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El mestizaje hispano-norteamericano y el método teológico

Roberto S. Goizueta

La tarea que se propone realizar la teología hispana de Estados Unidos se


fundamenta en una solidaridad práctica con nuestro pueblo, nuestra comunidad, y
en especial con sus miembros más humildes, los hombres y mujeres de
ascendencia latina que son víctimas de una marginación basada no sólo en la
cultura sino también en el idioma, la clase social, el sexo o la raza. Esta tarea fue
definida en la declaración de propósitos formulada por la Academia de Teólogos
Hispanos Católicos de Estados Unidos: "A fin de llevar a cabo su misión, la
Academia trata de apoyar a las comunidades hispanas de Estados Unidos,
ayudándoles a discernir críticamente el impulso del Espíritu en su trayectoria
histórica...".

Entre las muchas tensiones inherentes a esta tarea se cuenta una que, como
ocurre con tantas dimensiones de la vida humana, se presenta como un desafío y
a la vez como una oportunidad. Sugiero en este artículo que, para mostrarse fiel a
su tarea, la teología hispana en Estados Unidos habrá de mantenerse firmemente
enraizada en esta tensión en lugar de intentar resolverla prematuramente.
Sugeriré luego que los teólogos hispano-norteamericanos han de estar dispuestos
a asumir ciertos riesgos.(1) Hemos de permanecer atentos a las ambigüedades
que entraña nuestra misma identidad como "teólogos latinos" o "teólogos hispano-
norteamericanos". Quisiera centrar la atención en esta ambigüedad que brota de
nuestra doble identidad como latinos por un lado y "teólogos" por otro. En los
debates metodológicos, esta cuestión aflora frecuentemente como un
planteamiento acerca de la relación entre teoría y praxis. Al mismo tiempo nuestra
capacidad para abordar eficazmente esta cuestión, como teólogos, hunde sus
raíces en la experiencia de los hispanos en Estados Unidos, y sobre todo en la
dimensión del mestizaje (es decir la mixtura racial y cultural, con sus tensiones
inherentes entre las características raciales y culturales diversas que definen lo
hispano-norteamericano).(2)

Los teólogos hispano-norteamericanos recibimos nuestra primera seña de


identidad de las comunidades hispanas de Estados Unidos, a las que tratamos de
acompañar, al mismo tiempo que intentamos ayudarles a discernir críticamente el
impulso del Espíritu en su andadura. Nuestra teología está fundada en esa praxis
del acompañamiento, es decir, en la solidaridad. La autenticidad de esa praxis es
la que hará que nuestra teología sea auténticamente hispano-norteamericana.
Pero este proceso de acompañamiento ha de incluir una actitud intrínseca de
discernimiento crítico, del mismo modo que toda praxis ha de incluir
intrínsecamente una dimensión reflexiva. Ahí radica ciertamente la diferencia entre
decir que nuestra teología está radicada en la praxis y decir que lo está en la
práctica, ya que este segundo término pertenece al habla común.
Pienso que sería erróneo entender "acompañamiento" o "praxis" como
dimensiones de una experiencia humana opuesta a la reflexión crítica, al análisis o
a la teoría, que a mi juicio encarnan otras tantas dimensiones del discernimiento
crítico. La tentación, siempre presente en las teologías basadas en la praxis, de
repudiar la teoría como intrínsecamente elitista, serviría únicamente, en el caso de
sucumbir a ella, para perpetuar el monopolio de la cultura dominante sobre las
humanidades, las ciencias sociales y las ciencias naturales, así como el
correspondiente control ejercido por las formas instrumentales de la racionalidad
sobre estas disciplinas académicas. La racionalidad instrumental, con sus criterios
epistemológicos utilitarios, promueve la instrumentalización, la objetualización y,
consecuentemente, la opresión de nuestro pueblo. Las instituciones sociales,
políticas y económicas que oprimen a los latinos son las mismas en las que sigue
dominando y funcionando la racionalidad instrumental como elemento legitimador
de esa opresión. En la medida en que rendimos la empresa intelectual a la
metáfora tecnológica dominante que actualmente gobierna esta empresa, estamos
participando en la opresión de los hispano-norteamericanos y otros grupos
marginados. Si nuestra reacción ante la privatización de la empresa intelectual
sobrevenida con el ocaso de la ilustración se limita a admitir que las disciplinas
científicas y humanísticas son irrelevantes en última instancia y carentes de
sentido ante las acuciantes necesidades humanas y sociales de nuestro pueblo,
ello significará dejar el campo libre a los grupos dominantes que por su parte
creen muy firmemente que la empresa intelectual importa mucho de cara a esas
necesidades, pero como instrumento para su represión.

La tarea de la teología hispano-norteamericana no habrá de consistir en


descalificar la razón en favor de la justicia social, sino en denunciar la
irracionalidad de lo que hoy se tiene por razonable, demostrando la racionalidad
intrínseca de un orden social justo. Al afirmar que las cuestiones académicas son
ciertamente algo más que meramente académicas, tratamos de redefinir la misma
razón. Los teólogos hispano-norteamericanos no permitiremos que la autoridad
académica instaurada en este país se arrogue el derecho a definir la naturaleza
del saber o de la empresa académica. No queremos renunciar por desidia a este
derecho, sino que tratamos de encarnar y articular un modelo distinto de
intelectualidad. El hecho de que el saber haya sido tantas veces distorsionado y
manipulado para ponerlo al servicio de los intereses de una minoría no ha de
amedrentarnos ni obligarnos a una retirada, del mismo modo que el hecho de que
las llamadas a luchar por la libertad y la justicia hayan sido utilizadas muchas
veces para legitimar la opresión tampoco nos absuelve de la responsabilidad de
seguir luchando por la libertad y la justicia.

Para nosotros, teólogos hispano-norteamericanos, es de especial importancia


insistir en la unidad dialéctica de praxis y teoría, dada la fuerza que tienen ciertos
estereotipos vigentes en Estados Unidos Mientras sigamos proyectando la actitud
de que la lucha por la justicia no se aviene con las demandas de la razón, de que
esa lucha no es otra cosa que un acto existencial de la voluntad, estaremos
concediendo a la cultura dominante su principal argumento contra nosotros, a
saber, que nosotros, al igual que todos esos "tipos latinos" tenemos buenas
intenciones, pero en definitiva no somos otra cosa que unos idealistas
emocionales e irracionales. Y lo que es más importante, estaremos concediendo
implícitamente que el mandato del amor al prójimo es también irracional en sí
mismo y, por consiguiente, no razonable. Es cierto que las exigencias del amor y,
en consecuencia, las exigencias de la praxis quizá sean en última
instancia transracionales, puesto que trascienden la razón, pero no son
irracionales, pues no contradicen a la razón. Hombres y mujeres de ascendencia
latina habrán de demostrar que, muy al contrario, el sendero de la justicia es el
único racional, el único razonable que podemos seguir, como individuos y como
sociedad.

Caracterizar el amor y la justicia como imperativos no relacionados con la razón o


incluso opuestos a ella presupone una antropología reduccionista que en definitiva
resulta degradante para la persona humana, especialmente cuando ésta ha sido
marginada. Imponer una dicotomía a la relación praxis- teoría terminaría
simplemente por imponer a la experiencia hispano-norteamericana el dualismo
espíritu-cuerpo que durante siglos trató de abolir la integralidad de la cultura de los
latinos. Por otra parte, esa visión distorsionada no serviría sino para reforzar la
identificación estereotipada de las culturas anglosajonas con el espíritu (por
ejemplo: literatura, saber, ciencia, tecnología) y de las latinas con el cuerpo (por
ejemplo: fiestas, rituales, hedonismo, glotonería, regocijo). No es casual que,
incluso en nuestros días, muchos miembros de la minoría intelectual
norteamericana se nieguen a reconocer el español como "lengua científica".

Si bien la visión totalizante del mundo propia de los hispanos es uno de los rasgos
que más nos ennoblecen como pueblo y a la vez una de las más valiosas entre
nuestras aportaciones a la sociedad norteamericana, habremos de evitar la
tentación de resistir al racionalismo abrumador de la cultura dominante
rechazando o desvalorizando la empresa intelectual en sí. Honradamente, no
podríamos exigir a los niños y adolescentes de ascendencia latina su asistencia
regular al colegio para adquirir una educación evidenciando al mismo tiempo una
actitud contraria a la indagación intelectual al definirla como una empresa elitista.
Como teólogos hispano-norteamericanos, si dejamos traslucir una postura
antiintelectual, en que la praxis no fundamenta sino que suplanta a la teoría,
estaremos participando en la opresión de los hombres y mujeres de nuestro
pueblo, tratados como bestias de carga precisamente porque se niega que posean
capacidad intelectual. No olvidemos que la sociedad que relega a los hispanos a
los campos y a los talleres es la misma que idealiza nuestras fiestas y nuestra
música. Esos dos estereotipos niegan nuestra genuina humanidad al reducirla a
una sola de sus dimensiones, en primer lugar nuestros cuerpos materiales y, en
segundo lugar, nuestros sentimientos, de modo que el Espíritu no aparece por
ninguna parte.

Finalmente, cuando se combinan estos dos estereotipos, la bestia de carga y el


despreocupado, divertido e indolente hispano, tenemos a nuestro amigo Juan
Valdez, el de los anuncios televisivos del café de Colombia. En medio de una dura
jornada bajo el sol ardiente, se las arregla para conservar la sonrisa y su
inmaculada camisa blanca. Su aspecto feliz y su sonrisa, sus ropas de labor sin
una sola arruga, sugieren que Juan encuentra en su trabajo todo el placer y el
gozo que su corazón podría soñar. El mensaje está claro: el trabajo en el campo
es la fiesta. Los dos estereotipos predominantes no son sino las dos caras de la
misma moneda: el emigrante ''espalda mojada" es el alter ego del parrandero.

Al censurar la perpetuación de esos dos estereotipos tan destructivos, los teólogos


hispano-norteamericanos afirman la plena humanidad de los hombres y mujeres
de ascendencia latina. Para conseguir nuestro empeño no rechazamos el valor de
la empresa intelectual ni aceptamos la forma en que la entiende la cultura
dominante. En lugar de esto tratamos de recuperar el significado crucial de esa
empresa redefiniéndola desde sus raíces en el contexto de la lucha que mantienen
nuestras comunidades. Afirmamos, en consecuencia, que nuestra decisión de
caminar junto a las comunidades hispano-norteamericanas incluye un proceso de
reflexión crítica, y nuestra reflexión surge en ese mismo proceso de
acompañamiento.

La expresión "reflexión crítica", sin embargo, introduce inmediatamente una cierta


ambigüedad en nuestra tarea, pues la posibilidad misma de la crítica presupone
un cierto grado de desidentificación o distanciamiento epistemológico. Nuestra
formación teológica ya nos ha "distanciado" en cierto modo de nuestras
comunidades originales, pero esa misma distancia hace también posible la misma
"reflexión crítica" por la que vivimos nuestra particular vocación teológica dentro de
esas comunidades, independientemente de que en ellas actuemos como
maestros, pastores, catequistas, organizadores o consejeros.

Nuestras teología, por consiguiente, ha de atender a dos series de criterios


metodológicos, los derivados de la relación fundamental e histórica que nos une a
nuestro pueblo y los que se deducen de nuestra relación adoptiva y profesional
con el mundo de la investigación teológica. Pero nuestra responsabilidad primaria
es la que tenemos para con nuestro pueblo, cuyas luchas son nuestro locus
theologicus. Estamos llamados a articular la significación teológica del dolor y la
esperanza de nuestro pueblo, tal como se expresan, por ejemplo, en la
religiosidad popular y en la experiencia del mestizaje dos ámbitos en los que
tenemos la oportunidad de reconocer no simplemente las consecuencias de la
violencia y la opresión, sino la encarnación misma de la esperanza inquebrantable
de nuestro pueblo, pues si bien nuestro mestizaje es consecuencia de siglos de
abuso, violencia, exilio forzado y conquista, es a la vez un símbolo de esperanza,
el nacimiento de una nueva realidad histórica surgida, como la mítica ave fénix, de
las cenizas de la historia.

Los teólogos hispano-norteamericanos tratan de articular esa esperanza y la


esgrimen contra el fatalismo nihilista de la cultura dominante, que durante siglos
ha tratado de quebrantar a nuestro pueblo. A este fin enderezamos todos nuestros
recursos, incluidos los intelectuales. Nuestras comunidades nos harán en última
instancia responsables no sólo de nuestra disposición a identificarnos con ellas en
sus luchas, sino también de nuestra capacidad de poner nuestra formación y
nuestras habilidades al servicio de ese mismo combate. Para asegurar una
auténtica solidaridad con nuestras comunidades latinas no dejaremos de lado
nuestras capacidades teológicas críticas para dedicarnos a la búsqueda ilusoria de
un cierto tipo de "praxis" que, divorciada de la teoría, existe sólo en teoría. Por el
contrario, como teólogos hispano-norteamericanos, hemos situado esas
capacidades en el centro de nuestra praxis de solidaridad. En la medida en que,
para conseguirlo, hemos tenido que distanciarnos en cierto modo de nuestras
comunidades, éstas nos lo perdonaran únicamente si nos entregamos en cuerpo y
alma a un esfuerzo por dar lo mejor de nosotros mismos. Los pobres merecen
contar con la mejor investigación teológica. Si les demos algo que no esté a esa
altura o nos desentendemos de la búsqueda de la mejor cualificación profesional
como si no tuviera valor alguno a la vista de las exigencias de la praxis, será como
despreciar a los millones de hombres y mujeres de ascendencia latina que se
debaten contra unos obstáculos insuperables en demanda de un nivel decoroso
de educación. En resumen, enfrentar la teoría con la praxis es tanto como mirar la
experiencia de la solidaridad y la noción de praxis a través de los cristales de un
dualismo cartesiano absolutamente ajeno a nuestra experiencia de hispanos,
gente a la vez de cuerpo y Espíritu, latinoamericanos y a la vez norteamericanos.

Aun así, el hecho de que no seamos "teólogos" en abstracto, sino teólogos


hispano-norteamericanos, identificados con nuestras comunidades marginadas,
significa que entendemos ese "lo mejor de nosotros mismos" de modo
radicalmente distinto de como se entiende en los ambientes teológicos
norteamericanos en general. Nosotros lanzamos un reto a la forma habitual de
entender la competencia intelectual, el rigor científico y la reflexión crítica.
Estamos contra las epistemologías y las metodologías ahistóricas, racionalistas y
conceptualistas. La experiencia del mestizaje, de la existencia en los márgenes de
unas culturas diferentes, pero sin pertenecer plenamente a ninguna de ellas, ha
generado en nosotros una desconfianza instintiva ante cualquier paradigma
epistemológico con pretensiones de universalidad. Acostumbrados a percibir la
realidad desde diferentes y a veces contradictorias perspectivas culturales, hemos
desarrollado una visión "binocular" que relativiza instintivamente todos los
enfoques monoculares de la realidad.

Una teología hispano-norteamericana, por consiguiente, estará fundamentada en


la praxis de las comunidades latinas de Estados Unidos como tales comunidades
mestizas que por ello mismo representan un desafío radical a cualquier tipo de
totalitarismo. También cuestionamos el individualismo atomista subyacente al
concepto que de sí mismos tienen muchos científicos norteamericanos, surgido de
una epistemología dualista demasiado proclive a enfrentar al individuo con la
sociedad, la comunidad con la institución, el afecto con la razón, la moral con la
inteligencia, la subjetividad con la objetividad y la fe con la religión, en un intento
de refugiarse en unas dicotomías conceptualistas y en una huida de las exigencias
siempre ambiguas y a la vez acuciantes de la historia humana. Como mestizos,
captamos instintivamente la realidad como un "esto y aquello" en lugar de un "o
esto o lo otro". Así, cuando afirmamos que nuestra teología está basada en la
experiencia de las comunidades hispanas de Estados Unidos, no hacemos otra
cosa que afirmar con plena conciencia nuestra condición de seres encarnados,
sociales, que no existimos ni como espíritus desencarnados y ahistóricos ni como
individuos aislados y atomizados. Con esta actitud estamos incitando a los
teólogos euro-americanos a hacer lo mismo, a proclamar su propia historicidad y a
reconocer la particularidad de sus propios apriorismos epistemológicos. Al mismo
tiempo estamos cuestionando la perspectiva dominante de que la actividad
científica ha de ser de carácter fundamentalmente individual y desarrollarse en el
aislamiento con respecto al resto de la comunidad. Por el contrario, la comunidad
es el suelo en que hunde sus raíces el individuo.

Nuestra tarea, por consiguiente, se extiende más allá de los límites de nuestras
comunidades hasta abarcar toda la sociedad. Si es absolutamente obligado que
nuestras primeras manifestaciones se produzcan dentro de nuestras comunidades
latinas y entre ellas, también es preciso que no nos contentemos en definitiva con
hablar únicamente entre nosotros, sea como latinos sea como teólogos. Pero
nunca causaremos un impacto en las teologías dominantes o, para el caso, en
nuestras sociedades a menos que seamos escuchados, y no seremos escuchados
-o, más exactamente, no seremos realmente escuchados- a menos que
demostremos que somos "dignos" de ser oídos, cosa que no conseguiremos a
menos que, de algún modo, satisfagamos los criterios que habitualmente se
aplican para instaurar precisamente el tipo de reflexión teológica que merece la
pena escuchar, aun en el caso de que nosotros mismos cuestionemos firme y
abiertamente la validez de tales criterios. Ahí está la carga de la historicidad.
Donde no hay comunicación ni se da un punto de contacto, no puede haber
conversión. Podrá haber coerción, pero no conversión. Y no necesitamos que
nadie nos recuerde que el punto de contacto entre el cielo y la tierra, la
comunicación definitiva entre Dios y la humanidad, el símbolo consecuentemente
de la conversión es la cruz.

Del mismo modo que la cruz ocupa el centro de la religiosidad popular de nuestras
comunidades, los teólogos hispano-norteamericanos estamos llamados a aceptar
frontalmente el significado que tiene la cruz para nosotros mismos, y no sólo como
hispano-norteamericanos, sino aún más específicamente como teólogos hispano-
norteamericanos. Y lo que es más importante, estamos llamados a aceptar
frontalmente la misma cruz, a vivir en tensión entre las diversas culturas que
abarca nuestro mestizaje, sin resolver prematuramente esa tensión; estamos
llamados a vivir en la tensión entre nuestra solidaridad con las comunidades
hispano-norteamericanas y nuestra responsabilidad de llevar esta solidaridad, esta
"opción preferencial por los pobres" hasta el enfrentamiento efectivo con la cultura
dominante, una confrontación que en definitiva provoca la conversión. Si lo
conseguimos, es de esperar que se nos criticará desde todos lados, pues la
minoría intelectual nos considerará unos activistas desmesurados, mientras que la
minoría activista nos verá como excesivamente intelectuales, de modo que no nos
aceptará ninguno de los dos grupos. Sin embargo, puede que esa aceptación
abierta y honrada del dilema nos confiera una gran fortaleza intelectual y espiritual.
Pues del mismo modo que no somos exclusivamente ni latinoamericanos ni
norteamericanos, tampoco seremos exclusivamente intelectuales o activistas. Así,
la experiencia del mestizaje, que nos ha enseñado a rechazar las dicotomías
fáciles, se convierte en fuente de fortaleza en la lucha por la liberación.

Sólo si somos capaces de evitar por igual las tentaciones del elitismo intelectual
por una parte y del activismo crítico por otra nos mantendremos fieles a nuestros
orígenes, las comunidades hispanas de Estados Unidos, lo que nos permitirá
desarrollar una auténtica "teología de conjunto", una teología de colaboración. Es
muy posible que ese logro nos parezca en un primer momento una victoria pírrica,
puesto que tendrá un precio, el que ha de pagar todo aquel que toma en serio la
existencia humana y los seres humanos. Es fácil escaparse al mundo de las ideas
para buscar en él la seguridad que no puede darnos un mundo sacudido por la
turbación y la injusticia. También es igualmente fácil escapar hacia el mundo del
activismo para encontrar en él la seguridad que no es capaz de proporcionarnos la
reflexión crítica con sus continuos interrogantes. Lo difícil es reconocer esas
alternativas como falsas y rechazarlas, pues niegan nuestra misma humanidad al
rechazar, alternativamente, el cuerpo o el Espíritu. Como teólogos hispano-
norteamericanos rechazamos esas dos alternativas a fin de desarrollar una
genuina "teología de conjunto".

No se trata en modo alguno de elegir una "vía media" sino, al contrario, un camino
verdaderamente radical, ya que no es el camino de una teoría abstracta de la
praxis que, por su condición misma de conceptualista o pragmática, resultaría en
definitiva reduccionista. Nuestro camino, por el contrario, ha de ser el de la praxis
humana. Si no conseguimos desarrollar una reflexión rigurosa y crítica que nos dé
la seguridad de que nuestra praxis social transformante es consciente y
responsable, terminará por volverse irreflexiva e irresponsable, hasta perder toda
su capacidad liberadora. Si, por otra parte nuestra reflexión no esta firmemente
enraizada en la experiencia histórica de las comunidades hispanas de Estados
Unidos, en nuestra experiencia del mestizaje y en la religiosidad popular a través
de la cual viven su fe nuestras comunidades, traicionaremos a nuestro pueblo y
nos convertiremos en cómplices de su opresión.

Tenemos ante nosotros un camino indudablemente difícil, entre otras razones


porque aún está por trazar. Ser hispano-norteamericano equivale a transformar
nuestro mestizaje, de signo de marginalidad, por simbolizar el hecho de que no
somos una "raza pura", en signo de esperanza, capaz de simbolizar las riquezas
humanas latentes en nuestro universo multicultural. Los rasgos de nuestra
condición de mestizos simbolizan el futuro de Estados Unidos y también el futuro
de la humanidad. La constante marginación de los hispano-norteamericanos, por
consiguiente, representa nada menos que el rechazo fatalista de toda esperanza.
Esa marginación refleja una insistencia larvada en que una de dos, o el futuro es
tan "puro" como lo fue el pasado o no habrá ningún futuro en absoluto.

Mientras los teólogos hispano-norteamericanos luchamos por articular una


identidad frente a la xenofobia, no dejamos de reconocer la deuda contraída con
los muchos que han emprendido esta misma tarea, con los demás grupos
marginados, los afroamericanos, los indígenas americanos, las mujeres y en
especial los latinoamericanos, que han influido en nosotros y con los que
caminamos en solidaridad. Pero sobre todo estamos en deuda con nuestro
pueblo, cuya fe, esperanza y amor frente a tantas tribulaciones son todavía la
fuente de nuestra fortaleza. Unidos todos, "en conjunto", abriremos un nuevo
camino hecho no sólo de los despojos del imperialismo genocida, sino también de
las memorias subversivas de las víctimas. Entregados a esta lucha, no nos echará
atrás sino que nos dará ánimos la responsabilidad que sobre nosotros pesa como
individuos que nos apoyamos en la fortaleza de esos gigantes del Espíritu que son
nuestros hermanos y hermanas hispano-norteamericanos. No podemos tan
siquiera imaginar la posibilidad de echarnos atrás, de negarnos a emprender la
marcha por ese camino que abriremos con nuestras pisadas, pues renunciar a tal
responsabilidad equivaldría a entregar rendida nuestra misma humanidad. Nuestro
esfuerzo por vivir en plenitud nuestra condición humana en medio de una cultura
que por tantos motivos nos resulta extraña nos ha enseñado a los teólogos
hispano-norteamericanos el significado existencial de la verdad expresada en los
versos del poeta Antonio Machado:

Caminante, son tus huellas


el camino, y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Y así cobramos ánimo.

Notas:
(1) Algunos párrafos de este artículo están tomados de mi alocución
presidencial a la Academia de teólogos Hispanos Católicos de Estados Unidos,
pronunciada en junio de 1990, que fue publicada en el vol. 2/1 (1990) 4-6, del
noticiario de la Academia
(2) Este término ha sido definido y analizado por Virgil Elizondo. Cf. en especial
sus obras Mestizaje: The Dialectic of Cultural Birth and the Gospel (San Antonio
1978); Galilean Journey: The Mexican-American Promise (Maryknoll, Nueva York
1983); The Future is Mestizo: Life Where Cultures Meet (Bloomington, Ind. 1988).
Este término, si bien técnicamente se supone referido a la mezcla de culturas y
razas mesoamericanas y europeas, hoy es utilizado entre los hispanos de
Norteamérica en un sentido más genérico, de forma que incluye también, por
ejemplo, la mezcla de culturas y razas africanas y europeas (técnicamente
"mulatos"), así como lo que Elizondo llama el "segundo mestizaje", es decir, la
confluencia de culturas latinoamericanas y norteamericanas.

ROBERTO S. GOIZUETA nació en Cuba el año 1954. Estudió ciencias políticas


en la Universidad de Yale y obtuvo el máster y el doctorado en teología por la
Marquette University. Fue presidente de la Academia de Teólogos Hispanos
Católicos de Estados Unidos y actualmente es profesor asociado de teología en la
Loyola University de Chicago. Ha desempeñado también el cargo de codirector del
Aquinas Center of Theology de Nueva Orleans. Además de numerosos artículos
en el área de la teología hispánica de Estados Unidos, ha publicado "Liberation,
Method, and Dialogue: Enrique Dussel and North American Theological
Discourse", (1988), y ha dirigido "We Are a People! Iniciatives in Hispanic-
American Theology", (1992).

Dirección: Department of Theology, Loyola University of Chicago, 6525 North


Sheridan Rd., Chicago, 111. 60626 (Estados Unidos).

(Traducido del inglés por Jesús Valiente Malla).

Aparición original en «Concilium» 248-250(1993)601-611

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