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Mingo Mendoza, educador

Víctor M. Quintana S.
Analista político | Sábado 12 Enero 2013 | 00:01 hrs

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Para la sabiduría convencional, la que festeja a quienes se han levantado de la pobreza


para convertirse en potentados, en campeones mundiales o estrellas de la farándula, la
historia de Mingo Mendoza podría ser un ejemplo de “anti éxito”. Mingo no tuvo
ninguno de esos logros espectaculares; fue tan rico que nunca tuvo dinero, pero sí una
enorme densidad ética, una profunda convicción religiosa y muchos y muy queridos
amigos. Y esa riqueza la transmitió en su labor educativa. Como diría Paulo Freyre,
pasó de ser un educando-educador a un educador-educando.

Podré yo haber disentido de Mingo en muchos aspectos, como en el de la orientación


política o en su enorme aguante ante una Iglesia católica cada vez más retardataria,
pero lo que en todo momento reconoceré, son su entrega a su ideal educador como él
lo concebía, su compromiso con quienes amaba y su tranquila alegría de vivir.

Entre el callejón Uranga, ya derruido, y la zona de la Libertad, Juárez y Doblado y las


calles Décima y Doce, también ya por derruirse, pasó Mingo su infancia entre pobrezas,
esfuerzos, oficios y camaradería de chavos. En este barrio, de vecindades, viejas
casonas y fondas fue alcanzado por el ímpetu pastoral que trajo a su Chihuahua don
Adalberto Almeida, a principios de los años 70. Esa mística encarnada de adaptar los
avances del Concilio Vaticano II a la realidad de pobreza y exclusión de Latinoamérica.
Así fue como Mingo se acercó al grupo de jóvenes de la Catedral. Eran tiempos en que
la Iglesia de Chihuahua no le temía a la participación de los laicos, ni le sacaba al
acercamiento sincero con los pobres.

Ahí conoció a Rodolfo “El Chapo” Aguilar y a un grupo de inquietos seminaristas de


teología que se formaban no en campanas de cristal, sino en el ajetreo del populoso
barrio. Ahí fue donde Mingo se dio cuenta de que podía ser sacerdote sin necesidad de
romper con su origen, es más, para servir mejor a la gente de donde venía. Por eso
ingresó, ya adulto, al seminario en aquellos descocados, idealistas, místicos y
comprometidos años setenta. Mucho lo inspiró, mucho lo hizo reflexionar el asesinato
del Padre Chapo el 21 de marzo de 1977.

Las casas de formación sacerdotal llevaban ya más de una década en ebullición. El aire
fresco que Juan XXIII quiso que entrara a la Iglesia con el Concilio se había convertido
en vendaval. Fue el máximo avance de conciencia de los seminarios. De pronto la
institución creada por el Concilio de Trento en el siglo XVI se había convertido en un
contexto de sólida formación teológica, filosófica y social. En un espacio de reflexión y
de cuestionamiento y en muchos casos de vinculación a luchas populares, como aquel
gesto de los alumnos de teología del seminario de Chihuahua que acudieron a
solidarizarse con el ayuno que realizaba afuera de la Catedral Metropolitana de la
Ciudad de México, doña Rosario Ibarra de Piedra. Gesto que valió la disolución del
Seminario Regional del Norte y una digna renuncia a su puesto del entonces rector,
Camilo Daniel.

La Iglesia, ya dirigida entonces por Juan Pablo II no pudo resistir esa corriente
cuestionadora y se cerró en banda excluyendo a los seminaristas más inquietos y
comprometidos. Perdió a muchos potenciales sacerdotes, pero la sociedad ganó a
buenos periodistas, profesionistas, dirigentes sociales y educadores. Uno de éstos fue
Mingo. Comenzó como educador en la Fe. En buena parte por eso contrajo matrimonio
con Eva Nevárez, catequista y formadora de catequistas, primero de San José de la
Montaña y luego de toda la diócesis. No era un catecismo cualquier otro, sino el
llamado “Del Buen Pastor”. Un acercamiento personal con Jesús de Nazaret, Dios y
Hombre, empapado de la nueva teología conciliar y vehiculado en la pedagogía
Montessori. Eva y Mingo dedicaron toda su vida a esa hermosa labor. La abnegación, la
entrega y el amor que le inyectaron a esa nueva catequesis ya la quisieran muchos
sacerdotes y obispos encumbrados.

No sólo en esa nueva catequesis Mingo fue educador. Fue uno de los puntales en los
Centros de Educación Básica Intensiva, innovador proyecto de Gabriel Cámara para
ofrecer en dos años educación de primera a muchachos de 11 a 14 años considerados
de tercera: expulsados, excluidos de la educación primaria. La gran labor realizada por
Mingo se explica por su gran sentido pedagógico y por el cariño con niños muy
semejantes a como él lo fue. Su experiencia lo fue llevando a ser luego formador de
maestros en el Centro de Estudios Generales y luego continuó su labor educativa en la
Fundación del Empresariado.

Nunca dejó, sin embargo, su labor de educación en la fe, de catequesis, junto a Eva su
esposa. Callada, tenazmente, a veces con apoyo de la jerarquía, a veces sin él,
formaron a cientos de formadores. Pero no es fácil vivir de la labor pastoral cuando se
es laico. Mingo y Eva, sin quejarse nunca, se procuraban su subsistencia de muy
diversas formas. Él trabajó un tiempo dirigiendo una fábrica de muebles, incluso
confeccionándolos él mismo, a costa de parte de sus dedos. Los fines de semana,
antes de sus labores pastorales, cocinaban menudo y tamales para vender a los
amigos.

Entre todos esos ires y venires Mingo fue amigo y convocante de amigos. La casa de él
y Eva siempre estuvo abierta a todos, sobre todo en la gran reunión anual de ex
seminaristas del tercer domingo de diciembre. Lugar de encuentro, de re-conocimiento,
de celebración con el milagro de la multiplicación de los tamales y de los tragos por
obra de la solidaridad.

Este diciembre no hubo convocatoria. Mingo se empezó a ver mal desde el verano.
Cuando los visité en septiembre vi a Eva muy desgastada y casi inmóvil por su diabetes
y a Mingo enflaquecido, avejentado, cenizo, pero sonrientes y optimistas uno y otro por
el éxito de otro de sus cursos de formación de catequistas. Trabajando los dos para
preparar sus talleres y sus materiales y para seguir ofreciendo sus tamales.

Fue la última vez que vi a Mingo. Todavía en noviembre hablé con él. Según él los
médicos le decían que no le encontraban el mal, pero que no tenía cáncer. Tal vez era
su último recurso pedagógico: educar en la aceptación sin aspavientos de la muerte, en
la elección de dónde y con quiénes se quiere uno morir. Se fue con su amada Eva a
pasar Navidad en casa de sus hermanas al estado de Nevada y despuntando el año ahí
fue su encuentro definitivo con el Pastor Bueno que a tantas y a tantos descubrió y
enseñó a amar siempre; a temer, nunca.

Recordar a Mingo es renovar la fraternidad, la amistad, la fe que le dé razón a la vida.

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