hizo.
-¿Llevaba muchos días en la casa? -quiso saber la señorita Marple.
-Unos quince días -dijo la señora Bantry con voz preocupada.
-¿No le gustaba la señorita Wye? -insinuó don Henry.
-Sí, eso es lo malo, que sí.
La preocupación de su voz se trocó en disgusto.
-Usted nos oculta algo, señora Bantry -dijo don Henry en tono acusador.
-Sí, hace un momento también yo he querido preguntarle algo -dijo la señorita Marple-, pero he
preferido callar.
-¿El qué?
-Cuando usted dijo que esa joven pareja se había prometido y que por eso resultaba tan triste. Su
voz no me sonó del todo convencida cuando lo dijo, no sé si me comprende.
-Qué temible es usted -replicó la señora Bantry-. Parece que siempre sabe las cosas. Sí, pensaba
en algo, pero en realidad no sé si debo decirlo o no.
-Tiene que decirlo, déjese de escrúpulos de una vez -intervino don Henry.
-Bien, pues era sólo esto -continuó la señora Bantry-. Una noche, precisamente la anterior a la
tragedia, salí a la terraza antes de cenar. La ventana del salón estaba abierta y por casualidad vi a
Jerry Lorimer y a Maud Wye. Él… bueno, la estaba besando. Claro que yo ignoraba si se trataba
de un flirteo sin importancia, o si… bueno, quiero decir que nunca se sabe. Yo sabía que a don
Ambrose nunca le había gustado Jerry Lorimer, tal vez porque sabía que era de ese estilo. Pero de
una cosa estoy segura: esa chica, Maud Wye, estaba realmente interesada por él. Sólo había que
ver cómo lo miraba cuando no se creía observada. Y, además, hacían mejor pareja que él y Sylvia.
-Voy a hacerle rápidamente una pregunta antes de que se me adelante la señorita Marple -dijo don
Henry-. Quiero saber si, después de la tragedia, Jerry Lorimer se casó con Maud Wye.
-Sí -dijo la señora Bantry-, seis meses después.
-¡Oh! Scherezade, Scherezade -dijo don Henry-. ¡Y pensar en cómo nos presentó su historia al
principio! Nos dio los huesos pelados y hay que ver la carne que vamos encontrando ahora en
ellos.
-No hable usted así, no sea tan macabro -dijo la señora Bantry-. Y no emplee la palabra carne. Los
vegetarianos siempre lo hacen. Dicen “yo nunca como carne” de un modo que le quitan a uno las
ganas de comerse la chuleta que tiene delante. El señor Curie era vegetariano y solía desayunar
una especie de mejunje parecido al salvado. Los ancianos encorvados que llevan barba suelen tener
muchas manías y llevan ropa interior muy particular.
-¿Qué sabes tú de la ropa interior que llevaba el señor Curie? -preguntó su marido.
-Nada -replicó la señora Bantry muy digna-. Sólo lo imagino.
-Voy a rectificar mi declaración -dijo don Henry-. Debo reconocer que los personajes de este drama
son muy interesantes. Empiezo a conocerlos a todos. ¿Verdad, señorita Marple?
-La naturaleza humana es siempre interesante, don Henry. Y es curioso ver cómo cierto tipo de
personas tiende a actuar siempre del mismo modo.
-Dos mujeres y un hombre -dijo don Henry-. El eterno triángulo. ¿Es ésa la base de nuestro
problema? Yo creo que sí.
El doctor Lloyd se aclaró la garganta.
-He estado pensando -empezó con bastante dificultad-. ¿Dice usted, señora Bantry, que usted
también se sintió indispuesta?
-¡Por supuesto! ¡Y Arthur! ¡Y todos!
-Eso es, todos -dijo el médico-. ¿Comprenden lo que quiero decir? En la historia que don Henry
acaba de contarnos, un hombre disparó contra otro, pero no contra todos los que se encontraban
reunidos en la habitación.
-No comprendo -replicó Jane-. ¿Quién disparó contra quién?
-Lo que quiero decir es que quienquiera que planease el crimen lo hizo de un modo muy particular.
O bien con una fe ciega en la casualidad o con un desprecio absoluto de la vida humana. Apenas
puedo creer que exista un hombre capaz de envenenar deliberadamente a ocho personas con el
objeto de suprimir a una de ellas.
-Ya veo por dónde va -dijo don Henry pensativo-. Confieso que debiera haber pensado en esto.
-¿Y no pudo haberse envenenado él también? -preguntó Jane.
-¿Faltó alguien a la mesa aquella noche? -quiso saber la señorita Marple.
La señora Bantry meneó la cabeza.
-Excepto el señor Lorimer, supongo, querida. Él no vivía en la casa, ¿no es cierto?
-No, pero aquella noche cenaba con nosotros -respondió la señora Bantry.
-¡Oh! -exclamó la señorita Marple-. Eso cambia mucho las cosas.
Y agregó frunciendo el entrecejo y como para sus adentros:
-He sido una tonta.
-Confieso que sus palabras me han desconcertado, Lloyd -dijo don Henry-. ¿Cómo asegurarse de
que la muchacha y sólo ella tomase la dosis fatal?
-No era posible -replicó el doctor-. Eso nos plantea otra cuestión. Supongamos que la joven no
fuera la víctima pretendida.
-¿Qué?
-En todos los casos de envenenamiento por vía oral el resultado es muy incierto. Varias personas
se sirven del mismo plato, ¿y qué ocurre? Una o dos enferman ligeramente, otras dos, digamos, de
gravedad, y otra fallece. Así es como ocurre siempre, no es posible tener plena seguridad. Pero
hay casos en los que puede intervenir otro factor. La digitalina es una droga que afecta
directamente al corazón, y como les he dicho se receta en ciertos casos. Ahora bien, en la casa
había una persona que sufría del corazón. Supongamos que fuese la víctima escogida. Lo que no
sería fatal para el resto, lo iba a ser para él, o eso es lo que pudo suponer el asesino. Que todo
resultara distinto es sólo una prueba de lo que acabo de decirles: la incertidumbre y relatividad de
los efectos de las drogas en los seres humanos.
-¿Cree usted que la víctima tenía que haber sido don Ambrose? -preguntó don Henry.
-Sí, sí, y la muerte de la joven fue un error.
-¿Quién heredó su dinero después de su muerte? -preguntó Jane.
-Una pregunta muy sensata, señorita Helier. Una de las primeras que hacía siempre en mi antigua
profesión -dijo don Henry.
-Don Ambrose tenía un hijo -replicó lentamente la señora Bantry-. Se había peleado con él durante
muchos años anteriormente. Creo que era muy rebelde. No obstante, no estaba en manos de don
Ambrose poder desheredarlo ya que Clodderham Court pasaba de padres a hijos. Martin Bercy
heredó el título y la hacienda. Sin embargo, don Ambrose tenía bastantes propiedades más que
podía dejar a quien quisiera y que dejó a su pupila Sylvia. Sé que don Ambrose falleció al cabo de
medio año de haber sucedido lo que les estoy contando y no se tomó la molestia de hacer nuevo
testamento después de la muerte de Sylvia. Creo que el dinero pasó a la Corona, o tal vez a su hijo
como pariente más cercano, no lo recuerdo exactamente.
-De modo que los únicos que podían realmente beneficiarse de la muerte de don Ambrose eran un
hijo que no estaba allí y la muchacha que falleció -resumió don Henry, pensativo-. No resulta muy
prometedor.
-¿La otra mujer no heredó nada? -preguntó Jane-. Ésa que la señora Bantry califica de “gata”.
-En el testamento no constaba su nombre -dijo la señora Bantry.
-Señorita Marple, no nos escucha usted -le dijo don Henry-, parece estar muy lejos.
-Estaba pensando en el anciano señor Badger, el farmacéutico -contestó la aludida-. Tenía un ama
de llaves muy joven, lo suficiente no sólo para ser su hija, sino para ser su nieta. No dijo una
palabra a nadie, y su familia y un montón de sobrinos abrigaban la esperanza de heredarlo. Y
cuando falleció, ¿quieren ustedes creerlo?, llevaba dos años casado con ella en secreto. Claro que
el señor Badger era farmacéutico y también un hombre muy rudo y vulgar, y don Ambrose Bercy
un caballero muy fino, según dice la señora Bantry, pero en conjunto la naturaleza humana es la
misma en todas partes.
Hubo una pausa, durante la cual don Henry miró fijamente a la señorita Marple, quien no apartó
sus ojos azules e inteligentes hasta que Jane Helier rompió el silencio con una pregunta.
-¿La señora Carpenter era bien parecida? -preguntó.
-Sí, pero sencilla, nada llamativa.
-Tenía una voz muy agradable -dijo el coronel Bantry.
-Ronroneante, así es como yo la llamo -intervino la señora Bantry-. ¡Ronroneante!
-A ti también van a llamarte “gata” cualquier día de estos, Dolly.
-Me gusta serlo en mi casa -replicó ella-. De todas formas, ya sabes que no me gustan mucho las
mujeres. Sólo los hombres y las flores.
-Un gusto excelente -exclamó don Henry-. Especialmente por haber nombrado a los hombres en
primer lugar.
-Eso fue por delicadeza -respondió la señora Bantry-. Bueno, ¿qué me dicen de mi problemita?
Me parece que he jugado limpio, Arthur. ¿No crees que he jugado muy limpio?
-Sí, querida. Pero no creo que haya una investigación sobre la limpieza de la carrera por los
comisarios del Jockey Club.
-Usted primero -dijo la señora Bantry señalando a don Henry.
-Tal vez me extienda excesivamente en mis deducciones, ya que no tengo ninguna seguridad en
este caso. Primero consideremos a don Ambrose. No creo que empleara un método tan original
para suicidarse, y por otro lado no ganaba nada con la muerte de su pupila. Descartado don
Ambrose. Ahora el señor Curie. No tenía motivos para matar a la joven. De haber sido don
Ambrose su presunta víctima, posiblemente hubiera robado un par de manuscritos raros que nadie
hubiera echado de menos. Es una teoría muy cogida por los pelos y poco probable. De modo que
considero que, a pesar de las sospechas de la señora Bantry en cuanto a su ropa interior, el señor
Curie queda eliminado. La señorita Wye. ¿Motivos para matar a don Ambrose? Ninguno.
¿Motivos para matar a Sylvia? Poderosos. Ella quería al prometido de Sylvia con locura, según
dice la señora Bantry. Aquella mañana estuvo en el jardín con Sylvia, de modo que tuvo
oportunidad de coger las hojas. No, no podemos descartar a la señorita Wye así como así y tampoco
al joven Lorimer. Existen motivos en ambos casos. Si se deshace de su novia puede casarse con la
otra. No obstante, me parece excesivo asesinarla. ¿Qué significa hoy en día la ruptura de un
compromiso? Si muere don Ambrose, se casará con una mujer rica en vez de con una pobre. Eso
puede tener importancia o no, depende de su situación económica. Si descubro que sus propiedades
estaban hipotecadas y la señora Bantry nos ha ocultado deliberadamente este detalle, no habrá sido
juego limpio. Ahora la señora Carpenter. Sospecho de la señora Carpenter. Esas manos tan blancas
y su magnífica coartada en el momento en que fueron cogidas las hojas. Siempre desconfío de las
coartadas. Y tengo otra razón para sospechar de ella, que me reservo. No obstante, a grosso modo,
si tuviera que acusar a alguien sería a la señorita Maud Wye ya que tenemos más pruebas contra
ella que contra nadie.
-Ahora usted -dijo la señora Bantry señalando al doctor Lloyd.
-Creo que se equivoca usted, Clithering, al aferrarse a la teoría de que la muerte de la joven fuese
intencionada. Estoy convencido de que el asesino intentaba deshacerse de don Ambrose. No creo
que el joven Lorimer tuviera los conocimientos necesarios y me siento inclinado a creer que la
culpa fue de la señora Carpenter. Llevaba mucho tiempo en la casa, conocía el estado de salud de
don Ambrose y pudo disponer con facilidad que esa joven Sylvia (que usted misma dice que era
bastante estúpida) cogiera las hojas adecuadas. Confieso que no veo qué motivos pudo tener, pero
me aventuro a suponer que, en otro tiempo, don Ambrose hizo un testamento en que era
mencionada. Es lo mejor que se me ocurre.
La señora Bantry pasó a señalar a Jane Helier.
-Yo no sé qué decir -dijo Jane-, excepto esto: ¿Por qué no pudo haberlo hecho la propia muchacha?
Después de todo, ella llevó las hojas a la cocina. Y usted dice que don Ambrose se había opuesto
al noviazgo. Al morir él, conseguiría el dinero para poder casarse en seguida. Debía conocer el
estado de salud de don Ambrose tan bien como la señora Carpenter.
El índice de la señora Bantry señaló a la señorita Marple.
-Ahora usted, la profesora -le dijo.
-Don Henry lo ha expresado todo claramente, muy claramente -dijo la señorita Marple-. Y el doctor
Lloyd también tuvo razón en lo que dijo. Entre los dos lo han dejado todo bien claro. Sólo que no
creo que el doctor Lloyd haya comprendido lo que implica algo que él mismo ha dicho. Veamos,
al no ser el médico habitual de don Ambrose, no podía saber exactamente qué clase de afección
cardiaca padecía, ¿no les parece?
-No acabo de comprender lo que quiere usted decir, señorita Marple -dijo el doctor Lloyd.
-Usted supone que don Ambrose tenía un corazón al que le afectaría la digitalina, pero no hay nada
que lo pruebe. Pudo ser todo lo contrario.
-¿Lo contrario?
-Sí, usted dijo que a menudo se receta digitalina para ciertas afecciones del corazón.
-Aunque así sea, señorita Marple, no veo adónde quiere usted ir a parar.
-Pues significaría que podía tener digitalina en su poder con toda naturalidad, sin dar explicaciones.
Lo que trato de decir (siempre me expreso tan mal), es esto: Supongamos que usted deseara
envenenar a alguien con una dosis mortal de digitalina. ¿No sería lo más sencillo y el medio más
fácil procurar que todos sufrieran un envenenamiento producido por hojas de dedalera, que
contienen digitalina? No sería fatal para ninguno de los otros, pero nadie se sorprendería de que
hubiera una víctima ya que, como ha dicho el doctor Lloyd, estas cosas son muy imprecisas. Nadie
se molestaría en averiguar si la joven había tomado ya previamente una dosis fatal de digitalina.
Pudo ponérsela en un combinado, en el café o incluso hacérselo beber simplemente como un
tónico.
-¿Quiere usted decir que don Ambrose envenenó a su pupila, la encantadora joven a la que tanto
apreciaba?
-Exactamente -replicó la señorita Marple-. Igual que el señor Badge y su joven ama de llaves. No
me digan que es absurdo que un hombre de sesenta años se enamore de una joven de veinte. Sucede
cada día, y me atrevo a decir que un autócrata como don Ambrose pudo tomárselo muy a pecho.
Esas cosas a veces se convierten en una obsesión. No podía soportar la idea de verla casada. Hizo
cuanto pudo por evitarlo y fracasó. Sus celos crecieron de tal modo que prefirió matarla antes de
dejar que se casara con el joven Lorimer. Debía haberlo planeado bastante antes, ya que las
semillas de dedalera tuvieron que ser sembradas entre la salvia. Cuando llegó la ocasión, él mismo
las cogió y envió a Sylvia con ellas a la cocina. Es horrible pensarlo, pero supongo que debemos
juzgarle con toda la benevolencia que podamos. Los hombres de edad son algunas veces muy
suyos en lo que se refiere a las chicas jovencitas. Nuestro último organista… pero no hablemos
más de los escándalos.
-Señora Bantry -preguntó don Henry-. ¿Fue así?
La señora Bantry asintió.
-Sí, yo no tenía la menor idea, nunca pensé que pudiera tratarse de otra cosa más que de un
accidente. Luego, después de la muerte de don Ambrose, recibí una carta. Había dejado
instrucciones para que me fuera enviada y en ella me contaba la verdad. No sé por qué, pero él y
yo siempre nos habíamos llevado muy bien.
Durante el momentáneo silencio percibió una crítica callada y se apresuró a agregar:
-Ustedes creen que estoy traicionando una confidencia, pero no es así. He cambiado todos los
nombres. En realidad, no se llamaba don Ambrose Bercy. ¿No se dieron cuenta de la extrañeza
con que me miró Arthur cuando dije el nombre por primera vez? Al principio no me entendía. Lo
he cambiado todo. Como dicen en las revistas y al principio de las novelas: “Todos los personajes
que aparecen en esta historia son puramente imaginarios”. Nunca sabrán ustedes quiénes fueron
en realidad.
FIN

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