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ALBRECHT, Karl; (2006). Inteligencia social. Javier Vergara Editor, España. Págs 265 - 289.
EL FACTOR «CABRÍO»
El intento de ocupar un papel de autoridad pone a prueba la inteligencia
emocional a la par que la inteligencia social de una persona. Muchos expertos
en liderazgo sostienen que las personas con una inteligencia emocional
relativamente baja —caracterizada por una baja autoconfianza y un sentimiento
reducido del propio valor— tienden a «esconderse detrás de la placa». Carentes
de la confianza o las habilidades necesarias para explicar sus puntos de vista,
convencer a los demás de la solidez de sus decisiones y solucionar los
problemas recurriendo a la colaboración, quizás utilicen su autoridad para
intimidar a los demás. El gestor temeroso o inseguro tal vez reprima la
disensión, rechace las ideas de los miembros del equipo, los abronque y critique
y mantenga con ellos una relación distante, ante todo por miedo a perder el
control.
Trabajar o vérselas con un «macho cabrío» que está al mando de una
situación también requiere una combinación de habilidades de IS.
Caso ejemplar: Aprendí algo sobre la necesidad de comprender las reglas
del contexto en las situaciones y el valor de pensar en términos tácticos sobre
cómo afrontarlas durante los inicios de mi instrucción militar como candidato a
oficial del Cuerpo de Preparación de Oficiales de la Reserva del Ejército de
Estados Unidos durante la universidad.
Participé en un campamento veraniego de instrucción de seis semanas
durante las vacaciones entre el primer y el último año de mis estudios. Como
aspirantes a oficial militar pero sin rango todavía, nuestros oficiales nos
llamaban «cadete Fulanito» o simplemente «señor Fulanito». El trato que
recibíamos de nuestros superiores e instructores se encontraba algo por encima
del nivel de hostigamiento reservado para los reclutas pero muy por debajo del
que se consideraría apropiado para los oficiales reales. Cuando llegó el
momento de recoger nuestra —excesivamente modesta— paga, acudí con mis
compañeros cadetes al barracón donde el pagador tenía montado su escritorio.
Uno por uno fuimos acercándonos a la mesa, a la que estaba sentado un joven
capitán del ejército, un hombre de rango modesto para los estándares militares
estadounidenses. Cuando me llegó el turno, me presenté al capitán, hice el
saludo y dije: «Cadete Albrecht, señor.»
Él se negó a devolverme el saludo y me espetó: «Quiero un saludo
completo.» Me erguí, realicé un saludo más formal y dije: «¡Señor, cadete
Albrecht, Primer Pelotón, Compañía Foxtrot, presentándose para la paga,
señor!» Al identificar mi unidad, había empleado el consabido «alfabeto
fonético» militar: la compañía «F» se convertía en la «Foxtrot».
Quizás algo aturullado, y posiblemente nuevo en el cargo, el capitán
replicó: «Eso está mejor. Ahora firme aquí para recibir su paga, señor Foxtrot.»
Aquí vivimos un momento extraño en la psicología de la autoridad.
Técnicamente, lo viví yo. Después de reforzar mi condición de subordinado,
acababa de cometer una pifia verbal que contradecía el sentido implícito de
infalibilidad que le confería el contexto. Sin embargo, mi consciencia situacional
instintiva me decía que preservar la relación de autoridad ocupaba el primer
lugar en la lista de prioridades contextuales. Podría haberme aprovechado de
su metedura de pata y encontrar un medio sutil de intensificar su vergüenza,
pero al precio de algún coste potencial para mí. Dejé pasar la oportunidad y me
limité a firmar el recibo de la paga, darle las gracias y saludarlo en señal de
despedida.
La tradición del liderazgo, especialmente en las organizaciones
militares, refleja desde hace tiempo esta ambivalencia entre humanidad
y poder. Las organizaciones militares occidentales han desaconsejado
por lo común la «fraternización» entre oficiales y «reclutas» (o entre
oficiales y «otros rangos», como dicen los británicos). El principio subyacente
parece ser el de que dos personas que tienen una relación personal de algún
tipo no pueden funcionar con eficacia en un nexo jefe-subordinado. Es probable
que en el caso de algunas personas eso sea cierto; queda la pregunta que
nunca ha sido contestada: «¿Es siempre, o casi siempre, cierto?»
Añadamos a esta ambivalente doctrina social la sensación de
incertidumbre y duda en sí mismos que suelen experimentar las personas que
ocupan cargos de autoridad —en particular los recién llegados a esos puestos—
y tenemos una fórmula para las culturas disfuncionales.
A muchos periodistas económicos y autores de libros sobre el tema les
encanta evocar la imagen del director general «cabrito». Procura lecturas
entretenidas: el competidor implacable que derrota a todos los enemigos,
castiga a quienes lo contrarían y elimina a los que lo cuestionan o ponen en
entredicho su autoridad (más divertido todavía es encontrar a una ejecutiva
mujer que haga lo mismo). Como la estructura cerebral humana es como es, un
periodista siempre podrá pergeñar una historia más interesante sobre un líder
que sea un redomado macho cabrío que sobre uno simpático. Si alguien escribe
sobre una persona agradable, tendrá que encontrar alguna rareza o defecto de
carácter que haga la historia interesante.
Uno de estos héroes cabrunos fue el legendario Al Dunlap, apodado Al
Motosierra por capitalistas de riesgo y periodistas económicos. Según David
Plotz, editor de slate.com:
Terror de los directores generales, Dunlap ha surgido como mascota de un
nuevo tipo de capitalismo. El dunlapismo empieza y termina en Wall Street. Su
único credo es: «¿Cómo podemos hacer que nuestras acciones valgan más?»
Nada de lo que valoran los hombres de negocios menos despiadados —lealtad
a los trabajadores, responsabilidad hacia la comunidad, relaciones con los
proveedores, generosidad en la filantropía corporativa— importa para Dunlap.
Los catedráticos de ética empresarial propugnan el «capitalismo pluralista»;
Dunlap se ríe de la expresión.
Hay otros ejecutivos que comparten su credo, pero ninguno iguala sus
métodos. En las últimas dos décadas, este ejecutivo de sesenta años ha dirigido
nueve compañías en Estados Unidos, Australia e Inglaterra. Trabajó de mano
derecha/ejecutor del magnate australiano de la comunicación Kerry Packer y el
recientemente fallecido multimillonario británico sir James Goldsmith. A lo largo
de este camino se ha ganado la reputación de ser el artista del reflotamiento
más implacable del mundo.
A saber: como director general del apurado fabricante de tazas Lily Tulip
Corp, en la década de 1980, Dunlap despidió a la mayoría de los altos
ejecutivos, vendió el avión de la empresa, cerró la sede central y dos fábricas,
finiquitó a la mitad del personal de oficina y despidió a un montón de los demás
trabajadores. El precio de las acciones subió de 1,77$ a 18,55 $ en los dos años
y medio que permaneció en el cargo. En Scott Paper —su destino previo a
Sunbeam— despidió a 11.000 empleados (entre ellos la mitad de los directivos
y el 20 % de los trabajadores por horas de la compañía), eliminó el
presupuesto filantrópico de tres millones de dólares de la empresa, recortó
drásticamente el gasto en I+D y cerró varias fábricas. El valor de mercado de
Scott rondaba los 3.000 millones de dólares cuando llegó Dunlap a mediados de
1994. A finales de 1995 la vendió a Kimberly-Clark por 9.400 millones, de los
que se embolsó 100 para su bolsillo: una modesta compensación, dice, por los
6.000 millones de incremento en el valor de los accionistas.
Dunlap vilipendió públicamente al director general de AT&T Robert Allen
por no despedir a bastante gente. Posó como Rambo para la portada del USA
Today, y recogió su sistema de creencias y métodos fundamentales en su best
seller Mean Business: How I Save Bad Companies and Make Good Companies
Great.
Comparad el dunlapismo con la filosofía y métodos de gestión I de «Ben y
Jerry», los fundadores de la heladera Ben & Jerry’s Ice Cream. Ben Cohen y
Jerry Greenfield, dos irredentos liberales de la década de 1960, fundaron una
exitosa compañía de productos para el consumo sobre las ideas de la
responsabilidad social, el microcapitalismo, el reparto de beneficios y el apoyo a
los desfavorecidos. Tras veinte años de admirable rendimiento empresarial,
escribieron su manifiesto contracultural Ben & Jerry´s Double Dip: How to Run
a Values Led Business and Make Money Too.
En 2001 Ben & Jerry’s fue adquirida por el gigante de la alimentación
angloholandés Unilever, pero la compañía ha conservado su compromiso con
sus valores. Unas cuantas sucursales de Ben & Jerry’s todavía están en manos
de organizaciones sin ánimo de lucro, y todos los beneficios de esos negocios
van a parar a las entidades patrocinadoras. La compañía es reconocida como
líder indiscutible en responsabilidad social corporativa, y a través de su obra
benéfica corporativa dirigida por los empleados y la Fundación Ben &Jerry’s
contribuye con unos 2,5 millones de dólares al año al apoyo de sus valores
fundacionales: la ayuda a las comunidades de Vermont y el fomento de la
justicia económica y social, la recuperación del medio ambiente y la paz por
medio del entendimiento. En palabras de Cohen para un grupo de universitarios
de Rhode Island: «La última superpotencia que queda en la Tierra debe
aprender a medir su fuerza por el número de personas que puede alimentar y
vestir, y no las que puede matar.»
Dunlapismo o Ben-y-Jerry-ismo: dos visiones del mundo distintas por
completo y dos definiciones radicalmente distintas del concepto social de la
empresa. Es probable que la contradicción entre las dos no se resuelva jamás.
EL ÁLGEBRA DE LA INFLUENCIA
¿Cómo influye uno a los demás en una situación en la que no tiene
P.O.D.E.R. ni autoridad formal? Como aspirante a ejecutivo, líder político u
organizador —o aspirante a déspota—, ¿cómo puede adquirir influencia en los
asuntos humanos? El secreto reside en comprender la diferencia entre
autoridad formal y autoridad ganada.
La autoridad formal, como es obvio, llega con una posición de poder:
alguien de cierta entidad, como un presidente o primer ministro, un
gobernador, un alcalde, un consejo de administración o un electorado os ha
concedido un cierto grado de autoridad. La autoridad ganada, en cambio, no
proviene de otros que ocupen posiciones de poder; se consigue de la gente, de
uno en uno.
Podéis ganar autoridad comportándoos de un modo que haga que los
demás os consideren merecedores del derecho a influirles. Vuestras ideas,
vuestras habilidades prácticas, vuestro conocimiento situacional, vuestra
preocupación por el bienestar de los demás y vuestra disposición a proporcionar
orientación en situaciones de desgobierno se suman en un marcador
inconsciente dentro de la cabeza de cada uno de los implicados. Cuanto más
responda a vosotros como posible líder la gente en cuanto individuos, más
tenderán a buscaros colectivamente cuando necesiten liderazgo. Si la situación
conlleva decisiones conscientes, quizá tiendan a «elegiros» como su líder, sea
de manera formal o informal.
En estos casos se observa una especie de álgebra de la influencia. En
cualquier situación que conlleve poder o influencia, vuestra autoridad total
utilizable consiste en una combinación de vuestra autoridad formal, si tenéis
alguna, y vuestra autoridad ganada, si tenéis alguna. Cualquiera de los
aspirantes que compiten por influencia en una situación orientada al poder
puede disponer de una autoridad formal alta o baja y una autoridad ganada
alta o baja. Puede que en la práctica una persona de autoridad formal
relativamente alta, que no haya logrado ganarse la confianza y el respeto de
quienes están bajo su control, tenga una puntuación de autoridad total baja. En
verdad, si alguien de algún modo ha adquirido una puntuación negativa de
autoridad ganada, la puntuación neta de autoridad —autoridad formal más el
tanteo negativo de autoridad ganada— quizás obtenga una suma total de
autoridad negativa.
A la inversa, una persona de escasa o ninguna autoridad formal quizá se
haya ganado un elevado nivel de autoridad personal ante los demás, y tal vez
disfrute de una mayor puntuación en autoridad neta que el poseedor de la
posición formal.