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Cortometraje

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La cabeza de mi padre, cuento de Alberto Laiseca

¿Por qué estoy aquí? Yo no sé por qué estoy aquí, ni quién es toda esta gente,
no puedo entender nada, el personal directivo está vestido de blanco, nosotros con
piyamas grises, sé perfectamente que esto es un manicomio, pero no es mi lugar, yo
no estoy loco. Ahora, en verdad no sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere
decir que esté loco. Lo quería mucho a mi padre, creo que mejor padre no puede tener
un hijo que el que yo tuve, era como un gigante de cinco metros de altura, un genio,
como un Dios, por tener el padre que tenía era realmente privilegiado, privilegiado…
Vivíamos juntos, yo solo con papá, desde que murió mamá cuando era muy
chico, él me daba consejos, muy buenos consejos, era un verdadero padre, daba muy
buenos consejos, lástima que yo no podía seguir ni uno, él por ejemplo me decía pero
con justa razón:
-¡Oye infeliz!, ya es hora de que estudies o trabajes que ya tienes 20 años, que
no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.
Tenía razón papá, tenía toda la razón.
-¡Oye!, otros chavales andan detrás de las chavalas, pero no tú, tú te quedas
acá todo el día, así nunca me vas a dar un nieto, ya tienes 20 años, eres grande.
Él tenía razón, papá siempre tenía razón, era un genio, todo, todo sabía, yo le
quería decir a la muchacha, no me animaba a decírselo, pero cómo voy a hacer para
acercármele, hay que conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer, si tú a una
mujer no la conmueves nunca va a andar contigo por más joven y lindo que seas, y
qué las voy a conmover yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando
a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo, ¿ustedes no
se sienten inseguros?, ¿no? Yo sí, toda la vida.
Papá hacía la comida, era muy buen cocinero, yo no sé ni preparar un huevo
frito, yo quise aprender cuando era chico, pero papá se reía de mí y me decía:
-¡Eeeh!, ¡esto no es pa’ ti! La cocina es una cosa de artistas, tú no tienes
talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava los platos!
Eso sí, les voy a decir una cosa eh, soy muy buen carpintero, porque buen
carpintero sí que soy, muy buen carpintero. En casa, en mis ratos libres, que eran los
más, pues hacía mesitas, juguetes, sillas y todo muy perfecto, eso lo enojaba mucho a
papá, decía:
-¡Tú sí eres bueno pa’ hacer pamplinas!, ya que eres bueno pa’ hacer
pamplinas, ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero
a casa, ¡pero no!, a ti ni se te ocurre, ¡ni se te ocurre!
Yo me reía porque es algo que me pasa cuando me dan consejos y yo ya
había pensado en emplearme en una carpintería, pero bastó que papá me dijese que
me empleara en una carpintería para que se me fuesen las ganas, jaja, no sé por qué
soy así, se me fueron las ganas.
Yo soy un misterio, incluso para mí mismo, un misterio muy aburrido la verdad,
pero misterio al fin, no sé por qué hice lo que hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde
empecé a pensar en la ballesta, ¿ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar
flechas, es como un fusil pero sin pólvora, tira flechas con más precisión y más fuerza
que un arco.
Yo así en un paseíto que di, vi en una armería que había una ballesta, entré, le
pedí al dueño que me la mostrara, la tuve en mis manos y en seguida comprendí el
mecanismo, me fui a casa y ahí me fabriqué yo una, con maderas y bronce, soy muy
buen carpintero. La probaba en el patio, a 10 metros la agarraba a tiros, entonces
como siempre todos los días estábamos igual, a comer y después de comer, yo hacía
como que me iba a mi cuarto para hacer cosas y él protestaba que “¡ah!, éste que no
lava los platos en seguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo último”,
estaba refunfuñando mi apá y yo volvía a punta de pie a mi cuarto y le apuntaba con la
ballesta, no le iba a tirar, ¿cómo le voy a tirar a mi padre?, ¡pues no!, a mi padre no le
voy a tirar, pero me excitaba apuntarle a la cabeza con una flecha puesta, ¿cómo le
iba a tirar?
Hasta que una tarde, fue un día igual que cualquier otro, él me daba más y
mejores consejos que nunca, y no sé por qué le dio por hablar de la Dolores, me dijo:
-¡Oye!, a ti la Dolores te mira mucho, ¿qué esperás para ir y enamorarla?, así
me darías un nieto.
La Dolores es una muchacha de acá a la vuelta, es a la que a mí me hubiera
gustado acercármele, claro que hubiera tenido hijos con ella, entonces, francamente
cuando me dijo eso, ahí se me fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía
más hambre y me fui a mi cuarto y volví con la ballesta, como otras veces él estaba
rezongando como siempre:
-¡Eh!, este que no lava los cacharros en seguida después de comer, siempre
dejando las cosas pa’ lo último.
Estaba refunfuñando papá, y ahí sí apreté el gatillo, la flecha que tenía puntas
de plomo pues yo les hice puntas de plomo, le entró en la nuca y cayó al piso sin
ningún gemido, con convulsión… convulsión… no lo podía creer, yo creí que papá iba
a vivir para siempre porque un hombre tan alto de cinco metros de altura, una mísera
flecha no le puede hacer nada a papá, ¡pues no!, le entró como si fuera una bala.
Me acerqué y vi que todavía estaba vivo, entonces le tiré otras cuatro flechas
más en la cabeza, la primera no, la primera sentí una especie de odio y amor, o yo qué
sé y no sé por qué, pero las otras cuatro no, las otras cuatro sí lo hice por caridad, por
piedad, para que no sufra, para que no sufra, claro.
Entonces me di cuenta que algo no estaba bien, me fui a mi cuarto y traje una
almohada, le quité la flecha de la nuca que era la primera, la que había traído tol
incordio, y lo puse a reposar, las otras 4 flechas no se las saqué, tenía como una
corona de espinas, y es lo lógico porque para un padre tener un hijo como yo era una
verdadera cruz, ¡eso es cierto!, por eso me sorprendió lo que me preguntó la policía,
que por qué había hecho una cosa tan rara de sacarle la flecha de atrás y ponerlo
boca arriba, pues para que repose, para que esté tranquilo, para que esté más
cómodo, para eso lo hice.
Ya hace 10 años que me han traído a este lugar, y no comprendo por qué, la
verdad, yo siempre quise a mi padre, me daba tan buenos consejos. La cabeza de mi
padre, siempre admiré a la cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza
de un genio, la cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.
El viento distante, cuento de José Emilio Pacheco

En un extremo de la barraca el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el


humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla
nada se refleja.
El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha
detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.
Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace
bajo el agua. Entonces piensa en otros días, en otra noche que se llevó el viento
distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el
agua y el dolor, la lenta oscuridad.
Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos, Adriana y yo
vagábamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria
ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la
rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con
diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de
barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que
develaba el porvenir.
Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del amor, de las
palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un
sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de
los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.
Al acercarnos el hombre que estaba en la puerta recitó una incoherente letanía:
—Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo
convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos.
Vean a Madreselva, escuchen en su boca la narración de su tragedia.
Entramos en la carpa. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su
cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos vergüenza de estar allí disfrutando el
ridículo del hombre y de la niña, que muy probablemente era su hija.
Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a través del acuario con el gesto
rendido de la bestia que se desangra bajo los pies del cazador.
—Es horrible, es infame —dijo Adriana mientras nos alejábamos.
—No es horrible ni infame: el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de
rodillas en la parte posterior del acuario, la ilusión óptica te hace creer que en realidad
tiene cuerpo de tortuga. Tan simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a
conocer el verdadero juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después
Adriana me pidió que la apartara -y nunca hemos hablado del domingo en la feria.

El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. Ya en el


suelo, la tortuga se despoja de la falsa cabeza. Su verdadera boca dice oscuras
palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae
a su pecho. Llora sobre el caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está
solo, nadie entendería que la quiere. Vuelve a depositaria sobre el limo, oculta los
sollozos y vende otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La
tortuga comienza su relato.
Una aventura nocturna de Julio Ramón Ribeyro

A los cuarenta años, Arístides podía considerarse con toda razón como un
hombre "excluido del festín de la vida". No tenía esposa ni querida, trabajaba en los
sótanos del municipio anotando partidas del Registro Civil y vivía en un departamento
minúsculo de la avenida Larco, lleno de ropa sucia, de muebles averiados y de
fotografías de artistas prendidas a la pared con alfileres. Sus viejos amigos, ahora
casados y prósperos, pasaban de largo en sus automóviles cuando él hacia la cola del
ómnibus y si por casualidad se encontraban con él en algún lugar público, se limitaban
a darle un rápido apretón de manos en el que se deslizaba cierta dosis de
repugnancia. Porque Arístides no era solamente la imagen moral del fracaso sino el
símbolo físico del abandono: andaba mal trajeado, se afeitaba sin cuidado y olía a
comida barata, a fonda de mala muerte.

De este modo, sin relaciones y sin recuerdos, Arístides era el cliente obligado de los
cines de barrio y el usuario perfecto de las bancas públicas. En las salas de los cines,
al abrigo de la luz, se sentía escondido y al mismo tiempo acompañado por la legión
de sombras que reían o lagrimeaban a su alrededor. En los parques podía entablar
conversación con los ancianos, con los tullidos o con los pordioseros y sentirse así
participe de esa inmensa familia de gentes que, como él, llevaban en la solapa la
insignia invisible de la soledad.

Una noche, desertando de sus lugares preferidos, Arístides se echó a caminar


sin rumbo por las calles de Miraflores. Recorrió toda la avenida Pardo, llegó al
malecón, siguió por la costanera, contorneó el cuartel San Martín, por calles cada vez
más solitarias, por barrios apenas nacidos a la vida y que no habían visto tal vez ni
siquiera un solo entierro. Pasó por una iglesia, por un cine en construcción, volvió a
pasar por la iglesia y finalmente se extravió. Poco después de medianoche erraba por
una urbanización desconocida donde comenzaban a levantarse los primeros edificios
de departamentos del balneario.

Un café cuya enorme terraza llena de mesitas estaba desierta, llamó su


atención. Sobre parándose, pegó las narices a la mampara y observó el interior. El
reloj marcaba la una de la mañana. No se veía un solo parroquiano. Tan sólo detrás
del mostrador, al lado de la caja, pudo distinguir a una mujer gorda, con pieles, que
fumaba un cigarrillo y leía distraídamente un periódico. La mujer elevó la vista y lo miró
con una expresión de moderada complacencia. Arístides, completamente turbado,
prosiguió su camino.

Cien pasos más allá se detuvo y observó a su alrededor: los inmuebles


modernos dormían un sueño profundo y sin historia. Arístides tuvo la sensación de
estar hollando tierra virgen, de vestirse de un paisaje nuevo que tocaba su corazón y
lo retocaba de un ardor invencible. Volviendo sobre sus pasos, se aproximó
cautelosamente al café. La mujer continuaba sentada y al divisarlo reprodujo su gesto
delicadamente risueño. Arístides se alejó con precipitación, se detuvo a medio camino,
vaciló, regresó, espió nuevamente y, empujando al fin la puerta de vidrio, se introdujo
hasta ocupar una mesita roja, donde quedó inmóvil, sin levantar la mirada.

Allí esperó un momento, no sabía concretamente qué, observando una mosca


desalada que se arrastraba con pena hacia el abismo. Luego, sin poder contener el
temblor de sus piernas, elevó tímidamente un ojo: la mujer lo estaba contemplando por
encima de su periódico. Conteniendo un bostezo, dejó escuchar una voz gruesa, un
poco varonil:
- Los mozos ya se han ido, caballero.
Arístides recogió la frase y la guardó dentro de sí, presa de un violento regocijo:
una desconocida le había hablado en la noche. Pero de inmediato comprendió que
esa frase era una invitación a la partida. Súbitamente confundido, se puso de pie.

- Pero yo lo puedo servir, ¿qué cosa quiere? - la mujer avanzaba hacia él con
un andar un poco lerdo al cual no se le podía negar cierta majestad.

Arístides volvió a sentarse:


- Un café. Solamente un café.
La mujer había llegado a la mesa para apoyar en su borde una mano regordeta
cargada de joyas:
- Ya está apagada la máquina, Le puedo servir un licor.
- Entonces, una cerveza.
La mujer se retiró al bar. Arístides aprovechó para observarla. No cabía duda
que era la patrona. A juzgar por el establecimiento, debía tener mucho dinero, Con un
rápido movimiento, acomodó su vieja corbata y alisó sus cabellos. La mujer regresaba.
Además de la cerveza traía una botella de coñac y una copa.
- Lo acompañaré - dijo sentándose a su lado -. Tengo la costumbre de beber
siempre algo con el último parroquiano.
Arístides agradeció con una venia. La mujer encendió un cigarrillo.
- Hermosa noche - dijo -. ¿Le gusta a usted pasear? Yo soy un poco
noctámbula; Pero en este barrio la gente se acuesta temprano y a partir de
medianoche me encuentro completamente sola.
- Es un poco triste - balbuceó Arístides.
-Yo vivo en los altos del bar - su mano señaló una puerta perdida al fondo del
local -. A las dos cierro las mamparas y me voy a dormir.
Arístides se atrevió a mirarla al rostro. La mujer soplaba el humo con elegancia
y lo miraba sonriente. La situación le pareció excitante. De buena gana hubiera
pagado su consumo para salir a la carrera, coger al primer transeúnte y contarle esa
maravillosa historia de una mujer que en plena noche le hacía avances inquietantes.
Pero ya la mujer se había puesto de pie:
- ¿Tiene usted una moneda de a sol? Voy a poner un disco.
Arístides alargó presurosamente su moneda.
La mujer puso música suave y regresó. Arístides miró hacia la calle: no se veía
una sombra. Alentado por este detalle, presa de un repentino coraje, la invitó a bailar.
- Encantada - dijo la mujer, dejando su cigarrillo en el borde de la mesa y
despojándose de su chal de piel para descubrir unos hombros fláccidos, salpicados de
pecas.
Sólo cuando la tuvo cogida del talle - tieso y fajado bajo su mano inexperta -
tuvo la convicción Arístides de estar realizando uno de sus viejos sueños de solterón
pobre: tener una aventura con una mujer. Que fuera vieja o gorda era lo de menos. Ya
su imaginación la desplumaría de todos sus defectos. Mirando las repisas con botellas
que giraban a su alrededor, Arístides se reconciliaba con la vida y, desdoblándose, se
burlaba de aquel otro Arístides, lejano ya y olvidado, que temblaba de gozo una
semana sólo porque un desconocido se le acercaba para preguntarle la hora.

Cuando terminaron de bailar, regresaron a la mesa. Allí conversaron un


momento. La mujer le invitó una copa de coñac. Arístides aceptó hasta un cigarrillo.
- Nunca fumo - dijo -. Pero ahora lo hago, no sé por qué.
Su frase le pareció banal. La mujer se había echado a reír.
Arístides propuso otro baile.
- Cerraré antes las persianas - dijo la mujer, encaminándose hacia la terraza.

Bailaron aún. Arístides observó que el reloj de pared había marcado las dos
horas. A pesar de ello la mujer no se decidía a retirarse. Esto le pareció un buen
augurio e invitó a su vez un coñac. Empezó a sentirse un poco envanecido. Hizo
preguntas indiscretas con el objeto de crear un clima de intimidad. Se enteró que vivía
sola, que estaba separada de su marido. La había cogido de la mano.

- Bueno - dijo la dueña levantándose -. Es hora de cerrar el bar.


Conteniendo un bostezo, se dirigió hacia la puerta.
- Me quedo - dijo Arístides, con un tono imperioso que lo sorprendió.
A medio camino, la mujer se volvió:
- Claro. Está convenido - y continuó su marcha.
Arístides se tiró de los puños de la camisa, los volvió a esconder porque
estaban deshilachados, se sirvió otra copa, encendió un cigarrillo, lo apagó, lo
encendió otra vez. Desde la mesa observaba a la mujer y la lentitud de sus
movimientos lo impacientaba. Vio cómo cogía un vaso y lo llevaba hasta el mostrador.
Luego hacía lo mismo con un cenicero, con una taza. Cuando todas las mesas
quedaron limpias experimentó un enorme alivio. La mujer se dirigió hacia la puerta y
en lugar de cerrarla, quedó apoyada en el marco inmóvil, mirando hacia la calle.
- ¿Qué hay? - preguntó Arístides.
- Hay que guardar las mesas de la terraza.
Arístides se levantó, maldiciendo entre dientes. Para echarse prosa, avanzó
hacia la puerta mientras decía:
- Ésa es cosa de hombres.
Cuando llegó a la terraza sufrió un sobresalto: había una treintena de mesas
con su respectiva serie de sillas y ceniceros. Mentalmente calculó que en guardar
aquello tardaría un cuarto de hora.
- Si las dejamos afuera se las roban - observó la patrona.
Arístides empezó su trabajo. Primero recogió todos los ceniceros. Luego
empezó con las sillas.
- ¡Pero no en desorden! - protestó la mujer -. Hay que apilarlas bien para que
mañana el mozo haga la limpieza.
Arístides obedeció. A mitad de su labor sudaba copiosamente. Guardaba las
mesas, que eran de hierro y pesaban como caballos. La dueña, siempre en el dintel lo
miraba trabajar con una expresión amorosa. A veces, cuando él pasaba resoplando a
su lado, extendía la mano y le acariciaba los cabellos. Este gesto terminó de reanimar
a Arístides, por darle la ilusión de ser el marido cumpliendo sus deberes conyugales
para luego ejercer sus derechos.
- Ya no puedo más - se quejó al ver que la terraza seguía llena de mesas,
como si éstas se multiplicaran por algún encanto.
- Creí que eras más resistente - respondió la mujer con ironía.
Arístides la miró a los ojos.
- Valor, que ya falta poco - añadió ella, haciéndole un guiño.
Al cabo de media hora, Arístides había dejado limpia la terraza. Sacando su
pañuelo se enjugó el sudor. Pensaba si tamaño esfuerzo no comprometería su
virilidad. Menos mal que todo el bar estaba a su disposición y que podría reponerse
con un buen trago. Se disponía a ingresar al bar, cuando la mujer lo contuvo:
- ¡Mi macetero! ¿Lo vas a dejar afuera?
Todavía faltaba el macetero. Arístides observó el gigantesco artefacto a la
entrada de la terraza, donde un vulgar geranio se deshojaba. Armándose de coraje se
acercó a él y lo levantó en peso. Encorvado por el esfuerzo, avanzó hacia la puerta y,
cuando levantó la cabeza, comprobó que la mujer acababa de cerrarla. Detrás del
cristal lo miraba sin abandonar su expresión risueña.
- ¡Abra! - musitó Arístides.
La patrona hizo un gesto negativo y gracioso, con el dedo.
- ¡Abra! ¿No ve que me estoy doblando?
La mujer volvió a negar.
- ¡Por favor, abra, no estoy para bromas!
La mujer corrió el cerrojo, hizo una atenta reverencia y le volvió la espalda.
Arístides, sin soltar el macetero, vio cómo se alejaba cansadamente, apagando las
luces, recogiendo las copas, hasta desaparecer por la puerta del fondo. Cuando todo
quedó oscuro y en silencio, Arístides alzó el macetero por encima de su cabeza y lo
estrelló contra el suelo. El ruido de la terracota haciéndose trizas lo hizo volver en sí:
en cada añico reconoció un pedazo de su ilusión rota. Y tuvo la sensación de una
vergüenza atroz, como si un perro lo hubiera orinado.
Nacido de hombre y mujer, cuento de Richard Mathesson

Hoy cuando apareció la luz mamá me llamó monstruo. Eres un monstruo me


dijo. Vi en los ojos de mamá que estaba enojada. ¿Qué quiere decir monstruo?

Hoy cayó agua de arriba. Cayó por todas partes. Yo la vi. Vi la tierra por la
ventanita. La tierra se chupó el agua como una boca que tiene sed. Bebió demasiado y
se enfermó y se puso oscura. No me gustó.

Mamá es bonita yo sé. Donde yo duermo con todas las paredes frías alrededor
tengo un papel detrás de la estufa. Ahí dice “Estrellas de cine”. En las figuras veo
caras como las de mamá y papá. Papá dice que son bonitas. Una vez lo dijo. Y
también mamá dijo. Mamá tan bonita y yo bastante bien. Mírate dijo papá y no tenía
una cara buena. Le toqué el brazo y dije está bien papá. Papá se sacudió y se fue
donde yo no podía alcanzarlo.

Hoy mamá me sacó la cadena un rato así que pude mirar por la ventanita. Vi el
agua que caía de arriba. Hoy está amarillo arriba. Sé que lo miro y los ojos duelen.
Después de mirar el sótano es rojo. Me parece que eso es la iglesia. Se van de arriba.
La máquina grande los traga y camina y ya no está. En la parte de atrás está la
mamita. Es mucho más chica que yo. Yo soy grande. Es un secreto pero saqué la
cadena de la pared. Puedo ver por la ventanita todo lo que quiero.

Hoy cuando estuvo oscuro me comí la comida y unos bichos. Oí risas arriba. Me
gusta saber por qué hay risas. Saqué la cadena de la pared y me la envolví en el
cuerpo. Fui despacio a las escaleras. Gritan cuando yo las piso. Las piernas me
resbalan porque por las escaleras no camino. Los pies se me pegan a la madera. Subí
y abrí una puerta. Era un lugar blanco. Blanco como la luz blanca que viene de arriba a
veces. Entré y me quedé quieto. Oí otra vez risas. Caminé hasta el sonido y abrí un
poco una puerta y miré la gente. Era mucha gente. Pensé reír con ellos.

Mamá vino y empujó la puerta. Me golpeó y dolió. Caí para atrás en el piso liso y
la cadena hizo ruido. Lloré. Mamá silbó dentro de ella y se puso la mano en la boca.
Tenía los ojos grandes. Me miró. Oí que papá llamaba. Qué cayó dijo. Mamá dijo la
tabla de planchar. Ven a ayudarme dijo. Papá vino y dijo bueno es tan pesada qué
necesitas. Me vio y se puso grande. Los ojos de papá se enojaron. Me golpeó. El
líquido me salió de un brazo. El piso quedó verde y feo.

Papá me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. La luz me dolía ahora en los ojos.
No era como en el sótano abajo. Papá me ató los brazos y las piernas. Me puso en la
cama. Arriba oí risas mientras yo estaba quieto y miraba una araña negra que bajaba
a donde estaba yo. Pensé lo que dijo papá. Oh, dios dijo. ¡Y no tiene más que ocho!

Hoy papá puso otra vez la cadena en la pared antes de aparecer la luz. Tengo
que sacarla otra vez. Papá dijo que yo era malo si iba arriba. Me dijo que no lo haga
otra vez o me pegará fuerte. Eso duele. Me duele. Dormí de día y puse la cabeza en la
pared. Pensé en el lugar blanco de arriba. Saqué la cadena de la pared. Mamá estaba
arriba. Escuché risitas muy altas. Miré por la ventanita. Vi toda gente chiquita como
mamita y también papitos. Son hermosos. Estaban haciendo bonitos ruidos y saltaban
por la tierra. Movían mucho las piernas. Son como mamá y papá. Mamá dice que toda
la gente normal es así.

Uno de los papás pequeños me vio. Señaló la ventana. Yo me fui resbalando


por la pared hasta abajo en lo oscuro. Me apreté para que no me vieran. Oí las voces
junto a la ventana y pies que corrían. Arriba una puerta hizo ruido. Oí a la mamita que
llamaba arriba. Oí pies pesados y corrí al lugar de la cama. Puse la cadena en la pared
y me acosté mirando para abajo. Oí a mamá que venía. Estuviste en la ventana me
dijo. Escuché que estaba enojada. No te acerques a la ventana me dijo. Sacaste otra
vez la cadena. Mamá tomó el palo y me golpeó. No lloré. No puedo hacer eso. Pero mi
líquido corrió por toda la cama. Mamá lo vio y se fue para atrás haciendo un ruido. Oh
diosmíodiosmío dijo por qué me hiciste esto. Oí que el palo caía en el piso. Mamá
corrió y subió. Dormí de día.

Hoy había agua otra vez. Cuando mamá estaba arriba oí a la mamita que bajaba
los escalones. Me escondí en la carbonera porque mamá se enoja si la mamita me ve.
Mamita tenía una cosa pequeña viva. Caminaba en los brazos de ella y tenía las
orejas en punta. La mamita le hablaba. Todo estaba bien pero la cosa viva me olió.
Corrió a la carbonera y me miró con el pelo todo duro. Hacía un ruido enojado en la
garganta. Yo silbé pero la cosa saltó sobre mí. Yo no quería lastimarla. Tuve miedo
porque me mordió más fuerte que la rata. Yo la agarré y la mamita gritó. Apreté fuerte
la cosa viva. Hacía ruidos que yo nunca había oído. La apreté más. Estaba toda
aplastada y roja sobre el carbón negro. Me escondí ahí cuando mamá llamó. Yo tenía
miedo del palo. Mamá se fue. Subí por el carbón con la cosa. La escondí debajo de la
almohada y me acosté encima. Puse la cadena en la pared otra vez.

Hoy es otro día. Papá puso la cadena apretada. Me duele porque me golpeó.
Esta vez le saqué el palo de la mano y después hice ruido. Papá se fue y tenía la cara
blanca. Salió corriendo de mi lugar y cerró la puerta con llave. No estoy tan contento.
Todo el día hace frío aquí. La cadena tarda mucho en salir de la pared. Y estoy muy
enojado con mamá y papá. Les mostraré. Haré lo mismo que otro día. Primero gritaré
y me reiré fuerte. Correré por las paredes. Después me colgaré cabeza para abajo de
todas mis piernas y me reiré y echaré verde por todas partes hasta que ellos estén
tristes porque no fueron buenos conmigo.

Y si quieren golpearme otra vez los lastimaré. Sí los lastimaré.


Mago con serrucho de Ana María Shúa

Con el serrucho, el mago corta en dos la caja de donde asoman las piernas, los brazos
y la cabeza de su partenaire. La cara de la mujer, sonriente al principio, se deforma en
una mueca de miedo. En seguida empieza a gritar. Brota la sangre, la mujer aúlla
pidiendo socorro y mueve los brazos y las piernas con aparente desesperación
mientras la gente aplaude y se ríe. Al rato sólo se queja débilmente. Después se calla.
En otras épocas, recuerda el mago, el público era más exigente: pretendía que la
mujer volviera a aparecer intacta. Ahora, en cierto modo, todo es más fácil. Excepto
conseguir ayudante, claro.
La futura difunta de Richard Mathesson

El hombrecillo abrió la puerta y entró; fuera quedó la deslumbradora luz del sol. Aquel
hombrecillo larguirucho, de aspecto simple y ralo cabello gris, rondaría los cincuenta
años o poco más. Cerró la puerta sin hacer ruido y se quedó en el lóbrego vestíbulo,
en espera de que los ojos se le acostumbraran al cambio de luz. Vestía un traje negro,
camisa blanca y corbata negra. Su pálido rostro aparecía sin transpiración a pesar del
calor. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra, se quitó el
sombrero panamá y avanzó por el pasillo hasta el despacho: sus zapatos negros no
hicieron ruido alguno al pisar sobre la alfombra. El empleado de la funeraria levantó la
vista de su escritorio para saludarle.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes –repuso el hombrecillo, que tenía una voz suave.
- ¿Puedo ayudarle en algo?
- Sí –respondió el hombrecillo.
Con un ademán, el empleado de la funeraria le indicó la butaca que había del otro lado
de su escritorio y le dijo:
– Por favor.
El hombrecillo se sentó en el borde de la butaca y dejó el panamá sobre su regazo.
Observó que el empleado de la funeraria abría un cajón y sacaba un impreso.
Después, retiró una estilográfica negra de su base de ónice, y preguntó:
– ¿Quién es el difunto?
– Mi esposa –dijo el hombrecillo.
El empleado de la funeraria emitió un cloqueo de condolencia.
– Lo siento.
–Ya –replicó el hombrecillo con una mirada inexpresiva.
– ¿Cómo se llamaba?
– Marie Arnoid –respondió el hombrecillo en voz baja.
El de la funeraria escribió el nombre.
– ¿Dirección?
El hombrecillo se la dio.
– ¿Está ella allí ahora?
– Si, está allí –respondió el hombrecillo.
El otro asintió.
– Quiero que todo sea perfecto –dijo el hombrecillo–. Quiero lo mejor que haya.
– Claro, claro, por supuesto.
– No me importa lo que cueste –insistió el hombrecillo. Su garganta osciló cuando
tragó saliva.
– Ahora ya no me importa nada. Salvo esto.
– Lo comprendo –dijo el de la funeraria.
– Quiero lo mejor que tenga –volvió a insistir el hombrecillo–. Ella es preciosa. Debe
tener lo mejor.
– Lo comprendo.
– Siempre tenía lo mejor. Yo me encargaba de ello.
– Claro, claro.
– Asistirá mucha gente –comentó el hombrecillo–. Todo el mundo la quería. Es tan
hermosa..., tan joven...
Tiene que darle lo mejor. ¿Me comprende?
– A la perfección –le aseguró el de la funeraria–. Le garantizo que quedará más que
satisfecho.
– Es tan hermosa –repitió el hombrecillo–. Tan joven.
– No lo dudo –asintió el de la funeraria.
El hombrecillo permaneció sentado, sin moverse, mientras el empleado de la funeraria
le formulaba unas preguntas. El tono de voz del hombrecillo no varió mientras hablaba.
Sus ojos parpadeaban tan de vez en cuando que el empleado no los vio moverse ni
una sola vez. El hombrecillo firmó el impreso ya rellenado y se incorporó. El de la
funeraria hizo lo propio y rodeó el escritorio.
– Le garantizo que quedará usted satisfecho –dijo al tiempo que le tendía la mano.
El hombrecillo se la estrechó. La palma de su mano estaba seca y fría.
– Dentro de una hora iremos a su casa –le indicó el agente funerario.
– Perfecto –repuso el hombrecillo.
El empleado avanzó por el pasillo, al lado del cliente.
– Para ella quiero que todo sea perfecto –dijo el hombrecillo–. Sólo lo mejor.
– Todo saldrá tal como usted desea.
- Se merece lo mejor. –El hombrecillo miró al frente con fijeza–. Es tan hermosa. Todo
el mundo la quería.
Todo el mundo. Es tan joven, y tan hermosa...
– ¿Cuándo ha muerto? –preguntó entonces el de la funeraria.
El hombrecillo no pareció haberle oído. Abrió la puerta, salió a la luz del sol y se puso
el panamá. Había recorrido ya la mitad de la distancia que lo separaba de su coche
cuando, con una leve sonrisa en los labios, contestó:
– En cuanto llegue a casa.
Hombre del sur, de Roald Dahl

Eran cerca de las seis. Fui al bar a pedir una cerveza y me tendí en una hamaca a
tomar un poco el sol de la tarde.
Cuando me trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el jardín.
Era muy bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras repletas de cocos. El
viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un
ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas.
Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como mesitas y toldos
multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol estaban sentados aquí y allá en
traje de baño. Dentro de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban, gritando y
jugando al waterpolo, un poco en serio y un poco en broma.
Me quedé mirándolos. Las chicas eran unas inglesas del hotel en que me
hospedaba. A los chicos no los conocía, pero parecían americanos, seguramente
cadetes navales llegados en un barco militar que había anclado en el puerto aquella
mañana.
Llegué hasta allí y me metí bajo un toldo amarillo donde había cuatro asientos
vacíos, me serví la cerveza y me arrellané cómodamente con un cigarrillo entre los
dedos.
Los marinos americanos congeniaban bien con las inglesas. Buceaban juntos
bajo el agua y las hacían subir a la superficie sujetándolas por las piernas.
En aquel momento distinguí a un hombrecillo de edad, que caminaba
rápidamente por el mismo borde de la piscina. Llevaba un traje blanco, inmaculado, y
caminaba muy aprisa, dando un saltito a cada paso. Llevaba en la cabeza un gran
sombrero de paja e iba a lo largo de la piscina mirando a la gente y a las hamacas.
Se paró frente a mí y me sonrió, enseñándome dos hileras de dientes pequeños
y desiguales, ligeramente deslustrados.
Yo también le sonreí.
—Perdón. ¿Me puedo sentar aquí?
—Claro —dije yo—, tome asiento.
Dio la vuelta a la silla y la inspeccionó para su seguridad. Luego se sentó y cruzó
las piernas. Llevaba sandalias de cuero, abiertas, para evitar el calor.
—Una tarde magnífica —dijo—; las tardes son maravillosas aquí, en Jamaica.
No estaba yo seguro de si su acento era italiano o español, pero lo que sí sabía
de cierto era que procedía de Sudamérica, y además se le veía viejo, sobre todo
cuando se le miraba de cerca. Tendría unos sesenta y ocho o setenta años.
—Sí —dije yo—, esto es estupendo.
—¿Y quiénes son ésos?, pregunto yo. No son del hotel, ¿verdad?
Señalaba a los bañistas de la piscina.
—Creo que son marinos americanos —le expliqué—, mejor dicho, cadetes.
—¡Claro que son americanos! ¿Quiénes si no iban a hacer tanto ruido? Usted no
es americano, ¿verdad?
—No —dije yo—, no lo soy.
De repente uno de los cadetes americanos se detuvo frente a nosotros. Estaba
completamente mojado porque acababa de salir de la piscina. Una de las inglesas le
acompañaba.
—¿Están ocupadas estas sillas? —preguntó.
—No —contesté yo.
—¿Les importa que nos sentemos?
—No.
—Gracias —dijo.
Llevaba una toalla en la mano, y al sentarse sacó un paquete de cigarrillos y un
encendedor. Le ofreció a la chica, pero ella rehusó; luego me ofreció a mí y acepté
uno. El hombrecillo, por su parte, dijo:
—Gracias, pero creo que tengo un cigarro puro.
Sacó una pitillera de piel de cocodrilo y cogió un purito. Luego sacó una especie
de navaja provista de unas tijerillas y cortó la punta del cigarro puro.
—Yo le daré fuego —dijo el muchacho americano, tendiéndole el encendedor.
—No se encenderá con este viento.
—Claro que se encenderá. Siempre ha ido bien. El hombrecillo sacó el cigarro
de su boca y dobló la cabeza hacia un lado, mirando al muchacho con atención.
—¿Siempre? —dijo casi deletreándolo.
—¡Claro! Nunca falla, por lo menos a mí nunca me ha fallado.
El hombrecillo continuó mirando al muchacho.
—Bien, bien, así que usted dice que este encendedor no falla nunca. ¿Me
equivoco?
—Eso es —dijo el muchacho.
Tendría unos diecinueve o veinte años y su rostro, al igual que su nariz, era
alargado. No estaba demasiado bronceado y su cara y su pecho estaban
completamente llenos de pecas. Tenía el encendedor en la mano derecha, preparado
para hacerlo funcionar.
—Nunca falla —dijo sonriendo porque ahora exageraba su anterior jactancia
intencionadamente—, le prometo que nunca falla.
—Un momento, por favor.
La mano que sostenía el cigarro se levantó como si estuviera parando el tráfico.
Tenía una voz suave y monótona; miraba al muchacho con insistencia.
—¿Qué le parece si hacemos una pequeña apuesta? —le dijo sonriendo—.
¿Apostamos sobre si enciende o no su mechero?
—Apuesto —dijo el chico—. ¿Por qué no?
—¿Le gusta apostar?
—Sí, siempre lo hago.
El hombre hizo una pausa y examinó su puro y debo confesar que a mí no me
gustaba su manera de comportarse. Parecía querer sacar algo de todo aquello y
avergonzar al muchacho. Al mismo tiempo, me pareció que se guardaba algún secreto
para sí mismo.
Miró de nuevo al americano y dijo despacio:
—A mí también me gusta apostar. ¿Por qué no hacemos una buena apuesta
sobre esto? Una buena apuesta —repitió recalcándolo.
—Oiga, espere un momento —dijo el cadete—. Le apuesto veinticinco centavos
o un dólar, o lo que tenga en el bolsillo; algunos chelines, supongo.
El hombrecillo movió su mano de nuevo.
—Óigame, nos vamos a divertir: hacemos la apuesta. Luego subimos a mi
habitación del hotel al abrigo del viento y le apuesto a que usted no puede encender
su encendedor diez veces seguidas sin fallar.
—Le apuesto a que puedo —dijo el muchacho americano.
—De acuerdo, entonces..., ¿hacemos la apuesta?
—Bien, le apuesto cinco dólares.
—No, no, hay que hacer una buena apuesta. Yo soy un hombre rico y deportivo.
Ahora, escúcheme. Fuera del hotel está mi coche. Es muy bonito. Es un coche
americano, de su país, un Cadillac...
—¡Oiga, oiga, espere un momento! —El chico se recostó en la hamaca y
sonrió—. No puedo consentir que apueste eso, es una locura.
—No es una locura. Usted enciende su mechero y el Cadillac es suyo. Le
gustaría tener un Cadillac, ¿verdad?
—Claro que me gustaría tener un Cadillac. —El cadete seguía sonriendo.
—De acuerdo, yo apuesto mi Cadillac.
—¿Y qué apuesto yo? —preguntó el americano.
El hombrecillo quitó cuidadosamente la vitola del cigarro todavía sin encender.
—Yo no le pido, amigo mío, que apueste algo que esté fuera de sus
posibilidades. ¿Comprende?
—Entonces, ¿qué puedo apostar?
—Se lo voy a poner fácil. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, póngamelo fácil.
—Tiene que ser algo de lo cual usted pueda desprenderse y que en caso de
perderlo no sea motivo de mucha molestia. ¿Le parece bien?
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el dedo meñique de su mano izquierda.
—¿Mi qué? —dejó de reír el muchacho.
—Sí. ¿Por qué no? Si gana se queda con mi coche. Si pierde, me quedo con su
dedo.
—No le comprendo. ¿Qué quiere decir quedarse con mi dedo?
—Se lo corto.
—¡Rayos y truenos! ¡Eso es una locura! Apuesto un dólar. El hombrecillo se
reclinó en su asiento y se encogió de hombros.
—Bien, bien, bien —dijo—. No lo entiendo. Usted dice que su mechero se
enciende, pero no quiere apostar. Entonces, ¿lo olvidamos?
El muchacho se quedó quieto mirando a los bañistas de la piscina. De repente
se acordó de que tenía el cigarrillo entre sus dedos. Lo acercó a sus labios, puso las
manos alrededor del encendedor y lo encendió. Al momento, apareció una pequeña
llama amarillenta. El americano ahuecó las manos de tal forma que el viento no
pudiera apagar la llama.
—¿Me lo deja un momento? —le dije.
—¡Oh, perdón! Me olvidé de que usted también tenía el cigarrillo sin encender.
Alargué la mano para coger el encendedor, pero se incorporó y se acercó para
encendérmelo él mismo.
—Gracias —le dije. Él volvió a su sitio.
—¿Se divierte? ¿Lo pasa bien? —le pregunté.
—Estupendo —me contestó—, esto es precioso.
Hubo un silencio. Me di cuenta de que el hombrecillo había logrado perturbar al
chico con su absurda proposición. Estaba sentado muy quieto, y era evidente que la
tensión se iba apoderando de él. Empezó a moverse en su asiento, a rascarse el
pecho, a acariciarse la nuca y finalmente puso las manos en las rodillas y empezó a
tamborilear con los dedos. Pronto empezó a dar golpecitos con un pie, incómodo y
nervioso.
—Bueno, veamos en qué consiste esta apuesta —dijo al fin—, usted dice que
vamos a su cuarto y si mi mechero se enciende diez veces seguidas, gano un
Cadillac. Si me falla una vez, entonces pierdo el dedo meñique de la mano izquierda.
¿Es eso?
—Exactamente, ésa es la apuesta.
—¿Qué hacemos si pierdo? ¿Deberé sostener mi dedo mientras usted lo corta?
—¡Oh, no! Eso no daría resultado. Podría ser que usted no quisiera darme su
dedo. Lo que haríamos es atar una de sus manos a la mesa antes de empezar y yo
me pondría a su lado con una navaja, dispuesto a cortar en el momento en que su
encendedor fallase.
—¿De qué año es el Cadillac? —preguntó el chico.
—Perdón, no le entiendo.
—¿De qué año..., cuánto tiempo hace que tiene usted ese Cadillac?
—¡Oh! ¿Cuánto tiempo? Sí, es del año pasado, está completamente nuevo, pero
veo que no es un jugador. Ningún americano lo es.
Hubo una pausa. El muchacho miró primero a la inglesa y luego a mí.
—Sí —dijo de pronto—. Apuesto.
—¡Magnífico! —El hombrecillo juntó las manos por un momento—, ¡Estupendo!
Ahora mismo. Y usted, señor —se volvió hacia mí—, será tan amable de hacer de...
¿Cómo lo llaman ustedes? ¿Arbitro? ¿Juez?
Tenía los ojos muy claros, casi sin color, y sus pupilas eran pequeñas y negras.
—Bueno —titubeé yo—, esto me parece una tontería. No me gusta nada.
—A mí tampoco —dijo la inglesa. Era la primera vez que hablaba—. Considero
esta apuesta estúpida y ridícula.
—¿Le cortará de veras el dedo a este chico si pierde? —pregunté yo.
—¡Claro que sí! Yo le daré el Cadillac si gana. Bueno, vamos a mi habitación. Se
levantó.
—¿Quiere vestirse antes? —le preguntó.
—No —contestó el chico—. Iré tal como voy.
—Consideraría un favor que viniera usted con nosotros y actuara como arbitro.
Se volvió hacia mí.
—Muy bien, iré. Pero no me gusta nada esta apuesta.
—Venga usted también —dijo a la chica—. Venga y mirará.
El hombrecillo se dirigió por el jardín hacia el hotel. Se le veía animado y
excitado y al andar daba más saltitos que nunca.
—Vivo en el anexo —dijo—. ¿Quieren ver primero el coche? Está aquí.
Nos llevó hasta el aparcamiento del hotel y nos señaló un elegante Cadillac
verde claro, aparcado en el fondo.
—Es aquel verde. ¿Le gusta?
—Es un coche precioso —contestó el cadete.
—Muy bien, vamos arriba y veamos si lo gana.
Le seguimos al anexo y subimos las escaleras. Abrió la puerta y entramos en
una habitación doble, espaciosa, agradable. Había una bata de mujer a los pies de
una de las camas.
—Primero tomaremos un martini —dijo tranquilamente.
Las bebidas estaban en una mesilla, dispuestas para ser mezcladas. Había una
coctelera, hielo y muchos vasos. Empezó a preparar el martini.
Mientras tanto había hecho sonar la campanilla; se oyeron unos golpecitos en la
puerta y apareció una doncella negra.
—¡Ah! —exclamó é! dejando la botella de ginebra.
Sacó del bolsillo una cartera y le dio una libra a la doncella.
—Me va a hacer un favor. Quédese con esto. Vamos a hacer un pequeño juego
aquí. Quiero que me consiga dos..., no, tres cosas. Quiero algunos clavos; un martillo
y un cuchillo de los que emplean los carniceros. Lo encontrará en la cocina. ¿Podrá
conseguirlo?
—¡Un cuchillo de carnicero! —La doncella abrió mucho los ojos y dio una
palmada con las manos—. ¿Quiere decir un cuchillo de carnicero de verdad?
—Sí, exactamente. Vamos, por favor, usted puede encontrarme esas cosas.
—Sí, señor, lo intentaré. Haré todo lo posible por conseguir lo que pide.
Después de estas palabras salió de la habitación.
El hombrecillo fue repartiendo los martinis. Los bebimos con ansiedad, el
muchacho delgado y pecoso, vestido únicamente con el traje de baño; la chica inglesa,
rubia y esbelta, que vestía un bañador azul claro y no dejaba de mirar al muchacho por
encima de su vaso; el hombrecillo de ojos claros, con su traje blanco, inmaculado, que
miraba a la chica del traje de baño azul claro. Yo no sabía qué hacer. La apuesta iba
en serio y el hombre estaba dispuesto a cortar el dedo de su rival en caso de que
perdiera. Pero, ¡diablos!, ¿y si el chico perdía? Tendríamos que llevarlo urgentemente
al hospital en el Cadillac que no había podido ganar. Tendría gracia, ¿no es cierto?
En mi opinión, no habría por qué llegar a ese extremo.
—¿No les parece una apuesta muy tonta? —dije yo.
—Yo creo que es una buena apuesta —contestó el chico. Ya se había tomado
un martini doble.
—Me parece una apuesta estúpida y ridícula —dijo la chica—. ¿Qué pasará si
pierdes?
—No importa. Pensándolo un poco, no recuerdo haber usado jamás en mi vida
el dedo meñique de mi mano izquierda. Aquí está. —El chico se cogió el dedo—. Y
todavía no ha hecho nada por mí. ¿Por qué no voy a apostármelo? Yo creo que es
una apuesta estupenda.
El hombrecillo sonrió y tomó la coctelera para volver a llenar los vasos.
—Antes de empezar —dijo— le entregaré al árbitro la llave del coche.
Sacó la llave de su bolsillo y me la dio.
—Los papeles de propiedad y del seguro están en el coche —añadió.
La doncella volvió a entrar. En una mano llevaba un cuchillo de los que usan los
carniceros para cortar los huesos de la carne, y en la otra un martillo y una bolsita con
clavos.
—¡Magnífico! ¿Lo ha conseguido todo? ¡Gracias, gracias! Ahora puede
marcharse.
Esperó a que la doncella cerrara la puerta y entonces puso los objetos en una de
las camas y dijo:
—Ahora nos prepararemos nosotros. Luego se dirigió al muchacho:
—Ayúdeme, por favor, a levantar esta mesa. La vamos a correr un poco.
Era una mesa de escritorio del hotel, una mesa corriente, rectangular, de metro
veinte por noventa, con papel secante, plumas y papel. La pusieron en el centro de la
habitación y retiraron las cosas de escribir.
—Ahora —dijo— lo que necesitamos es un cordel, una silla y los clavos.
Cogió la silla y la puso junto a la mesa. Estaba tan animado como la persona que
organiza juegos en una fiesta infantil.
—Ahora hay que colocar los clavos.
Los clavó en la mesa con el martillo.
Ni el muchacho ni la chica ni yo nos movimos de donde estábamos. Con
nuestros martinis en las mano, observábamos el trabajo del hombrecillo. Le vimos
clavar dos clavos en la mesa a quince centímetros de distancia.
No los clavó del todo; dejó que sobresaliera una pequeña parte. Luego
comprobó su firmeza con los dedos.
«Cualquiera diría que este hijo de puta ya lo ha hecho antes —pensé yo—. No
duda un momento. La mesa, los clavos, el martillo, el cuchillo de cocina. Sabe
exactamente lo que necesita y cómo arreglarlo.»
—Ahora el cordel —dijo alargando la mano para cogerlo—, Muy bien, ya
estamos listos. Por favor, ¿quiere sentarse? —le dijo al chico.
El muchacho dejó su vaso y se sentó.
—Ahora ponga la mano izquierda entre esos dos clavos para que pueda atársela
donde corresponda. Así, muy bien. Bueno, ahora le ataré la mano a la mesa.
Puso el cordel alrededor de la muñeca del chico, luego lo pasó varias veces por
la palma de la mano y lo ató fuertemente a los clavos. Hizo un buen trabajo. Cuando
hubo terminado, al muchacho le era imposible despegar la mano de la mesa, pero
podía mover los dedos.
—Por favor, cierre el puño, excepto el dedo meñique. Tiene que dejar ese dedo
alargado sobre la mesa. ¡Excelente! ¡Excelente! Ahora ya estamos dispuestos. Coja el
encendedor con su mano derecha..., pero ¡espere un momento, por favor!
Fue hacia la cama y cogió el cuchillo. Volvió y se puso junto a la mesa,
empuñando con firmeza el arma cortante.
—¿Preparados? —dijo—. Señor arbitro, puede dar la orden de comenzar.
La inglesa estaba de pie, justo detrás del muchacho, sin decir una palabra. El
chico estaba sentado sin moverse, con el encendedor en la mano derecha mirando el
cuchillo. El hombrecillo me miraba.
—¿Está preparado? —le pregunté al muchacho.
—Preparado.
—¿Y usted? —al hombrecillo.
—Preparado también.
Levantó el cuchillo al aire y lo colocó a cierta distancia del dedo del chico,
dispuesto a cortar. El muchacho le observaba sin mover un miembro de su cuerpo.
Simplemente frunció las cejas y le miró ceñudamente.
—Muy bien —dije yo—, empiecen.
El muchacho me hizo una petición antes de comenzar:
—¿Quiere contar en voz alta el número de veces que lo enciendo? Por favor.
—Sí, lo haré.
Levantó la tapa del mechero y con el mismo dedo dio una vuelta a la ruedecita.
La piedra chispeó y apareció una llama amarillenta.
—¡Uno! —dije yo.
No apagó la llama, sino que colocó la tapa en su sitio y esperó unos segundos
antes de volverlo a encender.
Dio otra fuerte vuelta a la rueda y de nuevo apareció la pequeña llama al final de
la mecha.
—¡Dos!
El silencio era total. El muchacho tenía los ojos puestos en el encendedor. El
hombrecillo tenía el cuchillo en el aire y también miraba al encendedor.
—¡Tres!
—¡Cuatro!
—¡Cinco!
—¡Seis!
—¡Siete!
Desde luego era un mechero de los que funcionan a la perfección. La piedra
chisporroteó y la mecha se encendió. Observé el pulgar bajar la tapa y apagar la
llama. Luego, una pausa. El pulgar volvió a subirla otra vez. Era una operación de
pulgar, este dedo lo hacía todo.
Respiré, dispuesto a decir ocho. El pulgar accionó la rueda, la piedra chispeó y la
pequeña llama brilló de nuevo.
—¡Ocho! —dije yo al tiempo que se abría la puerta. Nos volvimos todos a la vez
y vimos a una mujer en la puerta, una mujer pequeña y de pelo negro, bastante vieja,
que se precipitó gritando:
—¡Carlos, Carlos!
Le agarró la muñeca y le cogió el cuchillo, lo arrojó a la cama, aferró al
hombrecillo por las solapas de su traje blanco y lo sacudió vigorosamente, hablando al
mismo tiempo aprisa y fuerte en un idioma que parecía español. Lo sacudía tan fuerte
que no se le podía ver. Se convirtió en una línea difusa y móvil como el radio de una
rueda.
Cuando paró y volvimos a ver al pequeño hombrecillo, ella le dio un empujón y lo
tiró a una de las camas como si se tratara de un muñeco. El se sentó en el borde y
cerró los ojos, moviendo la cabeza para ver si todavía podía torcer el cuello.
—Lo siento —dijo la mujer—, siento mucho que haya pasado esto.
Hablaba un inglés bastante correcto.
—Es horrible —continuó ella—. Supongo que todo ha ocurrido por mi culpa. Le
he dejado solo durante diez minutos para lavarme el cabello y ha vuelto a hacer de las
suyas.
Se la veía disgustada y preocupada.
El muchacho se estaba desatando la mano de la mesa. La inglesa y yo no
decíamos ni una palabra.
—Es una seria amenaza —dijo la mujer—. Donde nosotros vivimos ha cortado
ya cuarenta y siete dedos a diferentes personas y ha perdido once coches.
Últimamente le amenazaron con quitarle de en medio. Por eso lo traje aquí.
—Sólo habíamos hecho una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo desde
la cama.
—Supongo que habrá apostado un coche —dijo la mujer.
—Sí —contestó el cadete—, un Cadillac.
—No tiene coche. Ese es el mío, y esto agrava las cosas —dijo ella—, porque
apuesta lo que no tiene. Estoy avergonzada y lo siento muchísimo.
Parecía una mujer muy simpática.
—Bueno —dije yo—, aquí tiene la llave de su coche. La puse sobre la mesa.
—Sólo estábamos haciendo una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo.
—No le queda nada que apostar —dijo la mujer—, no tiene nada en este mundo,
nada. En realidad, yo se lo gané todo hace ya muchos años. Me llevó mucho, mucho
tiempo, y fue un trabajo muy duro, pero al final se, lo gané todo.
Miró al muchacho y sonrió tristemente. Luego alargo la mano para coger la llave
que estaba encima de la mesa.
Todavía ahora recuerdo aquella mano: sólo le quedaba un dedo y el pulgar.
Dirección equivocada de Julio Ramón Ribeyro

Ramón abandonó la oficina con el expediente bajo el brazo y se dirigió a la


avenida Abancay. Mientras esperaba el ómnibus que lo conduciría a Lince, se
entretuvo contemplando la demolición de las viejas casas de Lima. No pasaba un día
sin que cayera un solar de la colonia, un balcón de madera tallada o simplemente una
de esas apacibles quintas republicanas, donde antaño se fraguó más de una
revolución. Por todo sitio se levantaban altivos edificios impersonales, iguales a los
que había en cien ciudades del mundo. Lima, la adorable Lima de adobe y de madera,
se iba convirtiendo en una especie de cuartel de concreto armado. La poca poesía que
quedaba se había refugiado en las plazoletas abandonadas, en una que otra iglesia y
en la veintena de casonas principescas, donde viejas familias languidecían entre
pergaminos y amarillentos daguerrotipos.

Estas reflexiones no tenían nada que ver evidentemente con el oficio de Ramón:
detector de deudores contumaces. Su jefe, esa misma mañana, le había ordenado
hacer una pesquisa minuciosa por Lince para encontrar a Fausto López, cliente
nefasto que debía a la firma cuatro mil soles en tinta y papel de imprenta.

Cuando el ómnibus lo desembarcó en Lince, Ramón se sintió deprimido, como


cada vez que recorría esos barrios populares sin historia, nacidos hace veinte años
por el arte de alguna especulación, muertos luego de haber llenado algunos bolsillos
ministeriales, pobremente enterrados entre la gran urbe y los lujosos balnearios del
Sur. Se veían chatas casitas de un piso, calzadas de tierra, pistas polvorientas, rectas
calles brumosas donde no crecía un árbol, una yerba. La vida en esos barrios
palpitaba un poco en las esquinas, en el interior de las pulperías, traficadas por
caseros y borrachines.

Consultando su expediente, Ramón se dirigió a una casa de vecindad y recorrió


su largo corredor perforado de puertas y ventanas, hasta una de las últimas viviendas.

Varios minutos estuvo aporreando la puerta. Por fin se abrió y un hombre


somnoliento, con una camiseta agujereada, asomó el torso.

-¿Aquí vive el señor Fausto López?

-No. Aquí vivo yo, Juan Limayta, plomero.

-En estas facturas figura esta dirección -alegó Ramón, alargando su expediente.

-¿Y a mí qué? Aquí vivo yo. Pregunte por otro lado -y tiró la puerta.

Ramón salió a la calle. Recorrió aún otras casas, preguntando al azar. Nadie
parecía conocer a Fausto López. Tanta ignorancia hacía pensar a Ramón en una
vasta conspiración distrital destinada a ocultar a un0o de sus vecinos. Tan sólo un
hombre pareció recurrir a su memoria.

-¿Fausto López? Vivía por aquí pero hace tiempo que no lo veo. Me parece que
se ha muerto.

Desalentado, Ramón penetró en una pulpería para beber un refresco. Acodado


en el mostrador, cerca del pestilente urinario, tomó despaciosamente una coca-cola.
Cuando se disponía a regresar derrotado a la oficina, vio entrar en la pulpería a un
chiquillo que tenía en la mano unos programas de cine. La asociación fue instantánea.
En el acto lo abordó.
-¿De dónde has sacado esos programas?

-De mi casa, ¡de dónde va a ser?

-¿Tu papá tiene una imprenta?

-Sí.

-¿Cómo se llama tu papá?

-Fausto López.

Ramón suspiró aliviado.

-Vamos allí. Necesito hablar con él.

En el camino conversaron. Ramón se enteró que Fausto López tenía una


imprenta de mano, que se había mudado hacía unos meses a pocas calles de
distancia y que vivía de imprimir programas para los cines del barrio.

-¿Te pagan algo por repartir los programas?

-¿Mi papá? !Ni un taco! Los dueños de los cines me dejan entrar gratis a los
seriales.

En los barrios pobres también hay categorías. Ramón tuvo la evidencia de estar
hollando el suburbio de un suburbio. Ya los pequeños ranchos habían desaparecido.
Sólo se veían callejones, altos muros de corralón con su gran puerta de madera.
Menguaron los postes del alumbrado y surgieron las primeras acequias, plagadas de
inmundicias.

Cerca de los rieles el muchacho se detuvo.

-Aquí es -dijo, señalando un pasaje sombrío -. La tercera puerta. Yo me voy


porque tengo que repartir todo esto por la avenida Arenales.

Ramón dejó partir al muchacho y quedó un momento indeciso. Algunos chicos


se divertían tirando piedras en la acequia. Un hombre salió, silbando, del pasaje y
echó en sus aguas el contenido dudoso de una bacinica.

Ramón penetró hasta la tercera puerta y la golpeó varias veces con los puños.
Mientras esperaba, recordó las recomendaciones de su jefe: nada de amenazas,
cortesía señorial, espíritu de conciliación, confianza contagiosa. Todo esto para no
intimidar al deudor, regresar con la dirección exacta y poder iniciar el juicio y el
embargo.

La puerta no se abrió pero, en cambio, una ventana de madera, pequeña como


el marco de un retrato, dejó al descubierto un rostro de mujer. Ramón, desprevenido,
se vio tan súbitamente frente a esta aparición, que apenas tuvo tiempo de ocultar el
expediente a sus espaldas.

-¿Qué cosa quiere? ¿Qué hay? -preguntaba insistentemente la mujer.

Ramón no desprendió los ojos de aquel rostro. Algo lo fascinaba en él. Quizá el
hecho de estar enmarcado en la ventanilla, como si se tratara de la cabeza de una
guillotina.

-¿Qué quiere usted? -proseguía la mujer-. ¿A quién busca?


Ramón titubeó. Los ojos de la mujer no lo abandonaban. Estaba tan cerca de los
suyos que Ramón, por primera vez, se vio introducido en el mundo secreto de una
persona extraña, contra su voluntad, como si por negligencia hubiera abierto una carta
dirigida a otra persona.

-¡Mi marido no está! -insistía la mujer-. Se ha ido de viaje, regrese otro día, se lo
ruego...

Los ojos seguían clavados en los ojos. Ramón seguía explorando ese mundo
inespacial, presa de una súbita curiosidad pero no como quien contempla los objetos
que están detrás de una vidriera sino como quien trata de reconstruir la leyenda que
se oculta detrás de una fecha. Solamente cuando la mujer continuó sus protestas, con
voz cada vez más desfalleciente, Ramón se dio cuenta que ese mundo estaba
desierto, que no guardaba otra cosa que una duración dolorosa, una historia marcada
por el terror.

-Soy vendedor de radios -dijo rápidamente-. ¿No quiere comprar uno? Los
dejamos muy baratos, a plazos.

-¡No, no, radios no, ya tenemos, nada de radios! -suspiró la mujer y, casi
asfixiada, tiró violentamente el postigo.

Ramón quedó un momento delante de la puerta. Sentía un insoportable dolor de


cabeza. Colocando su expediente bajo el brazo, abandonó el pasaje y se echó a
caminar por Lince, buscando un taxi. Cuando llegó a una esquina, cogió el catapacio,
lo contempló un momento y debajo del nombre de Fausto López escribió: "Dirección
equivocada". Al hacerlo, sin embargo, tuvo la sospecha de que no procedía así por
justicia, ni siquiera por esa virtud sospechosa que se llama caridad, sino simplemente
porque aquella mujer era un poco bonita.
Colinas como elefantes blancos de Ernest Hemingway

DEL OTRO LADO del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado
no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de
rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de
cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las
moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una
mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona
llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego
seguía hacia Madrid.
—¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo
había puesto sobre la mesa.
—Hace calor —dijo el hombre.
—Tomemos cerveza.
—Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
—¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
—Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa
los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la
hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
—Parecen elefantes blancos —dijo.
—Nunca he visto uno —el hombre bebió su cerveza.
—No, claro que no.
—Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
—Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
—Anís del Toro. Es una bebida.
—¿Podríamos probarla?
—Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
—Cuatro reales.
—Queremos dos de Anís del Toro.
—¿Con agua?
—¿Lo quieres con agua?
—No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
—No sabe mal.
—¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
—Sí, con agua.
—Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
—Así pasa con todo.
—Sí —dijo la muchacha—. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno
ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
—Oh, basta ya.
—Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
—Bien, tratemos de pasar un buen rato.
—De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No
fue ocurrente?
—Fue ocurrente.
—Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y
probar bebidas?
—Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
—Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo
me refería al color de su piel entre los árboles.
—¿Tomamos otro trago?
—De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
—La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre.
—Es preciosa —dijo la muchacha.
—En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En
realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
—Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre
el aire.
La muchacha no dijo nada.
—Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y
luego todo es perfectamente natural.
—¿Y qué haremos después?
—Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
—¿Qué te hace pensarlo?
—Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las
sartas.
—Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
—Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
—Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
—Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si
no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
—¿Y tú de veras quieres?
—Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
—Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
—Te quiero. Tú sabes que te quiero.
—Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son
como elefantes blancos?
—Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya
sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
—Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
—No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
—Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
—¿Qué quieres decir?
—Yo no me importo.
—Bueno, pues a mí sí me importas.
—Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
—No quiero que lo hagas si te sientes así.
La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del
otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy
lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de
grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
—Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo
hacemos más imposible.
—¿Qué dijiste?
—Dije que podríamos tenerlo todo.
—Podemos tenerlo todo.
—No, no podemos.
—Podemos tener todo el mundo.
—No, no podemos.
—Podemos ir adondequiera.
—No, no podemos. Ya no es nuestro.
—Es nuestro.
—No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
—Pero no nos los han quitado.
—Ya veremos tarde o temprano.
—Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
—No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
—No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
—Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
—Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
—Me doy cuenta —dijo la muchacha.— ¿No podríamos callarnos un poco?
Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el
hombre la miró a ella y miró la mesa.
—Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres.
Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
—¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
—Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se
interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
—Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
—Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
—¿Querrías hacer algo por mi?
—Yo haría cualquier cosa por ti.
—¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían
etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
—Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
—Voy a gritar —dijo la muchacha.
La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos
portavasos de fieltro.
—El tren llega en cinco minutos —dijo.
—¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
—Que el tren llega en cinco minutos.
La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
—Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le
sonrió.
—De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las
otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la
gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la
gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de
cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él.
—Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.
El prodigioso miligramo de Juan José Arreola

.. .moverán prodigiosos miligramos. Carlos Pellicer

Una hormiga censurada por la sutileza de sus cargas y por sus frecuentes
distracciones, encontró una mañana, al desviarse nuevamente del camino, un
prodigioso miligramo.

Sin detenerse a meditar en las consecuencias del hallazgo, cogió el miligramo y se lo


puso en la espalda. Comprobó con alegría una carga justa para ella. El peso ideal de
aquel objeto daba a su cuerpo extraña energía: como el peso de las alas en el cuerpo
de los pájaros. En realidad, una de las causas que anticipan la muerte de las hormigas
es la ambiciosa desconsideración de sus propias fuerzas. Después de entregar en el
depósito de cereales un grano de maíz, la hormiga que lo ha conducido a través de un
kilómetro apenas tiene fuerzas para arrastrar al cementerio su propio cadáver.

La hormiga del hallazgo ignoraba su fortuna, pero sus pasos demostraron la prisa
ansiosa del que huye llevando un tesoro. Un vago y saludable sentimiento de
reivindicación comenzaba a henchir su espíritu. Después de un larguísimo rodeo,
hecho con alegre propósito, se unió al hilo de sus compañeras qué regresaban todas,
al caer la tarde, con la carga solicitada ese día: pequeños fragmentos de hoja de
lechuga cuidadosamente recortados. El camino de las hormigas formaba una delgada
y confusa crestería de diminuto verdor. Era imposible engañar a nadie: el miligramo
desentonaba violentamente en aquella perfecta uniformidad.

Ya en el hormiguero, las cosas empezaron a agravarse. Las guardianas de la puerta, y


las inspectoras situadas en todas las galerías, fueron poniendo objeciones cada vez
más serias al extraño cargamento. Las palabras "miligramo" y "prodigioso" sonaron
aisladamente, aquí y allá, en labios de algunas entendidas. Hasta que la inspectora en
jefe, sentada con gravedad ante una mesa imponente, se atrevió a unirlas diciendo
con sorna a la hormiga confundida: "Probablemente nos ha traído usted un prodigioso
miligramo. La felicito de todo corazón, pero mi deber es dar parte a la policía."

Los funcionarios del orden público son las personas menos aptas para resolver
cuestiones de prodigios y de miligramos. Ante aquel caso imprevisto por el código
penal, procedieron con apego a las ordenanzas comunes y corrientes, confiscando el
miligramo con hormiga y todo. Como los antecedentes de la acusada eran pésimos, se
juzgó que un proceso era de trámite legal. Y las autoridades competentes se hicieron
cargo del asunto.
La lentitud habitual de los procedimientos judiciales iba en desacuerdo con la ansiedad
de la hormiga, cuya extraña conducta la indispuso hasta con sus propios abogados.
Obedeciendo al dictado de convicciones cada vez más profundas, respondía con
altivez a todas las preguntas que se le hacían. Propagó el rumor de que se cometían
en su caso gravísimas injusticias, y anunció que muy pronto sus enemigos tendrían
que reconocer forzosamente la importancia del hallazgo. Tales despropósitos atrajeron
sobre ella todas las sanciones existentes. En el colmo del orgullo, dijo que lamentaba
formar parte de un hormiguero tan imbécil. Al oír semejantes palabras, el fiscal pidió
con voz estentórea una sentencia de muerte.

En esa circunstancia vino a salvarla el informe de un célebre alienista, que puso en


claro su desequilibrio mental. Por las noches, en vez de dormir, la prisionera se ponía
a darle vueltas a su miligramo, lo pulía cuidadosamente, y pasaba largas horas en una
especie de éxtasis contemplativo. Durante el día lo llevaba a cuestas, de un lado a
otro, en el estrecho y oscuro calabozo. Se acercó al fin de su vida presa de terrible
agitación. Tanto, que la enfermera de guardia pidió tres veces que se le cambiara de
celda. La celda era cada vez más grande, pero la agitación de la hormiga aumentaba
con el espacio disponible. No hizo el menor caso a las curiosas que iban a contemplar,
en número creciente, el espectáculo de su desordenada agonía. Dejó de comer, se
negó a recibir a los periodistas y guardó un mutismo absoluto.
Las autoridades superiores decidieron finalmente trasladar a un sanatorio a la hormiga
enloquecida. Pero las decisiones oficiales adolecen siempre de lentitud.

Un día, al amanecer, la carcelera halló quieta la celda, y llena de un extraño


resplandor. El prodigioso miligramo brillaba en el suelo, como un diamante inflamado
de luz propia. Cerca de él yacía la hormiga heroica, patas arriba, consumida y
transparente.

La noticia de su muerte y la virtud prodigiosa del miligramo se derramaron como


inundación por todas las galerías. Caravanas de visitantes recorrían la celda,
improvisada en capilla ardiente. Las hormigas se daban contra el suelo en su
desesperación. De sus ojos, deslumbrados por la visión del miligramo, corrían
lágrimas en tal abundancia que la organización de los funerales se vio complicada con
un problema de drenaje. A falta de ofrendas florales suficientes, las hormigas
saqueaban los depósitos para cubrir el cadáver de la víctima con pirámides de
alimentos.
El hormiguero vivió días indescriptibles, mezcla de admiración, de orgullo y de dolor.
Se organizaron exequias suntuosas, colmadas de bailes y banquetes. Rápidamente se
inició la construcción de un santuario para el miligramo, y la hormiga in-comprendida y
asesinada obtuvo el honor de un mausoleo. Las autoridades fueron depuestas y
acusadas de inepcia.

A duras penas logró funcionar poco después un consejo de ancianas que puso término
a la prolongada etapa de orgiásticos honores. La vida volvió a su curso normal gracias
a innumerables fusilamientos. Las ancianas más sagaces derivaron entonces la
corriente de admiración devota que despertó el miligramo a una forma cada vez más
rígida de religión oficial. Se nombraron guardianas y oficiantes. En torno al santuario
fue surgiendo un círculo de grandes edificios, y una extensa burocracia comenzó a
ocuparlos en rigurosa jerarquía. La capacidad del floreciente hormiguero se vio
seriamente comprometida.

Lo peor de todo fue que el desorden, expulsado de la superficie, prosperaba con vida
inquietante y subterránea. Aparentemente, el hormiguero vivía tranquilo y compacto,
dedicado al trabajo y al culto, pese al gran número de funcionarías que se pasaban la
vida desempeñando tareas cada vez menos estimables. Es imposible decir cuál
hormiga albergó en su mente los primeros pensamientos funestos. Tal vez fueron
muchas las que pensaron al mismo tiempo, cayendo en la tentación.

En todo caso, se trataba de hormigas ambiciosas y ofuscadas que consideraron,


blasfemas, la humilde condición de la hormiga descubridora. Entrevieron la posibilidad
de que todos los homenajes tributados a la gloriosa difunta les fueran discernidos a
ellas en vida. Empezaron a tomar actitudes sospechosas. Divagadas y melancólicas,
se extraviaban adrede del camino y volvían al hormiguero con las manos vacías.
Contestaban a las inspectoras sin disimular su arrogancia; frecuentemente se hacían
pasar por enfermas y anunciaban para muy pronto un hallazgo sensacional. Y las
propias autoridades no podían evitar que una de aquellas lunáticas llegara el día
menos pensado con un prodigio sobre sus débiles espaldas.

Las hormigas comprometidas obraban en secreto, y digámoslo así, por cuenta propia.
De haber sido posible un interrogatorio general, las autoridades habrían llegado a la
conclusión de que un cincuenta por ciento de las hormigas, en lugar de preocuparse
por mezquinos cereales y frágiles hortalizas, tenía los ojos puestos en la incorruptible
sustancia del miligramo.

Un día ocurrió lo que debía ocurrir. Como si se hubieran puesto de acuerdo, seis
hormigas comunes y corrientes, que parecían de las más normales, llegaron al
hormiguero con sendos objetos extraños que hicieron pasar, ante la general
expectación, por miligramos de prodigio. Naturalmente, no obtuvieron los honores que
esperaban, pero fueron exoneradas ese mismo día de todo servicio. En una ceremonia
casi privada, se les otorgó el derecho a disfrutar una renta vitalicia.

Acerca de los seis miligramos, fue imposible decir nada en concreto. El recuerdo de la
imprudencia anterior apartó a las autoridades de todo propósito judicial. Las ancianas
se lavaron las manos en consejo, y dieron a la población una amplia libertad de juicio.
Los supuestos miligramos se ofrecieron a la admiración pública en las vitrinas de un
modesto recinto, y todas las hormigas opinaron según su leal saber y entender.

Esta debilidad por parte de las autoridades, sumada al silencio culpable de la crítica,
precipitó la ruina del hormiguero. De allí en adelante cualquier hormiga, agotada por el
trabajo o tentada por la pereza, podía reducir sus ambiciones de gloria a los límites de
una pensión vitalicia, libre de obligaciones serviles. Y el hormiguero comenzó a
llenarse de falsos miligramos.

En vano algunas hormigas viejas y sensatas recomendaron medidas precautorias,


tales como el uso de balanzas y la confrontación minuciosa de cada nuevo miligramo
con el modelo original. Nadie les hizo caso. Sus proposiciones, que ni siquiera fueron
discutidas en asamblea, hallaron punto final en las palabras de una hormiga flaca y
descolorida que proclamó abiertamente y en voz alta sus opiniones personales. Según
la irreverente, el famoso miligramo original, por más prodigioso que fuera, no tenía por
qué sentar un precedente de calidad. Lo prodigioso no debía ser impuesto en ningún
caso como una condición forzosa a los nuevos miligramos encontrados.

El poco de circunspección que les quedaba a las hormigas desapareció en un


momento. En adelante las autoridades fueron incapaces de reducir o tasar la cuota de
objetos que el hormiguero podía recibir diariamente bajo el título de miligramos. Se
negó cualquier derecho de veto, y ni siquiera lograron que cada hormiga cumpliera con
sus obligaciones. Todas quisieron eludir su condición de trabajadoras, mediante la
búsqueda de miligramos.

El depósito para esta clase de artículos llegó a ocupar las dos terceras partes del
hormiguero, sin contar las colecciones particulares, algunas de ellas famosas por la
valía de sus piezas. Respecto a los miligramos comunes y corrientes, descendió tanto
su precio que en los días de mayor afluencia se podían obtener a cambio de una
bicoca. No debe negarse que de cuando en cuando llegaban al hormiguero algunos
ejemplares estimables. Pero corrían la suerte de las peores bagatelas. Legiones de
aficionadas se dedicaron a exaltar el mérito de los miligramos de más baja calidad,
fomentando así un general desconcierto.

En su desesperación de no hallar miligramos auténticos, muchas hormigas acarreaban


verdaderas obscenidades e inmundicias. Galerías enteras fueron clausuradas por
razones de salubridad. El ejemplo de una hormiga extravagante hallaba al día
siguiente millares de imitadoras. A costa de grandes esfuerzos, y empleando todas sus
reservas de sentido común, las ancianas del consejo seguían llamándose autoridades
y hacían vagos ademanes de gobierno.
Las burócratas y las responsables del culto, no contentas con su holgada situación,
abandonaron el templo y las oficinas para echarse a la busca de miligramos, tratando
de aumentar gajes y honores. La policía dejó prácticamente de existir, y los motines y
las revoluciones eran cotidianos. Bandas de asaltantes profesionales aguardaban en
las cercanías del hormiguero para despojar a las afortunadas que volvían con un
miligramo valioso. Coleccionistas resentidas denunciaban a sus rivales y promovían
largos juicios, buscando la venganza del cateo y la expropiación. Las disputas dentro
de las galerías degeneraban fácilmente en riñas, y éstas en asesinatos... El índice de
mortalidad alcanzó una cifra pavorosa. Los nacimientos disminuyeron de manera
alarmante, y las criaturas, faltas de atención adecuada, morían por centenares.

El santuario que custodiaba el miligramo verdadero se convirtió en tumba olvidada.


Las hormigas, ocupadas en la discusión de los hallazgos más escandalosos, ni
siquiera acudían a visitarlo. De vez en cuando, las devotas rezagadas llamaban la
atención de las autoridades sobre su estado de ruina y de abandono. Lo más que se
conseguía era un poco de limpieza. Media docena de irrespetuosas barrenderas
daban unos cuantos escobazos, mientras decrépitas ancianas pronunciaban largos
discursos y cubrían la tumba de la hormiga con deplorables ofrendas, hechas casi de
puros desperdicios.

Sepultado entre nubarrones de desorden, el prodigioso miligramo brillaba en el olvido.


Llegó incluso a circular la especie escandalosa de que había sido robado por manos
sacrílegas. Una copia de mala calidad suplantaba al miligramo auténtico, que
pertenecía ya a la colección de una hormiga criminal, enriquecida en el comercio de
miligramos. Rumores sin fundamento, pero nadie se inquietaba ni se conmovía; nadie
llevaba a cabo una investigación que les pusiera fin. Y las ancianas del consejo, cada
día más débiles y achacosas, se cruzaban de brazos ante el desastre inminente.

El invierno se acercaba, y la amenaza de muerte detuvo el delirio de las imprevisoras


hormigas. Ante la crisis alimenticia, las autoridades decidieron ofrecer en venta un
gran lote de miligramos a una comunidad vecina, compuesta de acaudaladas
hormigas. Todo lo que consiguieron fue deshacerse de unas cuantas piezas de
verdadero mérito, por un puñado de hortalizas y cereales. Pero se les hizo una oferta
de alimentos suficientes para todo el invierno, a cambio del miligramo original.

El hormiguero en bancarrota se aferró a su miligramo como a una tabla de salvación.


Después de interminables conferencias y discusiones, cuando ya el hambre mermaba
el número de las supervivientes en beneficio de las hormigas ricas, éstas abrieron la
puerta de su casa a las dueñas del prodigio. Contrajeron la obligación de alimentarlas
hasta el fin de sus días, exentas de todo servicio. Al ocurrir la muerte de la última
hormiga extranjera, el miligramo pasaría a ser propiedad de las compradoras.

¿Hay que decir lo que ocurrió poco después en el nuevo hormiguero? Las huéspedes
difundieron allí el germen de su contagiosa idolatría.

Actualmente las hormigas afrontan una crisis universal. Olvidando sus costumbres,
tradicionalmente prácticas y utilitarias, se entregan en todas partes a una
desenfrenada búsqueda de miligramos. Comen fuera del hormiguero, y sólo
almacenan sutiles y deslumbrantes objetos. Tal vez muy pronto desaparezcan como
especie zoológica y solamente nos quedará, encerrado en dos o tres fábulas
ineficaces, el recuerdo de sus antiguas virtudes.
Niña de nieve Cuento popular de Ucrania

Sentada en el rincón de la chimenea, la anciana suspiraba quedamente mientras


revolvía la sopa: nunca se había sentido tan triste. Muchos, muchos años habían
pasado y habían dejado el peso de los inviernos sobre sus hombros y habían
encanecido sus cabellos sin traerle siquiera un hijito. Tanto a ella como a su viejo y
querido esposo les apenaba su falta, porque fuera había muchos niños jugando en la
nieve. Les resultaba duro aceptar que ninguno fuera en verdad el suyo. Pero, ¡ay!,
ahora ya no les quedaban esperanzas de obtener tal bendición. No verían nunca un
gorrito de piel colgado de la repisa de la chimenea, ni dos zapatillas secándose junto al
fuego. El anciano trajo un haz de leña y se sentó. Luego, mientras oía a los niños
reírse y batir palmas, miró por la ventana. Allí estaban, bailando alegremente alrededor
del muñeco de nieve que acababan de hacer. Se sonrió al ver el evidente parecido
que el muñeco tenía con el alcalde del pueblo, tan gordo y pomposo era.

-Mira, Marusha -le dijo a su mujer-. Ven a ver el muñeco que han hecho.

Juntos ante la ventana, se rieron al ver cuánto se divertían los niños. De repente, el
anciano se volvió hacia Marusha con una brillante idea.

-Salgamos a ver si nosotros también podemos hacer un muñequito de nieve.


Pero la anciana se rió de él.

-¿Qué dirían los vecinos? Se burlarían de nosotros, seríamos el hazmerreír del pueblo.

Ya somos demasiado viejos para jugar como niños.

-Sólo uno pequeño, Marusha, solamente un muñeco pequeñín. Yo me ocuparé de que


nadie nos vea.

-De acuerdo, de acuerdo –dijo ella riéndose-, haremos lo que quieras, Youshko, como
siempre.

Dicho esto, apartó la olla del fuego, se puso un gorro y salieron. Al pasar junto a los
niños, se detuvieron y se quedaron jugando un momento con ellos, porque ahora ellos
también se sentían casi como niños. Luego avanzaron con dificultad por la nieve hasta
llegar a un bosquecillo; y, detrás de él, allí donde la nieve era blanca y hermosa y
nadie podía verlos, se sentaron a hacer el muñeco.

Youshko se empeñó en que debía ser muy pequeño y su mujer estuvo de acuerdo en
que debía tener casi el tamaño de un recién nacido. Arrodillados en la nieve,
modelaron el cuerpecito en un abrir y cerrar de ojos. Ahora únicamente les faltaba la
cabeza para finalizar. Dos gordas bolas de nieve formaron las mejillas y el rostro, y
una muy grande la cabeza. Luego colocaron un puñado para la nariz e hicieron dos
agujeros, uno a cada lado, a modo de ojos.

No bien estuvo terminado, retrocedieron para mirarlo, riéndose y aplaudiendo como


dos niños. De pronto, se detuvieron. ¿Qué había ocurrido? ¡Algo muy extraño, por
cierto! Allí donde estaban los agujeros, vieron dos melancólicos ojos azules que les
miraban. Luego, el rostro del pequeño muñeco dejó de ser blanco. Las mejillas se
volvieron redondas, tersas y brillantes, y dos labios rosados comenzaron a sonreírles.

Un soplo de viento barrió la nieve de la cabeza, transformándola en unos bucles muy


rubios que escapaban de un blanco gorro de piel y caían sobre sus hombros. Al mismo
tiempo, un poco de nieve, resbalando por el cuerpecito, cayó y tomó la forma de una
bonita prenda blanca. Luego, de repente y antes de que pudieran reaccionar, el
muñeco se había convertido en la más bella niñita que jamás hubieran visto.

Se miraron el uno al otro de soslayo e, incrédulos, se rascaron la cabeza. Pero aquello


era tan real como la vida misma. Allí ante ellos estaba de pie la niña, toda de rosa y
blanco. Estaba viva de verdad, pues corrió hacia ellos. Y cuando se agacharon para
alzarla, puso un brazo alrededor del cuello de la anciana y con el otro cogió el del
anciano y les dio a cada uno un beso y un abrazo.

Rieron y lloraron de felicidad y, luego, recordando súbitamente cuán reales pueden


parecer algunos sueños, se pellizcaron el uno al otro. Aun así no se creyeron seguros,
pues los pellizcos podían ser parte del sueño. Y, ante el temor de despertarse y que se
rompiera el encanto, arroparon rápidamente a la pequeña y emprendieron el regreso a
casa.

Por el camino encontraron a los niños, que todavía jugaban con su muñeco; las bolas
de nieve que les lanzaron por detrás eran muy reales, pero, aun así, también podían
haber sido parte del sueño. Aunque cuando estuvieron dentro de la casa y vieron la
chimenea, la olla de sopa junto al fuego, el haz de leña a un costado y todo tal cual lo
habían dejado, se miraron con lágrimas en los ojos y ya no volvieron a temer que todo
aquello fuera un sueño.

De pronto, allí estaban el gorrito blanco de piel colgando de la repisa de la chimenea y


los zapatitos secándose al calor del fuego, mientras la anciana cogía a la niña en su
regazo y le cantaba suavemente una nana. El anciano puso la mano sobre el hombro
de su esposa y ella alzó la vista.

-¡Marusha!

-¡Youshko!

-¡Al fin tenemos una niñita! La sacamos de la nieve, así que la llamaremos
Snegorotchka.

La anciana asintió con la cabeza y luego se besaron. Cuando terminaron de cenar se


fueron a la cama seguros de que, por la mañana temprano, encontrarían a la niña
todavía con ellos. Y no se equivocaron. Allí estaba, de pie entre los dos, parloteando y
riéndose. Pero había crecido y su cabello era ahora dos veces más largo que la noche
anterior. Cuando ella los llamó «papá» y «mamá», sintieron un placer tan grande como
si fueran jóvenes y estuvieran bailando ágilmente; pero, en lugar de bailar, se
abrazaron y lloraron de alegría.

Aquel día lo celebraron con un gran banquete. Marusha estuvo ocupada toda la
mañana cocinando todo tipo de delicias, mientras su marido daba vueltas por el pueblo
para reunir a los violinistas. Todos los niños y las niñas del lugar fueron invitados;
comieron, cantaron, bailaron y se divirtieron hasta el amanecer. Mientras volvían a
casa, las niñas hablaban de lo bien que lo habían pasado, pero los niños estaban muy
silenciosos; pensaban en la bella Snegorotchka, con sus ojos azules y sus dorados
cabellos.

Después de aquel día la pequeña de Marusha y Youshko jugó con los otros niños y les
enseñaba cómo hacer castillos y palacios de nieve con salones de mármol, tronos y
hermosas fuentes. Parecía que con la nieve y sus finos dedos podía hacer todo lo que
quisiera, como si se construyese ella misma. Todos estaban encantados, y, sobre
todo, cuando les enseñaba cómo bailaban los copos de nieve, primero con enérgicos
remolinos y luego suave y delicadamente, ninguno podía pensar en ninguna otra cosa
que en la Niña de Nieve. Era la pequeña reina mágica de los niños, la alegría de los
mayores y la luz de las vidas de Marusha y Youshko.

Pero ya se iban terminando los meses de invierno. Con pasos suaves y firmes se
retiraban de las cumbres de las montañas y se perdían detrás del horizonte. La tierra
comenzaba a cubrirse de verde, los árboles vestían su desnudez y los pájaros del año
anterior cantaban las canciones de este año. Las flores tempranas derramaban su
aroma en la brisa y una ráfaga de aire cálido acariciaba las mejillas y alentaba una
grata promesa en el aire. Los bosques, los prados y las fuentes estaban inquietos y
conmovidos y un nuevo espíritu todo lo envolvía: Era como si la Primavera, amarrada
durante el largo invierno, quisiese pegar el estirón definitivo para poder expandirse
libre.

Una tarde, Marusha, sentada en el rincón de la chimenea, mientras revolvía la sopa,


cantaba una canción, pues nunca se había sentido tan llena de felicidad. El anciano
Youshko acababa de traer un haz de leña que dejó en el suelo. Todo parecía igual que
aquella tarde de invierno cuando vieron a los niños bailando alrededor del muñeco de
nieve; pero lo que hacía que ahora todo fuera diferente era Snegorotchka, la luz de
sus ojos, que, sentada junto a la ventana, contemplaba la verde hierba y el follaje de
los árboles.

Youshko, que la estaba mirando, se dio cuenta de que su rostro estaba pálido y sus
ojos tenían un tono menos azul de lo habitual.

-¿No te sientes bien, pequeña? -le preguntó.

-No, padre -respondió con tristeza-. ¡Ay, añoro tanto la blanca nieve! La hierba verde
no es ni la mitad de bonita. Me gustaría que la nieve llegase otra vez.

-Pues ¡claro que sí! La nieve llegará nuevamente -contestó el anciano-. ¿Acaso no te
gustan las hojas de los árboles y las flores?

-No son tan bonitas como la pura nieve blanca -y la niña tembló.

Al día siguiente ella tenía un aspecto tan triste y estaba tan pálida que sus padres se
asustaron y se dirigieron una mirada de inquietud.

-¿Qué le pasa a la niña? -dijo Marusha.

Youshko movió la cabeza mirando alternativamente a Snegorotchka y al fuego.

-Hija mía -dijo al fin-, ¿Por qué no sales a jugar con los demás niños? Están todos
divirtiéndose en el bosque; pero he notado que ahora nunca juegas con ellos. ¿Por
qué, querida mía?

-Padre, no lo sé, pero mi corazón parece que se convierte en agua cuando el suave y
tibio viento me trae el perfume de las flores.

-Nosotros iremos contigo, hija mía -dijo el anciano-, pondré mi brazo sobre ti y te
protegeré del viento. Ven, te mostraremos todas las bellas flores del campo, te
diremos sus nombres y tú acabarás amándolas..

Marusha retiró la olla del fuego y los tres juntos salieron de casa. Youshko rodeó a la
niña con su brazo para protegerla del viento, pero no habían ido muy lejos cuando el
cálido perfume de las flores llegó hasta ellos flotando en la brisa, y la Niña de Nieve
tembló como una hoja. Los ancianos la besaron y consolaron y se dirigieron al campo,
al lugar donde crecían las flores más bonitas. De repente, mientras atravesaban un
bosquecillo de grandes árboles, un brillante rayo de sol se cruzó como un dardo y
Snegorotchka se puso la mano sobre los ojos y lanzó un grito de dolor.

Se detuvieron y la miraron. Por un momento, mientras se desmayaba en brazos del


anciano, sus ojos se encontraron con los suyos. Y por su rostro se deslizaban lágrimas
que, al caer, brillaban a la luz del sol. Y comenzó a volverse más y más pequeña,
hasta que al fin todo lo que quedó de Snegorotchka -Niña de Nieve, Nievecita- era una
gota de rocío brillando sobre la hierba, una lágrima que había caído en la corola de
una flor. Youshko la recogió con delicadez y, sin decir palabra, se la ofreció a
Marusha.

En ese preciso momento los dos ancianos, Marusha y Youshko, comprendieron que
su pequeña y querida niña estaba hecha simplemente de nieve y se había derretido al
calor del sol.
Pesadilla en amarillo de Frederic Brown

Despertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un


rato después de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para
hacer un desfalco por la mañana y cometer un asesinato por la noche.
Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella
noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había
escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta
en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por
la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso,
pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le
parecía divertida.
En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en
sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una
parte no había salido de ellas. Un año atrás había “tomado prestados” cinco mil
dólares para invertirlos en algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar
el dinero, pero lo había perdido. Luego había “tomado prestado” un poco más, para
jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel
momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo podría seguir
ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el
dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el
efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que
controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil
dólares, lo suficiente para el resto de su vida.
Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su
nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él.
La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El
motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la
cárcel, de suicidarse si llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto
que moriría de todas maneras si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una
esposa muerta tras él en lugar de una viva.
Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que
ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva.
También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a
buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración
después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para
satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento
exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba
viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en
seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en
encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más
ventaja.
En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo
estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de
si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo,
pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni
después se había vuelto importante. Miró el reloj.
Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la
oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra
descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la
puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió
sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro.
Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que
se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la
fiesta de cumpleaños gritaron a coro:
-¡Sorpresa!
BRILLANTE SILENCIO
Spencer Holst (Estados Unidos, 1926-2001)

Dos osos kodiak de Alaska formaban parte de un pequeño circo en que la pareja
aparecía todas las noches en un desfile empujando un carro cubierto. A los dos les
enseñaron a dar saltos mortales y volteretas, a sostenerse sobre sus cabezas y a
danzar sobre sus patas traseras, garra con garra y al mismo compás. Bajo la luz de los
focos, los osos bailarines, macho y hembra, fueron pronto los favoritos del público.

El circo se dirigió luego al sur, en una gira desde Canadá hasta California y, bajando
por Méjico y atravesando Panamá, entraron en Sudamérica y recorrieron los Andes a
lo largo de Chile, hasta alcanzar las islas más meridionales de la Tierra de Fuego. Allí,
un jaguar se lanzó sobre el malabarista y, después, destrozó mortalmente al domador.

Los conmocionados espectadores huyeron en desbandada, consternados y


horrorizados. En medio de la confusión, los osos escaparon. Sin domador, vagaron a
sus anchas, adentrándose en la soledad de los espesos bosques y entre los violentos
vientos de las islas subantárticas. Totalmente apartados de la gente, en una remota
isla deshabitada y en un clima que ellos encontraron ideal, los osos se aparearon,
crecieron, se multiplicaron y, después de varias generaciones, poblaron toda la isla. Y
aún más, pues los descendientes de los dos primeros osos se trasladaron a media
docena de islas contiguas. Setenta años después, cuando finalmente los científicos los
encontraron y los estudiaron con entusiasmo, descubrieron que todos ellos,
unánimemente, realizaban espléndidos números circenses.

De noche, cuando el cielo brillaba y había luna llena, se juntaban para bailar.
Formaban un círculo con los cachorros y otros osos jóvenes, y se reunían todos al
abrigo del viento, en el centro de un brillante cráter circular dejado por un meteorito
que había caído en un lecho de creta. Sus paredes cristalinas eran de creta blanca, su
suelo plano brillaba, cubierto de gravilla blanca, y bien drenado y seco. Dentro de él no
crecía vegetación. Cuando se elevaba la luna, su luz, reflejada en las paredes, llenaba
el cráter con un torrente de luz lunar, dos veces más brillante en el suelo del cráter que
en cualquier otro lugar próximo. Los científicos supusieron que, en principio, la luna
llena recordó a los dos osos primigenios la luz de los focos del circo y, por tal razón,
bailaban bajo ella. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué música hacía que sus
descendientes también bailaran?

Garra con garra, al mismo compás… ¿qué música oirían dentro de sus cabezas
mientras bailaban bajo la luna llena en la aurora austral, mientras danzaban en
brillante silencio?
La cebra cuentista - Spencer Holst

Hubo una vez un gato de Siam que pretendía ser un león y que chapurreaba el
cebraico. Este idioma es relinchado por la raza de caballos africanos rayas.

He aquí lo que sucede: una cebra inocente está caminando por la jungla y por el otro
lado se aproxima el gatito; ambos se encuentran.
“¡Hola!- dice el gato siamés en cebraico pronunciado a la perfección-. Realmente es un
lindo día, ¿No? ¡El sol brilla, los pájaros cantan, el mundo es hoy un hermoso lugar
para vivir!”

La cebra se asombra tanto de escuchar a un gato siamés que habla como una cebra,
que queda en condiciones de ser maniatada. De modo que el gatito rápidamente la
ata, la asesina y arrastra los despojos mejores a su guarida.

El gato cazó cebras con éxito durante muchos meses de esta manera, saboreando
filete mignon de cebra cada noche, y con los mejores cueros hizo corbatas de moño y
cinturones anchos, a la moda de los decadentes príncipes de la Antigua Corte de
Siam.

Empezó a vanagloriarse ante sus amigos de ser un león, y como prueba les ofrecía el
hecho de que cazaba cebras.

Los delicados hocicos de las cebras les advirtieron que en realidad no había león
alguno en las cercanías. Las muertes de las cebras provocaron que muchas de éstas
soslayaran la región. Supersticiosas, resolvieron que la selva estaba hechizada por el
espíritu de un león.

Un día la cebra cuentista deambulaba por ahí, y en su mente se cruzaban argumentos


de historias para divertir a las otras cebras, cuando repentinamente sus ojos se
iluminaron y exclamó: “¡Eso es!¡Contaré la historia del gato siamés que aprende a
hablar en nuestro idioma! ¡Qué historia! ¡Esto las hará reír!”

En este precioso momento apareció ante ella el gato siamés y le dijo: “¡Hola! ¡Qué
lindo día es hoy! ¿No es cierto?”

La cebra cuentista no quedó en condiciones de ser atrapada al escuchar un gato que


hablaba su idioma, porque había estado pensado justamente eso.

Miró fijamente al gato, y sin saber por qué, hubo algo en su aspecto que no le gustó,
de modo que le dio una coz y lo mató.

Tal es la función del cuentista.


Olor a cebolla de Camilo José Cela

Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.

-Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.

-Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra ventana?

-No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las
manos me huelen a cebolla.

La mujer era la imagen de la paciencia.

-¿Quieres lavarte las manos?

-No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.

-Tranquilízate.

-No puedo, huele a cebolla.

-Anda, procura dormir un poco.

-No podría, todo me huele a cebolla.

-Oye,¿ quieres un vaso de leche?

-No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme muy de prisa,
cada vez huele más a cebolla.

-No digas tonterías.

-¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla!

El hombre se echó a llorar.

-¡Huele a cebolla!

-Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.

-¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!

La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.

-¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!

-Como quieras.

La mujer cerró la ventana.

-Oye, quiero agua en una taza; en un vaso, no.

La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.


La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un
hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.

El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un
dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy
larga.

-¡Ay!

El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba
vacía.

Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio. -¿Qué pasa?

La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:

-Nada, que olía un poco a cebolla.


Abuelita de Hans Christian Andersen

Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus
ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es
dulce, y da gusto mirarlos.

También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de


una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas
y esto nadie lo duda, pues ya vivía mucho antes que papá y mamá, incluso antes que
hubiera luz eléctrica.

Tiene un libro de cuentos con recias cantoneras de plata; lo lee con mucha frecuencia.
En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una
sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así
la marchita rosa de su libro de cuentos? ¿No lo sabéis? Cada vez que las lágrimas de
Abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se
impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en
derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose
entre el follaje, y Abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y
redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus
ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de Abuelita.

Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso y apuesto. Huele la rosa y ella
sonríe -¡pero ya no es la sonrisa de Abuelita!-, sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha
marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras;
el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cuentos, y… Abuelita vuelve
a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.

Ahora Abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una


larga y maravillosa historia.

-Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñecito.

Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y


más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo
bañaba el sol… y entonces dijeron que estaba muerta.
La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos.
¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas
habían desaparecido y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco
como plata y no daba miedo mirarla. Era siempre Abuelita, tan buena y tan querida.
Colocaron el libro de cuentos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido, con la rosa
entre las páginas. Y así enterraron a Abuelita.

En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció


espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí y desde la iglesia el órgano
desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro de cuentos, colocado
bajo la cabeza de Abuelita.

La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero Abuelita no estaba allí; los niños podían ir
por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben
mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que
nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros y por eso no
vuelven.

Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cuentos, con todas sus
hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, también se ha convertido en polvo.
Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y el órgano
suena y sigue vivo el recuerdo de la vieja Abuelita, con los dulces y queridos ojos
eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a Abuelita, joven
y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace
ahora en la tumba convertida en polvo...
Cabeza rapada de Jesús Fernández Santos

Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose hasta
caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero, aparecía
oscura del sudor y el sol, como las piernas con sus largos pantalones de pana. No
había cumplido los diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de
aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los frondosos eucaliptos, envueltos en
remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo: los rincones de los bancos, las
vías… Menudas y rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul, llenaban todos
los huecos por pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.

Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando
su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una hoguera en que el
guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptos esparciendo al aire un agradable
olor a monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones,
hasta que el chico se puso a toser de nuevo.

-¿Te duele? -le pregunté.

Y contestó:
-Un poco -hablando como con gran trabajo.

-Podemos estar un poco más, si quieres.

Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles flotando sobre nosotros,
cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos subía; y,
más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa
pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas.

El chico volvió a quejarse.


-¿Te duele ahora?

-Aquí, un poco…

Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada como
las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía miedo. Yo
también, pero me esforzaba en tranquilizarle.
-No te apures; ya pasará como ayer.

-¿Y si no pasa?

-¿Te duele mucho?

El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el
cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz
anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera que
ardía.

-Ese chico no está bueno…

-¡Qué va! No es más que frío…

El chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.

-No está bueno…

Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.

-Va a coger una pulmonía, ahí sentado.

Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.

-Vamos -dije-; vámonos.

Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda.

Mientras andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con
la mano, al tiempo que le decía:

-¡Que no es nada, hombre!

Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás las voz del otro:

-¡Le debía ver un médico!


-¡Ya lo vio ayer!

Esto pasó con el médico: como no conocíamos a nadie fuimos al hospital, y nos
pusimos a la cola de la consulta, enana habitación alta y blanca, con un ventanillo de
cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos abriéndose constantemente.
La gente aguardaba en bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en
silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abrió una de la
puertas, diciendo: “Otro”, y el que en aquel momento salía, saludaba: “Buenos días,
doctor”.

Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin
saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos miraron las baldosas, como
si cada cual no pudiera soportar la mirada de los otros, y un hombre joven, de cara
macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.

El médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí. Nos dio un papel
con unas señas para que fuéramos al día siguiente.

-¿Es hermano tuyo?

-No.

Al día siguiente no fuimos adonde el papel decía.

Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado.
Sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba:
“Está muy mal. No tiene dinero. No se pude poner bien porque no tiene dinero. Está
del pecho. Está listo. Si pidiera a la gente que pasa no reuniría ni diez pesetas. Se
tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el
mundo. Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo, se moriría.”

Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.

-Con el calor se te quita.

Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al
fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado
porque padecía del corazón, y sólo para los buenos clientes se levantaba. Tres
paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del
exprés y los golpes de fichas sobre el mármol.

Sólo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba igual:
el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros jugando, y el que
andaba en la radio con los botones en la mano. La música y la luz parecían ir a
desaparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como un mal recuerdo,
negro y triste.

En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar.


Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyando el él su
espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la mano me
cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.

-No llores -le dije.

-Me voy a morir.

-No te vas a morir, no te mueres…


¿Qué hice el domingo? de Quim Monzó.

El domingo fue un día en que hizo mucho sol y fui a pasear con papá y mamá. Mamá
llevaba un vestido beige con una rebeca de color blanco hueso, y papá un pulóver azul
Raf y unos pantalones grises y una camisa blanca, abierta. Yo llevaba un jersey de
cuello cerrado, azul como el pulóver de papá pero más claro, y una chaqueta marrón y
unos pantalones también marrones, un poco más claros que la chaqueta, y unas
wambas rojas. Mamá llevaba unos zapatos claros y papá unos negros. Por la mañana
paseamos y a media mañana fuimos a desayunar a las Balmoral. Pedimos un suizo y
una ensaimada rellena, y yo pedí cruasanes. Luego fuimos a ver las flores, y las había
rojas y amarillas y blancas y rosas, e incluso azules, que papá dijo que eran teñidas, y
plantas verdes y violetas, y pájaros grandes y pequeños, y papá compró el periódico
en un quiosco. También fuimos a mirar escaparates, y, una vez que llevábamos
mucho rato delante de un escaparate con jerseys, papá le dijo a mamá que se diera
prisa. Y luego, en una plaza, nos sentamos en un banco verde, y había una señora
mayor con el pelo blanco y las mejillas muy rojas, como tomates, que daba pan a las
palomas, y me recordaba a la yaya, y papá leía el periódico todo el rato y yo le pedí
que me dejase mirar los dibujos y me dejó medio periódico y me dijo que no lo
estropeara. Luego, cuando ya subíamos a casa, mamá, como papá estaba todo el rato
leyendo el periódico, le dijo que siempre lo estaba leyendo y que ya estaba harta: que
lo leía en casa, desayunando, comiendo, en la calle, caminando o en el bar, o cuando
paseábamos. Y papá no dijo nada y continuó leyendo y mamá le insultó y luego era
como si lo sintiese, y me dio un beso, y luego, mientras mamá estaba en la cocina
preparando el arroz, papá me dijo no le hagas caso. Comimos arroz caldoso, que no
me gusta, y carne con pimientos fritos. Los pimientos fritos me gustan mucho pero la
carne no, que está muy cruda, porque mamá dice que así está más rica, pero a mí no
me gusta. Me gusta más la carne que dan en el colegio, bien quemadita. En el colegio
no me gustan nunca los primeros platos. En cambio, en casa me dan vino con
gaseosa. En el colegio no. Luego, por la tarde, vinieron mis titos con mi primo, y mis
titos se pusieron a hablar en la sala, con mis papás, y a tomar café, y mi primo y yo
fuimos a jugar al jardín, y allí jugamos a madelmanes y al futbolín, a la pelota y con el
camión de bomberos y a guerras de astronautas, y mi primo se puso muy tonto porque
perdía, y a mí es que mi primo me molesta mucho, porque no sabe perder, y tuve que
soltarle un guantazo y se puso a llorar muy fuerte, y vinieron mi mamá y mi tita y mi
tito, y mamá dijo qué ha pasado y, antes de que yo le contestara, mi primo dijo me ha
pegado y mi mamá me dio una bofetada y yo también me puse a llorar y volvimos
todos a la sala, y mamá me cogía de la mano y papá leía el periódico y fumaba un
puro que le había traído el tito, y mamá le dijo los niños están en el jardín, matándose,
y tú aquí, tan tranquilo, repantigado. La tita dijo que no pasaba nada, pero mamá le
dijo que siempre era lo mismo, que a veces se hartaba. Luego los titos se fueron y,
mientras se iban, mi primo me sacó la lengua y yo también se la saqué, y papá puso el
televisor, porque daban fútbol, y mamá le dijo que cambiase de canal, que en el
segundo ponían una película y papá dijo que estaba viendo el partido y que no.

Luego fui al jardín, a ver la muñeca que tengo enterrada allí, al lado del árbol, y la
saqué y la acaricié y la reñí porque no se había lavado las manos para comer y luego
la volví a enterrar, y fui a la cocina, y mamá lloraba y le dije que no llorase. Luego me
senté en el sofá, al lado de papá, y vi un rato el partido, pero luego me aburría y miré a
papá, que era como si tampoco viese el partido y como si tuviera la cabeza en otra
parte. Luego pusieron anuncios, que es lo que más me gusta, y luego la segunda parte
del partido, y fui a ver a mamá, que estaba preparando la cena, y luego cenamos y
pusieron una película de dibujos animados y las noticias, y una película antigua, de
una artista que no sé cómo se llama, que era rubia y muy guapa y muy pechugona.
Pero entonces me mandaron a dormir porque era tarde y subí las escaleras y me fui a
la cama, y desde la cama oía la película y cómo discutían mis papás, pero con el ruido
del televisor no podía oír bien lo que decían. Luego se peleaban a gritos y bajé de la
cama para acercarme a la puerta y entender lo que decían, pero como todo estaba a
oscuras no veía bien, sólo el claro de luna que entraba por la ventana que da al jardín
y, como no veía bien, tropecé y tuve que volver a la cama con miedo por si venían a
ver qué había sido aquel ruido, pero no vinieron. Yo escuchaba cómo continuaban
discutiendo. Ahora lo oía mejor porque se ve que habían apagado el televisor, y papá
le decía a mamá que no le molestara y la insultaba y le decía que no tenía ambiciones,
y mamá también le insultaba y le decía no sé si que se fuese de casa o que se iría
ella, y decía el nombre de una mujer y la insultaba, y luego oí que se rompía alguna
cosa de cristal y luego oí gritos más fuertes, y eran tan fuertes que no se entendían, y
luego oí un gran grito, mucho más fuerte, y luego ya no oí nada. Luego oí mucho ruido,
pero flojito, como cuando para fregar arrastran los módulos del tresillo. Oí que se
cerraba la puerta del jardín y entonces volví a salir de la cama y oí ruido fuera y miré
por la ventana, y tenía frío en los pies, porque iba descalzo, y fuera estaba oscuro y no
se veía nada, y me pareció que papá cavaba al lado del árbol y tuve miedo de que
descubriese la muñeca y me castigara, y volví a la cama y me tapé bien, incluso la
cara, escondida bajo las sábanas y a oscuras y los ojos bien cerrados. Oí que dejaban
de cavar y luego unos pasos que subían las escaleras y me hice el dormido y oí que
se abría la puerta del cuarto y pensé que debían de estar mirándome, pero yo no vi
quién me miraba, porque me hacía el dormido y por eso no lo vi. Luego cerraron la
puerta y me dormí y al día siguiente, ayer, papá me dijo que mamá se había ido de
casa y luego vinieron señores que preguntaban cosas y yo no sabía qué contestar y
todo el rato lloraba, y me llevaron a vivir a casa de los titos, y mi primo siempre me
pega, pero eso ya no fue el domingo.
La mujer del bandido de Andrés Ibáñez

En la provincia del Río del Norte se cuentan muchas historias de la mujer del
bandido San. Algunos dicen que era una hija de un recaudador de impuestos; otros
aseguran que era de sangre noble, lo cual no es probable. La mujer del bandido San
se llamaba Camelia Blanca. La raptaron los bandidos cuando casi era una niña, y se la
llevaron con ellos a la Montaña de la Nube (que para algunos es la montaña del alma),
pasando por el desfiladero de Qi, para presentársela al rey de los bandidos, el
todopoderoso San. En total eran cinco cautivos, Camelia Blanca, sus padres, una
anciana criada y una doncella.
San estaba entonces en la cúspide de su poder. Dominaba toda la región, y su
fama se extendía sin cesar a través de las llanuras, se filtraba por los pasos y los
desfiladeros que atraviesan las montañas, se deslizaba en las barcazas que fluyen río
abajo, avanzaba pausada pero imparable con las caravanas. El propio emperador
estaba preocupado.
Camelia Blanca no era especialmente hermosa. Era muy morena, muy delgada
y huesuda, tenía ojillos vivaces y brillantes, labios finos y secos. Incluso entonces,
cuando casi era una niña, la expresión de su rostro era ya desconfiada y arrogante.
Todos los cautivos se arrodillaron frente al bandido San, con la esperanza de salvar su
vida. Todos menos Camelia Blanca.
-Toca el suelo con la frente, muchacha -le dijeron los alcaldes del bandido. Uno
de ellos se acercó para golpearla con la espada, pero el bandido le detuvo con un
gesto.
-¿No me tienes miedo? -le dijo a la niña.
-Sí -dijo ella, que estaba temblando de pies a cabeza-. Pero sé que me vas a
matar de todos modos. Si muero mirando a la tierra, iré a los infiernos. Prefiero morir
mirando al cielo.
El bandido soltó una carcajada.
-Niña -le dijo-. ¿Tú crees en esas cosas? No existen ni el cielo ni el infierno.
-Eso ni tú ni yo lo sabemos -dijo Camelia Blanca.
El bandido quedó en silencio y se puso a rascarse la barba, signo de que
estaba pensando profundamente. La muchacha estaba allí frente a él, mirándole a los
ojos, mientras los otros cautivos seguían postrados en el suelo, con la frente tocando
el polvo.
-¿Quieres salvar tu vida? -preguntó el bandido-. Te perdonaré la vida si matas
a los otros.
Camelia Blanca rechazó la espada que le ofrecían y eligió una daga corta. Uno
por uno fue matando a los otros cuatro, pero antes de cortarles la garganta les decía
que levantaran el rostro y miraran al cielo, país de la garza y del halcón, morada de los
inmortales.
Tercera historia de Giovanni Guareschi

¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la


hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que
me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la
Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un
ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener
unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.
-¿Quieres hacerme de escalera? -le dije.
La muchacha dejó la cesta y yo trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de
ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa.
-Extiende el delantal, que vamos a medias -dije a la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
¿No te agradan las ciruelas? -pregunté.
-Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí – me dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de
peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada
como una mujer.
-Tú tomas el pelo a la gente -exclamé mirándola enojado; pero yo soy capaz de
romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el camino.
-¡Adiós, larguirucha! -le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no
podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que había aprendido en
Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí
la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
-¿Se podría saber por qué me miras así? -le pregunté echándome a un lado la visera
de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás
había visto.
-Yo no te miro -contestó tímidamente.
Subí a mi bicicleta.
-¡Cuídate, larguirucha! -le grité. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y
me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como
un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y
lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la
bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi
encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo
me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a
nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano
hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía
levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y
era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me
dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la
Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando
del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas,
frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera
cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás
desmontaba: tomaba el manillar a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del
manillar y saqué una piquetilla.
-Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él -dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
-¿Por qué hablas así? me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
-Porque sí –contesté-. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo.
-Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más –dijo–. Si al menos tuvieras
dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
-Pues espera a que yo tenga dieciocho años –grité-. Y cuidado con verte en compañía
de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de
mujeres, me largaba. Me importaban poco las mujeres, pero ésa no debía hacerse la
estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos.
Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la
Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
-Adiós -le decía al pasar.
-Adiós -me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
-Tengo dieciocho años -le dije. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la
estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía
siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como
antes.
-Tú tienes dieciocho años -me contestó-, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me
apedrearían si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
-¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo señas de que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
-Los muchachos –exclamé- antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.
-Decía por decir -explicó la muchacha-. No está bien que una mujer vaya de paseo con
un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!…
Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
-Querida mía, ¿por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el
servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás
de nuevo la historia.
-No -contestó la muchacha- entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre
veintiuno y veintiséis es otra. Cuanto más se vive, menos cuentan las diferencias de
edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
-En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar – dije saltando
en la bicicleta-. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, te romperé la cabeza
aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí.
Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a
las filas, le grité:
-Mañana parto para alistarme.
-Hasta la vista – contestó la muchacha.
-Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de
fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede
decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin
vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me
salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde
diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí,
esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había
dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
-Concluí -le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere
decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisional.
-Es muy linda – contestó la muchacha.
Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
-¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? -pregunté.
La muchacha suspiró.
-Lo siento, pero el árbol se quemó.
-¿Se quemó? -dije con asombro. ¿De cuándo acá los ciruelos se queman?
-Hace seis meses -contestó la muchacha-. Una noche prendió el fuego en el pajar y la
casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos. Todo se ha
quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo
rojo.
-¿Y tú? -le pregunté.
-También yo -dijo con un suspiro-; también yo como todo lo demás. Un montoncito de
cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y
a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de
la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.
-¿Te hice daño? -pregunté.
-Ninguno.
Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más
oscuro.
-¿Y entonces? -dije finalmente.
-Te he esperado -suspiró la muchacha- para hacerte ver que la culpa no es mía.
¿Puedo irme ahora?
Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las
muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen
en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
-Entonces – repitió la muchacha–, ¿puedo irme?
-No -le contesté-. Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio.
De mí no te ríes, querida mía.
-Está bien -dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han pasado doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera
de la bicicleta.
-Adiós.
-Adiós.
-¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar un poco en la hostería, de hacer un
poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera
todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica.
La mano de Ramón Gómez de la Serna

El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado.


Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía, por
higiene, con el balcón abierto, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí
hubiese entrado el asesino.

La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto,


cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura.
Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las
había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como
una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto.

Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la
mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en
ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.

¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla?
¿De quién era aquella mano?

Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase
por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado
vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de
disección. He hecho justicia».
Chickamauga de Ambrose Bierce

En una tarde soleada de otoño, un niño perdido en el campo, lejos de su rústica


vivienda, entró en un bosque sin ser visto. Sentía la nueva felicidad de escapar a toda
vigilancia, de andar y explorar a la ventura, porque su espíritu, en el cuerpo de sus
antepasados, y durante miles y miles de años, estaba habituado a cumplir hazañas
memorables en descubrimientos y conquistas: victorias en batallas cuyos momentos
críticos significaran siglos y donde los campamentos de los vencedores eran ciudades
de piedra labrada. Desde la cuna de su raza, ese espíritu había logrado abrirse camino
a través de dos continentes y después, franqueando el ancho mar, había penetrado en
un terreno en donde recibió como herencia la guerra y el poder.
Era un niño de seis años, hijo de un pobre plantador, que, durante su primera
juventud, había sido soldado y había luchado en el extremo sur. Pero en la existencia
apacible del plantador, la llama de la guerra había sobrevivido; una vez encendida,
nunca se apagó. El hombre amaba los libros y las estampas militares, y el niño las
había comprendido lo bastante para hacerse una espada de madera que el padre
mismo, sin embargo, no la hubiera reconocido como tal. Ahora llevaba esta espada
con gallardía, como conviene al hijo de una raza heroica, y se paraba de tiempo en
tiempo en los claros soleados del bosque para asumir, exagerándolas, las actitudes de
agresión y defensa que le fueron enseñadas por aquellas estampas. Enardecido por la
facilidad con que echaba por tierra a enemigos invisibles que intentaban detenerlo,
cometió el error táctico bastante frecuente de proseguir su avance hasta un extremo
peligroso, y se encontró por fin al borde de un arroyo, ancho pero poco profundo,
cuyas rápidas aguas le impidieron continuar adelante, a la caza de un enemigo
derrotado que acababa de cruzarlo con ilógica facilidad. Pero el intrépido guerrero no
iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el ancho mar ardía,
invencible, dentro de aquel pecho menudo, y no era sencillo sofocarlo. En el lecho del
río descubrió un lugar en donde había algunos cantos rodados, a distancias de un
paso o de un salto; gracias a ellos pudo atravesarlo para caer de nuevo sobre la
retaguardia de sus enemigos imaginarios, y pasarlos a todos a cuchillo.
Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía que se replegara sobre la
base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros conquistadores más grandes que él,
como el más grande de todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender
que el más afortunado no puede tentar al Destino. De pronto, mientras avanzaba
desde la orilla, se encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de
un sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido,
estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de asombro, dio media
vuelta y escapó sin saber qué dirección tomaba, llamando a su madre con gritos
inarticulados, llorando, tropezando, con su tierna piel cruelmente desgarrada por las
zarzas, su corazoncito palpitando de terror, sin aliento, cegado por las lágrimas,
perdido en el bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo
llevaron a través de malezas inextricables, y, por fin, rendido de cansancio, se acostó
en un estrecho espacio entre dos rocas, a pocas yardas del río. Allí, sin dejar de
apretar su espada de madera, que no era ya para él un arma sino un compañero, se
durmió a fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban
alegremente, las ardillas, castigando el aire con el esplendor de sus colas, chillaban y
corrían de árbol en árbol, ignorando al niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos,
gruñía un trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la
victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la
han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la pequeña plantación, en donde
hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban febrilmente en los campos y
los cercos, una madre tenía el corazón destrozado por la desaparición de su hijo.
Pasaron las horas y el pequeño durmiente se levantó. La frescura de la tarde
atería sus miembros; el temor a las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no
lloraba más. Empujado por el instinto, se abrió camino a través de las malezas que lo
rodeaban hasta llegar a un extremo más abierto: a su derecha, el arroyo; a su
izquierda, una suave pendiente con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez
más densas del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le inspiró
miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda vez en la dirección
en que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el bosque sombrío que lo
cercaba. Súbitamente, ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al
principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá fuera un oso. Había
visto imágenes de osos y, no pareciéndole temibles, había deseado vagamente
encontrar uno. Pero algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en
su andar, le dijo que no era un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo.
Sin embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud, aumentó su
coraje porque advirtió que no tenía, al menos, las orejas largas y amenazadoras del
conejo. Quizá su espíritu impresionable era consciente a medias de algo familiar en
ese andar vacilante, inseguro Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para
disipar sus dudas, vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había
muchas más a derecha e izquierda: en el campo abierto que lo rodeaba hormigueaban
aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos sólo usaban las
manos, arrastrando las piernas; otros, sólo las rodillas, y los brazos colgaban, inútiles,
de cada lado. Cuando se esforzaban por levantarse, volvían a caer boca abajo. No
hacían nada con naturalidad, no hacían nada de igual manera, salvo esa progresión,
pie ante pie, en el mismo sentido. Uno a uno, dos a dos, en pequeños grupos,
continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos hacían un alto, otros se les
adelantaban, arrastrándose con lentitud, y aquellos, entonces, reanudaban el
movimiento. Llegaban por docenas y por centenares; se extendían a derecha e
izquierda hasta donde podía escrutarse la oscuridad creciente, y el bosque negro
detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo parecía desplazarse hacia el
arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos que habían hecho un alto no reanudaba
su camino y yacía inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de
manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se tomaban la
cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo como hacen ciertos
hombres durante las plegarias que dicen en común.
El niño no reparó en todos estos detalles que sólo hubiera podido advertir un
espectador de más edad. Sólo vio una cosa: eran hombres y, sin embargo, se
arrastraban como niños. Eran hombres, nada tenían pues de terrible, aunque algunos
llevaran vestimentas que desconocía. Caminó libremente en medio de ellos,
mirándolos de cerca con infantil curiosidad. Todos los rostros estaban muy pálidos y
algunos salpicados por algo rojo que les goteaba. Esto, unido a sus actitudes
grotescas, le recordó al payaso pintarrajeado que había visto en el circo el verano
anterior, y se puso a reír al contemplarlas. Pero esos hombres mutilados y
sanguinolentos no dejaban de avanzar, sin advertir, al igual que el niño, el dramático
contraste entre la risa de éste y su propia y horrible gravedad. Para el niño era un
espectáculo cómico. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos
y las rodillas para divertirlo: en esta posición los había montado, haciéndoles creer que
los tomaba por caballos. Y entonces se aproximó por detrás a una de esas formas
rampantes, y después, con un ágil movimiento, se le sentó a horcajadas. El hombre se
desplomó sobre el pecho, recuperó el equilibrio, derribó, furioso, al niño, haciéndole
caer en redondo como hubiera podido hacerlo un potrillo salvaje, y después volvió
hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes superiores a la
garganta, se abría un gran hueco rojo franjeado de pedazos de carne colgante y de
esquirlas de hueso. El saliente monstruoso de la nariz, la falta de mentón, los ojos
montaraces, daban al herido el aspecto de un gran pájaro rapaz con el cuello y el
pecho enrojecidos por la sangre de su presa. El hombre se incorporó sobre las
rodillas. El niño se puso de pie. El hombre lo amenazó con el puño. El niño, por fin,
aterrorizado, corrió hasta un árbol próximo, se guareció detrás del tronco y después
afrontó la situación con mayor seriedad. Y la siniestra multitud continuaba
arrastrándose, lenta, dolorosa, en una lúgubre pantomima, bajando la pendiente como
un hormigueo de escarabajos negros, sin hacer jamás el menor ruido, en un silencio
profundo, absoluto.
En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a iluminarse. Más allá
del arroyo, a través de los árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se
destacaba el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba
sobre ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba
iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un color bermellón, acentuando las
manchas que distorsionaban y enmascaraban a tantos de ellos, y que centelleaba
sobre los botones y las partes metálicas de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió
hacia aquel esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles
compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la multitud, hazaña fácil
dada su manifiesta superioridad sobre todos. Se colocó a la cabeza, el sable de
madera siempre en la mano, y dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos,
solemne, volviéndose de vez en cuando para verificar que sus fuerzas no quedaban
atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
Esparcidos por el terreno que lentamente se estrechaba con aquella marcha
atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no provocaban ninguna
significativa asociación de ideas en la mente del jefe: en algunos lugares, una manta
enrollada a lo largo, con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada
mochila de soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en
la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que han
huido de sus perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en aquel sitio
por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado en lodo por los pies de los
hombres y los cascos de los caballos. Un observador más experimentado habría
advertido que esas huellas iban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por
el terreno: avanzando, retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin
esperanza habían penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus
camaradas más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos, dispersándose en
enjambres y reformándose en líneas, habían desfilado junto al niño dormido, por poco
lo habrían pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo habían
despertado. Casi a la distancia de una hondonada del lugar en que estaba acostado,
habían librado batalla; pero el niño no había oído el estruendo de los fusiles, el
estampido de los cañones, «la voz tonante de los capitanes y los clamores». Había
dormido durante casi todo el combate, apretando contra su pecho la espada de
madera, quizá por inconsciente simpatía con el conjunto marcial que lo rodeaba, pero
tan insensible a la magnificencia de la lucha como a los caídos que allí habían muerto
para hacerla gloriosa. Más allá de los árboles, del otro lado del arroyo, ahora el fuego
se reflejaba sobre la tierra desde lo alto de su bóveda de humo y bañaba todo el
paisaje, transformando en vapor dorado la línea sinuosa de la niebla. Sobre el agua
brillaban anchas manchas rojas, y rojas eran igualmente casi todas las piedras que
emergían. Pero sobre aquellas piedras había sangre: los heridos menos graves las
habían manchado al pasar. Gracias a ellas, también, el niño cruzó el arroyo a paso
rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se volvió para mirar a sus
compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían
arrastrado hasta el borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que
yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese espectáculo, los ojos del niño
se abrieron con asombro: ni siquiera su ingenuidad podía aceptar un fenómeno que
implicara tal resistencia. Después de haber apagado su sed, aquellos hombres no
habían tenido fuerzas para retroceder ni mantener sus cabezas por encima del agua.
Se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron que el jefe
viera, como al principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas
se movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo, señaló con el sable de
madera en dirección a la claridad que lo guiaba: una columna de fuego para aquel
extraño éxodo.
Confiando en la lealtad de sus compañeros, penetró en el cinturón de árboles, lo
franqueó fácilmente, gracias a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó corriendo
un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su obediente sombra,
y así se aproximó a las ruinas de una casa en llamas. Por doquiera, la desolación. A la
luz del inmenso brasero, no se veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El
espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban las llamas
vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger combustible, pero todos los objetos que
encontraba eran demasiado pesados y no podía arrojarlos al fuego, dada la distancia
que le imponía el calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante las
fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había terminado.
Como había cambiado de lugar, detuvo la mirada en algunas dependencias
cuyo aspecto le era extrañamente familiar: tenía la impresión de haber soñado con
ellas. Se puso a reflexionar, sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el
bosque que la rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño universo, se
trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los edificios en llamas reconoció su
propia casa!
Durante un instante quedó estupefacto por la brutal revelación. Después se
puso a correr en torno a las ruinas. Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía
el cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos extendidas,
agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo negro,
enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor parte de la frente, y del
agujero desgarrado salía el cerebro que desbordaba sobre las sienes masa gris y
espumosa coronada de racimos escarlata, obra de un obús. El niño hizo ademanes
salvajes e inciertos. Lanzó gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en
los chillidos de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma, maldito
lenguaje del demonio.
El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil, los labios temblorosos, los ojos fijos en las
ruinas.
En la peluquería de Kjell Askildsen

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco
manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la
barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y
eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me
corto siempre los pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero
entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a
cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté
convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso,
te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió.
¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he
oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser
sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?,
¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién
escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está
cambiado. Sólo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé
una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre.
A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no
quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que
estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera
que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso
lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la
compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo,
bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano,
¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de
personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro
herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito,
pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!

Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder
sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como
el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me
había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar.
Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir
allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro
que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta
casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.
La fuente de la juventud. Cuento popular japonés.

Había una vez un viejo carbonero que vivía con su esposa, que era también viejísima.
El viejo se llamaba Yoshiba y su esposa Fumi. Los dos vivían en la isla sagrada de
Mija Jivora, donde nadie tenía derecho a morir. Cuando una persona enfermaba la
mandaban a la isla vecina, y si por casualidad moría alguien sin síntomas, enviaban el
cadáver a toda prisa a la otra ribera.

La isla, la más pequeña del Japón, es también la más hermosa. Está cubierta de pinos
y sauces, y en el centro se alza un hermoso y solemne templo, cuya puerta parece
que se adentra en el mar. El mar es azul y transparente, y el aire es nítido y diáfano.
Los dos ancianos eran admirados por el resto de la aldea, debido a su resignación y
persistencia a la hora de aceptar y superar los avatares de la vida, y al amor mutuo
que se habían profesado durante más de cincuenta años.

El suyo, como tantos otros en Japón, había sido un matrimonio concertado por sus
padres. Fumi no había visto nunca a Yoshiba antes de la boda, y éste sólo la había
entrevisto un par de veces a través de las cortinas, y se había quedado admirado por
su rostro ovalado, la gentileza de su figura y la dulzura de su mirada. Desde el día del
casamiento, la admiración y adoración fue mutua. Ambos disfrutaron de la alegría de
su enlace que se multiplicó con creces con tres hermosos y fuertes hijos, pero ambos
también se vieron sacudidos por la tristeza de perder a sus tres hijos, una noche de
tormenta en el mar.

Aunque disimulaban ante sus vecinos, cuando estaban solos lloraban abrazados y
secaban sus lágrimas en las mangas de sus kimonos. En el lugar central de la casa,
construyeron un altar en memoria de los hijos y cada noche llevaban ofrendas y
rezaban ante él. Pero últimamente una nueva preocupación había devuelto la congoja
a sus corazones. Ambos eran mayores y sabían que ya no les quedaba mucho tiempo.
Yoshiba se había convertido en las manos de su esposa y Fumi en sus ojos y sus
pies, y no sabían cómo podrían superar la muerte de uno de ellos. ¡Oh, si tuviésemos
una larga vida por delante!

Una tarde, Yoshiba sintió la necesidad de volver a ver el lugar donde había trabajado
durante más de cincuenta años. Pero al llegar al claro del bosque, y observar los
árboles, tan conocidos, se dio cuenta de que había algo nuevo. Tantos años
trabajando allí, y nunca se había fijado en que debajo del árbol mayor había un
manantial de agua clara y cristalina, que al caer parecía cantar, y su crujido, como el
de hojas de papel arrugadas, se mezclaba con el murmullo de las hojas al ser movidas
por el susurro de la brisa al atardecer. Yoshiba sintió una terrible sed y se acercó a la
fuente. Cogió un poco de agua y bebió. Al rozar sus labios, sintió la necesidad de
beber más, pero al ir a cogerla observó su reflejo en el agua y vio que habían
desaparecido las arrugas de su rostro, su pelo era otra vez una hermosa y negra
cabellera, y su cuerpo parecía más vigoroso y fortalecido. El agua tenía un poder
misterioso que lo había hecho rejuvenecer.

Entonces sintió la necesidad de ir corriendo a decírselo a su esposa. Cuando Fumi lo


vio llegar no reconoció a aquel mozo que de pronto se acercaba a la casa, pero al
estar junto a él observó sus ojos y lo reconoció. Cayó desmayada al recordar sus años
de juventud, pero Yoshiba la levantó y le contó lo que había ocurrido en el bosque.
Decidió que ella fuese por la mañana, porque ya era de noche y no deseaba que se
perdiera.

A la mañana siguiente Fumi se fue al bosque. Yoshiba calculó dos horas, porque
aunque a la ida tardaría más por su edad y la falta de fuerza, a la vuelta llegaría
enseguida porque habría recuperado su juventud. Pero pasaron dos horas, y tres, y
cuatro, y hasta cinco, por lo que Yoshiba empezó a preocuparse y decidió ir él mismo
al bosque a buscar a su esposa. Cuando llegó al claro, vio la fuente, pero no encontró
a nadie. Entre el murmullo de las hojas y el crujido del agua oyó un leve sonido, como
el que hace cualquier cría de animal cuando está solo. Se acercó a unas zarzas, las
apartó, y encontró una pequeña criatura que le tendía los brazos. Al cogerla, reconoció
la mirada. Era Fumi, que en su ansia de juventud había bebido demasiada agua,
llegando así hasta su primera infancia.

Yoshiba la ató a su espalda y se dirigió hacia casa. A partir de entonces, tendría que
ser el padre de la que había sido la compañera de su vida.
El paisajista. Cuento anónimo chino.

Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana y
desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo
del emperador era conocer así aquellos lugares remotos.

El pintor viajó mucho, visitó y observó detenidamente todos los parajes de los nuevos
territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin ni siquiera un boceto.

El emperador se sorprendió por ello y se enojó mucho.

Entonces el pintor pidió que le habilitaran un gran lienzo de pared del palacio. Sobre
aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo
estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano,
le explicó todos los rincones de la lejana provincia: los poblados, las montañas, los
ríos, los bosques…

Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del
primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la
sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba en el sendero, que avanzaba poco
a poco en el paisaje, que se hacía más pequeño y se iba perdiendo a lo lejos. Pronto
una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje y
quedó el inmenso muro desnudo.
El primer día . . . . . de Juan Sternberg

El primer día, Dios se creó a sí mismo. Ha de haber un comienzo para todo.


Luego creó el vacío. Encontró que le había quedado muy grande, y se sintió
impresionado.
El tercer día imaginó las galaxias, los planetas y los soles. No se sintió excesivamente
satisfecho, sin saber exactamente por qué.
El cuarto día hizo un poco de jardinería: decoró algunos planetas elegidos con un
verdadero sentido artístico, y se sintió feliz al probarse a sí mismo que era un dios con
gusto, destilando a través del universo una sutil perfección.
El quinto día, sin embargo, para relajarse de los esfuerzos de la víspera, decidió
divertirse un poco: imaginó un mundo que no era más que una flagrante falta de gusto,
lo atiborró con horribles colores, y lo pobló de una gran cantidad de repugnantes
monstruos. Luego llamó a aquel mundo la Tierra.
El verdugo Wang Lung. Una historia china

Durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming vivía un verdugo


llamado Wang Lun. Era un maestro en su arte y su fama se extendía por todas las
provincias del imperio. En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y a veces
había que decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión. Wang Lung tenía
la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna
melodía agradable, mientras ocultaba tras la espalda su espada curva para decapitar
al condenado con un rápido movimiento cuando este subía al patíbulo.

Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su realización le costó
cincuenta años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a un condenado con
un mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de la
víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la mesa
cuando se retira repentinamente el mantel.

El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y ocho años. Ese día
memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis personas para que se
reunieran con las sombras de sus antepasados. Como de costumbre se encontraba al
pie del patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas
por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con el duodécimo
condenado. Cuando el hombre comenzó a subir los escalones del patíbulo, la espada
de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble, que la cabeza del
decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo
que le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung:

-¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando
despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?

Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había
realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía,
le dijo al condenado:

-Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.


El espejo de Matsuyama Cuento popular japonés

En Matsuyama, lugar remoto de la provincia japonesa de Echigo, vivía un matrimonio


de jóvenes campesinos que tenían a su pequeña hija como centro y alegría de sus
vidas. Un día, el marido tuvo que viajar a la capital para resolver unos asuntos y, ante
el temor de la mujer por un viaje tan largo y a un mundo tan desconocido, la consoló
con la promesa de regresar lo antes posible y de traerle, a ella y a su hijita, hermosos
regalos.

Después de una larga temporada, que a ella se le hizo eterna, vio por fin a su esposo
de vuelta a casa y pudo oír de sus labios lo que le había sucedido y las cosas
extraordinarias que había visto, mientras que la niña jugaba feliz con los juguetes que
su padre le había comprado.

-Para ti -le dijo el marido a su mujer- te he traído un regalo muy extraño que sé que te
va a sorprender. Míralo y dime qué ves dentro.

Era un objeto redondo, blanco por un lado, con adornos de pájaros y flores, y, por el
otro, muy brillante y terso. Al mirarlo, la mujer, que nunca había visto un espejo, quedó
fascinada y sorprendida al contemplar a una joven y alegre muchacha a la que no
conocía. El marido se echó a reír al ver la cara de sorpresa de su esposa.

-¿Qué ves? -le preguntó con guasa.

-Veo a una hermosa joven que me mira y mueve los labios como si quisiera hablarme.

-Querida -le dijo el marido-, lo que ves es tu propia cara reflejada en esa lámina de
cristal. Se llama espejo y en la ciudad es un objeto muy corriente.

La mujer quedó encantada con aquel maravilloso regalo; lo guardó con sumo cuidado
en una cajita y sólo, de vez en cuando, lo sacaba para contemplarse.

Pasó el tiempo y la niña se había convertido en una linda muchacha, buena y


cariñosa, que cada vez se parecía más a su madre; pero ella nunca le enseñó ni le
habló del espejo para que no se vanagloriase de su propia hermosura. De esta
manera, hasta el padre se olvidó de aquel espejo tan bien guardado y escondido.
Un día, la madre enfermó y, a pesar de los cuidados de padre e hija, fue empeorando
de tal manera que ella misma comprendió que la muerte se le acercaba. Entonces,
llamó a su hija, le pidió que le trajera la caja en donde guardaba el espejo, y le dijo:

-Hija mía, sé que pronto voy a morir, pero no te entristezcas. Cuando ya no esté con
vosotros, prométeme que mirarás en este espejo todos los días. Me verás en él y te
darás cuenta de que, aunque desde muy lejos, siempre estaré velando por ti.

Al morir la madre, la muchacha abrió la caja del espejo y cada día, como se lo había
prometido, lo miraba y en él veía la cara de su madre, tan hermosa y sonriente como
antes de la enfermedad. Con ella hablaba y a ella le confiaba sus penas y sus
alegrías; y, aunque su madre no le decía ni una palabra, siempre le parecía que
estaba cercana, atenta y comprensiva.

Un día el padre la vio delante del espejo, como si conversara con él. Y, ante su
sorpresa, la muchacha contestó:

-Padre, todos los días miro en este espejo y veo a mi querida madre y hablo con ella.
Y le contó el regalo y el ruego que su madre la había hecho antes de morir, lo que ella
no había dejado de cumplir ni un solo día.

El padre quedó tan impresionado y emocionado que nunca se atrevió a decirle que lo
que contemplaba todos los días en el espejo era ella misma y que, tal vez por la fuerza
del amor, se había convertido en la fiel imagen del hermoso rostro de su madre.
Muerte del Cabo Cheo López de Ciro Alegría

Perdóneme, don Pedro… Claro que esta no es manera de presentarme… Pero, le


diré… ¿Cómo podría explicarle?… Ha muerto Eusebio López… Ya sé que usted no lo
conoce y muy pocos lo conocían… ¿Quién se va a fijar en un hombre que vive entre
tablas viejas? Por eso no fui a traer los ladrillos… Éramos amigos, ¿me entiende?
Yo estaba pasando en el camión y me crucé con Pancho Torres. Él me gritó: “¡Ha
muerto Cheo López!”. Entonces enderezo para la casa de Cheo y ahí me encuentro
con la mujer, llorando como es natural; el hijito de dos años junto a la madre, y a Cheo
López tendido entre cuatro velas… Comenzaba a oler a muerto Cheo López, y eso me
hizo recordar más, eso me hizo pensar más en Cheo López. Entonces me fui a
comprar dos botellas de ron, para ayudar con algo, y también porque necesitaba
beber.

¡Ese olor! Usted comprende, don Pedro… Lo olíamos allá en el Pacífico…, el olor
de los muertos, los boricuas, los japoneses… Los muertos son lo mismo… Sólo que
como nosotros, allá, íbamos avanzando…, a nuestros heridos y muertos los recogían,
y encontrábamos muertos japoneses de días, pudriéndose… Ahora Cheo López
comenzaba a oler así… Con los ojos fijos miraba Cheo López. No sé por qué no se los
habían cerrado bien… Miraba con una raya de brillo, muerta… Se veía que en su
frente ya no había pensamiento. Así miraban allá en el Pacífico… Todos lo mismo…

Y yo me he puesto a beber el ron, durante un buen rato, y han llegado tres o cuatro
al velorio… Entonces su mujer ha contado… Que Cheo estaba tranquilo, sentado,
como si nada le pasara, y de repente algo se le ha roto adentro, aquí en la cabeza… Y
se ha caído… Eso fue un derrame en el cerebro, dijeron… Yo no he querido saber
más, y me puse a beber duro. Yo estaba pensando, recordando. Porque es cosa de
pensar… La muerte se ríe.

Luego vine a buscar a mi mujer para llevarla al velorio y creí que debía pasar a
explicarle a usted, don Pedro… Yo no volví con los ladrillos por eso. Mañana será.
Ahora que si usted quiere ir al velorio, entrada por salida aunque sea… Usted era
capitán, ¿no es eso?, y no se acuerda de Cheo López… Pero si usted viene a hacerle
nada más que un saludo, yo le diré: “Es un capitán”…

¿Quién se va a acordar de Cheo López? No recibió ninguna medalla, aunque


merecía… Nunca fue herido, que de ser así le habrían dado algo que ponerse en el
pecho… Pero qué importa eso… ¡Salvarse! Le digo que la muerte se ríe…

Yo fui herido tres veces, pero no de cuidado. Las balas pasaban zumbando,
pasaban aullando, tronaban como truenos, y nunca tocaron a Cheo López… Una vez,
me acuerdo, él iba adelante, con bayoneta calada y ramas en el casco… Siempre iba
adelante el cabo Cheo López… Cuando viene una ráfaga de ametralladora, el casco le
sonó como una campana y se cayó… Todos nos tendimos y corría la sangre entre
nosotros… No sabíamos quién estaba vivo y quizá muerto… Al rato, el cabo Cheo
López comenzó a arrastrarse, tiró una granada y el nido de ametralladoras voló allá
lejos… Entonces hizo una señal con el brazo y seguimos avanzando… Los que
pudimos, claro. Muchos se quedaron allí en el suelo… Algunos se quejaban… Otros
estaban ya callados…

Habíamos peleado día y medio y comenzamos a encontrar muertos viejos… ¡El


olor, ese olor del muerto!… Igual que ahora ha comenzado a oler Cheo López.
Allá en el Pacífico, yo me decía: “Quién sabe, de valiente que es, la muerte lo respeta.”

Es un decir de soldados. Pero ahora, viendo la forma en que cayó, como alcanzado
por una bala que estaba suspendida en el aire, o en sus venas, o en sus sesos, creo
que la muerte nos acompaña siempre. Está a nuestro lado y cuando pensamos que va
a llegar, se ríe…Y ella dice: “Espera”. Por eso el aguacero de balas lo respetó. Parecía
que no iba a morir nunca Cheo López,

Pero ya está entre cuatro velas, muerto… Es como si lo oliera desde aquí… ¿No
será que yo tengo en la cabeza el olor de la muerte? ¿No huele así el mundo?..
Vamos, don Pedro, acompáñeme al velorio… Cheo era pobre y no hay casi gente…
Vamos, capitán… Hágale siquiera un saludo…
Los bárbaros de Pedro Ugarte

Nosotros, los bárbaros, vivíamos en las montañas, en cuevas húmedas y oscuras,


comiendo bayas, robando huevos de los nidos y apretándonos los unos contra los
otros cuando la noche se hacía insufrible.

Era cierto que, a veces, un trémolo sordo nos llamaba. Temerosos, descendíamos por
el bosque hasta ver el camino que habían construido los hombres del poblado, y
veíamos las caravanas, los ricos carruajes, los soldados de brillantes corazas. Y era
tanto el odio y la envidia y la rabia, que precipitábamos sobre ellos gruesas piedras
(eran nuestra única arma) y escapábamos antes de que nos alcanzaran sus dardos.

A veces, en lo más sombrío e intrincado del bosque, aparecían hombres del poblado
que gritaban y agitaban los brazos. Se acercaban y nos ofrecían inútiles objetos.
Acariciaban a los niños y, con gestos, trataban de enseñarnos alguna cosa, pero eso
nos ofendía, y bastaba que uno de los nuestros gruñera para que todos nos
abalanzáramos sobre ellos y destrozáramos sus artilugios y los despedazáramos. Los
hombres que venían a nuestro encuentro no eran, además, como los soldados; eran
infelices que se dejaban atropellar, que lloraban si rompíamos sus cajas de finas hojas
llenas de signos apretados. De los soldados salíamos huyendo, pero a aquellos viejos
que venían en son de paz podíamos atarlos a los árboles y torturarlos sin peligro.

Babeando, danzábamos delante de ellos, les aplicábamos brasas candentes, los


ofrecíamos al hambre de nuestras mujeres y de los niños que colgaban de sus
pechos.

Sin embargo, a veces, disciplinados ejércitos de soldados avanzaban


geométricamente sobre el bosque. Nosotros chillábamos, les lanzábamos piedras, les
mostrábamos las bocas desdentadas con el gesto de amenaza que veíamos poner a
los perros, pero ellos se desplegaban, y capturaban a algunos de los nuestros, y los
lanceaban, y los demás sólo podíamos retroceder, adentrarnos más en el bosque,
ocultarnos en lo más espeso, en lo más inhóspito de sus profundidades.

Ahora ya casi todo el bosque es suyo. Rebeldes, rabiosos, ascendemos por las
montañas mientras ellos extienden sus poblados, sus caminos empedrados, sus
obedientes animales. Debemos retirarnos cada vez más, hasta aterirnos de frío en
estas cumbres de nieve donde nada vive, donde nada hay que les pueda ser útil. Aquí
nos apretamos, diezmados, cada vez más hambrientos, incapaces de comprender
cómo son tan hábiles para aplicarse sobre el cuerpo finas pieles, de dónde sacan sus
afiladas armas.

En las montañas, luchamos por sobrevivir frente a los osos y la lluvia. Vagamos en
busca de comida, aunque cada vez es más difícil evitar a los hombres del poblado, los
hombres sabios, los que tanto odiamos.

Ellos creen que no pensamos, pero se equivocan. Bastaría que vieran nuestras uñas
rotas de escarbar la tierra, nuestra mirada agria e intolerante, nuestra rabia; bastaría
eso para que al fin se dieran cuenta de que también sabemos preguntarnos por qué la
victoria ha de ser suya.
El espejo chino - Cuento anónimo

Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le


pidió que no se olvidase de traerle un peine.

Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos


compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el
momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era?
No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le
llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.

Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en


el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de
aquellas lágrimas.

La mujer le dio el espejo y le dijo:


-Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:

-No tienes de qué preocuparte, es una vieja.


Una gallina de Clarice Lispector

Era una gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve de la
mañana. Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la
cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando la eligieron, palpando
su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era gorda o flaca. Nunca se
adivinaría en ella un anhelo.

Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto, hinchar el
pecho y, en dos o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. Todavía vaciló un
instante -el tiempo para que la cocinera diera un grito- y en breve estaba en la terraza
del vecino, de donde, en otro vuelo desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó como
un adorno mal colocado, dudando ora en uno, ora en otro pie. La familia fue llamada
con urgencia y consternada vio el almuerzo junto a una chimenea. El dueño de la
casa, recordando la doble necesidad de hacer esporádicamente algún deporte y
almorzar, vistió radiante un traje de baño y decidió seguir el itinerario de la gallina: con
saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula, escogía con
premura otro rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en tejado recorrió
más de una manzana de la calle. Poca afecta a una lucha más salvaje por la vida, la
gallina debía decidir por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza.
El muchacho, sin embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la
presa había sonado para él el grito de conquista.

Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda,
concentrada. A veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y
mientras el chico trepaba a otros dificultosamente, ella tenía tiempo de recuperarse por
un momento. ¡Y entonces parecía tan libre!

Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué es lo que
había en sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. Aunque es cierto
que no se podría contar con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la
manera en que el gallo cree en su cresta. Su única ventaja era que había tantas
gallinas, que aunque muriera una surgiría en ese mismo instante otra tan igual como si
fuese ella misma.

Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la
alcanzó. Entre gritos y plumas fue apresada. Y enseguida cargada en triunfo por un
ala a través de las tejas, y depositada en el piso de la cocina con cierta violencia.
Todavía atontada, se sacudió un poco, entre cacareos roncos e indecisos.

Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un huevo.


Sorprendida, exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después que naciera a la
maternidad parecía una vieja madre acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo,
respiraba mientras abría y cerraba los ojos. Su corazón tan pequeño en un plato,
ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de tibieza aquello que nunca podría ser
un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba todo, aterrorizada. Apenas
consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del suelo y escapó a los
gritos:

-¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, puso un huevo!, ¡ella quiere nuestro bien!

Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven parturienta.


Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada,
solamente una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial. El padre, la
madre, la hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban sin experimentar ningún
sentimiento determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de la gallina. El padre, por
fin, decidió con cierta brusquedad:

-¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi vida!

-¡Y yo tampoco -juró la niña con ardor.

La madre, cansada, se encogió de hombros.

Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la familia. La
niña, de regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin interrumpir sus carreras
hacia la cocina. El padre todavía recordaba de vez en cuando: ¡"Y pensar que yo la
obligué a correr en ese estado!" La gallina se transformó en la dueña de la casa.
Todos, menos ella, lo sabían. Continuó su existencia entre la cocina y los muros de la
casa, usando de sus dos capacidades: la apatía y el sobresalto.

Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se llenaba
de un pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos, levantando el
cuerpo por detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la
pequeña cabeza la traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su
especie mecanizado.

Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había recortado
contra el aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos momentos llenaba los
pulmones con el aire impuro de la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las
hembras, ella, si bien no cantaría, cuando menos quedaría más contenta. Aunque ni
siquiera en esos instantes la expresión de su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en
el descanso, cuando dio a luz, o mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una
cabeza de gallina, la misma que fuera desdeñada en los comienzos de los siglos.

Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.


Fábula del unicornio de Wilfredo Machado

Cuando Noé vio el cuerno que sobresalía de la espesa crin en la frente, no dudó
ni un instante sobre la identidad del animal que pedía humildemente ser aceptado en
el Arca ante la inminencia del Diluvio.

Jamás había visto a un unicornio, pero los libros antiguos lo describían como un
animal más bien pequeño, semejante a una cabra y de carácter huidizo; con un largo
cuerno rematado en una afilada punta, parecido a ciertas especies de caracol no muy
abundantes en estos días.

Cuenta la tradición que, finalizado el Diluvio y agotados los pájaros para ir y venir
a través de la tormenta y de la noche, Noé envió al unicornio a comprobar si había
bajado el nivel de las aguas. El unicornio se arrojó a la oscuridad y al tocar el líquido
comenzó a hundirse. Ante la cercanía de la muerte rogó a un dios por su vida. Este lo
transformó en un narval, dejándolo conservar sólo el cuerno como memoria de un
pasado que desaparecía en el océano del tiempo.

En las noches claras, cuando el viento rompe el crepúsculo del agua en ondas
oscuras, añora galopar bajo el vientre de una doncella desnuda como la luna como
una pecera de fondo.

A veces atraviesa a algunos bañistas con su afilado cuerno buscando a Noé desde
tiempos remotos.
Mármol en polvo de Alfonso Gumucio

La plaga comenzó y terminó en el Palacio Temporal. Fue el día aquel de los


fuegos artificiales, cuando el Sargento Martínez, Jefe de Cocina, bajó a la cava de
vinos para buscar una botella de Nuit St. Georges 1943. Andaba bastante falto de
equilibrio luego de haber descorchado y probado las catorce botellas precedentes, de
manera que en el pasillo del sótano oscuro iba rebotando entre las paredes de
mármol. Fue entonces que, al apoyar una mano a tientas, sintió que el muro se hundía
esponjoso cual si se hubiera reblandecido tanto como él a causa del vino.

Al día siguiente los empleados comentaron la huella de una palma de mano


impresa en el mármol con todos los detalles, incluyendo la línea de la vida quebrada
mucho antes de tomar la curva de la longevidad. El Sargento Martínez no recordaba
nada y el incidente pasó al olvido hasta que se reprodujo un mes más tarde y luego
casi cotidianamente, a plena luz del día y sin que mediaran botellas de vino. Los
pilares de mármol en el primer piso del palacio perdieron de pronto su personalidad de
hielo, los muros se reblandecieron como cal mal fraguada y comenzaran a
desmoronarse al menor contacto.

Los expertos llegados de Italia estaban a punto de atribuir el mal del mármol al
sofocante calor del trópico, que amenazaba con desmoronados a ellos, pero fue
entonces que, encerrados con un microscopio en la cámara frigorífica, encontraron en
el polvo de una vena de mármol los huevos de un gusano diminuto. Nada pudieran
contra él. Todas las mezclas de insecticida fueron inútiles y ni siquiera impidieran que
el rumor se regara por la capital y luego por la provincia, provocando gran regocijo
popular y un motín en la guarnición fronteriza.

El gusano multiplicado incesantemente continuó su prolífica labor. El mármol


local y el importado de Carrara cedían por igual cancerados por diminutas porosi-
dades, túneles comunicantes, inexpugnables laberintos microscópicos. No había no-
che que no se derrumbara un pilar con su silenciosa manera de polvo, inutilizando
progresivamente los lugares más ostentosos del Palacio Temporal. Más de una vez el
Jefe de Guardia sorprendió a los empleados y al propio Sargento Martínez derribando
de un soplido los pilares, al amparo de la oscuridad.

El día que el palacio entero se vino abajo lo hizo sin estrépito, como si la in-
mensa nube de polvo hubiese ahogado las vibraciones sonoras. Todo lo que se vio,
desde lejos, fue el hongo que se elevaba silencioso, transfigurándose progresivamente
en un árbol un paraguas, un arcoiris seco. Al asentarse un mes más tarde, el polvo
blancuzco resultó tener un alto valor nutritivo como alimento balanceado para gallinas,
quizás por el mineral del mármol, quizás por la carne de los gusanos microscópicos,
quizás por los nutrientes del último dictador que allí desapareció con toda su
descendencia.
La broma póstuma de Virgilio Díaz Grullón

Durante toda su vida había sido un bromista consumado. De modo que aquel
día en que visitaba el museo de figuras de cera recién instalado en el pueblo y se
encontró frente a frente con una copia exacta de sí mismo, concibió de inmediato la
más estupenda de sus bromas. La figura representaba un oficial del ejército
norteamericano de principios del siglo pasado y formaba parte de la escenificación de
una batalla contra indios pieles rojas. Aparte de que el color de sus propios cabellos
era algo más claro, el parecido era tan completo que sólo con teñirse un poco el pelo y
maquillarse el rostro para darle la apariencia cetrina del modelo, lograría una similitud
absolutamente perfecta entre ambos.

En la madrugada del siguiente día, luego de haberse transformado


convenientemente, se introdujo a escondidas en el museo, despojó a la figura de cera
de su raído uniforme vistiéndose con éste y escondió aquélla, junto con su propia ropa,
en una alacena del sótano. Luego tomo el lugar del soldado en la escena guerrera y,
asumiendo su rígida postura, se dispuso a esperar los primeros visitantes del día
anticipándose al placer de proporcionarles el mayor susto de sus vidas.

Cuando, al cabo de dos horas, tomó conciencia de su incapacidad de


movimiento la atribuyo a un calambre pasajero. Pero al comprobar que no podía
mover ni un dedo, ni pestañear, ni respirar siquiera, adivinó, presa de indescriptible
pánico, que su parálisis total duraría eternamente y que ya el soldado que había
encerrado en el sótano, después de vestirse con la ropa que estaba a su lado, había
abierto la puerta de la alacena e iniciaba los primeros pasos de una nueva existencia.
Lágrimas congeladas de Moacyr Scliar

Existe un hombre que colecciona lágrimas. Comenzó en la adolescencia y ya


tiene cincuenta y dos años, pero su colección, basada en ciertos criterios —secretos
aunque seguramente rigurosos—, no es grande.

A mucha gente le gustaría conocer la famosa colección. Pero el hombre no lo


permite. Las lágrimas congeladas están guardadas en el sótano de su propia
residencia, una casa situada en lo alto de una colina, rodeada por altos muros y
protegida por feroces perros. Los pocos visitantes que estuvieron allí hablan de las
extraordinarias medidas de seguridad. El portón principal está vigilado por dos hombres
armados. Ellos verifican la identidad de las personas que el coleccionista acepta recibir
y luego los conducen a una psicóloga que, por medio de una entrevista, indaga los
motivos conscientes e inconscientes de la visita. Finalmente, los visitantes son
sometidos a una prueba: dada una señal, deben comenzar a llorar. Esta prueba se
realiza en una salita sin muebles y con las paredes totalmente desnudas, a excepción
de un pequeño cuadro con la siguiente inscripción:

Bienaventurados los que lloran... (La frase termina así, con puntos
suspensivos. ¿Acaso una ironía sutil? ¿Un homenaje a la inteligencia de quien la lee?
¿Una sugerencia de que puede haber otra recompensa para las lágrimas que no sea el
reino de los cielos —tal vez las propias lágrimas? ¿Un obstáculo adicional al llanto,
representado por una apelación a la curiosidad?).

El extraño visitante que vence todas las etapas de esta difícil selección es
conducido hasta el coleccionista. Se ve entonces frente a un hombre alto, robusto,
elegantemente vestido. Amablemente, pero sin efusividad, es invitado a sentarse. El
hombre realiza un breve relato histórico sobre la colección. Explica que la idea de
guardar lágrimas se le ocurrió el día en que le obsequiaron un lacrimarium, ese frasco
minúsculo usado por los romanos (por los que siente admiración) para recoger las
lágrimas.

Da una disertación sobre el llanto. Llorar, aclara, exige un aprendizaje: el niño


pequeño no llora, grita de frío, de hambre, de dolor. La técnica del llanto es algo que se
va incorporando, poco a poco, a los mecanismos de la expresión individual. Llega
al clímax en la madurez (y luego declina —tanto que, según Max Frisch, los
moribundos no derraman lágrimas); de allí la necesidad de preservar los recuerdos de
esta fase.

Terminada la explicación, el hombre invita al visitante a


acompañarlo. Descienden al sótano por una escalera de caracol. Allí, en un estante
refrigerado, construido especialmente para ese fin, están las famosas lágrimas
congeladas: perlas de hielo sobre láminas de vidrio. Junto a cada una de ellas, una
tarjeta con explicaciones. Por ejemplo: "Lágrima derramada en diciembre de 1965,
con motivo del fallecimiento de mi querido hermano. Causa de la muerte: accidente
cerebro vascular. Hecho ocurrido al mediodía. Llanto iniciado cuarenta segundos
después. Flujo máximo de lágrimas, alcanzado en, aproximadamente, dos
minutos. Duración total del llanto, una hora (con períodos de calma y hasta risas
incoherentes). Número estimado de lágrimas derramadas, treinta y dos(diecisiete por el
ojo izquierdo, quince por el derecho). La presente lágrima fue recogida del ojo derecho,
en una escapada furtiva al baño. Recolección precedida por una intensa mirada
dirigida al rostro reflejado en el espejo y por inquietantes preguntas sobre el sentido y la
calidad de la vida".

En las paredes, el visitante ve algunas fotos. Son de personas que, se supone,


tienen que ver con el origen de las lágrimas: el padre, la madre, una hermana del
coleccionista, todos fallecidos; el director del banco que una vez llevó a la ruina a la
empresa del coleccionista, una bella joven sobre la que no hay ningún comentario.

La visita termina. Con una pálida sonrisa, el coleccionista se despide del


visitante. No habla de sus temores, pero uno de ellos es obvio: teme desperfectos en
el sistema de refrigeración. Si se elevara la temperatura del estante, las lágrimas se
evaporarían enseguida, y la tenue nube que tal vez se formase podría al menos
empañar el espejo que cuelga de una de las paredes. Y una vez disipada habría
llegado a su fin la famosa colección de lágrimas congeladas.
Aceite de perro de Ambrose Bierce.

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos
de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño
estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados.
En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a
procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre
para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba
a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los
alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de
oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así.
La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular,
aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se
reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de
los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les
gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce;
pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que
sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían
prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión
estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir


indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que
afectaron profundamente mi futuro.

Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño
rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis
movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía,
cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más
reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente
entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había
retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y
profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes.
Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba
ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se
fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto
y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban
apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi
corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no
hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente
para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente.
"Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi
padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que
pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de
aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En
resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando
el niño al caldero.

Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con
satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una
calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no
tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido
tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi
obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera
previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de
una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar
el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis
deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos
de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre
los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del
aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente
que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida
madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre
era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan
desgraciado fin!

Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con


renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las
calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que
podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del
producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de
sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una
ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la
esperanza en el Cielo que también los inspiraba.

Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se
aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó
que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis
pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo
que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la
aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una
ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El
fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana.
Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire
contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no
estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo
en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi
madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror,
nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi
madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron.
También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de
su oficio, una aguja de hoja alargada.

Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca
amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a
los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la
habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como
demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos
desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable
ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente
vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.

El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un


momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo
la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su
resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y
saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de
la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la
asamblea pública.

Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías


hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de
Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de
remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan
terrible.
El gordito de Edgar Keret

¿Sorprendido? Pues claro que estaba sorprendido. Sales con una chica. Una primera
cita, una segunda cita, un restaurante por aquí, una película por allá, siempre en
sesiones matinales, exclusivamente. Se ponen de novios cuando de pronto, un buen
día, viene a ti llorando, tú la abrazas y le dices que se tranquilice, que no pasa nada, y
ella te contesta que ya no puede más, que tiene un secreto, pero no un secreto
cualquiera, que se trata de algo tenebroso, de una maldición, un asunto que ha
querido revelarte todo este tiempo pero no ha tenido valor para hacerlo. Porque se
trata de algo que la oprime constantemente como si de un par de toneladas de ladrillos
se tratara. Algo que te tiene que contar, porque tiene que hacerlo, aunque también
sabe que desde el momento en que te lo revele la vas a dejar, y con razón. Y al
momento vuelve a ponerse llorar.

–No te voy a dejar –le dices–, yo no, yo te quiero.

Puede que parezca que estés algo emocionado, pero no, y aunque lo estés es porque
ella sigue llorando, no por el secreto en sí. La experiencia te ha enseñado que esos
secretos que repetidamente llevan a las mujeres a hacerse trizas son la mayoría de las
veces algo de gran importancia.

–Estás con otro –acaban diciendo siempre.

–No, que no –insistes tú abrazándolas, o–: Shshshsh –si sigue llorando.

–De verdad que es algo muy gordo –insiste ella, como si hubiera descubierto esa
despreocupación tuya que tanto has intentado ocultar.

–Puede que dentro de ti suene espantoso –le dices–, pero es por la acústica. Ya verás
cómo en cuanto lo saques, de repente te parecerá mucho menos grave.

Ella casi se lo cree y tras dudar un instante dice:

–¿Si te dijera que por las noches me convierto en un hombre peludo y enano, sin
cuello y con un anillo de oro en el meñique, entonces también seguirías queriéndome?

Y tú le dices que por supuesto, porque qué vas a decirle, ¿Qué no? Lo único que está
intentando es ponerte a prueba para ver si la quieres incondicionalmente, y tú siempre
has estado soberbio ante cualquier prueba. Después se quedan abrazados y ella llora,
porque se siente aliviada, y tú también lloras, sin saber por qué. Pero a diferencia de
otras veces ella no se marcha. Se queda a dormir contigo. Y tú te quedas despierto en
la cama, el sol se está poniendo ahí afuera, la luna, que aparece de repente como de
la nada, la luz plateada que le toca el cuerpo acariciándole el vello de la espalda. Y en
menos de cinco minutos te encuentras con que a tu lado, en la cama, tienes a un
hombre bajito y regordete. El hombre en cuestión se levanta, te sonríe y se viste algo
turbado. Sale del dormitorio, y tú tras él, hipnotizado. Ahora ya está en el salón,
pulsando con sus rollizos dedos los botones del control de la tele, dispuesto a ver los
deportes. Fútbol, un partido de la Liga de Campeones. Cuando fallan el tiro te dice que
tiene la garganta seca y el estómago vacío. Que se le antojan unos bocadillos, de ser
posible de pollo aunque también podrían ser de res. Así que te subes con él en el
coche y lo llevas a un restaurante cercano que conoce. La nueva situación te tiene
preocupado, muy preocupado, pero no sabes muy bien qué hacer porque la central
neuronal de la decisión está paralizada. La mano cambia las marchas mientras bajas
hacia Ayalon, como la de un robot, y él, en el asiento de al lado, tamborilea en el
tablero con el anillo de oro que lleva en el meñique; cuando en el semáforo que hay
junto al cruce de Beit Dagon baja la ventanilla electrónica, te guiña un ojo y le grita a
una soldado que está haciendo autoestop:

–Chata, ¿quieres que te subamos atrás como una cabra?

Después, en Azor, te pones a comer carne con él hasta reventar mientras lo ves
disfrutar de cada bocado y reírse como un niño. Y todo el rato te dices a ti mismo que
no es más que un sueño, un sueño extraño, es verdad, pero de esos de los que
enseguida vas a despertar.

A la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de
pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana.

–Me voy a dormir –le comunicas, y él te dice adiós con la mano desde el puf y sigue
con la mirada clavada en el canal de la moda.

Por la mañana te despiertas cansado, con un poco de dolor de estómago y la


encuentras en el salón, todavía dormitando. Pero en cuanto has terminado de bañarte
se levanta, te abraza con cierto aire de culpabilidad y tú te sientes demasiado confuso
como para decirle nada. El tiempo pasa y siguen juntos.

Por la noche tu gordito y tú se la pasan en grande cuando salen, como nunca te la


habías pasado en la vida. Te lleva a restaurantes y a bares de los que antes no te
sonaba ni el nombre, bailan juntos encima de las mesas y rompen platos y más platos
como si la mañana no existiera. El gordito es un poco grosero, sobre todo con las
mujeres. A veces tú no sabes dónde esconderte por las majaderías que hace. Pero,
aparte de eso, la verdad es que está muy bien estar con él. Cuando se conocieron, a ti
el fútbol no te interesaba demasiado, mientras que ahora ya conoces a todos los
equipos y cada vez que el equipo del que son hinchas gana te sientes como si
hubieras pedido un deseo y éste se hubiera cumplido, un sentimiento tan poco
frecuente, especialmente en alguien como tú, que normalmente no sabes ni lo que
quieres. Y así, todas las noches, te duermes con él cansado viendo los partidos de la
liga argentina y por la mañana vuelves a despertarte al lado de una mujer guapa y
comprensiva a la que también amas mucho.
El hombre muerto de Leopoldo Lugones.

La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo
tiempo una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya demencia
consistía en creerse muerto.

Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con
encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.

De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su
desesperación, simularan y aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.
No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para
imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la
imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el
lugarejo.

Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un


demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la
ocasión de interrogar al curioso personaje. Éste se dio cuenta, acto continuo, de lo que
mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos
conceptos discorde con su catadura.

-Pero yo no soy loco -dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su
doloroso pesimismo-. Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta
años. Claro. ¿Para qué me morí?

Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.

-Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá...
(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y
próximas.)

-Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el


espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso.
Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.
"Cierta vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza la
historia de mi tormento; de mi locura...

"La incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba morir. Ante la


naturaleza, yo estaba y estoy muerto. Mas para que esto sea humanamente efectivo,
necesito una voluntad que difiera. Una sola.

"Volví de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo como ser pensante, yo
como entidad, no existo. Y no hay lengua humana que alcance a describir esta tortura.
La sed de la nada es una cosa horrible."

Decía aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.
-¡La sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años despierto!
¡Treinta años en eterna presencia ante las cosas y ante mi no ser!

En la aldea habían concluido por saber aquello de memoria. Pasaron a ser vulgares
sus reiteradas tentativas para obligarlos a creer en su muerte. Tenía la costumbre de
dormir entre cuatro velas. Pasaba largas horas inmóvil en medio del campo, con la
cara cubierta de tierra.´
Tales narraciones nos interesaron en extremo; mas cuando nos disponíamos a
metodizar nuestra observación, sobrevino un desenlace inesperado.
Dos peones que debían alcanzarnos en aquel punto, arribaron la noche del tercer día
con varias mulas rezagadas.

No los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos despertaron
sus gritos. He aquí lo que había sucedido.

El loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir entre sus velas
habituales -la única limosna que nos había aceptado.

No mediaban dos metros entre la puerta donde se detuvieron cohibidos por aquel
espectáculo, y el simulador. Una manta le cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían
por el otro extremo.

-¡Un muerto! -balbucearon casi en un tiempo. Habían creído en la realidad.


Oyeron algo parecido al soplo mate de un odre que se desinfla. La manta se aplastó
como si nada hubiera debajo, al paso que las partes visibles -cabeza y pies-
trocáronse bruscamente en esqueleto.

El grito que lanzaron nos puso en dos saltos ante el jergón.

Tiramos de la manta con un erizamiento mortal. Allá, entre los harapos, reposaban sin
el más mínimo rastro de humedad, sin la más mínima partícula de carne, huesos
viejísimos a los cuales adhería un pellejo reseco.
El Expreso Polar de Chris Van Allsburg
Era noche buena, hace muchos años. Yo estaba acostado en mi
cama, sin moverme, sin permitir siquiera que las sábanas susurraran.
Respiraba silencioso y pausado.
Aguardaba, anhelando escuchar un sonido. Un sonido que un amigo
me había asegurado jamás escucharía: el tintineo de cascabeles del
trineo de Santa Clós.

- No existe Santa Clós – había insistido un amigo. Pero yo sabía que


estaba equivocado.

Muy tarde aquella noche, sí escuché sonidos, pero no de cascabeles.


De la calle llegaban unos resoplidos de vapor y un chirriar de
metales. Me asomé a la ventana. Había un tren detenido justo
enfrente de mi casa.

Se veía envuelto en un manto de vapor. A su alrededor, los copos de


nieve caían con suavidad. En la puerta abierta de uno de los vagones,
estaba parado un conductor. Sacó de su chaleco un gran reloj de
bolsillo; luego, levantó la mirada hasta mi ventana. Me puse la bata y
las pantuflas. De puntillas, bajé las escaleras y salí de la casa.
- ¡Todos abordo! – gritó el conductor. Corrí hasta él.
- Bueno, - me dijo - ¿vienes?
- ¿A dónde? – pregunté.
- Pues, al Polo Norte, por supuesto – me respondió -. Este es el
Expreso Polar.

Tomé la mano que me tendía y subí al tren.

Adentro, había muchos otros niños, todos en ropa de dormir.


Cantamos canciones de Navidad y comimos caramelos rellenos con
turrón tan blanco como la nieve. Bebimos chocolate caliente, delicioso
y espeso, como chocolates derretidos. Afuera, las luces de pueblos y
aldeas titilaban en la distancia, mientras el Expreso Polar enfilaba
hacia el norte.

Pronto, ya no se vieron luces. Nos internamos por bosques oscuros y fríos,


donde vagaban lobos hambrientos y conejos de colas blancas huían de
nuestro tren, que retumbaba en la quietud del agreste paraje.
Trepamos montañas tan altas que parecía como si fuéramos a rozar la
Luna. Pero el Expreso Polar no aminoraba su marcha. Más y más rápido
corríamos, remontando picos y atravesando valles, como una montaña
rusa.

Las montañas se convirtieron en colinas. Las colinas, en planicies cubiertas


de nieve. Cruzamos un desolado desierto de hielo, el Gran Casquete Polar.
Unas luces aparecieron en la distancia. Semejaban las luces de un extraño
transatlántico navegando en un mar congelado.

- Allá – dijo el conductor -, está el Polo Norte..


El Polo Norte. Era una ciudad enorme que se levantaba solitaria en la cima
del mundo, llena de fábricas donde se hacían todos los juguetes de
Navidad. Al principio, no vimos duendes.
- Se están reuniendo en el centro de la ciudad – explicó el conductor -. Allí,
Santa Clós entregará el primer regalo de Navidad.
- ¿Quién recibirá el primer regalo? – preguntamos todos.
El conductor respondió:
- Él escogerá a uno de ustedes.
- ¡Miren! – gritó uno de los niños -. ¡Los duendes!

Afuera, vimos cientos de duendes. Nuestro tren ya se acercaba al centro del


Polo Norte y debía ir cada vez más despacio, porque las calles estaban
llenas con los ayudantes de Santa Clós. Cuando no pudimos seguir
avanzando, el Expreso Polar se detuvo y el conductor nos dejó bajar.
Nos abrimos paso entre la multitud, hasta el borde de un gran círculo
despejado. Frente a nosotros se alzaba el trineo de Santa Clós. Los renos
estaban inquietos. Cabeceaban y caracoleaban, haciendo sonar los
cascabeles plateados que colgaban de sus arneses. Era un sonido mágico,
como ninguno que hubiera escuchado antes. Del otro lado del círculo, los
duendes se apartaron y Santa Clós apareció. Los duendes lo saludaron con
un estallido de gritos y aplausos.

Avanzó hasta nosotros y me señaló diciendo:


- Que se acerque ese muchacho.
Saltó de su trineo. El conductor me ayudó a subir. Me senté en las rodillas
de San Nicolás y él me preguntó:
- A ver, ¿qué te gustaría para Navidad?
Yo sabía que podía pedir cualquier regalo de Navidad que quisiera. Pero lo
que más deseaba no estaba dentro del enorme saco de Santa Clós. Lo que
yo quería, más que ninguna otra cosa en el mundo, era un cascabel
plateado de su trineo. Cuando lo pedí, Santa Clós sonrió. Luego me abrazó
y le ordenó a un duende que cortara a un cascabel del arnés de uno de los
renos. El duende le alcanzó el cascabel. Santa Clós se puso de pie, y
sosteniendo el cascabel muy en alto, anunció:
- ¡El primer regalo de Navidad!

Un reloj dio la media noche, al tiempo que se escuchaba la delirante


aclamación de los duendes. Santa Clós me entregó el cascabel y yo lo puse
en el bolsillo de mi bata. El conductor me ayudó a bajar del trineo.
Santa Clós animó a los renos, gritando sus nombres y haciendo chasquear
su látigo. Tomaron impulso y el trineo se elevó en el aire. Santa Clós voló
sobre nosotros, trazando un círculo; entonces desapareció en el frío y
oscuro cielo polar.

Tan pronto como regresamos al Expreso Polar, los otros niños me pidieron
ver el cascabel. Busqué en mi bolsillo, pero todo lo que encontré fue un
agujero. Había perdido el cascabel plateado del trineo de Santa Clós.
- ¡Corramos afuera a buscarlo! – sugirió uno de los niños.
Pero en ese momento, el tren se estremeció y comenzó a moverse. Íbamos
de regreso a casa.

Me rompió el corazón haber perdido el cascabel. Cuando el tren pasó frente


a mi casa, me separé con tristeza de los otros niños y me quedé en la
puerta, diciendo adiós.
El conductor gritó algo desde el tren en movimiento, pero no pude oír.
- ¿Qué? – pregunté.
Haciendo una bocina con sus manos repitió:
- ¡FELIZ NAVIDAD!
El Expreso Polar hizo sonar su potente silbato y se alejó a toda velocidad.

La mañana de Navidad mi hermana Sara y yo abrimos nuestros regalos.


Parecía que ya habíamos terminado cuando Sarah encontró una pequeña
caja olvidada detrás del árbol. Tenía mi nombre. ¡Adentro estaba el
cascabel plateado! Había una nota: “Encontré esto en el asiento de mi
trineo. Remienda ese agujero en tu bolsillo”. Firmado: “Sr. S.C..”
Agité el cascabel. Repicó con el sonido más hermoso que mi hermana y yo
hubiéramos escuchado jamás.
Pero mi madre comentó:
- Ay, ¡qué lástima!
- Sí – dijo mi papá –. No suena.

Ninguno de los dos había escuchado el sonido del cascabel.


Hubo un tiempo en que casi todos mis amigos podían escuchar el cascabel,
pero con el pasar de los años, dejó de repicar para ellos.
También Sara, cierta Navidad, ya no pudo escuchar su dulce sonido.
Aunque yo ya soy viejo, el cascabel aún suena para mí, como suena para
todos aquellos que verdaderamente creen.
La Cena de Alfonso Reyes

Ilustración: Santiago Caruso

La cena, que recrea y enamora. San Juan de la Cruz

TUVE que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr
delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles
estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante
surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche,
cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si
en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro
redondas esferas de reloj.

Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me


dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá.
Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con
un anhelo semejante. ¿Cuándo?

Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso
normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación,
veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de
focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en
tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.

De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis
ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.

Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel
lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo
del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta
decía solamente:

«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la
noche. ¡Ah, si no faltara!...»

Ni una letra más.


Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular
atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas
señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental,
que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y
acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco
aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco
misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de
relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.

La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro
de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.

Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para
mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin
que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y
explicaciones.

—Pase usted, Alfonso.

Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre
las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo
fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos
retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A
cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin
elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la
casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas
de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable
signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista
y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a
introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones;
su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad;
sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña
convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de
un nombre.

—¿Amalia?— pregunté.

—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.

El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis
anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes
sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de
candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al
estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de
un señor de barba partida y boca grosera.

Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y
llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio
con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se
apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato
a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis
oportuna.

Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una
explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros
instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es
que consistió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña
Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.

A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la
charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras
no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí
sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y
desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi
situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde
entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.

El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La


satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de
su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la
otra.

Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé
qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las
responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos
relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y
junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.

Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las
dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la
mesa en alguna casa donde no somos de confianza.

Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en
redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba.
En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó
visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el
ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto,
fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas,
que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente
del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en
tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.

Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo


estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una
constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban
las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la
correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un
principio de aburrimiento se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación
insospechada:

—Vamos al jardín.

Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto
cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude
adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.

Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las
flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes
enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades,
no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras
sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus
palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen
monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores
que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.

La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo


no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al
sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el emparrado.

—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para
él se apagó la luz.

En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado.


Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me
pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció…

—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.

Su voz temblaba.

Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero
entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo
me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante
alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de
las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire
—perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada
hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el
Viejo, astros enormes y fantásticos.

Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.

—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.

Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora
y marcharse sin oírlo todo.

—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha
urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que
hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al día siguiente de llegado, perdió la
vista en la explosión de una caldera.

Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había
sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?

La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de
la hija resonó:

—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo!
Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella,
adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del
París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!

(«¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)

Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis
pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.

—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco guerrero,
una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques
de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular.
Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé
de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una
caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la
misma de la esquela anónima recibida por la mañana.

El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad.
Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.

Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes
de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé,
jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.

Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.

Los pájaros de Bruno Schulz

Llegaron los días de invierno, amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído,


agujereado, tenue, cubría la tierra descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar del todo
muchos tejados, y se podían ver, acá y allá, trozos negros o mohosos, chozas cubiertas
de tablas, y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de los desvanes: negras y
quemadas catedrales erizadas de cabrios, vigas y crucetas, pulmones oscuros de las
borrascas invernales. Cada aurora descubría nuevas chimeneas, nuevos tubos brotados
durante la noche, henchidos por el huracán nocturno, oscuros cañones de órganos
diabólicos. Los deshollinadores no podían desembarazarse de las cornejas, que, cual
hojas negras animadas de vida, poblaban por las noches las ramas de los árboles frente
a la iglesia. Levantaban el vuelo, batían las alas, y acababan posándose cada una en su
sitio, sobre su rama. Y al alba volaban en grandes bandadas —nubes de hollín, copos de
azabache ondulantes y fantásticos—, turbando con su trémulo graznido la luz
amarillenta del amanecer. Con el frío y el tedio, los días se volvieron duros como trozos
de pan del año anterior. Se entraba en ellos con los cuchillos romos, sin apetito, con
una somnolencia perezosa.
Mi padre no salía ya de casa. Encendía la chimenea, estudiaba la substancia jamás
develada del fuego, disfrutaba del sabor salado, metálico y el olor a humo de las llamas
de invierno, caricia fría de la salamandra que lame el hollín brillante de la garganta de
la chimenea. En aquellos días ejecutaba con placer todas las reparaciones en las
regiones superiores de la habitación. A cualquier hora del día se le podía ver acurrucado
en lo alto de una escalera de tijera, arreglando algo en el cielo raso, las barras de las
cortinas de las grandes ventanas, o los globos y cadenas de los candiles. Lo mismo que
los pintores, se servía de la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en
esa posición de pájaro entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se
desentendía cada vez más de los asuntos prácticos de la vida. Cuando mi madre,
preocupada y afligida por su estado, trataba de llevarlo a una conversación de negocios
y le hablaba de los pagos del próximo mes, él la escuchaba distraído, inquieto, con una
expresión ausente, en el rostro sacudido por contracciones nerviosas. A veces la
interrumpía de pronto con un gesto implorante de la mano, para correr a un rincón del
aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y escuchar, con los índices de ambas
manos levantados, signo de la importancia de la auscultación. Entonces no
comprendíamos aún el triste fondo de estas extravagancias, el doloroso complejo que
maduraba en su interior.

Mi madre no ejercía la menor influencia sobre él; en cambio por Adela sentía gran
respeto y consideración. La limpieza de la sala era para él una importante ceremonia, a
la que jamás dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de Adela, con una
mezcla de angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los actos de la joven un
significado más profundo, de tipo simbólico. Cuando ella, con ademanes enérgicos,
pasaba el cepillo por el suelo, se sentía desfallecer. Las lágrimas brotaban de sus ojos,
se le crispaba el rostro con una risa silenciosa, y sacudían su cuerpo espasmos de goce.
Su sensibilidad a las cosquillas llegaba a los límites de la locura. Bastaba que Adela le
apuntara con el dedo, con el gesto de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje,
atravesaba las habitaciones, cerrando tras sí las puertas, para echarse al final en una
cama y retorcerse con una risa convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior a la
que no podía resistirse. Gracias a eso, Adela tenía sobre mi padre un poder casi
ilimitado.

En aquel tiempo observamos por primera vez en él un interés apasionado por los
animales. Al principio fue una afición de cazador y artista a la par, y posiblemente
también la simpatía zoológica más profunda de una criatura hacia unos semejantes que
tenían formas de vida diferentes: la investigación de registros del ser aún no conocidos.
Sólo en su fase posterior, este aspecto adquirió un matiz extraño, complejo,
profundamente vicioso y contra natura, que es mejor no exponer a la luz del día.
Aquello empezó con la incubación de huevos de aves.

Con gran derroche de esfuerzos y de dinero, mi padre había hecho llegar de Hamburgo,
de Holanda y de algunas estaciones zoológicas africanas, huevos fecundados que hacía
empollar a unas enormes gallinas belgas. Era también para mí una ocupación
absorbente contemplar el nacimiento de los polluelos, verdaderos fenómenos por sus
formas y colores.

Era imposible, viendo aquellos monstruos de picos enormes, fantásticos, que desde el
nacimiento se ponían a piar a voz en cuello, silbando ávidamente desde las
profundidades de su garganta; contemplando aquella especie de reptiles de cuerpo
débil, desnudo, corcovado, adivinar en ellos a los futuros pavos reales, faisanes,
cóndores. Colocados en cestas llenas de algodón, aquellos engendros de monstruos
erguían sobre sus frágiles cuellos unas cabezas ciegas, cubiertas de albumen, graznando
destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi padre se paseaba a lo largo de las
estanterías, con un delantal verde, como jardinero que inspecciona sus siembras de
cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas ciegas, en las que ya alentaba la vida,
aquellos vientres torpes, incapaces de recibir del mundo exterior cualquier cosa que no
fuera el alimento, conatos de vida que se erguían a tientas hacia la claridad. Unas
semanas más tarde, cuando aquellos ciegos retoños se abrieron a la luz, las
habitaciones se llenaron de un tumulto multicolor, del centellante gorjeo de los nuevos
habitantes. Se posaban en las barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios,
anidaban en los huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.

Cuando mi padre estudiaba los grandes compendios ornitológicos y tenía entre las
manos las láminas de colores, parecía que era de allí de donde se desprendían aquellos
fantasmas emplumados, que llenaban el cuarto con su aleteo multicolor de copos de
púrpura y girones de zafiro, de cobre, de plata. Cuando les daba de comer, formaban en
el suelo una masa abigarrada, compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la
llegada intempestiva de alguno se desintegraba, se dispersaba en flores móviles, que
batían las alas, para acabar posándose en la parte superior del aposento. Tengo
especialmente grabado en la memoria un cóndor, pájaro enorme de cuello desnudo,
cara arrugada y buche voluminoso. Era un asceta magro, un lama budista de
imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que se regía por el férreo
ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura hierática de dios egipcio,
con el ojo velado por una blancuzca carnosidad que cubría sus pupilas —como para
encerrarse por completo en la contemplación de su soledad augusta—, estaba, con el
pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su hermano mayor. La misma materia, los
mismos tendones, la piel dura y rugosa, el mismo rostro seco y huesudo, las mismas
órbitas profundas y endurecidas. Hasta las manos de fuertes nudillos y largos dedos de
mi padre, con sus uñas abombadas, tenían cierta analogía con las garras del cóndor. Al
verlo así, dormitando, no podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a una
momia disecada, la momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza
tampoco escapó a la atención de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es singular
que el cóndor utilizase el mismo orinal que mi padre.

No satisfecho con incubar incesantemente nuevos especímenes, mi padre organizaba


en el desván bodas de aves, enviaba casamenteros, ataba a las novias seductoras y
lánguidas junto a las grietas y agujeros de la techumbre; lo que trajo por consecuencia
que el enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa se convirtiera en un verdadero
albergue de aves, un arca de Noé, a la que llegaba toda clase de seres alados desde
parajes lejanos.

Incluso mucho tiempo después de liquidada aquella manía avícola, subsistió en el


mundo de las aves la costumbre de llegar a nuestra casa. En el período de las
migraciones de primavera se abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos, pavos
reales y otros pájaros sobre nuestros techos.

No obstante, después de un breve florecimiento, esta afición tomó un giro más bien
desolador. En efecto, pronto se hizo necesario trasladar a mi padre a las dos
habitaciones del desván que servían como depósito de trastos inútiles. Desde el alba
salía de allí el clamor confuso de las aves. En las piezas de madera del desván, a modo
de cajas de resonancia, reforzada ésta por lo bajo del techo, repercutía todo aquel
alboroto, cantos y gorjeos. Así perdimos de vista a nuestro padre durante varias
semanas. Bajaba muy raras veces, y entonces podíamos observar la transformación
operada en él. Se le veía disminuido, encogido, flaco. A veces se levantaba de la mesa,
batía distraídamente los brazos como si fueran alas y soltaba un largo gorjeo, mientras
entrecerraba los ojos. Después, confuso y avergonzado, se reía con nosotros y trataba de
disfrazar el incidente, haciéndolo pasar por una broma.

Una vez, durante el período de la limpieza general, Adela se presentó de súbito en el


reino de las aves de mi padre. Plantada en la puerta, se llevó la mano a la nariz ante el
hedor que impregnaba la atmósfera. Los montones de inmundicia cubrían el suelo y se
apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente, con gesto decidido, abrió la ventana y
con su larga escoba comenzó a agitar aquel pajarerío. Levantóse una nube infernal de
plumas, alas y graznidos, a través de la cual, Adela, como frenética bacante, bailaba la
danza de la destrucción. En medio de aquel estrépito, mi padre, batiendo los brazos,
lleno de temor, trataba desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se
dispersó lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla Adela, agotada
y jadeante, y mi padre, con expresión de tristeza y de derrota, dispuesto a cualquier
capitulación. Momentos después, mi padre descendía la escalera de su imperio. Era un
hombre roto, un rey desterrado que había perdido trono y poder.

Lucy en el País de los Monstruos de


Ricardo Bernal

Lucy amaba el horror. A sus diez años ya había visto muchas veces El exorcista, El
silencio de los corderos y todas las películas de Freddy Krueger; aunque a Papá y a
Mamá siempre les decía que iba a sacar de videocentro Krull, Laberinto o Escape al
futuro III. Hoy es miércoles, qué suerte, dos películas por el precio de una. Papá y
Mamá se irían a jugar póker a casa de los papás de Hugo, y Lucy vería El regreso de los
muertos vivientes por onceaba vez, quizá Alien, Posesión satánica o Viernes trece, qué
maravilla. Lucy era hija única. Muy delgada, grandes ojos grises y piel fosforescente;
varios niños de su salón la amaban en secreto. Lucy dice: ya nadie recuerda sus sueños
por las mañanas, y yo tengo que ser la guardiana de los sueños de todos, qué pesadilla.
A las nueve de la noche Lucy se sirvió un vaso de pepsi, oyó arrancar el auto de sus
padres, vio la luna llena como un buda meditando encima de las nubes. A las nueve y
cuarto comenzó el ritual: colocar en la video Pesadilla en la calle del infierno IV, decir
NO a la piratería, pasar en cámara rápida los aburridos cortos de las otras películas,
New Line Cinema presents... un fuerte rock invade la sala; en la pantalla, la niña vestida
de blanco dibuja con gises la casa de Elm Street donde vive Freddy Krueger. Comienza
el espectáculo: todo sucede en el sueño de Alice, la protagonista, única sobreviviente de
la película anterior. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Lucy dice: me
sé esta película de memoria. Durante la siguiente hora Freddy mata a Kincaid en el
cementerio de autos, ahoga a Joey en su cama de agua, y Kristen baja al infierno por un
siniestro laberinto de tuberías oxidadas y cadenas colgantes. Así es pequeña Lucy,
Freddy ha vuelto para clavar amorosamente las navajas de sus dedos en tu corazón. El
incendio de la pantalla se refleja en las pupilas de Lucy, la siempre solitaria y
pensativa Lucy. ¿Cómo pasar al otro lado? Lovecraft lo sabía, Edgar Allan Poe lo sabía
y en las historias de Blackwood la naturaleza invisible es una constante amenaza a la
razón de Lucy quien se aburre terriblemente en esa escuela donde le enseñan pura
idiotez. Lucy dice: mejor aquí, en casa, con mis libros y mis cómics. Lucy se sabe sola, y
más que sola desde que Doris, su única amiga, se fue a cazar fantasmas a Inglaterra.
Lucy dice: Papá, Mamá, no se preocupen; soy feliz. Y la momia retuerce las manos
desde la portada del cuaderno de matemáticas. ¿Por qué esta niña no forrará sus libros
con estampas de Ziggy, Snoopy o Rosita Fresita, como todas las niñas de su edad?, se
pregunta Papá sin saber que el más grande sueño de su hija es recorrer la escala del
horror hasta sus máximas consecuencias. Desde muy pequeña, Lucy leía a escondidas
las obras completas del Conde de Lautreamont, dibujaba a Jack el Destripador en una
cartulina verde o torturaba gorriones en las soledades del jardín. Qué bueno que
colgaste una foto de Paul McCartney en tu recámara, decía Mamá. No Mamá, es Clive
Barker, uno de los mejores escritores de terror que han existido. ¿Mejor que Stephen
King? ¡Ay Mamá, no sabes nada!, y Lucy salía de la casa dando un portazo mientras
Mamá tomaba las agujas y regresaba a su eterno tejido con una sonrisa coja
retorciéndole la cara; pobrecita hija mía, qué falta le hace un hermano o algo así. Y
Mamá nunca imaginaría que una vez Hugo se hirió el dedo al jugar con un vidrio, y
Lucy bebió su sangre como si de chamoy rojo se tratara. ¡Estás loca! Nada de eso
amigo, los vampiros existen si crees en ellos. En la pantalla Alice se escapa de casa y
entra a un cine de tercera, y Lucy sabe que en la escena siguiente la aterrada
protagonista pasará del otro lado, hacia los eternos dominios oníricos de Freddy
Krueger. El universo explota, y nada hay de extraño en una pantalla que te chupa como
si fuera una aspiradora gigante, y tu diminuto cuerpo un calcetín sucio debajo de la
cama. Lucy se ve las manos, y aunque no está asustada, las turbias granulaciones que
forman esta nueva realidad la hacen pensar que está soñando, y más allá de la pantalla,
se ve a sí misma dormida frente a la tele. Lucy dice: nada como una buena pesadilla,
ojalá los sueños pudieran grabarse, le prestaría mis sueños a Hugo para asustarlo un
poco. Pero esto no es un sueño. La calle es un enredo de casas parecido al del cuento
que abre el libro rojo de Jean Ray. Lucy recorre asombrada el lugar; encuentra un
enorme letrero donde dice, en todos los idiomas posibles, BIENVENIDO AL PAIS DE
LOS MONSTRUOS. Pero aquí no hay monstruos; es una película, o tal vez las páginas
de algún libro, y las comas de todos los libros, ahora Lucy lo sabe, son concientes de sí
mismas y ríen, ríen porque te detienen un poco, te matan un poco, micromuertes. Lucy
camina. No hay flores de carne humana bajo el eterno balanceo de los ahorcados; no
hay cielos gore, ni moluscos de repulsión invadiendo la garganta. Ni siquiera hay dolor.
¿Dónde están Frankenstein y el Hombre Lobo? ¿A quién le pregunto cómo llegar al
castillo de Drácula? ¿Por qué el Wendigo no recorre los cielos con sus pasos de viento
alucinante? Por las grietas de las casas no se asoma ningún rostro y un inesperado
silencio se diluye en las notas de los Legendary Pink Dots que como pies gigantescos
aplastan la memoria. Y Lucy recorre una línea interminable, cruza colores inexistentes,
sensaciones abstractas y ráfagas de nada deslumbrando lo lleno del vacío. Lucy está
aterrada. Los monstruos han huido: algunos se metieron en los libros, otros en las
películas; otros más en los ojos del hombre que hundió un martillo en la cabeza de su
esposa, o en el odio feroz que mantuvo despiertos en sus tumbas a todos nuestros
muertos. Ahora Lucy es un monstruo entre los monstruos y nadie se ha quedado aquí
para salvarnos. Pide un deseo, Hugo. Y Hugo dice: que se cure Lucy, sus papás van a
llevarla al doctor pues no ha dormido en varios días; encontraron carne putrefacta
enfrascada en el botiquín; encontraron una espeluznante mandrágora azul entre las
páginas de su libro de español, y a lo mejor es mentira que el gato se escapó la noche de
brujas cuando Lucy cumplió nueve. Feliz cumpleaños Hugo, dicen ellos; ahora sopla las
velas. Después de mucho andar, Lucy llega a un cine en ruinas. Un Freddy Krueger de
cartón la espera en la taquilla. Lucy paga su boleto y entra al recinto, ¿cómo será el cine
de horror en el País de los Monstruos? Adentro no hay nadie: una butaca solitaria como
un trono o silla eléctrica descansa frente a la pantalla gigante que se extiende entre
estalactitas y sepulcros. Lucy aguanta la respiración y se muerde los labios. Se apagan
las luces, zumba un motor prehistórico y comienza el espectáculo. En la pantalla
aparece una sala igual a la de la casa de Lucy. Sentados en un sillón, dos viejos lloran
por la hija que nunca tuvieron, y arman rompecabezas, y se miran tiernamente detrás
de las lágrimas. Aunque los años han deformado sus cuerpos y sus rostros, Lucy logra
reconocerlos: son Papá y Mamá, y están del otro lado, en aquel lejano universo donde
no existen Lucy ni sus monstruos. ¡Papá! ¡Mamá! ¡mírenme! ¡estoy aquí!, grita Lucy
antes de que mil diminutas manos le tapen la boca y los ojos para siempre. Afuera del
cine, la sonrisa de Freddy Krueger se derrite en cámara lenta.

La Reina de José Emilio Pacheco

Oh reina, rencorosa y
enlutada &
PORFIR
IO BARBA JACOB

Adelina apartó el rizador de pestañas y comenzó a aplicarse el


rímel. Una línea de sudor manchó su frente. La enjugó con un clínex y
volvió a extender el maquillaje. Eran las diez de la mañana. Todo lo
impregnaba el calor. Un organillero tocaba el vals Sobre las olas. Lo
silenció el estruendo de un carro de sonido en que vibraban voces
incomprensibles. Adelina se levantó del tocador, abrió el ropero y
escogió un vestido floreado. La crinolina ya no se usaba pero, según la
modista, no había mejor recurso para ocultar un cuerpo como el suyo.
Se contempló indulgente en el espejo. Atravesó el patio interior entre
las macetas y los bates de beisbol, las manoplas y gorras que Óscar dejó
como para estorbarle el camino, entró en el baño y subió a la
balanza. Se descalzó. Pisó de nuevo la cubierta de hule junto a los
números. Se quitó el vestido y probó por tercera vez. La balanza
marcaba 80 kilos. Debía estar descompuesta: era el mismo peso
registrado una semana atrás al iniciar los ejercicios y la dieta.
Caminó otra vez por el patio que era más bien un pozo de luz con
vidrios traslúcidos. Un día, como predijo Óscar, el patio iba a
desplomarse si Adelina no adelgazaba. Se imaginó cayendo en la
tienda de ropa. Los turcos, inquilinos de su padre, la
detestaban. Cómo iban a reírse Aziyadé y Nadir al verla sepultada bajo
metros y metros de popelina.
Al llegar al comedor vio como por vez primera los lánguidos retratos
familiares: ella a los seis meses, triunfadora en el concurso El bebé
más robusto de Veracruz. A los nueve años, en el teatro Clavijero,
declamando Madre o mamá de Juan de Dios Peza. Óscar, recién
nacido, flotante en un moisés enorme, herencia de su hermana. Óscar,
el año pasado, pítcher en la Liga Infantil de Golfo. Sus padres el día de
la boda, él aún con uniforme de cadete. Guillermo en la proa de
Durango, ya con gorra e insignias de capitán. Guillermo en el acto de
estrechar la mano al señor presidente en ocasión de unas maniobras
navales. Hortensia al fondo, con sombrilla, tan ufana de su marido y
tan cohibida por hallarse entre la esposa del gobernador y la diputada
Goicochea. Adelina, quince años, bailando con su padre el vals
Fascinación. Qué día. Mejor ni acordarse. Quién la mandó invitar a las
Osorio. Y el chambelán que no llegó al Casino: prefirió arriesgar su
carrera y exponerse a la hostilidad de Guillermo-su implacable y
marcialmente sádico profesor en la Heroica Escuela Naval-antes que
hacer el ridículo valsando con Adelina.

-Qué triste es todo-se oyó decirse-. Ya estoy hablando sola. Es por no


desayunarme-. Fue a la cocina. Se preparó en la licuadora un batido
de plátanos y leche condensada. Mientras lo saboreaba hojeó Huracán
de amor. No había visto ese número de la Novela Semanal, olvidado
por su madre junto a la estufa. Hortensia es tan envidiosa &Por qué
me seguirá escondiendo sus historietas y sus revistas como si yo
todavía fuera una niñeta?
No hay más ley que nuestro deseo, afirmaba un personaje en Huracán
de amor. Adelina de inquietó ante el torso desnudo del hombre que
aparecía en el dibujo. Pero nada comparable a cuando encontró en el
portafolios de su padre Corrupción en el internado para señoritas y La
seducción de Lisette. Si Hortensia-o peor: Guillermo-la hubieran
sorprendido &
Regresó al baño. En vez de cepillarse los dientes se enjuagó con
Listerine y se frotó los incisivos con la toalla. Cuando iba hacia su
cuarto sonó el teléfono.
-Gorda &
-Qué quieres, pinche enano maldito?
-Cálmate, gorda, es un recado de our father. Por qué amaneciste tan
furiosa, Adelina? Debes de haber subido otros cien kilos.
-Qué te importa, idiota, imbécil. Ya dime lo que vas a decirme. Tengo
prisa.
-Prisa? Ah sí, seguramente vas a desfilar como reina del carnaval en
vez de Leticia no?
-Mira, estúpido, esa negra, débil mental, no es reina ni es nada. Lo que
pasa es que su familia compró todos los votos y ella se acostó hasta con
el barrendero de la Comisión Organizadora. Así quién no.
-La verdad, gorda, es que te mueres de envidia. Qué darías por estar
ahora arreglándote para el desfile como Leticia.
---El desfile? Ja, ja, no me importa el desfile. Tú, Leticia y todo el
carnaval me valen una pura chingada.
-Qué lindo vocabulario. Dime dónde lo aprendiste. No te lo
conocía. Ojalá te oigan mis papás.
-Vete al carajo.
-Ya cálmate, gorda. Qué te pasa? De cuál se fumaste? Ni me dejas
hablar &Mira, dice mi papá que vamos a comer aquí en Boca del Río
con el vicealmirante; que de una vez va ir a buscarte la camioneta
porque luego, con el desfile, no va a haber paso.
-No, gracias. Dile que tengo mucho que estudiar. Además ese viejo
idiota del vicealmirante me choca. Siempre con sus bromitas y
chistecitos imbéciles. Pobre de mi papá: tiene que celebrárselos.
-Haz lo que te dé la gana, pero no tragues tanto ahora que nadie te
vigila.
-Cierra el hocico y ya no estés chingando.
-A que no le contestas así a mi mamá? A que no, verdad? Voy a
desquitarme, gorda maldita. Te vas a acordar de mí, bola de manteca.

Adelina colgó furiosa el teléfono. Sintió ganas de llorar. El calor la


rodeaba por todas partes. Abrió el ropero infantil adornado con
calcomanías de Walt Disney. Sacó un bolígrafo y un cuaderno
rayado. Fue a la mesa del comedor y escribió:

Queridísimo Alberto:
Por milésima vez hago en este cuaderno una carta
Que no te mandaré nunca y siempre te dirá las mismas cosas.
Mi hermano acaba de insultarme por teléfono y mis papás no
me quisieron llevar a Boca del Río. Bueno, Guillermo
seguramente quiso: pero Hortensia lo domina. Ella me odia,
por celos, porque ve cómo me adora mi papá y cuánto se
preocupa por mí.
Aunque si me quisiera tanto como yo creo ya me hubiera
Mandado a España, a Canadá, a no sé dónde, lejos de este
infierno que mi alma, sin ti, ya no soporta.
Se detuvo. Tachó que mi alma, sin ti, ya no soporta.
Alberto mío, dentro de un rato voy a salir. Te veré de nuevo,
por más que no me mires, cuando pases en el carro alegórico
de Leticia. Te lo digo de verdad: Ella no te merece. Te ves
tan & tan, no sé cómo decirlo, con tu uniforme de cadete. No ha
habido en toda la historia un cadete como tú. Y Leticia no es
tan guapa como supones. Sí, de acuerdo, tal vez sea atractiva,
no lo niego: por algo llegó a ser reina del carnaval. Pero su
tipo resulta, cómo te diré, muy vulgar, muy corriente. No te
parece?
Y es tan coqueta. Se cree muchísimo. La conozco desde que
estábamos en kínder. Ahora es íntima de las Osorio y antes
hablaba muy mal de ellas. Se juntan para burlarse de mí
porque soy más inteligente y saco mejores calificaciones.
Claro, es natural: no ando en fiestas ni cosas de éstas, los
domingos no voy a dar vueltas al zócalo, ni salgo todo el
tiempo con muchachos. Yo sólo pienso en ti, amor mío, en el
instante en que tus ojos se volverán al fin para mirarme.
Pero tú, Alberto, me recuerdas? Seguramente ya has
olvidado de que nos conocimos hace dos años-acababas de
entrar en la Naal-una vez que acompañé a mi papá a Antón
Lizardo. Lo esperé en la camioneta. Tú estabas arreglando un
yip y te acercaste. No me acuerdo de ningún otro día tan
hermoso como aquel en que nuestras vidas se encontraron
para ya no separarse jamás.
Tachó para ya no separarse jamás .
Conversamos muy lindo mucho tiempo. Quise dejarte como
Recuerdo mi radio de transistores. No aceptaste. Quedamos en
Vernos el domingo para ir al zócalo y a tomar un helado en el
Yucatán.
Te esperé todo el día ansiosamente. Lloré tanto esa noche &
Pero luego comprendí: no llegaste para qu nadie dijese que tu
Interés en cortejarme era por ser hija de alguien tan importante
En la Armada como mi padre.
En cambio, te lo digo sinceramente, nunca podré entender
Por qué la noche del fin de año en el Casino Español bailaste
Todo el tiempo con Leticia y cuando me acerqué y ella nos
Presentó dijiste: mucho gusto.
Alberto: se hace tarde. Salgo a tu encuentro. Sólo unas
Palabras antes de despedirme. Te prometo que esta vez sí
Adelgazaré y en el próximo carnaval, como lo oyes, yo voy a
Ser La Reina! (Mi cara no es fea, todos lo dicen.) Me llevarás
A nadar a Mocambo, donde una vez te encontré con Leticia?
(por fortuna ustedes no me vieron: estaba en traje de baño y
corrí a esconderme entre los pinos.)
Ah, pero al año próximo, te juro, tendré un cuerpo más
hermoso y más esbelto que él; suyo. Todos los que nos miren te
envidiarán por llevarme del brazo.
Chao, amor mío. Ya falta poco para verte. Hoy como siempre
es toda tuya.
Adelina

Volvió a su cuarto. Al ver la hora en el despertador de Bugs Bunny


dejó sobre la cama el cuaderno en que acaba de escribir, retocó el
maquillaje ante el espejo, se persignó y bajó a toda prisa las escaleras
de mosaico. Antes de abrir la puerta del zaguán respiró el olor a óxido
y humedad. Pasó frente a la sedería de kis turcos: Aziyadé y Nadir no
estaban: sus padres se disponían a cerrar.
En la esquina se encontró a dos compañeros de equipo de su hermano.
(No habían ido a Boca del Río?) Al verla maquillada le preguntaron si
iba a participar en el concurso de disfraces o había lanzado su
candidatura para Rey Feo.
Respondió con una mirada de furia. Se alejó taconeando bajo el olor a
pólvora de buscapiés, palomas, y brujas. No había tránsito: la gente
caminaba por la calle tapizada de serpentinas, latas, y cascos de
cerveza. Encapuchados, mosqueteros, payasos, legionarios romanos,
bailarinas, circasianas, amazonas, damas de la corte, piratas,
napoleones, astronautas, guerreros aztecas y grupos y familias con
máscaras, gorritos de cartón, sombreros zapatistas o sin disfraz
avanzaban hacia la calle principal.
Adelina apretó el paso. Cuatro muchachas se volvieron a verla y le
dejaron atrás. Escuchó su risa unánime y pensó que se estarían
burlando de ella como los amigos de Óscar. Luego caminó entre las
mesas y los puestos de los portales, atestados de marimbas, conjuntos
jarochos, vendedores de jaibas rellenas, billeteros de la Lotería
Nacional.
No descubrió a ningún conocido pero advirtió que varias mujeres la
miraban con sorna. Pensó en sacar el espejito de su bolsa para ver si,
inexperta, se había maquillado en exceso. Por vez primera empleaba
los cosméticos de su madre. Pero, dónde se ocultaría para mirarse?
Con grandes dificultades llegó a la esquina elegida. El calor y el
estruendo informe, la promiscua contigüidad de tantos extraños le
provocaban un malestar confuso. Entre aplausos apareció la
descubierta de charros y chinas poblanas. Bajo gritos y música desfiló
la comparsa inicial: lo jotos vestidos de pavos reales. Siguieron
mulatos disfrazados de vikingos, guerreros aztecas y penachos de
rumbera.
Desfilaron cavernarios , kukluxklanes, la corte de Luis XV con sus
blancas pelucas entalcadas y sus falsos lunares, Blanca Nieves y los
Siete Enanos (Adelina sentía que la empujaban y las manoseaban),
Barba Azul en plena tortura y asesinato de sus mujeres, Maximiliano y
Carlota en Chapultepec, pieles rojas, caníbales teñidos de betún y
adornados con huesos humanos (la transpiración humedecía su
espalda), Romeo y Julieta en el balcón de Verona, Hitler y sus
mariscales llenos de monóculos y suásticas, gigantes y cabezudos,
James Dean al frente de sus rebeldes sin causa, Pierrot, Arlequín y
Colombina, doce Elvis Presleys que trataban de cantar en inglés y
moverse como él. (Adelina cerró los ojos ante el brillo del col y el caos
de épocas, personajes, historias.)
Empezaron los carros alegóricos, unos tirados por tractores, otros
improvisados sobre camiones de redilas: el de la Cervecería
Moctezuma, Miss México, Miss California, notablemente aterrada por
lo que veía como un desfile salvaje, las Orquídeas del Cine Nacional, el
Campamento Gitano-niñas que lloriqueaban por el calor, el miedo de
caerse y la forzada inmovilidad-, el Idilio de los Volcanes según el
calendario de Helguera, la Conquista de México, las Mil y
una Noches,pesadillas de cartón, lentejuelas y trapos.
La sobresaltaron un aliento húmedo de tequila y una caricia
envolvente:
-Véngase, mamasota, que aquí está su rey-.
Adelina, enfurecida, volvió la cabeza. Pero hacia quién, cómo descubrir
al culpable entre la multitud burlona o entusiasmada? Los carros
alegóricos seguían desfilando: los Piratas en las isla del Tesoro, Sangre
Jarocha, Guadalupe la Chinaca, Raza de Bronce, Cielito Lindo, la
Adelita, la Valentina y Pancho Villa, los Buzos en el país de las sirenas,
los astronautas y los extraterrestres.
Desde un inesperado balcón las Osorio, muertas de risa, se hicieron
escuchar entre las músicas y gritos del carnaval:
-Gorda, gorda: sube, Que andas haciendo allí abajo, revuelta con la
plebe y los chilangos? La gente decente de Veracruz no se mezcla con
los fuereños, mucho menos en carnaval.
Todo el mundo pareció descubrirla, observarla, repudiarla. Adelina
tragó saliva, apretó los labios: Primero muerta que dirigirles la palabra
a las Osorio. Por fin, el carro de la reina y sus princesas, Leticia
Primera en su trono bajo las espadas cruzadas de los cadetes. Alberto
junto a ella muy próximo. Leticia toda rubores, toda sonrisitas, entre
los bucles artificiales que sostenían la corona de hojalata. Leticia
saludando en todas direcciones, enviando besos al aire.
-Cómo puede cambiar la gente cuando está bien maquillada.- se dijo
Adelina. El sol arrancaba destellos a la bisutería del cetro, la corona, el
vestido. Atronaban aplausos y gritos de admiración. Leticia Primera
recibía feliz la gloria que iba a disfrutar unas cuantas horas, en un
trono destinado a amanecer en un basurero. Sin embargo Leticia era la
reina y estaba cinco metros por encima de quien la observaba con odio.
-Ojalá se caiga, ojalá haga el ridículo delante de todos, ojalá de tan
apretado le estalle el disfraz y vean el relleno de hule espuma en sus
tetas- murmuró entre dientes Adelina, ya sin temor de ser escuchada.
-Ya verá el año que entra: los lugares van a cambiarse. Leticia estará
aquí abajo muerta de envida y...-Una bolsa de papel arrojada desde
quién sabe dónde interrumpió el monólogo sombrío: se estrello en su
cabeza y la baño de anilina roja en el preciso instante en que pasaba
frente a ella la reina. La misma Leticia no pudo menos que descubrirla
entre la multitud y reírse. Alberto quebrantó su pose de estatua y soltó
una risilla.
Fue un instante. El carro se alejaba. Adelina se limpio la cara con las
mangas del vestido. Alzo los ojos hacia el balcón en que las Osorio
manifestaban su pesar ante el incidente y la invitaban a
subir. Entonces la Baño una nube de confeti que se adhirió a la piel
humedecía. Se abrió paso, intentó correr, huir, hacerse invisible.
Pero el desfile había terminado. Las calles estaban repletas de
chilangos, de jotos, de mariguanos, de hostiles enmascarados y
encapuchados que seguían arrojando confeti a la boca de Adelina
entreabierta por el jadeo, bailoteaban para cerrarle el paso, aplastaban
las manos en sus senos, desplegaban espanta suegras en su cara la
picaban con varitas labradas de Apizaco.
Y Alberto se alejaba cada vez más. No descendía del carro para
defenderla, para vengarla, para abrirle camino con su espada. Y
Guillermo, en Boca del Río, ya aturdido por la octava cerveza, festejaba
por anticipado los viejos chistes eróticos del vicealmirante. Y bajo unas
máscaras de Drácula y de Frankenstein surgían Aziyadé y Nadir, la
acosaban en su huida, le cantaban, humillante y angustiosamente
cantaban, un estribillo improvisado e interminable:
-A Adelina/le echaron anilina/por no temor Delgadina. / Poor noo
toomaar Deelgaadiinaa.
Y los abofeteó y pateó y los niños intentaron pegarle y un Satanás y
una Doña Inés los separaron. Aziyadé y Nadir se fueron canturreando
el estribillo. Adelina pudo continuar la fuga hasta que al fin abrió la
puerta de su casa, subió las escaleras y halló su cuarto en desorden:
Óscar estuvo allí con sus amigos de la novena de beisbol, óscar no se
quedó en Boca del Río. Óscar volvió con su pandilla. óscar también
anduvo en el desfile.
Vio cuaderno en el suelo, abierto y profanado por los dedos de óscar,
las manos de los otros. En las páginas de su última carta estaban las
huellas digitales, la tinta corrida, las grandes manchas de anilina roja.
Cómo se habrán burlado, cómo se estarán riendo ahora mismo,
arrojando bolsas de anilina a las caras, puñados de confeti a las bocas,
rompiendo conferida por sus máscaras y disfraces.
-Maldito, puto, enano cabrón, hijo de la chingada. Ojalá te
peguen. Ojalá te den en toda la madre y regreses chillando como un
perro. Ojalá se mueran tú y la puta de Leticia y las pendejas de las
Osorio y el cretino cadetito de mierda y el pinche carnaval y el mundo
entero.
Y mientras hablaba, gritaba, gesticulaba con doliente furia, rompía su
cuaderno de cartas, pateaba los pedazos arronjaba contra la pared el
frasco de maquillaje, el pomo de rímel, la botella de Colonia Sanborns.
Se detuvo. En el espejo enmarcado por figuras de Walt Disney miró su
pelo rubio, sus ojos verdes, su cara lívida cubierta de anilina, grasa,
confeti, sudor, maquillaje y lágrimas. Y se arrojó a la cama llorando,
demoliéndose, diciéndose:
-Ya verán, ya verán el año que entra.

Mi vida con la ola Octavio Paz

Cuando dejé aquel mar, una ola se adelantó entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de
los gritos de las otras, que la detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se
fue conmigo saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante
sus compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron.
Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la vida en la ciudad no era
lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca ha salido del mar. Me miró seria:
“Su decisión estaba tomada. No podía volver.” Intenté dulzura, dureza, ironía. Ella
lloró, gritó, acarició, amenazó. Tuve que pedirle perdón. Al día siguiente empezaron
mis penas. ¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la
policía? Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en
los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con que se
juzgaría nuestro acto.
Tras de mucho cavilar me presenté en la estación una hora antes de la salida, ocupé mi
asiento y, cuando nadie me veía, vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego,
cuidadosamente, vertí en él a mi amiga.
El primer incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su
ruidosa sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de
aceptar cuando se acercó otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada de su
acompañante me detuvo. La señora tomó un vasito de papel, se acercó al depósito y
abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me interpuse de un salto
entre ella y mi amiga. La señora me miró con asombro. Mientras pedía disculpas, uno
de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré con violencia.
La señora se llevó el vaso a los labios: —Ay el agua esta salada. El niño le hizo eco.
Varios pasajeros se levantaron. El marido llamo al Conductor: —Este individuo echó sal
al agua. El Conductor llamó al Inspector: —¿Conque usted echó substancias en el agua?
El Inspector llamó al Policía en turno: —¿Conque usted echó veneno al agua? El Policía
en turno llamó al Capitán:
–¿Conque usted es el envenenador? El Capitán llamó a tres agentes. Los agentes me
llevaron a un vagón solitario, entre las miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la
primera estación me bajaron y a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no
se me habló, excepto durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie
me creía, ni siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: “El asunto es grave,
verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?” Una tarde me
llevaron ante el Procurador. —Su asunto es difícil
—repitió—. Voy a consignarlo al Juez Penal. Así pasó un año. Al fin me juzgaron. Como
no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco tiempo, llegó el día de la libertad. El
Jefe de la Prisión me llamo: —Bueno, ya está libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo
desgracias. Pero que no se vuelva a repetir, porque la próxima le costará caro… Y me
miró con la misma mirada seria con que todos me veían.
Esa misma tarde tomé el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegué a México.
Tomé un taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y
cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa cuando la
sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y riendo como
siempre. —¿Cómo regresaste? —Muy fácil: en el tren. Alguien, después de cerciorarse
de que sólo era agua salada, me arrojó en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto
era un penacho blanco de vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina.
Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas. Su presencia cambió mi vida. La casa de pasillos
obscuros y muebles empolvados se llenó de aire, de sol, de rumores y reflejos verdes y
azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos.
¡Cuántas olas es una ola o cómo puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un
pecho, una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los
abyectos rincones del polvo y el detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se
puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con gusto en
las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya hacía tiempo que
había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el país. Y varias noches, ya tarde,
las escandalizadas estrellas lo vieron salir de mi casa, a escondidas. El amor era un
juego, una creación perpetua. Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas.
Si la abrazaba, ella se erguía, increíblemente esbelta, como tallo líquido de un chopo; y
de pronto esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas
que caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía frente
a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacía horizonte y silencio.
Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos labios inmensos. Su presencia
era un ir y venir de caricias, de rumores, de besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a
medias y en un cerrar de ojos me encontraba arriba, en lo alto del vértigo,
misteriosamente suspendido, para caer después como una piedra, y sentirme
suavemente depositado en lo seco, como una pluma. Nada es comparable a dormir
mecido en las aguas, si no es despertar golpeado por mil alegres látigos ligeros, por
arremetidas que se retiran riendo.
Pero jamás llegué al centro de su ser. Nunca toqué el nudo del ay y de la muerte. Quizá
en las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer, ese
pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para luego
desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas, solo que no eran
ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada vez más lejos, hasta tocar
otros astros. Amarla era prolongarse en contactos remotos, vibrar con estrellas lejanas
que no sospechamos. Pero su centro… no, no tenía centro, sino un vacío parecido al de
los torbellinos, que me chupaba y me asfixiaba.
Tendido el uno al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un
ovillo, caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores.
Cantaba a mi oído, caracola. Se hacía humilde y transparente, echada a mis pies como
un animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos.
Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un pedazo de
noche tatuada de fuego. Pero se hacía también negra y amarga. A horas inesperadas
mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los vecinos. Al oírla el viento
del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o deliraba en voz alta por las azoteas. Los
días nublados la irritaban; rompía muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos
y de una espuma gris y verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna,
las estrellas, al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de
una manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.
Empezó a quejarse de soledad. Llené la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos
veleros, que en sus días de furia hacía naufragar (junto con los otros, cargados de
imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundían en sus feroces o
graciosos torbellinos) ¡Cuántos pequeños tesoros se perdieron en ese tiempo! Pero no le
bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las caracolas. Confieso que no sin celos los
veía nadar en mi amiga, acariciar sus pechos, dormir entre sus piernas, adornar su
cabellera con leves relámpagos de colores. Entre todos aquellos peces había unos
particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños tigres de acuario, grandes ojos
fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por qué aberración mi amiga se complacía en
jugar con ellos, mostrándoles sin rubor una preferencia cuyo significado prefiero
ignorar. Pasaba largas horas encerrada con aquellas horribles criaturas.
Un día no pude más; eché abajo la puerta y me arrojé sobre ellos. Ágiles y fantasmales,
se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta derribarme.
Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya, me depositó en la
orilla y empezó a besarme, humillado. Y al mismo tiempo la voluptuosidad me hizo
cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de la muerte deliciosa de los
ahogados.
Cuando volví en mí, empecé a temerla y a odiarla. Tenía descuidados mis asuntos.
Empecé a frecuentar a los amigos y reanudé viejas y queridas relaciones. Encontré a
una amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi vida
con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de salvar a un
hombre.
Mi redentora empleó todas sus artes, pero, ¿qué podía una mujer, dueña de un número
limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga, siempre cambiante —y siempre idéntica
a sí misma en su metamorfosis incesantes? Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La
niebla cayó sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas las
noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola silaba, como
una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella era tirar toda la noche
y sentir cómo se helaba paulatinamente la sangre, los huesos, los pensamientos. Se
volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con frecuencia y mis ausencias eran cada vez
más prolongadas. Ella, en su rincón, aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua
corrosiva roía los muros, desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela,
haciéndome reproches. Tenía pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo,
navegando bajo cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y
reía; llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las
profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba lo que
rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me estrangulaban. Y su
cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que golpeaba, golpeaba, golpeaba.
Hui. Los horribles peces reían con risa feroz. Allá en las montañas, entre los altos pinos
y los despeñaderos, respiré el aire frío y fino como un pensamiento de libertad. Al cabo
de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré sobre el
mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo. No me conmovió
su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a la calle, con la dormida a
cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a un cantinero amigo, que
inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que depositó cuidadosamente en
las cubetas donde se enfrían las botellas.

El Silencio de las Sirenas de Franz Kafka

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la
salvación. He aquí la prueba:

Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo
encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz,
muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por
las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los
seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no
pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por
completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas
estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.

Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su
silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna
vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede
equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque
creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo
de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar
toda canción.
Ulises, (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido
de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas
de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos.
Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo
comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y
precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus


húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían
seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de
Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero
ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto,
tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero
interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del
silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en
cierta manera a modo de escudo.

Alta Cocina de Amparo Dávila

Cuando oigo la lluvia golpear en las ventanas vuelvo a escuchar sus gritos.
Aquellos gritos que se me pegaban a la piel como si fueran ventosas. Subían de tono a
medida que la olla se calentaba y el agua empezaba a hervir. También veo sus ojos, unas

pequeñas cuentas negras que se les salían de las órbitas cuando se estaban cociendo.

Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los
tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los vendían

bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince

centavos la docena.

En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de
losdomingos y, con más frecuencia, si había invitados a comer. Con este guiso mi
familiaagasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. "No se pueden comer
mejorpreparados en ningún otro sitio", solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando

elogiaban el platillo.

Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparada y curtida por
unviejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la
cocinera,gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no
laconmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde

mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con

el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente. Yo

pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero

aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si

aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en

mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser.

A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas.

Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban

misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante

aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían y, me siguen aún, a todas partes.

Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando

que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba

entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con

que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba

desdeñosa.

Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero
los colocaba en un cajón con pasto y les daban una hierba rara qua ellos comían, al

parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al

siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en
la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal. Cuando el agua se iba
calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar... Chillaban a veces como niños
recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos
estrangulados, como mujeres histéricas...

Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.

Fantasma de Enrique Anderson Imbert

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no
fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída.
Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.

¿Con que eso era la muerte?

¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba
que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia
entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué
inmutables, qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!:
la lámpara encendida, el sombrero en la percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla
volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.

Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado!
¡Y esas envolturas de carne gastada! "Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de
mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo", pensó.

Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos
dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida
condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde
morada.

Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra
vez.

¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió
la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.

-¡No entres! -gritó él, pero sin voz.

Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.

-¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! -gritaba él, pero sin voz.

¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la
experiencia. Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente
muerto. ¡Qué mala suerte!

Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz
como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera
como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas
lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque
comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.

Salió de la habitación, triste.

¿Adónde iría?

Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.

Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.

Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que
se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes
llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a
volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos,
tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera;
simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que
abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo
colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de
virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los
hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin
embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más,
y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su
cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias
precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su
propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y
oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del
camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.

Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su


oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al
estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se
sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.

Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con


que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.

A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para
cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al
cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía
la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su
mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.

Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el
presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas
comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí... ¡claro!... qué duda había. ¡Era
tan natural!

Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más
allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa
estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que
divertían su eternidad espiando las huérfanas?

Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos.


¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas
entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!

Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse:
¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su
hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así,
para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va
extendiéndose como un incendio en el campo.

Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el
gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como
náufragos al último leño.

También murió su cuñada.

Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo
al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que
los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un
punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar
las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió
al patio y voló noche arriba.
Juul de Gregie de Maeyer

Juul tenía rizos, rizos rojos como alambres de cobre, por eso le gritaban todos:

- ¡Pelos de alambre! ¡Tienes sangre en el pelo! ¡Caca roja!

Un día Juul cogió unas tijeras y rizo a rizo se los cortó.

Juul tenía la cabeza pelona y todos le decían:- ¡Bola de billar! ¡Cabeza de huevo!
¡Pelón pelonete!

Por eso se puso un gorro. Al no tener pelo, el gorro le caía encima de las orejas y
éstas se le salían un poco,- ¡Orejas de duende! - ¡Dumbo! -Échate a volar!, le
llamaban ahora.

Eso le hubiese gustado a Juul, volar muy lejos de allí. De dos rabiosos jalones
Juul se arrancó las orejas.

Como no tenía orejas el gorro le caía encima de los ojos impidiéndole ver, y
empezó a chocar contra las paredes, contra los otros chicos, contra las sillas, Juul
veía estrellas y empezó a hacer bizcos. Entonces los niños empezaron a llamarle:

- ¡Bizco! ¡Cegatón! ¡Topo! Juul cerró fuertemente los ojos hasta que se le
salieron de las órbitas, cayeron al suelo como dos canicas calientes, pero no botaron.

Tenía tanto, pero tantísimo dolor, que apenas podía pronunciar una palabra,
gemía, babeaba y balbuceaba mientras los otros le decían: - ¡Caracol! ¡Baboso!
¡Miren, Juul no sabe hablar! Juul metió su lengua en un enchufe de la luz, se quemó
media boca y su lengua calcinada, desapareció.
El dolor era tan insoportable que Juul apenas podía caminar, las piernas se le
torcían y le fallaban y los chicos le decían: - ¡Juul patizambo! ¡Juul patas torcidas!
¡Patas de peréntesis!

Juul se fue al tren, puso las piernas sobre las vías, cuando éste pasó dejó un gran
reguero rojo.
Alguien encontró a Juul, alguien lo sentó en una silla de ruedas, y mientras Juul
empujaba y empujaba con las manos para escapar los niños que seguían gritándole:
¡Juul patas de rueda! ¡Juul patas de llanta! cuando le alcanzaron, le mancharon de
porquería las ruedas y ahí donde él tenía que agarrarse para escapar.

De la rabia que le dio metió sus manos en agua hirviendo, para tenerlas siempre
limpias, pero estaba tan caliente, que se quemó; y le salieron ampollas y llagas que
le supuraban.

El médico las mandó amputar y los chicos le decían: ¡Brazos de salchicha!


¡Salchichón ! Juul fue hacia el zoológico, a la jaula de los leones, metió los brazos
por los barrotes y un león se los comió.
Juul sólo era cabeza y torso y los niños decían: - ¡Qué vergüenza de torso! ¡Si no
lo tuviese podríamos jugar al fútbol con su cabeza!

Así que entre todos tiraron y tiraron hasta que le separaron la cabeza del tronco.
Pero resultó que la cabeza, aunque se podía patear, no botaba bien; y los niños,
cansados, dejaron a Juul abandonado en la zona de penalty.

Alguien pasó por allí, lo recogió, le dio de comer, lo mimó, le dio un abrazo, le
puso un lápiz en la boca, le ofreció un papel y le preguntó:

-¿Pero qué te ha pasado? A lo que Juul contestó:

Yo tenía rizos rojos, como alambres de cobre


Por eso me gritaban todos: - ¡Pelos de alambre!
¡Tienes sangre en el pelo! ¡Caca roja!
Por eso rizo a rizo, me los corté...

El fusilado de José Vasconcelos


¡Cuánto tiempo llevábamos a caballo! ¡Al principio éramos un ejército; ahora sumábamos unos
cuantos! Quiénes habían muerto en los combates; otros quedaron prisioneros o dispersos, y
los más, en seguida de los descalabros, desertaron al abrigo de la noche, abandonando equipo,
armas y uniforme, para confundirse con los pacíficos…

Bajábamos la sierra; en la mañana clara, el temblor del ambiente suscitaba deseos de cantar.
El camino seguía un estrecho cañón a la mitad del imponente acantilado. Del fondo subía el
rumor de una corriente deshecha en espuma entre peñascos. Por la falda de los montes subían
los follajes, anegándonos de frescura, embriagándonos con el aroma intenso de las retamas…
El corte sube y baja, y las bestias avanzan resoplando; por fin alcanzamos la altura; el camino
se ensancha, se aparta de la cañada, y el cielo se abre inmenso, luminoso. A poco andar nos
internamos en un bosque. Cuesta trabajo adelantar, porque las ramas se entrecruzan; pero, en
los claros, ¡qué hermosa es la luz!, ¡qué grata la frondosidad de los árboles y cómo tonifica el
olor de las resinas! Se siente bello el vivir.

Súbitamente resuena un grito humano; casi simultáneamente, una descarga de fusilería; los
caballos se encabritan, instantáneamente se propaga la confusión. No podemos ver a
distancia, pero escuchamos tiros y voces extrañas, alguien exige imperioso la rendición: oímos
súplicas patéticas: “No tire”. “No me mate”. Queremos embestir y nos cierra el paso un grupo
enemigo… Recuerdo las bocas oscuras de las pistolas apuntadas a quemarropa. Nos
entregamos; se nos desarma y, después de breve deliberación, se reanuda la marcha… Los
vencidos, por delante. Avanzábamos atontados, incapaces todavía de reflexión; únicamente
recuerdo que yo repetía mentalmente: emboscada, emboscada, palabra que viene de bosque;
así es una emboscada.

Al principio no queríamos resignarnos; secretamente nos aferrábamos a la ilusión de que


sobrevendría algo imprevisto o de que, haciendo un esfuerzo, toda la horrible y sencilla
ocasión se desvanecería como un mal sueño; pero un dolor físico, clavado fuertemente en el
corazón, nos obligaba a confesar nuestra desgracia; de adentro de nuestras conciencias salía
una nube gris que empañaba la luz del sol y la hermosura del campo. De sobra conocíamos la
práctica brutal de ejecutar a los prisioneros; la reserva de nuestros captores era suficiente
aviso… Mientras duraba la marcha, mi imaginación estuvo trabajando con rapidez y
profundidad que no me había conocido antes. Íbamos a ser víctimas de una repugnante
injusticia, y, sin embargo, no me preocupaba el momento próximo, sino la totalidad de mi vida
anterior. Los hombres me parecían irresponsables, y todos los sucesos un tejido absurdo y
cruel donde lo único natural e inevitable es morir. Largo sería contar lo que pensé. Al caer la
tarde, las sombras de aquel último crepúsculo se me metían en el pecho, sentí frío y
desaliento… De no contenerme la voluntad, me habría puesto a llorar y suplicar por mi vida,
según vi hacerlo a algunos prisioneros nuestros, que supusieron éramos también unos
desalmados. No me resignaba a morir; pensaba en el desamparo de los míos y en tantas cosas
que tenía proyectadas… El botín que me arrebataban; aquella hermosa, mi compañera de los
días felices, ¡qué importaba!, ya la sentía yo, un poco atrás de mí, llena de aplomo,
conversando con el capitán enemigo; pronto se las arreglaría la perra para salvarse; volvería al
fausto de las ciudades, a despertar la codicia en todos los ojos… De todas maneras, tarde o
temprano, así había de ser, el valiente las toma y las deja sin reproche. Pero la otra, la que me
lloraría, y los pequeños huérfanos…, huérfanos, ¡horrible palabra!, ¡y peor aún el gesto de
piedad que la acompaña! Y me sacudió esta idea: “Si yo mostraba abatimiento, eso dejaría una
huella de debilidad en el alma de mis hijos; en cambio, si me mantenía firme, si los entregaba,
confiado en Dios, único repartidor de fortunas y penas, entonces ellos también adquirirían un
temple altivo. La muerte de su padre no sería una escena lacrimosa: iba yo a legarles un molde
altanero donde podrían ensayar sus almas…” ¡Y me erguí en los estribos! Frecuentemente me
había ocurrido salir de las situaciones apuradas imaginando una actitud de audacia –cuando
sufrimos un gran bochorno anhelamos correr, arrogantemente, a galope de caballo–; así las
penas y situaciones dolorosas se alivian al instante si nos las representamos en panorama, si
mentalmente las incorporamos a la estatuaria… Inmediatamente me entristeció pensar en lo
bueno que hubiera sido dejar escrita aquella teoría; pero, reflexionando me dije que tal
aflicción mía no era sino un pretexto para rehusar la muerte, pues ni aquella teoría ni la más
original de las teorías se pierden porque un hombre muera; otros la pensarán tarde o
temprano, y todas ellas existen independientemente del azar de que alguien las descubra o se
dedique a escribirlas. Otra bella teoría perdida, pero perdida para mi gloria personal, no para
la riqueza del mundo. Meditando así, me puse risueño, pero sin ironía; siempre desdeñé a los
ironistas.

Una gran luna amarillenta se había levantado por el cielo crepuscular y ahora iluminaba el
campo. A distancia comenzó a divisarse un caserío… El jefe mandó hacer alto, cruzó algunas
palabras con sus inferiores y en seguida nos dividieron en dos grupos. Seis más y yo, que era el
jefe vencido, recibimos orden de permanecer allí. Todos comprendimos; se sintió pasar un
escalofrío general, que a nosotros se nos disolvió en el cuerpo y nos entumeció los miembros.
Los demás comenzaron a desfilar; yo me mostraba indiferente, a fin de dar consuelo a los
compañeros, que se despedían cabizbajos. Sin embargo, no me atrevía a buscar la mirada de
mi amiga; con esa rápida penetración que se posee en los últimos instantes, me la representé
ganándose amores nuevos. Se fue con su mirada dura de los últimos días, la que le observé
desde que se inició el fracaso; pero no obtuvo la satisfacción cruel de compadecerme.
¡Recuerdo su silueta voluptuosa, bañada de luna!... Largo rato la miré y, al recordar a la esclava
de sólo unas semanas antes, me llené de rabia y la injurié bellacamente; pero como ella iba ya
a distancia en que no podía escucharme, y nadie la quería en la tropa, todos soltaron la risa,
yo, contagiado, me reí también y recobré la calma.

No me quedaba odio en el pecho; nadie lo tiene cuando va a morir; todo lo contrario, la


conciencia rebosa energía. Cierto que los miembros flaquean por miedo del dolor físico, pero
el ánimo se pone alerta. La vida entera, rápidamente recordada, parece un incidente de un
camino muy largo. Comienza a borrarse la noción del tiempo, a un grado que lo más reciente
se confunde con los sucesos remotos, y viceversa. Mejor dicho, todo aparece renovado y
luminoso; la misma idea de la muerte nos revela aspectos piadosos de redención. Y parece que
todo nuestro ser implora: “Señor, recíbenos en tu seno, perdónanos el haber vivido y
condúcenos, líbranos pronto de todo esto…”

En un momento quedamos alineados; nadie hablaba, pero sentíamos con precisión rara todos
los movimientos de nuestros ejecutores. El sonido metálico y unísono de la preparación de los
rifles nos causó un fuerte estremecimiento; pero no intentamos huir; todo sucedía muy de
prisa. Como en un delirio vimos que nos apuntaron los rifles; salió el fogonazo y un violento
golpe de costado nos derribó en tierra… Desde entonces ya no supe lo que fue de mis
compañeros; recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones
de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto;
igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado. Entré en seguida en un período
de somnolencia durante el cual me daba cuenta perfecta de que subsistía, aunque de una
manera extraña, sin apoyo en ningún elemento. Poco tiempo después recuerdo haber pasado,
a la hora del crepúsculo, por una calle de la ciudad donde fui relativamente famoso, y esto lo
digo sin vanidad, tan sólo para explicar la conversación que escuché: “Pobre Fulano –aquí mi
nombre–; lo mataron; después de todo no era malo, sino excesivamente díscolo…, por aquí
viven sus hijos…” Ni siquiera me ocupé de ver quién era el que hablaba ni qué más decía:
¡desde acá se ven tan efímeras las cosas del mundo que no inspiran el menor interés! La
mención de mis hijos me puso a pensar y advertí que no experimentaba aquella honda y casi
dolorosa ternura que únicamente los padres conocen; en seguida me lo expliqué: yo no tenía
ya corazón y el dolor depende de que éste, mal hecho, se tuerce con la pena; en cambio, el
espíritu puro tan sólo conoce la alegría. Sin embargo, en aquellos instantes yo no estaba para
problemas, me dedicaba por entero a adaptarme a mi nuevo estado; sin exageración, puedo
calificarlo de delicioso: mis poderes centuplicados; en mí ya no regía la ley newtoniana de la
pesantez; podía ir y venir a mi antojo no sólo en el espacio, sino también en el tiempo; vagaba
por los aires y los campos; no me interesaba el bullicio pequeño de las ciudades; me sentía
hecho como de luz de halo; rozaba ligeramente con el aire al avanzar y esto me producía un
goce delicadísimo, semejante a la impresión de ver correr el agua, o a la que produce la flecha
que señala la trayectoria de una fuerza en los diseños de los libros de mecánica. Así entraba y
penetraba en el mundo, sin perder mi unidad… Desde el principio sentí ganas de presentarme
en la tierra para informar a los hombres de la beatitud que aquí alcanzan los blandos de
corazón, porque pueden penetrar el universo, en tanto que las almas duras se desmoronan
como lodo seco y podrido, se confunden con el humus terrestre. Necesitan pasar a la fragua de
los volcanes, a la prueba del fuego, para tornar a convertirse, primero, en gas y, después, en
aliento de vida. De aquí justamente, procede el mito de los infiernos. En realidad, sucede que
la conciencia perversa tarda millares de años para volver al estado humano, donde podrá
intentar, una vez más, su liberación. En cambio, los buenos como ya lo he dicho, se ligan con
las fuerzas superiores e intervienen en la obra del universo. Ya lo sé, mis revelaciones serán
inútiles; la ley es que cada quien sea el autor de su propia salvación.

Sin ejercitar los sentidos corpóreos, puesto que ya no tenía yo cuerpo, todo lo percibía y
entendía directamente con la inteligencia; sin embargo, me quedaba un extraordinario
desarrollo del tacto, ese tacto nervioso que quizá es la base de todos los sentidos corpóreos,
algo como la sensibilidad que imaginamos en la corriente eléctrica. Me daban tentaciones de
usar este poder a fin de comunicarme con los hombres; pero, aparte de las dificultades de
procedimiento, ¡es tan difícil hacer comprender ciertas cosas a los que todavía están metidos
en cuerpos! Veía, por ejemplo, las mesas de los espiritistas, tartamudeantes, obtusas, ridículas;
¡no es posible rebajarse a usarlas! Pasaba enseguida a ejercitar contactos sobre la membrana
cerebral de los médiums en las sesiones medianímicas; pero, apenas se ponían a hablar,
lanzaban tal cúmulo de incoherencias y dislates que me alejaba, disgustado de la máquina
humana como medio de expresión. En fin, para todos los que se preocupan de estos asuntos
tengo un consejo: no busquen la verdad ni en las pruebas físicas ni en el balbuceo de
los médiums ni con ningún procedimiento anormal; búsquenla en la inspiración del genio y en
el secreto de los sueños. Desde que estaba en el mundo, yo había concebido escribir un libro
intitulado Lashipótesis del sueño, y aquí he venido a confirmar plenamente mis atisbos; el
misterio se ilumina en los sueños…

Ahora me encuentro atareadísimo en la más interesante de las ocupaciones. ¿Cómo lo diré?


Parece que rozo con la eternidad; el pasado se me va apareciendo tal como fue, vivo y
hermoso; en seguida, me prolongo en otro sentido y veo el porvenir, igual, ni más ni menos,
que cuando ejercitamos la memoria para recordar, sólo que aquí los hechos recordados se nos
presentan intangibles, aunque realísimos, mucho más reales que en la evanescente realidad
terrestre. Lo mejor de todas nuestras emociones, extendido a lo largo de una vía luminosa e
infinita. ¡Allí se encuentra lo sublime de todos los tiempos! Me diréis que también está allí lo
monstruoso, puesto que toda acción queda fotografiada para siempre en el panorama sin
términos; sí, pero nadie lo mira; como no hay quien lo ame, nadie lo evoca; y jamás resucita, se
confunde con la nada. En cambio, lo hermoso y lo noble reviven sin cesar. Y aquel, mi
apasionamiento excesivo, que en el mundo me causaba martirios, y la censura de las gentes,
aquí transformado en afán inmenso, me sirve para abarcar más eternidad. Al ir descubriendo
estos prodigios comprendí que no andaba muy descaminado en el mundo cuando sostenía
conmigo mismo la tesis de la conducta como parte de la estatuaria; es decir, resuelta, grande,
de manera que pueda representarse en bloques; acción que merezca la eternidad. Porque lo
ruin y lo mediocre no subsisten; el asco o la indiferencia lo matan.

Antes de ir más lejos he querido dejar consignados estos avisos. Ya que en vida no pude
escribir tantas teorías como se me confundían en la mente, me complazco en reparar la
pérdida de unas cuantas vanidades con el lampo de verdad que dejo apuntado. Los eternos
incrédulos alzarán los hombros diciendo: “¡Bah!, otra fantasía”; pero pronto, demasiado
pronto, verán que tengo razón. Descubrirán, como he descubierto yo, que aquí no rigen las
leyes corrientes, sino la ley estética, la ley de la más elevada fantasía.
La señal de Inés Arredondo

El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad
sin tregua. Flotaba el anuncio de una muerte suspensa, ardiente, sin podredumbre pero
también sin ternura. Eran las tres de la tarde.

Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba bajo el sol. Las calles vacías perdían su sentido en
el deslumbramiento. El calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la
respiración. Pero no importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado,
mortificante que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza
contra él.

Llegó a la placita y se sentó debajo del gran laurel de la India. El silencio hacía un hueco
alrededor del pensamiento. Era necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no
prolongar en uno mismo la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta
alrededor del árbol se quedó mirando la catedral.

Siempre había estado ahí, pero sólo ahora veía que estaba en otro clima, en un clima fresco
que comprendía su aspecto ausente de adolescente que sueña. Lo de adolescente no era
difícil descubrirlo, le venía de la gracia desgarbada de su desproporción: era demasiado
alta y demasiado delgada. Pedro sabía desde niño que ese defecto tenía una historia
humilde: proyectada para tener tres naves, el dinero apenas había alcanzado para
terminar la mayor; y esa pobreza inicial se continuaba fielmente en su carácter limpio de
capilla de montaña –de ahí su aire de pinos. Cruzó la calle y entró, sin pensar que entraba
en una iglesia.

No había nadie, sólo el sacristán se movía como una sombra en la penumbra del
presbiterio. No se oía ningún ruido. Se sentó a mitad de la nave cómodamente, mirando los
altares, las flores de papel. . . pensó en la oración distraída que haría otro, el que se sentaba
habitualmente en aquella banca, y hubo un instante en que llegó casi a desear creer así, en
el fondo, tibiamente, pero lo suficiente para vivir.
El sol entraba por las vidrieras altas, amarillo, suave, y el ambiente era fresco. Se podía
estar sin pensar, descansar de sí mismo, de la desesperación y de la esperanza. Y se quedó
vacío, tranquilo, envuelto en la frescura y mirando al sol apaciguado deslizarse por las
vidrieras.

Entonces oyó los pasos de alguien que entraba tímida, furtivamente. No se inquietó ni
cambió de postura siquiera; siguió abandonado a su indiferente bienestar hasta que el que
había entrado estuvo a su lado y le habló.

Al principio creyó no haber entendido bien y se volvió a mirarlo. Su rostro estaba tan cerca
que pudo ver hasta los poros sudorosos, hasta las arrugas junto a la boca cansada. Era un
obrero. Su cara, esa cara que después le pareció que había visto más cerca que ninguna
otra, era una cara como hay miles, millones: curtida, ancha. Pero también vio los ojos
grises y los párpados casi transparentes, de pestanas cortas, y la mirada, aquella mirada
inexpresiva, desnuda.

—¿Me permite besarle los pies?

Lo repitió implacable. En su voz había algo tenso, pero la sostenía con decisión; había
asumido su parte plenamente y esperaba que él estuviera a la altura, sin explicaciones. No
estaba bien, no tenía por qué mezclarlo, !no podía ser! Era todo tan inesperado, tan
absurdo.

Pero el sol estaba ahí, quieto y dulce, y el sacristán comenzó a encender con calma unas
velas. Pedro balbuceo algo para excusarse. El hombre volvió a mirarlo. Sus ojos podían
obligar a cualquier cosa, pero sólo pedían.

—Perdóneme usted. Para mí también es penoso, pero tengo que hacerlo.

Él tenía. Y si Pedro no lo ayudaba, ¿quién iba a hacerlo? ¿Quién iba a consentir en tragarse
la humillación inhumana de que otro le besara los pies? Qué dosis tan exigua de caridad y
de pureza cabe en el alma de un hombre. . . Tuvo piedad de él.

—Está bien.
—¿Quiere descalzarse?

Era demasiado. La sangre le zumbaba en los oídos, estaba fuera de sí, pero lúcido, tan
lúcido que presentía el asco del contacto, la vergüenza de la desnudez, y después el
remordimiento y el tormento múltiple y sin cabeza. Lo sabía, pero se descalzo.

Estar descalzo así, como él, inerme y humillado, aceptando ser fuente de humillación para
otro. . . nadie sabría nunca lo que eso era. . . era como morir en la ignominia, algo
eternamente cruel.

No miró al obrero, pero sintió su asco, asco de sus pies y de él, de todos los hombres. Y aún
así se había arrodillado con un respeto tal que lo hizo pensar que en ese momento, para
ese ser, había dejado de ser un hombre y era la imagen de algo más sagrado.
Un escalofrío lo recorrió y cerró los ojos. . . Pero los labios calientes lo tocaron, se pegaron
a su piel. . . Era amor, un amor expresado de carne a carne, de hombre a hombre, pero que
tal vez. . . El asco estaba presente, el asco de los dos. Porque en el primer segundo, cuando
lo rozaba apenas con su boca caliente, había pensado en una aberración. Hasta eso había
llegado para después tener más tormento. . . No, no, los dos sentían asco, solo que por
encima de él estaba el amor. Había que decirlo, que atreverse a pensar una vez, tan solo
una vez, en la crucifixión.

El hombre se levantó y dijo: “Gracias”; lo miró con sus ojos limpios y se marchó.

Pedro se quedo ahí, solo ya con sus pies desnudos, tan suyos y tan ajenos ahora. Pies con
estigma.

Para siempre en mí esta señal, que no sé si es la del mundo y su pecado o la de una


desolada redención.

¿Por qué yo? Los pies tenían una apariencia tan inocente, eran como los de todo el mundo,
pero estaban llagados y él solo lo sabía. Tenía que mirarlos, tenía que ponerse los
calcetines, los zapatos. . . Ahora le parecía que en eso residía su mayor vergüenza, en no
poder ir descalzo, sin ocultar, fiel. No lo merezco, no soy digno. Estaba llorando.

Cuando salió de la iglesia el sol se había puesto ya. Nunca recordaría cabalmente lo que
había pensado y sufrido en ese tiempo. Solamente sabía que tenía que aceptar que un
hombre le había besado los pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más
importante y lo más entrañable de su vida, pero que nunca sabría, en ningún sentido, lo
que significaba.

El Draft de Jesús Ramón Ibarra.


Quilmes Fornito bajó del taxi y lo golpeó un olor a algas podridas. El hotel no era alto,
parecía un diente ocre desde lejos. Alguna vez había sido famoso por recibir a estrellas de
cine, a políticos en busca de acción, a empresarios que organizaban foros en el centro de
convenciones, un galpón alfombrado que olía a fósforo, cuyo principal atractivo era la vista
al mar, al estuario y su gran vaho de sombras. ¿Qué parte formaba ahora él en el historial
de ese edificio vetusto, corroído, sin mozos al frente?

El gerente no lo reconoció. Le habló de las cualidades del lugar y le prometió una cortesía
en el bar de la terraza. Quilmes se movería solo. Los hombres que vería al día siguiente no
se andaban con chiquitas y él no quería comprometer a nadie. Uno era Darío Bárcenas,
lugarteniente de Pablo Arjona, líder del Cártel del Noroeste. Los demás eran
complementos de ese indefinido ciclorama del crimen.

Ya instalado en un cuartito de paredes tapizadas con flores azules, recordó borrosamente


a su padre, jugador de América de Cali hacia los años ochenta; evocó sus primeras
lecciones con la pelota en los pies. El futbol es una guerra, decía siempre. Él se quedó con
la frase y con los trofeos que su papá cosechó durante cinco temporadas en Colombia,
antes de partir al futbol argentino, donde cumplió con dignidad una campaña con Boca
Juniors. A su regreso, América no lo quiso recibir y terminó en Millonarios. El acoso de los
hinchas de Cali no se hizo esperar, frente a algo que consideraron una traición flagrante.
Dos años después de su incorporación al club bogotano, el carro donde iba Arístides
Fornito, mediocampista, seleccionado nacional, voló en pedazos justo cuando el
matrimonio salía de una misa en la Iglesia de Nuestra Señora de las Aguas. El atentado se
lo atribuiría el Cártel de Medellín. La tragedia, sumada a los malos manejos de un contador
voraz, dejó a Quilmes literalmente en la calle. Un tío lejano le concedió un rincón en su
garaje para que el chico durmiera. A esa etapa él posteriormente la llamaría "el limbo".

En este limbo cruzó el desierto espinoso de la orfandad, a la vista de todos, convertido en


un muchacho que solventa la vida con un desarraigo mecánico. En la calle se hizo
hombre: su naturaleza era la de un roble golpeado por un rayo intransigente. Aprendió de
armas. Supo que la mejor forma de sortear el peligro era creando un halo de poder y
respeto alrededor suyo. Se involucró con criminales. Olía a pólvora, sangre desecada y
whisky rancio. Tenía una puntería letal con el pie y con la pistola. Fue en esos días cuando
comenzó a hacer trabajos para Fedor Delgado, entonces cabeza del Cártel de Cali. Para
Quilmes, la vida se había convertido en un árbol de cuyas ramas colgaban los frutos de
una desesperanza atroz, pero también de un coraje paliado por el juego, la muerte rápida y
efectiva de sus enemigos, las cascaritas en el Parque de la 80, los labios mansos de
alguna chica que lo iba a ver con desgano por las tardes.

Fue en el barrio de Ciudad Bolívar, entre baldíos anegados de yerba mala, apostadores y
asesinos en reposo, donde lo descubrió jugando futbol el profesor Montoya, visor de
Independiente de Santa Fe. El chico era extremo derecho. Una flecha en la franja que
mandaba centros precisos o repartía diagonales como dulces. Sin embargo, la inutilidad de
sus delanteros, su mal tino y su nula condición depredadora, le dieron amor propio para
hacer él mismo recorridos rumbo a la portería y disparar a gol. Esa tarde metió tres y falló
otros tantos mientras cautivaba a una afición raquítica. Montoya se impresionó con esa
rareza de crack y le invitó un refresco después del partido. Hablaron de futbol colombiano.
El profesor recordó al Pibe Valderrama, a Higuita, al Tren Valencia, mientras Quilmes se
limitaba a señalar las condiciones de Faustino Asprilla, su ídolo. Montoya no pudo eludir la
mención de Arístides Fornito. El muchacho resistió, sin embargo, ese golpe.

Cuando Montoya le preguntó si tenía equipo o representante, Quilmes le respondió con


una sonrisa de signo ortográfico que no, que cómo creía. A la semana el chico ya estaba
instalado en un departamento de un suburbio y tenía un contrato sobre la mesa donde
sueldo y prestaciones irían subiendo a la par de sus méritos en la cancha. Aunque le
inquietaba un poco deponer las armas, esperaba la comprensión de su jefe. Y la mirada
profesional, seria, del Monstruo de los Andes cuando el muchacho le comentó de su
prometedora carrera con el Santa Fe, del dinero bien habido, del lodazal que se sacudía
gracias al genio irrestricto de sus dos pies, confirmó sus sospechas. Fedor le dio un abrazo
y le regaló una M1911 con el nombre de Quilmes grabado en la cacha de nácar. Le puso
en la mano, además, un fajo de dólares contenidos por un pasador perlado de diamantes.
En Independiente mostró de inmediato su talento. Aunque le faltaba estatura, su
correosidad le ayudaba en los choques. Tenía picardía para esconder la pelota, para el
regate en corto, para el tiro de media. Iba muy bien por lo alto y era disciplinado en la
táctica. En su primera campaña metió 14 goles y el equipo fue subcampeón. Era un
virtuoso lleno de recursos cuya juventud transcurría entre el confort del estrellato y los
rumores permanentes de su pase a Europa.

Fornito ganó dos títulos de goleo y encabezó la obtención de tres trofeos de Liga, antes de
que El Gullit Sánchez le rompiera tibia y peroné, harto de sus regates burlones y de sus
caños.

Paró ocho meses, mismos que dedicó a estudiar pintura, a escribir en un diario local, a
producir un programa deportivo. Al Gullit, tiempo después, lo matarían a tiros cuando iba
saliendo de un bar en Cartagena de Indias.

Después de eso vino una decadencia sistemática, paulatina, identificada por una
disminución en los goles. Menos atrevimiento, menos peso específico. Más lesiones y
menos velocidad. Para Independiente se volvió prescindible. Cedido a Jaguares de
Chiapas, en México, Quilmes jugó un par de años que fueron un campo de concentración.
Un técnico lo retrasó unos metros y más o menos empezaba a rendir como enganche
cuando llegó una nueva contractura muscular que lo detuvo media campaña. Cuando se
recuperó lo despidieron del club. Anduvo de un lado a otro pugnando por hacer lo que
mejor sabía: dialogar con un cuerpo que ahora quería establecer su propio monólogo
cansino, en las sombras de la abulia y el desapego. Solo el Zihuatlán pudo pagarle un
sueldo más o menos digno en la división de ascenso, donde metió muchos goles que no
sirvieron para nada. Le regalaron sus derechos federativos y ahora estaba ahí, en un hotel
de la costa mexicana, haciendo tiempo para asistir a una reunión donde se definirían, entre
otras cosas, su futuro. Le habían pedido puntualidad, algo que no podía faltarle a un
jugador decolorado por las lesiones y la falta de estrella.

Quilmes estuvo en el bar hasta las 12 de la noche. Se ligó a una mazatleca y subió
amarrado a su cintura las escaleras amplias y ondulantes. La mujer olía a playa, pero
también a bourbon. Él le contó de sus planes. Ella escuchaba sin pasión, aletargada por la
embriaguez y un deseo curioso: no era su primer mulato, pero sí su primer futbolista. No
era ajena a los colombianos, que pululaban como sombras en todas las costas del mundo,
labiosos y festivos, dicharacheros y con una lírica rudimentaria pero efectiva para la
seducción.

Hicieron el amor un par de veces, a gritos, mientras el mar sonoro corrompía esa
composición de alientos que buscan sus asideros en la carne. La madrugada era una boca
adormecida sobre el olor de las magnolias que se secaban en el corredor. Desde muy
lejos llegaba una canción de Elvis Presley.

Por la mañana, Quilmes se sintió diez años más joven, salió a la calle y el sol le pareció
cruento, blanco, casi como un huevo que arde en su propio nido. Se palpó la pistola, su
M1911, y avanzó por las calles repletas de turistas.

Cuando llegó al lugar, un privado del Cáucaso, restaurante especializado en cortes, lo


recibieron dos hombres grandes, vestidos de plata. Quilmes les entregó el arma y ellos lo
guiaron hacia el fondo del saloncito. En una esquina había una pecera luminosa. De una
bocina montada en un rincón alto surgía una música que se insinuaba norteña, aunque
lúgubre. Olía a pienso. Por una puerta entró un hombre y se sentó en la cabecera. Le
indicó que ocupara un lugar junto a él. Vestía un traje negro, su cabeza era enorme y
oscura, aunque la mirada transmitía una tranquilidad casi sedante: Darío Bárcenas, el
sanguinario lugarteniente del cártel local, famoso por su falta de pudor, por sus maneras
suaves, pero también por su incapacidad para negociar cuando la corriente va en contra.

De la calle se acercaban los rumores de una mañana creciente, llena de coches pero
también de un calor amargo.

Quilmes tenía que sostenerle, primero, la mirada, si quería extraer de ese rostro sin
complejos una voz. Y así lo hizo. Lo demás sería cuestión de resistir. Bárcenas ordenó a
los hombres que levantaran al colombiano y lo sostuvieran de pie; luego tomó un bate de
béisbol y lo levantó a la altura de su hombro. No sabía cuántos golpes tenía que dar,
aunque ya había hecho esa maniobra muchas veces. Cuando dio el primero, Quilmes
sintió cómo la pierna izquierda, esa que le servía como eje en algunas jugadas vistosas, se
fragmentaba en múltiples pedazos. Con eso basta, dijo. Bárcenas apeló a la sabiduría de
quien conoce la propia decadencia de su cuerpo como una prenda de vestir, y se detuvo.
Vio en Fornito la mirada que quería. En el fondo comenzaba a arder el desprecio como
una zarza. Era suficiente. Con la pistola en las manos, solo tenía que recuperar un poco de
pulso.

Botón, botón. De Richard Mathesson.


El paquete estaba junto a la puerta —una caja de cartón sellada con cinta, la dirección y sus
nombres escritos a mano: Señor y Señora Lewis, 217 E. calle 37, Nueva York, Nueva York,
10016. Norma lo levantó, abrió la puerta y entró al apartamento. Apenas empezaba a
oscurecer.

Después de haber puesto los trozos de cordero en la parrilla, se sentó y abrió el


paquete.

Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un botón y sujetada a una
pequeña arca de madera. Una cúpula de vidrio cubría el botón. Norma intentó levantarla
pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un papel doblado y pegado con cinta adhesiva a
la parte inferior de la caja. Lo desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.

Norma colocó la unidad del botón a su lado, sobre el sofá. Releyó el mensaje impreso,
sonriendo.

Unos minutos después regresó a la cocina para hacer la ensalada.

El timbre sonó a las ocho en punto. —Yo abro —gritó Norma desde la cocina. Arthur
estaba en la sala, leyendo.

Había un hombre pequeño en la entrada. Se quitó el sombrero cuando Norma abrió


la puerta. —¿Señora Lewis? —preguntó cortésmente.

—¿Sí?

—Soy el señor Steward

—Ah, cierto. Norma reprimió una sonrisa. Ahora estaba segura de que se trataba de
un truco para vender algo.

—¿Puedo pasar? —preguntó el señor Steward.

—Estoy bastante ocupada —dijo Norma—, pero le traeré su paquete. Le dio la


espalda.

—¿No quiere saber lo que es?


Norma se volteó. El tono del señor Steward fue ofensivo. —No, creo que no —contestó
ella.

—Podría resultar muy provechoso —le dijo.

—¿Económicamente? —lo cuestionó.

El señor Steward asintió. —Económicamente —dijo.

Norma frunció el ceño. No le gustó la actitud del hombre. —¿Qué está intentando
vender? —preguntó ella.

—No estoy vendiendo nada —respondió él.

Arthur salió de la sala. —¿Pasa algo?

El señor Steward se presentó.

—Ah, el … —Arthur señaló hacia la sala y sonrió—. ¿Y qué es ese aparato, a todo esto?

—No me tomará mucho tiempo explicarlo —contestó el señor Steward—. ¿Puedo


pasar?

—Si está vendiendo algo… —dijo Arthur.

El señor Steward negó con la cabeza. —No, no vendo nada.

Arthur miró a Norma. —Como quieras —le dijo ella.

Dudó un poco. —Bueno, ¿por qué no? —dijo él.

Entraron a la sala y el señor Steward se sentó en la silla de Norma. Metió la mano en


el bolsillo de dentro de su abrigo y sacó un pequeño sobre sellado. —Aquí dentro hay una
llave para abrir la cúpula del timbre —dijo y colocó el sobre encima de la mesa auxiliar—. El
timbre está conectado a nuestra oficina.

—¿Para qué sirve? —preguntó Arthur.

—Si oprime el botón —le dijo el señor Steward— en alguna parte del mundo alguien
que usted no conoce morirá. A cambio, recibirá un pago de 50.000 dólares.

Norma se quedó mirando al hombrecillo. Estaba sonriendo.

—¿De qué habla? —le preguntó Arthur.

El señor Steward pareció sorprendido. —Pero si lo acabo de explicar —dijo.

—¿Es esto una broma de mal gusto?

—De ningún modo. La oferta es completamente genuina.

—Eso que usted dice no tiene sentido —dijo Arthur—. Usted espera que creamos…

—¿A quién representa? —inquirió Norma.

El señor Steward se notó apenado. —Me temo que no estoy autorizado para revelarle
eso —dijo—. Sin embargo, le aseguro que la organización es de talla internacional.
—Creo que es mejor que se vaya —dijo Arthur poniéndose de pie.

El señor Steward se levantó. —Por supuesto.

—Y llévese la unidad con usted.

—¿Está seguro de que no le interesaría pensarlo hasta mañana, quizás?

Arthur levantó la unidad del botón y el sobre y los tendió bruscamente en las manos
del señor Steward. Caminó por el pasillo y abrió la puerta.

—Dejaré mi tarjeta —dijo el señor Steward. La colocó encima de la mesilla que estaba
cerca de la puerta.

Cuando se había ido, Arthur rompió la tarjeta por la mitad y arrojó los pedazos sobre
la mesa.

Norma permanecía sentada en el sofá. —¿Qué crees que era? —preguntó.

—No me interesa saber —contestó él.

Ella intentó sonreír pero no pudo. —¿No te da ni un poco de curiosidad?

—No —negó con la cabeza.

Después de que Arthur había retomado su libro, Norma regresó a la cocina y acabó de
lavar los platos.

—¿Por qué no quieres hablar de eso? —preguntó Norma.

Los ojos de Arthur se movían constantemente mientras se cepillaba los dientes.


Miraba el reflejo de Norma en el espejo del baño.

—¿No te intriga?

—Me ofende —dijo Arthur.

—Ya sé, pero —Norma colocó otro rulo en su pelo— ¿no te intriga también?

—¿Crees que es una broma de mal gusto? —preguntó ella cuando entraban a la
habitación.

—Si lo es, es una broma asquerosa.

Norma se sentó en la cama y se quitó las pantuflas. —Tal vez sea algún tipo de
investigación psicológica.

Arthur se encogió de hombros. —Podría ser.

—Tal vez algún millonario excéntrico la está realizando.

—Tal vez.

—¿No te gustaría saber?

Arthur negó con la cabeza.


—¿Por qué?

—Porque es inmoral —le dijo.

Norma se deslizó bajo las cobijas. —Bueno, yo creo que es intrigante —dijo. Arthur
apagó la lámpara y se agachó para besarla. —Buenas noches —le dijo.

—Buenas noches —Norma le dio palmaditas en la espalda.

Norma cerró los ojos. «Cincuentamil dólares», pensó.

En la mañana, cuando iba a salir del apartamento, Norma vio las dos mitades de la
tarjeta sobre la mesa. Impulsivamente, las arrojó dentro de su cartera. Cerró la puerta y
alcanzó a Arthur en el ascensor.

Mientras estaba en su descanso sacó las dos partes de la tarjeta y juntó los pedazos
rasgados. Solamente el nombre del señor Steward y un número telefónico estaban impresos
en la tarjeta.

Después del almuerzo volvió a sacar las dos mitades y unió los bordes con cinta
adhesiva. «¿Por qué estoy haciendo esto?», pensó.

Poco antes de las cinco marcó el número.

—Buenas tardes —dijo la voz del señor Steward.

Norma por poco cuelga, pero se contuvo. Aclaró la garganta.

—Habla la señora Lewis —dijo.

—Sí, señora Lewis —el señor Steward se escuchó complacido.

—Tengo curiosidad.

—Es natural —dijo el señor Steward.

—No es que crea una sola palabra de lo que nos dijo.

—Sin embargo, es la pura verdad —contestó el señor Steward.

—Bueno, como sea —Norma tragó saliva—. Cuando manifestó que alguien en el
mundo moriría, ¿qué quiso decir?

—Exactamente eso —contestó—. Podría ser cualquier persona. Todo lo que


garantizamos es que usted no la conoce. Y, por supuesto, que usted no tendría que verla
morir.

—Por 50.000 dólares—dijo Norma.

—Es correcto.

Ella hizo un sonido de burla.

—Eso es una locura.

—Pero esa es la propuesta —dijo el señor Steward—. ¿Desea que le lleve de nuevo la
unidad?
Norma se puso tensa.

—Claro que no —colgó malhumorada.

El paquete estaba junto a la puerta principal, Norma lo vio al salir del ascensor.
«Bueno, ¡qué frescura!», pensó. Fijó la mirada en el paquete mientras abría la puerta.
«Simplemente no lo entraré», se dijo. Entró y empezó a preparar la cena.

Más tarde, salió al pasillo principal. Abriendo la puerta, levantó el paquete y lo


trasladó hasta la cocina, dejándolo sobre la mesa.

Se sentó en la sala, mirando a través de la ventana. Después de un rato, fue a la cocina


para colocar las chuletas en la parrilla. Colocó el paquete en la alacena inferior. Lo tiraría en
la mañana.

—Tal vez algún millonario excéntrico está jugando con la gente —dijo ella.

Arthur levantó la mirada de su plato. —No te entiendo.

—¿Qué quieres decir?

—Olvídalo —le dijo a ella.

Norma comió en silencio. De repente bajó su tenedor. —Supón que es una oferta real
—dijo ella.

Arthur se quedó mirándola.

—Supón que es una oferta real.

—Está bien, supón que lo es —él se veía incrédulo—. ¿Qué querrías hacer? ¿Volver a
tener el botón y oprimirlo? ¿Asesinar a alguien?”

Norma pareció disgustada. —Asesinar.

—¿Cómo lo definirías?

—¿Si ni siquiera conoces a la persona? —dijo Norma.

Arthur quedó estupefacto. —¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?

—¿Si es algún viejo campesino chino a diez mil millas de distancia? ¿Algún aborigen
enfermo en el Congo?

—¿Qué tal un bebé en Pennsylvania? —Arthur replicó—. ¿Alguna hermosa niña en la


otra cuadra?

—Ahora estás exagerando las cosas.

— Norma, el hecho es—continuó—, no importa a quién matas sigue siendo asesinato.

—El hecho es —interrumpió Norma—, si es alguien a quien nunca has visto en la vida
y a quien nunca verás, alguien de cuya muerte ni siquiera tendrás que saber aun así ¿no
apretarías el botón?

Arthur se quedó mirándola, horrorizado. —¿Quieres decir que tú lo harías?


—Cincuenta mil dólares, Arthur.

—¿Qué tiene que ver la cantidad…

—Cincuenta mil dólares, Arthur —interrumpió Norma—. Una oportunidad para


hacer ese viaje a Europa del que siempre hemos hablado.

—Norma, no.

—Una oportunidad para comprar esa cabaña en la isla.

—Norma, no —su cara había palidecido.

Ella se encogió de hombros. —Está bien, tranquilízate —dijo ella—. ¿Por qué te enojas
tanto? Sólo estamos hablando.

Después de la cena, Arthur fue a la sala. Antes de abandonar la mesa dijo:

—Preferiría no discutirlo más, si no te importa.

Norma levantó los hombros. —Está bien.

Ella se levantó más temprano que de costumbre para preparar panqueques, huevos y
tocino para el desayuno de Arthur.

—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Arthur con una sonrisa.

—No, no se trata de ninguna celebración —Norma se mostró ofendida—. Quise


hacerlo, es todo.

—Bueno —dijo él—, me alegro de que lo hayas hecho.

Ella volvió a llenar la taza de Arthur. —Quería demostrarte que no soy… —se encogió
de hombros.

—¿Que no eres qué?

—Egoísta.

—¿Dije que lo eras?

—Pues —ella gesticuló vagamente—, anoche...

Arthur permaneció callado.

—Toda esa charla acerca del botón —dijo Norma—. Creo que… pues, me
malinterpretaste.

—¿En qué sentido? —su voz fue cautelosa.

—Creo que pensaste —gesticuló de nuevo— que yo sólo estaba pensando en mí.

—Ah.

—No lo hacía.

—Norma…
—Pues no lo hacía. Cuando hablé de Europa, la casa en la isla…

—Norma, ¿por qué te estás involucrando tanto en esto?

—De ninguna manera lo estoy haciendo —respiró nerviosamente—. Sólo intento decir
que…

—¿Qué?

—Que quisiera un viaje a Europa para nosotros. Que quisiera una cabaña en la isla
para nosotros. Quisiera un apartamento mejor para nosotros, mejores muebles, mejor ropa,
un auto. Me gustaría que nosotros por fin tuviéramos un bebé, a decir verdad.

—Norma, ya lo haremos —dijo él.

—¿Cuándo?

Se quedó mirándola, consternado. —Norma…

—¡¿Cuándo?!

—¿Estás… —pareció retractarse un poco—, estás diciendo en serio…?

—Estoy diciendo que probablemente lo están haciendo para un proyecto investigativo


—lo interrumpió—. Que quieren saber qué haría la gente común frente a tal circunstancia,
que sólo están diciendo que alguien moriría para estudiar las reacciones, para ver si hay
sentimiento de culpa, ansiedad, ¡lo que sea! No crees que en realidad matarían a alguien,
¿verdad?”

Él no contestó. Ella vio que a Arthur le temblaban las manos. Después de un rato él se
levantó y se fue.

Cuando se había ido a trabajar, Norma permaneció en la mesa, mirando fijamente su


café. «Voy a llegar tarde», pensó. Se encogió de hombros. ¿Qué importaba?, ella debería
estar en casa y no trabajando en una oficina.

Mientras acomodaba los platos, se volvió abruptamente, se secó las manos y sacó el
paquete de la alacena inferior. Lo abrió y colocó la unidad del botón sobre la mesa. Se
quedó mirándola un rato antes de sacar la llave del sobre y retirar la cúpula de vidrio. Fijó
su mirada en el botón. «Qué ridículo», pensó. «Todo este alboroto por un botón sin
importancia».

Estiró la mano y lo oprimió. «Por nosotros» —se dijo con rabia.

Se estremeció. ¿Estaría sucediendo? Un escalofrío aterrador la recorrió.

En un momento ya todo había terminado. Hizo un ruido desdeñoso. «Ridículo»,


pensó. «Exaltarse tanto por nada».

Tiró la unidad del botón, la cúpula y la llave a la caneca de la basura y se apresuró a


vestirse para ir al trabajo. Acababa de dar vuelta a los filetes para la cena cuando sonó el
teléfono. Levantó la bocina. —¿Aló?

—¿Señora Lewis?

—¿Sí?
—Este es el hospital Lenox Hill.

Se sintió irreal cuando la voz le informó del accidente en el subterráneo: los


empujones de la multitud, Arthur había sido arrojado de la plataforma cuando el tren
pasaba. Era consciente de que estaba negando con la cabeza pero no podía parar.

Cuando colgó, recordó la póliza de seguro de vida de Arthur por 25.000, con doble
indemnización por…

— ¡No! Parecía que no podía respirar. Se incorporó con gran dificultad y caminó
atontada hasta la cocina. Algo helado presionaba su cráneo mientras sacaba la unidad del
botón de la caneca de la basura. No había clavos ni tornillos a la vista. No podía ver cómo
estaba ensamblada.

De repente, comenzó a estrellarla contra el borde del lavaplatos, golpeándola cada vez
con más violencia hasta que la madera se quebró. Separó las partes, cortándose los dedos
sin darse cuenta. No había transistores en la caja, ni cables, ni tubos. La caja estaba vacía.

Se volvió con un grito ahogado cuando el teléfono sonó. Tropezándose para llegar
hasta la sala, levantó la bocina.

—¿Señora Lewis? —preguntó el señor Steward.

No era su voz la que chillaba de tal manera, no podía ser. —¡Usted dijo que yo no
conocería al que muriera!

—Mi querida señora —dijo el señor Steward—, ¿en verdad cree que usted conocía a su
esposo?

La capa de Dino Buzzati


Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni
regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día
gris de marzo y volaban las cornejas.

Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a


abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a
gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo
entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.

Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en
seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja
que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo
guapo que estás. Pero qué pálido estás...»

Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la
habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.

-Pero quítate la capa, criatura -dijo la madre, y lo miraba como un prodigio, hasta el punto de
sentirse amedrentada; qué alto, qué guapo, qué apuesto se había vuelto (si bien un poco en
exceso pálido)-. Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el calor?

Él hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra sí la capa, quizá por
temor a que se la arrebataran.

-No, no, deja -respondió, evasivo-, mejor no, es igual, dentro de poco me tengo que ir...

-¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres ir tan pronto? -dijo ella desolada al ver de
pronto que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna pena de las madres-. ¿Tanta
prisa tienes? ¿Y no vas a comer nada?

-Ya he comido, madre -respondió el muchacho con una sonrisa amable, y miraba en torno,
saboreando las amadas sombras-. Hemos parado en una hostería a unos kilómetros de aquí...

-Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un compañero de regimiento? ¿El hijo de
Mena, quizá?

-No, no, uno que me encontré por el camino. Está ahí afuera, esperando.

-¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has invitado a entrar? ¿Lo has dejado en medio del
camino?

Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más allá del cancel de madera, alcanzó a ver en el
camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero
y daba sensación de negro. Nació entonces en su ánimo, incomprensible, en medio de los
torbellinos de la inmensa alegría, una pena misteriosa y aguda.

-Mejor no -respondió él, resuelto-. Para él sería una molestia, es un tipo raro.

-¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, ¿no?


-Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.

-¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué quiere de ti?

-Bien no lo conozco -dijo él lentamente y muy serio-. Lo encontré por el camino. Ha venido
conmigo, eso es todo.

Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo,
cambió inmediatamente de tema, pero ya se extinguía de su rostro amable la luz del principio.

-Escucha -dijo-, ¿te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? ¿Te imaginas qué saltos
de alegría? ¿Es por ella por lo que tienes prisa por irte?

Él se limitó a sonreír, siempre con aquella expresión de aquel que querría estar contento pero
no puede por algún secreto pesar.

La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se estaba ahí sentado, como triste, igual que el
lejano día de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad
de días disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable
que se perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años futuros. Se acabaron las
noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores de fuego y se podía pensar
que también él estaba allí en medio, tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre
los restos sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para Marietta.
Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un domingo por la mañana entre
flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces, estaba apagado y distraído, por qué no reía,
por qué no contaba sus batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la ceñía tanto, con el calor que hacía
en la casa? ¿Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre,
¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? He aquí que, cuando las penas parecían
haber acabado, nacía de pronto una nueva inquietud.

Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba con fijeza y preocupación, atenta a no
contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. ¿O acaso estaba enfermo? ¿O
simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? ¿Por qué no hablaba, por qué ni
siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecía más bien evitar que sus miradas se
encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos pequeños lo
contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.

-Giovanni -murmuró ella sin poder contenerse más-. ¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí!
Espera un momento que te haga el café.

Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus hermanos mucho más pequeños que él. Si se
hubieran encontrado por la calle ni siquiera se habrían reconocido, tal había sido el cambio en
el espacio de dos años. Ahora se miraban recíprocamente en silencio, sin saber qué decirse,
pero sonriéndose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no
olvidado.
Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café humeante con un buen pedazo de pastel. Vació
la taza de un trago, masticó el pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta? ¡Antes te
volvía loco!», habría querido decirle la madre, pero calló para no importunarlo.

-Giovanni -le propuso en cambio-, ¿y tu cuarto? ¿no quieres verlo? La cama es nueva, ¿sabes?
He hecho encalar las paredes, hay una lámpara nueva, ven a verlo... pero ¿y la capa? ¿No te la
quitas? ¿No tienes calor?

El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se encaminó a la estancia vecina.


Sus gestos tenían una especie de pesada lentitud, como si no tuviera veinte años. La madre se
adelantó corriendo para abrir los postigos (pero entró solamente una luz gris, carente de
cualquier alegría).

-Está precioso -dijo él con débil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la vista de los
muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y
limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, también flamante, posó
él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de inefable tristeza que nadie, además, podía
ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrás de él, las caritas radiantes, esperando una gran
escena de regocijo y sorpresa.

Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes, madre», repitió, y eso fue todo. Movía los
ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de
cuando en cuando con evidente preocupación, a través de la ventana, el cancel de madera
verde detrás del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.

-¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? -preguntó ella, impaciente por verlo feliz. «¡Oh, sí, está
precioso!» respondió el hijo (pero ¿por qué se empeñaba en no quitarse la capa?) y
continuaba sonriendo con muchísimo esfuerzo.

-Giovanni -le suplicó-. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa, Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no
me lo quieres decir?

Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo atravesado en la garganta.

-Madre -respondió, pasado un instante, con voz opaca-, madre, ahora me tengo que ir.

-¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, ¿no? Vas donde Marietta, ¿a que sí? Dime la
verdad, ¿vas donde Marietta? -y trataba de bromear, aun sintiendo pena.

-No lo sé, madre -respondió él, siempre con aquel tono contenido y amargo; entre tanto, se
encaminaba a la puerta y había recogido ya el gorro de pelo-, no lo sé, pero ahora me tengo
que ir, ése está ahí esperándome.

-¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos horas aquí, ¿verdad? Haré que vengan
también el tío Giulio y la tía, figúrate qué alegría para ellos también, intenta llegar un poco
antes de que comamos...
-Madre -repitió el hijo como si la conjurase a no decir nada más, a callar por caridad, a no
aumentar la pena-. Ahora me tengo que ir, ahí está ése esperándome, ya ha tenido demasiada
paciencia-. Y la miró fijamente...

Se acercó a la puerta; sus hermanos pequeños, todavía divertidos, se apretaron contra él y


Pietro levantó una punta de la capa para saber cómo estaba vestido su hermano por debajo.

-¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo
que Giovanni se enfadase.

-¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos
faldones de paño azul se habían abierto un instante.

-¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho? -tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre
las manos-. Giovanni, ¡esto es sangre!

-Tengo que irme, madre -repitió él por segunda vez con desesperada firmeza-. Ya lo he hecho
esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adiós madre.

Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi a la carrera,
abrió el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a
través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban, galopaban.

Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca los siglos habrían bastado
a colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y sobre
todo quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando,
quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente como para
acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para siempre), a fin de que pudiera
saludar a su madre; de esperar tantos minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo,
él, señor del mundo, como un pordiosero hambriento.

Historia de los dos que soñaron de


Gustavo Weil
Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y
misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas,
pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que se
vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo
de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:

-Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.

A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros


de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a
Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir en
el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios
Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las
personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron,
hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los
bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron
con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:

-¿Quién eres y cuál es tu patria?

El hombre declaró:

-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.

El juez le preguntó:

-¿Qué te trajo a Persia?

El hombre optó por la verdad y le dijo:

-Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi
fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.

El juez echó a reír.

-Hombre desatinado -le dijo-, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El
Cairo, en cuyo fondo hay un jardín. Y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de
sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa
mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño.
Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.

El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del
sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó.
Dios es el Generoso, el Oculto.

El hombre muerto de Horacio Quiroga

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos
calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por
delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los
arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla. Mas al bajar el
alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida
del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la
impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.Ya estaba tendido en la
gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele
en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las
rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e
inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del
machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del
machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria
del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que
acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el transcurso de la vida se piensa
muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a
nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos
dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que
lanzamos el último suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de
sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta
existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el
placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan
imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún...?
No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han
avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las
divagaciones a largo plazo: se está muriendo. Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda
postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha
sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste -¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha
cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal? ¿No viene todas las mañanas a
limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas
hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se
mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba,
el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la
capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino
al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el
Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire
vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que
pronto tendrá que cambiar...
¡Muerto! ¿pero es posible? ¿no es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su
casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí
mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de
púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente
resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas
hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando... Desde el poste descascarado
que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay
quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado,
midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte,
en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a
plomo... Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su
personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada,
durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su
familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un
machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a
admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira.
Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado...! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por
otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre
de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está
solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre. ¿La
prueba...? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en
panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara,
resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a
doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy
bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la
calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha
visto las mismas cosas.
...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce
menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal
su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de
su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!
¿No es eso...? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo... ¡Qué
pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva,
sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara
inmóvil ante el bananal prohibido.
...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado
volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen!
Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a
lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante
su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo
volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la
pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos.
Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas,
exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado
sobre la gramilla -descansando, porque está muy cansado.Pero el caballo rayado de sudor, e
inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se
atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas -¡Piapiá!-
vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar
entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.

Episodio del enemigo de Jorge Luis


Borges
"Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde
la
ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con
un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino
un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré,
no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de
Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no se griego. Otro
día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se
desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y
cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero
sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de
Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
- Uno cree que los años pasan para uno - le dije -, pero pasan también para los
demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha
estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo entonces con voz firme:
- Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo ahora a mi merced
y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían
salvarme. Atiné a decir:
- En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni
yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el
perdón.
- Precisamente porque ya no soy aquel niño - me replicó - tengo que matarlo. No
se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges,
son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede
hacer nada.
- Puedo hacer una cosa - le contesté.
- ¿Cuál? - Me preguntó.
- Despertarme.
Y así lo hice".

La cerillera de Hans Cristian Andersen

¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche
de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre
niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba
zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado
últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la
calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no
hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la
haría servir de cuna el día que tuviese hijos.

Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente


amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un
paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había
dado un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan
abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos
hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir.

En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el
suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la
iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni
un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa
hacía frío también; solo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese
a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas
casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar
uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno:
«¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una
lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la
pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana
de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña
alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la
estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano.

Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente
como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la
mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado
humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el
pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la
espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el
fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.

Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo


árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última
Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de
velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas estampas, semejantes a
las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se
apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que
eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el
firmamento una larga estela de fuego.

«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la
había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho:

-Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.

Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la
anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa.

-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se


apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de
Navidad.

Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela;


y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había
sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran
resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la
pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro
Señor.

Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las


mejillas y la boca sonriente... Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo.
La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus
fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo
la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en
compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.
Por noviembre 2014

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