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El peronismo y la violencia
Pablo Mendelevich
M auricio Macri siempre dijo que el camino estaba lleno de piedras, pero no avisó
que éstas serían arrojadas en su contra, en dirección al Congreso, por enmascarados
incontrolables. Piedras es un decir, una concesión piadosa. Cascotes, baldosas, pedazos
de monumentos, munición producida al instante, elaboración propia, para
complementar Molotovs, armas tumberas y pirotecnia apuntada para causar daño.
Violencia con algo de pretensión ideológica y algo de ese arrojo anárquico que exuda
cualquier motín carcelario.
Haya sido ahora militante, rentada o tercerizada, la violencia política es una vieja
conocida en la Argentina. Sólo admitirla en el paisaje de la democracia ya es volver para
atrás. Y vaya si acá fue admitida que casi ningún opositor la condenó. Una perversidad
resguardarla bajo el envoltorio de la protesta, glándula vital de la democracia. Otro
diciembre de furia y pena que evoca aquella frase de Aldous Huxley: "La más grande
lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia".
Con una crudeza inapelable que los diputados se perdieron por tener que sesionar, el
lunes la televisión renovaba postales de 2001 que nadie hubiera querido ver en otro
formato que no fuera el de un documental. Nadie, se entiende, exceptuados los que esa
tarde pensaban conquistar el Palacio Legislativo de una, ahorrándose el trámite de lidiar
por años en los tedios de la política. En realidad su meta no era ocupar las bancas sino
desalojarlas.
El primer estallido ocurrió 53 días después de que el gobierno ganara en forma rotunda
las elecciones. Gracias al respaldo popular obtenido en las urnas el presidente Macri
venía de hacer un acuerdo sin precedentes con casi todos los gobernadores. Es decir,
con la parte de la oposición que administra poder real. Dos de cada tres gobernadores
son peronistas. En 2001 De la Rúa venía de perder las elecciones intermedias (en las
cuales, además, había sido repudiado el sistema como nunca antes). La economía iba de
mal en peor -ahora la tendencia es la inversa- y el presidente, que arrastraba la crisis de
la coalición gobernante abierta con el portazo del vicepresidente Chacho Alvarez, no
había tejido con el peronismo ningún entendimiento, al punto que éste le había
arrebatado la presidencia provisional del Senado.
A Macri le tocó, es cierto, un peronismo con características que nunca antes habían
confluido: acéfalo, dividido y sin libreto. Derrotado ya había estado, hasta fue bicéfalo,
pero el peronismo sin líder reconocido por la mayoría (ni casting para tenerlo pronto),
sin proyecto y con una CGT colegiada y dubitativa, eso sí es una novedad. Más todavía
con un accesorio de usos múltiples, Cristina Kirchner, líder de una facción interna tan
importante como repelida por casi todo el no peronismo en primer lugar y, más
ambiguamente, por el peronismo no kirchnerista en segundo lugar, acorralada como
está por la Justicia bajo cargos tan graves como haber robado dineros públicos y haber
cometido traición a la patria. Siempre rico en paradojas, el peronismo de hoy tiene como
mayor recolectora de votos y como máxima piantavotos a la misma persona. Que es
senadora y que ni bien volvió a la cámara el bloque peronista se la sacó de encima y la
mandó a hacer rancho aparte, mientras le aseguraba blindaje institucional para que la
Justicia no la meta presa.
¿Cómo se vincula esto con la violencia del jueves y del lunes? Es que también ella fue la
mentora, la inspiradora, la patrocinante o quien, en definitiva, consagró en la política
grande (ya no en el petardismo lateral de la izquierda radicalizada) el uso de la
violencia. Por cierto que Cristina Kirchner no lo inventó. Lo que ella hizo fue incrustar
en la democracia un comportamiento que el peronismo frecuentó cuando estaba
proscripto.
Durante los 17 años que Perón pasó en el exilio, el peronismo desarrolló lo que llamó la
Resistencia, que incluía tomas de fábricas, sabotajes, bombas, distintas formas de
violencia, en fin, que algunos selectos grupos tradujeron en lucha armada. La
desestabilización de los gobiernos, cuando no el golpismo desembozado, subyacían en la
acción política, que se legitimaba, según la óptica de los peronistas, por la condición de
perseguidos, sin importar demasiado que en el poder hubiera una dictadura o un
gobierno surgido de las urnas. Los presidentes Frondizi e Illia padecieron el acecho,
aunque hoy las corrientes historiográficas del peronismo les tributan a ambos, en
especial al primero, un respeto tardío. La relación del peronismo con la violencia ganó
volumen a comienzos de los setenta, cuando el propio Perón fogoneó las "formaciones
especiales" para desgastar a la dictadura de Lanusse. Poco después, al volver del exilio
como un "león herbívoro", el general no conseguiría desmontar el monstruo que había
inflado. Fue cuando echó de la plaza a los "estúpidos e imberbes", también el origen de
contrasentidos como la guerrilla peronista puesta a luchar contra un gobierno peronista.
Nunca el peronismo revisó nada de eso ni volvió a hablar de López Rega ni de la Triple A
ni del origen del terrorismo de estado. Maniqueos, cultivadores de antinomias in vitro,
los Kirchner dividieron el Bien y el Mal sobre la base de la palabra dictadura y
embotellaron la historia de los setenta azucarando el papel de la guerrilla peronista sin
entrar en detalle alguno. Esas reminiscencias acríticas, esos trazos gruesos, con
espejismos groseros, son los que le permitieron a Cristina Kirchner instalar, para deleite
de los suyos, a Macri en una especie de Eje del Mal.
Los diputados de su bloque, que en forma reiterada pidieron que se levantase la sesión,
y los violentos de afuera, quienes querían lo mismo pero lo reclamaban con otros
métodos, parecían mancomunados en la misión de impedir una votación que iba a
ganar el Gobierno. A la vez, regodeados unos en la faena de herir policías y los otros en
la glorificación de la protesta (y la condena a la "salvaje represión") juntos removían
recuerdos de las partes más oscuras y onerosas de la historia reciente.