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Había una vez un león afónico.

Era afónico desde siempre, porque nunca había podido


rugir, pero nadie en la sabana lo sabía. Como desde muy pequeño había visto que no podía
rugir, había aprendido a hablar sosegadamente con todo el mundo y a escucharles, y
convencerles de sus opiniones sin tener que lanzar ni un rugido, ganándose el afecto y
confianza de todos.
Pero un día, el león habló con un cerdo tan bruto y cabezota, que no encontraba la forma de
hacerle entrar en razón. Entonces, sintió tantas ganas de rugir, que al no poder hacerlo se
sintió en desventaja. Así que dedicó unos meses a inventar una máquina de rugir que se
activase sólo cuando él quisiera. Y poco después de tenerla terminada, volvió a aparecer
por allí el cerdo testarudo, y tanto sacó al león de sus casillas, que lanzó un rugido
aterrador con su máquina de rugir.
- ¡¡¡GRRRRROAUUUUUUUUUUUU!!!
Entonces, no sólo el cerdo, sino todos los animales, se llevaron un susto terrible, y durante
meses ninguno de ellos se atrevió salir. El león quedó tan triste y solitario, que tuvo tiempo
para darse cuenta de que no necesitaba rugir para que le hicieran caso ni para salirse con
la suya, y que sin saberlo, su afonía le había llevado a ser buenísimo hablando y
convenciendo a los demás. Así que poco a poco, a través de su tono amable y cordial,
consiguió recuperar la confianza de todos los animales, y nunca más pensó en recurrir a
sus rugidos ni a sus gritos.

“Había una vez un niño que estaba siempre malhumorado y cada día se peleaba en el colegio con
sus compañeros. Cuando se enfadaba, se abandonaba a la ira y decía y hacía cosas que herían a
los demás niños. Consciente de la situación, un día su padre le dio una bolsa de clavos y le
propuso que, cada vez que discutiera o se peleara con algún compañero, clavase un clavo en la
puerta de su habitación.El primer día clavó treinta y tres. Terminó agotado, y poco a poco fue
descubriendo que le era más fácil controlar su ira que clavar clavos en aquella puerta. Cada vez
que iba a enfadarse se acordaba de lo mucho que le costaría clavar otro clavo, y en el transcurso
de las semanas siguientes, el número de clavos fue disminuyendo. Finalmente, llegó un día en
que no entró en conflicto con ningún compañero.

Había logrado tranquilizar su actitud y su conducta. Muy contento por su hazaña, fue corriendo a
decírselo a su padre, quien sabiamente le sugirió que cada día que no se enojase desclavase uno
de los clavos de la puerta. Meses más tarde, el niño volvió corriendo a los brazos de su padre
para decirle que ya había sacado todos los clavos. Le había costado un gran esfuerzo.El padre lo
llevó ante la puerta de la habitación. “Te felicito”, le dijo. “Pero mira los agujeros que han quedado
en la puerta. Cuando entras en conflicto con los demás y te dejas llevar por la ira, las palabras
dejan cicatrices como estas. Aunque en un primer momento no puedas verlas, las heridas
verbales pueden ser tan dolorosas como las físicas. No lo olvides nunca: la ira deja señales en
nuestro corazón”.

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