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El problema del tiempo en el cuento «Acaso irreparable» de

Mario Benedetti
Ewald Weitzdörfer (Universidad Franchoschuele Kempten, Alemania)

El anuncio, totalmente normal y corriente, del aplazamiento de un vuelo


por 24 horas: «Las Líneas Centroamericanas de Aviación postergaban por
veinticuatro horas su vuelo número 914», que suena por los altavoces del
aeropuerto, introduce la temática del cuento. Veinticuatro horas de espera en el
aeropuerto son, por cierto, un poco desagradables, pero con las medidas
correspondientes de la compañía aérea, como alojamiento en hoteles y
comidas en restaurantes, todavía no constituyen una tragedia. Sin embargo, si
se anuncia otro aplazamiento del vuelo, primero de tres horas y luego hasta el
día siguiente, el lector siente como se aleja paulatinamente del terreno de la
normalidad y cómo surge en él una congoja parecida a la que experimenta en
las novelas de Kafka.

Esto le pasa a Sergio Rivera de Montevideo, que se encuentra durante un viaje de


negocios en Europa, en un país al que se alude brevemente como «este país eslavo» (p.
165) y del cual se sabe que hay nieve y que hace mucho frío. Después de esta situación
de iniciación Rivera entra, al igual que el señor K. de las novelas de Kafka, en un
mundo nuevo y misterioso que funciona según sus propias reglas, que no se suelen salir,
sin embargo, del ámbito de las trivialidades cotidianas que una larga espera en el
aeropuerto conlleva: recoger bonos en la taquilla de la compañía aérea, buscar su
habitación en un hotel, comer en un restaurante, sentarse en un salón y observar a otros
viajeros, cuya conversación banal interrumpe de vez en cuando la monotonía de la
espera. En la medida en que esta nueva realidad está estableciéndose en primer plano y
es aceptada por Rivera como elemento central de su existencia, su vida anterior (su
mujer Clara, su hijo de cinco años Eduardo, sus compañeros de negocios Kornfeld,
Brunelí, Fried y..., los nombres de los cuales olvida poco a poco) se está alejando hacia
el fondo. Incluso su propia identidad se pone en duda cuando, en una conversación con
la pequeña Gertrud, se hace pasar por Karl: «Rivera decidió que presentarse como
Sergio era lo mismo que nada, y entonces inventó... «Karl» (p. 179). Al principio, todo
hay que decirlo, había fastidiado a Rivera el aplazamiento del vuelo, sobre todo, porque
había visto en peligro sus operaciones comerciales; pero, a lo largo de la trama, asimila
cada vez mejor la nueva situación, así que puede reírse al darse cuenta de que ya ha
olvidado dos de los nombres de los compañeros de negocios:

Cuando quiso reorganizar la nómina de entrevistas a cumplir, se


encontró con que se acordaba solamente de dos nombres: Fried y
Brunelí. Esta vez el olvido le causó tanta gracia que la solitaria
carcajada sacudió la cama y le extrañó que en la habitación vecina
nadie reclamara silencio (p.172).
Esta metamorfosis del protagonista se lleva a cabo en un primer momento
ante un fondo obviamente cronológico y realista de postergaciones del vuelo:
«24 horas-martes 5 'en principio' para las 11 y 30 -12 y 15- nueva
postergación probablemente de tres horas mañana a las 12 y 30», lo que
corresponde a una espera de lunes día 5 hasta miércoles día 7 de un mes
cualquiera.

Pero luego, la estructura del tiempo pierde gradualmente el hilo. Ya no armoniza con
el sentimiento temporal de Rivera y, habiéndose liberado de él, parece asumir su propia
vida:

Estuvo un rato pensando en su hijo, y de pronto, con cierto estupor,


advirtió que hacía por lo menos veinticuatro horas que no se acordaba
de su mujer. Cerró los ojos para imponerse el sueño. Hubiera jurado
que sólo habían pasado tres minutos cuando, seis horas después, sonó el
teléfono y alguien le anunció, siempre en inglés, que el omnibus los
recogería... (p.170)

También las indicaciones acerca de los aplazamientos del vuelo se hacen


cada vez más imprecisas: «mañana, en hora sin determinar» (p.171), y
finalmente, empiezan a tambalearse por lo visto hasta el orden de días y
meses: «en vez de jueves 7, (el almanaque) marcaba miércoles 11» (p.173).
Según el esquema temporal del principio del cuento el día 11 tendría que caer
en lunes; por lo tanto sólo se puede tratar de otro mes o de otro año. Después
de una experiencia así, la hoja del almanaque (lunes 7) que cae en manos de
Rivera algo más tarde ya no tendrá ningún sentido: «La fecha... era tan
descabellada, que decidió no darle importancia» (p.174). Sólo tiene valor para
Rivera su existencia de pasajero de avión en espera de salir.

Este tipo de vida le culmina de una gran dicha que no sabe explicar.
Leemos por ejemplo que después de una cena en el hotel «su alegría era
decididamente inexplicable» (172). Se siente repuesto en la despreocupación
de la niñez: «experimentó un bienestar semejante a cuando era niño» (172) y
se conmueve hasta llorar en su agradecimiento, cuando piensa en lo buena que
es la compañía aérea, que le facilita todo esto; «consagró cinco minutos a
reconocer la bondad de la Compañía que financiaba tan generosamente la
involuntaria demora de sus pasajeros. 'Siempre viajaré por LCA' (539) murmuró
en voz alta, y los ojos se le llenaron de lágrimas» (173).

Esta repetida «involuntaria demora. Demora involuntaria» (173) se hace el


núcleo de su existencia: «Sergio escuchó esas dos palabras y se sintió renacer.
Quizá era eso lo que siempre había buscado en su vida» (173) De esta manera,
nace a una vida nueva y tiene el sentimiento de haber logrado la meta de sus
deseos y aspiraciones terrestres, que se concretizan en un desprendimiento
total del tiempo. Mientras su vida anterior estaba caracterizada por «urgencia
involuntaria, prisa deliberada, apuro, siempre apuro» (173), o sea, por los
inconvenientes del tiempo, puede gozar ahora de cosas sin importancia, como
por ejemplo los letreros en el aeropuerto: «Sortie, Arrivals, Ausgang, Douane,
Departures...» (173) con una serenidad celestial, que hace pensar en los
muertos en el cementerio del tercer acto de la obra teatral de Thornton
Wilder Our Town. En esta obra del autor norteamericano presenciamos el funeral de
la joven Emiliy, que había muerto en el parto de su segundo hijo. Cuando la comitiva
fúnebre llega al cementerio, Emiliy se separa de los vivos y se incorpora al mundo de
los muertos. Éstos, al igual que Rivera, están disfrutando de las cosas triviales y sin
importancia al comentar el tiempo:

Algo más frío que antes... Sí, la lluvia ha traído el frío. Estos vientos
del noreste hacen siempre lo mismo, ¿verdad? Si no llueve hace un
vendaval de tres días. A lo mejor el tiempo se aclarará hasta la noche,
muchas veces es así(540).

No les importa la tragedia de la muerte de una mujer joven. Emiliy, quien,


como Rivera, se encuentra entre la vida y la muerte, desea que este estado
transitorio pase cuanto antes. Dice: «Me gustaría haber estado aquí desde hace
mucho tiempo. No quiero ser nueva aquí»(541) y pregunta con impaciencia a
«los muertos con experiencia» cuándo «llegará el momento de sentirse uno de
ellos»(542). A lo que su suegra muerta, la señora Gibbs, contesta: «Sólo hay que
esperar y ser paciente»(543). Rivera obviamente ya ha esperado lo suficiente
para estar contento de haber dejado su vida de todos los días tras de sí: «Se
probó a sí mismo tratando de recordar algún nombre, uno sólo, y se
entusiasmó como nunca cuando verificó que ya no recordaba ninguno» (174).
Por eso, no le puede interesar mucho el avión averiado en la pista de
despegue, rodeado por los técnicos como un enfermo en estado grave por el
equipo de médicos y enfermeras: «De vez en cuando una voz, siempre
femenina, anunciaba la llegada de un avión, la partida de otro. Nunca, por
supuesto, del vuelo 914 de LCA, cuyo paralizado, invicto avión seguía en la
pista, cada vez más rodeado de mecánicos en overalls, largas
mangueras, jeeps que iban y venían trayendo o llevando nuevos operarios, o
tornillos u órdenes» (174).

A pesar de los esfuerzos de los mecánicos no queda mucha esperanza de una posible
reutilización próxima del aparato o, para volver a la imagen del enfermo, de un
restablecimiento inminente del paciente. El título del cuento «Acaso irreparable» parece
corroborar esas sospechas. Sin embargo, cosas de esta índole pertenecen a un mundo
que ya no es el mundo de Sergio Rivera y que, por consiguiente, no puede preocuparle.
Sólo una vez más, su nueva existencia roza su vida anterior, cuando Sergio percibe la
presencia de su hijo, ahora ya mayor, con una chica en el aeropuerto ante el fondo
acústico de los usuales anuncios de los altavoces. Los dos jóvenes habían venido a
Europa para una estancia más larga en Viena y Nuremberg respectivamente. Durante la
escala en este aeropuerto intercambian sus direcciones. Cuando la chica se entera de que
Eduardo Rivera se quedará un año entero en Viena, exclama: «¿Y tu viejo no protesta?»
(175). A esta pregunta sigue el final sorprendente del cuento:
El muchacho empezó a decir algo. Desde su sitio, Sergio no pudo
entender las palabras porque en ese preciso instante el parlante (la
misma voz femenina de siempre, aunque ahora extrañamente cascada)
informaba: «LCA comunica que, en razón de desperfectos técnicos, ha
resuelto cancelar su vuelo 914 hasta mañana, en hora a determinar».
Sólo cuando el anuncio llegó a su término, la voz del adolescente fue
otra vez audible para Sergio: «Además, no es mi viejo sino mi
padrastro. Mi padre murió hace años, ¿sabés?, en un accidente de
aviación (175).

Las palabras finales del cuento corroboran la interpretación filosófico-


ontológica. Benedetti no quiere que el ambiente de su cuento sea un mundo
neofantástico al estilo de Kafka; más bien, intenta dar una respuesta poética a
la pregunta. «¿Cómo es la transición del ser al no-ser, o de la temporalidad a
la eternidad?» Alarga, en cierto modo, los últimos momentos de una vida que
termina bruscamente en un accidente aéreo, de manera que se puede distinguir
esta situación extrema de la vida con toda claridad. En estos momentos, los
últimos detalles de la vida que rodean al moribundo ganan una importancia
inusitada y de mucho peso. Este hecho se explica por el deseo de la criatura de
aferrarse a la existencia que está extinguiéndose. Por otra parte, todo lo que
antes tenía importancia para el hombre pasa a un segundo término ante el
hecho de la muerte. Solamente algunos recuerdos inciertos de una lejana
infancia radiante parecen mezclarse entre los sentimientos del hombre y
acompañan el proceso en el que el círculo de la vida humana se cierra desde el
no-ser, a través del ser hacia el nuevo no-ser. En el caso de Thornton Wilder,
para volver a la obra del autor norteamericano, ese asirse de la criatura a la
vida se muestra de una manera más concreta y detallada. Emily no está
contenta con algunos recuerdos inciertos de su infancia, quiere vivir otra vez
un día entero de su vida: su 12 cumpleaños. Los otros muertos no se lo
aconsejan, pero ella quiere, a pesar de todo, y tiene que volver al cementerio,
frustrada, porque una verdadera comunicación no parece posible en la vida de
este mundo.

Después de tal experiencia y desde su perspectiva desde el más allá, la vida


parece haber perdido toda su importancia. Así, sentada al lado de su suegra,
hace el siguiente comentario sobre la vida de los hombres en la tierra: «No
entienden mucho, ¿verdad?» a lo que la señora Gibbs asiente: «No, querida,
muy poco»(544).

Benedetti no da una respuesta religiosa, teológica a la pregunta por las


postrimerías. No puede ofrecer el consuelo de una religión. En su filosofía no
caben ideas de una vida después de la muerte. Sin embargo, el
desvanecimiento de la vida no tiene nada de espantoso para él, es más bien
algo sereno, si no una redención, al menos una liberación de lo terrenal para
entrar en este deserto amplissimo, la tenebra divina, el silenzio muto,
la uniune ineffabile o quell'abisso, en el que Umberto Eco hace perderse el
ánima del protagonista de su novela Il nome de la rosa(545).

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