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―Historia, poder y poética del padecimiento en las novelas de Andrés Rivera‖, Roland

Spiller (ed.) La novela argentina de los años 80, Lateinamerika-Studien 29, Universitat
Erlangen-Nurnberg. Zentralinstitut (06), Vervuert Verlag, Frankfurt am Main. 1991, pp.
47-64. ISBN: 3-89354-729-0.

“Historia, poder y poética del padecimiento en las novelas de Andrés Rivera”


Claudia Gilman

NOTA: Escribí este trabajo a finales de los años ochenta. Había muy poco material
sobre Rivera por entonces. La convocatoria de Roland Spiller buscaba averiguar cómo
había sido la novela argentina durante los años de la dictadura militar. La que había
podido publicarse, naturalmente. Por supuesto, las primeras novelas de Rivera no
estaban disponibles. El mismo me las facilitó y fue así como pude leerlas. El trabajo se
detiene en la última novela que Rivera acababa de publicar. Mi análisis trataba de
establecer cómo se constituye una poética pero también en qué circunstancias. Algunas
inferencias o interpretaciones están hechas de mis propias inquietudes y lecturas. Tal
vez no escribiría lo mismo ahora.

1. Del testimonio al estupor frente al poder: proyecto y trayectoria literaria.

La trayectoria narrativa de Rivera acompaña la transformación de una estética


que conjuga una posición política (la izquierda) y una modernización literaria como
punto de partida inevitable para una práctica de la escritura. La asunción supone un
progresivo apartamiento de la confianza en las posibilidades de la representación
realista, el reemplazo de un tipo de estética ―comprometida‖ por una escritura
neovanguardista.1 Por otro lado, la continuidad de una ideología, acompañando las
transformaciones de la escritura, esta obligada a desplazar el foco de reflexión y
reformular hipótesis sobre los mecanismos de poder.
En esta dulce tierra, Apuestas, La revolución es un sueño eterno, Los
vencedores no dudan rechazan el procedimiento de agregaciones que constituye el
modo de articulación de lo heterogéneo en El precio (el intento, al estilo de Dos Passos,
de representar desde distintos puntos de vista el conglomerado cultural, social,
económico y político de la Argentina desde los años cincuenta) y hasta la posibilidad

1
En Rivera se hacen particularmente visibles las operaciones de fundación de una tradición literaria. Sus
textos están traspasados por una información sobre las lecturas de un campo intelectual. Las primeras
obras están urgidas por ―la necesidad de escribir‖ para denunciar un estado de cosas y son tributarias del
modo en que esa necesidad se expresó para los ideólogos del marxismo. En algún momento posterior, la
poética de Rivera incorpora elementos característicos de la literatura policial estadounidense, el policial
―negro‖. ―La escena duró tres platos y el postre; intercambiamos las puntuales trivialidades que
constituye, para las personas educadas, una conversación amena. Y la esposa de Alfredo Russel no
pareció más nerviosa que una gata descerebrada. La vi levantar una copa entre sus manos, sopesarla y
declarar, con un énfasis negligente y definitivo: ―Tiene cuerpo‖. Era esa clase de mujer‖. Citado de
―Bialé‖, un relato de Ajuste de cuentas. Puro Chandler. Como a otros tantos escritores argentinos, la
maduración lo sumerge en las sagradas aguas de Borges. ―De él, sé lo que importa; aquello que ignoro
merece el olvido. (…) Proporciono estas escasas referencias –laterales, si se quiere—porque del episodio
que voy a contar desconozco su trama secreta, sus antecedentes, sus apariencias, esos ingredientes que, se
asegura, confieren una transparencia irreprochable a la narración‖. Citado de ―Los honorables testigos‖,
en Una lectura de la historia.

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Claudia Gilman. “Historia, poder y poética del padecimiento en las novelas de Andrés Rivera”, Roland
Spiller (ed.) La novela argentina de los años 80, Lateinamerika-Studien 29, Universitat Erlangen-Nurnberg.
Zentralinstitut (06), Vervuert Verlag, Frankfurt am Main. 1991, pp. 47-64. ISBN: 3-89354-729-0.

del punto de vista doble, como en Los que no mueren.2 En las novelas posteriores cada
libro tiene espacio para una sola historia que es, en cada caso, un fragmento de historia
personal en la que resuena el fantasma de lo colectivo. La existencia de una verdad
política empírica ya no se postula, como en las primeras dos novelas, como efecto del
―testimonio‖ literario, que aspiraría a naturalizarse como la representación de un afuera
del texto.
Si en las primeras novelas de Rivera las significaciones eran una sólida estela de
aserciones, sin dudas ni reticencias, las que escribirá después, cuando el escritor se
convierta en el que es o el que será después, están hechas con preguntas que ponen entre
paréntesis no solamente la lógica o racionalidad del mundo de lo real sino los
procedimientos mismos de la literatura. El autor, ―el viejo ventrílocuo que emerge del
centro del cuerpo de los personajes‖,3 queda impreso como una entidad que procesa
citas y saberes, que mediatiza imágenes y ficciones, antes que como el primado de una
conciencia ideológica que se pone a escribir.
En El precio o Los que no mueren, lo que sostiene a los personajes en su papel
es una identidad económica social, el lugar que ocupan en las relaciones materiales de
producción del sistema capitalista. Esta identidad es colectiva y se actualiza
solidariamente con todos aquellos que son funcionalmente idénticos. Lo que cuenta es
el alcance, la representatividad. De la masa anónima y equivalente de los trabajadores,
en el proceso de individualización que obliga a la literatura a sostener un nombre o un
pronombre singular para rodearlo con una frase o una historia, surge el personaje.4
En otras palabras, las primeras novelas practican un corte vertical en busca de la
estratificación del tejido social. Es en la fábrica donde este tejido se hace visible; en
ella, las relaciones de poder social y poder económico encuentran un espacio
paradigmático de figuración. El relato se sitúa entonces a partir de ese escenario, y
como los telares sobre los que encorvan la espalda los obreros, reconstruye en la ficción
la trama de la sociedad argentina. Ese corte quiere mostrar que los verdaderos intereses
son intereses de clase. Por eso, las oposiciones fundamentales enfrentan a obreros y
patrones. Estos textos parecen estar dominados por la idea de que develar las fuentes del

2
Obras citadas: El precio, Buenos Aires, Editorial Platina, 1957, Los que no mueren, Buenos Aires,
Nueva Expresión, 1959, En esta dulce tierra, Buenos Aires, Folios Ediciones, 1984, Apuestas, Buenos
Aires, Per Abbat, 1986, La revolución es un sueño eterno, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano,
1989, Nada que perder, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1982. Esta última es más que
una bisagra entre décadas. En ella están contenidas las preocupaciones comunes a todos los momentos de
la narrativa de Rivera y allí parece procesarse la lengua literaria, la reflexión histórica, la autobiografía y
la derrota política tanto como la de una manera de escribir.
3
La revolución es un sueño eterno, p. 23.
4
―Hablaron con hombres que eran como espejos,‖ se lee en ―Cita‖, reescritura del cuento del mismo
nombre publicado originalmente en La rosa blindada, 1966 y republicado en Una lectura de la historia,
Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1982. ―El era ellos, los miles en los ómnibus, los millones en el
amor…‖ se lee en Los que no mueren, p. 91. ―Cuando ya no quedara nada, quedaban los que eran como
él, los que como él marcharon por la ciudad y vinieron a ella, no porque les gustara la aventura sino
porque no quedaba otra disyuntiva, y aquí, levantaron su desmedulado, pedestre resentimiento, su acosada
o indoblegable rebeldía de siglos, engañándose –no aceptando, jamás, el armisticio o la rendición o la
muerte – y golpeando hasta encontrar algo, no en el Cielo, sino hombre como ellos, que no mintieran, y
que supieran mejor que ellos, qué debía hacerse‖, se lee en El precio, p. 223. Hombres que sabían qué
hacer: Difícil no pensar en Lenin.

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Spiller (ed.) La novela argentina de los años 80, Lateinamerika-Studien 29, Universitat Erlangen-Nurnberg.
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poder social (retransmitir a los personajes la conciencia del que escribe) permite
establecer la verdad de las relaciones sociales y profetizar el rumbo racional de una
historia en donde el poder será ejercido por los explotados.
En las novelas posteriores que se analizan en este trabajo, la escritura practica
cortes con un bisturí que discurre por los recorridos del poder: en los alrededores de una
formación, en los intersticios, en los zócalos, en los bordes, en los centros y en los
laterales, en los arribas y abajos de una topología más sutil. Constatación de la
autonomía y especificidad del juego político en la conformación de los liderazgos y la
dominación. El corte actúa en profundidad sobre una superficie menos vasta. Las
cicatrices muestran el sangrado o la herida del conflicto de la disputa entre pares, entre
sectores. Descubre un poder que no tiene ya, sólo fundamentos racionales y ni siquiera
totalmente irracionales. Es un poder que se ejerce y se sufre en todas direcciones:
discrecional, arbitrario y también intencional, pero que no deja identificar
―responsables‖ y tampoco es el Mal. En estos textos, se dramatiza la relación entre el
individuo y el Estado y se crea como monstruo una figura de sujeto estatizado, recorrido
por las formas del poder y de la resistencia.
Estos recorridos no son ni exteriores ni interiores. Abren sus surcos en el interior
de los individuos, despedazándolos, dividiéndolos, rearmándolos. Castelli renuncia al
habla, resiste con su silencio el uso de las palabras en las que reconoce el poder. Sin
embargo, el orador de la Revolución, que intentó abolir los derechos basados en la
tradición, habla en contra de sus ideas para conservar la propiedad de su hija:

¿Qué leo cuando proclamo, ante el Triunvirato, el derecho que la naturaleza da a padre?
¿Leo lo que emana del corrupto cuerpo del rey, amo propietario o padre, es la ley? (…)
¿Soy yo, el rey de Ángela, yo, que en un día de mayo declaré caducos los poderes de los
reyes, cualquiera fuese su identidad y origen, sobre las mujeres y hombres, animales,
tierras, aguas, cielos, bosques y montañas de esta parte de América? ¿Quién capituló
cuando la mano de Castelli escribió derechos del padre y los ojos de los partidarios del
orden leyeron derechos del padre? ¿El que habló a las paredes de Tiahuanaco? (…)
¿Capituló el que no se suicida? ¿El robesperriano que resiste y no abjura de la utopía?‖
La revolución es un sueño eterno, p. 148.

En cada cuerpo y en cada conciencia se instalan, irónicamente, la resistencia y la


resignación, la conveniencia y los ideales. Las relaciones de fuerza se producen también
en el interior de un sujeto partido y fragmentado. Deber y deseo, interés de clase y
ambición personal. Todo lo que se dice y lo que se piensa sirve a algún poder. La lucha
es una batalla en el interior de la conciencia individual expandida para dividirse y
discutirse y para pensar cómo se divide y se discute. Lo que distingue las novelas de los
obreros y patrones y las que les siguen es el pasaje de la pregunta retórica, esto es, de la
interrogación cuya respuesta ya está sugerida por el sentido de una lucha, a la pregunta
filosófica:
Daré ejemplos:
1. Mein Kind ¿por qué nos matan si somos tan pocos? En Nada que perder.

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2. ¿Qué revolución compensará las penas de los hombres? En La revolución es un sueño


eterno.
3. ¿Dónde se mira el peregrino cautivo de una deidad perversa? En Apuestas.
4. ¿Qué destruyo en ellos (los marxistas), que ni yo ni mi padre podemos tolerar? ¿Qué
más nos diferencia? ¿La duda? ¿La fe? ¿Los valores de Occidente? ¿Qué más que sea
tan incontrastable como la muerte? En Los vencedores no dudan.
5. ¿Argentino?, preguntó sigiloso, el anciano melancólico. ¿A qué se refiere usted,
amigo mío cuando dice argentino? o ¿Qué celebramos que la memoria haya puesto a
salvo en esta dulce tierra? En En esta dulce tierra.

La forma en que estas cuestiones se escriben en la ficción requiere del relato de


experiencias excepcionales. En cierta forma, se pasa de una sociología escrituraria, que
busca encontrar lo general en lo particular, hacia una narración de lo singular que
permite pasar de la lógica de la acción colectiva y la desborda, localizando los
fragmentos de la historia privada y la relación con el poder. Moisés o Mauricio Reedson
hace explícita esa ruptura o transición hacia lo excepcional. La historia de Reedson
comienza, para la novela, con una transgresión que lo expulsa de su comunidad de
pertenencia colectiva. Rechaza la ley de su religión y su ley (su destino: ser el rabino
mas brillante de Lomza) comiendo cerdo delante de los notables de la sinagoga.
Castelli, el más elocuente, el más capaz, el principal instigador de la revolución de
Mayo, permite que sus soldados orinen en los portales de las iglesias. El juicio contra el
transgresor de la sacrosanta institución inicia La revolución es un sueño eterno. Cufré
realiza un acto heroico, para el asombro de su profesor europeo: regresa desde París a
un Buenos Aires de infierno en el que se sumará a las víctimas de una persecución
estatal y también personal. El personaje de Los vencedores no dudan, actúa contra los
designios de la institución en donde la desobediencia (en teoría) se paga con la muerte,
desconociendo las leyes de la táctica y la estrategia que trata de inculcarle su superior.
La narradora de esa novela, cuenta su pasaje hacia lo excepcional reconociendo que la
verdad del erotismo es la traición. Solamente Miller y Lanes se resisten a dar el paso
hacia lo extraordinario. Apuestas es un relato ―outsider‖, enigmático y nietzscheano.
Viene a decir que la moral dominante no considera al enemigo como malo
sencillamente porque tiene el poder de ejercer represalias (es el sentido por el cual
troyanos y griegos son, para Homero, igualmente buenos), que ningún poder puede
sostenerse si no tiene por representantes a hipócritas y fundamentalmente, a mostrar
que, en moral, el hombre no se trata como un individuum sino como un dividuum, que
ser moral, tener buenas costumbres, ser virtuoso, quiere decir obedecer una ley y una
tradición de abolengo. Pero también es cierto que en Apuestas, como veremos, es
posible leer un acto de sumisión extraordinario, capaz de quebrar la legalidad de la
descendencia.

2. De la fábrica al pasado.

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En las dos primeras novelas de Rivera se lee que la historia, la única historia es
la lucha de clases. Porque es el eje de las transformación y, por lo tanto, la posibilidad
de un futuro que no sea la exacta repetición del pasado o el pegajoso estancamiento de
un presente. Los relatos revelan un estado de cosas tal que su despliegue se percibe
como prolongándose hacia un futuro, lógica e ideológicamente necesario; contenido en
las contradicciones sociales del presente. Es el sitio irónico de la mirada marxista en
donde los hechos están preñados de su contradicción. En este sentido, el futuro se
proyecta como la inversión del presente en términos de dominación. Esta asunción es,
desde luego, histórica, aunque su materia no tenga que ver con el pasado. Si las formas
de la violencia ocupan el centro de la reflexión narrativa, se hace visible la
transformación de los nudos básicos alrededor de los cuales la violencia se erige en
tema: en el principio, la perspectiva aportada por la idea de clase, hace de la huelga el
momento fundamental de la transformación social y a partir de allí se desprenden las
apreciaciones sobre la videncia ejercida por la dominación de los poderosos, no una
violencia narrada sino una densidad que rodea y atraviesa los relatos en el universo
situado en el corazón del trabajo. La huelga es, en estos primeros textos, un intento por
desarrollar las implicaciones históricas de un presente preñado de significaciones
futuras. Es al mismo tiempo el escenario y el instrumento de ese futuro. En la huelga, la
historia adquiere su sentido y la utopía su horizonte. Para poder pensarla, de todos
modos, se hace necesario apropiarse de una localización propia, como un patrimonio de
la escritura: Villa Lynch y el escenario de la industria textil. El horizonte excepcional de
la utopía permitía y obligaba a escribir una narrativa del hombre común, sujeto
paradigmático de la transformación.
Las novelas posteriores se ubican críticamente respecto de esa posición. Se diría
que miran en dirección al pasado para reflexionar sobre las razones que han desmentido
las previsiones, en un estado de cosas –la injusticia, la opresión–, que no se ha
modificado. En el pasado, remoto e inmediato, hay otras claves. Para decirlo con
crudeza, otras frustraciones. De esa indagación proviene otra mirada: la que descubre en
la política otras leyes que hacen de la previsión la posibilidad de errar. Nada que perder
ejemplifica esta colocación autocrítica: el hijo de Reedson, como el novelista, trata la
materia con la que se armaban el precio o los que no mueren, como una ruina
arqueológica. Ese pasado de luchas sindicales se convierte en un tema de la
investigación histórica y sus protagonistas no son sujetos actuantes sino los escasos
testigos de un momento irremediablemente situado en la lejanía de la experiencia
histórica. La novela nos dice que si algo hubo, ese algo ya pasó. Toda reconstrucción de
la historia obrera se ha vuelto parte de cuestiones privadas. En el mundo ficcional se
narra el estallido de los lazos de la solidaridad orgánica. La historia constituye a los
sujetos en un doble mecanismo en donde lo personal y lo colectivo se trabajan
mutuamente. También, por eso, los personajes fluctúan, en esta novela, entre lo típico y
lo singular.
En la narrativa de Rivera la historia es el recuerdo que relampaguea en el
instante de peligro. Implica siempre un relato del poder y una distancia respecto de la
muerte. El dibujo de ese peligro y la forma de esas relaciones esta en el origen de las

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figuras textuales: víctimas, revolucionarios, fanáticos y oportunistas. Las historias serán


entonces las trames de ese peligro. Apuestas está construida sobre el instante de peligro.
Es el mundo y no la conciencia la que habla en el origen de la novela. Es en el momento
en que Juan Pablo Lanes refiere el secuestro y desaparición de su hija y dice: ―se la
llevaron‖ en que la historia irrumpe con lengua propia. Precisamente y únicamente aquí,
pero con suficiente poder como para cubrir el relato con su presencia fantasmagórica y
de espanto. Lo histórico es un hecho indecible, que contamina la subjetividad y causa la
nouvelle. Relato de las contradicciones de una conciencia y de sus posibilidades de
realizar un pasaje hacia un mundo otro, siempre sugerido, que revela el callejón sin
salida de quien, aliado al poder, es su víctima. Una víctima aquiescente en un rol que
también la beneficia, incapaz de reaccionar por la violencia ejercida contra su propio
cuerpo en lo que tiene de futuro: la descendencia.
La utopía se traslada a la lengua. En ella toma cuerpo el mensaje jacobino de
Castelli, inscripto en La revolución es un sueño eterno, que proclama que un hombre
libre es igual a otro hombre libre. La lengua literaria común a estas novelas realiza esa
utopía igualitaria. Es una analogía algo pueril y una coincidencia de consecuencias
estéticas que la oposición fundacional de la historia argentina enfrentara a
―revolucionarios‖ y ―realistas‖5. En la política, vencer el realismo puede signar el
ingreso en la utopia. En literatura, resistir con el lenguaje para instalarlo en alguna
especificidad. El realismo es también una negociación impracticable para la lógica
revolucionaria. Cuando narran o son narrados todos los personajes son iguales. Pero hay
otro lugar donde se trama la diferencia. Ese lugar procesa todo el tiempo la relación
entre personaje y figura.6 Ya no es el texto el que juzga y condena porque, en realidad,
no hay más juicio. Lo que se esperaba no sucedió. La utopía ha quedado en el pasado:
―sueño de inasible belleza‖ para Castelli, tierra prometida para Reedson, el hijo, que ni
renuncia a ella pero tampoco la espera, ambos enemigos del orden que defienden Miller
y Lanes. Es un orden que cobrará caro el rigor y el esfuerzo que se usará para aniquilar
a los utopistas, para que los sueños de los utopistas sean evocados con aflicción y
horror, para abolir, tal vez, las utopías. El vencedor espera esa victoria que exterminará
lo que se le oponga y purificará sus espacios con sangre y con hierro. Para los vencidos
sólo queda pelear contra toda esperanza. Para Cufré, ya es utópico ser argentino. Lo que
se puede hacer es escribir. De la derrota no se habla porque la lengua pudre a la derrota.
De la derrota se escribe. Esas palabras se escriben en Nada que perder y se expanden en
La revolución es un sueño eterno.
Utopía y derrota son los polos opuestos de deseo y experiencia. La trayectoria
entre esos puntos ya es un relato que obliga a elaborar un tiempo narrativo y que es
también una reflexión sobre la historia porque historia y escritura son lo mismo.

5
Creo que esa ironía está aludida por David Viñas en su cuento ―Sábado de gloria en la capital socialista
de América‖.
6
Cuando semas idénticos atraviesan repetidamente el mismo nombre propio y parecen adherírsele, nace
un personaje. El nombre propio es un campo de imantación de esas significaciones. La figura, en cambio,
es una configuración incivil, impersonal, acrónica, de relaciones simbólicas. Como idealidad simbólica, el
personaje no tiene vestidura cronológica, biográfica, no tiene nombre. La biografía, la psicología y el
tiempo no pueden apoderarse de él. Roland Barthes, S/Z, Madrid, Siglo XXI, 1980, pp. 55-56.

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La narración se sujeta a un estilo, controla hasta su propio desorden, con vistas a la


historia. La eliminación del diálogo –aunque no de sus huellas– en la narrativa es la
forma en que encuentra su estilo y es funcional a la posibilidad historiográfica.

3. Los montoneros de Castelli


Las novelas se ubicarán en los mojones del relato nacional: la Revolución de
Mayo o el rosismo piden la comprensión alegórica. Después de todo, la historia es el
fondeadero ideológico del presente y del conjunto de las interpretaciones del pasado. El
anacronismo velado habilita la máquina del tiempo aunque el personaje Castelli advierte
que no hay que confundir lo real con la verdad, como si no avanzara con el apotegma
sobre la frecuentada cita del General Perón y corrigiera, un poco, el futuro. El presente y
el pasado inmediatos ya estaban escritos desde antes, sugiere la carta hipotética que
envía Oro a Dorrego en En esta dulce tierra (p. 24). Nos enteramos de que el régimen
caracteriza a sus opositores como ―atribulados, dispersos y díscolos imberbes‖. Para que
no se pase por alto el adjetivo, se agrega: ―le he subrayado imberbe para divertirme.
Estoy enterado de que al brigadier don Juan Manuel de Rosas le desagradan las barbas‖.
De súbito uno está en otra escena: Buenos Aires, Plaza de Mayo, 1° de mayo de 1974.
Desde el balcón, Perón interrumpe su discurso y manda callar a los ―estúpidos
imberbes‖ que corean la pregunta, ni retórica ni filosófica: ¿Qué pasa General, que está
lleno de gorilas el gobierno nacional?
Sin duda, al seleccionar la imagen y ponerla en movimiento, el escritor se libera
de la pretensión objetiva que, aunque utópica, condiciona el trabajo del historiador.
Cuando se puede elegir, la analogía es buena estrategia. Castelli se dice a sí mismo:
deberías saber que estos tiempos no propician la lírica. Dice el soldado de Cristo que un
marxista escribió: ―pero estos son malos tiempos para la lírica‖. ―Estos tiempos‖: lugar
de identificaron de la similitud que hace posible la analogía. Lo que los define en esta
identidad analógica es que en ellos parece haberse levantado la prohibición de matar
cuando se mata en nombre del Estado. Son los tiempos de la guerra.
Poder hablar del presente, como si fuera ya pasado: encontrar en el pasado la
forma de hablar del presente, permite conjurar riesgos: por un lado preserva del
melodrama o del realismo de pura mímesis y, también, salva a quien narra de poner su
propia vida en peligro. Así lo entendió en el siglo pasado un fundador del recurso
cuando, al escribir su Amalia (1855) desplazó su experiencia histórica contemporánea
hacia un pasado más antiguo. Aunque como aclara el narrador de En esta dulce tierra,
la analogía es un negocio para cretinos, muchos escritores argentinos recuperan para la
ficción histórica un número limitado de discursos y escenas del pasado nacional.
La recurrencia a esos mojones instala en esas ficciones la unidad común de la
patria: los allí involucrados son los próceres y los traidores de la nación. Evocados
como verdaderos monumentos, nombres y hechos históricos son actualmente el suelo
argentino. Las calles que transitamos, en las que vivimos llevan sus nombres. La ciudad
es pues una summa histórica que, contrariamente a esas ficciones, como la danza de la
muerte igual a entregadores, héroes, corruptos y patriotas. Un plano de la ciudad
también es un plano de la historia. La reciente se resiste, por ahora, a la iconografía: en

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ella, las disputas son todavía parte de una experiencia y una memoria que no puede
igualar, que se resiste sanamente a igualar. No es, por eso, citable en nombres propios
sin que despierten en los testigos vivos de ese pasado reciente una repugnancia profunda
o una admiración fanática. Narrar pues, lo que acaba de pasar, requiere de otras
operaciones.
Intervienen aquí los trabajos de la memoria y de la recolección ya que la historia
citada exige una primera operación erudita e implica un esfuerzo de reconstrucción
ajeno a la lógica del flujo inventivo autonomizado. Facilita, por un lado, los usos
alegóricos. Entra a la literatura como un saber moralizado por la lectura y el trabajo. La
literatura que incorpora la historia vivida, atestiguada, es la forma ficcionalizada de una
experiencia de la civitas. Los textos de Rivera en los que se desarrollan fragmentos de la
trama producidos por la llamada guerra sucia, se erigen en testigos, dan fe del martirio.
Rivera muestra cómo la literatura se convierte ella misma en documento
histórico. En esta dulce tierra se inserta una lectura de Amalia como fuente e intertexto.
El comienzo de la novela de Mármol (la razón que asiste a Mármol para escribir su
novela) es el comienzo en la novela de Rivera: el asesinato de Maza, fechado por ambos
el 27 de junio de 1839. El asesino de Eduardo Belgrano es el temible Badia, el mismo
que amenaza, eternamente expectante por encima de su escondrijo, a Cufré. La tierna y
dulce Amalia que cobija al unitario en su propia casa no puede, sin embargo,
reescribirse sino invertida porque nadie es ya así de tierna ni así de dulce en esta dulce
tierra. Invertida tanto en pudor como en poder. Isabel Starkey protege a Cufré, más allá
de sí mismo. A salvo pero entrampado, Cufré como Belgrano, termina siendo más una
víctima de la mujer que lo encierra que del poder que lo persigue. Después de todo,
Belgrano es descubierto y asesinado, no por su eficacia como enemigo político del
régimen sino por el interés que despierta el secreto de Amalia. Cufré encarna la
aceptación cabal de una conciencia irónica, que evita el retorno al mundo, refirmando la
naturaleza ficción al de su propio universo. En todo caso, ha sustituido la muerte por la
locura. No regresa de su estado ficcional a ninguna peripecia.
Cuando se trabaja con la historia inmediata, el verosímil ficcional parece hacerse
menos imperioso: con la propia experiencia y sin recolección de archivos se puede
fundar la historia que se cuenta. Aquí también, en Apuestas y En los vencedores no
dudan, el narrador habla desde unos ―otros‖ pero el recorte de la otredad se guía por
otra lógica. En las novelas que usan materiales históricos del pasado más lejano, la
alteridad de los héroes es temporal. Son de otra época. Su distancia es hierática,
histórica en el sentido ―oficial‖ aunque ideológicamente puedan guardar con el lector
una relación empática, como sucede con el revolucionario Castelli o con la víctima del
terror Cufré.
En las novelas que desarrollan personajes verosímiles para una historia actual, la
alteridad de los héroes es una alteridad táctica. Son novelas de enemigos. En un caso, el
punto de vista está determinado por el calendario. En otro, por el deseo de disputar al
poder una verdad social, económica, política y moral. Es verdad que el autor deja hablar
a los enemigos pero se asocia a narradores fieles respecto de quien firma el libro.

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Narradores que, incluso enemigos, denuncian el horror; como al final de El corazón de


las tinieblas.
En estas novelas se desarrollan historias contenidas en el concepto de
revolución, de represión o conservación de lo establecido. El desenlace, para la
revolución, es la derrota y por eso se la llama utopía (Reedson, Castelli). La historia
contenida en los relatos de la represión no puede contener su apetito de sangre, se
descontrola en su fanatismo letal. Los vencedores no dudan. La reproducción que se
consigue con el exterminio encuentra una analogía en la quietud y la inmovilidad de los
que narran como si el relato ahorrara los costos de sus esfuerzos. En el terror un
oportunista también puede ser un pusilánime.
Michel de Certeau acusa a la institución historiográfica que llama ―tradicional‖
de ocultar sus fundamentos reales mediante tres negaciones. Se niega a reconocer el uso
de ficciones en su discurso puesto que sólo la institución puede arrogarse el derecho de
hablar de lo real y de representarlo como corresponde a ese real según sus criterios. Se
niega a reconocer que en lo real representado se filtra el presente que produce y
organiza el discurso. Se niega a admitir la estrecha relación entre historiografía como
relato del pasado y periodismo como relato de actualidad. El que escribe historia se
naturaliza adjudicándose una voz gnómica y objetiva. El presente desde donde se habla
permanece oculto y en todo caso se presume insignificante. En la literatura,
contrariamente, no se oculta el presente de la enunciación y de esa idea parte Rivera. Al
reorganizar en su relato representaciones fácilmente reconocibles como ―lo que pasó‖ se
ocupa de regresarlas al presente, de leerlas en el marco de una actualidad sólidamente
afirmada a través del lenguaje. La presencia narrativa en cumplimiento de operaciones
estéticas constituyen un llamamiento al aquí y al ahora. Al incluir en su proyecto
literario lo remoto y lo actual, la historia escrita y documentada y la real o conjetural, la
que todavía persiste en la memoria que excede al autor y que lo hace parte de un grupo
de subjetividades contemporáneas empuja a la ficción al fondo que la niega o la negaría,
si se quisiera. Conectando real, verosímil, imaginado y sabido, la historia se vuelve algo
muy parecido a lo que ha sido para todos.

4. Sufrimiento, verdad y filiación: pro patria mori

Y por eso, en estas novelas, la historia es ante todo, padecimiento. Las formas
textuales del padecimiento se revelan en las repeticiones, interrupciones esfuerzos del
narrar, el control que hay que imponer al lenguaje y sus representaciones, en la
violencia y el vacío que traza hiatos que hacen difícil articular los diversos fragmentos
de las tramas y los relatos. La empresa textual se enfrenta con la dificultad de superar el
estadio de contigüidad por medio de un discursos capaz de moverse, de dar sentidos, de
discurrir. La dificulta de nombrar encadena el habla con epítetos, la cautiva, la obliga a
reiterarse, a balbucear, en el límite de la legibilidad.Ejemplos:

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Claudia Gilman. “Historia, poder y poética del padecimiento en las novelas de Andrés Rivera”, Roland
Spiller (ed.) La novela argentina de los años 80, Lateinamerika-Studien 29, Universitat Erlangen-Nurnberg.
Zentralinstitut (06), Vervuert Verlag, Frankfurt am Main. 1991, pp. 47-64. ISBN: 3-89354-729-0.

―El hombre pequeño y delgado susurró, mataron a Maza (…) El hombre pequeño y
delgado se lo tomó de un trago y se dejó caer en un sillón alto y blando (…) El hombre
pequeño y delgado, quieto en el sillón alto y blando, instalado frente al brasero, tosió‖.
(En esta dulce tierra)
En el vidrio esmerilado de la puerta se lee, en letras negras, pequeñas y brillantes, Dr.
Augusto Miller. (…) Siempre que se para frente a esa puerta y golpea el vidrio
esmerilado, debajo de las letras negras, pequeñas y brillantes… (Apuestas)
Yo, que me pregunto quién soy, miro mi mano, esta mano y la pluma que sostiene esta
mano, y la letra apretada y aún firme que traza con la pluma, esta mano, en las hojas de
un cuaderno de tapas rojas (La revolución es un sueño eterno)
Borró, esa noche, lo que fuese que nos rodeaba, si es que hubo algo, esa noche, que nos
rodeara. Borró todo, menso la sed y la plegaria, que, muda, llevé a mis labios. Sé, hoy,
qué pedí, en el aire espeso y negro que borró esa noche, si la hubo (Los vencedores no
dudan)

Ese padecimiento deja sus marcas en una técnica narrativa que hace al presente
interminable y que no deja lugar a una cronología fluida y menos a un desenlace. Sujeta.
El presente controla y dura. Los personajes quedan en rutinas de movimientos y
percepciones limitadas. Imágenes y gestos tienen el rigor mortis y la fijeza del mundo
de los objetos. Estas novelas vienen a decir que la historia le cuesta adoptar la forma
romancística. Minimalismo extremo atrapa la experiencia, porque en el sufrimiento, no
se tiene la medida del devenir histórico en el tiempo.
Para narrar los veintinueve años del encierro de Cufré, no hay otra cronología
que la que marca la rutina corporal. El crecimiento de las uñas, el ritual de los
excrementos o un sueño que se reitera al infinito. Isabel Starkey, que representa el relato
de la historia, no es confiable. Su palabra, además, esta contaminada de referencias
personales, cuando no por el idioma del poder. El sujeto cautivo percibe lo que sucede
desde el estado prelógico de la fragmentación a la que no puede dar la forma de un
relato con sentido. Consentido. Cufré percibe el mundo en partes, lo vela un ojo
amarillo; Isabel, una voz, o el taco del zapato.
En esa pura contigüidad sin conexiones en el relato se inscriben también dos
estados del cuerpo de Castelli, afectados por una dimensión psico-temporal: lo que va
desde su ―escritura apretada y firme‖ a su ―escritura frágil, como de viejo‖ en una
novela que transcurre en un lapso de meses, 1812 y en la que Castelli contempla el
pasado cercano de la Revolución de Mayo como si fuera el del pleistoceno.
Temporalidad emocional, espacio vedado para la ciencia historiografía, sólo la literatura
puede dar cuenta de ello.
Los obstáculos que detienen la narración se manifiestan también en una relación
siempre conjetural hipotética y contradictoria con la experiencia y también la del
lenguaje con aquello que representa. Las referencias se desrealizan, tanto si son de
carácter documental como si no, fundamentalmente porque ―el relato de una derrota es,
siempre, una suma de divagaciones atroces y estupor‖. En ese registro, la historia puede
explicarse como una experiencia de dos estados antagónicos: vencedor o vencido. Sin

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Claudia Gilman. “Historia, poder y poética del padecimiento en las novelas de Andrés Rivera”, Roland
Spiller (ed.) La novela argentina de los años 80, Lateinamerika-Studien 29, Universitat Erlangen-Nurnberg.
Zentralinstitut (06), Vervuert Verlag, Frankfurt am Main. 1991, pp. 47-64. ISBN: 3-89354-729-0.

embargo, los textos se niegan a suscribir ese mandato cruel y sobrescriben sobre él una
perspectiva compleja. Instantánea irónica en la reflexión que suscita en Castelli, la
visión del cadáver de Álzaga expuesto en la plaza pública (he visto, colgado, a un
vencedor), desarrollo similar al de la ironía típicamente trágica de Sófocles, en la fábula
del vencedor narrada en los vencedores no dudan.
En las novelas de Rivera se lee que para escribir la historia nacional no puede
eludirse una referencia a la patria. La patria es, en el origen, una filiación. Los discursos
hablan de los padres o de lo próceres (metáforas de la paternidad como paternidad
colectiva). La diferencia reside en el nombre. El nombre ambiguo, todavía no legalizado
del padre, genera las investigaciones de Reedson. Versus el nombre definitivo del
prócer: ―No hay dos Castelli.‖
Nada que perder introduce la pregunta por la patria al referir la necesidad legal
de la biografía paterna. Algo más: la pregunta también es cuál es la patria de un
argentino judío. La conjunción patronímica también es biográfica. Por eso no parece
casual que en nada que perder se haga explícita alusión a la elección de padres
literarios: Arlt y Borges, los escritores rusos, cronológicamente situados en la historia
de la adquisición de esa escritura. En esta novela Rivera construye un personaje que es
también su padre, ligado al universo de sus textos anteriores. Regresa a la fábrica textil
y para conseguir una pensión es preciso desambiguar el nombre y para eso hay que
biografiar.
La historia de la patria surge como necesidad personal, privada, patrimonial y
desde allí busca la patria colectiva. Estas novelas muestran la verdad política de lo filial:
como al sesgo se introduce a Cufré hijo y Cufré padre en En esta dulce tierra y La
revolución es un sueño eterno, para desarrollar sobre un apellido la matriz/patrix de la
historia nacional. En este caso, ambos personajes comparten una profesión, la medicina
y un mismo desaliento como actitud ante la historia. De algún modo, ese apellido que se
sostiene en dos generaciones padece la frustración de sus ideales traicionados y la
opresión de un régimen.
En La revolución es un sueño eterno, además, ambos extremos generacionales se
traman en torno a la figura de prócer. El padre de Castelli, un inmigrante, es el náufrago
veneciano que viene a instalar la descendencia en la argentina, fundada por patriotas que
no tienen su principio ni sus lares en ese territorio. En su conflicto con la hija, resuenan
las señales del incesto y la traición. En Ángela Castelli se despliega la historia argentina
como metáfora familiar. No elige un hombre solo para la intimidad del matrimonio. Ese
hombre es un enemigo de su padre y de la revolución. La hija reniega del padre y de los
valores de la patria.
La idea de una nación en la que los padres devoran a sus hijos ya estaba presente
en la generación romántica del siglo XIX. Se repite en el desenlace de Los vencedores
no dudan, en el complot que divide al jefe de su subordinado, el vencedor al que alude
el título de la novela, alguien a quien se declara querer como a un hijo. ¿Que quiere
decir, hoy, la palabra patria?‖. Esa es la pregunta lanzada a ese vacío que la traición
filial abre en la novela. En el terreno de los represores, los enemigos, la metáfora
familiar también es útil para mostrar resortes de la historia.

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Claudia Gilman. “Historia, poder y poética del padecimiento en las novelas de Andrés Rivera”, Roland
Spiller (ed.) La novela argentina de los años 80, Lateinamerika-Studien 29, Universitat Erlangen-Nurnberg.
Zentralinstitut (06), Vervuert Verlag, Frankfurt am Main. 1991, pp. 47-64. ISBN: 3-89354-729-0.

Sin embargo, es en Apuestas donde la cuestión ocupa el centro absoluto porque


se trata de la gran grieta en la que el país se ha tragado a una generación. La tragedia
aquí es el quiebre de la posibilidad de descendencia entre padres e hijos. Un hijo que
sobrevive, alcanza a proferir, desde una palabra ya exiliada, desde París, cuando la
novela también está en sus palabras finales, la imposibilidad de reconciliación y la
bifurcación de la patria... ―tenemos dos patrias padre la tuya es una patria de asesinos y
yoyoyovoyavolvervoyavolvervoyavolver para enterrarla.‖ El balbuceo del los
derrotados es amenaza y profecía. Volver para enterrarla.

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