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I I I .

D IS C U R S O A R T IS T IC O Y
P O S T M O D E R N ID A D
Cartografía del postmodernismo *
Andreas Huyssen
Traducción de Antoni Torregrossa

UN RELATO

Durante el verano de 1982 visité la Séptima Documenta de


Kassel, Alemania, una exposición periódica que recoge las ultimas
tendencias del arte contemporáneo cada cuatro o cinco años. Mi
hijo Daniel —que entonces tenía cinco años de edad— me acompa­
ñaba y fue él quien consiguió, involuntariamente, hacerme com­
prender lo último en postmodernismo. Junto al Frídericianum, el
museo donde se Ínstala la muestra, vimos una enorme y alargada
muralla de rocas aparentemente amontonadas al azar. Era una obra
de Joseph Beuys, una de las figuras clave de la escena post­
moderna durante al menos una década. Al acercarnos, descubrimos
que había miles de bloques enormes de basalto dispuestos en una
formación triangular cuyo ángulo más agudo señalaba a un árbol
recién plantado —todo esto constituye una parte de lo que Beuys
llama escultura social y que en una terminología más tradicional
se llamaría una forma de arte aplicado. Beuys había lanzado una
llamada a los ciudadanos de Kassel, una lúgubre ciudad de pro­
vincias reconstruida en cemento después de los devastadores bom­
bardeos de la última guerra mundial, invitándoles a plantar un
árbol por cada una de sus 1.000 «piedras plantantes». El llama­
miento —al menos ínicialmente— fue recibido entusiásticamente
por una gente habitualmente poco interesada en las últimas evo­
luciones del mundo del arte. A Daniel le encantaron las rocas.
Observé cómo trepaba arriba y abajo, cómo cruzaba y volvía de
nuevo, «¿Esto es arte?», preguntó prosaicamente. Le hablé de las

* Reproducido con la automación de New Germán Critique. Publicado


originalmente con el título «Mapplng the postmodern» en New Germán Cri-
tifUi, ntfm, 33, Otoño 1984.

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ideas ecologistas de Beuys y de la muerte lenta de los bosques
alemanes (W aldsterben) debido a la lluvia acida. Al tiempo que se
movía sobre las rocas, escuchando distraídamente, le proporcioné
unos pocos conceptos sencillos sobre la elaboración del arte, la
escultura como monumento o antimonumento, el arte para trepar
y, finalmente, el arte que se disipa —las rocas, después de todo,
tendrían que desaparecer a medida que la gente empezase a plantar
los árboles.
En cambio, más tarde, dentro del museo, las cosas fueron de
otra forma. En las primeras salas pasamos junto a un pilar dorado,
en realidad un cilindro metálico completamente cubierto con hojas
doradas (de James Lee Byars), y una prolongada pared dorada de
Kounellis, con un perchero, sombrero y abrigo incluidos. ¿Es que
el artista, como un Wu Tao-Tse de hoy, se había desvanecido atra­
vesando la pared, incorporándose a su obra, dejando sólo su som­
brero y su abrigo? Con independencia de lo sugestiva que nos
pueda parecer la yuxtaposición del banal perchero y el preciosismo
de la deslumbrante pared desprovista de puertas, una cosa parece
cierta: «Am Golde hángt, zum Golde drángt die Postmoderne».
Varias salas más adelante nos encontramos con la mesa heli­
coidal de Mario Merz fabricada en vidrio, acero, madera y láminas
de arenisca con ramillas de arbusto saliendo del parámetro externo
de la formación espiral —parecía un nuevo intento de combinar
los típicos materiales duros de la era modernista; acero y vidrio,
con otros más blandos, más «naturales», en este caso la arenisca
y la madera. A decir verdad, tenía connotaciones de Stonehenge y
de ritual, domesticadas y llevadas a un tamaño de sala de estar.
Intentaba relacionar en mi mente el eclecticismo de los materiales
utilizados por Merz con el eclecticismo nostálgico de la arquitec­
tura postmoderna o los pastiches sobre el expresionismo en la pintu­
ra de los nene W ilden, ostentosamente exhibida en otro edificio
de esta muestra. Intentaba, en otras palabras, trazar una línea roja
a través del laberinto de lo postmoderno cuando, de repente, se
me aclararon las ideas. A medida que Daniel intentaba percibir las
superficies y la textura de la obra de Merz, a medida que paseaba
sus dedos a lo largo de las láminas de piedra y sobre el vidrio, un
vigilante se acercó gritando: «Nicht berühren! Das ist K unst!»
( ¡No lo toques! ¡Esto es a rte !) Un rato más tarde, cansado de
tanto arte, se sentó sobre los cubos sólidos de cedro de Cari André
siendo ahuyentado y advertido de que el arte no es para sentarse,

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Aquí estaba de nuevo aquella vieja noción del arte: no tocar,
no pasar. El museo como templo, el artista como profeta, la obra
como reliquia y objeto de culto, la restauración del aura. La pre­
ponderancia del oro de pronto cobró mucho sentido en esta expo­
sición. Los vigilantes, por supuesto, sólo ejecutaban aquello que
Rudi Fuchs, organizador de esta Documenta y conectado con las
corrientes actuales, siempre tuvo en mente: «Desligar el arte de
las diversas presiones y perversiones sociales que debe soportar» l.
Los debates de los últimos quince o veinte años en torno a las
formas de ver y experimentar el arte contemporáneo, en torno a
la visualización y la elaboración de imágenes, en torno a las im­
bricaciones entre el arte de vanguardia, la iconografía de los me­
dios de comunicación de masas y la publicidad parecían haber sido
eliminados y la pizarra borrada en aras de un nuevo romanticismo.
Pero digamos entonces que esto encaja demasiado bien con las
celebraciones de la palabra profética en los últimos escritos de
Peter Handke, con la aureola de lo «postmoderno» en la escena
artística de Nueva York, con la autopresentación del cineasta como
auteur en Burden o j Dreams, un reciente documental sobre la rea­
lización de Fitzcarraldo de Werner Herzog. Recuérdense las últimas
escenas de Fitzcarraldo: la ópera sobre un barco en el Amazonas.
Por un momento, los organizadores de la Documenta llegaron a
considerar Báteau Ivre como título para la exposición. Pero mien­
tras que el desvencijado vapor de Herzog era efectivamente un
báteau ivre —la ópera en la jungla, un barco transportado a través
de una montaña—, el báteau ivre de Kassel sólo sufría la resaca de
su pretenciosidad. Considérese la siguiente frase de Fuchs tomada
de la introducción del catálogo: «Después de todo, el artista es
uno de los últimos practicantes de la individualidad diferenciada.»
O bien, volviendo al Originalton de Fuchs: «Aquí, pues, comienza
nuestra exposición; aquí está la euforia de Hólderlin, la lógica
callada de T. S. Eliot, el inacabado sueño de Coleridge. Cuando
el viajero francés que descubrió las cataratas del Niágara volvió
a Nueva York, ninguno de sus sofisticados amigos creyó su fan­
tástica historia. Cuál es tu prueba, le preguntaron. Mi prueba, dijo,
ei que las he visto»2.
Cataratas del Niágara y Documenta 7. Ciertamente nadie las
acaba de descubrir. El arte como naturaleza, la naturaleza como
arte. La aureola que Baudelaire perdió una vez en un concurrido
bulevar parisino ha vuelto; se ha restaurado el aura; Baudelaire,

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Marx y Benjamín han quedado olvidados. La muestra en este sen­
tido es antimoderna y antivanguardista. Por supuesto se puede sos­
tener que al recurrir a Holderlin, Coleridge y Eliot, Fuchs intenta
resucitar el dogma modernista —aunque con otra nostalgia post­
moderna, otro retorno sentimental a un tiempo en que el arte aún
era arte. Pero aquello que impide a esta nostalgia ser «auténtica»,
y que finalmente la hace antimodernista, es su falta de ironía, re­
flexión y cuestionamiento, su alegre abandono de una conciencia
crítica, su osten tosa seguridad en sí misma y las m ise en scén e de
su convicción (visible incluso en las disposiciones espaciales dentro
del Friedericianum ) de que debe haber un reino de pureza para
el arte, un lugar más allá de las funestas «presiones y perversiones
sociales» que el arte ha tenido que soportar3.
Esta última tendencia de la trayectoria del postmodernismo,
para mí encarnada en Documenta 7, se apoya en una completa y
total confusión de los códigos: es antimoderna y altamente ecléc­
tica, pero se disfraza de retomo a la tradición modernista; es anti­
vanguardista por el hecho de que simplemente rechaza la preocu­
pación básica de la vanguardia por un nuevo arte en una sociedad
alternativa, pero pretende ser vanguardista en su presentación de
las tendencias actuales; y, en cierto sentido, es incluso intipost-
moderna al evitar cualquier reflexión en torno a los problemas que
el agotamiento del modernismo trajo, problemas que el arte post­
moderno, en sus mejores momentos, ha intentado tratar estéti­
camente y a veces incluso políticamente. La Documenta 7 puede
considerarse como el simulacro estético perfecto: eclecticismo su­
perficial combinado con amnesia estética e ilusiones de grandeza.
Representa el tipo de restauración postmoderna de un modernismo
domesticado que parece estar ganando terreno en la era Kohl-
Thatcher-Reagan y se emparenta con los ataques políticos conser­
vadores a la cultura de los años sesenta que han aumentado en
volumen y en mala intención durante estos últimos años.

LA CUESTION

SÍ esto fuera todo lo que se puede decir sobre el postmoder­


nismo, no valdría la pena tratar el tema. Asimismo, podría dete­
nerme aquí y unirme al formidable coro de aquellos que lamentan
la pérdida de calidad y proclaman el declive de las artes desde

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los años sesenta. No obstante, mi argumento será otro. Mientras
que la reciente escalada periodística en torno al postmodernismo
en la arquitectura y las artes ha proyectado el fenómeno hacia la
opinión pública, también ha tendido a oscurecer su larga y com­
pleja historia. Una gran parte de mi siguiente argumentación se
basa en la premisa de que aquello que aparece a un nivel como la
última novedad, lanzamiento publicitario y falso espectáculo, forma
parte de una transformación cultural que emerge lentamente en
las sociedades occidentales, un cambio de sensibilidad para el cual
el término «postmodernismo» es realmente, al menos por ahora,
totalmente adecuado. La naturaleza y profundidad de esta trans­
formación son discutibles, pero de hecho existe un transformación.
No se me malinterprete: no estoy afirmando que estemos ante un
desplazamiento global de paradigma en los ámbitos cultural, social
y económico 4; cualquier afirmación de este tipo me parecería fuera
de lugar. Pero en un sector importante de nuestra cultura se está
asistiendo a un notable cambio de sensibilidad, de prácticas y for­
mación de discursos que distingue a un conjunto postmoderno de
supuestos, experiencias y proposiciones del que era propio de un
período precedente. Lo que aún está por saber es si esta trans­
formación ha generado formas estéticas genuinamente nuevas en
las diversas artes o si básicamente recicla técnicas y estrategias del
propio modernismo, reinscribiéndolas en un contexto cultural mo­
dificado.
Por supuesto, existen buenas razones para que cualquier in­
tento de tomar lo postmoderno seriamente en sus propios térmi­
nos encuentre tanta resistencia. Es, desde luego, tentador descartar
muchas de las últimas manifestaciones del postmodernismo consi­
derándolas un fraude perpetrado, contra un público ignorante, por
el mercado del arte de Nueva York en el que las reputaciones son
edificadas y engullidas más aprisa de lo que los pintores pueden
pintar: véase las frenéticas pinceladas de los nuevos expresionistas.
También es fácil sostener que una gran parte de los actuales inter­
artes, combinación de medios y la cultura de la perform ance, que
otrora parecieron tan vitales, actualmente viven de rentas y no
hacen más que repetir su jerga, saboreando, como si dejésemos, la
eterna recurrencia del dejcí vu. Hay buenas razones para albergar
escepticismo frente al revival de la Gesamtkunstwerk wagneriana
como espectáculo postmodemo en Syberberg o Robert Wilson. El
tulto actual a Wagner puede de hecho ser un síntoma de una

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feliz solución entre la megalomanía de lo postmoderno y la de lo
premoderno al borde del modernismo. La búsqueda del grial, por
lo visto, ha comenzado.
Pero resulta demasiado fácil ridiculizar el posmodernismo de
la escena artística neoyorkina actual o de Documenta 7. Este tipo
de rechazo total no nos permitiría ver el potencial crítico del post­
modernismo que, en mi opinión, también existe, aunque pueda ser
difícil de identificar5. La noción del trabajo artístico como crítica
inspira realmente algunas de las mas serias condenas del post­
modernismo, que es acusado de haber abandonado la postura cri­
tica que una vez caracterizó al modernismo. No obstante, las ideas
más corriente de lo que constituye un arte critico (Varteílichkeit y
vanguardismo, engage, realismo critico, o la estética de la nega­
ción, el rechazo de la representación, abstracción, reflexividad en
las últimas décadas. Éste es precisamente el dilema del arte en una
edad postmoderna. Aun así, no veo ninguna razón para que todos
lancemos por la borda la nocion de un arte critico. Las presiones
para hacerlo no son nuevas; éstas siempre han sido formidables
en la cultura capitalista desde el romanticismo, y si nuestra post­
modernidad hace considerablemente difícil acogernos a una nocion
más antigua del arte como crítica, entonces la tarea consiste en
redefinir las posibilidades de la crítica en términos postmodernos
más que relegarla al olvido. Si lo postmoderno es discutido como
una condición histórica más que como un mero estilo, resulta po­
sible e incluso relevante desbloquear el momento critico en el propio
postmodernismo y afilar su borde cortante, por embotado que pue­
da parecer a primera vista. Lo que ya no nos sirve es simplemente
elogiar o ridiculizar el postmodernismo en bloc. Lo postmoderno
debe ser liberado de sus paladines y de sus detractores. El presente
ensayo pretende contribuir a este fin.
En gran parte del debate postmoderno se ha afincado un mo­
delo de pensamiento muy convencional. O bien se dice que el
postmodernismo es una continuación del modernismo, en cuyo caso
el debate entero que opone a ambos es capcioso; o bien, se pro­
clama que hay una ruptura radical con el modernismo, lo que en­
tonces es evaluado en términos positivos o negativos. Pero la cues­
tión de la continuidad o discontinuidad histórica no puede ser dis­
cutida adecuadamente en términos de dicotomía sin mas. El haber
cuestionado la validez de tales modelos de pensamiento dicotómi-
cos es, por supuesto, uno de los mayores logros de la deconstrucción

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de Derrida. Pero la noción postestructuralista de una textualidad
sin fin lo que hace, en el fondo, es cortar toda reflexión histórica
significativa en unidades temporales más breves que, digamos, la
onda larga de la metafísica desde Platón a Heidegger o la eclosión
de la m odernité entre mediados del siglo XIX y el presente. El
problema de estos macroesquemas históricos en relación al post-
raodernismo es que evitan incluso que el fenómeno sea enfocado.
Por tanto, tomare una ruta distinta. No intentaré definir aquí
lo que el postmodernismo es. El propio término «partmodernismo»
debería guardarnos contra tal aproximación ya que sitúa el fenó­
meno en términos de relación. El modernismo, como aquello de lo
que el postmodernismo se separa, permanece inscrito en la misma
palabra con la que describimos nuestra distancia del modernismo.
Asi que, teniendo en cuenta la naturaleza relacional del postmoder­
nismo, empezaré sencillamente por el Seibstverstandnis de lo post­
moderno, tal como ha configurado varios discursos desde los años 60.
Lo que espero obtener con este ensayo es algo parecido a un mapa
a gran escala del postmodernismo que contemple diversos territo­
rios, en los cuales las distintas prácticas críticas y artísticas post­
modernas podrían encontrar su lugar estético y político. Dentro
de la trayectoria de lo postmoderno en los Estados Unidos distin­
guiré diversas fases y direcciones. Mi primera intención es la de
enfatizar algunas de las presiones y contingencias históricas que
han configurado los recientes debates estéticos y culturales pero
que o bien han sido ignoradas o bien sistemáticamente eliminadas
en la teoría crítica a Vamértcaine. Al examinar los avances en la
arquitectura, literatura y las artes visuales, mi enfoque se detendrá
principalmente en el discurso crítico en torno a lo postmoderno:
el postmodernismo en relación, respectivamente, al modernismo, la
vanguardia, el neoconservadurismo y el postestructuralismo. Cada
una de estas constelaciones representa una especie de capa separada
de lo postmoderno y será presentada como tal. Y, finalmente, se
discutirán elementos centrales de la B egriffsgesch ichte del término
en relación a una mas amplia serie de cuestiones que han aparecido
en recientes debates en torno al modernismo, la modernidad y la
vanguardia histórica6. Una cuestión crucial para mí es hasta qué
punto el modernismo y la vanguardia, como formas de una cultura
de oposición estuvieron, no obstante, conceptual y prácticamente
Ügfldoi a la modernización capitalista y/o al vanguardismo comu­
nista, el hermano gemelo de aquella modernización. Tal como es­

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pero demostrar en este ensayo, la dimensión crítica del postmoder-
nismo descansa precisamente en su cuestionamiento radical de los
supuestos que vincularon al modernismo y la vanguardia con el
espíritu de la modernización.

El agotam iento del m ovim iento m odernista

Permítaseme, pues, empezar con algunas breves observaciones


en tomo a la trayectoria y migraciones del término «postmoder­
nismo». En la crítica literaria, se remonta tan lejos como a finales
de los años 50 cuando fue utilizado por Irving Howe y Harry
Levin para lamentar la moderación del movimiento modernista.
Howe y Levin miraban atrás nostálgicamente hacia lo que ya pare­
cía un pasado mejor. El término «postmodernismo» fue utilizado
enfáticamente por primera vez durante los años 60 por críticos
literarios como Leslie Fiedler e Ihab Hassan, quienes mantuvieron
visiones muy divergentes de lo que era una literatura postmoderna.
No fue hasta principios y mediados de los años 70 cuando el térmi­
no obtuvo una más amplia aceptación, abarcando primero la arqui­
tectura, luego la danza, el teatro, la pintura, el cine y la música.
Mientras que la ruptura postmoderna con el modernismo clásico
fue bastante visible en la arquitectura y las artes visuales, la no­
ción de ruptura postmoderna en literatura ha sido mucho más
difícil de constatar. En algún momento a finales de los años 70,
el «postmodernismo», no sin el patrocinio americano, emigró ha­
cia Europa vía París y Frankfurt. Kristeva y Lyotard lo adoptaron
en Francia, Habermas en Alemania. Mientras tanto, en Estados
Unidos, los críticos habían empezado a discutir la relación entre
el postmodernismo y el postestructuralismo francés en su peculiar
adaptación americana, a menudo simplemente asumiendo que la
vanguardia en la teoría de alguna manera debía ser homologa a la
vanguardia en la literatura y las artes. Mientras que el escepticismo
en tomo a la posibilidad de una vanguardia artística iba en aumento
durante los años 70, la vitalidad de la teoría, a pesar de sus muchos
detractores, nunca pareció decaer. Para algunos, desde luego, fue
como si las energías culturales que habían impulsado a los movi­
mientos artísticos de los años 60 estuvieran tomando forma de
teoría durante la década de los 70, dejando la empresa artística
en blanco. Aunque esta observación es en el mejor de los casos

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de valor sensacionalista y poco justa con las artes, parece razonable
decir que, con la lógica del estallido y expansión irreversible del
postmodernismo, el laberinto de los postmoderno se hizo aún más
impenetrable. Alrededor de los primeros años 80, el modernismo/
postmodernismo en las artes y la modernidad/postmodernidad en
la teoría social se habían convertido en uno de ios terrenos más
disputados de la vida intelectual de las sociedades occidentales. Y el
terreno es disputado precisamente porque hay mucho más en juego
que la existencia o no-existencia de un nuevo estilo artístico, mucho
más incluso que la línea teórica «correcta».
En ninguna otra parte la ruptura con el modernismo parece
más obvia que en la arquitectura americana reciente. Nada podía
estar más lejos de las fachadas funcionalistas tipo cortina de cristal
de Míes van der Rohe que las citas históricas fortuitas que preva­
lecen en tantas fachadas postmodernas. Tómese, por ejemplo, pl
rascacielos AT & T de Philip Johnson que se subdivide en una
sección media neoclásica, columnatas romanas a la altura de la
calle y un frontispicio estilo Chippendale en la parte superior. Efec­
tivamente, una creciente nostalgia hacia las diversas formas de vida
del pasado parece constituir una fuerte tendencia oculta en la cul­
tura de los años 70 y 80. Y nos resulta tentador rechazar este
eclecticismo histórico que se encuentra no sólo en la arquitectura
Bino también en las artes, en el cine, en la literatura y en la cultura
colectiva de los últimos años como el equivalente cultural de la
nostalgia neoconservadora de tipo «tiempos pasados siempre fueron
mejor» y como un signo evidente del ritmo declinante de la crea­
tividad en el capitalismo tardío. Pero, ¿acaso esta nostalgia hacia
el pasado, la frenética búsqueda y explotación de tradiciones apro­
vechables, y la creciente fascinación ante las culturas premodernas
y primitivas se debe únicamente a la perpetua necesidad de las ins­
tituciones culturales de recurrir al espectáculo y al protocolo, sien­
do por tanto perfectamente compatible con el statu quo? ¿O es
que quizá expresa también algún descontento genuino y legítimo
con la modernidad y con la incuestionada fe en la perpetua mo­
dernización del arte? Si esto último fuera la cuestión —y creo que
lo «i—, ¿cómo puede hacerse culturalmente productiva esta bús-
Uedt de tradiciones alternativas, emergentes o residuales, sin ce-
3 er ente las presiones del conservadurismo que se aferra fielmente
A Ift miimísima esencia de la tradición? No estoy defendiendo que
to d ii las manifestaciones de la recuperación postmoderna del pa­

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sado deban ser bien recibidas ya que de alguna manera están a tono
con el Zeitgeist. Tampoco quiero ser confundido como defensor de
que el repudio de la alta estética modernista que hace el postmo­
dernismo y su desinterés hacia las propuestas de Marx y Freud,
Picasso y Brecht, Kafka y Joyce, Schonberg y Stravinsky sean de
algún modo signos de un avance cultural superior. Allá donde el
postmodernismo menosprecia al modernismo es precisamente donde
se somete a las exigencias del aparato cultural autoproclamándose
radicalmente innovador, resucitando los prejuicios filisteos que el
modernismo tuvo que afrontar en su época.
Pero, aun cuando las mismas propuestas del modernismo no
parezcan convincentes —tal como se desprende, por ejemplo, de
los edificios de Philip Johnson, Michael Graves y otros—, eso no
significa que una fiel adhesión a una serie más antigua de propues­
tas modernistas pueda garantizar la aparición de edificios u obras
de arte más convincentes. El reciente intento neoconservador de
reinstaurar una versión domesticada del modernismo como la única
verdad valedera de la cultura del siglo XX —manifiesta, por ejem­
plo, en la muestra Beckmann de 1984 en Berlín y en muchos ar­
tículos de la New Criterion de Hilton Kramer— es una estrategia
que pretende enterrar las críticas políticas y estéticas de ciertas
formas de modernismo que han ganado terreno desde los años 60.
Pero el problema del modernismo no es precisamente el hecho
de que pueda ser integrado en una ideología conservadora del arte.
Después de todo, eso ya ocurrió una vez a gran escala en la década
de los 5 0 7. El mayor problema que nos encontramos hoy en día
es, a mi entender, la proximidad de varias formas de modernismo
a la vez, a la mentalidad de modernización, bien sea en su versión
capitalista o comunista. Por supuesto, el modernismo nunca fue un
fenómeno monolítico, y en él hubo tanto la euforia moderniza-
dora del futurismo, el constructivismo y la Neue Sacklichkeit como
algunas de las críticas más rigurosas a la modernización en sus di­
versas formas modernas de «anticapitalismo romántico»8. El pro­
blema al que me refiero en este ensayo no es el de lo que el mo­
dernismo realm ente fu e , sino cómo fue percibido retrospectivamen­
te, qué valores dominantes y conocimientos trajo, y cómo funcionó
ideológica y culturalmente después de la II Guerra Mundial. Es
sólo una imagen específica del modernismo la que se ha convertido
en la manzana de la discordia para los postmodernos, y esa imagen
debe ser reconstruida si queremos entender la relación problemática

xn
del postmodernismo con la tradición modernista y sus reivindica­
ciones de diferencialidad.
La arquitectura nos da el ejemplo más claro de las cuestiones
en juego. La utopía modernista, encarnada en los proyectos de
edificación de la Bauhaus, de Mies, Gropius y Le Corbusier, fue
parte de un intento heroico después de la Gran Guerra y la Revo­
lución Rusa de reconstruir una Europa arrasada por la guerra dán­
dole la imagen de lo nuevo, y de convertir la edificación en una
parte vital de la proyectada renovación de la sociedad. Una nueva
Ilustración exigía un proyecto racional para una sociedad racional,
pero la nueva racionalidad fue recubierta con un fervor utópico
que finalmente la hizo convertirse en mito —el mito de la moder­
nización. Un componente esencial del movimiento moderno fue su
rotunda negación del pasado, así como su apelación a la moderni­
zación en base a la estandarización y la racionalización. Es bien
sabido como la utopia modernista naufragó a causa de sus propias
contradicciones internas y, sobre todo, debido a la política y la
historia9. Gropius, Mies y otros tuvieron que exiliarse, Albert Speer
ocupo su lugar en Alemania. Después de 1945, la arquitectura mo­
dernista perdió una gran parte de su visión social y se convirtió
cada vez más en una arquitectura de poder y representación. Más
que aparecer como precursores y esperanza de una vida nueva, los
proyectos modernistas de construcción de viviendas se convirtie­
ron en símbolos de alienación y deshumanización, un destino que
compartieron con la cadena de montaje, ese otro agente de lo inno­
vador que recibieron con gran entusiasmo en los años 20 leninistas
y fordistas por igual.
Charles Jencks, uno de los cronistas más conocidos, divulga­
dor de la agonía del movimiento moderno y portavoz de la ar­
quitectura postmoderna, data la muerte simbólica de la arqui­
tectura moderna el día 15 de julio de 1972, a las 3,32 horas
de la tarde. A esa misma hora, varias manzanas de la Pruitt-Igoe
Housing en St. Louis (construidas por Minoru Yamasaki en los
ftño* 50) fueron dinamitadas, y el derrumbamiento fue dramática­
mente retransmitido en el noticiario nocturno. La máquina moder-
nt para vivir, tal como la definió Le Corbusier con la euforia tec­
nológica tan característica de los años 20, había resultado inhabi­
table; el experimento modernista se mostraba obsoleto. Jencks dis­
tingue con dificultad la visión inicial del movimiento moderno de
tal pecados cometidos posteriormente en su nombre. Es más, en

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última instancia se muestra de acuerdo con aquellos que, desde
los años 60, se han manifestado en contra de la dependencia oculta
del modernismo en la metáfora de la máquina y el paradigma de
la producción, y en contra de su idea de la fábrica como modelo
básico para todo edificio. Es costumbre en los círculos postmoder­
nistas el favorecer una reintroducción de dimensiones simbólicas
multivalentes en la arquitectura, una mezcla de códigos, una adop­
ción de lenguajes locales y tradiciones regionales10. Así, Jencks
sugiere que los arquitectos miran en dos direcciones simultánea­
mente, «hacia los códigos tradicionales de evolución lenta y los sig­
nificados étnicos particulares de un entorno, y hacia los códigos
constantemente cambiantes de la moda arquitectónica y el profe­
sionalismo» 11. Esta esquizofrenia, según Jencks, es sintomática del
momento postmoderno en la arquitectura; alguien podría pregun­
tarse si esto no afecta a la cultura contemporánea en general, que
parece ratificar crecientemente lo que Bloch llamó Ungleichzeitig-
keiten (asincronías) 12, más que corroborar sólo lo que Adorno, el
teórico del modernismo por excelencia, describió como der fortges-
chrittenste Materialstand der Kunst (el estado más avanzado del
material artístico). Allí donde esta esquizofrenia postmoderna cons­
tituye una tensión creadora que desemboca en una arquitectura
ambiciosa y admirable, y allí donde, a la inversa, se convierte en
una mezcla incoherente y arbitraria de estilos, quedará una materia
de debate. Tampoco deberíamos olvidar que la mezcla de códigos,
la adopción de tradiciones regionales y los usos de dimensiones
simbólicas distintas a la máquina nunca fueron del todo desconoci­
dos para los arquitectos del estilo internacional. Para poder llegar
a su postmodernismo, Jencks irónicamente tuvo que exacerbar la
propia perspectiva de la arquitectura modernista a la cual ataca
persistentemente.
Uno de los documentos más enérgicos en torno a la ruptura del
postmodernismo con el dogma modernista es el libro escrito por
Robert Venturi, Denise Scott-Brown y Steven Izenour titulado
Learning from Las Vegas (Aprendiendo de Las Vegas). Releyendo
este libro y otros escritos anteriores de Venturi de los años 60 hasta
hoy 13, uno queda impresionado ante la proximidad de las estrate­
gias de Venturi y las soluciones para la sensibilidad pop de aquellos
años. Una vez y otra los autores utilizan la ruptura del pop art
con el canon austero de la pintura modernista de élite y la adhe­
sión incondicional al lenguaje comercial de la cultura consumista

200
como inspiración para su obra. Lo que Madison Avenue fue para
Andy Warhol, lo que los cómics y el western fueron para Leslie
Fiedler, lo fue el paisaje de Las Vegas para Venturi y su grupo.
La retórica de Learning from Las Vegas se basa en la glorificación
de la columna de cartelera y la fatalidad inexorable del ambiente de
los casinos. Kenneth Frampton ironiza al respecto diciendo que
ofrece una versión de Las Vegas a modo de «una auténtica explo­
sión de fantasía popular» I4. Creo que sería gratuito ridiculizar estas
nociones estrambóticas sobre el populismo cultural de boy en día.
Si bien existe una parte evidentemente absurda en estas propues­
tas, debemos reconocer el poder que ban reunido para refutar los
dogmas materializados del modernismo y para reabrir una serie
de cuestiones que el evangelio modernista de los años 40 y 50
había ocultado: cuestiones en torno al ornamento y la metáfora
en la arquitectura, a la figuración y el realismo en pintura, a la
narración y la representación en literatura, al cuerpo en música y
teatro. El pop, en el sentido más amplio, fue el contexto en el que
una noción de lo postmoderno tomó forma por primera vez, y
desde el principio hasta hoy las tendencias más significativas dentro
del postmodernismo han desafiado la hostilidad implacable del mo­
dernismo hacia la cultura de masas.

El postm odernism o en los años 60: ¿una vanguardia americana?

Sugeriré una distinción histórica entre el postmodernismo de


los años 60 y el de los años 70 y principios de los 80. Mi argu­
mento, a grandes rasgos, será el siguiente: el postmodernismo de
los años 60 y 70 rechazó o criticó una cierta visión del modernis­
mo, Contra el modernismo elitista codificado de las décadas pre­
cedentes, el postmodernismo de los años 60 intentó revitalizar la
herencia de la vanguardia europea y darle una forma americana
en torno a lo que se podría llamar, en resumidas cuentas, el eje
Duchamp-Cage-Warhol. En los años 70, este postmodernismo van­
guardista de los años 60 había agotado su potencial, aunque al­
gunas de sus manifestaciones continuaron vigentes bien entrada la
nueva década. Lo nuevo en los años 70 era, por una parte, la apa­
rición de una cultura del eclecticismo, un postmodernismo en gran
ratdlda afirmativo que había abandonado cualquier reivindicación
da la crítica, de la transgreiión o la negación; y, por la otra, un
201
postmodernismo alternativo en el que la resistencia, la crítica y la
negación del síatu quo fueron redefinidas en términos no modernis­
tas y no vanguardistas, términos que guardan una estrecha relación
con los acontecimientos políticos en la cultura contemporánea, más
efectiva que en el caso de las anteriores teorías del modernismo.
Me explicaré.
¿Cuáles eran las connotaciones del término postmodernismo en
los años 60? Aproximadamente desde mediados de los años 50,
la literatura y las artes presenciaron una rebelión de una nueva
generación de artistas como Rauschenberg y Jasper Johns, Kerouac,
Ginsberg y los beats, Burroughs y Barthelme contra el dominio dei
expresionismo abstracto, la música serial y el modernismo literario
clásico 15. A la rebelión de los artistas se sumaron algunos críticos
como Susan Sontag, Leslie Fiedler y Ihab Hassan, quienes postu
laron enérgicamente, aunque en distintos modos y en grados dife
rentes, en favor de lo postmoderno, Sontag abogó por la estética
camp y una nueva sensibilidad, Fiedler cantó las glorias de la lite­
ratura popular y la ilustración genital, y Hassan —más próximo
que los otros a los modernos— abogó por una literatura del silencio,
intentando mediar entre la «tradición de lo nuevo» y los aconteci­
mientos literarios de la postguerra. Por aquel tiempo, el modernismo,
por supuesto, se había establecido como canon en la academia, en
los museos y en la red de galerías. Dentro de este canon, la escuela
de Nueva York del expresionismo abstracto representó el epítome
de la larga trayectoria de lo moderno que había comenzado en París
durante los años 50 y 60, y que inexorablemente había llevado a
Nueva York —la victoria americana en la cultura tras la victoria
en los campos de batalla de la II Guerra Mundial. En los años 60,
tanto artistas como críticos compartieron por igual una conciencia
de una situación fundamentalmente nueva. La pretendida ruptura
postmoderna con el pasado fue percibida como una pérdida: la
reivindicación del arte y la literatura de la verdad y el valor hu­
mano pareció exhausto, la creencia en el poder constituyente de la
imaginación moderna simplemente un nuevo engaño. O bien se
sintió como un gran avance hacia una definitiva liberación del ins­
tinto y la consciencia, hacia la aldea universal de McLuhan, el
nuevo Edén de la perversidad polimorfa, el Paradise Now, tal
como lo proclamó el Living Theater sobre el escenario. De este
modo, algunos críticos del postmodernismo como Gerald Graff
han identificado correctamente dos líneas de la cultura postmo­

202
derna de los años 60: la línea apocalíptica desesperada y la
línea visionaria glorificadora, las cuales, según Graff, ya exis­
tieron en el seno del modernismo 16. Aunque esto sea ciertamente
verdad, se le escapa un punto importante. La ira de los postmo­
dernistas se dirigió no tanto contra el modernismo como tal, sino
más bien contra una cierta imagen austera del «modernismo culto»,
tal como lo expresó el New Criticism y otros custodios de la cultura
modernista. Esta visión, que evita la falsa dicotomía de elegir entre
la continuidad y la discontinuidad, está apoyada por un ensayo
retrospectivo de John Barth, Con un escrito del año 1980 en The
Atlantic titulado «The Literature of Replenishement» («La litera­
tura de relleno»), Barth critica su propio ensayo del año 1968
«The Literature of Exhaustion» («La literatura del agotamiento»),
que en su tiempo presentó una síntesis adecuada de la línea apoca­
líptica. Ahora, Barth sugiere que de lo que realmente trataba su
escrito anterior «era sobre el verdadero 'agotamiento’ y no el del
lenguaje o de la literatura sino el de la estética del modernismo
de élite » 11. Después, continúa describiendo los Relatos y textos
para nada de Beckett y el Rale Fire (Fuego pálido) de Nabokov
como prodigios del modernismo tardío, distinguiéndolos de las
obras de los escritores postmodernistas como Italo Calvino y Ga­
briel García Márquez. Por otro lado, los críticos de cultura como
Daniel Bell simplemente reivindicarían que el postmodernismo de
los años 60 fue la «culminación lógica de las intenciones moder­
nistas» 18, una visión reelaborada de la desesperada observación
de Lionel Trilling de que los manifestantes de los años 60 estaban
ejerciendo el modernismo en las calles. Pero mi opinión en este
punto es que, para empezar, el modernismo de élite nunca creyó
que debía estar en las calles, que su anterior función contestataria
fue reemplazada en los años 60 por una cultura de confrontación
muy distinta en las calles y en las artes, y que esta cultura de
confrontación transformó las antiguas nociones ideológicas del esti­
lo, la forma y creatividad, la autonomía artística y la imaginación
inte las cuales el modernismo ya había sucumbido. Algunos crí­
tico» como Bell y Graff vieron la rebelión de finales de los años
50 y 60 como una continuación de la anterior línea nihilista y
anárquica del modernismo; más que verla como una revuelta post-
modernista contra el modernismo clásico, la interpretaron como
Ulli profusión de impulsos modernistas hacia la vida cotidiana.
Y « i alguna forma estaban en lo cierto, excepto en que este «triun­

203
fo» del modernismo alterase fundamentalmente los términos con
los que la cultura modernista debía ser percibida. De nuevo, mi
argumento se basa en que la revuelta de los años 60 nunca mantuvo
un rechazo hacia el modernismo per se, sino más bien una revuelta
contra aquella versión del modernismo que había sido domesticada
en los años 50, que se había convertido en una parte del consenso
liberal-conservador de la época y que incluso se había utilizado
como un arma propagandística entre el arsenal político-cultura del
anticomunismo de la guerra fría. El modernismo contra el que se
rebelaron los artistas no fue considerado una cultura enemiga.
No combatía a una clase dominante y su visión del mundo, ni
mantuvo su pureza programática frente a la contaminación de la
industria de la cultura. En otras palabras, la revuelta surgió preci­
samente del triunfo del modernismo, desde el punto de vista de
que en los Estados Unidos, como en Alemania occidental y Francia,
el modernismo se había convertido en una forma de cultura afir­
mativa.
Continuaré para argumentar que la visión global que ve los
años 60 como una parte del movimiento moderno que se extiende
desde Manet y Baudelaire, si no desde el romanticismo, hasta el
presente, es incapaz de dar cuenta del carácter específicamente
americano del postmodernismo. Después de todo, el término ad­
quirió sus connotaciones enfáticas en los Estados Unidos, no en
Europa. Yo incluso diría que no pudo ser inventado en la Europa
de aquella época. Por una serie de razones diversas, no hubiera
tenido ningún sentido allí. Alemania occidental aún estaba enfras­
cada en el redescubrímiento de sus propios modernos, que habían
sido perseguidos y prohibidos durante el Tercer Reich. En todo
caso, durante los años 60 en Alemania occidental se produjo un
gran cambio de valoración e interés desde un grupo de modernos
a otro: desde Benn, Kafka y Thomas Mann a Brecht, los expresio­
nistas de izquierda y los escritores políticos de los años 20, desde
Heidegger y Jaspers a Benjamín y Adorno, desde Schonberg y
Webern a Eisler, desde Kirchner y Beckmann a Grosz y Heart-
field. Fue una búsqueda de tradiciones culturales alternativas den­
tro de la modernidad, y como tal, dirigida contra el espíritu de una
versión despolitizada del modernismo que había provisto la tan
necesitada legitimidad cultural precisada por la restauración de
Adenauer. Durante los años 50, los mitos de «los dorados años
veinte», la «revolución conservadora» y el Angst existencialista

204
universal contribuyeron en conjunto a zanjar y disimular las evi­
dencias del pasado fascista. Desde las profundidades de la barbarie
y los escombros de sus ciudades, Alemania occidental intentaba
reivindicar una modernidad civilizada y encontrar una identidad
cultural en consonancia con el modernismo internacional que haría
que otros olvidasen el pasado de Alemania como predador y paria
del mundo moderno. En este contexto, ni las variaciones del mo­
dernismo de los años 50 ni la lucha de los años 60 por unas tra­
diciones culturales socialistas y democráticas alternativas podían
haberse interpretado como postm odernas. La misma noción del
postmodernismo no ha surgido en Alemania hasta finales de los 70,
y aun entonces sin relación con la cultura de los años 60, aunque
estrechamente relacionada con los acontecimientos arquitectónicos
más recientes y, sobre todo, en el contexto de los nuevos movi­
mientos sociales y su crítica radical de la modernidad 19.
También en Francia, los años 60 presenciaron un retorno al
modernismo más que un paso adelante, aunque por razones dis­
tintas a las de Alemania, algunas de las cuales serán discutidas
más adelante al tratar el postestructuralismo. En el contexto de la
vida intelectual francesa, el término «postmodernismo» simplemen­
te no se utilizaba en los años 60, e incluso hoy no implica una gran
ruptura con el modernismo tal como en EE. UU.
Ahora desearía esbozar cuatro de las principales características
de los inicios del postmodernismo, todas las cuales apuntan hacia
la continuidad del postmodernismo con la tradición internacional
de lo moderno, pero que también —y ésta es mi finalidad— defi­
nen al postmodernismo americano como movimiento sui generis 20.
En primer lugar, el postmodernismo de los 60 estuvo carac­
terizado por una imaginación temporal que mostró un poderoso
lentído del futuro y de las nuevas fronteras, de ruptura y de dis­
continuidad, de crisis y de conflicto generacional, una imaginación
que recuerda a otros movimientos continentales de vanguardia
anteriores como el dadísmo y el surrealismo antes que al moder-
niimo culto. De este modo, el resurgimiento de Marcel Duchamp
como padrino del postmodernismo de los años 60 no es ningún
accidente histórico. Es más, la coyuntura histórica en la cual se
deiarrolló el postmodernismo de los años 60 (desde la Bahía de
loi Cochinos y el movimiento por los derechos humanos hasta las
«vueltas en los campus, el movimiento antibélico y la contracul­
tura) hace a esta vanguardia específicamente norteamericana, aun

205
así, su vocabulario de formas y técnicas estéticas no era radical­
mente nuevo.
En segundo lugar, la primera fase del postmodernismo contenía
un ataque iconoclástico contra lo que Peter Bürger ha intentado
definir teóricamente como el «arte institución». Con este término,
Bürger se refiere en primer lugar, y sobre todo, a las maneras en
que el papel del arte en la sociedad es percibido y definido, y, en
segundo lugar, a las maneras en que el arte es producido, promo-
cionado, distribuido y consumido. En su libro Teoría d e la vanguardia,
Bürger defiende que el objeto fundamental de la vanguardia histórica
europea (Dada, primer surrealismo, la vanguardia rusa postrevolucio­
naria) 21 fue socavar, atacar y transformar el arte institucional burgués
y su ideología de la autonomía más que cambiar únicamente las for­
mas de representación artística y literaria. La aproximación de Bürger
al problema del arte como institución en la sociedad burguesa nos su­
giere algunas distinciones muy útiles entre el modernismo y la van­
guardia, distinciones que, a su vez, nos pueden ayudar a situar la van­
guardia americana de los años 60. Según la valoración de Bürger, la
vanguardia europea fue fundamentalmente un ataque al elitismo del
arte culto y al distanciamiento del arte con respecto a la vida coti­
diana tal como había ocurrido con el esteticismo del siglo xix y
su rechazo del realismo. Bürger defiende que la vanguardia intentó
reintegrar el arte y la vida o, utilizando su fórmula hegeliano-
marxista, incorporar el arte a la vida, y ve este intento de reinte­
gración como una ruptura importante con la tradición esteticista
de finales del siglo xix. El valor de la consideración de Bürger
sobre los debates americanos contemporáneos consiste en que nos
permite distinguir diferentes estadios y proyectos en la trayectoria
de lo moderno. La habitual equiparación de la vanguardia con el
modernismo, de hecho, ya no puede ser mantenida. Contrariamente
a la intención de la vanguardia de fundir el arte y la vida, el mo­
dernismo siempre permaneció ligado a la noción más tradicional
de la obra de arte autónoma, a la construcción de la forma y el
significado (con todo lo enajenado o ambiguo, desplazado o irre­
soluble que tal significado pueda resultar), y al estatus especia­
lizado de la estética. La cuestión de mayor importancia política que
presenta el análisis de Bürger en relación a mi argumento en torno
a los años 60 es la siguiente: el ataque iconoclasta de la vanguardia
histórica a las instituciones culturales y a los modos tradicionales
de representación presuponían una sociedad en la que el arte culto

206
jugaba un papel esencial como legitimador de la hegemonía, o, en
otros términos más neutrales, en apoyo a un poder cultural esta­
blecido y sus pretensiones de saber estético. El atrevimiento de
la vanguardia histórica había sido desmitificar y socavar el dis­
curso legitimador del arte de élite en la sociedad europea. Por otra
parte, los diversos modernismos de este siglo han mantenido o bien
reestablecido otras versiones del arte culto, tarea que fue cierta­
mente facilitada por el fracaso final y quizá inevitable de la van­
guardia histórica en reintegrar el arte y la vida. Es más, yo diría
que fue este radicalismo específico de la vanguardia, dirigido con­
tra la institucionaiización del arte culto como discurso de hege­
monía, el que se autorizó a sí mismo como fuente de energía e
inspiración para los postmodernistas americanos de los años 60.
Quizá por primera vez en la cultura americana, una revuelta van­
guardista en contra de una tradición de arte elitista y lo que se
entendió como su papel hegemónico, tuvo un sentido político.
Ciertamente, el arte culto se había institucionalizado en la inci­
piente cultura de museo, de galería, del disco y del libro de bolsillo
de los años 50. El propio modernismo se había incorporado a la
corriente principal por vía de la reproducción en masa y la indus­
tria de la cultura. Durante la época de Kennedy, la cultura de élite
empezó incluso a tomar funciones de representación política con
Robert Frost y Pau Casals, Malraux y Stravinsky en la Casa Blanca.
Lo curioso del caso es que cuando los Estados Unidos habían con­
seguido algo que se parecía a un «arte institucional» en el sentido
enfático europeo, éste fuera precisamente el modernismo, el arte
cuyo propósito había sido siempre el de resistirse a la institucio-
nalización. A base de happenings, lenguaje pop, arte sicodélico,
acid rock, teatro de animación y alternativo, el postmodernismo de
los años 60 se esforzaba por reconquistar el espíritu de oposición
que había alimentado al arte moderno en sus primeros momentos,
pero que ya no parecía poder mantener. Por supuesto, el «éxito»
de la vanguardia pop, la cual había surgido lanzada sobre todo
por la publicidad, inmediatamente fue aprovechado y de este modo
se introdujo en una industria de la cultura más altamente desarro­
llada que cualquier otra con la que pudiera enfrentarse la primera
vanguardia europea. Pero a pesar de esta cooptación mediante la
conversión en producto de consumo, la vanguardia pop conservó
un cierto filo cortante en su proximidad a la cultura de oposición
de los años 6 0 33, Independientemente de lo equivocada que estu­

207
viera respecto a su efectividad potencial, el ataque al arte insti­
tucional fue siempre también un ataque a las instituciones sociales
hegemónicas, y los debates enfurecidos de los años 60 sobre si
el pop era o no un arte legítimo lo demuestran.
En tercer lugar, muchos de los defensores del postmodernismo
compartieron el optimismo tecnológico de algunos sectores de la
vanguardia de los años 20. Lo que la fotografía y el cine habían
sido para Vertov y Tretyakov, Brecht, Heartfield y Benjamín en
aquella época, lo serían la televisión, el vídeo y la computadora
para los profetas de la estética tecnológica en los años 60, La
escatología de los media cibernéticos y tecnocráticos de McLuhan
y las alabanzas de Hassan a la «tecnología desenfrenada», a la
«ilimitada difusión de los media», al «ordenador como sustituto
de la consciencia», todo esto combinó fácilmente con las visiones
eufóricas de una sociedad postindustrial. Aun comparando con el
igualmente exuberante optimismo tecnológico de los años 20, es
sorprendente con qué poco sentido crítico la tecnología de los
media y el paradigma cibernético fueron asumidos en los años 60
por los conservadores, los liberales y los izquierdistas por igual24.
El entusiasmo respecto a los nuevos medios de comunicación
me lleva a la cuarta característica del postmodernismo inicial. Con
éste surgió un intento enérgico, aunque de nuevo muy poco crí­
tico, de revalidar la cultura popular como desafío al canon del
arte culto, modernista o tradicional. Esta tendencia «populista»
de los años 60 con su preconización de la música folk y el rock
and roll, de la imaginería de la vida cotidiana y de las múltiples
formas de literatura popular, obtuvo una gran parte de su energía
en el contexto de la contracultura y por un abandono casi total
de una tradición americana anterior de crítica de la cultura mo­
derna de masas. La introducción del prefijo «post» en el ensayo
de Leslie Friedler titulado The Neto Nlutants («Los nuevos imi­
tantes»), tuvo un efecto estimulante en su tiempo2S. La postmo­
dernidad abrigó la expectativa de un mundo «post-blanco», «post-
machista», «post-humanista» o «post-purítano». Se observa fácil­
mente que todos los adjetivos de Fiedler apuntan al dogma mo­
dernista y a la noción del establishm ent cultural relativa a la civi­
lización occidental. Con la estética camp de Susan Sontag ocurrió
lo mismo. Aunque era menos populista, era igualmente hostil al
modernismo elitista. Hay una curiosa contradicción en todo esto.
El populismo de Fiedler reitera precisamente aquella relación de

208
oposición entre el arte culto y la cultura de masas que, según las
consideraciones de Clement Greenberg y Theodor W. Adorno,
era uno de los pilares del dogma modernista que Fiedler estaba
dispuesto a derribar. Fiedler se sitúa en la otra orilla, en la opuesta
a Greenberg y Adorno, legitimando lo popular y machacando el
«elitismo». Es más, la llamada de Fiedler a cruzar la frontera y ce­
rrar la brecha entre el arte culto y la cultura de masas así como
su crítica política implícita de lo que más tarde se llamó «euro-
centrismo» y «logocentrismo», puede servir como un importante
termómetro para los subsiguientes acontecimientos dentro del mo­
dernismo. Una nueva relación creativa entre el arte culto y ciertas
formas de cultura de masas es, en mi opinión, uno de los signos
diferenciales más importantes entre el modernismo de élite y el
arte y la literatura que le siguió durante los años 70 y 80 en
Europa y Estados Unidos. Y es precisamente la reciente autoafir-
mación de las culturas minoritarias y su toma de conciencia la que
ha derrocado la creencia modernista de que la alta cultura y la
popular deben ser mantenidas como categorías distintas; esta segre­
gación tan rigurosa no tiene mucho sentido en el seno de una cul­
tura minoritaria que siempre ha permanecido a la sombra de la
alta cultura dominante.
En definitiva, yo diría que desde una perspectiva americana,
el postmodernismo de los años 60 tenía algunos elementos de un
movimiento de vanguardia auténtico, aun cuando la situación polí­
tico global de la América de los años 60 no era en ningún caso
comparable a la de Berlín o Moscú en los años 20 cuando se forjó
la tenue y efímera alianza entre el vanguardismo y la vanguardia
política. Por una serie de razones históricas, el carácter de la van­
guardia artística como actitud iconoclasta, como indagación crítica
ífl torno al estatus ontológico del arte en la sociedad moderna, como
intento de forjar otra vida, aún no estaba culturalmente tan ago­
tado en los Estados Unidos de los años 60 como lo estaba en
Europa durante el mismo período. Desde una perspectiva europea,
por tanto, parecía la última jugada de la vanguardia histórica más
que el avance hacia nuevas fronteras que había reivindicado. Mi
Opinión es que el postmodernismo americano de los años 60 fue,
por una parte, una vanguardia americana, y por otra, la última
jugada del vanguardismo internacional. También quisiera argumen­
tar que es desde luego importante que el historiador de la cultura
tnalice estas Unglcickzettigkeitert de la modernidad y las refiera

209
al contexto de las historias y culturas nacionales y regionales. La
visión de que la cultura de la modernidad es esencialmente inter­
nacionalista —con su filo cortante que se desplaza en el tiempo
y en el espacio desde el París de finales del siglo xix y principios
del xx hacia Moscú y Berlín durante los años 20 y hacia Nueva
York en los años 40— es una visión ligada a una teleología del
arte moderno cuyo mensaje subyacente es la ideología de la mo­
dernización. Es precisamente esta teleología e ideología de moder­
nización la que ha resultado crecientemente problemática en cuanto
a su capacidad descriptiva referida a los fenómenos del pasado, pero
sí en cuanto a sus exigencias normativas.

El postm odernism o en los años 70 y 80

En cierto sentido, puedo argumentar que lo que he analizado


hasta aquí es en realidad la prehistoria de lo postmoderno. Des­
pués de todo, el término postmodernismo sólo consiguió una amplia
aceptación en los años 70, mientras que una gran parte del len­
guaje utilizado para definir el arte, la arquitectura y la literatura
de los años 60 procedía aún de la retórica del vanguardismo y de
lo que he definido como la ideología de la modernización. No obs­
tante, los acontecimientos culturales de los años 70 son suficiente­
mente singulares como para merecer una descripción por separado.
En efecto, una de las mayores diferencias parece ser el hecho de
que la retórica del vanguardismo pronto quedó caduca durante los
años 70, de modo que sólo ahora se puede hablar quizá de una
cultura genuinamente postmoderna y postvanguardista. Aun cuando
los futuros historiadores, con un poco de perspectiva, se inclinasen
por este uso del término, yo continuaría argumentando que el
elemento de crítica y oposición en la noción de postmodernismo
sólo puede ser plenamente comprendido si se toman los finales de
los años 50 como punto de partida del análisis de lo postmoderno.
Si lo hiciéramos sólo a partir de los años 70, la etapa de oposición
de lo postmoderno sería mucho mas difícil de entender precisa­
mente debido al cambio de rumbo del postmodernismo que se ini­
cia en algún punto de las líneas de ruptura entre «los años 60»
y «los años 70».
A mediados de los 70, ciertos principios básicos de la década
precedente habían desaparecido o bien se hibían transformado. El

aio
sentido de «revolución futurista» (Fiedler) dejó de existir. Las pos­
turas iconoclastas de las vanguardias pop, rock y punk resultaron
vacías a partir de que su creciente circulación comercial les pri­
vase de su condición vanguardista. El optimismo inicial en torno
a la tecnología, los medios de comunicación y la cultura popular
había dado paso a unas valoraciones más sensatas y críticas: la
televisión como contaminante más que como panacea. Durante los
años del Watergate y la prolongada atrocidad de la guerra del Viet-
nam, de la crisis del petróleo y las predicciones pesimistas del Club
de Roma, era desde luego difícil mantener la confianza y la exu­
berancia de los años 60. La contracultura, la Nueva Izquierda y
el movimiento antibélico serían censurados como aberraciones in­
fantiles de la historia americana. Era fácil observar que los años
60 se habían terminado. , Pero es más difícil definir la incipiente
actualidad cultural aparentemente más amorfa y dispersa que la
de los años 60. Uno puede empezar diciendo que la batalla contra
las presiones normativas del modernismo de élite, librada durante
los anos 60, había sido triunfal, demasiado triunfal según otros.
Mientras que los años 60 todavía podían ser explicados ■en tér­
minos de una secuencia lógica de estilos (pop, op, cinético, minimal,
conceptualista) o en otros términos modernistas de arte contra
andarte y negación del arte, estas distinciones han ido perdiendo
terreno durante los años 70.
La situación de los años 70 parece más bien estar caracterizada
por una mayor dispersión y diseminación de prácticas artísticas
trabajadas a partir de las ruinas del edificio modernista, al asalto
de ideas, saqueando su vocabulario y suplantándolo con motivos e
Imágenes elegidos al azar entre las culturas premodernas y no mo­
dernas así como entre la cultura de masas contemporáneas. Los
estilos modernistas no han sido abolidos en la actualidad sino que,
tul como observó recientemente un crítico de arte, continúan «dis­
frutando una especie de media vida en la cultura de masas» 26, por
ejemplo en la publicidad, en el diseño de carpetas de discos, en
loe muebles, en los objetos domésticos, en las ilustraciones de
ciencia-ficción, en los espacarates, etc. Otra forma de exponer esto
■cría decir que todas las técnicas, formas e imágenes modernistas
••tán almacenadas en disposición de ser retomadas a partir de los
bancos de datos de nuestra cultura, Pero esta misma memoria
timbíén almacena todo el arte premodernista así como los géneros,
códigos e imaginería de las culturas populares y la cultura moderna

211
de masas. El punto hasta el cual esta gran capacidad de almacenaje
de información y procesamiento de datos ha afectado a los artistas
y su trabajo está aún por analizar. Pero una cosa parece clara: la
gran división que separaba el modernismo de elite de la cultura
de masas y que fue codificada en las diversas valoraciones clasicas
del modernismo, ya no parece relevante para las sensibilidades cri­
ticas o artísticas postmodernas.
Desde que la exigencia de una segregación indiscriminada de
lo elitista y lo popular ha perdido una gran parte de su poder per­
suasivo, nos encontramos en una mejor posición para entender las
presiones políticas y contingencias históricas que configuraron es­
tas valoraciones en su principio. Yo diría que la primera aparición
de lo que he llamado la gran división se dio en la época de Stalin
y Hitler, cuando el temor de un control totalitario sobre toda cul­
tura forjó diversas estrategias defensivas ideadas para proteger la
cultura de élite en general, no sólo el modernismo. De este modo,
algunos críticos conservadores de cultura como Ortega y Gasset
argumentaron que la cultura de élite debía ser protegida de la
«rebelión de las masas». Otros críticos de izquierda como Adorno
insistieron en que el arte genuino se resiste a su incorporación a
la industria cultural capitalista que definió como la administración
total de la cultura desde arriba. E incluso Lukács, el crítico de
izquierdas del modernismo por excelencia, desarrolló su teoría del
realismo burgués no al unisono sino en oposición al dogma zhdano-
vista del realismo socialista y su práctica mortal de la censura.
No debe ser casual que la codificación occidental del moder­
nismo como canon del siglo xx se produjera durante los años 40
y 50, antes y durante la guerra fría. No estoy queriendo reducir
las grandes obras del modernismo, mediante una simple crítica ideoló­
gica de su función, a una estratagema cultural de la guerra fría.
Lo que sugiero es que el período de Hitler, Stalin y la guerra
fría produjo unas valoraciones específicas del modernismo, tales
como las de Clement Greenberg y Adorno27, cuyas categorías es­
téticas no pueden ser totalmente disociadas de las presiones de
aquella época. Y es en este sentido en el que yo diría que la lógica
del modernismo defendida por aquellos críticos se ha convertido
en una muerte estética hasta el punto de que se ha sostenido como
directriz para la futura producción artística y evaluación crítica.
En contra de este dogma, el postmodernismo desde luego ha abierto
otros caminos y nuevas visiones. A medida que la oposición entre

212
el realismo socialista de «baja calidad» y el arte de «alta calidad»
del mundo libre empezó a perder su ímpetu ideológico en el período
de la distensión, la relación global entre el modernismo y la cultura
de masas así como la cuestión del realismo pudo ser revalorizada en
términos menos contundentes. Aunque la cuestión ya se había
suscitado en los años 60, por ejemplo en el arte pop y en varías
formas de literatura documental, no sería hasta los años 70 cuando
los artistas expusieran formas y géneros de cultura popular o de
masas, intercalándolos con estrategias modernistas y/o vanguardis­
tas. Uno de los principales géneros que representan esta tendencia
es el nuevo cine alemán, y aquí debemos citar especialmente las
películas de Rainer Werner Fassbinder, cuyo éxito en los Estados
Unidos se puede explicar precisamente en estos términos. Tampoco
es ninguna coincidencia el hecho de que la diversidad de la cultura
de masas fuera reconocida a partir de este momento y analizada
por una serie de críticos que empezaron a desembarazarse del dogma
modernista de que toda cultura de masas constituye un kitscb
monolítico, psicológicamente regresivo y alienante. Las expecta­
tivas de combinación experimental y mezcla entre la cultura de
masas y el modernismo parecieron prometedoras y produjeron al­
gunos resultados artísticos y literarios de los más brillantes y ambi­
ciosos de los años 70. No es necesario recordar que también pro­
dujo otros fracasos y fiascos estéticos, pero tampoco fueron todo
obras maestras lo que dio, por su parte, el modernismo.
Fue especialmente el arte, la escritura, el cine y la crítica lite­
raria obra de mujeres y artistas pertenecientes a minorías con su
recuperación de tradiciones escondidas y mutiladas, con su énfasis
en formas exploratorias de la sujetivídad basada en el sexo y la
raza en las producciones y experiencias estéticas y su negativa a
limitarse a las canonizaciones estándar, lo que dio una dimensión
completamente nueva a la crítica del alto modernismo y a la emer­
gencia de formas culturales alternativas. En este sentido hemos
llegado a considerar profundamente problemática la relación ima­
ginaria del modernismo con el arte africano y oriental, y a tener
en cuenta a los escritores latinoamericanos contemporáneos sin
Cebarlos por el hecho de ser buenos modernistas, que, natural­
mente, aprendieron su oficio en París. La crítica realizada por
mujeres ha proporcionado nuevas visiones del canon modernista
daide diversas perspectivas feministas. Sin caer en esa especie de
•líncialiimo femenino, que constituye uno de los aspectos más

213
problemáticos de la causa feminista, parece obvio que de no ser
por la visión desmitificadora aportada por la crítica feminista, toda­
vía no habríamos percibido las determinaciones y obsesiones ma-
chistas del futurismo italiano, del vorticismo, del constructivismo
ruso, la Neuve Sachlichkeit o del surrealismo; y los escritos de
Marie Luise Fleisser e Ingeborg Bachmann, así como las pinturas
de Frida Kahlo sólo serían conocidas por un puñado de especia­
listas. Por supuesto, estos nuevos enfoques se pueden interpretar
de múltiples maneras, y el debate en torno al género y la sexua­
lidad, la autoría masculina y femenina y la postura del lector/espec­
tador en la literatura y las artes está muy lejos de haberse superado,
aunque sus propuestas para una nueva imagen del modernismo no
hayan sido elaboradas plenamente.
A la luz de estos hechos resulta un tanto incomprensible que
la crítica feminista se haya mantenido tan alejada del debate post­
moderno al considerar que éste no afectaba a los intereses femi­
nistas. El hecho de que hasta hoy sólo los críticos masculinos ha­
yan abordado el problema de la modernidad/postmodernidad, no
significa que no afecte a las mujeres. Yo diría —y aquí estoy ple­
namente de acuerdo con Craig Owens28— que el arte, la literatura
y la crítica de la mujer constituyen una parte fundamental de la
cultura postmoderna de los años 70 y 80, y desde luego un expo­
nente de la vitalidad y energía de esta cultura. Realmente, se sos­
pecha que el giro conservador de estos últimos años tiene algo que
ver con la aparición sociológicamente significativa de diversas for­
mas de «alteridad» en la esfera cultural, que se interpretan como
una amenaza a la estabilidad e inviolabilidad del canon y la tra­
dición. Los actuales intentos de restaurar una versión del moder­
nismo de élite de los años 50 para nuestra década de los 80 cierta­
mente apunta en esta dirección. Y es en este contexto en el que
la cuestión del neoconservadurismo aparece políticamente esencial
en el debate en torno a lo postmoderno.

Habermas y la cuestión del neoconservadurism o

Tanto en Europa como en los Estados Unidos, el eclipse de


los años 60 fue acompañado por el ascenso del neoconservaduris­
mo, y muy pronto apareció una nueva coyuntura caracterizada por
los términos postmodernismo y neoconservadurismo. Aunque su re­

214
lación nunca estuvo del todo configurada, la izquierda los consi­
deró compatibles o incluso idénticos, argumentando que el postmo­
dernismo era la clase de arte afirmativo que podía convivir feliz­
mente con el neoconservadurismo político y cultural. Hasta hace
muy poco tiempo, la cuestión en torno a lo postmoderno no fue to­
mada en serio por la izquierda29, y no hablemos ya de esos tradi-
cionalistas de academia o de museo para quienes no hay nada nuevo
ni que valga la pena bajo el sol desde el advenimiento del moder­
nismo. La ridiculización del postmodernismo por parte de la iz­
quierda guardaba una estrecha relación con su crítica a menudo
arrogante y dogmática de los impulsos contraculturales de los años 60.
Después de todo, durante gran parte de los años 70, el zarandeo
de los años 60 fue un pasatiempo de la izquierda, como lo fue
también del evangelio según Daniel Bell.
En estos momentos no existe ninguna duda de que mucho de
lo que fue etiquetado como postmodernismo durante los años 70
es desde luego de naturaleza afirmativa, es decir no crítica, y a me­
nudo, especialmente en literatura, muy similar a las tendencias del
modernismo que repudia tan abiertamente. Pero no todo él es sim­
plemente afirmativo, y la depreciación general del postmodernismo
como síntoma de la decadencia de la cultura capitalista es reductiva,
ahistórica y contiene demasiadas reminiscencias de los ataques de
Lukács al modernismo en los años 30. ¿Se pueden establecer •real­
mente unos cortes tan limpios con el fin de erigir el modernismo
como la única forma válida del «realismo» del siglo x x 30, como un
arte que se adecúa a la condition m oderne, reservando simultánea­
mente todos los viejos epítetos —inferior, decadente, patológico—
al postmodernismo. ¿No resulta paradójico el hecho de que muchos
de estos críticos que insisten en esta distinción sean los primeros
en declarar enfáticamente que el modernismo ya lo había inventado
todo y que no había nada nuevo en el postmodernismo...?
Para no convertirnos en el Lukács de la postmodernidad con­
frontando un modernismo «bueno» con un postmodernismo «malo»,
propongo que rescatemos lo postmoderno de la generalmente asu­
mida connivencia con el neoconservadurismo y que investiguemos
la cuestión de si el postmodernismo abriga o no unas contradic­
ciones productivas, o incluso un potencial crítico y de oposición.
Si lo postmoderno constituye verdaderamente una circunstancia his­
tórica y cultural (sea de transición o incipiente), entonces las prácti-
cti y estrategias culturales de oposición se deben situar en e l seno

215
del postmodernismo, no necesariamente en sus fachadas resplande­
cientes, pero tampoco en cualquier margen externo de un arte pro­
piamente «progresista estético». Tal como Marx analizó la cultura
de la modernidad, como portadora tanto de progreso como de des­
trucción 31, la cultura de la postmodernidad también debe ser abor­
dada tanto desde sus triunfos como desde sus fracasos, en su por­
venir como en sus contradicciones; y aún así, una de las caracterís­
ticas de lo postmoderno podría ser el hecho de que la relación
entre el progreso y la destrucción de las formas culturales, entre
la tradición y la modernidad ya no se puede entender hoy en día
del mismo modo en que la entendió Marx en el momento del ocaso
de la cultura modernista.
Fue, por supuesto, la intervención de Jürgen Habermas la que
por primera vez suscitó el problema de la relación del postmoder­
nismo con el neoconservadurismo a un nivel teórico e histórico.
Aunque, paradójicamente, el efecto del argumento de Habermas,
que identificaba lo postmoderno con diversas formas de conserva­
durismo, reforzaría los estereotipos culturales izquierdistas más que
cuestionarlos. En una conferencia leída en el acto de recepción del
Premio Adorno 1980 32, que se ha convertido en una referencia
fundamental del debate, Habermas criticó tanto el conservadurismo
(antiguo, neo y reciente) como el postmodernismo por el hecho de
no haberse comprometido ni con las exigencias de la cultura en el
capitalismo tardío ni con los triunfos y fracasos del propio moder­
nismo. Resulta significativo que la noción de modernidad de Ha-
bermas —la modernidad que él desea ver continuada y comple­
tada— está libre de toda tendencia nihilista y anárquica propia del
modernismo, así como la noción de un (post) modernismo estético
de sus oponentes —pongamos por caso a Lyotard 33— se propone
liquidar cualquier reminiscencia del modernismo ilustrado heredado
del siglo xvm que a su vez constituye la base de la concepción de
Habermas de una cultura moderna. Más que enumerar las dife­
rencias teóricas entre Habermas y Lyotard —esta tarea ya la ha
realizado excelentemente Martin Jay en un artículo reciente sobre
«Habermas y el modernismo» 34— quisiera destacar el contexto ale­
mán de las reflexiones de Habermas, el cual es demasiado a me­
nudo olvidado en los debates americanos desde el momento en que
el mismo Habermas lo cita sólo esporádicamente.
El ataque de Habermas a los conservadurismos postmodernos
coincidió con el Tendenzwende de mediados de los años 70, la reac*

216
ción conservadora que ha alcanzado a diversos países occidentales.
Podía hacer un análisis del neoconservadurismo americano sin pres­
cindir de la idea de que las estrategias neoconservadoras para recu­
perar la hegemonía cultural y eliminar los efectos de la década de
los 60 de la vida política y cultural son muy similares en la RFA.
Pero las contingencias nacionales del argumento de Habermas son
al menos igual de importantes. Escribía al final de una considera­
ble oleada de modernización de la vida cultural y política alemana
que al parecer fracasó en algún momento de los años 70, produ­
ciendo unos altos niveles de desencanto en las esperanzas utópicas
y promesas pragmáticas de 1968/69. Contra el creciente cinismo,
que ha sido diagnosticado y criticado brillantemente por Peter Slo-
terdijk en su Kritik der zynischen Vernunft como una forma de
«falsa conciencia ilustrada» 35, Habermas intenta rescatar el poten­
cial liberador de la razón ilustrada que para él constituye el sine
qua non de la democracia política. Habermas defiende una noción
fundamental de racionalidad comunicativa, especialmente frente a
aquellos que ejercen el poder contra la razón, creyendo que por
abandonar la razón se libran del poder. Por supuesto el proyecto
global de Habermas de una teoría de la crítica social gira en torno
a una defensa de la modernidad ilustrada, la cual no es totalmente
identificable con el modernismo estético de los críticos literarios
e historiadores del arte. Se dirige simultáneamente contra el con­
servadurismo político (neo o antiguo) y contra lo que él percibe,
de forma parecida a Adorno, como la irracionalidad cultural de un
esteticismo postnietzscheano encarnado en el surrealismo y por con­
siguiente en una gran parte de la teoría contemporánea francesa.
La defensa de la Ilustración en Alemania se continúa ejerciendo para
protegerse del reaccionarismo de la derecha.
Durante los años 70, Habermas pudo observar cómo el arte y
ln literatura alemanes abandonaron los compromisos políticos explí­
citos de los años 60, una década a menudo descrita en Alemania
como una «segunda Ilustración»; cómo la autobiografía y el Erfah-
rungstexte reemplazaron las experiencias documentales en prosa y el
teatro de la década precedente; como el arte y la poesía política
dejó paso a una nueva subjetividad, un nuevo romanticismo, una
nueva mitología; como una nueva generación de estudiantes y jóve­
nes intelectuales se aburría cada vez más con la teoría, la política
de Izquierda y las ciencias sociales, prefiriendo dirigirse en tropel
Hldo las revelaciones de la etnología y el mito. Aunque Habermas

217
no aborda el arte y la literatura de los años 70 directamente —con
la excepción del trabajo reciente de Peter Weiss, que por sí mismo
ya es una excepción— no sería exagerado pensar que interpretó
este desplazamiento cultural a la luz del T endenzwende político.
Quizá su definición de Foucault y Derrida como jóvenes conserva­
dores es como mucho una respuesta a las transformaciones cultura­
les alemanas como lo es también a los mismos teóricos franceses.
Esta especulación puede resultar creíble si se considera el hecho de
que desde finales de los años 70 ciertas formas de teoría francesa
han tenido bastante influencia, especialmente en las subculturas de
Berlín y Frankfurt, entre la generación más joven que se ha apar­
tado de la teoría crítica elaborada en Alemania.
De modo que Habermas no adelantaría mucho diciendo que el
arte postmoderno, postvanguardista, encaja muy bien con diversas
formas de conservadurismo, y que se basa en el abandono del pro­
yecto de emancipación de la modernidad. Aunque, para mí, queda
pendiente la cuestión de si estos aspectos de los años 70 —a pesar
de sus ocasionales subidas de autoindulgencia, narcisismo y falsa ur­
gencia— no representan también una profundización y un cambio
estratégico de los impulsos de emancipación de los años 60. Por
otra parte, no es necesario compartir las posturas de Habermas res­
pecto a la modernidad y el modernismo para reconocer que fue
capaz de sacar a la luz las más importantes cuestiones en juego de
tal manera que evitó las apologías habituales y polémicas superfi­
ciales en torno a la modernidad y la postmodernidad.
Formuló las siguientes preguntas: ¿Cuál es la relación entre el
postmodemismo y el modernismo? ¿Cómo se interrelacionan el
conservadurismo político, el eclecticismo o pluralismo cultural, la
tradición, la modernidad y antimodernidad dentro de la cultura
occidental contemporánea? ¿Hasta qué punto se puede caracterizar
el cuerpo social y cultural de los años 70 como postmoderno? Y, en
este sentido, ¿hasta qué punto el postmodernismo constituye una
revuelta contra la razón y la ilustración, y en qué punto esta re­
vuelta se vuelve reaccionaria —cuestión cargada con el peso de la
historia alemana reciente? Comparativamente, las valoraciones es­
tándar americanas del postmodernismo demasiado a menudo per­
manecen completamente ligadas a cuestiones de línea estética o poé­
tica; el asentimiento ocasional hacia las teorías de una sociedad
postindustrial suele expresarse como recordatorio de que cualquier
forma de pensamiento marxista o neomarxista es sencillamente obso­

218
leta. En el debate americano se pueden destacar tres posturas prin­
cipales. Una visión que refleja el pensamiento de los años 50; el
postmodernismo es rechazado rotundamente como fraude y el mo­
dernismo queda establecido como la verdad universal. Otra visión
que refleja el pensamiento de los años 60; se condena el moder­
nismo por elitista y se ensalza el postmodernismo por ser popu­
lista. Y finalmente tenemos la verdadera propuesta de los años 70
de que «cualquier cosa funciona», que es la versión cínica del ca­
pitalismo consumista del «nada funciona», pero que al menos reco­
noce que las antiguas dicotomías ya no sirven. Resulta innecesario
decir que ninguna de estas posturas alcanzaron nunca el nivel de
los interrogantes de Habermas.
No obstante, no hubo tantos problemas con las cuestiones que
planteó Habermas como con algunas de las respuestas que sugirió.
De este modo su ataque a Foucault y Derrida como jóvenes con­
servadores produjo una contraofensiva desde los cuarteles postes-
tructuralistas donde la acusación fue vuelta del revés y el mismo
Habermas fue etiquetado de conservador. En este punto el debate
fue rápidamente reducido a una cuestión estúpida: «Espejito má­
gico, ¿quién es el menos conservador de todos nosotros?». Y, sin
embargo, la batalla entre «los de Frankfurt y los niñatos franceses»,
tal como la describió una vez Rainer Nagele, resulta instructiva ya
que ilustra dos visiones radicalmente diferentes de la modernidad.
La visión francesa de la modernidad se inicia con Nietzsche y Ma-
llarmé, y está por lo tanto bastante cerca de lo que la crítica litera­
ria describe como modernismo. La modernidad para los franceses
es fundamentalmente —aunque no exclusivamente— una cuestión
estética relacionada con las energías liberadas por la destrucción de­
liberada del lenguaje y otras formas de representación. Para Ha-
bermas, en cambio, la modernidad se remonta a las mejores tradi­
ciones de la Ilustración que él intenta rescatar y reinscribir en el
actual discurso filosófico de una forma nueva. En esto, Habermas
ie diferencia radicalmente de la generación anterior de críticos de
la escuela de Frankfurt: Adorno y Horkheimer quienes desarrolla­
ron en La dialéctica de la Ilustración una visión del modernismo
de una sensibilidad mucho más cercana a la actual teoría francesa
que a Habermas. Pero aun cuando la valoración de Adorno y
Horkheimer de la Iustración fue mucho más pesimista que la de
Habermas36, éstos mantuvieron una noción esencial de la razón
y la subjetividad que una gran parte de la teoría francesa ha aban­

219
donado. Parece que en el contexto del discurso francés la Ilustra­
ción sea simplemente identificada con un período de terror y en­
carcelamientos que va desde los jacobinos, pasando por los méta -
récits de Hegel y Marx, hasta el Gulag soviético. Creo que Haber-
mas tiene razón al rechazar esta visión por ser excesivamente limi­
tada y politicamente peligrosa. Después de todo, Auschwitz no fue
resultado de una excesiva razón ilustrada —a pesar de que fue or­
ganizado como una factoría de la muerte perfectamente racionali­
zada— sino de un espíritu violento de antiílustración y antimoder­
nidad, que explotó indiscriminadamente la modernidad en su pro­
pio provecho. Al mismo tiempo, la postura de Habermas contra
la visión postnietzscheana francesa de la m odernité como antimo-
derna o, si se quiere, postmoderna, resulta por sí misma una valo­
ración muy limitada de la modernidad, al menos en lo que se re­
fiere a la modernidad estética.
En la polémica en tomo al ataque de Habermas a los postes-
tructuralistas franceses, los neoconservadores americanos y europeos
fueron muy tenidos en cuenta, pero creo que al menos deberíamos
considerar lo que los intelectuales neoconservadores en realidad pien­
san respecto del postmodernismo. La respuesta es bastante sencilla
y directa: lo rechazan y lo consideran peligroso. Pongamos dos
ejemplos. Daniel Bell, cuyo libro sobre la sociedad postindustrial
ha sido citado una vez y otra como compendio de datos sociológi­
cos por los partidarios del postmodernismo, en realidad rechaza el
postmodemismo como una popularización peligrosa de la estética
modernista. El modernismo de Bell sólo pretende el placer esté­
tico, la inmediata gratificación e intensidad de la experiencia, todo
lo cual favorece, según él, la anarquía y el hedonismo. Es fácil
observar que una visión tan decepcionada del modernismo se en­
cuentra bajo la maldición de aquellos «terribles» años 60 y que
de ninguna manera puede reconciliarse en el austero modernismo
culto de un Kafka, de un Schónberg o de un T. S. Eliot. De cual­
quier modo, Bell ve el modernismo como algo parecido a los de­
pósitos químicos residuales de una sociedad anterior que durante
los años 60 empezaron a derramarse —compárese con Love Canal—
dentro de la corriente cultural principal, contaminándola por com­
pleto. Finalmente, Bell defiende en Las contradicciones culturales
d el capitalismo que el modernismo y postmodernismo juntos son
responsables de la crisis del capitalismo contemporáneo 11. ¿Bell, un
postmodernista? Desde luego en el sentido estético no, ya que Bell

220
en realidad comparte el rechazo de Habermas hada la tendencia
nihilista y esteticista en el seno de la cultura modernista/postmo-
dernista. Aunque es posible que Habermas tuviera razón en el sen­
tido político más vulgar. Ya que la crítica de Bell a la cultura capi­
talista contemporánea está alimentada por una visión de una so­
ciedad en la que los valores y reglas de la vida cotidiana ya no
estarían influidos por el modernismo estético, una sociedad que,
según el esquema de Bell, se tendría que llamar post-moderna. Aun­
que cualquier reflexión parecida en tomo al neoconservadurismo
como una forma de postmodernidad antiliberal, antiprogresista, per­
manece junto a la cuestión. Dado el campo de acción estética del
término postmodernismo, ningún neoconservador de hoy identifi­
caría el proyecto neoconservador como postmoderno ni en sueños.
Por otro extremo, los intelectuales neoconservadores a menudo
aparecen como los últimos defensores y paladines del modernismo,
De este modo en la editorial del primer número de The New Cri-
terion y en un ensayo adicional titulado «Postmodern: Art and
Culture in the 1980s» 35 Hilton Kramer rechaza la postmodernidad
y la reta con una llamada nostálgica al restablecimiento de los es­
tándares modernistas de calidad. A pesar de las diferencias entre
las valoraciones de Bell y Kramer en torno al modernismo, sus res­
pectivos juicios en tomo al postmodernismo son idénticos. En la
cultura de los años 70 sólo ven la pérdida de calidad, la disipación
de la imaginación, la decadencia de los cánones y valores, y el
triunfo del nihilismo. Pero su preocupación fundamental no es la
historia del arte. Su preocupación es política. Bell defiende que el
postmodernismo «socava la propia estructura social incidiendo sobre
el sistema motivacional y de recompensa psicológica que lo ha sus­
tentado»39. Kramer ataca la politización de la cultura que, en su
opinión, los años 70 han heredado de los 60, ese «insidioso asalto
a la mente». Y al igual que Rudi Fuchs y la Documenta de 1982,
procede a encerrar el arte en el armario de la autonomía y alta
seriedad cuando se supone que debería apoyar el nuevo concepto
de la verdad. ¿Hilton Kramer, un postmodernista? No, parece que
Habermas sencillamente se equivocó en su asociación de lo post-
moderno con el neconservadurismo. Aunque de nuevo la situación
remita más compleja de lo que parece. Para Habermas la moder­
nidad significa crítica, ilustración y emancipación del hombre, y no
pretende lanzar por la borda este espíritu político ya que hacién­
dolo se habría acabado la política de izquierdas de una vez para

221
siempre. Ai contrario que Habermas, el neoconservadurismo recurre
a una tradición establecida de estándares y valores inmunes a la
crítica y el cambio. Para Habermas, incluso la defensa neoconser-
vadora que hace Hilton Kramer de un modernismo privado de su
faceta opositora tendría que aparecer como postmoderna, postmo­
derna en el sentido de antimoderna. En todo esto, la cuestión no
radica en absoluto en si las manifestaciones clásicas del modernis­
mo son o no grandes obras de arte. Sólo un idiota podría negar
que lo son. Pero en cambio se suscita un problema cuando su gran­
deza es utilizada como modelo insuperable y se apela a ésta con
el fin de despreciar la producción artística contemporánea. Cuando
esto ocurre, el propio modernismo se ve forzado a servir al resen­
timiento antimoderno, un tipo de discurso que posee una larga his­
toria en las múltiples querelles des anciens et d es m odernes.
En lo único que Habermas podía asegurarse la aprobación neo-
conservadora era en su ataque a Foucault y Derrida. Sin embargo,
cualquier aprobación de esta índole llevaría consigo la condición
de que ni Foucault ni Derrida estuvieron asociados al conservadu­
rismo. No obstante, Habermas, en cierto sentido tenía razón al re­
lacionar la problemática del postmodernismo con el postestructura-
lismo. Aproximadamente desde finales de los años 70 los debates
sobre el postmodernismo estético y el criticismo postestructuralista
se han cruzado en los EE. UU. La implacable hostilidad de los neo-
conservadores hacia el postestructuralismo y el postmodernismo quizá
no demuestre el hecho, pero resulta ciertamente sugestiva. Así, el
número de febrero de 1984 de New Criterion contiene un informe
de Hilton Kramer sobre la asamblea centenaria del Modern Lan-
guage Association celebrada el pasado diciembre en Nueva York,
siendo este informe polémicamente titulado «The MLA Centennial
Foilies». El objetivo principal de la polémica es precisamente el post­
estructuralismo francés y su adaptación americana. Pero la cues­
tión no radica en la calidad o la falta de la misma en ciertas po­
nencias presentadas a la asamblea. Una vez más, el verdadero análi­
sis es el político. La deconstrucción, la crítica feminista y la crítica
marxista agrupadas como elementos extraños e indeseables, se de­
cía que habían subvertido la vida intelectual americana por la vía
académica. Leyendo a Kramer, el apocalipsis cultural parece estar
cerca, y no habría razón para sorprenderse si desde el New Crite­
rion se apelase a corto plazo por establecer aranceles de importación
a la teoría extranjera.

222
¿Qué conclusiones pueden entonces aportar estas escaramuzas
ideológicas para la elaboración de un esquema del postmodernismo
en los años 70 y 80? En primer lugar, Habermas tenía y no tenía
razón acerca de la colusión del conservadurismo y el postmoder­
nismo, dependiendo ello de si la cuestión es la visión política neo-
conservadora de una sociedad postmoderna liberada de toda estéti­
ca, por ejemplo, las subversiones hedonísticas, modernistas y post­
modernistas, o si la cuestión radica en el postmodernismo estético.
En segundo lugar, Habermas y los neoconservadores tienen razón
al insistir en que el postmodernismo no es tanto una cuestión de
estilo como una cuestión de política y cultura en general. El la­
mento neoconservador en torno a la politización de la cultura des­
de los años 60 sólo resulta irónico en este contexto ya que ellos
mismos tienen una noción totalmente política de la cultura, En
tercer lugar, los neoconservadores también tienen razón al sugerir
que existe una continuidad entre la cultura de oposición de los
años 60 y la de los 70. Pero su fijación obsesiva en los años 60,
a los que quisieran eliminar de los libros de historia, no les deja
ver lo que hay de diferente y nuevo en los avances culturales de
los años 70. Y, en cuarto lugar, el ataque al postestructuralísmo
por parte de Habermas y los neoconservadores americanos suscita
la pregunta de qué pensar del entretejido fascinante y tan intere­
sante del postestructuralísmo con el postmodernismo, fenómeno que
es mucho más relevante en los EE. UU. que en Francia. Es a esta
pregunta a la que ahora volveré en mi disertación sobre el discur­
so crítico del postmodernismo americano en los años 70 y 80.

Postestructuralísm o: ¿m oderno o postm oderno?

La hostilidad neoconservadora hacia ambos no es en realidad


suficiente para establecer una relación sustancial entre el postmo-
dernismo y el postestructuralísmo; y de hecho puede ser más difícil
establecer esta relación de lo que podría parecer a primera vista.
Ciertamente desde finales de los años 70 ha surgido un consenso
en los EE. UU. que acepta la idea de que si el postmodernismo
representa la «vanguardia» contemporánea en las artes, el postestruc-
turalismo debe ser su equivalente en la «teoría crítica»40. Esta pa-
ralelización está a su vez favorecida por las teorías y las prácticas
de la textualidad y la intertextualidad que hacen confusas las fron-

223
leras entre el texto crítico y el literario, por lo que no resulta sor­
prendente que los nombres de los maítres penseurs franceses de nues­
tro tiempo aparezcan con una gran regularidad asociados al discur­
so de lo postmoderno 41. A nivel superficial, los paralelismos pare­
cen claramente obvios. Igual que el arte y la literatura póstmoder-
noi han ocupado el lugar de un modernismo anterior como si fue­
ren la tendencia principal de nuestros tiempos, la crítica postestruc-
tUFtlllta ha ido decisivamente más allá de los dogmas de su prin­
cipal predecesor, el New Critidsm. E igual que los New Critics se
defendieron del modernismo, según cuenta la historia, el postestruc-
turtllimo —como una de las fuerzas más vitales de la vida intelec­
tual de los años 70— debe estar de alguna manera aliado con el
arte y la literatura de su propio tiempo, por ejemplo, con el post-
modernismo 42. En realidad, esta idea, que es bastante corriente aun­
que no siempre explícita, nos da un primer indicio de cómo el post-
modcrnismo americano aún vive a la sombra de los modernos. Ya
que no hay ninguna razón teórica o histórica para convertir el sin­
cronismo del New C ritidsm junto con el modernismo de élite en
norma o dogma. Una mera simultaneidad en la formación del dis­
curso crítico y el artístico no significa p er se que tengan que sola­
parse a no ser que los límites entre ellos sean desmantelados inten­
cionadamente como lo son en la literatura modernista y postmoder-
nilta así como en el discurso postestructuralista.
Y sin embargo, por mucho que el postmodernismo y el post-
eitructuralismo en los EE. UU. puedan solaparse y mezclarse, están
lejos de ser idénticos o incluso homólogos. No cuestiono que el dis­
cu fio teórico de los 70 haya tenido un profundo impacto en la obra
de un considerable número de artistas tanto en Europa como en los
EE. UU. Lo que sí cuestiono en cambio, es la forma en que este im­
pacto ci evaluado automáticamente en los EE. UU. como postmo-
damo y por lo tanto absorbido en la órbita del tipo de discurso
político que preconiza la ruptura radical y la discontinuidad. En
NlUdad, tanto en Francia como en los EE. UU. el postestructura-
llimo eatá mucho más cerca del modernismo de lo que normal-
manta lUponen los defensores del postmodernismo. La distancia que
oxllte entre el discurso crítico del New Critidsm y el postestructu-
rallimo (una constelación que sólo es pertinente en los EE. UU.,
no an Francia) no es comparable a las diferencias entre el moder-
niimo y el postmodernismo. Mi argumento consistirá en que el post-
•itructuralismo es principalmente un discurso de y sobre el moder­

224
nismo43, y que si tuviésemos que localizar lo postmoderno en el
postestructuralismo, lo tendríamos que encontrar del mismo modo
en que diversas formas de postestructuralismo han introducido nue­
vas problemáticas en el modernismo y han reinscrito el modernis­
mo en la formación de discursos referidos a nuestro propio tiempo.
Permítaseme exponer mi visión de que el postestructuralismo
se pueden percibir, hasta un cierto grado, como una teoría del mo­
dernismo. Me limitaré aquí a ciertos aspectos que se refieren a mí
anterior análisis acerca de la constelación del modernismo/postmo-
dernismo en los años 60 y 70: las cuestiones del esteticismo y la
cultura de masas, la subjetividad y el sexo.
Si es verdad que la postmodernidad es una condición histórica
que la hace suficientemente singular y distinta de la modernidad,
entonces es sorprendente ver lo hondo que el discurso crítico post-
estructuralista —en su obsesión por la écriture, la alegoría y la
retórica, y en su desplazamiento de lo revolucionario y lo político
hacia la estética— está imbricado en esa misma tradición moder­
nista que, al menos en la visión americana, pretendidamente tras­
ciende. Lo que descubrimos una y otra vez es que los escritores
y los críticos postes tructuralistas americanos preconizan enfáticamen­
te la innovación y el experimento estético; que reivindican la auto-
rreflexividad, no del autor-sujeto, por supuesto, sino del texto; que
purgan la vida, la realidad, la historia y la sociedad de la obra de
arte y su aceptación, y construyen una nueva autonomía basada
en una noción reciente de la textualidad, un nuevo arte por amor
al arte que es presumiblemente el único posible después del fracaso
de todo otro cometido. La idea de que el sujeto está constituido
en el lenguaje y la noción de que no hay nada fuera del texto, ha
llevado al privilegio de la estética y lingüística que el esteticismo
siempre ha defendido para justificar sus. reivindicaciones imperia­
listas. La lista de «imposibles» (el realismo, la representación, la
subjetividad, la narrativa, etc.) es tan larga en el postestructuralis­
mo como lo solía ser en el modernismo, y es ciertamente muy si­
milar.
Mucho de lo que se ha escrito recientemente ha desafiado a la
domesticación americana del postestructuralismo francés44. Pero no
basta con reivindicar que en la transferencia a los EE. UU. la teoría
francesa haya perdido el toque político que tiene en Francia. El
hecho es que incluso en Francia las implicaciones políticas de cier­
tas formas de postestructuralismo son debatidas acaloradamente y

225
puestas en duda45. No son sólo las presiones institucionales del cri­
ticismo literario americano las que han despolitizado la teoría fran­
cesa; la moda esteticista dentro del propio postestructuralismo ha
facilitado la peculiar recepción americana. Por lo tanto no es ca­
sual que el cuerpo políticamente más débil de la literatura francesa
(Derrida y el Barthes más reciente) haya sido privilegiado en los
departamentos de literatura americanos por encima de los proyectos
más claramente politizados de Foucault y Baudrillard, Kristeva y
Lyotard. Pero incluso en la literatura teórica más políticamente
consciente y autoconsciente de Francia, la tradición del esteticismo
modernista —mediatizada por una lectura extremadamente selectiva
de Nietzsche— tiene una presencia tan poderosa que la noción de
una ruptura radical entre lo moderno y lo postmoderno no puede
tener mucho sentido. Resulta mucho más sorprendente el hecho
de que a pesar de las considerables diferencias entre los diversos
proyectos postestructuralistas, ninguno de ellos parece estar influi­
do de manera sustancial por las obras de arte postmodernistas. Po­
cas veces siquiera pretenden ser obras postmodernistas. En si mis­
mo esto no reduce el valor al poder de la teoría. Pero apuesta en
cambio por un tipo de doblaje en el que el lenguaje postestructu-
ralista no se halla sintonizado con los labios y los movimientos del
cuerpo postmoderno. No existe duda de que el protagonismo en la
teoría crítica está en manos de los modernistas clásicos: Flaubert,
Proust y Bataille en Barthes; Nietzsche y Heidegger, Mallarmé y
Artaud en Derrida; Nietzsche, Magritte y Bataille en Foucault;
Mallarmé y Lautréamont, Joyce y Artaud en Kristeva; Freud en
Lacan; Brecht en Althusser y Macherey, y así hasta el infinito. Los
enemigos siguen siendo el realismo y la representación, la cultura
de masas y la estandarización, la gramática, la comunicación y las
presiones presumiblemente todopoderosas y homogeneizantes del es­
tado moderno.
Pienso que debemos empezar a considerar la idea de que más
que ofrecer una teoría de la postm odernidad y desarrollar un aná­
lisis de la cultura contemporánea, la teoría francesa nos abastece
principalmente de una arqueología de la modernidad, una teoría
del modernismo en la etapa de su extinción. Es como si los poderes
creativos del modernismo hubiesen emigrado hacia la teoría y hu­
biesen llegado a su completa autoconsciencia en el texto postestruc­
tur alista. El búho de minerva expandiendo sus alas a la caída del
ocaso. El postestructuralismo ofrece una teoría del modernismo ca­

226
racterizada por la Nachtráglichkeit, tanto en el sentido psicoanalítico
como en el histórico. A pesar de sus relaciones con la tradición mo­
dernista del esteticismo, ofrece una lectura de la modernidad que
difiere sustancialmente de las ofrecidas por los New Critics, por
Adorno o por Greenberg. Ya no es el modernismo de «la época
de la ansiedad», el modernismo ascético y torturado de un Kafka,
un modernismo de la negación y la alienación, de la ambigüedad
y abstracción, el modernismo de la obra de arte cerrada y acabada.
Es más bien un modernismo de transgresión alegre, de un ilimitado
entretejido de textualidad, un modernismo que confía plenamente en
su rechazo de la representación y la realidad, y en su negación del
sujeto, de la historia, y del sujeto histórico; un modernismo bastan­
te dogmático en su rechazo de la presencia y en sus interminables
alabanzas de las deficiencias y ausencias, aplazamientos e indicios
que presumiblemente producen, no ansiedad sino, en términos de
Roland Barthes, jouissance , goce.
Pero si el postestructuralismo puede verse como el revenant
del modernismo en forma de teoría, entonces eso también sería pre­
cisamente lo que lo convierte en postmoderno. Es un postmodernis­
mo que se elabora a sí mismo no como un rechazo del modernis­
mo, sino como una lectura retrospectiva que, en algunos casos, es
completamente consciente de las limitaciones y ambiciones políticas
fallidas del modernismo. El dilema del modernismo había sido su
incapacidad, a pesar de sus mejores intenciones, para crear una crí­
tica efectiva de la modernidad y la modernización burguesa. La
suerte del vanguardismo histórico había demostrado especialmente
cómo el arte moderno, incluso cuando se aventuró más allá del arte
por amor al arte, fue en última instancia forzado a regresar al prin­
cipio de la estética. Así, el gesto del postestructuralismo, hasta el
extremo que abandona toda pretensión hacia una crítica que iría
más allá de los juegos de lenguaje, más allá de la epistemología y la
estética, parece al menos admisible y lógico. Ciertamente libera el
arte y la literatura de la sobrecarga de responsabilidades —cambiar
la vida, cambiar la sociedad, cambiar el mundo— a consecuencia
de la cual naufragó el vanguardismo histórico, y que perduró en
Francia durante los años 50 y 60, encarnada en la figura de Jean
Paul Sartre. Visto desde esta perspectiva, el postestructuralismo pa­
rece conciliar la fatalidad del proyecto modernista que incluso allá
donde Be autolimitaba a la esfera estética, siempre mantenía la idea
de una redención de la vida moderna a través de la cultura. El

227
hecho de que tales posturas ya no se puedan sostener seguramente
debe arrancar del corazón de la condición postmoderna, y puede
en última instancia desvalorizar el intento postestructuralista de
salvar la estética modernista para finales del siglo xx. De cualquier
manera todo parece sonar a falso cuando el postestructuralismo se
presenta a sí mismo, como frecuentemente lo hace en los escritos
americanos, como la última «vanguardia» en la crítica, de este modo
asumen paradójicamente, en su Selbstverstándnis institucional, el
tipo de postura teleológica que el propio postestructuralismo tanto
ha criticado.
Pero incluso cuando tal pretensión de convertirse en un vanguar­
dismo académico no es el fin, uno bien podría preguntarse si la
autolimitación teóricamente sostenida hacia el lenguaje y la tex-
tualidad no ha sido un precio demasiado alto a pagar; y si no es
esta autolimitación (con todo lo que engloba) lo que hace que este
modernismo postestructuralista tenga el aspecto de la atrofia de un
esteticismo anterior más que el de una transformación innovadora.
Digo atrofia porque a la vuelta del siglo el esteticismo europeo
podía aún esperar establecer un reino de belleza en oposición a lo
que percibía como las vulgaridades de la vida burguesa cotidiana,
un paraíso artificial totalmente hostil a la política estatal y al tipo
de patrioterismo conocido en Alemania como Hurrapatriotismus.
Este papel de oposición del esteticismo, no obstante, apenas puede
sostenerse en un momento en que el propio capital ha tomado la
estética como un artículo de consumo en el aspecto de diseño, pro­
moción y presentación. En una época de mercancías estéticas, el
propio esteticismo se ha hecho cuestionable como estrategia oposi­
tora o de hibernación. La insistencia en el papel de oposición de
la écriture y de la ruptura de los códigos lingüísticos cuando cada
nuevo anuncio vibra con las estrategias vanguardistas y modernis­
tas domesticadas, me sorprende y me da a entender que la formula
sigue prisionera de esa misma sobreestimación de la función transfor­
madora del arte en la sociedad que constituye el sello distintivo
de un período anterior, el modernista. A no ser, por supuesto, que
la écriture se practique sencillamente como un juego de abalorios
desde un aislamiento feliz, resignado o cínico, del reino que los no
iniciados continúan llamando realidad.
Consideremos el caso del último Roland Barthes 46. Su libro El
placer del texto se ha convertido en una formulación fundamental,
casi canónica, de lo postmoderno para muchos críticos literarios

228
americanos que quizá no quieran recordar que hace ya veinte años
Susan Sontag había abogado por una erótica del arte que sustitu­
yera el asfixiante y bochornoso proyecto de la interpretación aca­
démica. Sean las que sean las diferencias entre la jouissanee de
Barthes y la erótica de Sontag (siendo los respectivos Eeindbilder
el rigor del New Criticism y el estructuralismo), la postura de Son­
tag, en su tiempo, era relativamente radical en el sentido de que
insistía en la presencia, en una experiencia sensual de los artefactos
culturales; en que atacaba más que legitimaba un canon socialmen­
te aceptado cuyos valores esenciales eran la objetividad y la distan­
cia, la frialdad y la ironía; y en el sentido de que permitió el des­
censo desde los elevados horizontes de la cultura de élite a las
tierras bajas del pop y el camp.
Barthes, por otra parte, se mantiene resguardado entre la cul­
tura de élite y el canon modernista, guardando una distancia equi­
valente entre la derecha reaccionaria que defiende los placeres an­
tiintelectuales y el placer del antiintelectualismo, y la aburrida iz­
quierda que defiende el saber, el compromiso, el combate y desde­
ña el hedonismo. Quizá la izquierda haya olvidado, como señala
Barthes, los cigarros de Marx y Brecht47. Sin embargo, sean los
cigarros un significante del hedonismo o no, Barthes mismo se olvi­
da de la constante y premeditada inmersión de Brecht en la cultura
popular y de masas. La distinción tan poco brectiana de Barthes
entre píaisir y jouissance —que él simultáneamente monta y des­
monta 48— reitera uno de los más desgastados puntos de la estética
modernista y de la cultura burguesa en general: ahí están los bajos
placeres de la chusma, es decir la cultura de masas, y ahí está la
nouvelle cuisine del placer del texto, la jouissance. El propio Barthes
describe la jouissance como una «praxis mandarinesca» 49, como una
retirada consciente, y describe la cultura de masas moderna en los
términos más sencillos como pequeño-burguesa. De este modo su
valoración de la jouissance depende de la adopción de aquella vi-
ilón tradicional de la cultura de masas que la derecha y la izquier­
da, a las que tan enfáticamente rechaza, han compartido a lo largo
de las décadas.
Esto aparece más claramente en El placer del texto donde se
puede leer: «La falsa forma de cultura de masas es una repetición
humillante: el contenido, el esquema ideológico, la difuminación de
contradicciones —éstos se repiten, pero las formas superficiales va­
rían: nuevos libros, nuevos programas, nuevos temas, pero siempre

229
el mismo significado»50. Estas frases podrían haber sido escritas,
palabra por palabra, por Adorno en los años 50. Pero en este caso
todos saben que la de Adorno era una teoría del modernismo, no
del postmodernismo. ¿O sí que lo era? Dado el voraz eclecticismo
del postmodernismo, recientemente se ha puesto de moda el in­
cluir hasta a Adorno y Benjamín en el canon de los postmodernistas
avant la lettre —en verdad en caso del propio texto crítico sin la
interferencia de ninguna clase de conciencia histórica. Aunque la
proximidad de algunas de las propuestas básicas de Barthes con
la estética modernista podría hacer este acercamiento admisible.
Pero entonces uno preferiría dejar de hablar de toda clase de post­
modernismo y tomar los escritos de Barthes como lo que son. una
teoría del modernismo que consigue convertir los excrementos del
desencanto político post~68 en el oro de la glorificación estética.
La ciencia melancólica de la teoría critica ha sido milagrosamente
transformada en una nueva «gaya ciencia», aunque, en esencia,
continúa siendo una teoría de la literatura modernista.
Barthes y sus seguidores americanos rechazan abiertamente la
noción modernista de la negación reemplazándola con el diverti-
mento, la glorificación, la jouissance, es decir, con una forma crítica
de afirmación. Pero la propia distinción entre la jouissance que
proporciona el texto «en tanto que escritura» modernista y el mero
placer (plaisíf) que proporciona «el texto que contiene, llena, ga
rantiza la euforia» 51, reintroduce, por la puerta trasera, la misma
divisoria alta cultura/baja cultura y el mismo tipo de valoraciones
que fueron constitutivas del modernismo clasico. El espíritu de
negación en la estética de Adorno se basaba en la conciencia de las
depravaciones mentales y sensuales de la cultura de masas mo­
derna y en su implacable hostilidades hacia una sociedad que nece­
sita esta depravación para reproducirse. La eufórica apropiación
norteamericana de la jouissance de Barthes se basa en el descono­
cimiento de tales problemas y en el disfrute, de forma no distinta
a los yuppies de 1984, de los placeres del connoisseurism e lite-
raturista y el aburguesamiento textual. Esto, desde luego, puede
ser una razón de por que Barthes se ha vuelto una veta en la aca­
demia americana de los años Reagan, convirtiéndose en el hijo
predilecto que finalmente ha abandonado su radicalismo anterior
para abrazar los más finos placeres de la vida, perdón, del texto52.
Pero los problemas derivados de las teorías más viejas de un mo­
dernismo de la negación no se solucionan dando un salto mortal

230
desde la ansiedad y la alienación a la glorificación de la jouissance.
Un salto de este tipo disminuye las experiencias traumáticas de la
modernidad articulada en el arte y la literatura modernistas; perma­
nece ligado al paradigma modernista por vía de la simple revoca­
ción; y contribuye muy poco a elucidar el problema de lo post­
moderno.
Al igual que las distinciones teoréticas que Barthes hace entre
el plaisir y la jouissance, el texto «en tanto que lectura» y el texto
«en tanto que escritura» permanecen en la órbita de la estética
modernista, de modo que las nociones postestructuralistas predo­
minantes en torno a la autoría y la subjetividad reiteran unas hipó­
tesis conocidas por el propio modernismo. Nos bastarán unos pocos
y breves comentarios.
En una consideración sobre Flaubert y el texto «en tanto que
escritura», es decir modernista, Barthes escriben «Flaubert no de­
tiene el juego de los códigos (o lo detiene sólo parcialmente), de
modo que (y esto es indudablemente la verdadera ausencia de la
escritura) uno nunca sabe si es responsable de lo que escribe (si
es que existe un sujeto de tras de su lenguaje); ya que la razón de
ser de la escritura (el significado del esfuerzo que lo constituye) es
evitar que la pregunta ¿quién habla? sea contestada»53. Una nega­
ción similarmente prescriptiva de la sujetividad de la autoría sub­
raya el análisis del discurso de Foucault. Así Foucault finaliza su
influyente ensayo «¿Que es un autor?» preguntando retóricamente
«¿Qué importa quién habla?» El «murmullo de indiferencia» 54 de
Foucault afecta al sujeto que escribe y al que habla a la vez, y el
argumento asume su fuerza altamente polémica con el más mar­
cado proposito antihumanista, heredado del estructuralismo, de la
«muerte del sujeto». Aunque nada de todo esto es más que una
elaboración posterior de la crítica modernista de las tradicionales
nociones idealistas y romántica de la autoría y autenticidad, origi­
nalidad e intencionalidad, subjetividad egocéntrica e identidad per­
sonal, Es mas, me parece que como postmoderno que ha pasado
por el purgatorio modernista debería plantear diversas cuestiones.
¿No está acaso el concepto de la «muerte del sujeto/autor» ligado
por oposición a la propia ideología que invariablemente glorifica
al artista como genio, sea con propósitos de marketing o bien sin
convicción ni hábito? ¿Acaso la misma modernización capitalista
no ha fragmentado y disuelto la subjetividad y autoría burguesa,
practicando ataques sobre estas nociones un tanto quijotescas? Y,

231
finalmente, ¿no es acaso el postestructuralismo, allá donde sim­
plemente niega el sujeto en general, quien lanza por la borda la
posibilidad de desafiar la ideología del sujeto (como macho, blanco,
y de clase media) a base de desarrollar nociones alternativas y dis­
tintas de sujetividad?
Rechazar la validez de la pregunta ¿quién escribe? o ¿quién
habla? deja de ser una postura radical en 1984. Sencillamente re­
produce a nibel de estética y teoría lo que el capitalismo como
sistema de relaciones de intercambio produce a propósito en la
vida cotidiana: la negación de la subjetividad en el mismo proceso
de su construcción. De este modo el postestructuralismo combate
la aparición de la cultura capitalista —el individualismo llevado
al máximo— pero equivoca su esencia; al igual que el modernismo,
también está siempre sincronizado, más que enfrentado, con los
procesos reales de modernización.
Los postmodernos han admitido este dilema. Se oponen a la
letanía modernista de la muerte del sujeto trabajando en busca de
nuevas teorías y prácticas referidas a sujetos que hablan, que es­
criben y que actúan55. La cuestión relativa a cómo los códigos,
textos, imágenes y otros artefactos culturales constituyen la sub­
jetividad se presenta cada vez más como una eterna cuestión his­
tórica. Y el hecho de presentar la cuestión de la subjetividad no
lleva en absoluto el estigma de ser cogido en la trampa de la ideo­
logía burguesa o pequeñoburguesa; el discurso de la subjetividad
ha perdido las amarras del individualismo burgués. Ciertamente no
es accidental que las cuestiones de subjetividad y autoría hayan
resurgido como revancha en el texto postmoderno. Después de
todo, sí que importa quién habla o escribe.
En conclusión, pues, nos encontramos con la paradoja de que
un cuerpo de teorías en torno al modernismo y la modernidad,
desarrollado en Francia a partir de los años 60, se ha interpretado
en EE. UU. como la encarnación de lo postmoderno en la teoría.
En cierto sentido, este proceso es perfectamente lógico. Las lec­
turas postestructuralistas del modernismo son lo bastante nuevas
y estimulantes para ser consideradas como algo más allá del mo­
dernismo, tal como ya se había percibido; en este sentido el cri­
ticismo postestructuralista en los EE. UU. cede ante las autén­
ticas presiones de lo postmoderno. Sin embargo, frente a cualquier
confusión simplista del postestructuralismo con lo postmoderno,
debemos insistir en la fundamental no identidad de los dos fenó­

232
menos. También en América el postestructuralismo ofrece una
teoría del modernismo, y no una teoría de lo postmoderno.
En cuanto a los propios teóricos franceses, éstos raramente
hablan de lo postmoderno. Debemos recordar que La Condition
P ostm oderne de Lyotard es la excepción, y no la regla56. Aquello
que los franceses explícitamente analizan y meditan es le texte mo-
derne y la m odernité. Si en algún momento hablan de lo post­
moderno, como en los casos de Lyotard y Kristeva57, la cuestión
parece haber sido apuntada por los simpatizantes americanos, y la
discusión se vuelve casi inmediata e invariablemente hacia los pro­
blemas de la estética modernista. Para Kristeva, la cuestión del
postmodernismo es la cuestión de cómo algo puede ser escrito en
el siglo xx y cómo podemos hablar sobre esta escritura. A conti­
nuación afirma que el postmodernísmo es «esa literatura que se
escribe a sí misma con la más o menos consciente intención de
propagar lo significable y por tanto el reino humano» 58. A partir
de la formulación atribuida a Bataille de la escritura como expe­
riencia de los límites considera la literatura más relevante desde
Mallarmé y Joyce, Artaud y Burroughs como la «exploración de
la relación imaginaria típica, la relación con la madre, a través
de su aspecto más radical y problemático, es decir, el lenguaje59.
La tesis de Kristeva es una fascinante y nueva aproximación al
problema de la literatura modernista, y que se presenta como una
intervención política, aunque apenas contribuye a una exploración
de las diferencias entre la modernidad y la postmodernidad. Así,
no debe sorprendernos el hecho de que Kristeva todavía comparta
con Barthes y los teóricos clásicos del modernismo una aversión
hacia los medios de comunicación de masas, cuya función, según
proclama ella misma, es colectivizar todos los sistemas de signos
practicando de este modo la tendencia general de la sociedad con­
temporánea hacia la unifarmidad.
Lyotard, que al igual que Kristeva y a diferencia de los decons-
truccionistas es un pensador político, define lo postmoderno, en
»u ensayo «¿Qué es la postmodernidad?» como un estadio recu­
rrente dentro de lo moderno. Se vuelve hacia la sublimidad kantiana
en busca de una teoría de lo no representable, que resulta esencial
para el arte y la literatura moderna. Especialmente importante son
IU interés en rechazar la representación, que está ligada al terror
y al totalitarismo, y su reivindicación de la experimentación radical
•n lai artes. A primera vista, el giro hada Kant parece plausible en

233
el sentido de que la autonomía estética kantiana y la noción del
«placer desinteresado» se sitúan en el umbral de una estética mo­
dernista, en una coyuntura crucial de aquella diferenciación de
esferas que ha sido tan importante en el pensamiento social desde
Weber hasta Habermas. Con todo, el giro hacia la sublimidad kan­
tiana olvida que la fascinación propia del siglo xviii hacia lo su­
blime del universo, del cosmos, expresa precisamente ese mismo
deseo de totalidad y representación que Lyotard tanto rechaza y
persistentemente critica en la obra de Habermas 60. Quizás el texto
de Lyotard diga más en este sentido de lo que pretende. Si en el
sentido histórico la noción de lo sublime guarda un deseo secreto
de totalidad, entonces es posible que la sublimidad de Lyotard se
puede leer como un intento de totalizar el reino estético a base
de fundirlo con todas las demás esferas de la vida, barriendo de
este modo las diferencias entre el reino estético y el mundo-de-vida
sobre las que Kant, después de todo, insistió. En cualquier caso,
no es ninguna coincidencia el hecho de que los primeros modernos
en Alemania, los románticos de Jena, construyan sus estrategias
estéticas precisamente a partir de un rechazo de lo sublime que
para ellos se había convertido en un signo de la falsedad de la
acomodación burguesa a la cultura absolutista. Incluso hoy lo su­
blime no ha perdido sus lazos con el terror al que, en la lectura
de Lyotard, se opone. Pues ¿qué sería más sublime e irrepresen ta-
ble que el holocausto nuclear, la bomba como significante de lo
definitivamente sublime? Pero aparte de la cuestión de si lo subli­
me es o no una categoría estética adecuada para teorizar sobre el
arte y literatura contemporáneo, está claro que en el ensayo de
Lyotard lo postmoderno como fenómeno estético no se considera
distinto al modernismo. La distinción histórica crucial que Lyotard
ofrece en La Condition P ostm oderne es la que establece entre los
m étarécits de la liberación (la tradición francesa de la modernidad
ilustrada) y de la totalidad (la tradición hegeliano-marxista alema­
na) por una parte y el discurso experimental modernista de los
juegos del lenguaje por otra. La modernidad ilustrada y sus pro­
bables consecuencias están enfrentadas al modernismo estético. Lo
que resulta paradójico en todo esto, tal como lo ha expresado Fred
Jameson61, es que la identificación de Lyotard con la experimen­
tación radical esté en el sentido político «muy estrechamente rela­
cionada con la concepción de la naturaleza revolucionaria del alto

234
modernismo que Habermas fielmente heredó de la Escuela de
Frankfurt».
No hay duda, existen razones específicamente históricas e in­
telectuales que justifican la resistencia francesa a reconocer el pro­
blema de lo postmoderno como un problema histórico de finales
del siglo xx. Al mismo tiempo, la fuerza de la relectura francesa
del modernismo bien entendido está configurada precisamente por
las presiones de los años 60 y 70, y por tanto ha planteado muchas
de las cuestiones clave referidas a la cultura de nuestro tiempo.
Pero ésta todavía ha hecho muy poco para iluminar la aparición
de una cultura postmoderna y en general ha ignorado o ha mos­
trado poco interés en muchas de las tentativas artísticas más pro­
metedoras de hoy en día. La teoría francesa de los años 60 y 70
nos ha ofrecido unos excitantes fuegos de artificio que iluminan un
segmento crucial de la trayectoria del modernismo, pero como au­
ténticos fuegos de artificio, después de caer la noche. Esta opinión
la defiende nada menos que Michel Foucaullt quien, a finales de los
años 70, criticó su propia fascinación anterior por el lenguaje y la
epistemología como un proyecto limitado de una década anterior:
«Toda la implacable teorización de la escritura que conocimos en
los años 60 era indudablemente sólo un canto de cisne»62. El canto
del cisne del modernismo, desde luego, pero como tal ya constituía
un momento de lo postmoderno. La visión de Foucault del movi­
miento intelectual de los años 60 como un canto de cisne, en mi
opinión, está más cerca de la verdad que su reelaboración ameri­
cana, durante los años 70, como la última vanguardia.

¿Para qué el postm odernism o?

Todavía está por escribir la historia cultural de los años 70,


y los diversos postmodernismos en el arte, literatura, danza, teatro,
arquitectura, cine, vídeo y música deberán ser discutidos separada­
mente y en detalle. Ahora, todo lo que quisiera hacer es establecer
un marco esquemático para poder situar algunos recientes cambios
culturales y políticos hacia el postmodernismo, cambios que ya que­
dan fuera del entramado conceptual del «modernismo/vanguardis­
mo» y que hasta la fecha raramente han sido incluidos en el debate
lobre el poBtmodernismo

235
Quisiera argumentar que las artes contemporáneas —en el
sentido más amplio posible, se llamen postmodernistas o rechacen
esta etiqueta— ya no pueden contemplarse sólo como otra fase
en la secuencia de los movimientos modernistas y vanguardistas
que se iniciaron en París en las décadas de los 1850 y 1860, y que
mantuvieron un ethos de progreso cultural y vanguardismo durante
los años de 1960. A este nivel, el postmodernismo no puede ser
contemplado simplemente como una secuela del modernismo, como
el más reciente estadio en la revuelta sin fin del modernismo con­
tra sí mismo. La sensibilidad postmoderna de nuestro tiempo es
distinta tanto del modernismo como del vanguardismo, precisa­
mente por el hecho de que plantea la cuestión de la tradición y
conservación cultural del modo más fundamental, como problema
estético y político. Esto no siempre lo hace con éxito, y a menudo
lo hace de forma explotadora. Con todo, mi^ interés principal en
torno al postmodernismo contemporáneo se refiere al hecho de
que actúa en un campo de tensión entre la tradición y la innova­
ción, entre la conservación y la renovación, entre la cultura de
masas y el arte de élite, en el que los segundos términos ya no
quedan automáticamente por encima de los primeros; un campo
de tensión que ya no puede ser comprendido a través de categori-
zaciones como el progreso contra la reacción, la izquierda contra la
derecha, el presente contra el pasado, el modernismo contra el rea­
lismo, la abstracción contra la figuración, la vanguardia contra el
Kitsch. El hecho de que tales dicotomías, que después de todo son
fundamentales para las valoraciones clásicas del modernismo, se
hayan desmoronado forma parte del desplazamiento que he inten­
tado describir. También podría expresar este desplazamiento en
los siguientes términos: el modernismo y la vanguardia estuvie­
ron siempre estrechamente relacionados con ésta como una cul­
tura de oposición, sí, pero sacaron sus energías, a diferencia del
H ombre de la m ultitud de Poe, de su proximidad a las crisis ori­
ginadas por la modernización y el progreso. Se debía pasar por la
modernización, tal era la creencia generalmente aceptada, incluso
antes de que la palabra estuviera en boga. Por otra parte se pre­
sentía un renacimiento. Lo moderno fue un drama a escala mun­
dial representado en el escenario europeo y americano, con un hom­
bre moderno mítico en el papel de héroe y con el arte moderno
como fuerza conductora, tal como Saint-Simon lo había entrevisto

2H
en 1825. Estas visiones heroicas de la modernidad y el arte como
fuerza del cambio social (o, para el caso, de la resistencia al cam­
bio no deseado) son cosa del pasado, admirables con toda seguri­
dad, pero que ya no están en consonancia con las sensibilidades
actuales, excepto quizá con una sensibilidad apocalíptica incipiente
que constituye la cara impertinente del heroismo modernista.
En este contexto, el postmodernismo en su nivel más profundo
no representa otra crisis dentro del ciclo perpetuo del boom y la
ruptura, del agotamiento y la renovación, que ha caracterizado la
trayectoria de la cultura modernista. Más bien representa un nuevo
tipo de crisis de esa misma cultura modernista. Por supuesto, esto
ha sido proclamado anteriormente, y el fascismo desde luego fue
una formidable crisis de la cultura modernista. Aunque el fascismo
nunca llegó a ser la alternativa de la modernidad tal como preten­
dían, y nuestra situación hoy en día es muy diferente a la de la
República de Weimar en su momento de agonía. Los límites his­
tóricos del modernismo, la modernidad y la modernización no fue­
ron establecidos hasta los años 70. La aceptación creciente de que
no estamos obligados a completar el proyecto de la modernidad
(frase de Habermas) y de que no debemos caer necesariamente en
la irracionalidad o en el delirio apocalíptico, la aceptación de que
el arte no ha de proceder exclusivamente de acuerdo con algún
telos de la abstracción, la no representación y lo sublime, todo esto
ha abierto una multitud de posibilidades para los esfuerzos creati­
vos actuales. En cierta forma ha alterado nuestra visión del propio
modernismo. Más que estar ligados a una historia del modernismo
unidireccional que lo interpreta como una evolución lógica hacia
algún objetivo imaginario, y que por tanto está basada en una se­
rie de exclusiones, estamos empezando a explorar sus contradiccio­
nes y sus contingencias, sus tensiones y resistencias internas a su
propio movimiento de «avance». El postmodernismo está lejos de
dejar obsoleto al modernismo. Al contrarío, le infunde una nueva
luz y se apropia de muchas de sus estrategias y técnicas estéticas
incorporándolas y haciéndolas funcionar en nuevas constelaciones.
Lo que ha quedado obsoleto, no obstante, son aquellas codificacio­
nes del modernismo en el discurso crítico que, tan subliminalmente
como sea, se basan en una visión teleológica del progreso y la mo­
dernización. Paradójicamente, estas codificaciones normativas y a
menudo reductivas, en realidad han preparado el terreno para aquel
repudio del modernismo que se identifica con el nombre de lo post­

237
moderno. Dada su confrontación con el crítico que establece si
ésta u otra novela no está a la altura de lo último en la técnica
narrativa, si es regresiva, si resulta desfasada y por tanto de poco
interés, el postmodernista tiene razón al rechazar el modernismo.
Pero este rechazo sólo afecta aquella tendencia del modernismo
que ha sido codificada mediante un dogma estrecho de miras, no el
modernismo como tal. En cierto sentido, la historia del modernis­
mo y el postmodernismo se parece a la historia del erizo y la liebre:
la liebre no podía ganar ya que siempre había más de un solo erizo.
Aunque la liebre seguía siendo el mejor corredor...
La crisis del modernismo no es simplemente una crisis de las
tendencias comprendidas en él que lo atan a la ideología de la mo­
dernización. Supone también una nueva crisis de la relación del
arte con la sociedad en la época del capitalismo tardío. En el mejor
de los casos, el modernismo y el vanguardismo atribuyeron al arte
un estatus privilegiado en los procesos de cambio social incluso la
retirada esteticista de la implicación en el cambio social permanece
ligada a éste en virtud de su negación del statu quo y la construc­
ción de un paraíso artificial de exquisita belleza. Cuando el cambio
social pareció fuera de alcance o tomó una dirección hostil, el arte
mantenía el privilegio de ser la única voz auténtica de la crítica
y la protesta, incluso cuando parecía replegarse en sí mismo. Las
valoraciones clásicas del alto modernismo dan fe de ese hecho. Ad­
mitir que éstas fueron ilusiones heroicas —quizás incluso ilusio­
nes necesarias para la lucha del arte por su supervivencia digna en
la sociedad capitalista— no significa negar la importancia del arte
en la vida social.
Pero la enemistad ancestral del modernismo con la sociedad de
masas y la cultura de masas así como el ataque vanguardista al arte
culto como sistema de apoyo a la hegemonía cultural, siempre se
dio sobre el pedestal del propio arte culto. Y ciertamente aquí es
donde se ha situado la vanguardia después de su fracaso, en los
años 20, por crear un espacio más adecuado para el arte en la vida
social. Mantener la exigencia hoy en día de que el arte culto aban­
done el pedestal y se reubique en otra parte (sea donde sea) es
plantear el problema en términos obsoletos. El pedestal del arte
culto y la cultura de élite ya no ocupa el espacio privilegiado que
solía, del mismo modo que la cohesión de la clase que erigió sus
monumentos sobre este pedestal es cosa del pasado; lo demuestran
los recientes intentos conservadores en cierto número de países oc­

238
cidentales de restaurar la dignidad de los clásicos de la civilización
occidental, desde Platón hasta los modernistas cultos pasando por
Adam Smith, y el hecho de remitir a los estudiantes a los fundamen­
tos. No digo que el pedestal del arte culto ya no exista. Por su­
puesto que existe, pero no es lo que solía ser. Desde los años 60,
las actividades artísticas se han mostrado mucho más difusas y di­
fíciles de insertar en categorías cerradas o instituciones estables tales
como la academia, el museo o incluso la red regular de galerías. Para
algunos esta dispersión de las prácticas y actividades culturales y
artísticas supondrá una especie de pérdida y desorientación; otros
la experimentarán como una nueva libertad, una liberación cultu­
ral. Ninguno de estos se equivoca por completo, pero debemos re­
conocer que no fue sólo la reciente teoría o crítica la que privó las
valoraciones univalentes, exclusivas y totalizadoras modernistas de
su papel hegemónico. Han sido las actividades de los artistas, es­
critores, cineastas, arquitectos y artistas del espectáculo quienes
nos han hecho ver más allá de una perspectiva estrecha del moder­
nismo y nos han proporcionado nuevos horizontes.
En términos políticos, la degradación del triple dogma moder­
nismo/modernidad/vanguardismo puede ser relacionada en su con­
texto con la aparición del problema de la «alteridad», que se ha
impuesto en la esfera sociopolítica tanto como en la esfera cultural.
No puedo discutir aquí las diversas y múltiples formas de alteridad
tal como aparecen a partir de las diferencias en la subjetividad, el
género y la opción sexual, la raza y clase social, las Ungleichzei -
tigkeiten en cuanto al tiempo y las localizaciones y deslocalizacio­
nes geográficas en cuanto al espacio. Pero quiero mencionar por lo
menos cuatro fenómenos recientes que, en mi opinión, son y serán
elementos constitutivos de la cultura postmoderna durante algún
tiempo futuro.
A pesar de todas sus nobles aspiraciones y sus logros, debemos
reconocer que la cultura de la modernidad ilustrada también ha sido
siempre (aunque de ningún modo exclusivamente) una cultura del
imperialismo interior y exterior, una lectura ya realizada por Ador­
no y Horkheimer en los años 40 y una consideración bastante fa­
miliar para aquellos antepasados nuestros implicados en la multitud
de luchas contra la modernización galopante. Este imperialismo, que
le practica en el interior y al exterior, a pequeña y gran escala, ya
ao ic escapa a la oposición política, económica y cultural. Queda
por ver si estas luchas darán paso a un mundo más habitable, me­
nos violento y más democrático. De momento hay razones para ser
escépticos, aunque el cinismo ilustrado constituye una respuesta tan
insuficiente como el cándido entusiasmo por la paz y la naturaleza.
El movimiento feminista ha aportado algunos cambios signifi­
cativos en la estructura social y actitudes culturales que deben ser
corroborados incluso frente a la reciente grotesca revitalización del
machismo americano. Directa e indirectamente, el movimiento fe­
minista ha propiciado la aparición de la mujer como fuerza autosu-
ficiente y creadora en las artes, en la literatura, en el cine y la crí­
tica. Las formas en que hoy planteamos cuestiones relativas al géne­
ro y la opción sexual, a la lectura y la escritura, a la subjetividad
y enunciación, voz y representación son impensables sin el impacto
del feminismo, aun cuando muchas de estas actividades puedan te­
ner lugar en el margen o incluso fuera del propio movimiento. La
crítica feminista también ha contribuido sustancialmente a la revi­
sión de la historia del modernismo, no sólo desenterrando artistas
olvidados sino también abordando los modernistas masculinos con
nuevos métodos. Esto también es verdad respecto de las «nuevas
feministas francesas» y su teorización de lo femenino en la litera­
tura modernista, incluso aunque a menudo insisten en mantener
una polémica distancia con respecto al feminismo de tipo americano M.
Durante los años 70 la cuestión de la ecología y el medio am­
biente ha pasado de ser una política monotemática a una amplia crí­
tica de la modernidad y la modernización, tendencia que es política
y culturalmente mucho más importante en Alemania occidental que
en los EE. UU. La nueva sensibilidad ecológica se manifiesta no sólo
en las subculturas políticas y regionales, en los modelos de vida alter­
nativos y en los nuevos movimientos sociales europeos, sino que tam­
bién afecta al arte y la literatura de diversas formas: la obra de Joseph
Beuys, ciertos proyectos de arte paisajístico, la Valla Continua de
Christo en California, la nueva poesía de la naturaleza, el retorno
a tradiciones locales, dialectos, y así sucesivamente. Especialmente
debido a la creciente sensibilidad ecológica, se ha sometido a examen
crítico la relación entre ciertas formas de modernismo y la moderni­
zación ecológica.
Existe una creciente conciencia de que otras culturas, no europeas,
no occidentales, deben ser conocidas por medios distintos a la con­
quista o dominación, tal como lo estableció Paul Ricoeur hace más

240
de veinte años, y que la fascinación erótica y estética por «el Orien­
te» —tan extendida en la cultura occidental, incluso en el moder­
nismo— es profundamente problemática. Esta conciencia deberá tra­
ducirse en un tipo de trabajo intelectual distinto al del intelectual
modernista quien tradicionalmente habló con la confianza de estar
situado en la primera fila de su tiempo y de ser capaz de hablar
por otros. La noción de Foucault relativa al intelectual local y espe­
cífico en oposición al intelectual «universal» de la modernidad pue­
de proporcionar una salida al dilema de quedar encerrados en nues­
tra propia cultura y tradiciones a la vez que reconocemos sus limi­
taciones.
En conclusión, es fácil observar que una cultura postmodernista
que nace a partir de estas constelaciones políticas sociales y cultu­
rales deberá ser un postmodernismo de resistencia, de resistencia
incluso a ese postmodernismo fácil al estilo del «anything goes»
(cualquier cosa funciona). La resistencia deberá ser específica y even­
tual en el campo cultural sobre el que actúa. No puede ser definida
simplemente en términos de negación o antiidentidad a lo Adorno,
tampoco bastarán las letanías de un proyecto colectivo, totalizador.
Al mismo tiempo, la propia noción de la resistencia puede resultar
problemática en cuanto a su oposición a la afirmación. Después
de todo, existen formas afirmativas de resistencia y formas resis­
tentes de afirmación. Pero éste quizá sea un problema semántico
más que un problema práctico. Y no debería privarnos de hacer
juicios. La forma en que esta resistencia puede articularse en obras
de arte de manera que satisfaga las necesidades de lo político y las de
lo estético, de los productores y de los destinatarios, no puede ser
prescrita, y quedará abierta al juicio, el error y el debate. Pero es
hora de abandonar esa dicotomía sin salida, de política y estética,
que durante demasiado tiempo ha dominado las valoraciones del mo­
dernismo, incluyendo la tendencia esteticista en el seno del post-
estructuralismo. La cuestión no es eliminar la tensión productiva
entre lo político y lo estético, entre la historia y el texto, entre el
compromiso y la misión del arte. La cuestión es incrementar esa
tensión, aunque sea para redescubrirla y replantearla dentro de las
artes y la crítica. No importa lo problemático que ello pueda resul­
tar, el paisaje de lo postmoderno nos rodea. Simultáneamente nos
delimita y nos abre los horizontes. Constituye nuestro problema y
nuestra esperanza.

241
NOTAS
* Versiones anteriores de este artículo han sido presentadas al XVII Con­
greso Mundial de Filosofía en Montreal, agosto de 1983, y a una conferencia
sobre «El problema de lo postmoderno: Crítica/Literatura/Cultura» organizada
en la Universidad de Cornell por Michael Hays, abril de 1984.
1. Catálogo D ocum enta 7 (Kassel: Paul Dierichs, s.f.), 1982, p. XV.
2. Ibid.
3. Por supuesto, esto no pretende ser una valoración «justa» de la muestra
o de todas las obras expuestas. Debe quedar claro que lo que aquí me
preocupa es la dramaturgia de la muestra, la forma en que fue conce­
bida y presentada al público. Para una mas detallada descripción de
la Documenta 7, véase Benjamín H. D. Buchloh, «Documenta 7: A Dic-
tionary of Received Ideas», O ctob er, 22, otoño 1982, pp. 105-126.
4. En relación a esta cuestión véase Frederic Jameson, «Postmodernism or
the Cultural Logic of Capitalism», N ew L eft R eview , 146, julio-agosto
1984, pp. 53-92, cuya pretensión de identificar el postmodernismo con
un nuevo estadio de la lógica de desarrollo del capital me parece un
tanto exagerada.
5. Para una distinción entre un postmodernismo crítico y otro afirmativo,
véase la introducción de Hal Foster a T he A nti-A esthetic, Bay Press,
Port Townsend, Washington, 1984. Este nuevo ensayo de Foster, sin
embargo, indica un cambio de opinión con respecto al potencial crítico
del postmodernismo.
6. Para un intento anterior de dar una B egriffsgesch ich te del postmodernis­
mo en la literatura, véanse los diversos ensayos en A merikastudien, 22: 1,
1977, pp. 9-46 {incluye una interesante bibliografía). Cf. también Ihab
Hassan, The D ism em berm ent o f O rpbeus, segunda edición, University
of Wisconsin Press, Madison, 1982, especialmente el reciente «Postface
1982: Toward a Concept of Postmodernism», pp. 259-271. —El debate
en torno a la modernidad y la modernización en la historia y las ciencias
sociales es demasiado extenso para ser documentado aquí; para un
informe excelente de la literatura pertinente, véase Hans-Ulrich Wehler,
M od ern isierun gsth eorie und G esch ich te, Vandenhoeck & Ruprecht, Got-
tingen, 1975—. Sobre la modernidad y las artes, véase Matei Calinescu,
T aces o f M odernity, Indiana University Press, Bloomington; 1977;
Marshal Berman, All That is Solid M-elts In to Air: T he E xperience of
M odernity, Simón and Schuster, New York, 1982; Eugene Lunn, Mar-
xism and M odernism , University of California Press, Berkeley y Los An­
geles, 1982. [Trad. cast.: Marxismo y m odernism o, FCE, México, 1986];
Peter Bürger, T heory o f th e A vantgarde, University of Minnesota Press,
Minneapolis, 1984. [Trad. cast.: T eoría d e la vanguardia, Península,
Barcelona, 1987]. También resulta interesante en esta discusión el trabajo
recientemente realizado por algunos historiadores de la cultura sobre
ciudades específicas y su cultura, por ejemplo, el trabajo de Cari Schorske
y Robert Waissenberger Bobre la Viena fitt-de-siécle, el trabajo de Peter
Gay y John Willet Bobre la República de Welmar, y para una con»lde-

242
ración sobre el antimodernismo americano en el cambio de siglo, T. J. Jack-
son Lears, No Place o f G race, Nueva York, 1981.
7. Sobre la función ideológica y política del modernismo en los años 50
cf. Jost Hermand, «Modernism Restored: West Germán Painting in the
1950s», NGC, 32, primavera/verano 1984; y Serge Guilbaut, Hoto N ew
York S tole th e Idea o f M odern Art, Chicago University Press, Chica­
go, 1983.
8. Para un análisis minucioso de este concepto véase Robert Sayre y Michel
Lowy, «Figures of Romantic Anti-Capitalism», NGC, 32, primavera/ve­
rano 1984.
9. Para un excelente examen de la política arquitectónica en la República
de Weimar véase el catálogo de la exposición W em g eh ó rt d ie W elt:
K unst und G eselh ch a ft in d er W eim arer Republik, Neue Gesellschaft
für bildende Kunst, Berlín, 1977, pp. 38-157. Cf. también Robert Hughes,
«Trouble in Utopia», en The Shock o f th e New, Alfred A. Knopf, Nueva
York, 1981, pp. 164-211.
10. El hecho de que tales estrategias pueden tomar diferentes formas polí­
ticas lo demuestra Kenneh Frampton en su ensayo «Towards a Critical
Regionalism», en The A nti-A esthetic, pp. 23-38.
11. Charles A. Jencks, The Language o f P ostm odern A rchitecture, Rizzoli,
Nueva York, 1977, p. 97.
12. El concepto de U ngleichzeitigkeit de Bloch puede verse en Emst Bloch,
«Non-Synchronism and the Obligation to its Dialectics», y Anson Rabin-
bach, «Emst Bloch’s H eritage o f our Tim es and Fascism», en NGC, 11,
primavera 1977, pp. 5-38.
13. Robert Venturi, Denise Scott Brown, Steven Izenour, Learning from
Las Vegas, MIT Press, Cambridge, 1972. Cf. también el estudio anterior
de Venturi, C om plexity and C ontradiction in A rchitecture, Museum of
Modern Art, Nueva York, 1966.
14. Kenneth Frampton, M odern A rchitecture: A Critical H istory, Oxford
University Press, Nueva York y Toronto, 1980, p. 290.
15. Lo que aquí me interesa es la S elbstverstándnis de los artistas, y no la
cuestión de si su obra realmente se proyectó más allá del modernismo
o si fue en todo caso políticamente «progresista». Sobre los elementos
políticos de la rebelión Beat véase Barbara Ehrenreich, T he H earts o f
Men, Doubleday, Nueva York, 1984, esp. pp. 52-67.
16. Gerald Graff, «The Myth of the Postmodern Breakthrough», en Litera-
tu re Against Itself, Chicago University Press, Chicago, 1979, pp. 31-62.
17. John Barth, «The Literature of Replenishment: Postmodernist Fiction»,
A tlantic M onthly, 245: 1, enero 1980, pp. 65-71.
18. Daniel Bell, The Cultural C ontradictions o f Capitalism, Basic Books,
Nueva York, 1976, p, 51. [Trad. cast.: Las con tra d iccion es culturales d el
capitalism o, Alianza Editorial, Madrid, 1977.]
19. Las connotaciones específicas que la noción de postmodemidad ha to­
mado en los movimientos pacifistas y antinucleares alemanes así como en
el seno del Partido Verde no serán discutidas aquí, ya que este artículo
le refiere principalmente al debate americano. En la vida intelectual ale­
mana, la obra de Peter Sloterdijk es especialmente relevante en relación

243
a este tema, aunque Sloterdijk no utiliza la palabra «postmoderno»;
Peter Sloterdijk, Kritik d er zynischen V ernunft, 2 vols., Suhrkamp, Frank-
furt am Main, 1983. También es destacable la peculiar acogida alemana
de la teoría francesa, especialmente la de Foucault, Baudrillard y Lyotard;
véase por ejemplo Der T od d er M oderne. Bine Diskussion, Konkursbu-
chverlag, Tübingen, 1983. Sobre la transformación apocalíptica de lo
postmoderno en Alemania véase Ulricb Horstmann, Das Untier. K onturen
ein er P h ilosoph ie d er M en sch en flu cb t, Medusa, Viena-Berlín, 1983.
20. El apartado siguiente se basará en argumentos desarrollados de forma
menos exhaustiva en mi anterior artículo «The Search for Tradition:
Avantgarde and Postmodernism in the 1970s», NGC, 22, invierno 1981,
pp. 23-40.
21. Peter Bürger, T heory o f th e A vantgarde, Uníversity of Minnesota Press,
1984. [Trad. cast.: T eoría d e la vanguardia, Península, Barcelona, 1987].
El hecho de que Bürger reserve el término vanguardia sobre todo para
estos tres movimientos puede sorprender al lector norteamericano como
idiosincrático o innecesariamente limitado a no ser que se comprenda la
situación del argumento dentro de la tradición del pensamiento estético
alemán del siglo xx desde Brecht y Benjamín a Adorno.
22. Esta diferencia entre el modernismo y la vanguardia fue uno de los pun­
tos centrales de desacuerdo entre Benjamín y Adorno en los años 30, una
discusión a la que Bürger debe mucho. Contrario a la fusión triunfante de
la estética, la política y la vida cotidiana en la Alemania fascista, Adorno
condenó la intención de la vanguardia de combinar el arte con la vida,
e insistió, con la mejor de las actitudes modernistas, en la autonomía del
arte; Benjamín por otra parte, mirando atrás hacia los experimentos ra­
dicales de París, Moscú y Berlín en los años 20, encontró una esperanza
mesiánica en la vanguardia, especialmente en el surrealismo, hecho que
puede ayudarnos a entender la extraña (y creo que equivocada) asigna­
ción de Benjamín en los EE. UU. como crítico postmoderno avant la
lettre.
23. Cf. mi ensayo «The Cultural Politics of Pop», N ew G ermán C ritique, 4,
invierno 1975, pp. 77-97. Desde una perspectiva distinta, Dick Hebdige
desarrolló un argumento similar en torno a la cultura pop británica en
una charla que ofreció el año pasado en el Center for Twentieth Century
Studies en la Universidad de Wisconsin-Milwaukee.
24. La fascinación de la izquierda hacia los medios de comunicación de masas
fue quizá más pronunciada en Alemania que en los EE. UU. Fueron los
años en que la teoría de la radío de Brecht y «La obra de arte en la
época de su reproductibilidad mecánica» se convirtieron casi en textos
sagrados. Véase, por ejemplo, Hans Magnus Enzensberger, «Baukasten
zu einer Theorie der Medien», K ursbuch, 20, marzo 1970, pp. 159-186.
Reimpreso en H.M.E., Palaver, Suhrkamp, Frankfurt am Main, _ 1974.
La vieja fe en el potencial democratizador de los medios de comunicación
también se da a entender en las últimas páginas de La con d ición postm o­
derna de Lyotard no en relación a la radio, cine y televisión, sino en
relación a las computadoras.

244
25. Leslíe Fiedler, «The New Mutants» (1965), A F iedler R eader, Stein and
Day, Nueva York, 1977, pp. 189-210.
26. Edward Lucie-Smíth, Art in th e S even ties, Cornell University Presse,
Ithaca, 1980, p. 11.
27. Para una discusión lucida sobre la teoría de Greenberg del arte mo­
derno en su contexto histórico, véase T. J. Clark, «Clement Greenberg’s
Theory of Art», Critical Inquiry, 9, 1, septiembre 1982, pp. 139-156.
Para un tratamiento distinto de Greenberg véase Ingeborg Hoesterey,
«Die Moderne am Ende? Zu den asthetiscehn Positionen von Jürgen
Habermas und Clement Greenberg», Z eitschrift fü r Ásthetik und allge-
m ein e K m stw issen sch a ft, 29, 2, 1984. Sobre la teoría del modernismo
de Adorno véase Eugene Lunn, Marxism and M odernism , University of
California Press, Berkeley y Los Angeles; Peter Bürger, V erm ittlung - Re-
xeption - Funktion, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1979, esp. pp. 79-92;
Burkhardt Lindner y W. Martin Lüdke, edc., M aterialien zur asthetischen
T h eorie: Th. W. A dornos K onstruk tion d er M oderne, Suhrkamp, Frank­
furt am Main, 1980. Cf. también mi ensayo «Adorno in Reverse: From
Hollywood to Richard Wagner», NGC, 29, primavera-verano 1983, pá­
ginas 8-38.
28. Véase Craig Owens, «The Discourse of Others», en Hal Foster, ed.,
T he A nti-A esthetic, pp. 65-90.
29. Con los recientes publicaciones de Fred Jameson y con T he Anti-A esthetic,
las cosas han empezado a cambiar.
30. Por supuesto, aquellos que mantienen esta visión no pronunciarán la
palabra «realismo» ya que está empañada por su tradicionalmente próxima
asociación con las nociones de «reflejo», «representación» y una realidad
transparente; aunque el poder persuasivo de la doctrina modernista debe
mucho a la idea subyacente de que sólo el arte y literatura modernistas
están de alguna forma adecuados a nuestro tiempo.
31. Una obra que se mantiene en la órbita de la noción de Marx de la mo­
dernidad y ligada a los impulsos culturales y políticos de los años 60
americanos es la de Marshall Berman, AU That Is Solid M elts Into Air:
th e E xperience o f M odernity, Simón and Schuster, Nueva York, 1982.
32. Jürgen Habermas, «Modernity versus Postmodernity», NGC, 22, invierno
1981, pp. 3-14. (Reimpreso en Foster, ed., The A nti-A esthetic.)
33. Jean-Frangois Lyotard, «Answering the Question: What Is Postmoder-
nism?», en The R ostm odern C ondition, University of Minnesota Press
Minneapolis, 1984, pp. 71-82. [Trad. cast.: La con d ición postm oderna,
Cátedra, Madrid, 1984.]
34. Martin Jay, «Habermas and Modernism», Praxis International, 4, 1, abril
1984, pp. 1-14. Cf. en el mismo volumen Richard Rorty, «Habermas and
Lyotard on Postmodernity», pp. 32-44.
33. Peter Sloterdijk, Kritik d er zynischen Vernunft. El mismo Sloterdijk in­
tenta salvar el poencial emancipaorio de la razón de forma fundamenal-
mente distinta a la de Habermas, forma que desde luego se podría llamar
pottmoderna, Para un breve pero incisivo análisis en inglés de la obra
de Sloterdijk véase Leslíe A. Adelson, «Against the Enlightenment:

245
A Theory with Teeth for the 1980s», G ermán Q uaterly, 57, 4, otoño
1984, pp. 625-631.
36. Cf. Jürgen Habermas, «The Entwinement o£ Myth and Enlightenment.
Rereading D ialectic o f E nlightenm ent», NGC, 26, primavera-verano 1982,
pp. 13-30.
37. Por supuesto existe otra línea argumental en el libro que sí que liga
la crisis de la cultura capitalista con las transformaciones económicas. Pero
creo que, como interpretación de la postura polémica de Bell, la descrip­
ción anterior es válida.
38. Los editores, «A Note on T he N ew C riterion», T he New C riterion, 1, 1,
septiembre 1982, pp. 1-5. Hilton Kramer, «Postmodern: Art and Culture
in the 1980s, ib¡d, pp. 36-42.
39. Bell, T he Cultural C ontradictions o f Capitalism, p. 54.
40. Utilizo el sentido habitual según el cual el término «teoría crítica» se
refiere a una multitud de tentativas recientes, teoréticas e interdisciplinares,
en el campo de las humanidades. Originalmente, la Teoría Crítica cons­
tituía un término mucho más preciso que hacía referencia a la teoría
desarrollada por la Escuela de Frankfurt en los años 30. Hoy, sin em­
bargo, la teoría crítica de la misma Escuela de Frankfurt constituye sólo
una parte de un extenso especro de teorías críticas, y esto puede en defi­
nitiva favorecer su reinserción en el discurso crítico contemporáneo.
41. Sin embargo, lo contrario no siempre es verdad. De este modo los prac­
ticantes norteamericanos de la deconstrucción en general no presentan de­
masiados deseos de abordar el problema de lo postmoderno. En realidad,
la deconstrucción norteamericana, como la que ha practicado reciente­
mente Paul de Man, parece en conjunto poco inclinada a defender una
distinción de ningún tipo entre lo moderno y lo postmoderno. Cuando De
Man aborda el problema de la modernidad de forma directa, tal como lo
hace en su ensayo «Literary History and Literary Modernity» en B lindness
and Insight, proyecta las caracterísicas y visiones del modernismo hacía el
pasado de modo que a fin de cuenas toda literatura, en cierto sentido, se
puede considerar esencialmene modernista.
42. Cabe hacer una advertencia en este punto. El término postestructuralismo
es por ahora tan amorfo como el «postmodernismo», y comprende una
variedad de tentativas teoréticas bastante diferentes. Sin embargo, el pro-
pósio de mi análisis nos permite agrupar temporalmente las diferencias
con el fin de acercarnos a ciertas simmifitudes entre distintos proyectos
estructuralistas.
43. Esta parte del argumento está inspirada en el trabajo sobre Foucault de
John Rajchman, «Foucault, or the Ends of Modernism», O ctob er, 24,
primavera 1983, pp. 37-62, y en la consideración sobre Derrida como
teorético del modernismo que hace Jochen Schulte-Sasse en su intro­
ducción a Peter Bürger, T h eory o f th e A vantgarde.
44. Jonathan Arac, Wlad Godzich, Wallace Martin, eds., The Y ole Critics:
D econ stru ction in A merica, University of Minnesota Press, Minneapolis,
1983.
45. Véase Nancy Fraser, «The French Derrldeanu Politicizlng Deconstruc­
tion or Deconstructing Politics», NGC, 33, otoño 1984, pp. 127-154.

246
46. No pretendo limitar a Barthes a las posiciones tomadas en su obra re­
ciente. El éxito norteamericano de su obra, sin embargo, nos permite
tratarla como síntoma, o, si se quiere, como «m yth ologie».
47. Roland Barthes, The P leasure o f th e Text, Hill and Wang, Nueva York
1975, p. 22.
48. Véase Tania Dodleski, «The Terror of Pleasure: The Contemporary
Horror Film and Postmodern Theory», comunicación presentada en un
congreso sobre la cultura de masas, Center for Twentieth Century Studies,
University of Wisconsín-Mifwaukee, abril 1984.
49. Barhes, p. 38.
50. Barthes, p. 41 y s.
51. Barthes, p. 14.
52. De este modo, el destino del placer según Barthes fue extensamente dis­
cutido en un fórum de la MLA del año pasado mientras que una hora
más tarde, en un debate sobre el futuro de la crítica literaria, diversos
participantes alabaron la aparición de una nueva crítica histórica. Esto, en
mi opinión, establece un importante punto de conflicto y tensión en la
escena actual de la crítica literaria norteamericana.
53. Roland Barthes, S/Z, Hill and Wang, Nueva York, 1974, p. 140.
54. Michel Foucault, «What Is an Author?», en Language, counter-m em ory,
p ra ctice, Cornell University Press, Ithaca, 1977, p. 138.
55. Este desplazamiento de intereses de nuevo hacia el problema de la sub­
jetividad en realidad también está presente en algunos de los escritos
postestrucuralisas más recientes, por ejemplo en el trabajo de Kristeva
sobre el simbolismo y la semiótica y en el trabajo de Foucault sobre la
sexualidad. Sobre Foucault véase Biddy Martin, «Feminism, Criticism, and
Foucault», NGC, 27, otoño 1982, pp. 3-30. Eu cuanto a la relevancia de
la obra de Kristeva dentro del contxeto norteamericano, véase Alice Jar-
dine, «Theories of he Feminine», E nclitic, 4, 2, otoño 1980, pp. 5-15; y
«Pre-Texts for the Transatlantic Feminíst», Y ale F rench Studies, 62,
1981, pp. 220-236. Cf. también Teresa de Laurentis, A lice D oesn’t: Fe­
m inism , S em iotics, Cinema, Indiana University Press, Bloomington, 1984,
especialmente cap. 6 «Semiotics and Experience».
56. Jean Frangoís Lyotard, La C ondition P ostm oderne, Minuit, París, 1979,
57. La traducción inglesa de La C ondition P ostm odern e [T he P ostm odern
C ondition, Minneapolís: University of Minnesota Press, 1984] incluye el
ensayo, de especial importancia para el debate estético, «Answering the
Question: What is Postmodernism?». Véase las consideraciones de Kris-
eva sobre lo postmoderno en «Postmodernism?», Bucknell R eview , 25, 11,
1980, pp. 136-141.
58. Kristeva, «Postmodernism?», 137.
59. Ibid., 139 f.
60. De hecho, La con d ición postm oderna constituye un ataque constante a las
tradiciones políticas e intelectuales de la Ilustración encarnadas, para Lyo­
tard, en la obra de Jürgen Habermas.
¿1. Frederlc Jameson, prefacio a Lyotard, T he P ostm odern C ondition, p. XVI.
62. Michel Foucault, «Truth and Power», en P ow er/ K n ow ledge, Pantheon,
Nueva York, 1980, p. 127.

247
63. La mayor excepción la constituye Craig Owens, «The Díscourse of Others»,
en Hal Foster, etd , T he A nti-A esthetic, pp. 65-98
64. Cf Elaine Marks y Isabelle de Courtivron, eds., N ew F rench Fem im sm s,
University of Massachussetts Press, Amherst, 1980 Para una visión cri­
tica de las teorías del feminismo francés cf, el trabajo de Alice Jardme
citado en la nota 56 y su ensayo «Gynesis», d iacn íics, 12, 2, verano 19 ,
pp. 54-56.

248
Polémicas (post)modernas
Hal Foster
Traducción de Francisca Pérez Carreño

Existen hoy por lo menos dos posturas sobre la postmoderni-


dad en la política cultural americana: una, alineada con una política
neoconservadora, la otra derivada de la teoría postestructuralista.
La postmodernidad «neoconservadora» es la más familiar de las
dos: definida sobre todo en términos de estilo, deriva de la moder­
nidad, que, reducida a su peor imagen formalista, es contestada con
una vuelta a lo narrativo, al ornamento y la figura. Esta posición
es a menudo de reacción, pero en más sentidos que el puramente
estilístico ya que se proclama la vuelta a la historia (a la tradición
humanista) y la vuelta del sujeto (el artista/arquitecto como auteur
por antonomasia).
La postmodernidad «postestructuralista», por otro lado, asume
«la muerte del hombre» no sólo como creador original de artefactos
únicos, sino también como el sujeto centro de la representación y
de la historia. Esta postmodernidad opuesta a la neoconservadora,
c§ profundamente antihumanista: más que una vuelta a la represen­
tación, lanza una crítica en la cual la representación se muestra
más como constitutiva de la realidad que transparente a ella (he aquí
1a conexión postestructuralista). Y sin embargo, aún opuestos en
cuanto al estilo y la política, según mí opinión, esos dos conceptos
de postmodernidad revelan una misma identidad histórica.

En arte y arquitectura, la postmodernidad conservadora está


Barcada por un historicismo ecléctico, en el que viejas y nuevas
* Reproducido con la autorización de N ew Germán C ritique. Publicado
Originalmente con el título «(Poat) Modern Polémica» en N ew Germán Cri-
tlfki, nüm, 33, Otoño 1984.

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