Está en la página 1de 13

LAICIDAD, LAICISMO Y CONSTRUCCIÓN

DEL ESTADO LAICO EN EL


CONSTITUCIONALISMO MEXICANO
Felipe Curcó Cobos
Diciembre 2017

INTRODUCCIÓN
México no nació siendo una nación laica. La laicidad del Estado ha sido una
conquista social alcanzada a lo largo de muchas generaciones. La cultura de la
intolerancia religiosa se estableció en México desde la conquista española. En el
periodo novohispano la iglesia formaba parte del Estado. La Iglesia no sólo tute-
laba y normaba la vida espiritual, sino que además ejercía numerosas funciones
civiles que iban mucho más allá de la catequesis. Los sacerdotes asumieron a su
cargo responsabilidades como llevar el registro de nacimientos, matrimonios y
defunciones: el reconocimiento político de la ciudadanía era algo que no podía
obtenerse más allá de los muros eclesiásticos. El clero poseía, además, extensas
propiedades rulares y urbanas exentas de impuestos, una densa red de tribunales
especiales, un complejo régimen de fueros y un sistema financiero propio.
En 1508 Fernando el Católico recibió del papa Julio II el Regio Patronato
(o Patronato Real), institución por medio de la cual la Santa Sede entregaba
a la Corona el derecho a nombrar candidatos para los puestos eclesiásticos en
América, así como la administración de la Iglesia en las tierras colonizadas
a cambio de protección y el compromiso gubernamental de apoyar la evange-
lización y el activismo religioso en el Nuevo Continente. Con ello, Iglesia y orden
político civil surgían como estructuras paralelas, soportadas y legitimadas mu-
tuamente, donde el Estado devenía una realidad “mantenida por los dos órdenes
de gobierno: el secular y el eclesiástico, dotado cada uno con sus propias leyes,
tribunales, funcionarios e ingresos. Encabezadas ambos por jerarcas nombrados
por el rey” 1
En 1820, Rafael del Riego, un oficial al mando de tropas que serían enviadas
a América agrupadas y organizadas por Calleja en el 2o batallón Asturiano, se
rebeló a favor de la Constitución liberal de Cádiz, obligando a Fernando VII a
jurar dicha carta después de seis años de resistirse a hacerlo. Esto significó un
giro sustancial en el proceso independentista de la Nueva España. En 1810 ni el
1 González, José Antonio, “Marco Jurídico de la libertad de creencias”, Revista de la

Facultad de Derecho de México, México, Núm.187-188, 1993, p.280.

1
clero ni numerosos criollos novohispanos deseaban la independencia de nuestro
país, pues ambos se beneficiaban enormemente del orden virreinal. La rebelión
liberal de Riego en 1820 resultó sin embargo sumamente amenazante para los
ancestrales privilegios de la élite criolla y, en especial, para la jerarquía eclesiás-
tica de la Nueva España. Ello hizo que el alto clero novohispano (originalmente
opuesto a la independencia), percibiera en 1820 que la mejor vía de conservación
del orden virreinal (que les era tan favorable) era precisamente declarar la in-
dependencia de España. Especialmente representativo de este giro paradójico
de la jerarquía eclesiástica lo fue la actitud del canónigo Matías Monteagudo,
quien, siendo uno de los máximos enemigos de la insurgencia al inicio del proceso
independentista, se convertiría en 1820 en uno de los más entusiastas promo-
tores de la misma. La conspiración de la Profesa por él encabezada, a la postre
resultaría decisiva para cortar el hilo umbilical con España.
Lo anterior ayude quizá a entender por qué el vínculo entre la religión y
la patria fue dada por sentada entre los primeros independentistas. En primer
lugar, porque muchos de ellos fueron sacerdotes y, en segundo, porque se seguía
considerando que la religión era parte esencial de la cohesión social y la iden-
tidad novohispana. A nadie en ese momento podía ocurrírsele la idea de un
poder político separado y no legitimado por la Iglesia. Así, el Decreto Constitu-
cional de Apatzingán de 1814 (que nunca llegó a aplicarse), tanto como el Acta
Constitutiva de 1823, y la Constitución Federalista de 1824, apoyaron por igual
la intolerancia oficial hacia otras religiones que no fuese la católica. Sin ir más
lejos, esta última establecía que “la religión mexicana es y será perpetuamente la
católica, apostólica, romana [pues] la nación la protege por leyes sabias y justas
y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”.
Fuertemente aliada al Imperio Español, la Santa Sede, empero, condenó la
insurgencia, excomulgó a sus miembros, y se negó a reconocer la independen-
cia. Inmediatamente el debate sobre la jurisdicción del Real Patronado devino
motivo fundamental de controversia. La Curia Romana argumentó que el Pa-
tronato tenía origen histórico en una concesión eclesiástica hecha a la monarquía,
por tanto, no era privilegio inherente del poder político y consecuentemente no
era heredable automáticamente por las nacientes repúblicas americanas. Con-
trariamente, en el Senado, se argumentaba que “el Patronato había pasado a la
nación porque no era un privilegio del rey sino un derecho de la soberanía”.2
No obstante, el rechazo clerical a la pretensión del nuevo Estado independiente
de prolongar la figura del patronato fue más que rotundo y, momentáneamente,
terminó imponiéndose.
Como consecuencia, la Constitución neo-federalista de 1847 y las dos cen-
tralistas (las siete leyes de 1836 y las bases orgánicas de 1843), siguieron es-
tableciendo un Estado confesional, el principio de intolerancia religiosa, y el
poder constitucional de la Iglesia. En los años subsecuentes, no obstante, el
pensamiento liberal, difundido cada vez más dentro y fuera de la masonería,
comenzó a expandir la convicción de que la posición dominante de la Iglesia
2 García Ugarte, Marta Eugenia, Poder Político y Religioso, México, Siglo XXI, 2010,

pp.154-155

2
constituía ya un claro obstáculo para las oportunidades económicas de las per-
sonas y del país entero.
A mediados del siglo XIX el primer liberalismo mexicano accedió finalmente
a sus primeras experiencias cortas de gobierno, intermitentemente interrumpi-
das por las reacciones conservadoras. En 1833 una generación comandada por el
vicepresidente Valentín Gómez Farías y José María Luis Mora quiso recuperar el
Patronato que había ejercido la corona española sobre la Iglesia católica por con-
siderarlo un derecho de todo Estado soberano en el territorio bajo su jurisdicción.
Consecuentemente, Farías intento poner en marcha el programa liberal, eliminar
la obligación civil de pagar los diezmos, retirar al clero el conocimiento de los
asuntos civiles, romper el monopolio educativo de la Iglesia, inhabilitar a ésta
para impedirle seguir adquiriendo bienes raíces y sustituir el ejército pretoriano
por guardias civiles. Las corporaciones eclesiásticas y militares unieron fuerzas
y el proyecto reformista fracasó. Lo mismo sucedió en 1847 cuando nuevamente
Gómez Farías, en plena guerra contra Estados Unidos, intentó infructuosamente
expropiar los bienes eclesiásticos. Hasta que una segunda generación de liberales
mexicanos emprendió en 1855 la Revolución de Ayutla y una definitiva reforma
social fue posible, logrando finalmente la creación del Estado laico mexicano.
Para ello fue necesario que los liberales se dieran cuenta que el problema
del Patronato no tenía solución y quizá lo conveniente era un régimen radical
de separación en el que la Iglesia se ocupara de sus asuntos y el Estado de los
suyos. Tal separación fue acrisolándose a través de un largo y duro proceso.
Éste comenzó en 1855 con leyes limitadas (como la llamada ley Juárez que
establecía la igualdad jurídica de los mexicanos y limitaba los fueros religiosos
pero sin suprimir aún los tribunales eclesiásticos y militares). La Constitución
liberal de 1857 facultó al Estado para legislar en materia de culto, limitó por vez
primera (al menos de manera tácita) la separación Estado-Iglesia, no reconoció
ya privilegios eclesiásticos y eliminó la intolerancia hacia otras religiones que no
fueran la católica. La respuesta eclesiástica fue virulenta: consistió en decretar
la excomunión de todo aquel que aceptara obedecer la Constitución.
Estalló la guerra civil.
La Guerra de Tres Años o de Reforma condujo a la promulgación de las Leyes
de Reforma, es decir, la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la separación
explícita entre Estado e Iglesia, la creación del Registro y Matrimonio Civil
y la secularización de hospitales y cementerios. La ley de libertad de cultos
significó la culminación de la Reforma liberal. Esto fue de suma importancia.
Piénsese un poco en sus consecuencias: debido a que los registros de nacimiento
eran los de bautizo, previo al triunfo liberal ningún mexicano podía contar con
documentación civil si no era católico. Lo mismo sucedía con el matrimonio,
al no existir como figura jurídica, los mexicanos que querían casarse debían
también ser necesariamente católicos. Los no católicos tampoco tenían derecho
a morir, pues todos los cementerios pertenecían a las Iglesias. En definitiva,
este momento abrió por vez primera la posibilidad de ser mexicano sin tener
que pertenecer a la religión católica o a cualquier otra.
Figura central y determinante en el proceso de construcción del Estado mod-
erno, lo fue Benito Juárez. El prócer oaxaqueño fue sin duda el precursor de una

3
serie de medidas que a la larga permitirían el establecimiento de las instituciones
civiles que hoy día constituyen las bases para el modelo estatal de la laicidad.
Modelo, según veremos, que no implica la aniquilación ni el sometimiento de la
Iglesia, sino la constitución de una República donde -en palabras del Benemérito-
“no ha de haber más que una sola y única autoridad: la civil, del modo que lo de-
termine la voluntad nacional y sin religión de Estado”. Dicha forma republicana
irá afianzándose en 1873 durante el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada,
cuando finalmente terminará de adquirir forma constitucional. No obstante,
será hasta la Constitución de 1917 que se dejará de reconocer jurídicamente a
las iglesias y se establecerán otras medidas anticlericales. No hay duda de que la
Revolución mexicana tuvo un carácter marcadamente anticlerical y que muchas
de las medidas que implementó buscaban la desaparición del poder religioso
en el nuevo escenario nacional. Además de negar el reconocimiento jurídico,
los constituyentes del 17 prohibieron a las iglesias poseer bienes, impidieron la
práctica del culto fuera de los templos, negaron la posibilidad de fundar par-
tidos políticos con idearios o referencias religiosas. Asimismo desconocieron a
los ministros el derecho a participar en actividades políticas o a hacer expre-
siones en contra del gobierno legítimo y sus leyes. Estas medidas (anticlericales,
no antirreligiosas) a la postre sentarían el precedente que terminará por desen-
cadenar el problema religioso suscitado en 1926, lo que en ese año dará lugar a
una de las guerras más sangrientas que ha habido en México: la Guerra Cristera
que enfrentó al gobierno con las milicias orquestadas por presbíteros y religiosos
católicos, agrupados militarmente con el fin de impedir la aplicación de la legis-
lación y las políticas públicas orientadas a limitar la participación de la Iglesia
católica en los asuntos de la nación. El conflicto concluyó con una negociación
con el gobierno de Emilio Portes Gil y un acuerdo implícito con base en el cual
el Estado preservó el espacio público, pero permitiendo mayores libertades a la
iglesia bajo formas diversas de tolerancia y disimulo. Por esta guisa el clero fue
retomando nuevamente fuerza política a ciencia y paciencia de los presidentes en
turno, dando lugar paulatinamente a una creciente presencia pública de los jer-
arcas y ministros de culto con la consiguiente presión sobre el sistema político,
hasta que en 1992 se reformó nuevamente la Constitución. Las nuevas refor-
mas dejaron establecido el retorno de las iglesias al espacio público. El artículo
130 reconoció de nueva cuenta personalidad jurídica a las iglesias y relajó las
restricciones para que los ministros de culto puedan votar y expresarse sobre
el gobierno y las leyes. El artículo 3 permitió el establecimiento de escuelas
privadas y el derecho de los particulares a impartir educación religiosa; el 24 au-
torizó el culto fuera de los templos y el 27 permitió a las asociaciones religiosas
poseer medios y propiedades suficientes para la realización de sus tareas.
Desde entonces a la fecha, y a partir de la irrupción de los gobiernos ide-
ológicamente conservadores del Partido Acción Nacional (PAN) en 2000 y 2006,
y del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en 2012, los principios de sep-
aración entre lo público y lo privado, el Estado y la Iglesia, la ley y la moral,
han permanecido en constante forcejeo. Determinar si ello ha puesto, o no,
en entredicho la laicidad del Estado laico mexicano exige aclarar algo que en
todo sentido es primero: ¿en qué consiste exactamente la laicidad?, ¿en qué se

4
distingue ésta del laicismo?, ¿cuál es la relación entre Estado liberal y Estado
laico?

LAICIDAD, LAICISMO Y ESTADO LIBERAL


El término “laico” deriva del griego laikós, de donde a su vez deriva laos, pueblo.
El doctor Roberto Blancarte ha explicado en diversas publicaciones que origi-
nariamente el término fue utilizado para diferenciar a los fieles comunes de los
miembros del clero, es decir, los diáconos, sacerdotes y obispos ordenados en el
servicio religioso. Estos últimos, a diferencia del fiel no ordenado, estaban autor-
izados a guiar los rituales, seguir la liturgia e impartir los sacramentos. Explica
el propio profesor Blancarte que si bien en un inicio “laico” era la palabra que
se usaba para denotar al feligrés ordinario, no fue sino hasta el siglo XIX que
el término “laico” comenzó a denotar un espacio distinto, el del pueblo (y no
sólo el del fiel común), así como la independencia del laos respecto el influjo y
control eclesiásticos. 3
Algo similar se aprecia con el uso de la expresión “secularizar”. Como es
bien sabido, y desde sus orígenes, ha existido un clero secular y un clero regu-
lar. La palabra secular proviene de saeculum, siglo. Secular es aquel que vive
en el siglo, en el mundo. Por su parte la palabra “regular” significa “regla”.
Clero secular, por tanto, refiere a aquellos sacerdotes que viven “en el siglo”,
esto es, dentro del pueblo y sometido a las leyes humanas. De él forman parte
los diáconos, presbíteros y obispos que administran una diócesis. Clero regu-
lar, en cambio, alude a aquellos religiosos que siguen una regla (por ejemplo
la regla benedictina). No son seculares porque viven fuera del siglo (fuera de
la ciudad de los hombres) y permanecen recluidos en conventos urbanos o en
monasterios rulares agrupándose en órdenes monásticas, mendicantes o conven-
tuales (y eventualmente también en eremitas). Durante los siglos XVI a XVIII
el termino “secularizar” se utilizó para referir literalmente a aquellas doctrinas u
organizaciones religiosas aglutinadas en torno a órdenes regulares (franciscanos,
agustinos, dominicos), que por diversas razones pasaban directamente al control
directo de los obispos bajo una estructura parroquial administrada por el clero
secular. En el siglo XIX, sin embargo, la expresión “secularizar” amplió también
su sentido original y comenzó a ser usada como término que denota el paso de
algo o alguien que está bajo el control de la esfera religiosa al control de la esfera
civil.
Quiere decir esto que tanto la palabra “laico” como “secular” provienen del
mundo religioso y específicamente cristiano, pero que su aplicación se ha ex-
tendido con el tiempo hasta terminar significando aquello que ha alcanzado
3 Para consultar algunos de los numerosos textos en los que el especialista Roberto Blancarte

aborda el análisis conceptual de estos términos, véase, Blancarte, Roberto J. ”Laicidad y


laicismo en América Latina”, en: Estudios Sociológicos, México, El Colegio de México,
2008; “Qué significa hoy la laicidad”, en: Revista Este País, México, abril, 2010; “Laicidad
y secularización en México”, en: Estudios Sociológicos, México, El Colegio de México, vol
XIX, núm.57, septiembre-diciembre 2001.

5
a independizarse de la esfera y control eclesiástico. Así, los “laicos” o “secu-
lares” inicialmente eran aquellos miembros del pueblo cristiano que no habían
hecho votos ni estaban ordenados, y que estaban bajo la autoridad pastoral
de diáconos, sacerdotes y obispos. Las órdenes religiosas (o clero regular) se
“secularizaban” cuando pasaban a ser controladas por la autoridad parroquial y
diocesana (clero secular). Pero poco a poco “secularizar” fue ampliando su sen-
tido originario, hasta terminar siendo la expresión usualmente empleada para
referir al “complejo proceso de diferenciación social, privatización de la religión
y separación de las esferas social y política de la religiosa; entonces lo “secular” o
lo “laico” comenzó a entenderse como distinto e incluso opuesto a lo religioso”.4
Sin embargo, la historia de la laicidad no se reduce, como es obvio, a la
historia lingüística del concepto. La razón del surgimiento del Estado laico es
mucho más compleja, y obedece a dramáticos cambios en el proceso de gestación
del Estado Moderno. Paralelamente, además, podemos decir que el Estado laico
surge de la mano del Estado liberal. Permítaseme, entonces, explicar a detalle
esto.
Hoy día las sociedades democráticas modernas bajo condiciones normales
de libertad son sociedades plurales y divididas: se distinguen por albergar una
amplia diversidad de cosmovisiones en su interior. Esta clase de sociedades debe
lidiar, por tanto, con el problema constante de cómo lograr acomodar adecuada-
mente la pluralidad que la distingue. Podemos plantear del siguiente modo el
reto que ha acompañado a las sociedades plurales y modernas desde su ori-
gen: ¿cómo lograr términos de cohesión y cooperación mutua entre ciudadanos
libres e iguales, pero profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosófi-
cas, políticas o morales, a menudo no sólo diferentes, sino incluso excluyentes
entre sí? Éste es el problema como Pitkin lo define que conduce a “la necesi-
dad de creación continúa de unidad en un contexto de diversidad, aspiraciones
variadas e intereses en conflicto”.5
Hasta antes del inicio de la Reforma protestante en la Europa occidental y
del norte, el Estado que prevalecía era el confesional. Los reyes y emperadores
dependían de la consagración para mantener su legitimidad. La religión operaba
como el cemento que mantenía unida a la sociedad. Entre muchas otras cosas,
una sociedad política es un sistema de cooperación. Y toda forma de cooperación
social requiere, como presupuesto central, articularse a partir de un núcleo de
acuerdos sustantivos en torno a los fines fundamentales que la cooperación busca
alcanzar y los medios más idóneos para realizarlos. Antes del surgimiento del
protestantismo (luterano, calvinista y de otros tipos), la religión era aquello que
amalgamaba esa unidad de propósito y valores que son centrales para el correcto
logro de la comunidad política.
El nacimiento de protestantismo no rompió de inmediato esta fórmula de
unidad, pero obligó por vez primera a los gobernantes y súbditos a plantearse
el problema de la pluralidad religiosa. La pérdida de la unidad religiosa poco
a poco fue dando lugar a la aparición de pluralismos de otras clases. Pronto
4 Blancarte, Roberto.J, “Laicidad y secularización en México”. . . .Op cit, p.16
5 Pitkin, Hanna Fenichel, Wittgenstein and Justice, University of California Press,
1972, p.216

6
los príncipes protestantes alemanes se rebelaron contra la autoridad católica
del Sacro Imperio romano-germánico. La Paz de Ausburgo entre el monarca
Carlos I de Alemania y los príncipes rebeldes estableció que cada rey o príncipe
podría establecer en lo sucesivo la confesión religiosa de obligada observación
entre sus súbditos. El Edicto de Nantes, promulgado en 1598 por el príncipe
Enrique IV como reacción a la terrible masacre de San Bartolomé ocurrida en
1572 (donde en la propia boda del hugonote Enrique fueron asesinados miles
de protestantes), introdujo por vez primera un incipiente (y breve) principio de
tolerancia religiosa.
En el contexto de estas disputas y guerras, sucedió sin embargo algo en suma
relevante. En medio de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII, los pen-
sadores modernos paulatinamente terminaron por convencerse de la inutilidad
e inconveniencia de querer fundamentar la cohesión social sobre la base de una
misma profesión de fe. En cuanto la fractura de la unidad religiosa impidió
que la religión continuara siendo un elemento básico de la cohesión social, la
solución a este problema consistió en ir privatizando gradualmente el punto de
vista confesional. Si la religión no reflejaba ya un punto de vista público com-
partido, había entonces que volverla asunto privado. El remedio fue tan exitoso
que dio lugar a una nueva forma de visión de la política: la política liberal. Los
primeros pensadores liberales entendieron que la solución a la división religiosa
podía extrapolarse a otros ámbitos. En específico asumieron que, si se relegan
a la esfera privada las cuestiones que causan división, es posible alcanzar un
acuerdo público sobre la reglas procesales que permiten gestionar la diversidad
y pluralidad de concepciones e interés que coexisten en lo social. En palabras
más sencillas: podemos diferir sobre casi todo, pero podemos acordar sobre
cuáles son las reglas que debemos respetar para dirimir nuestros desacuerdos.
El pensamiento liberal nace a partir de esta distinción consistente en fijar
dos tipos de compromiso moral: todos tenemos opiniones acerca de los fines
que hay que perseguir en la vida, acerca de lo que hace que la vida sea consid-
erada “buena” o “valiosa”, aquello por lo que nosotros y los demás deberíamos
esforzarnos por alcanzar. Pero al mismo tiempo que esto también reconocemos
el compromiso de tratarnos recíprocamente en forma equitativa e igualitaria,
independientemente del modo en que concibamos nuestros fines. A este último
tipo de compromiso lo llamamos “procesal”, mientras que el compromiso con
la vida buena es “sustantivo”. Liberal, pues, es toda concepción que entiende
que las creencias religiosas pertenecen al ámbito de lo sustantivo (aquello que
consideramos “bueno” o “valioso” y cuya práctica, transmisión y enseñanza se
localiza en el ámbito de lo estrictamente privado). Función central del Estado
es proteger la libertad religiosa e ideológica, manteniendo estricta imparcialidad
neutral, pero velando por el respeto irrestricto de las normas procesales que
establecen el modo en que estamos obligados a tratarnos los unos a los otros.
Son de las coordenadas del pensamiento moderno liberal desde donde emerge,
entonces, como un corolario natural derivado de las premisas que acabamos
de explicar, la laicidad como principio positivo que reconoce la pluralidad y
diversidad social, así como la necesidad de instrumentar adecuados principios
jurídicos políticos que posibiliten una coexistencia social pacífica y armoniosa.

7
Entre el liberalismo político y la laicidad, hay entonces un elemento común
de identidad: no puede haber laicidad sin un régimen constitucional y liberal
de derecho, y un régimen liberal de derecho, para ser cabal, debe ser laico.
Si, según vimos, en un inicio la laicidad predicaba la independencia del fiel
común respecto al clero regular y secular, ahora la laicidad lo que predicará es
la total autonomía de lo público-Estatal respecto a cualquier forma de creencia
privada, moral o religiosa. Esto implica que el Estado laico y liberal mantiene
(como dijimos) un compromiso moral hacia la autonomía de cada persona y las
reglas o procedimientos que garantizan un trato libre y respetuoso entre ellas:
el derecho a decidir por cuenta propia, la no discriminación, la tolerancia, la
libertad de conciencia y los derechos humanos. Al mismo tiempo, no obstante,
requiere mantenerse imparcial en materia de convicciones morales, filosóficas y
religiosas dando espacio para que cualquiera puede expresarse y participar en la
vida pública, pero sin pretender imponer sus doctrinas al resto de los ciudadanos
(John Rawls ha denominado técnicamente a esto “autonomía estatal respecto a
las diversas doctrinas comprehensivas o abarcativas que coexisten en lo social”).6
La conclusión que de lo anterior se extrae es clara: la laicidad es un tipo
de régimen normativo. Cuando ciertas versiones del mundo moral o religioso
se movilizan con el afán de exigir al Estado plasmar sus dogmas y creencias
privadas, en leyes o reglas públicas de obligatoria observancia jurídica para todas
las personas, esto constituye la más flagrante y grave violación de los principios
básicos que articulan la convivencia del Estado contemporáneo. Nadie tiene
derecho a pretender convertir sus dogmas en ley. Tal pretensión refleja un total
desconocimiento del origen histórico que dio lugar a las modernas democracias
actuales, así como de la razón de ser de su normativa y principios fundamentales.
Actualmente son muchos los ámbitos que en nuestro país requieren la protección
del Estado laico. El mundo religioso pre-moderno y protomedieval ha tendido
a condenar la sexualidad que no está ligada a la reproducción. De no ser por
la protección del Estado laico, el uso de los anticonceptivos para el control de
la natalidad y prevención de ETS habría sido imposible. De la misma manera,
el compromiso del Estado laico y liberal hacia los derechos de las mayorías
y minorías ha sido clave para garantizar los derechos de individuos y grupos
con preferencias sexuales diversas a las heterosexuales. En la medida en que
el Estado laico protege la libertad de conciencia, se ha convertido también en
garante de la libertad educativa, de cátedra y de investigación científica.
En otro lugar he explicado los términos del implacable razonamiento ju-
rídico del ministro Arturo Zaldivar, en el debate que hace unos meses celebró
la Primera Sala de la Suprema Corte de la nación en torno a la legalización o
prohibición del uso de drogas en nuestro país. Y es que el razonamiento resume
6 Rawls, John. Political Liberalism, Columbia University Press, Nueva York, 1993.
Como es bien sabido, Rawls considera que una teoría (o una doctrina) es comprehensiva (o
abarcativa) cuando ésta comprehende (o abarca) “una amplia gama de concepciones acerca de
lo que es valioso dentro de la vida humana, así como ideales de virtud y carácter personal”,
p.175. Un Estado que pretenda la adhesión moral de todos sus miembros, no debe por tanto
sustentar sus acciones en ninguna doctrina comprehensiva particular, pues ello le haría perder
legitimidad frente a todos aquellos ciudadanos que adhieren una doctrina abarcativa distinta.

8
lo que es la esencia laica de la República: Estado liberal de derecho es aquel que
vela por la defensa jurídica de la autonomía. Esto exige mínima intervención
en los actos y decisiones libres de las personas. De ahí que la penalización de
una conducta requiera que ésta afecte o ponga en grave riesgo un bien jurídica-
mente protegido, tal como la vida, el patrimonio, o la integridad física. El bien
jurídico fundamental tutelado en un Estado liberal es, sin embargo, siempre la
autonomía y el respeto a la libre elección de la personalidad. Si el ejercicio de
este bien entra en conflicto con otros bienes jurídicamente protegidos (como la
salud o cualquier otro), entonces lo que se impone es realizar lo que los juristas
llaman un ejercicio de ponderación de principios, mas nunca la simple imposi-
ción de un bien jurídico sobre otro, mucho menos si ello significa la cancelación
de alguna libertad.
Termino este apartado con una precisión que retomo del gran especialista
Roberto J. Blancarte: laicidad no es lo mismo que laicismo. En la medida en
que la laicidad de las instituciones políticas, no sólo en México, sino en buena
parte de los países, ha sido parte de un proceso marcado por intensos conflictos
y fuertes debates sociales (e incluso sangrientos enfrentamientos bélicos entre los
que defendían el viejo orden y aquellos que buscaban reconfigurarlo sobre nuevas
bases), el “laicismo” surgió como una actitud militante que, al igual que otros
“ismos”, estuvo marcado por principios y actitudes tan intransigentes como los
de la contraparte que se pretendía eliminar.7 Por esta guisa, en muchas partes,
más que laicidad, lo que se generó fue un laicismo combativo y por lo tanto
en buena medida anticlerical. Esto puede ser también una de las razones que
a menudo ha llevado a confundir ambos términos: entre los motivos de esta
confusión podría hallarse el hecho de que la laicidad, defendida por el laicismo,
adquirió en los últimos siglos (en especial en Francia y América Latina) un
carácter combativo y anticlerical. Hemos visto cómo es que para construir el
Estado laico fue necesario luchar contra el monopolio y la influencia política y
social de la Iglesia católica. Laicidad, entonces, no implica siempre el laicismo, si
bien habría que entender que ahí donde la Iglesia se ha resistido más arduamente
ha perder su influencia y privilegios, y el clero se ha caracterizado por mantener
la más dura intransigencia doctrinal en su jerarquía (como es el caso de México),
la laicidad ha tenido que apelar a un laicismo cada vez más combativo con el
fin de proteger un espacio mínimo de libertades.
A los debates actuales sobre el laicismo y la laicidad no ayuda en nada,
además, el hecho de que en nuestro país la debilidad endogámica del Estado
(penetrado y capturado por las mafias, la impunidad total y la corrupción gen-
eralizada), ha configurado una nueva realidad. En esta nueva realidad el Estado
carece de capacidad para cumplir sus funciones de árbitro imparcial ejerciendo
su autoridad civil cuando ésta es puesta en entre dicho por el clero. Al igual que
ocurre con la regulación del mercado, un Estado débil no es capaz de combatir
a los monopolios (ya se trate de los financieros o de los doctrinales). Es este
vacío normativo y regulatorio característico del régimen mafiocrático mexicano,
lo que en parte explica tanto la fractura social como económica de la República.
7 Véase, Blancarte, Roberto J, “Laicidad y lacismo en América Latina”. . . ..Op.Cit.

9
LA CONTRARREFORMA RELIGIOSA
Durante el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto ha sido aprobada, sin
embargo, lo que quizá sea la más grande contrarreforma religiosa y conservadora
de los últimos 150 años. Me referí y alerté sobre ella en dos ocasiones: la primera
en el contexto de la visita del cardenal Ratzinger a México durante el gobierno
de Calderón en 2012, y la segunda en el contexto de la visita del papa Francisco
a México durante el gobierno de Peña Nieto en 2016.
Esta contrarreforma ha consistido, fundamentalmente, en relevantes cambios
al artículo 24 constitucional. La reforma fue realizada de noche, bajo un inexis-
tente debate público, y sin que prácticamente nadie pareciera haberse dado por
enterado.
¿Por qué la jerarquía católica quiso cambiar el artículo 24 constitucional?
Recordemos: en su versión anterior, el artículo 24 constitucional garantizaba
de manera cabal la libertad de cada quien para creer lo que quisiera creer y prac-
ticar su culto respectivo, con sólo algunas restricciones mínimas provenientes de
la necesidad de mantener el orden público. Su redacción, antes de la reforma
orquestada, era la siguiente:
Artículo 24. Todo hombre es libre para profesar la creencia reli-
giosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones
o actos del culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o
falta penados por la ley.
El Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban
religión alguna.
Los actos religiosos de culto público se celebrarán ordinariamente
en los templos. Los que extraordinariamente se celebren fuera de
éstos se sujetarán a la ley reglamentaria.

El artículo, actualmente modificado, ha quedado como sigue:


Artículo 24. Toda persona tiene derecho a la libertad de convic-
ciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su
caso, la de su agrado. Esta libertad incluye el derecho de participar,
individual o colectivamente, tanto en público como en privado, en las
ceremonias, devociones o actos del culto respectivo, siempre que no
constituyan un delito o falta penados por la ley. Nadie podrá utilizar
los actos públicos de expresión de esta libertad con fines políticos,
de proselitismo o de propaganda política.
El Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohiban
religión alguna.
Los actos religiosos de culto público se celebrarán ordinariamente
en los templos. Los que extraordinariamente se celebren fuera de
éstos se sujetarán a la ley reglamentaria.
Aparentemente se trata de una reforma inocua. A primera vista no trastoca
ni mina ningún elemento fundamental del andamiaje laico del Estado, más allá

10
de ampliar el derecho a participar individual o colectivamente, tanto en público
como en privado, en actos de culto que no constituyan falta o delito frente a la
ley. Pero de ser así, ¿por qué realizar una reforma constitucional en lugar de
simplemente modificar la legislación secundaria?
La respuesta es: porque la modificación no consiste sólo (y ni siquiera princi-
palmente) en volver a limitar los actos ordinarios de culto religioso a los templos
y permitir la celebración pública o privada fuera de ellos en condiciones excep-
cionales. Lo central en la modificación del artículo 24 es que se ha modificado el
concepto “libertad de creencia religiosa” de la versión anterior, por el concepto
de “libertad de religión” que aparece en la versión actual. El cambio aparente-
mente es insignificante, pero no es así. Y no es así porque jurídicamente tiene
implicaciones muy relevantes. Lo primero (“la libertad de creencia religiosa”)
refiere a una libertad interna, una libertad que se realiza in foro interno a través
del sentimiento o las razones privadas. Es una libertad cuya realización, por
tanto, no requiere la presencia activa del Estado. Lo segundo (“libertad reli-
giosa”), en cambio, refiere a una libertad externa, una libertad que se realiza
in foro externo, es decir, sólo si existen las condiciones estructurales que garan-
ticen la posibilidad de ejercer dicha libertad, lo cual significa que el Estado
está obligado a proveer los recursos materiales y logísticos que sean necesario
para ello. En concreto, esta reforma compromete potencialmente al gobierno
a ofrecer educación religiosa en las escuelas, o abrir canales religiosos de radio
o televisión, o tal vez hasta llegar a permitir partidos políticos confesionales si
acaso llega a alegarse que todo ello es condición necesaria para ejercer la libertad
de religión. En pocas palabras, la reforma prepara y abona el terreno jurídico
adecuado para que más tarde o más temprano el Estado pueda ser gravado con
estas responsabilidades.
Juristas connotados, y de indudable prestigio tanto nacional como interna-
cional, lo han dejado muy en claro. Carbonell y Adame, por ejemplo, explican
con nitidez la diferencia jurídica que hay entre libertad ideológica, libertad de
conciencia o creencia religiosa, y libertad de religión. 8
Así, nos dicen, libertad ideológica se refiere a una libertad interior, no sólo
de pensamiento, sino también de elección y decisión. Libertad de creencia o
de conciencia (aquello que garantizaba la versión del artículo 24 constitucional
antes de su modificación), refiere a la libertad de cada persona para no verse
obligada a realizar acciones externas que nieguen o contradigan precisamente
su conciencia. Y, finalmente, libertad religiosa (aquello que hoy día garantiza
el artículo 24 constitucional) se refiere a la garantía que protege la práctica de
los actos de culto, ya sea individual o colectivamente, en público o en privado.
De acuerdo a todo lo que hemos venido analizando, el Estado laico no puede
más que garantizar la libertad de creencia religiosa en el foro interno, más no
puede hacerlo en el foro externo, pues ello implica amenazar las condiciones que
son necesarias para asegurar el pluralismo religioso.
8 Cfr, Adame Goddard, Jorge, Comentarios al texto de Miguel Carbonell, “De la libertad

de conciencia a la libertad religiosa: una perspectiva constitucional”, en: Boletín Mexi-


cano de Derecho comparado, Biblioteca Jurídica Virtual, a su vez en: http://www.jurídi-
cas.unam.mx. Fecha de consulta: 10 de agosto de 2012.

11
En su momento, no obstante, la propia conferencia de la CEM en su 92
Asamblea Plenaria confesó abiertamente lo que espera obtener de la reforma al
artículo 24. Sostuvieron los obispos que la modificación constitucional es omisa
en el reconocimiento de la libertad que progenitores y tutores han de tener a
la hora de garantizar que sus hijos reciban la educación religiosa o moral que
les permita ejercer su libertad de religión. Y en derecho, una omisión (aquello
que explícitamente no se prohíbe) significa que aquello que no está explícita-
mente prohibido está implícitamente permitido. A partir de esto hace tiempo
algunos, como José Luis Soberanes, entendieron que este derecho de los padres
se traduce, entonces, en la obligación del Estado a impartir educación religiosa
en las escuelas públicas. Pero esto es insostenible por al menos dos razones:
(i) en primer lugar, el carácter laico de la educación nacional no se contrapone
con el derecho a una educación religiosa. El Estado no la puede impartir, pero
esto no implica que los individuos no la puedan recibir en sus casas. Esto es así
porque más allá de las dificultades logísticas que el Estado tendría que enfrentar
para poder ofertar en las escuelas públicas cualquier alternativa religiosa que las
familias le requirieran (con el fin de mantener la imparcialidad que la laicidad le
requiere), recordemos que la libertad de creencia religiosa corresponde al campo
inviolable de la privacidad (que el Estado debe garantizar y proteger), mientras
el foro externo de la libertad religiosa debe necesariamente de ser limitado en
aquellos casos que sea obligado proteger la seguridad, la salud, el orden público
o los derechos y libertades fundamentales de terceros. La sentencia de la Corte
de Estrasburgo y la sentencia del tribunal alemán, así lo avalan: la libertad
religiosa no sólo implica la libertad de tener una religión y vivir conforme a ella,
sino también la libertad de apartarse de las actividades de una religión que no
se comparte. Si se imparte educación religiosa en la escuela pública, tan imposi-
ble parece garantizar a un individuo el poder someterse a cualquier influencia
religiosa por la que opte, como garantizarle el que no vaya a verse sometido a un
espacio en el que no pueda apartarse de la influencia de determinada religión.
La segunda razón, (ii), es sin duda la más relevante, y proviene de un lú-
cido argumento de Will Kymlicka. La escolarización pública conforme a las
virtudes cívicas que todo Estado requiere promover, se hace indispensable en
algún momento del proceso educativo, pues es la única forma de realmente poder
transmitir a los estudiantes los valores liberales, laicos y democráticos que garan-
tizan el respeto y la convivencia en contextos de diversidad. El argumento de
Kymlicka va más allá, pues considera que estos valores no pueden enseñarse o
impartirse a través de determinadas asignaturas, sino que además se requiere
generar en los estudiantes el tipo de experiencia que les permita captarlos de
manera adecuada. “No es suficiente nos dice con enseñar a los estudiantes que
la mayoría de las personas del mundo no comparten su religión, pues basta con
que uno se vea rodeado sólo de personas que comparten el credo propio para que
pueda sucumbir a la tentación de pensar que todo aquel que rechace la religión
que uno ha abrazado es en cierto modo alguien incoherente o depravado”.9
Ya para concluir, diré solamente que la lamentable contrarreforma religiosa
9 Kymlicka, Will, La política vernácula, Paidós Estado y Sociedad, España, 2003, p.356

12
en México no sólo se ha dado en el plano de lo jurídico, sino en el nivel de los
hechos y vacíos normativos y regulatorios que hoy día amenazan con extinguir
la institucionalidad de la República. La participación de obispos católicos en
las marchas que criticaron, cuestionaron y buscaron oponerse a la iniciativa del
ejecutivo federal para garantizar el matrimonio igualitario entre adultos en todo
el país, fue una clara muestra de ello. El artículo 130 constitucional prohíbe
expresamente que los ministros de culto critiquen las leyes o las instituciones
el país. El mensaje enviado por el poder federal al permitir esta transgresión
flagrante de la legalidad, ha sido de vuelta la misma de siempre: la Constitución
no sirve de nada y los grupos de presión o poder no están obligados a obedecerla.
Esta es la contraparte al problema de la laicidad que he querido examinar a
detalle en este ensayo: la generada por la enorme debilidad de las instituciones
políticas. Esta debilidad trasciende por mucho el mero debate en torno la laici-
dad, pues es algo que atañe ya directamente al tema de la legitimidad del Estado.
El enorme vacío de poder institucional es aprovechado y ocupado por actores no
estatales que de este modo comienzan a ocupar el lugar de autoridades de facto
que van reemplazando lo poco que queda de la antigua autoridad institucional
en áreas y sectores cada vez más amplios. A través de esta encarnizada com-
petencia por ocupar los vacíos de Estado, las empresas criminales, tanto como
los monopolios, los grupos mafiosos que directamente se han hecho del control
de varios gobiernos estales, y en general todos los grupos de poder, encuentran
un espacio adecuado para delinquir y violar la ley. La actual contrarreforma
religiosa en México, no es, por tanto, más que una de las tantas señales que nos
informan acerca del completo y acelerado proceso de descomposición por el que
hoy día atraviesa toda la República.

13

También podría gustarte